Un esposo apropiado
Hannah y Teddy contrajeron matrimonio el primer sábado de marzo de 1919. Fue una hermosa ceremonia, en la pequeña iglesia de Riverton. Los Luxton hubieran preferido que se celebrara en Londres, para que asistiera toda la gente importante del mundo empresarial, pero el señor Frederick se mostró muy obstinado, y dado que en los meses anteriores había sufrido muchos golpes, nadie tenía demasiadas ganas de discutir. De modo que así se hizo. Hannah se casó en la pequeña iglesia del valle, al igual que sus abuelos y sus padres.
Llovía. Para la señora Townsend era augurio de que tendrían muchos hijos. Para Myra, era el llanto de los antiguos enamorados. Las fotografías de la boda estaban salpicadas de paraguas negros. Después, cuando la pareja se instaló en una casa en la ciudad, en Grosvenor Square, una de esas fotografías ocupó un lugar en el escritorio del cuarto de estar. Los seis alineados: en el centro, Hannah y Teddy. A un lado, Simion y Estella, sonrientes. Al otro, el señor Frederick y Emmeline, inexpresivos.
¿Te sorprende el que pudiese haber ocurrido tal cosa?
Hannah, tan firmemente opuesta al matrimonio, tan llena de otras ambiciones. Y Teddy, sensible, agradable incluso, pero no la clase de hombre que pudiera hacer perder la cabeza a Hannah.
En realidad no fue tan complicado. Este tipo de cosas raramente lo son. Fue uno de esos casos en los que sencillamente los astros se alinearon.
La mañana siguiente a la cena, los Luxton partieron hacia Londres. Tenían compromisos de negocios. Si por casualidad les dedicamos alguno de nuestros pensamientos, fue para dar por sentado que jamás volveríamos a verlos.
Nuestro interés ya se había desplazado al próximo gran acontecimiento. Porque la semana siguiente un grupo de mujeres indomables llegó a Riverton, con la pesada responsabilidad de supervisar la presentación de Hannah en sociedad. Enero era el momento cumbre de los bailes campestres, y por ello parecía impensable que, por no organizarlo con debida anticipación, se viera obligada a compartir la fecha con otro baile, más importante. En consecuencia, se había fijado la fecha para el 20 de enero y las invitaciones se enviaron con mucha antelación.
Una mañana, a comienzos del nuevo año, yo servía el té a lady Clementine y la viuda lady Ashbury. Estaban en el salón, sentadas una junto a la otra en el sofá, con la agenda abierta sobre su regazo.
—Cincuenta estará bien —opinó lady Violet—. No hay nada peor que un baile desierto.
—Excepto uno multitudinario —precisó lady Clementine con disgusto—. Pero eso hoy en día no sucede.
Lady Violet miró su lista de invitados. Un rastro de insatisfacción se plasmó en sus labios.
—¡Ay, querida! ¿Qué vamos a hacer con la escasez?
—La señora Townsend estará a la altura de las circunstancias —repuso lady Clementine—. Como siempre.
—No me refiero a la comida, Clem, sino a los hombres. ¿Dónde encontraremos más hombres?
Lady Clementine se inclinó para observar la lista de invitados. Meneó la cabeza disgustada.
—Es un absoluto crimen. Eso es. Un terrible inconveniente. Las mejores semillas de Inglaterra se pudren en unos campos franceses olvidados de la mano de Dios, mientras nuestras jóvenes se quedan colgadas, sin una sola pareja de baile entre todas ellas. Es un complot, te lo aseguro. Un complot alemán —declaró lady Clem, abriendo los ojos como platos—, para impedir que la aristocracia inglesa prolifere.
—Pero seguramente conoces a alguien a quien podamos invitar, Clem. Has dado muestras de ser buena celestina.
—Puedo considerarme afortunada por haber encontrado a ese chiflado para Fanny —admitió lady Clementine, palpando su empolvada papada—. Es una verdadera lástima que Frederick nunca se mostrara interesado. Las cosas habrían sido mucho más simples. En su lugar, tuve que contentarme con cualquier cosa.
—Mi nieta no se contentará con cualquier cosa —advirtió lady Violet—. El futuro de esta familia depende de su matrimonio —afirmó, con un suspiro consternado que se convirtió en una tos y estremeció su delgada silueta.
—A Hannah le irá mejor que a la simplona de Fanny —aventuró confiada lady Clementine—. A diferencia de mi protegida, tu nieta ha sido bendecida con inteligencia, belleza y encanto.
—Y con la inclinación a no aprovecharlas. Frederick ha consentido mucho a esas niñas. Han tenido excesiva libertad y una educación insuficiente. En especial, Hannah. Esa jovencita está llena de escandalosas ideas de independencia.
—Independencia… —repitió lady Clementine con disgusto.
—Sí, no tiene prisa por casarse. Me lo dijo hace tiempo, cuando estuvo en Londres.
—¿En serio?
—Me miró a los ojos, y con exasperante cortesía me dijo que no le importaba en lo más mínimo que nos tomáramos tanto trabajo para organizar su presentación en sociedad.
—¡Qué descaro!
—Señaló que sería un desperdicio organizar un baile para ella porque no tenía intención de formar parte de la alta sociedad, a pesar de estar en edad de hacerlo. Lo encuentra… —lady Violet agitó los párpados— aburrido y sin sentido.
—No puedo creerlo —declaró lady Clementine.
—Es cierto.
—¿Y qué es lo que se propone? ¿Quedarse aquí, en la casa de su padre, y convertirse en una solterona?
Lady Clementine era incapaz de imaginar otra posibilidad. Lady Violet meneó la cabeza. La desesperación la hizo encorvarse.
