A la caza de mariposas
Un minibús nos ha traído a la feria de primavera. Somos ocho en total. Seis residentes, Sylvia y una enfermera a la que no he visto nunca, una joven con una fina trenza que se balancea sobre su espalda y le roza el cinturón. Supongo que ellos piensan que la salida nos viene bien. Sin embargo, ignoro cuál puede ser el beneficio de cambiar nuestro confortable entorno por una carpa de suelo embarrado llena de puestos donde venden pasteles, juguetes y jabones. Me habría hecho igualmente feliz quedarme en casa, lejos del bullicio.
Como todos los años, detrás del edificio del ayuntamiento se ha improvisado un escenario. Delante de él se han dispuesto sillas de plástico. Los otros residentes y la joven de la trenza se sientan junto al escenario y observan a un hombre que extrae pelotas de ping-pong numeradas de un cubo de metal. Yo prefiero quedarme aquí, en el banco de hierro que está junto al monumento a los caídos en la guerra. Me siento rara. Es el calor, estoy segura. Cuando me desperté esta mañana la almohada estaba húmeda y a lo largo del día no he podido desprenderme de una sensación extrañamente nebulosa. Mis pensamientos son esquivos. Surgen a gran velocidad, perfectamente definidos, y se escurren antes de que pueda aferrarlos debidamente, como si quisiera atrapar una mariposa. Ese revolotear me produce irritación.
Me sentaría bien una taza de té.
¿Dónde se ha metido Sylvia? ¿Me lo dijo? Estaba aquí hace un momento, iba a fumar un cigarrillo. Hablaba de su novio y de sus planes de vivir juntos. En su momento desaprobé esas relaciones que prescinden del casamiento, pero el tiempo tiene su propia manera de hacer que cambiemos nuestros puntos de vista acerca de muchas cosas.
La piel de mi empeine, que queda expuesta al sol, se está chamuscando. Pienso en deslizar los pies hacia la sombra, pero un irresistible masoquismo me tienta a dejarlos donde están. Más tarde Sylvia verá las partes enrojecidas de mis pies y advertirá que me ha dejado sola mucho tiempo.
Desde mi asiento veo el cementerio. En el sector Este se alinean los álamos, cuyas hojas nuevas se estremecen ante la menor brisa. Más allá de la fila de árboles, al otro lado de la loma, están las lápidas, entre ellas la de mi madre.
Ha pasado una eternidad desde que la sepultamos. Un invernal día de 1922, en que la tierra estaba helada, y mi gélida enagua me rozaba las medias. Entonces, la silueta de un hombre, apenas reconocible, se dibujó en la colina. Mi madre se llevó sus secretos con ella, a la tierra dura y fría, pero finalmente los descubrí. Sé mucho sobre secretos. Yo también los he tenido y supuse que cuanto más supiera sobre los secretos ajenos, mejor podría ocultar los propios.
Tengo calor. Hace demasiado calor para ser abril. Sin duda, el calentamiento global es la causa. El calentamiento global, el deshielo de los polos, el agujero de ozono, los alimentos manipulados genéticamente, entre otros males de la década de 1990. El mundo se ha convertido en un lugar hostil. Tampoco el agua de lluvia es segura en esta época, la llaman lluvia ácida.
Eso debe de ser lo que está erosionando el monumento. Uno de los perfiles de la estatua bajo la que me encuentro está dañado; la mejilla del soldado parece picada de viruela; la nariz ha sido devorada por el paso del tiempo. Me recuerda a una fruta caída, que termina roída por un animal carroñero.
El soldado sabe lo que significa el deber. A pesar de sus heridas continúa erguido sobre su monumento, como lo ha hecho durante ochenta años. El ojo solitario observa las llanuras, más allá del pueblo, su mirada vacua se proyecta allende Bridge Street, hacia el aparcamiento del nuevo centro comercial, un lugar digno de un héroe. Él es casi tan viejo como yo. ¿Se sentirá igual de cansado?
Él y su pedestal se han cubierto de musgo, plantas microscópicas proliferan entre los nombres cincelados de los muertos. David está allí, en la primera línea, con los otros oficiales. Y Rufus Smith, el hijo del trapero, muerto en Bélgica, asfixiado en el derrumbamiento de una trinchera. Más abajo, Raymond Jones, el vendedor ambulante del pueblo cuando yo era una niña. Sus hijos son ahora hombres. Ancianos, aunque más jóvenes que yo. Posiblemente estén muertos.
No me sorprendería que este soldado se desintegrara. No se puede pretender que un solo hombre resista la presión de un sinnúmero de tragedias personales, que soporte ser testigo de los casi infinitos ecos de la muerte.
Pero no está solo. Hay uno como él en cada pueblo de Inglaterra. Son las cicatrices de la guerra. Un rosario de heroicas señales diseminadas a lo largo del territorio en 1919, con la intención de curar las heridas. Por entonces teníamos una fe desmesurada en la Liga de las Naciones, en la posibilidad de un mundo civilizado. Ante una esperanza tan firme, los poetas de la desilusión estaban perdidos. Por cada T. S. Eliot, por cada R. S. Hunter, cincuenta jóvenes brillantes defendían los sueños de Tennyson sobre «el parlamento del hombre, la federación del mundo…».
No duró, por supuesto. No fue posible. La desilusión fue inevitable. A los años veinte les siguieron la depresión de los treinta y luego otra guerra. Y después de ella las cosas fueron diferentes. No hubo monumentos triunfales, desafiantes, que se salvaran de la nube en forma de hongo de la Segunda Guerra Mundial. La esperanza había perecido en las cámaras de gas de Polonia. Una nueva generación de heridos en el campo de batalla fue enviada de vuelta a casa y un segundo grupo de nombres, los hijos debajo de los padres, cincelado en las bases de las estatuas ya existentes. Y en la mente de todos, la triste certeza de que algún día los jóvenes volverían a caer.
Las guerras hacen que la historia parezca engañosamente simple. Proporcionan puntos de inflexión definidos, separaciones claras: antes y después; ganador y perdedor; bien y mal. La verdadera historia, el pasado, no se le parece, no es plana, no es lineal. No sigue una planificación. Es escurridiza, como un líquido, infinita e incognoscible, como el espacio. Y es modificable. Cuando creemos encontrar un patrón, la perspectiva cambia, aparece una versión alternativa, resurge un recuerdo largamente olvidado.
