El baile y lo que siguió
El baile de Hannah discurrió sobre ruedas. Los músicos y el champán llegaron según lo previsto y Dudley añadió todas las plantas de maceta que había en la finca para mejorar los poco atractivos arreglos florales. En cada extremo del salón las chimeneas encendidas generaban la ilusión de un invierno templado.
El salón mismo era todo brillo y esplendor. Los candelabros de cristal centelleaban, las baldosas blancas y negras brillaban, los invitados resplandecían. Agrupadas en el centro, veinticinco jovencitas sonreían nerviosas, orgullosas de sus delicados vestidos y sus guantes blancos, presumiendo de las antiguas y deslumbrantes joyas familiares. En el centro estaba Emmeline. Aunque con sus dieciséis años era menor que la mayoría de las asistentes, lady Clementine le había dado permiso para contarse entre ellas, creyendo que no había peligro de que monopolizara a los hombres casaderos ni atentara contra las oportunidades de las otras jóvenes.
Sentadas en sillas doradas colocadas a lo largo de las paredes, un batallón de carabinas cubiertas de pieles y bolsas de agua caliente en sus regazos vigilaban. Las más veteranas eran reconocibles porque habían traído material de lectura y útiles de hacer punto para entretenerse hasta altas horas de la madrugada.
Los hombres constituían un conjunto algo más heterogéneo. Una especie de milicia que respondía diligentemente a la «llamada a filas». Entre los pocos a quienes, en sentido estricto, cabía considerar «jóvenes» estaba el grupo, algo pálido, de los hermanos escoceses reclutados para la causa por el primo segundo de lady Violet, y los hijos de un noble terrateniente local prematuramente calvos, cuyos gustos, como rápidamente quedó en evidencia, no incluían a las mujeres. Junto a esa tosca asamblea de la baja nobleza provinciana, Teddy, con su cabello negro, su bigote de estrella de cine y su traje de corte americano, parecía incomparablemente sofisticado.
Mientras el olor del fuego crepitante llenaba el salón y las tonadas irlandesas dejaban paso a los valses vieneses, los tíos mayores se pusieron manos a la obra y escoltaron a las jóvenes que rodeaban el salón. Algunos, con gracia; otros, con gusto. La mayoría sin ninguna de esas cosas. Dado que lady Violet seguía en cama con fiebre, lady Clementine asumió su responsabilidad de carabina y se dedicó a observar a uno de los jóvenes escoceses de mejillas sonrosadas que se apresuraba a invitar a Hannah a bailar.
Teddy también había hecho su elección y le dirigió una amplia sonrisa a Emmeline, que aceptó, radiante. Ignorando el gesto de reprobación que le dirigía lady Clementine, hizo una reverencia, dejó caer un instante los párpados, para abrir luego teatralmente los ojos y erguirse. No le habían permitido aprender danzas, pero el dinero que el señor Frederick empleó en proporcionarles lecciones privadas de protocolo estaba bien invertido. Mientras se acercaban a la pista de baile, observé que se pegaba mucho a Teddy, escuchando embelesada cada una de sus palabras y riendo exageradamente sus bromas.
La noche siguió su curso, y las danzas fueron caldeando el ambiente. La leve acidez de la transpiración se mezcló con el humo de los troncos jóvenes. Cuando llegué con las tazas de crema de calabaza de la señora Townsend, los elegantes peinados habían comenzado a deshacerse y las mejillas estaban sonrosadas sin excepción. A juzgar por las apariencias, los invitados estaban disfrutando la velada, salvo el caso del esposo de Fanny que, abrumado por el barullo del festejo, se había retirado pretextando dolor de cabeza.
Cuando Myra me ordenó ir a ver a Dudley para pedirle más leña, agradecí la oportunidad de huir del nauseabundo calor del salón de baile. En el vestíbulo y en las escaleras se habían reunido grupitos de jóvenes que reían y murmuraban con sus tazas en la mano.
Salí al jardín por la puerta trasera. Estaba a mitad de camino cuando distinguí una figura solitaria de pie en la oscuridad.