Lady Clementine observó que era necesario alentarla de algún modo y dio un golpecito en la mano de lady Violet.
—Vamos, vamos, querida Violet. Tu nieta todavía es joven. Tiene tiempo por delante para cambiar de idea —aseguró e inclinó la cabeza—. Creo recordar que tú tenías cierto espíritu liberal a su edad y lo dejaste de lado. Hannah también lo hará.
—Deberá hacerlo —precisó solemnemente lady Violet.
Lady Clementine percibió su desesperación.
—No hay una razón específica por la cual deba encontrar pareja tan rápido —afirmó y entrecerró los ojos—. ¿La hay acaso?
Lady Violet suspiró.
—¡Sí la hay! —exclamó lady Clementine abriendo los ojos con asombro.
—Es Frederick. Sus malditos automóviles. Esta semana los abogados me enviaron una carta. Ha pedido más dinero prestado.
—¿Sin consultártelo? —preguntó ávidamente lady Clementine—. Por Dios…
—Diría que no le convenía hacerlo. Ya sabe lo que pienso. Vivimos una época de inestabilidad. Temo que hipoteque nuestro futuro por su fábrica. Ya ha vendido la residencia de Yorkshire para pagar los impuestos de sucesión.
Lady Clementine chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—Debería haber vendido esa fábrica. Y no se trata de que no haya recibido ofertas. Ese socio suyo, el señor Luxton, desea aumentar su participación en la sociedad. Pero en lo que se refiere a la independencia, las ideas de Frederick son peores que las de Hannah. No parece comprender cuáles son las obligaciones que le impone su posición. —Lady Violet meneó la cabeza y suspiró—. Sin embargo, no puedo culparlo. Nunca imaginamos que ocuparía ese lugar. —Y entonces se lamentó como de costumbre—. Si James estuviera aquí…
—Bueno, bueno —repuso lady Clementine—. Seguramente Frederick logrará que su fábrica sea un éxito. Ahora todos quieren tener un automóvil. Todos los hombres van como locos conduciéndolos. El otro día casi me aplastan cuando cruzaba la calle saliendo de Kensington Place.
—Clem, ¿te lastimaron?
—Esta vez salí ilesa —declaró lady Clementine con absoluta naturalidad—. Pero la próxima no seré tan afortunada. Una muerte de lo más horripilante, puedo asegurártelo —agregó arqueando una ceja—. Estuve hablando largamente con el doctor Carmichael sobre el tipo de lesiones que pueden causar.
—Terrible —constató lady Violet meneando distraídamente la cabeza. Luego suspiró—. Si al menos Frederick volviera a casarse no me preocuparía tanto por Hannah.
—¿Hay alguna probabilidad? —preguntó lady Clementine.
—Lo dudo. Como sabes, ha demostrado escaso interés en tener otra esposa. A decir verdad, tampoco demostraba suficiente interés por su primera mujer. Estaba demasiado ocupado con… —lady Violet me echó un vistazo y yo me concentré en tender prolijamente el mantel para servir el té—, con ese asunto infame —concluyó meneando la cabeza y frunciendo los labios—. No tendrá más hijos, es inútil pensar en otra posibilidad.
—Entonces nos queda Hannah —afirmó lady Clementine bebiendo un sorbo de té.
—Sí —suspiró molesta lady Violet, alisando su falda de satén verde claro—. Lo siento, Clem. Este resfriado me pone de mal humor. No logro desprenderme del rencor que me ha acompañado últimamente. No soy una persona supersticiosa, lo sabes, pero tengo una sensación de lo más extraña. Te reirás, pero presiento una catástrofe inminente.
—¿Sí?
La conversación había llegado al tema favorito de lady Clementine.
—No es nada concreto. Sólo una sensación —explicó lady Violet mientras se echaba el chal sobre los hombros. Se la veía frágil—. No obstante, no voy a sentarme a mirar cómo esta familia se desintegra. Lograré que Hannah encuentre el esposo que merece, aunque sea lo último que haga. Y si es posible, antes de acompañar a Jemina a los Estados Unidos.
—Olvidé que vais a viajar a Nueva York. Es bueno que su hermano se haga cargo de ellas.
—Sí, aunque las echaré de menos. La pequeña Gytha se parece mucho a James.
—Nunca me han gustado demasiado los bebés —confesó lady Clementine con desdén—, siempre lloriqueando y vomitando. —Un estremecimiento hizo temblar su doble mentón. Luego alisó la página de su libreta y dio unos golpecitos en la página en blanco con la pluma—. ¿Cuánto tiempo nos queda entonces para encontrar un marido apropiado?
—Un mes. Partimos el 4 de febrero.
Lady Clementine escribió la fecha en la página de su dietario y luego se puso súbitamente en pie.
—¡Oh, Violet! Se me ocurre una idea inmejorable. ¿Dices que Hannah está decidida a ser independiente?
La sola mención de esa palabra hizo parpadear a lady Violet.
—Sí.
—Tal vez alguien podría suministrarle amablemente ciertas explicaciones. Hacerle ver que el matrimonio es la mejor manera de ser independiente.
—Es tan obstinada como su padre —objetó lady Violet—. Me temo que no escuchará.
—No se trata de que nos escuche a ti o a mí. Conozco a alguien a quien podría hacer caso —afirmó lady Clem frunciendo los labios—. Sí, con un poco de entrenamiento, incluso ella sería capaz de lograrlo.
Unos días después, mientras su marido recorría alegremente el garaje del señor Frederick, Fanny se reunió con Hannah y Emmeline en la sala borgoña. Emmeline, entusiasmada ante la proximidad del festejo, había convencido a Fanny para que la ayudara a practicar sus pasos de baile. En el gramófono sonaba un vals y las dos giraban por la habitación, bromeando y riendo. Yo tenía que estar atenta para no chocar con ellas mientras limpiaba.