He tratado de concentrarme en los puntos de inflexión de la historia de Hannah y Teddy. Últimamente, todos los pensamientos me conducen a Hannah. Al mirar hacia atrás me resulta evidente: durante el primer año de su matrimonio determinados hechos fijaron los cimientos de lo que sucedería después. Entonces no podía verlo. En la vida real los puntos de inflexión son arteros, pasan imperceptiblemente a nuestro lado. Desperdiciamos oportunidades, sin darnos cuenta celebramos las catástrofes. Los puntos de inflexión sólo se descubren más tarde, cuando un narrador o un historiador trata de poner en orden las enmarañadas historias de una vida.
Me pregunto cómo se abordará el tema del matrimonio de Hannah en la película. Qué será lo que, a criterio de Ursula, provocó su infelicidad: que Deborah llegara de Nueva York, que Teddy perdiera las elecciones, que no tuvieran un heredero. ¿Estará de acuerdo en que los indicios estuvieron presentes desde la misma luna de miel? Las futuras fisuras eran visibles incluso en la nebulosa luz de París, como una mínima falla en aquellas diáfanas telas de los años veinte: hermosas, frívolas, tan finas que no se podía esperar que fueran duraderas.
Durante el verano de 1919, París se regodeaba en el calor optimista de la Conferencia de Paz de Versalles. Por las noches yo ayudaba a Hannah a desvestirse, tomaba uno de los vaporosos camisones verde claro, rosa o blanco (Teddy era un hombre al que le gustaba el brandy puro y las mujeres puras) mientras ella me contaba sobre los lugares que habían visitado y las cosas que habían visto. Habían subido a la Torre Eiffel, habían paseado por los Campos Elíseos, habían cenado en famosos restaurantes. Pero había otras cosas que atraían a Hannah.
—Los dibujos, Grace —me desveló una noche mientras le quitaba la ropa—. ¿Quién habría dicho que sería tan aficionada al dibujo?
Dibujos, artefactos, personas, aromas. Estaba ávida de nuevas experiencias. Tenía que recuperar años que consideraba desperdiciados, mientras esperaba que su vida comenzara. Había tanta gente con quien hablar: los ricos con los que se encontraban en restaurantes, los políticos que habían concebido el acuerdo de paz, los músicos callejeros que encontraba en sus paseos.
Teddy no era ciego a sus reacciones, a su tendencia a exagerar, a su inclinación al entusiasmo desmedido, pero adjudicaba esa vehemencia a la juventud. Era una característica, encantadora y desconcertante a partes iguales, que lograría superar con el paso del tiempo. Aunque no era eso lo que él esperaba de ella en ese momento; en esa etapa todavía estaba enamorado. Le había prometido que viajarían a Italia el año siguiente y que visitarían Pompeya, el museo de los Uffizi, el Coliseo. Por entonces, no había cosa que no fuera capaz de prometer. Porque Hannah era el espejo donde él se veía, no ya como el hijo de su padre —un hombre establecido, convencional, aburrido—, sino como el esposo de una mujer encantadora e impredecible.
Por su parte, Hannah no hablaba mucho de Teddy. Él era una herramienta, cuya existencia le hacía posible vivir aventuras. Lo cual no significaba que él no le gustara. Solía encontrarlo divertido (especialmente, cuando no intentaba serlo en absoluto), elocuente, una compañía nada desagradable. Los intereses de su esposo eran bastante menos variados que los propios, su inteligencia menos aguda, pero ella aprendió a halagar su ego cuando era necesario y buscó estímulo intelectual en otras personas. Y si eso no era amor, ¿qué importaba? Ella no sentía su ausencia, no entonces. ¿Quién necesitaba amor cuando había tantas otras cosas en su panorama?
Una mañana, cuando la luna de miel se acercaba a su fin, Teddy despertó con dolor de cabeza. Ya había tenido episodios similares, secuelas de una enfermedad de la infancia, y aunque infrecuentes, eran agudos. Todo lo que podía hacer era quedarse en cama, con la habitación a oscuras y silenciosa, y beber pequeñas cantidades de agua. La primera vez, Hannah se inquietó. En general, ella había estado a salvo de los incordios de las enfermedades.
Le propuso quedarse junto a él, pero Teddy era un hombre sensible, que no disfrutaba privando de placer a los demás. Le dijo que ella nada podía hacer, que era un crimen que no disfrutara sus últimos días en París.
Teddy me pidió que la acompañara, era inconcebible que una dama fuera vista sola por la calle, sin importar que estuviera casada.
Hannah no tenía deseos de recorrer tiendas y se había cansado de estar en lugares cerrados. Quería explorar, descubrir París a su modo. Salimos y comenzamos a caminar. Ella no llevaba un plano, sencillamente se dejaba llevar por su intuición.
—Ven, Grace —decía una y otra vez—. Veamos qué hay por aquí.
Finalmente llegamos a un callejón más oscuro y estrecho que los visitados con anterioridad. Un angosto atajo entre dos filas interrumpidas de edificios. Se oía música, que fluía hacia la calle. Había un olor vagamente familiar, algo comestible, tal vez podrido. Y había mucho movimiento, gente, voces. Hannah se detuvo en la entrada, meditó y luego comenzó a caminar por el callejón. No tuve opción y la seguí.
Era una comunidad de artistas. Ahora lo sé. He vivido en los años sesenta, he conocido Haight-Ashbury o Carnaby Street. Puedo identificar con facilidad el desaliño propio de la bohemia, los símbolos de la pobreza artística. Pero en ese momento todo era nuevo para mí. El único lugar que conocía era Saffron, donde la pobreza nada tenía que ver con lo artístico. Avanzamos por el callejón, atravesando pequeños puestos y puertas abiertas con sábanas tendidas para crear divisiones y ambientes. El humo que salía de unos palillos que se quemaban dejaba olor a almizcle. Un niño, con ojos enormes, dorados, espiaba inexpresivo a través de los postigos entreabiertos.
Un hombre sentado sobre almohadones rojos y dorados tocaba el clarinete. Por entonces, yo no sabía el nombre de ese instrumento, una vara negra con anillos y teclas brillantes a la que bauticé como serpiente. Cuando los dedos del hombre pulsaban las teclas dejaba oír una música que no podía identificar, y me hacía sentir vagamente incómoda. Me parecía que de algún modo describía cosas íntimas, peligrosas. Resultó ser jazz. Mucho se hablaría sobre esa música antes de que la década terminara.
