La cena
Mientras recorría el pasillo y bajaba las escaleras volví a repasar lo narrado por Emmeline. Pero tras muchas reflexiones, llegaba siempre a la misma conclusión. Algo sucedía. La torpeza no era un rasgo propio de Alfred. Desde que yo había llegado a Riverton, sólo recordaba un par de ocasiones en las que podía reprochársele algo. Una vez, en un apuro, había usado la bandeja de las bebidas para servir la comida; otra, se había retirado porque tenía gripe. Pero esto era diferente. ¿Volcar todo el contenido de la bandeja? Era casi imposible imaginarlo.
Además, no creía que el episodio fuera ficticio. ¿Qué razón podría tener Emmeline para inventar algo semejante? Había ocurrido y la razón debía de ser la que sugería Hannah. Un accidente, un momento de distracción en que el sol le cegó, un ligero movimiento de la muñeca, una bandeja resbaladiza. Nadie estaba a salvo de que le sucediera, en particular, como había señalado Hannah, una persona que había estado lejos durante unos años y había perdido práctica.
Pero, aunque deseaba creer en esa sencilla explicación, no podía. Porque, en un recoveco de mi mente, estaban acumulados una serie de incidentes similares, o, más precisamente, de detalles sospechosos: malas interpretaciones a preguntas bienintencionadas sobre su salud, reacciones exageradas a supuestas críticas, ceños fruncidos donde antes había risas. En efecto, un aire de extraña irritabilidad acompañaba a Alfred en todo lo que hacía.
Para ser honesta, yo lo había percibido desde la noche misma de su regreso. Habíamos organizado un pequeño festejo. La señora Townsend había preparado una cena especial y el señor Hamilton había obtenido permiso para abrir una botella de vino del amo. Habíamos pasado buena parte de la tarde poniendo la mesa de nuestro comedor, riendo mientras disponíamos de distintas maneras los utensilios tratando de encontrarles la ubicación que más le gustara a Alfred. Creo que esa noche todos estábamos un poco borrachos de alegría, aunque nadie tanto como yo.
Cuando llegó la hora esperada fingimos mal que bien una actitud espontánea. Nuestras miradas expectantes se cruzaban, nuestros oídos registraban cada ruido que llegaba desde el exterior. Por fin, el crujido de la grava, las voces amortiguadas, la puerta de un automóvil que se cerraba. Los pasos que se acercaban. El señor Hamilton se puso de pie, se alisó la chaqueta y se situó junto a la entrada. Un momento de ansioso silencio precedió el golpe en la puerta. Al abrirse, todos nos arrojamos sobre él.
No fue algo dramático. Alfred no salió corriendo, no se disgustó, no se encogió de miedo. Dejó que me llevara su sombrero y luego se quedó de pie, incómodo, en el vano de la puerta, como si temiera entrar. Obligó a sus labios a sonreír. La señora Townsend lo abrazó y lo arrastró a través del umbral como si fuera una pesada alfombra enrollada. Lo condujo hacia su lugar de invitado de honor, a la derecha del señor Hamilton, y todos comenzamos a hablar al mismo tiempo, a reír, a gritar, a hacer un repaso de los hechos sucedidos en los dos últimos años. Todos, excepto Alfred. Lo intentó. Asintió cuando fue necesario, respondió preguntas, incluso trató de sonreír una o dos veces más. Pero sus respuestas eran las de un extraño, similares a las de uno de aquellos belgas de lady Violet, premeditadas para complacer a un auditorio.
No sólo yo lo advertí. Vi la expresión de incomodidad del señor Hamilton, el gesto de rechazo de Myra. Pero nunca hablamos de ello, salvo aquel día en que los Luxton vinieron a cenar, cuando la señorita Starling tuvo el mal tino de dar su opinión. Lo que ocurrió esa noche y las demás observaciones que yo hiciera desde la llegada de Alfred permanecían latentes. Todos entramos en la inercia y fuimos cómplices en un pacto de silencio, simulando que todo era normal. El mundo había cambiado, y Alfred con él.
Cuando llegué al pie de la escalera, el señor Hamilton levantó la vista de la mesa de trabajo.
—¡Grace! Son las cuatro y media y no hay ninguna tarjeta de posición en la mesa. ¿Cómo crees que se sentirán los invitados sin ellas?
Supuse que les resultaría mucho más agradable elegir dónde sentarse en vez de tener un sitio asignado. Pero yo no era Myra y todavía no había aprendido a defenderme.
—No muy bien, señor Hamilton.
—En efecto, no muy bien —afirmó y puso en mis manos un montón de tarjetas con los nombres y un plano con la distribución—. Grace, si ves a Alfred, pregúntale si sería tan amable de bajar. Ni siquiera ha comenzado a preparar el café —agregó cuando me disponía a salir.