Hannah estaba sentada frente al escritorio, garabateando en su cuaderno, indiferente a la algarabía que la rodeaba. Después de la cena con los Luxton, cuando se hizo evidente que el sueño de conseguir trabajo dependía de una autorización que nunca obtendría, se había sumido en un estado de silenciosa inquietud. En tanto los preparativos del baile se agitaban a su alrededor, ella permanecía ajena a su desarrollo.
Tras una semana rumiando a solas, se pasó al otro extremo. Reanudó sus prácticas de taquigrafía, volcando frenéticamente a ese código los libros que tenía a mano. Si alguien se acercaba lo suficiente para advertirlo, ocultaba cautelosamente su trabajo. A esos periodos de actividad, demasiado intensos de mantener, le sucedían invariablemente otros de apatía. Suspiraba, soltaba el lápiz, apartaba los libros y permanecía sentada, inmóvil, esperando a que fuera la hora de comer, de cambiarse de traje, o que llegara alguna carta.
Por supuesto, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, no ocurría lo mismo con su mente. Parecía estar tratando de resolver el acertijo de su vida. Ansiaba independencia y aventura, pero era una prisionera, diligentemente atendida, pero prisionera al fin. Para ser independiente era necesario tener dinero. Su padre no podía dárselo, dado que no lo tenía, y no estaba autorizada a trabajar.
¿Por qué no desafiaba a su progenitor? Podía huir de su casa, alejarse, unirse a un circo. Sencillamente porque había reglas y había que atenerse a ellas. Pocos años más tarde —tan sólo una década después— las cosas serían distintas. Las rígidas normas se desmoronarían con suma facilidad. Pero en ese momento Hannah estaba atrapada. Y en consecuencia, como el ruiseñor de Andersen, no podía salir de su jaula dorada, y la apatía le impedía cantar. Permanecía envuelta en una nube de hastío aguardando a que la siguiente oleada de acontecimientos la reclamara.
Esa mañana, en la sala borgoña, fue presa de este último estado. Sentada frente al escritorio, de espaldas a Emmeline y Fanny, transcribía a signos de taquigrafía la Enciclopedia Británica. Tan concentrada estaba que apenas se movió cuando Fanny gritó:
—¡Eres peor que un hipopótamo!
Mientras Emmeline, entre carcajadas, se desmoronaba en la chaise longue, Fanny se hundió en el sillón. Se quitó el zapato y se inclinó para inspeccionar el estado de su dedo.
—Seguramente se va a hinchar —afirmó disgustada.
Emmeline seguía riendo.
—Tal vez no pueda calzar ninguno de mis hermosos zapatos para el baile.
Cada protesta de Fanny no hacía más que provocar a Emmeline risas más estentóreas.
—Y bien —declaró Fanny indignada—, me has estropeado el dedo. Lo mínimo que podrías hacer es disculparte.
Emmeline trató de controlar su hilaridad.
—Lo… lo siento —balbuceó, mordiéndose el labio para contener la risa—. Pero no es mi culpa que insistas en poner tus pies en mi camino. Tal vez si no fueran tan grandes…
Un nuevo ataque de risa le impidió continuar.
—Debes saber —replicó Fanny, con el mentón tembloroso a causa de la rabia—, que el señor Collier, de Harrods, piensa que mis pies son hermosos.
—Es probable. Tal vez por hacer tus zapatos cobra el doble del precio que pagan otras damas.
—Eres una pequeña desagradecida…
—Vamos, Fanny —dijo Emmeline recuperando la compostura—. Tan sólo estoy bromeando. Por supuesto, lamento haberte pisado el dedo.
Fanny bufó.
—Probemos otra vez con el vals. Prometo estar más atenta.
—Será mejor parar —repuso Fanny enfurruñada—. Tengo que dejar el dedo quieto. No me sorprendería que se hubiera roto.
—No creo que sea nada serio. Apenas lo he pisado. Déjame ver.
Fanny flexionó la pierna y ocultó el pie debajo, impidiendo que Emmeline lo viera.
—Creo que ya has hecho más que suficiente.
Emmeline tamborileaba con los dedos en el brazo del sofá.
—Y bien, ¿cómo se supone que practicaré mis pasos de baile?
—No tienes que preocuparte. El tío abuelo Bernard está casi ciego. Y el primo segundo Jeremy estará demasiado entretenido contándote sus interminables historias de guerra. No lo notarán.
—No pretendo bailar con tíos abuelos —aseveró Emmeline.
—Me temo que no tendrás muchas más opciones —comentó Fanny.
—Eso lo veremos —declaró Emmeline, alzando las cejas con petulancia.
—¿Por qué? —preguntó Fanny frunciendo el ceño—. ¿Qué quieres decir?
Emmeline sonrió francamente.
—La abuela convenció a papá para que invitara a Theodore Luxton.
—¿Theodore Luxton va a venir? —exclamó Fanny ruborizándose.
—¿No es emocionante? —preguntó Emmeline, estrechando las manos de Fanny—. Papá no consideraba apropiado invitar al baile de Hannah a gente con la que tiene relaciones comerciales, pero la abuela insistió.
—¡Dios mío! —exclamó Fanny, sonrojada y aturdida—. Es emocionante. Algo distinto, una compañía sofisticada —agregó entre risitas nerviosas, dándose golpecitos en las mejillas—. Nada menos que Theodore Luxton.
—Ahora comprendes por qué tengo que aprender a bailar.
—Deberías haberlo tenido en cuenta antes de aplastarme el pie.