A lo largo del callejón había mesas, y hombres sentados frente a ellas, leyendo, conversando o discutiendo. Bebían café y brebajes de colores misteriosos —sin duda, licores— que salían de extrañas botellas. A nuestro paso nos miraban, con interés o con indiferencia, no podría precisarlo. Yo trataba de no mirarles a los ojos. En silencio, rogaba que Hannah cambiara de idea, diera media vuelta y me llevara nuevamente a un lugar iluminado y seguro. Pero mientras mis fosas nasales se llenaban de un desagradable humo extraño y mis oídos de una música también desconocida, Hannah parecía flotar. Su atención estaba dirigida a otro lugar. En las paredes del callejón había pinturas, pero no como las de Riverton. Éstas eran dibujos de carboncillo, rostros, extremidades, ojos, nos miraban desde su lugar sobre los ladrillos.
Hannah se detuvo frente a un dibujo grande, el único que mostraba un solo personaje. Era una mujer sentada en una silla, no un sillón, una chaise longue, o la cama de un artista. Una simple silla de madera con gruesas patas. Tenía las rodillas separadas y miraba al frente. Estaba desnuda, era negra, el carboncillo brillaba. Desde la pintura, su rostro nos observaba: los ojos grandes, los pómulos prominentes, los labios fruncidos. El cabello recogido sobre la cabeza. Parecía una reina guerrera.
La pintura me impactó. Esperaba que Hannah reaccionara de la misma forma. Pero ella sintió algo diferente. Extendió su brazo y la tocó. Acarició la línea curva de la mejilla, inclinó su cabeza.
Junto a ella apareció un hombre.
—¿Le gusta? —preguntó con un acento pesado, y los párpados aún más pesados. No me gustaba la manera en que miraba a Hannah. Sabía que ella tenía dinero. Sus ropas la delataban.
Hannah parpadeó, como si hubiera despertado de un hechizo.
—Oh, sí —repuso suavemente.
—Tal vez quiera comprarla.
Hannah cerró la boca. Supe lo que estaba pensando: Teddy no lo aprobaría. Y no se equivocaba. Había algo en esa mujer, en esa pintura, que era peligroso, subversivo. Pero aun así Hannah quería comprarla. Por supuesto. Le recordaba el pasado, El Juego, Nefertiti. Un papel que ella había interpretado con la fresca vitalidad de la niñez. Asintió. Sí, le interesaba el cuadro.
El recelo me erizó la piel. El hombre permaneció inexpresivo. Llamó a alguien pero no obtuvo respuesta. Entonces, con un gesto, le indicó a Hannah que lo siguiera. Ambos parecían haberse olvidado de mí, pero les seguí hasta una pequeña puerta roja. El hombre la abrió. Era el estudio de un artista, apenas más que un oscuro agujero en la pared. Grandes franjas de empapelado verde, ya descolorido, estaban despegadas. El suelo —la parte que no estaba cubierta por cientos de hojas de papel dibujadas con carboncillo— era de piedra. En uno de los ángulos había un colchón cubierto por almohadones desteñidos y un edredón. Junto a los zócalos se amontonaban botellas de licor vacías.
Allí estaba la mujer de la pintura. Para mi horror, estaba desnuda. Nos miró con un interés que se extinguió rápidamente, y no dijo una palabra. Se puso de pie —era más alta que nosotras— y fue hacia la mesa. Algo en sus movimientos, su libertad, su indiferencia ante el hecho de que la observáramos, sus pechos, uno más grande que el otro, me ponía nerviosa. Esa gente no era como nosotros. Como yo. Ella encendió un cigarrillo y fumó mientras esperábamos. Yo aparté la mirada. Hannah no lo hizo.
—Las damas quieren comprar tu retrato —anunció el hombre.
La mujer negra miró a Hannah. Luego dijo algo en un idioma que yo no comprendía. No era francés. Parecía venir de un lugar más lejano.
El hombre rio.
—No está a la venta —le explicó a Hannah. Luego se acercó a ella y le sujetó el mentón. Yo me alarmé. Incluso Hannah se estremeció cuando él movió decididamente su cabeza de un lado a otro. Luego la soltó—. Sólo aceptaremos una permuta.
—¿Una permuta?
—Su retrato —indicó el hombre con su pesado acento y se encogió de hombros—. Se lleva el de ella, nos deja el suyo.
La mera idea de que un retrato de Hannah —sólo Dios sabía en qué grado de desnudez— se exhibiera en ese misérrimo callejón de Francia, donde cualquiera podría verlo, era inconcebible.
—Debemos irnos, señora —señalé, con una firmeza que me sorprendió—. El señor Luxton nos está esperando.
Mi tono también sorprendió a Hannah, porque, para mi alivio, asintió.
—Sí, tienes razón, Grace.
Las dos nos dirigimos hacia la puerta, pero mientras esperaba que atravesara el umbral, ella se giró hacia el dibujante.
—Mañana —afirmó débilmente—. Regresaré mañana.
Mientras volvíamos al coche estuvimos en silencio. Pasé despierta esa noche, ansiosa y asustada, tratando de encontrar el modo de detenerla, con la certeza de que era mi deber. En aquella pintura había algo que me inquietaba, algo que se reflejó en Hannah mientras lo observaba: una chispa volvía a encenderse.
Desde mi cama oía los ruidos de la calle, que esa noche adquirían una maldad desconocida. Voces extrañas, palabras en lenguas extranjeras, la risa de una mujer en un apartamento vecino. Añoraba regresar a Inglaterra, a un lugar donde las reglas eran claras y todos sabían cuál era su lugar. Por supuesto, esa Inglaterra no existía, pero las horas de la noche tienen su modo de alentar cualquier esperanza.
Como suele suceder, por la mañana las cosas se pusieron en orden. Cuando fui a vestir a Hannah, Teddy ya estaba despierto, sentado en el sillón. Dijo que todavía le dolía la cabeza, pero ¿qué clase de marido sería si dejaba sola a su bella esposa el último día de su luna de miel? Sugirió ir de compras.
—Es nuestro último día, me gustaría que compraras algo que te recuerde nuestro paso por París.