Era Hannah. Inmóvil como una estatua, miraba el cielo nocturno. Sus hombros desnudos, bellos y pálidos a la luz de la luna, no se diferenciaban del blanco y resbaladizo satén de su vestido, de la seda de su estola. El cabello rubio, casi plateado en ese instante, coronaba su cabeza. Los rizos le rozaban la nuca. Las manos, cubiertas por guantes blancos, caían a los lados del cuerpo.
Seguramente tenía frío, de pie en el jardín en esa noche invernal, con una estola de seda como único abrigo. Necesitaba una chaqueta, o al menos una taza de sopa. Decidí que iría a buscar ambas cosas, pero antes de que pudiera moverme otra figura surgió de la oscuridad. Al principio pensé que era el señor Frederick, pero cuando se distinguió entre las sombras vi que era Teddy. Llegó al lugar donde estaba Hannah y dijo algo que no pude oír. Ella se volvió hacia él. La luz de la luna bañaba su cara, acariciaba sus labios serenamente entreabiertos.
Ella se estremeció levemente. Pensé que Teddy se quitaría la chaqueta para ponerla sobre los hombros de Hannah, como lo hacían los protagonistas de las novelas románticas que devoraba Emmeline. Pero no lo hizo, adoptó en cambio una actitud que impulsó a Hannah a mirar nuevamente el cielo: le tomó suavemente la mano y se acercó un poco. Ella se tensó cuando los dedos de Teddy tocaron los suyos. Él giró su mano para ver su pálida muñeca y luego la levantó muy lentamente y la llevó hacia su boca, mientras inclinaba la cabeza para que sus labios rozaran la fría piel que quedaba al descubierto entre los guantes y la estola.
Estaba a punto de besar su mano. Hannah no apartó el brazo, observando su cabello oscuro. Su pecho se movía al compás de su agitada respiración.
Temblé. Me pregunté si sus labios serían tibios, o su bigote áspero.
El instante se prolongó, luego Teddy se irguió y miró a Hannah. Sin soltar su mano, susurró algo, a lo cual ella asintió levemente.
Luego él se retiró. Ella lo vio alejarse. Sólo cuando lo perdió de vista, su mano libre se movió para aferrar la otra.
De madrugada, una vez que formalmente el baile llegó a su fin, ayudé a Hannah a cambiarse para dormir. Emmeline, ya dormida, soñaba con sedas, satenes y bailes. Hannah se sentó en silencio frente al tocador mientras yo le desabotonaba pacientemente los guantes. La temperatura de su cuerpo los había aflojado y pude quitárselos con los dedos, sin necesidad del utensilio al que había recurrido para ponérselos. Cuando llegué a las perlas que rodeaban su muñeca ella apartó la mano y anunció:
—Quiero contarte algo, Grace.
—Sí, señorita.
—No se lo he dicho a nadie —vaciló, miró hacia la puerta cerrada y bajó la voz—. Tienes que prometerme que no se lo contarás a Myra, a Alfred, ni a nadie.
—Sé guardar un secreto, señorita.
—Por supuesto. Ya lo has hecho en otras ocasiones. —Hannah inspiró profundamente—. El señor Luxton me ha propuesto matrimonio —reveló, con expresión desconcertada—. Dice que está enamorado de mí.
No supe qué responder. Fingir sorpresa era poco sincero. Volví a tomar su mano. Esta vez no opuso resistencia y continué con mi tarea.
—Eso es estupendo, señorita.
—Sí —repuso ella, mordiéndose la cara interna de la mejilla—. Supongo que lo es.
Cuando nuestros ojos se encontraron tuve la precisa sensación de no haber superado una especie de prueba. Aparté la mirada, deslicé el guante, que se desprendió de su mano como una segunda piel, y comencé con el otro. Ella observaba mis dedos sin decir nada. Algo se estremeció bajo la piel de su muñeca.
—Todavía no le he dado una respuesta —indicó, sin dejar de observarme, expectante. Yo seguía negándome a mirarla a los ojos.
—Sí, señorita —fue todo lo que respondí.