—Si papá nos permitiera tomar verdaderas lecciones en la escuela Vacani… Nadie querrá bailar conmigo si no conozco los pasos.
Los labios de Fanny casi dibujaron una sonrisa.
—Ciertamente no tienes dotes de bailarina, Emmeline. Pero no tienes que preocuparte. No te faltarán parejas en el baile.
—¿No? —preguntó Emmeline, con la fingida ingenuidad de quien está acostumbrado a recibir halagos.
Fanny se masajeó el pie.
—Todos los hombres que asistan a la fiesta tienen que invitar a bailar a las niñas de la casa. Incluidas las hipopótamas.
Emmeline endureció el gesto.
Animada por su pequeña victoria, Fanny continuó.
—Recuerdo mi presentación en sociedad como si fuera ayer —comentó, con la nostalgia propia de una mujer que duplicara su edad.
—Supongo que con tu encanto y tu gracia —señaló irónicamente Emmeline— tendrías una larga fila de apuestos hombres esperando para bailar contigo.
—En absoluto. No he vuelto a ver tantos ancianos ansiosos por darme pisotones y volver junto a sus esposas para dormir un poco. Jamás me sentí tan desilusionada. Todos los hombres interesantes estaban en la guerra. Gracias a Dios, la bronquitis había retenido aquí a Godfrey. De otro modo, nunca nos habríamos conocido.
—¿Fue un amor a primera vista?
Fanny frunció la nariz.
—Nada de eso. Godfrey se indispuso espantosamente y pasó la mayor parte de la noche en el baño. Según recuerdo, sólo bailamos una vez. Fue culpa de la quenelle. Con cada nueva vuelta, él fue poniéndose más verde, hasta que en medio del baile huyó despavorido. En ese momento me sentí muy disgustada y también avergonzada de que me hubiera dejado allí, plantada. No volví a verlo durante meses. Y luego, pasó un año antes de que nos casáramos. —Fanny suspiró y meneó la cabeza—. El año más largo de mi vida.
—¿Por qué?
—En cierto modo, yo había imaginado que después del baile de presentación mi vida sería diferente.
—¿Y no lo fue?
—Sí, pero no como yo deseaba. Fue horrible. Desde el punto de vista formal ya era una persona adulta, pero aun así, no podía ir a ningún lugar, o tomar ninguna decisión sin que lady Clementine o cualquier otra anciana se entrometiera en mis asuntos. La propuesta de matrimonio de Godfrey fue la respuesta a mis ruegos. Nunca me había sentido tan feliz.
—¿De verdad? —preguntó Emmeline frunciendo la nariz. Le resultaba difícil imaginar que Godfrey Vickers, un hombre abotagado, calvo y constantemente enfermo, pudiera ser la respuesta a los ruegos de alguna mujer.
Fanny echó un vistazo a Hannah, que aparentemente ajena a la conversación seguía con su impetuosa taquigrafía.
—¿Te he hablado alguna vez de mi luna de miel? —preguntó, volviendo a prestar atención a Emmeline.
—Sólo unas mil veces.
Fanny no se inmutó.
—Florencia es la ciudad extranjera más romántica que he visto.
—Es la única ciudad extranjera que conoces.
—Todas las noches, después de cenar, Godfrey y yo paseábamos por la ribera del Arno. Él me compró un collar muy hermoso en una pintoresca tienda del Ponte Vecchio. En Italia me sentí transformada, una persona totalmente distinta. Un día subimos al Forte di Belvedere y desde allí contemplamos toda la Toscana. Casi lloré de emoción ante tanta belleza. ¡Y los museos de arte! Lo que había que admirar era sencillamente demasiado. Godfrey prometió que volveríamos a Florencia en cuanto pudiéramos. —Fanny echó un vistazo hacia el escritorio donde Hannah seguía escribiendo—. Y la gente que se conoce al viajar es realmente fascinante. Uno de los pasajeros del barco se dirigía a El Cairo. Jamás podrías adivinar para qué iba a ese lugar: para hacer excavaciones y encontrar tesoros. Por lo visto, los antiguos egipcios solían ser enterrados junto con sus joyas. No entiendo el motivo, en mi opinión es un terrible desperdicio. El doctor Humphreys dijo que era algo relacionado con su religión. Nos contó historias sumamente emocionantes, e incluso nos invitó a ver sus excavaciones si íbamos a Egipto.
Hannah había dejado de escribir. Fanny reprimió una sonrisa de satisfacción.
—Godfrey sospechaba de él, temía que nos estuviera tomando el pelo, pero a mí me pareció una persona terriblemente interesante.
—¿Era apuesto? —preguntó Emmeline.
—Oh, sí —exclamó Fanny—. Él… —La recién casada hizo una pausa, recordó su papel y volvió a interpretarlo—. En los dos meses que llevo casada he vivido las experiencias más emocionantes de mi vida —comentó, mirando de soslayo a Hannah, y entonces soltó la carta del triunfo—. Es gracioso. Antes de casarme solía pensar que al tener marido sólo podría dedicarme a él. Ahora descubro que es todo lo contrario. Nunca me he sentido tan… independiente. Tengo mayor capacidad de decisión, nadie se altera si salgo a dar un paseo sola. De hecho, es probable que me pidan que sea vuestra acompañante hasta que os caséis. Tenéis suerte de tener cerca a alguien como yo, en lugar de que os endilguen una vieja aburrida.
Emmeline alzó las cejas pero Fanny no la vio. Estaba observando a Hannah, que había dejado su lápiz junto al libro. Sus ojos parpadearon con satisfacción.
—En fin —concluyó, calzándose el zapato en el pie lastimado—, he disfrutado mucho de tu amena compañía. Ahora debo irme. Mi esposo ya habrá terminado su paseo y estoy deseando mantener una conversación… adulta.