Cuando regresaron, advertí que el cuadro no estaba entre los objetos que Hannah me pidió que enviara a Inglaterra. No puedo saber si Teddy se negó a comprarlo y ella se resignó, o si comprendió que lo mejor era no hacer esa petición, pero en todo caso me alegré. En cambio, Teddy le compró una estola de visón, con patas pequeñas y tiesas y opacos ojos negros.
Y así regresamos a Inglaterra.
Tengo sed. Hay alguien sentado a mi lado, pero no es Sylvia. Es una mujer embarazada que tiene a sus pies bolsas con muñecos de punto y dulces caseros. Le brilla la cara, el sudor le ha corrido el maquillaje dibujándole dos medialunas negras en los pómulos. Me mira. Sospecho que ha estado observándome durante algún tiempo.
Saludo con una inclinación de cabeza. Supongo que es lo que corresponde. Ella sigue observándome, como si esperara algo. Tiene la actitud concentrada de alguien que ha estado escuchando. ¿He hablado? ¿He dado un espectáculo? No lo sé. Cada vez puedo confiar menos en mí misma. Y no quiero sobresalir. Estoy acostumbrada a ser invisible.
—Hermoso día —dice por fin—. Bello y templado.
No cree lo que dice. Puedo ver las gotas de sudor en su frente, la mancha más oscura en la tela bajo sus pesados pechos.
—Hermoso —contesto—. Muy templado.
Ella sonríe desganadamente y mira hacia otro lado.
Regresamos a Londres el 2 de julio de 1919, el día del desfile de la Paz. El chófer se abrió paso entre automóviles, ómnibus y carruajes tirados por caballos, a lo largo de calles atestadas donde la muchedumbre agitaba banderas y arrojaba serpentinas. La tinta con que se había firmado el tratado todavía estaba fresca, sanciones que provocarían el resentimiento y las divisiones causantes de la siguiente guerra mundial, pero los que volvían a casa no lo sabían. No en ese momento. Sencillamente, estaban felices de que el viento del sur ya no arrastrara a través del canal el sonido de los disparos, de que no hubiera más jóvenes que murieran a manos de otros jóvenes en el territorio de Francia.
El automóvil me dejó, junto con el equipaje, en la casa del centro de Londres y siguió su camino. Simion y Estella esperaban a los recién casados para tomar el té. Hannah habría preferido ir directamente a su casa pero Teddy insistió, ocultando una sonrisa. Guardaba un as en la manga.
En la puerta principal apareció un lacayo. Tomó una maleta en cada mano y volvió a entrar en la casa. Dejó a mis pies el bolso con los objetos personales de Hannah. Me sorprendió. No esperaba que hubiera otros sirvientes, no todavía, y me pregunté quién lo habría contratado.
Permanecí de pie, respirando el aire de la calle. La gasolina se mezclaba con el olor ácido del estiércol. Alcé la vista para abarcar los seis pisos de la gran casa. Era de ladrillo marrón con columnas blancas a ambos lados de la puerta de entrada y formaba parte de una fila de viviendas idénticas. En una de las columnas blancas se veía el número escrito en negro: 17. Grosvenor Square, número diecisiete. Mi nuevo hogar, donde sería una verdadera doncella.
En la entrada de servicio había un tramo de escalera paralela a la calle, desde el nivel de la acera hacia el sótano, con una baranda de hierro negro. Tomé el bolso con las pertenencias de Hannah y me dirigí hacia allí.
La puerta estaba cerrada pero desde el interior se filtraban voces amortiguadas, aunque indiscutiblemente disgustadas. A través de la ventana del sótano vislumbré la espalda de una joven cuyos modales («insolente», la habría denominado la señora Townsend), junto con el manojo de bucles rubios que escapaban de su cofia, daban impresión de juventud. Discutía con un hombre gordo, de baja estatura, cuyo cuello desaparecía debajo de una mancha roja de indignación.
Coronó su triunfante frase final colgándose un bolso al hombro y se dirigió hacia la puerta. Antes de que pudiera moverme, la había abierto y nos miramos asombradas, como si nos viéramos reflejadas por un espejo deformante, como los que hay en las ferias de atracciones. Ella reaccionó primero. Rio con tanta espontaneidad que me roció el cuello con saliva.
—¡Y yo pensaba que era difícil conseguir criadas! —exclamó—. Bien, puedes quedarte con el puesto, te lo regalo. No tengo intención de vivir limpiando la mugre de casas ajenas por un mísero salario.
Luego atravesó la puerta y puso su maleta en la escalera. Desde el escalón superior se dio la vuelta y gritó:
—¡Despídame de Izzy Batterfield, y salude de mi parte a mademoiselle Isabella! —Y con una última cascada de risas, y un histriónico ondular de su falda, se fue. Antes de que pudiera responderle, explicarle que era una doncella, no una criada.
Golpeé la puerta, todavía entreabierta. No hubo respuesta, por lo que decidí entrar. El lugar tenía el inconfundible olor del líquido de pulir la plata (aunque no era Giffen), mezclado con olor a patatas, pero había algo más, algo subyacente que, aunque no era desagradable, hacía que nada me resultara familiar.
El hombre estaba sentado frente a la mesa. Detrás de él, una mujer enjuta apoyaba sobre sus hombros unas manos nudosas, con la piel enrojecida y agrietada alrededor de las uñas. Los dos se volvieron a mirarme al mismo tiempo. La mujer tenía un gran lunar negro debajo del ojo izquierdo.
—Buenas tardes —saludé—, soy…
—¿Buenas? He perdido tres criadas en apenas unas semanas. Hay una fiesta programada que comenzará dentro de dos horas, la señora Tibbit está más que retrasada ¿y usted quiere hacerme creer que es una buena tarde?
—Tranquilo —dijo la mujer, frunciendo los labios—. Esa Izzy era una loca. Quiere hacer carrera como adivina. Si tiene ese don, yo soy la Reina de Saba. Algún cliente descontento le dará su merecido. Ya verá como no me equivoco.
Había algo en su manera de hablar, una sonrisa cruel, que me hizo temblar. Me invadió el deseo de girar sobre mis talones y volver al lugar de donde había venido. Pero recordé el consejo del señor Hamilton sobre la importancia de la primera impresión. Me aclaré la voz y dije, con todo el aplomo que pude reunir:
—Mi nombre es Grace Bradley.