Mientras deslizaba el segundo guante, ella se contempló en el espejo.
—Dice que me ama. ¿Puedes imaginártelo?
Parecía observarse por primera vez, como si tratara de recordar sus rasgos temiendo que cuando volviera a verlos no los reconocería.
¿Por qué entonces no le conté lo que había oído? ¿Por qué no le hablé de las maquinaciones que condujeron a lo que ella creía una declaración espontánea? Supongo que se debió a que no creí que consideraría seriamente la propuesta. Era comprensible que las atenciones de Teddy la halagaran. Al fin y al cabo era apuesto y célebre. Pero Hannah había expresado claramente sus ideas acerca del matrimonio.
Tal vez yo estaba en lo cierto y en aquel momento ella no tenía intención de aceptar. Sólo estaba saboreando la emoción de haber sido elegida. Es difícil saberlo. En cualquier caso, poco importa. Porque más tarde, esa misma noche, sucedió algo que lo cambiaría todo.
Poco antes del amanecer, en medio de las verdes llanuras de Inglaterra, la fábrica del señor Frederick se incendió. Fue un fuego repentino, espectacular y absolutamente devastador. Según dijeron los periódicos, el edificio quedó totalmente destruido, sólo se salvó la estructura. La prima de la señora Townsend, que vivía cerca de Ipswich, le escribió para contarle que los automóviles que estaban dentro de la fábrica parecían esqueletos calcinados, cubiertos de hollín. Su carta decía que el olor a goma quemada continuó flotando en el pueblo mucho después de que se hubiera apagado la última llama.
Para cuando los bomberos llegaron, era demasiado tarde. Sólo pudieron sacudir la cabeza y lamentar el hecho, poco frecuente, de que una fábrica se incendiara en pleno invierno. En verano el sol calentaba el metal y bastaba con que alguna máquina se recalentara para que el entramado de madera se inflamara y el fuego se propagara por todo el edificio. Un infierno en invierno era algo prácticamente inimaginable. Dicho lo cual, llamaron a la policía.
En el pueblo cercano circulaban rumores sobre el señor Frederick y las dificultades que tenía para pagar a sus empleados. Su capataz, Jack Bridges, había esperado su último cheque durante un mes y —como le dijo a la señora Bridges, que a su vez se lo contó a las damas de su congregación religiosa, una de las cuales era la prima de la señora Townsend— si lord Ashbury no hubiera sido tan buena persona, él habría renunciado a su puesto y habría vuelto a trabajar en la fábrica de acero del pueblo vecino, donde el sindicato era fuerte y a los trabajadores se les pagaba un salario más alto que el estipulado por convenio.
Por supuesto, cuando estos detalles llegaron a Riverton ya había transcurrido más de una semana de la catástrofe. El incendio ocurrió el domingo, y los invitados al baile se quedaron hasta el lunes. La casa estaba llena de huéspedes que habían hecho un largo viaje en pleno invierno y estaban decididos a pasar unos días agradables. En consecuencia, nosotros seguimos adelante con nuestras tareas: limpiamos las habitaciones, servimos el té y las comidas.
No obstante, el señor Frederick no se sentía obligado a seguir actuando como si nada sucediera y, mientras sus huéspedes se entretenían en su casa, comían su comida, leían sus libros y criticaban su fábrica, él permaneció recluido en su estudio. Sólo cuando los últimos invitados se marcharon, salió y comenzó a vagar por la casa en silencio, como un fantasma, con el rostro tenso, atormentado por las cuentas impagadas y las perspectivas futuras. Una actitud que se volvió costumbre y lo acompañó hasta sus últimos días.
Los abogados comenzaron a hacer visitas regulares y se le pidió a la señorita Starling que se trasladara desde el pueblo para buscar en los archivos los documentos legales. Se rumoreó acerca de facturas de seguro impagadas, pero el señor Hamilton desestimó esos chismes y nos aconsejó que no diéramos crédito a las habladurías. Se trataba de algún malentendido, dado que el señor Frederick no era una persona que manejara irresponsablemente sus negocios. Al decir esto, la mirada del señor Hamilton se desviaba a la señorita Starling, de quien esperaba una confirmación que nunca llegaba. La diligente mujer pasaba los días en el estudio del señor Frederick, del que salía unas horas más tarde, con aspecto sombrío y semblante pálido, para almorzar con nosotros en el comedor de los sirvientes. Estábamos tan sorprendidos como molestos por su reserva. Jamás dijo una palabra de lo que ocurría en el estudio, a puerta cerrada.