Luego sonrió dulcemente y salió de la habitación, con la cabeza bien alta, su apostura apenas empañada por la leve cojera.
En tanto Emmeline ponía otro disco en el gramófono y danzaba por la sala al compás de la música, Hannah permaneció sentada frente al escritorio, dándole la espalda. Tenía las manos unidas, formando un puente sobre el que descansaba su mentón, y miraba a través de la ventana los campos que se extendían hasta la línea del horizonte. De pie detrás de ella, mientras limpiaba la cornisa, pude ver su débil reflejo en el cristal: estaba absorta en sus pensamientos.
Los invitados llegaron la semana siguiente. Como era habitual, se sumieron de inmediato en el disfrute de las actividades que sus anfitriones les propusieron. Algunos recorrieron la propiedad, otros jugaron al bridge en la biblioteca y los más enérgicos practicaron esgrima en el gimnasio.
Después del hercúleo esfuerzo que le había supuesto la organización del baile, la salud de lady Violet empeoró y tuvo que guardar cama. Lady Clementine buscó otras compañías. Atraída por los destellos y los sonidos de las espadas que chocaban, se sentó pesadamente en un sillón de cuero desde donde podía ver a los esgrimistas. Esa tarde, cuando le serví el té, estaba en medio de una amena conversación con Simion Luxton.
—Para ser norteamericano, su hijo es bueno en esgrima —declaró lady Clementine, señalando a uno de los hombres con máscara.
—Tal vez se exprese como un norteamericano, lady Clementine, pero puedo asegurarle que es un inglés de cabo a rabo.
—¿Sí?
—Se bate como un inglés —vociferó Simion—, engañosamente simple. Y con la misma sencillez lo veré incorporarse al Parlamento en las próximas elecciones.
—Me he enterado de su candidatura. Supongo que estará muy contento.
Simion adoptó un aire más ufano que el habitual.
—Mi hijo tiene un prometedor futuro.
—Sin duda, reúne casi todas las cualidades que nosotros, los conservadores, esperamos de un miembro del Parlamento. En el último té de las Mujeres Conservadoras comentamos, precisamente, la falta de hombres capaces, sólidos, que puedan representar a Asquith. —La mirada halagadora de lady Clementine volvió a dirigirse a Teddy—. Su hijo puede ser precisamente la figura que necesitamos. Yo me sentiré más que feliz de respaldarlo si confirmo que lo es —afirmó, bebiendo su té—. Por supuesto, está el pequeño problema de su esposa.
—No hay tal problema —aseguró Simion con displicencia—. Teddy no tiene esposa.
—Precisamente a eso me refiero, señor Luxton.
Simion frunció el ceño.
—No todas las damas son tan liberales como yo —explicó lady Clementine—. La soltería de su hijo podría dar indicios de cierta debilidad de carácter. Los valores familiares son muy importantes para nosotros. Un hombre de cierta edad sin esposa… la gente empezará a hacerse preguntas.
—Simplemente no ha encontrado la mujer apropiada para casarse.
—Por supuesto, señor Luxton. Usted y yo lo sabemos, pero habrá señoras que… al mirar a su hijo verán a un hombre apuesto, que tiene mucho que ofrecer, y aun así sigue soltero. No puede culparlas si empiezan a preguntarse cuál es el motivo. Si, por ejemplo, se debe a que no le interesan las mujeres.
Lady Clementine levantó las cejas, en un gesto significativo. Simion se sonrojó.
—Mi hijo no es… Ningún hombre de la familia Luxton ha sido acusado jamás de…
—Desde luego, señor Luxton —repuso suavemente lady Clementine—, y no es ésa mi opinión, como comprenderá. Sólo estoy comentando lo que piensan algunas de nuestras damas. Les gusta comprobar que un hombre es un hombre. No un esteta —agregó, sonriendo tímidamente. Luego se acomodó las gafas—. De todos modos, es un asunto menor, y hay tiempo de sobra. Todavía es joven. ¿Qué años tiene, veinticinco?
—Treinta y uno —indicó Simion.
—Oh, entonces no es tan joven. Jamás lo habría imaginado.
Lady Clementine sabía cuándo dejar que el silencio hablara por ella. Volvió a prestar atención a los espadachines.
—Puedo garantizarle, lady Clementine, que Teddy no tiene problema alguno —aseguró Simion—. Tiene mucho éxito con las mujeres. Elegirá esposa cuando lo considere oportuno.
—Me alegra escucharlo, señor Luxton —declaró lady Clementine, que seguía mirando a los duelistas. Luego bebió un sorbo de té—. Sólo espero que, por su bien, eso suceda pronto. Y que elija a la joven apropiada.
Simion alzó inquisitivamente una ceja.
—Nosotros, los ingleses, somos sumamente nacionalistas. Su hijo tiene muchas virtudes pero algunas personas, particularmente en el Partido Conservador, pueden considerarlo un poco nuevo. Espero que cuando elija esposa, ella aporte al matrimonio algo más que su honorable persona.
—¿Qué puede ser más importante para una novia que su honor, lady Clementine?
—Su nombre, su familia, su linaje. —Lady Clementine dirigió una mirada al contrincante de Teddy, que con una estocada ganó el juego—. Si bien en el Nuevo Mundo esas cosas pueden pasarse por alto, aquí, en Inglaterra, son muy importantes.
—Junto con la virtud de la joven, por supuesto.
—Por supuesto.
—Y su honorabilidad.
—Ciertamente —aseveró lady Clementine con menos convicción.