Ambos me miraron confundidos.
—Soy la doncella de la señora.
La mujer se irguió, entrecerró los ojos y replicó.
—La señora nunca mencionó a una nueva doncella.
Me desconcertó.
—¿No lo hizo? —balbuceé involuntariamente—. Estoy segura de que ella envió instrucciones por escrito desde París. Yo misma llevé la carta al correo.
—¿París? —se preguntaron mirándose mutuamente.
Entonces el hombre pareció recordar algo. Asintió rápidamente varias veces y apartó de sus hombros las manos de la mujer.
—Por supuesto. Estábamos esperándola. Soy el señor Boyle, el mayordomo de esta casa, y ella es la señora Tibbit.
Asentí, todavía confundida.
—Encantados de conocerla.
Por la manera en que seguían mirándome, me pregunté si ambos serían igual de simples.
—Estoy un poco cansada después del viaje —alegué lentamente—. ¿Serían tan amables de pedirle a una criada que me acompañe hasta mi habitación?
La señora Tibbit resopló. La piel que rodeaba el lunar se estremeció y se puso tensa.
—No hay criadas —explicó—. No todavía. La señora…, es decir, la señorita Deborah no ha podido encontrar una que quiera quedarse.
—Así es —confirmó el señor Boyle con los labios tensos, tan pálidos como su cara—. Y tenemos una fiesta prevista para esta noche. Todos tendrían que estar cumpliendo con sus obligaciones. La señorita Deborah no tolera la imperfección.
¿La señorita Deborah? ¿Quién era la señorita Deborah y por qué seguían llamándola «señora»?
Puse cara de pocos amigos.
—La señora Luxton, mi señora, no mencionó una fiesta.
—No, por supuesto. Es una sorpresa, para dar la bienvenida a casa al señor y la señora Luxton después de su luna de miel. La señorita Deborah ha estado planificándola durante semanas.
Cuando el coche que traía a Hannah y Teddy llegó, la fiesta estaba en su apogeo. El señor Boyle había dado instrucciones de que yo los recibiera en la entrada y los guiara hacia el salón de baile. Si bien esta tarea solía corresponder al mayordomo, la señorita Deborah había requerido su presencia en otro lugar.
Abrí la puerta y ellos entraron. Teddy, sonriente. Hannah, cansada, como era previsible después de una visita a Simion y Estella.
—Daría lo que fuera por un baño tibio —declaró Hannah.
—Ahora no, querida —pidió Teddy. Luego me entregó su abrigo y besó rápidamente a su esposa en la mejilla. Ella se estremeció ligeramente, como era habitual—. Antes, tengo una sorpresa para ti —anunció, adelantándose y frotándose las manos.
Hannah lo vio alejarse y levantó la vista para mirar el vestíbulo: las paredes recién pintadas de amarillo, la horrible araña moderna que pendía sobre la escalera, las macetas con palmeras que se combaban bajo hileras de luces de colores.
—Grace —murmuró Hannah atónita—, ¿qué demonios es todo esto?
A modo de disculpa me encogí de hombros. Estaba a punto de explicárselo cuando Teddy reapareció y la tomó del brazo.
—Ven por aquí, querida —indicó, conduciéndola hacia el salón de baile.
La puerta se abrió. Los ojos de Hannah se dilataron desmesuradamente cuando vio que el lugar estaba lleno de personas desconocidas. Luego se encendió una luz cegadora, y mientras yo dirigía la mirada a la araña refulgente percibí un movimiento detrás de mí, en la escalera. Se oyeron exclamaciones de admiración. En la mitad de la escalera vi una mujer esbelta, con el rostro huesudo enmarcado por el cabello rizado y oscuro. No era una cara bonita, pero tenía algo impactante. Una ilusión de belleza que más adelante reconocería como una característica de los nuevos ricos. Era alta, delgada, y adoptaba una postura que yo jamás había visto: echaba los hombros hacia adelante, de modo que su vestido de seda parecía a punto de caerse, escurriéndose por la columna vertebral. La pose era a la vez impactante y natural, desenfadada y artificial. Llevaba en los brazos una piel de color claro. Creí que era un manguito, hasta que ladró y comprendí que era un perro diminuto y esponjoso, tan blanco como el mejor delantal de la señora Townsend.
Aunque no la conocía, supe inmediatamente quién era. Hizo una pausa antes de deslizarse por los últimos escalones y abrirse paso entre el mar de invitados, como si se tratara de una coreografía.
—¡Dobby! —exclamó Teddy cuando ella se acercó. Una amplia sonrisa dibujó hoyuelos en su rostro sereno y bien parecido. Tomó las manos de su hermana y se inclinó hacia ella para darle un beso en la mejilla que ella le ofrecía.
La mujer sonrió.
—Bienvenido a casa, Tiddles —declaró jovialmente, con su acento neoyorquino, plano y enérgico. Su manera de hablar evitaba las modulaciones regulándolo de tal modo que lo ordinario pareciera extraordinario y viceversa—. He decorado la casa, como me pediste. Espero que no te moleste, me he tomado la libertad de invitar a lo mejor de Londres para que también la disfruten —agregó y saludó con la mano a una mujer elegantemente vestida a la que distinguió por encima del hombro de Hannah.
—¿Estás sorprendida, querida? —preguntó Teddy a su esposa—. Queríamos darte una sorpresa. Dobby y yo tramamos todo esto.
—¿Sorprendida? —repitió Hannah echándome un rápido vistazo—. Las palabras no alcanzan siquiera a describir cómo me siento.
Deborah sonrió, de ese modo sagaz tan propio de ella, y puso su mano sobre la muñeca de Hannah, una mano larga y pálida, cuya textura recordaba a la cera solidificada.
—Por fin nos conocemos. Sé que seremos grandes amigas.
El año 1920 empezó mal. Teddy perdió las elecciones. No fue culpa suya, simplemente no era el momento adecuado. La situación se tergiversó por culpa de la clase obrera y de sus detestables periódicos. Se hicieron sucias campañas contra los patronos, que después de la guerra fueron víctimas de falsas acusaciones. Tenían expectativas desmedidas. Debían andarse con ojo, si no querían que les sucediera lo mismo que a los irlandeses o los rusos. Sin embargo, el fiasco de Teddy no tenía importancia. Ya habría una nueva oportunidad. Le encontrarían una candidatura más segura. Si dejaba de lado las tontas ideas que confundían a los votantes conservadores, Simion se comprometía a que en menos de un año su hijo sería miembro del Parlamento.