Debíamos evitar que lady Violet, en su lecho de enferma, se enterara de las novedades. El doctor declaró que ya no podía hacer más por ella y que si valorábamos nuestra vida debíamos mantenernos alejados. Porque no le había atacado un simple resfriado sino una gripe particularmente virulenta, que según se decía había llegado desde España. Dios demostraba cruelmente su poder, reflexionó el médico: millones de buenas personas que habían sobrevivido durante los años de contienda morían en los albores de la paz.
Ante el desesperante estado de su amiga, la macabra afición de lady Clementine por la tragedia y la muerte se atemperó un poco, así como su miedo. Ignoró las advertencias del médico y se acomodó en un sillón junto a lady Violet, desde donde le comentaba despreocupadamente lo que sucedía más allá de las paredes de esa caldeada y oscura habitación. Le habló del éxito del baile, del horrible vestido que lució lady Pamela Wroth, y le susurró que tenía suficientes motivos para creer que Hannah no tardaría en comprometerse con el señor Theodore Luxton, heredero de la cuantiosa fortuna de su familia.
Tal vez lady Clementine sabía más de lo que decía, o quizá sólo quería infundir esperanzas a su amiga cuando más las necesitaba. En cualquier caso, tenía el don de adivinar: el compromiso fue anunciado a la mañana siguiente. Cuando la gripe la venció, lady Violet pudo abandonarse felizmente en brazos de la muerte.
Pero no todos recibieron la noticia con la misma satisfacción. Desde el momento en que se anunció el compromiso y los preparativos para el baile se transformaron en planes de boda, Emmeline comenzó a deambular por la casa con paso decidido y cara de pocos amigos. Era evidente que estaba celosa. ¿De quién? Para mí no estaba claro.
Una noche de febrero, mientras le cepillaba el cabello a Hannah, Emmeline se quedó de pie junto ella. Iba tomando, uno tras otro, los objetos que estaban sobre el tocador. En un momento, eligió un pequeño gorrión de porcelana, al que puso nuevamente en su lugar con excesiva brusquedad.
—Ten cuidado —señaló Hannah—, se va a romper.
Emmeline ignoró la advertencia. Tomó un broche de perlas y se lo prendió en el cabello.
—Prometiste que no te irías —espetó, dando a conocer tanto sus sentimientos como los míos.
Hannah se puso tensa. La tormenta por fin había estallado.
—Dije que no buscaría empleo y cumplí. Nunca dije que no me casaría.
Emmeline tomó un frasco de talco, se espolvoreó la muñeca y lo dejó en su lugar.
—Sí, lo dijiste.
—¿Cuándo?
—Continuamente —afirmó Emmeline oliendo su muñeca—. Decías continuamente que jamás te casarías.
—Eso era antes.
—¿Antes de qué?
Hannah no respondió.
Emmeline descubrió el relicario de Hannah sobre el tocador. Acarició con sus dedos la superficie tallada.
—¿Cómo puedes casarte con ese hombre?
—Pensé que te agradaba. A decir verdad, no parecías molesta cuando bailabas con él.
Emmeline se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué tiene de malo?
—Su padre, por ejemplo.
—No voy a casarme con su padre. Teddy es diferente. Quiere cambiar las cosas. Incluso cree que las mujeres deben tener derecho al voto.
—Pero tú no lo amas.
Hannah apenas dudó.
—Por supuesto que sí.
—¿Como Romeo y Julieta?
—No, pero…
—Entonces no deberías casarte con él —declaró y tomó el collar del que pendía el relicario.
—Nadie ama como Romeo y Julieta —alegó mesuradamente Hannah. Sus ojos estaban pendientes de la mano de Emmeline—. Son personajes de ficción.