—Nada de mujeres modernas para mi hijo, lady Clementine —afirmó Simion, humedeciéndose los labios—. A nosotros, los Luxton, nos gusta que nuestras mujeres sepan quién manda.
—Comprendo, señor Luxton —indicó lady Clementine.
La lucha había terminado. Simion aplaudió.
—Si tan sólo supiera dónde encontrar una joven apropiada…
—¿No cree que a menudo lo que buscamos está justo delante de nuestras narices, señor Luxton? —preguntó lady Clementine sin dejar de mirar hacia el gimnasio.
—Sí, lady Clementine —afirmó Simion con una sonrisa casi imperceptible—. Sin duda, creo que así es.
Ese día no fui requerida para servir la cena, por lo que no volví a ver a Teddy y a su padre durante el resto del día. Myra nos contó que los vio discutiendo acaloradamente en el pasillo a altas horas de la noche. No obstante, aun cuando realmente hubieran discutido, el sábado por la mañana Teddy estaba de tan buen humor como siempre.
Cuando fui a controlar la chimenea del salón, él estaba sentado en el sillón leyendo el periódico de la mañana, y tratando de mantenerse serio mientras lady Clementine se quejaba de los arreglos florales. Acababan de llegar de Braintree, exhibiendo resplandecientes rosas en lugar de las prometidas dalias, lo cual no le hizo ninguna gracia.
—Tú —me increpó agitando un tallo de rosa—, ve sin dilación a buscar a la señorita Hartford. Debe verlos por sí misma.
—Creo que la señorita Hartford tiene previsto salir a cabalgar esta mañana, lady Clementine —señalé.
—Como si tiene previsto correr el Grand National. Los arreglos precisan de su atención.
En consecuencia, mientras las otras jóvenes tomaban su desayuno en la cama, pensando en el baile de esa noche, Hannah fue requerida en el salón. Media hora antes yo la había ayudado a ponerse el traje de montar. Llegó con el aspecto de un zorro acorralado, ansioso por huir. Mientras lady Clementine protestaba encolerizada, Hannah —a quien rosas o dalias le resultaban indiferentes— se limitó a asentir con gesto desconcertado y, de tanto en tanto, a mirar ansiosa y furtivamente el reloj de barco.
—Pero ¿qué podemos hacer? —Lady Clementine estaba llegando al final de su sermón—. Es demasiado tarde para encargar otras.
Hannah logró dejar de lado sus preocupaciones para prestar atención a las palabras de la anciana.
—Supongo que tendremos que contentarnos con lo que tenemos —adujo, simulando que era capaz de afrontar la situación con entereza.
—¿Pero podrás tolerarlo?
Hannah fingió resignación.
—Si es preciso, lo haré —afirmó. Durante unos segundos esperó una nueva pregunta. Luego, añadió alegremente—: Bien, si eso es todo…
—Ven conmigo arriba —la interrumpió lady Clementine—, te mostraré qué espantosas quedan en el salón de baile. No vas a creerlo.
Mientras lady Clementine seguía desmereciendo los arreglos florales, el desánimo comenzó a abrumar a Hannah. Sus ojos se pusieron vidriosos ante la mera insinuación de que la discusión sobre el tema se prolongaría.
Teddy se aclaró la garganta, plegó el periódico y lo dejó en la mesa que estaba junto a su sillón.
—Es un hermoso día de invierno —afirmó, sin dirigirse a nadie en particular—. Me gustaría salir a cabalgar para conocer mejor la finca.
Teddy era uno de los pocos invitados a los cuales el señor Frederick había permitido el acceso a sus establos.
Lady Clementine se interrumpió en mitad de una frase. La perspectiva de un objetivo superior pareció brillar en sus ojos.
—Un paseo a caballo —repitió serenamente—, qué maravillosa idea, señor Luxton. ¿Verdad, Hannah?
Hannah miró sorprendida a Teddy, que le dirigió una sonrisa cómplice.
—Estaría muy honrado si me acompañara —declaró él.
Antes de que ella pudiera responderle, lady Clementine se adelantó.
—Por supuesto, faltaría más. Nos complacerá acompañarlo, señor Luxton, si no le molesta, por supuesto.
Teddy no se inmutó.
—Me consideraré afortunado de tener… dos… guías tan encantadoras.
—Tú, jovencita, pídele a la señora Townsend que nos prepare un refrigerio —me ordenó. Su gesto denotaba ansiedad. Luego volvió a dirigirse a Teddy—. También a mí me encanta cabalgar —indicó con una leve sonrisa.
Dudley nos contó después que parecían una extraña procesión mientras se acercaban al establo, más extraña todavía cuando todos estuvieron montados a caballo. Al verlos desaparecer hacia el oeste no pudo contener la risa. Lady Clementine hacía buena pareja con la vieja yegua del señor Frederick, que excedía incluso el contorno de su amazona.
El paseo duró dos horas. Cuando regresaron para almorzar Teddy estaba empapado; Hannah, terriblemente callada; y a lady Clementine se la veía tan satisfecha como a un gato frente a un cuenco lleno de crema. La propia Hannah me refirió lo que había ocurrido durante el paseo, aunque no antes de que transcurrieran muchos meses.
Salieron del establo en dirección oeste y atravesaron un claro. Luego bordearon el río, pasearon bajo las copas de las enormes hayas que se alineaban entre los juncos de la orilla. Ambas riberas lucían su manto invernal y no había señal alguna de los ciervos que solían pastar en ellas durante el verano.
El trío cabalgó un trecho en silencio. Hannah iba al frente, Teddy la seguía y lady Clementine cerraba la marcha. Las ramas secas chasqueaban bajo los cascos de los caballos. El río seguía impetuosamente su curso hacia el punto donde desembocaba en el Támesis. A lo lejos, un ciclista pedaleaba hacia el pueblo a toda velocidad.