Estella pensaba que Hannah debía tener un bebé, porque eso sería bueno para Teddy. Para que sus electores lo vieran como un hombre de familia. A menudo les recordaba que estaban casados y que como cualquier matrimonio, más tarde o más temprano, se esperaba que tuvieran hijos.
Teddy comenzó a trabajar con su padre. Todos estuvieron de acuerdo en que era lo mejor. Después de haber perdido las elecciones, había adquirido el aspecto de quien ha sobrevivido a un trauma. Como Alfred cuando regresó de la guerra.
Los hombres como Teddy no estaban acostumbrados a perder, pero deprimirse no era propio de los Luxton. Sus padres comenzaron a pasar mucho tiempo en la casa del número diecisiete, donde Simion a menudo contaba historias sobre su propio padre. El camino hacia la cima no admitía debilidades ni fracasos. El viaje de Teddy y Hannah a Italia se pospuso. Según Simion, podría dar la impresión de que Teddy huía del país y eso no le beneficiaría. La apariencia de éxito genera éxito. Además, Pompeya seguiría estando en el mismo lugar.
Mientras tanto, yo me esforzaba por adecuarme a la vida de Londres. Aprendí con rapidez mis nuevas tareas. El señor Hamilton me había dado incontables instrucciones antes de mi partida de Riverton —desde las obligaciones generales, como ocuparme del guardarropa de Hannah, hasta las más específicas, como asegurarme de que conservara su buen humor—, por lo que, en cuanto al trabajo, me sentía segura. Sin embargo, en mi nuevo ámbito doméstico estaba totalmente desorientada, abandonada a la deriva en el solitario mar de lo desconocido. Porque si bien no se trataba exactamente de personas pérfidas, la señora Tibbit y el señor Boyle ciertamente no eran francos. El intenso y evidente placer que les proporcionaba su mutua compañía era completamente excluyente. Es más, a la señora Tibbit concretamente parecía reconfortarle esa exclusión. La suya era una felicidad que se alimentaba con el descontento de los demás y si le negaban esa satisfacción no tenía escrúpulos en provocarle alguna desgracia a una víctima involuntaria. Rápidamente comprendí que la manera de sobrevivir en esa casa era acompañarme a mí misma, y cuidar mis espaldas. En buena medida, tuve éxito.
Un martes por la mañana encontré a Hannah sola, de pie en una de las habitaciones que daban al frente de la casa. Lloviznaba. Teddy acababa de marcharse al trabajo y ella contemplaba la calle a través de la ventana. Los paseantes caminaban presurosos de aquí para allá.
—¿Quiere tomar su té, señora? —pregunté.
No hubo respuesta.
—Tal vez prefiera que le traiga su bordado o que le pida al chófer que prepare el coche.
Cuando me acerqué comprendí que Hannah no me había oído. Estaba sumida en sus pensamientos y no era difícil para mí adivinarlos. Tenía una expresión que no le había visto desde que era una niña, cuando David se despedía antes de marcharse de Riverton para volver al colegio, un lugar que ella imaginaba lleno de aventuras, aprendizaje, desafíos.
Me aclaré la voz. Ella me miró y al verme se sonrió.
—Hola, Grace.
Volví a preguntarle dónde quería tomar el té.
—En la sala de estar —contestó—. Pero no es necesario que la señora Tibbit se moleste en hacerme bizcochos. No tengo hambre. Encuentro poco agradable comer a solas.
—¿Y después, señora? ¿Pido que traigan el coche?
—Si tengo que soportar una nueva vuelta alrededor del parque me volveré loca. No comprendo cómo las otras esposas lo aguantan. ¿Realmente no se les ocurre nada mejor que dar todos los días el mismo paseo?
—¿Le gustaría bordar, señora? —pregunté, aun sabiendo que no le apetecería. El carácter de Hannah nunca fue afín al bordado, la paciencia que se requería estaba en las antípodas de su temperamento.
—Voy a leer, Grace. Tengo un libro aquí —indicó y me mostró un viejo ejemplar de Jane Eyre.
—¿Otra vez, señora?
—Otra vez —repitió, encogiéndose de hombros.
No sabía por qué aquello me causaba tanta preocupación, pero sentí en mis oídos una campanilla de advertencia que no sabía cómo interpretar.
Teddy trabajaba mucho. Nunca supe exactamente qué hacían él y su padre, sólo que llevaban portafolios, hablaban en voz baja y recibían a «personas importantes». Respondiendo a las indicaciones de Teddy, Hannah se esforzaba por asistir a sus reuniones, mantener conversaciones triviales con las esposas de sus asociados o con las madres de los políticos. Entre los hombres, las conversaciones giraban siempre sobre los mismos temas: los negocios, el dinero, la amenaza que representaban las clases marginadas. Como todos los hombres de su clase, Teddy y Simion sentían una profunda desconfianza hacia aquéllos que denominaban «bohemios».
Hannah habría preferido hablar de política con los hombres. A veces, cuando ella y Teddy se retiraban por la noche a sus dormitorios contiguos, le hacía preguntas sobre la declaración de la ley marcial en Irlanda. A su esposo le hacía gracia y le decía que no tenía que ocupar su bella cabeza con esas cosas. Para eso estaba él.
—Pero quiero saberlo. Me interesa —alegaba Hannah.
Teddy meneaba la cabeza.
—La política es un juego de hombres.
—Déjame jugar.
—Lo estás haciendo. Tú y yo somos un equipo. Tu trabajo es ocuparte de las esposas.
—Pero es aburrido. Ellas son aburridas. Quiero hablar de cosas importantes, no comprendo por qué no puedo hacerlo.
—Oh, querida —respondía sencillamente Teddy—, porque así son las reglas, no fui yo quien las hizo, pero debo atenerme a ellas. —Entonces sonreía y le daba unos golpecitos en el hombro—. No es tan malo. Al menos tienes a Dobby para ayudarte. Ella es una amiga, ¿verdad?