—Yo sí.
—Es una pena. Mira lo que les sucedió a ellos.
—David no estaría de acuerdo —soltó Emmeline, comenzando a abrir el relicario.
Hannah se irguió y alargó la mano tratando de recuperarlo.
—Dámelo —pidió en voz baja.
—No. —De pronto los ojos de Emmeline se enrojecieron y se llenaron de lágrimas—. Él pensaría que estás escapando, que me abandonas.
Hannah trató de arrebatarle el relicario pero Emmeline fue más rápida y lo apartó.
—Dámelo —repitió Hannah.
—¡Él también era mío!
Emmeline arrojó el relicario sobre el tocador con toda su fuerza. Al chocar contra la superficie de madera, se abrió. Las tres quedamos paralizadas cuando de su interior emergió el minúsculo libro encuadernado a mano con la cubierta descolorida, que aterrizó junto al talco, dejando a la vista el título: Batalla contra los jacobitas.
Las tres permanecimos en silencio. Luego se oyó la voz de Emmeline. Era casi un susurro.
—Dijiste que no había quedado ninguno.
A continuación salió de la habitación de Hannah, cruzó la sala borgoña, llegó a su dormitorio y dio un portazo.
Yo retrocedí, con el cepillo en la mano, mientras Hannah recogía silenciosamente el relicario del lugar donde había caído: estaba abierto, con su pequeña bisagra dorada hacia arriba. Luego tomó el libro en miniatura y, dándole la vuelta, alisó la cubierta antes de colocarlo nuevamente en el hueco del relicario. Con sumo cuidado trató de cerrarlo, pero la bisagra se había roto.
Se miró un instante en el espejo y se puso de pie. Besó el relicario y lo dejó suavemente sobre el tocador. Recorrió suavemente con los dedos la superficie tallada. Y luego fue hacia la habitación de Emmeline.
Yo la seguí de puntillas. En la sala borgoña, fingí ordenar los vestidos que Emmeline había dejado desparramados y espié por el quicio de la puerta. Emmeline estaba tendida en la cama y Hannah, sentada a sus pies.
—Tienes razón —confirmó Hannah—, estoy huyendo.
No hubo respuesta.
—¿Alguna vez has tenido miedo de que el futuro no te ofrezca nada interesante?
Tampoco hubo respuesta.
—A veces, cuando recorro la casa, casi puedo sentir que de mis pies salen raíces que me atan a este lugar. No tolero pasar por el cementerio porque tengo miedo de ver mi nombre en una de las lápidas. —Hannah exhaló lentamente—. Teddy es mi oportunidad de ver el mundo, de viajar y conocer gente interesante.
Emmeline alzó su cara de la almohada.
—Sabía que no lo amabas.
—Pero me gusta.
—¿Te gusta?
La piel suave y tibia de la mejilla de Emmeline mostraba las marcas que había dejado la funda de la almohada.
—Algún día lo entenderás.
—No lo haré —refutó obstinadamente Emmeline. Volvió a gemir y sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas. Entonces lanzó su descorazonada queja—. Dijiste que querías aventuras.
—¿Qué es una aventura sino dar un paso hacia lo desconocido?
—Deberías esperar a encontrar un hombre al que ames.
—¿Y si nunca llega? ¿Si no soy capaz de amar de esa manera? Tal vez para enamorarse es necesario tener un don, igual que para montar a caballo, escalar o tocar el piano.
—No es así.
—¿Cómo puedes asegurarlo? Yo no soy como tú, Emmeline. Tú eres como nuestra madre. Yo me parezco más a papá. No soy buena sonriendo a la gente que no me agrada. El carrusel de la sociedad no me divierte. La mayoría de sus personajes me parecen tediosos. Si no me caso, mi vida consistirá en una de estas dos cosas: una eternidad de días solitarios en casa de papá, o una incesante sucesión de reuniones sociales bajo la custodia medieval de una carabina. Es como dijo Fanny…
—Fanny inventa cosas.
—Esto no —aseguró Hannah con firmeza—. El matrimonio será el comienzo de mi aventura.