A falta de una anfitriona adecuada, Hannah —con alegre desconcierto— se había visto obligada a decidir la posición de los invitados. El plano de la mesa fue rápidamente dibujado en una hoja de papel cuadriculado, con los bordes serrados por haber sido arrancado de un cuaderno.
Las mismas tarjetas, con el escudo de los Ashbury grabado en relieve en el extremo superior izquierdo, habían sido escritas a mano. No tenían el estilo de las de lady Violet, pero de todos modos servirían a su propósito, armonizando con la austera mesa propuesta por el señor Frederick. De hecho, para eterno disgusto del señor Hamilton, el señor Frederick había decidido cenar «en familia» (en lugar de elegir la formalidad del «estilo ruso» al cual estábamos acostumbrados), y él mismo trocearía el faisán. Si bien la señora Townsend estaba horrorizada, Myra, renovada por su temporada fuera de casa, aprobó silenciosamente la decisión, destacando que seguramente el amo habría tenido en cuenta las preferencias de los invitados norteamericanos.
No me correspondía opinar, pero prefería esta manera más moderna. Sin los centros de mesa, con sus bandejas recargadas de dulces y sus extravagantes fuentes de frutas, la mesa tenía un descuidado refinamiento que me agradaba: la austera blancura del mantel almidonado en los ángulos, las plateadas líneas de los cubiertos y los centelleantes juegos de cristalería.
Observé de cerca. La huella de un pulgar manchaba el borde de la copa de champán del señor Frederick. Eché el aliento sobre la ofensiva marca y la lustré rápidamente con el borde de mi delantal.
Tan concentrada estaba en mi tarea que di un salto cuando la puerta se abrió bruscamente.
—¡Alfred! —exclamé—. Me has asustado. Casi se me cae la copa.
—No deberías tocarlas. Yo soy el responsable de la cristalería —replicó, y en su frente apareció una arruga familiar.
—Había una huella —expliqué—. Ya sabes cómo es el señor Hamilton. Si la hubiera visto, te habría sacado las tripas para hacer ligas. Y no me gustaría verlo con ligas.
Con mi nota de humor traté de encubrir su fracaso. Pero la risa de Alfred había muerto en alguna trinchera de Francia y sus labios sólo pudieron esbozar una mueca.
—Pensaba lustrarlas después —aclaró Alfred.
—Bueno, ya no será necesario.
—No tienes por qué hacerlo —me señaló en tono mesurado.
—¿Hacer qué?
—Controlarme. Seguirme como si fueras mi sombra.
—No lo hago. Sólo estaba colocando las tarjetas de posición y vi la huella en la copa.
—Te dije que lo haría más tarde.
—De acuerdo —repuse serenamente, dejando la copa en su lugar.
Alfred dejó oír un brusco gruñido de satisfacción y sacó un paño del bolsillo.
Yo jugueteaba con las tarjetas, aunque ya estaban prácticamente dispuestas en la mesa, y simulé no mirarlo.
Tenía los hombros encorvados, el derecho rígidamente alzado para mantenerse de espaldas a mí. Me rogaba que lo dejara a solas, pero las malditas campanas de las buenas intenciones sonaban a todo volumen en mis oídos. Tal vez, si consiguiera averiguar, si supiera qué era lo que lo afectaba, podría ayudarlo. ¿Quién mejor que yo? Seguramente el vínculo que se había creado entre nosotros mientras él estaba lejos no era producto de mi imaginación. Él lo había dicho expresamente en sus cartas. Me aclaré la voz para hablar, y comencé a decir suavemente:
—Sé lo que ocurrió ayer.
Él no dio señales de haberme oído. Siguió concentrado en la copa que estaba lustrando.
Repetí en un tono más alto:
—Sé lo que ocurrió ayer. En el salón.
Alfred se detuvo. Se quedó muy quieto, con la copa en la mano. Mis ofensivas palabras quedaron suspendidas entre nosotros como la niebla y me invadió un abrumador deseo de retractarme.
Su voz era mortalmente serena.
—La pequeña señorita te ha ido con el cuento, ¿verdad?
—No.
—Apuesto a que se ha reído de mí.
—Oh, no —me apresuré a decir—. Por el contrario, estaba preocupada por ti. —Tragué saliva y me atreví a decir—: Yo también estoy preocupada por ti.
Alfred me miró fijamente a través del mechón de pelo que le había resbalado mientras lustraba la copa. En su boca se dibujaban minúsculos surcos que expresaban su disgusto.
—¿Preocupada por mí?
Su tono extraño, crispado, me causaba recelo. No obstante, no podía reprimir la urgencia por aclarar las cosas.
—Es sólo que… no es propio de ti dejar caer una bandeja y no mencionarlo. Pensé que tenías miedo de que el señor Hamilton lo descubriera. Pero estoy segura de que él no se disgustaría. Todos cometemos errores en nuestro trabajo.
Alfred me miró y por un instante pensé que se iba a echar a reír. Pero, en cambio, en su rostro apareció un gesto despectivo.