Finalmente, Teddy puso su caballo a la par de Hannah y comentó con tono jovial:
—Es un verdadero placer estar aquí, señorita Hartford, debo agradecerle su amable invitación.
Hasta ese momento Hannah había estado disfrutando del silencio.
—Es a mi abuela a quien tiene que dar las gracias, señor Luxton. Yo no tengo mucho que ver con todo este asunto.
—Ah… —exclamó Teddy—, lo tendré en cuenta para darle las gracias a ella.
Hannah se compadeció de Teddy, quien sólo había intentado entablar conversación.
—¿Cuál es su ocupación, señor Luxton?
La pregunta de Hannah pareció aliviar a Teddy, que se apresuró a responder.
—Soy coleccionista.
—¿Qué colecciona?
—Objetos hermosos.
—Pensé que trabajaba con su padre.
Teddy se sacudió una hoja de abedul que le había caído en el hombro.
—En materia de negocios, mi padre y yo no coincidimos, señorita Hartford. Él no valora lo que no tenga relación directa con la acumulación de riqueza.
—¿Y usted, señor Luxton?
—Yo busco otro tipo de riqueza. La que proporcionan las nuevas experiencias. El siglo es joven, también yo. Hay demasiadas cosas fascinantes por descubrir, en vez de quedarse enclaustrado en el trabajo.
Hannah lo miró.
—Mi padre me ha contado que está emprendiendo la carrera política. Seguramente eso le impondrá cierta restricción a sus planes.
Teddy meneó la cabeza.
—La política me da más razones para ampliar mis horizontes. Los mejores líderes son aquéllos que abren nuevas perspectivas, ¿no lo cree así?
Siguieron cabalgando un rato, hacia las praderas más alejadas, deteniéndose tan a menudo que la yegua rezagada pudo alcanzarlos. Cuando por fin llegaron a un claro, la yegua y lady Clementine se sintieron igualmente aliviadas: sus doloridas posaderas podrían descansar. Teddy ayudó a la anciana a bajar de su montura, extendió el mantel de picnic y dispuso las sillas plegables, mientras Hannah sacaba el termo del té y la comida.
Cuando terminaron los sándwiches de pepino y las bizcotelas, Hannah dijo:
—Creo que daré un paseo hasta el puente.
—¿El puente? —preguntó Teddy.
—El que está más allá de los árboles —explicó Hannah, poniéndose en pie—, donde el lago se hace más estrecho y se une con el arroyo.
—¿Le molestaría que la acompañara?
—En absoluto —respondió Hannah, aunque en realidad habría preferido estar sola.
Lady Clementine tuvo que elegir entre su obligación de carabina y su obligación para con su dolorido trasero. Tras reflexionar brevemente, anunció:
—Yo me quedaré aquí para vigilar los caballos. Pero no tardéis demasiado, me preocuparía. Hay muchos peligros en los bosques, como sabéis.
Hannah le dedicó una ligera sonrisa a Teddy y caminó hacia el puente. Él la siguió, guardando una caballerosa distancia.
—Señor Luxton, lamento que lady Clementine le haya impuesto su presencia esta mañana.
—No se preocupe, he disfrutado de la compañía —respondió Teddy y miró a Hannah—. Alguna más que otra.
Hannah, sin dejar de mirar hacia adelante, se apresuró a decir:
—Cuando era más pequeña, mis hermanos y yo solíamos venir al lago para jugar en el cobertizo de los botes y en el puente. Es un lugar mágico —afirmó mirándolo largamente de reojo.
—¿Un puente mágico? —preguntó incrédulo Teddy.
—Lo comprenderá en cuanto lo vea.
—¿Y a qué solían jugar en ese puente mágico?
—Solíamos turnarnos para cruzarlo corriendo —explicó Hannah mirándole—. Parece muy simple, lo sé. Pero éste no es un puente mágico cualquiera. Está gobernado por un espíritu del lago particularmente aterrador y vengativo.
—¿De verdad? —preguntó Teddy sonriendo.
—Generalmente lo cruzábamos sin problemas. Pero, de cuando en cuando, alguno de nosotros lo despertaba.
—¿Y qué ocurría entonces?
—Entonces se libraba un duelo a muerte —explicó Hannah con una sonrisa—. Su muerte, por supuesto. Nosotros éramos excelentes espadachines. Afortunadamente era inmortal, de lo contrario el juego no habría perdurado.
Al doblar un recodo, el desvencijado puente apareció frente a ellos, sobre un estrecho tramo del río.
—Allí está —señaló Hannah emocionada.
El puente llevaba tiempo en desuso. Otro, más grande y cercano al pueblo que podía ser transitado por automóviles, había usurpado su función. Estaba descascarillado y cubierto de musgo. Los juncos de la orilla se curvaban suavemente hacia el agua, donde en verano crecían libremente las flores silvestres.
—Me pregunto si el monstruo del lago estará hoy —comentó Teddy.
Hannah sonrió.
—No se preocupe. Si aparece, sé a qué atenerme.
—¿Se ha enfrentado ya con él?
—Enfrentado y vencido. No perdíamos ocasión de jugar por aquí. Aunque no siempre peleábamos con el monstruo del lago. A veces escribíamos cartas. Las convertíamos en barcos de papel y las arrojábamos al agua.
—¿Para qué?
—Para que llevaran nuestras peticiones hasta Londres.
—Por supuesto —sonrió Teddy—. ¿A quién le escribía?
Hannah alisó la hierba con el pie.
—Le parecerá tonto.
—Cuéntemelo.
Ella lo miró y le devolvió la sonrisa.
—Le escribía a Jane Digby. Siempre.