Emmeline miró a su hermana. En su rostro vi a la niña de diez años que conocí en el cuarto de juegos.
—¿Y yo no tengo voz ni voto? ¿Debo quedarme aquí sola, con papá? Antes prefiero huir.
—Regresarías en menos de medio día —se mofó Hannah. Pero Emmeline no estaba de humor para bromas.
—Desde el incendio papá me da miedo —declaró Emmeline en voz baja—. No es… no es una persona normal.
—¡Qué ridiculez! Papá siempre está disgustado por algo. Es su modo de ser. —Hannah hizo una pausa y eligió cuidadosamente sus palabras—. De todos modos, no me sorprendería que pronto las cosas mejoraran.
—No veo de qué manera.
—Ya lo verás.
—¿Por qué? ¿Qué sabes?
Hannah dudó y yo me acerqué más a la puerta, ansiosa por saberlo.
—¿Qué es?
—Se supone que es un secreto.
—Sabes que puedo guardar un secreto.
Hannah suspiró. Sabía que no debía hablar, pero a pesar de sí misma, capituló.
—No debes decírselo a papá. No todavía. El padre de Teddy ha prometido que comprará la fábrica —explicó, y sonrió, a causa de los nervios y la emoción—. Lleva varias semanas en tratos con los abogados. Afirmó que si Teddy y yo nos casábamos, yo sería parte de su familia y, por tanto, sería su deber comprarla y reconstruirla.
—¿Y se la devolverá a papá?
El tono esperanzado de Hannah se acentuó.
—Eso no lo sé. Evidentemente le resultará muy costoso. Papá tenía gran cantidad de deudas.
—Oh.
—De todas formas, siempre será mejor que permitir que cualquier otro la compre. ¿No te parece?
Emmeline se encogió de hombros.
—Los hombres que trabajaban para papá conservarán su empleo. Y es probable que a él le ofrezcan un puesto directivo. Con un sueldo seguro.
—Por lo visto has logrado que todo se resuelva —advirtió Emmeline con amargura y le dio la espalda a su hermana.
—Sí. Creo que conseguiré que todo salga bien.
Emmeline no fue la única integrante de la familia Hartford a quien el compromiso no suscitó gran entusiasmo. Mientras en la casa los preparativos para la boda —que incluían vestidos, decorados, comidas— avanzaban a toda velocidad, Frederick continuó silencioso, sentado a solas en su estudio, con una permanente expresión de preocupación en el rostro. También parecía haber adelgazado. La pérdida de su fábrica y la muerte de su madre lo habían dejado sin palabras.
Aparentemente, también había contribuido la decisión de Hannah de casarse con Teddy.
La noche anterior a la boda, mientras yo estaba recogiendo la bandeja con la cena de Hannah, él entró en su habitación. Se sentó en la silla que estaba junto al tocador. Casi inmediatamente se puso de pie, caminó hacia la ventana y miró hacia el jardín. Hannah estaba en la cama, con su camisón blanco y almidonado; el cabello suelto y sedoso le caía sobre los hombros.
Observó a su padre. Su rostro se puso serio al ver su figura esquelética, sus hombros encorvados, el cabello, que en pocos meses había dejado de ser dorado para transformarse en plateado.
—No sería raro que lloviera mañana —declaró él por fin, aún mirando a través de la ventana.
—Siempre me ha gustado la lluvia.
El señor Frederick no respondió. Yo terminé de colocar las cosas en la bandeja.
—¿Necesita algo más, señorita?
Ella había olvidado que yo estaba allí.
—No, gracias —respondió y con un súbito movimiento alargó su brazo y tomó mi mano—. Te echaré de menos cuando me vaya, Grace.
—Sí señorita. —Hice una reverencia. Mis mejillas se encendieron por la emoción—. Yo también a usted. —Luego hice una reverencia al señor Frederick, que estaba de espaldas—. Buenas noches, señor.
Él no pareció oírme.