Hannah no tenía más opción que asentir a regañadientes. Era cierto, Deborah siempre estaba dispuesta a ayudar. Y seguiría haciéndolo, dado que había decidido no regresar a Nueva York. Una revista de Londres le había ofrecido un puesto para dirigir las páginas de moda de la alta sociedad. Una propuesta irresistible: adornar y dominar a todas las damas de su nueva ciudad. Se quedaría en casa de Teddy y Hannah hasta que encontrara un lugar apropiado para vivir sola. Como ella misma había dicho, no había razón para apresurarse. La casa del número diecisiete era un gran hogar, tenía habitaciones de sobra. Especialmente mientras no hubiera niños.
En noviembre de ese año, Emmeline fue a Londres para celebrar su dieciséis cumpleaños. Era su primera visita desde que Hannah y Teddy se habían casado. Hannah estaba ansiosa por verla. Pasó la mañana esperando en el salón. Corrió hacia la ventana cada vez que un automóvil disminuía la velocidad, sólo para regresar desilusionada a su sillón después de comprobar que había sido una falsa alarma.
Cuando por fin un coche se detuvo, estaba tan desanimada que no lo oyó. No advirtió que Emmeline había llegado hasta que Boyle golpeó la puerta y anunció:
—La señorita Emmeline ha venido a verla, señora.
Hannah dio un grito y de un salto se puso de pie. Boyle guio a Emmeline hacia la sala.
—¡Por fin! —exclamó Hannah abrazando con fuerza a su hermana—. Creí que no llegarías nunca. —Entonces retrocedió y se dirigió a mí—. Mira, Grace, ¿no está guapísima?
Emmeline sonrió a medias y rápidamente obligó a su boca a dibujar un gesto enfurruñado. A pesar de su expresión, o tal vez a causa de ella, estaba magnífica. Más alta y delgada. Y en su cara se distinguían nuevos ángulos que dirigían la atención hacia sus labios carnosos y sus grandes ojos redondos. Había logrado dominar esa expresión, mezcla de hastío y desdén, tan propia de sus circunstancias y su edad.
—Ven, siéntate —sugirió Hannah guiando a Emmeline hacia el sofá—. Pediré que traigan el té.
Emmeline se desplomó en un extremo del sofá. Cuando Hannah se alejó, se alisó la falda. Llevaba un vestido sencillo de la temporada anterior. Alguien había intentado reformarlo de acuerdo con la moda vigente, más suelto, sin conseguir ocultar su hechura original. Cuando Hannah regresó después de haber llamado al servicio, Emmeline dejó de preocuparse por su aspecto y recorrió la habitación con una mirada exageradamente desenfadada.
Hannah rio.
—Todo lo eligió Deborah. Es horrible, ¿verdad?
Emmeline alzó las cejas y asintió lentamente.
Hannah se sentó junto a ella.
—¡Qué alegría que estés aquí! Podemos hacer lo que te apetezca durante esta semana. Podemos tomar té con tortas de nuez en Gunther, ver algún espectáculo.
Emmeline se encogió de hombros, pero, según pude advertir, sus dedos habían vuelto a la tarea de alisar la falda.
—Podemos ir al museo, o echar un vistazo a Selfridge’s —propuso. Luego titubeó. Emmeline asentía sin entusiasmo. Hannah rio insegura—. Acabas de llegar y ya estoy planificando toda la semana, no te he permitido decir una palabra, ni siquiera te he preguntado cómo estás.
Emmeline miró a su hermana.
—Me gusta tu vestido —dijo al fin. Luego cerró la boca, como si hubiera quebrantado un voto de silencio.
Esta vez fue Hannah quien se encogió de hombros.
—Oh, tengo un guardarropa lleno de ellos. Teddy me los envía cuando viaja. Cree que con un vestido nuevo me compensa por no haberme llevado con él. ¿Por qué una mujer desearía viajar al extranjero si no es para comprar vestidos? De modo que tengo un armario lleno y ningún lugar donde… —Hannah comprendió, se contuvo y sonrió—. Son demasiados vestidos para mí, no tendré ocasión de usarlos —afirmó y miró despreocupadamente a Emmeline—. ¿Te gustaría verlos? Tal vez haya alguno que te guste. Me harías un favor, ya no tengo sitio.
Emmeline la miró inmediatamente, incapaz de ocultar su interés.
—Supongo que podría, si con eso te soluciono algo.
Hannah logró que Emmeline añadiera diez vestidos parisinos a su equipaje y me encargó que mejorara los arreglos de los que había traído con ella. Me invadió la nostalgia por Riverton cuando deshice las descuidadas costuras de Myra, con la esperanza de que no se tomara mis puntadas como una ofensa personal.
A partir de entonces, las cosas entre las hermanas mejoraron: la depresión y la indiferencia de Emmeline se diluyeron, y hacia el final de la semana su relación era muy similar a la que siempre habían tenido. Volvieron a dejarse llevar por una espontánea amistad; las dos se sintieron aliviadas por haber recuperado el statu quo. También yo: últimamente Hannah estaba demasiado lánguida. Deseé que su estado de ánimo perdurara después de la visita.
El último día, Emmeline y Hannah estaban sentadas en ambos extremos del sofá de la sala de estar esperando a que llegara el coche desde Riverton. Deborah —a punto de salir para una reunión en su club de bridge— estaba sentada frente al escritorio, de espaldas a ellas, improvisando una nota de condolencia para un amigo de luto.
Emmeline, lujuriosamente recostada, suspiró con nostalgia.
—Podría tomar el té en Gunther todos los días y jamás me cansaría de sus tortas de nuez.
—Lo harías en cuanto perdieras tu fina y elegante cintura —declaró Deborah, rasgando el papel con la punta de su pluma.
Emmeline parpadeó para llamar la atención de Hannah, que contuvo la risa.
—¿Estás segura de que no quieres que me quede? —preguntó Emmeline—. Por mí no hay inconveniente.
—Dudo que papá esté de acuerdo.
—Bah —descartó Emmeline—. No le importará en lo más mínimo —aseguró e inclinó la cabeza—. Me las apañaría perfectamente con que me cedieras el armario de los abrigos, lo sabes. Ni siquiera te darías cuenta de que estoy aquí.
Hannah pareció considerar seriamente la posibilidad.
—Estarás muy aburrida sin mí, lo sabes —añadió Emmeline.
—Lo sé —afirmó Hannah—. ¿Encontraré alguna vez cosas que signifiquen para mí un estímulo permanente?