Teddy frunció el ceño.
—Ya sabe, lady Jane, la mujer que viajó a Arabia y dedicó su vida a explorar y conquistar territorios.
—Ah —asintió Teddy, haciendo memoria—. La fugitiva de triste fama. ¿Qué es lo que le contaba en sus mensajes?
—Solía pedirle que viniera a rescatarme. Le ofrecía mis servicios como devota esclava con la condición de que me llevara con ella en su próxima aventura.
—Pero seguramente cuando ustedes eran niños ella ya estaba…
—¿Muerta? Sí, por supuesto. Había muerto hacía tiempo. Pero por entonces yo no lo sabía. —Hannah miró de reojo a Teddy—. Si hubiera estado viva, sin duda mi plan no habría fallado.
—Sin duda —repuso él con maliciosa seriedad—. Habría venido hasta aquí para llevarla con ella a Arabia.
—Disfrazada de beduino, como siempre imaginé.
—Estoy seguro de que su padre no se habría preocupado en lo más mínimo.
Hannah rio.
—Me temo que sí; de hecho, lo hizo.
—¿Lo hizo?
—Uno de los arrendatarios de las granjas encontró una de las cartas y se la envió a papá. El granjero no sabía leer pero yo había dibujado el escudo de la familia y pensó que debía tratarse de algo importante. Creo que esperaba una recompensa.
—Me pregunto si la obtuvo.
—Puedo asegurarle que no. Papá se quedó lívido. Nunca pude discernir si lo que le molestó más fue mi deseo de buscar una compañía tan escandalosa o la impertinencia de mi carta. Sospecho que sobre todo le inquietaba la posibilidad de que mi abuela la encontrara. Ella siempre me consideró una chiquilla imprudente.
—Lo que algunos denominarían imprudente para otros puede ser vehemente.
Teddy la miró seria, decididamente. Hannah permaneció pensativa, aunque no pudo precisar sus propios pensamientos. Sintió que el rubor subía por sus mejillas y le dio la espalda. Sus dedos buscaron distracción en el matorral de juncos altos y finos que crecían en la orilla del río. Arrancó uno, e invadida de pronto por una extraña energía subió al puente. Arrojó el junco al río, y corrió al otro lado, para verlo reaparecer arrastrado por la corriente.
—Lleva mis ruegos a Londres —le gritó al perderlo de vista en una curva.
—¿Qué ha pedido? —preguntó Teddy.
Ella le sonrió y se inclinó hacia delante. En ese momento, intervino el destino. El cierre de su relicario, gastado por el uso, se soltó de la cadena, deslizándose por su pálido cuello y cayendo al agua. Hannah sintió que le faltaba algo, pero cuando comprendió de qué se trataba era demasiado tarde. Cuando se inclinó buscándolo, el relicario era poco más que un destello arrastrado por la corriente.
Bajó del puente y se abrió paso entre los juncos de la orilla, con la respiración entrecortada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Teddy desconcertado.
—Mi relicario —se lamentó Hannah, y comenzó a desatarse las botas—. Se me ha caído… Mi hermano…
—¿Pudo ver hacia dónde iba?
—Hacia el centro —indicó Hannah y comenzó a pisar el musgo resbaladizo de la orilla. El borde de su falda se manchó de barro.
—Espere. —Teddy se quitó la chaqueta, la arrojó a la orilla y se deshizo de sus botas. Si bien el río en esa zona era angosto, también era profundo y el agua enseguida le llegó a los muslos.
Entretanto, lady Clementine había reflexionado sobre sus obligaciones, se había puesto de pie y caminaba cautelosamente sobre el terreno desigual, tratando de encontrar a sus dos jóvenes compañeros. Los divisó en el momento en que Teddy se sumergía en el agua.
—¿Qué sucede? —gritó lady Clementine—. Hace demasiado frío para nadar. —Una trémula alarma teñía su voz—. Podría morir.
Hannah, paralizada a causa del pánico, no respondió. Volvió a subir al puente, buscando desesperadamente el resplandor del broche para poder guiar a Teddy hacia él.
Teddy se sumergió y salió del agua varias veces, tratando de encontrar el objeto. Y cuando Hannah estaba a punto de perder toda esperanza, volvió a aparecer con el relicario brillando entre sus dedos.
Un acto verdaderamente heroico, además de sorprendente, tratándose de Teddy, un hombre más prudente que galante, a pesar de sus buenas intenciones. A lo largo de los años, cuando en las reuniones sociales la pareja contaba la historia de su compromiso, ésta fue adquiriendo un aspecto místico, incluso en el relato de Teddy. Como si él mismo, al igual que sus sonrientes invitados, fuera incapaz de creer que en realidad había sucedido. Pero el hecho fue real y sucedió en el momento preciso, ante la persona indicada, sobre quien tendría un efecto fatídico.
Cuando Hannah me lo contó, confesó que mientras él estaba de pie frente a ella, chorreando agua, aferrando el relicario en su mano, súbita y abrumadoramente percibió el atractivo físico de Teddy: la piel mojada, la manera en que la camisa le colgaba de los brazos, los ojos oscuros que la observaban triunfalmente. Nunca había sentido antes nada semejante, por supuesto. ¿Quién podría haber provocado ese sentimiento? Deseó que él la abrazara con la misma fuerza con que aferraba el relicario, que la estrechara hasta que el aire no pudiera entrar en sus pulmones.
Por supuesto, Teddy no hizo nada de eso. En cambio, sonrió orgulloso y le entregó el relicario. Ella lo recuperó agradecida y se alejó mientras él trataba de abrigarse torpemente con ropa seca sobre las prendas mojadas.
Pero para entonces la semilla había sido sembrada.