Me preguntaba por qué había ido a la habitación de Hannah. Qué tendría que decirle antes de su matrimonio que no pudiera esperar a la cena o a la sobremesa. Salí de la habitación, cerré la puerta detrás de mí, y entonces —me avergüenza decirlo— dejé la bandeja en el suelo y me quedé a escuchar.
Hubo un largo silencio, durante el cual temí que los muros fueran demasiado gruesos o la voz del señor Frederick demasiado débil. Después oí que él se aclaraba la garganta.
Habló rápidamente, en voz baja.
—Esperaba perder a Emmeline en cuanto tuviera edad suficiente, pero ¿a ti?
—No estás perdiéndome, papá.
—Sí —aseveró, subiendo abruptamente el volumen de su voz—. David, la fábrica, y ahora tú. Todo lo más preciado para mí… —Frederick se controló y cuando volvió a hablar su voz era tan contenida que parecía a punto de quebrarse—. No ignoro mi responsabilidad en todo esto.
—¡Papá!
Hubo una pausa. Los resortes de la cama rechinaron. La voz del señor Frederick indicaba que había cambiado de posición. Supuse que se había sentado a los pies de la cama de Hannah.
—No te sientas obligada a hacerlo. Hay otras maneras.
—No sé de qué hablas…
Los resortes volvieron a rechinar. Él estaba nuevamente de pie.
—La mera idea de que vivas entre esa gente me hace hervir la sangre. No, es imposible. Debí haber intervenido antes de que todo el asunto se me fuera de las manos.
—Pa…
—No supe detener a tiempo a David, pero no pienso cometer dos veces el mismo error.
—Pa…
—No voy a permitir que tú…
—Papá —logró articular Hannah con una firmeza desconocida—. He tomado mi decisión.
—Cámbiala —bramó su padre.
—No.
Temí por ella. El temperamento del señor Frederick era ya una leyenda en Riverton. Se había negado a cualquier tipo de comunicación con David cuando su hijo se atrevió a desobedecerlo. ¿Qué haría frente a la abierta rebeldía de Hannah?
—¿Le dirías que no a tu padre? —preguntó con la voz temblorosa, lívido de furia.
—Sí, si creo que está equivocado.
—Eres una tonta empecinada.
—Como tú.
—Debido a tu insensatez, mi niña. Tu fuerza de voluntad siempre me ha llevado a ser indulgente, pero esto no lo toleraré.
—No es tu decisión, papá.
—Tú eres mi hija y harás lo que yo diga. —Tras una breve pausa, un involuntario matiz de desesperación coloreó su ira—. Te ordeno que no te cases con él.
—Papá…
—Cásate con él —el volumen de su voz se incrementó— y no serás bien recibida aquí.
Al otro lado de la puerta, me sentí horrorizada y asustada. Si bien comprendía los sentimientos del señor Frederick y compartía su deseo de conservar a Hannah en Riverton, también sabía que las amenazas no eran el modo de lograr que ella cambiara de idea.
—Buenas noches, papá —dijo por fin Hannah con absoluta firmeza.
—Tonta —le espetó su padre con el tono desconcertado de quien aún no puede creer que ha perdido la partida—. Niña obcecada y tonta.
Oí que sus pasos se acercaban y me apresuré a levantar la bandeja del suelo. Me disponía a alejarme de la puerta cuando Hannah dijo:
—Me llevaré a mi criada cuando me vaya. —Mi corazón dio un vuelco. Ella continuó—. Myra se ocupará de Emmeline.
Yo estaba increíblemente complacida y feliz. Apenas si oí la réplica del señor Frederick.
—Ella lo apreciará —declaró, y cerró la puerta con tanta furia que por poco se me cae la bandeja mientras corría hacia la escalera—. Dios sabe que no la necesito aquí.
¿Por qué Hannah se casó con Teddy? ¿Lo amaba? Tal vez. Era joven e inexperta. ¿Con qué podía comparar sus sentimientos?
¿Creería, tal vez, que el matrimonio era su billete a la libertad? Sin duda. Lady Clementine, con ayuda de Fanny, se había ocupado de que así fuera.