Emmeline rio y le arrojó un cojín a su hermana. Hannah lo atajó y durante unos instantes se dedicó a colocar sus borlas.
—Emme… no hemos hablado de papá… ¿cómo está? —preguntó sin apartar la vista del cojín.
Hannah no dejaba de lamentar la tensa relación con su padre. En más de una ocasión yo había encontrado en su escritorio las primeras líneas de una carta, que nunca sería enviada.
—Papá sigue igual —repuso Emmeline encogiéndose de hombros—. El mismo de siempre.
—Ah… —suspiró Hannah apenada—, está bien. No había tenido noticias de él.
—No —Emmeline bostezó—, ya lo conoces. Sabes cuál es su actitud una vez que toma una decisión.
—Sí —asintió Hannah—. Sin embargo, supuse…
Su voz se fue apagando y por un instante todos permanecimos en silencio. Deborah estaba de espaldas, pero pude advertir que sus orejas estaban alertas como las de un pastor alemán atento. Seguramente Hannah también lo había notado porque se irguió y cambió de tema con fingida alegría.
—No sé por qué me he acordado. Por cierto, he pensado buscar algún trabajo cuando te vayas.
—¿Trabajo? ¿En una tienda de ropa? —preguntó Emmeline.
Deborah soltó una carcajada. Selló el sobre y lo agitó. Dejó de reír cuando vio la expresión de Hannah.
—¿Lo dices en serio?
—Hannah siempre habla en serio —comentó Emmeline.
—El otro día, cuando tú estabas en la peluquería de Oxford Street —le refirió a Emmeline—, vi una pequeña editorial, Blaxland’s, con un anuncio en la ventana. Buscaban editores. —Hannah enderezó los hombros—. Me encanta leer, me interesa la política, en gramática y ortografía mis conocimientos superan los de la mayoría.
—No seas ridícula, querida —observó Deborah, al tiempo que me entregó la carta con la indicación de que la despacharan por correo esa misma mañana, y volvió a dirigirse a Hannah—. Nunca te contratarán.
—Ya lo han hecho —contestó Hannah—. Me ofrecí en ese mismo momento. El editor dijo que necesitaba con urgencia un nuevo colaborador.
Deborah inspiró profundamente y obligó a sus labios a esbozar una tenue sonrisa.
—Bien, es un tema que está más allá de toda discusión.
—¿Qué discusión? —preguntó Emmeline fingiendo sinceridad.
—Acerca de lo que es correcto —explicó Deborah.
—No veo qué tiene que ver eso. —Emmeline comenzó a reír—. ¿Tú qué opinas?
Deborah inspiró y se dirigió fríamente a Hannah.
—¿Blaxland’s? ¿No son ellos los que publican esos asquerosos opúsculos rojos que los soldados distribuyen en las esquinas? —Luego entrecerró los ojos—. A mi hermano le dará un ataque.
—No lo creo —repuso Hannah—, a menudo Teddy se compadece de los que no tienen trabajo.
Los ojos de Deborah se abrieron ostentosamente, con el asombro de un depredador fugazmente compadecido por su presa.
—No lo entiendes. Tiddles no es tan tonto como para arriesgarse a perder el apoyo de sus futuros electores.
Y si no era así en ese momento, sin duda lo fue esa noche, después de que Deborah hablara con él.
—Además… —añadió poniéndose en pie con aire triunfal, y ajustándose el sombrero frente al espejo de la chimenea—, más allá de la compasión, es inconcebible que a él pueda agradarle que seas aliada de la misma gente que imprimió los subversivos artículos que le hicieron perder su escaño.
El rostro de Hannah se demudó. No lo había tenido en cuenta. Echó un vistazo a Emmeline, que solidariamente se encogió de hombros. Deborah observaba sus reacciones en el espejo. Contuvo las ganas de sonreír y se encaró con Hannah emitiendo un desaprobatorio chasquido con la lengua.
—¿Podrías ser tan desleal?
Hannah suspiró.
—Y mi pobre hermano creyendo que eres una ingenua —afirmó meneando la cabeza—. Se moriría del disgusto si se enterara de todo esto.
—Entonces no se lo digas.
—¿Crees que no debe saberlo? ¿Crees que no habrá cientos de personas a las que les encantará contarle que han visto tu nombre, su nombre, impreso en esos panfletos?
—Les diré que no puedo aceptar ese puesto —accedió serenamente Hannah y apartó el almohadón—. Pero buscaré otra cosa. Algo más apropiado.
—Querida niña —exclamó Deborah—, ¿cuándo vas a entenderlo? No existe un empleo apropiado para ti. ¿Qué impresión causará la noticia de que la esposa de Teddy trabaja? ¿Qué dirá la gente?
—Necesito hacer algo más que esperar todo el día en casa a que alguien llame.
—Por supuesto —concedió Deborah tomando el bolso que había dejado en el escritorio—. A nadie le gusta estar ocioso. Pero imagino que aquí hay más cosas que hacer aparte de sentarse a esperar. Como sabrás, una casa no funciona por inercia.
—No —reconoció Hannah—, y con gusto asumiría la dirección de esta casa.
—Será mejor que te dediques a lo que sabes hacer —sugirió Deborah dirigiéndose a la puerta—. Es lo que siempre aconsejo. —Entonces se detuvo, abrió la puerta, se volvió hacia Hannah y le dedicó una leve sonrisa—. Ya sé. No comprendo cómo no se me ocurrió antes. Te unirás a mi grupo de mujeres del Partido Conservador. Estamos buscando voluntarias para organizar nuestra próxima recepción. Podrías ayudarnos a escribir los sobres de las invitaciones. Y luego, hay que pintar los decorados.
Hannah y Emmeline se miraron cuando Boyle apareció en la puerta.
—El automóvil que viene a recoger a la señorita Emmeline ha llegado. ¿Le pido un taxi, señorita Deborah?
—No se moleste, Boyle —gorjeó Deborah—. Prefiero ir dando un paseo.
Boyle asintió y salió para verificar que el equipaje de Emmeline fuera cargado en el maletero.
—¡Es una idea perfecta! —Se felicitó Deborah, con una amplia sonrisa—. Teddy se alegrará de saber que sus dos chicas pasan el tiempo juntas, y se convierten en verdaderas amigas. —Y agregó, en voz más baja—: De esta manera, jamás tendrá que enterarse de este desafortunado asunto.