Algunos pensaron que abandonaba un barco que se hundía. Pero los que murmuraban no la conocían. Ella estaba salvando el barco. O al menos, así lo creía. ¿Pensaba también en Emmeline? Según me dijo, se lo había prometido a David el día que se fue a la guerra. Considerando la situación del señor Frederick, el matrimonio con Teddy era una forma de cuidar a Emmeline. De asegurarle un futuro de relaciones y comodidad.
Hannah veía en el matrimonio una solución y así fue. Pero la forma en que las cosas se resolvieron no se ajustó a lo que ella había previsto.
De todos modos, para los menos cercanos la unión era perfecta. Simion y Estella Luxton estaban encantados, y lo mismo ocurría con el personal de servicio de Riverton. Incluso yo estaba feliz, dado que sabía que los acompañaría. Lady Violet y lady Clementine lo habían aprobado. A pesar de toda su rebeldía juvenil, Hannah iba a casarse y sin duda Teddy era mejor que cualquier otro candidato.
La boda se celebró un lluvioso sábado de marzo de 1919 y una semana después partimos hacia Londres. Hannah y Teddy en el automóvil que iba delante. Yo viajé en el segundo con el mayordomo de Teddy y el ajuar de Hannah.
El señor Frederick permaneció de pie en la escalera, rígido y pálido. Desde mi asiento del coche, sin que él pudiera verme, tuve, por primera vez, la oportunidad de observar detenidamente su rostro. Era un hermoso rostro patricio, aunque el sufrimiento lo había privado de expresión.
A su izquierda estaba alineado el personal, en orden de jerarquía descendente. Incluso Nanny había sido desenterrada del cuarto de los niños y estaba de pie junto al señor Hamilton, que la doblaba en estatura, derramando silenciosas lágrimas en un pañuelo blanco.
Sólo Emmeline faltó. Se había negado a ver partir a su hermana. No obstante, la vi justo antes de nuestra partida. Distinguí su pálido rostro detrás de uno de los ventanales del cuarto de los niños. Al menos me pareció verla. Tal vez fuera un efecto de la luz. O el fantasma de alguno de los niños que vagaban eternamente por esa habitación.
Ya me había despedido de mis compañeros y de Alfred. Desde aquella noche en la escalera del jardín habíamos hecho tímidos intentos de reparar el daño que mutuamente nos habíamos causado. Por aquellos días ambos éramos cautos, Alfred me trataba con una amable prudencia, que casi le hacía tan distante como su irritación. No obstante, le prometí que le escribiría. Y había obtenido de él la promesa de que también lo haría. Me había despedido de mi madre la semana anterior a la boda, cuando me entregó un paquete con algunas cosas: un chal que había tejido unos años antes y una bolsa con agujas e hilos para que pudiera seguir con mi costura. Enternecida, le di las gracias efusivamente, pero ella se encogió de hombros alegando que ya no le servían. No tenía probabilidad de usarlas, sus dedos estaban agarrotados e inútiles. Durante esa última visita me había preguntado sobre la boda, la fábrica del señor Frederick y la muerte de lady Violet. Me sorprendió que no le afectara la muerte de su antigua ama, puesto que sí lo sintió cuando supo que la esposa del señor Frederick había muerto. Esta vez su frialdad, su falta de emoción, indicaba todo lo contrario.
Pero en ese momento no quise preguntar, en mi mente no había lugar más que para Londres.
A lo lejos retumban los tambores. Me pregunto si tú también los oyes.
Has sido paciente y ya no tendrás que esperar mucho. Porque Robbie Hunter está a punto de irrumpir de nuevo en el mundo de Hannah. Sabías que lo haría, por supuesto, porque tiene que desempeñar su papel. Esto no es un cuento de hadas, ni una historia romántica. La boda no es el final feliz de esta historia. Es simplemente otro comienzo, el interludio a un nuevo capítulo.
En un sombrío rincón de Londres, Robbie Hunter espera. Se sacude las pesadillas y saca de su bolsillo un pequeño paquete, que lleva oculto en el interior de su abrigo desde los últimos días de la guerra, cuando prometió a un amigo agonizante que lo entregaría.