—Niña tonta —espetó—. Crees que me preocupa que unas tartas terminen en el suelo.
—Alfred…
—¿Crees que no sé hacer mi trabajo? ¿Después de haber estado donde estuve?
—No he dicho que…
—Pero es lo que todos pensáis, ¿verdad? Puedo sentir cómo me miráis, me vigiláis, esperando a que cometa un error. Pues bien, podéis dejar de esperar y ahorraros las preocupaciones. No me pasa nada, ¿me oyes? ¡Nada!
Me ardían los ojos. Su tono áspero me había erizado la piel.
—Sólo quería ayudar —susurré.
—¿Ayudar? —Rio amargamente—. ¿Qué te hace creer que puedes ayudarme?
—Bueno, Alfred —alegué tímidamente, tratando de comprender a qué se refería—. Tú y yo… somos… Como dijiste en tus cartas…
—Olvida lo que dije.
—Pero Alfred…
—No te acerques a mí, Grace —declaró fríamente, volviendo a dirigir su atención a las copas—. Nunca te he pedido ayuda. No la necesito y no la quiero. Vamos, sal de aquí y déjame seguir con mi trabajo.
Mis mejillas ardían, por la desilusión, por el recuerdo del enfrentamiento, pero, sobre todo, por la vergüenza. Había creído ver un vínculo donde no existía. Estando a solas, había comenzado a pensar incluso en un futuro junto a Alfred. El cortejo, el casamiento, tal vez incluso nuestra propia familia. Y ahora comprendía que había confundido su nostalgia con un sentimiento más fuerte.
Pasé en la cocina la primera parte de la noche. Si a la señora Townsend le intrigó el origen de mi súbito interés por los detalles de la preparación del faisán, prefirió no preguntar. Lo rocié con mantequilla, lo deshuesé e incluso ayudé con el relleno. Hice todo lo posible para que no me enviaran nuevamente arriba, donde Alfred estaba sirviendo la mesa.
Mi táctica iba por buen camino hasta que el señor Hamilton puso en mis manos una bandeja con la coctelera.
—Pero, señor Hamilton —protesté desconsolada—, estoy ayudando a la señora Townsend con la comida.
A través de las gafas, los ojos del señor Hamilton brillaron ante lo que percibió como una actitud desafiante.
—Y yo te estoy diciendo que lleves los cócteles.
—Pero Alfred…
—Alfred está ocupado en el comedor. Rápido, niña. No hagas esperar al amo.
A pesar de que los invitados eran pocos —seis en total—, el salón, cargado de voces y de un calor inusual, parecía estar lleno. El señor Frederick, ansioso por causar una buena impresión, había insistido en reforzar la calefacción, y el señor Hamilton, para estar a la altura de sus demandas, había alquilado dos estufas de queroseno.
Un perfume de mujer particularmente fuerte se había propagado por la cálida atmósfera y amenazaba con saturar la sala y a sus ocupantes.
Primero distinguí al señor Frederick, vestido con su traje de noche negro. Estaba casi tan apuesto como en su día el mayor, aunque más delgado y menos rígido. De pie junto al escritorio de madera, hablaba con un hombre ufano de cabello entrecano que rodeaba, como una corona, su brillante calva.
El hombre señalaba un jarrón de porcelana.
—Vi uno así en Sotheby’s —afirmaba con acento de burgués del norte de Inglaterra mezclado con algo más—. Idéntico —agregó, y se inclinó hacia él—, vale unos cuantos billetes, amigo.
El señor Frederick dio una respuesta vaga.
—No lo sé, mi bisabuelo lo trajo de la India, desde entonces ha estado ahí.
—¿Has oído, Estella? —gritó Simion Luxton a su pálida esposa, que estaba en el otro extremo de la sala, sentada en el sofá, entre Emmeline y Hannah—. Frederick dice que ha pertenecido a la familia desde hace varias generaciones. Lo usa como pisapapeles.
Estella Luxton le dedicó a su esposo una sonrisa indulgente. Entre ellos había una comunicación silenciosa, establecida a lo largo de años de vida en común. En esa instantánea mirada percibí que su matrimonio perduraba por motivos prácticos. Era una relación simbiótica cuya utilidad había sobrevivido largamente a la pasión.
Habiendo cumplido con su esposo, Estella volvió a prestar atención a Emmeline, en quien había descubierto un miembro entusiasta de la alta sociedad. En tanto el cabello de su esposo era escaso, el de Estella, del color del peltre, lucía un peinado muy vistoso. Estaba recogido en un tirante moño, de forma notablemente norteamericana. Me recordaba una fotografía que el señor Hamilton había puesto en el tablón mural de nuestra sala, un rascacielos de Nueva York rodeado de andamios: elaborado e impresionante, aunque no precisamente atractivo. Emmeline comentó algo que hizo sonreír a Estella y me quedé fascinada por la extraordinaria blancura de sus dientes.
Fui rodeando la sala para dejar la bandeja con los cócteles en el carrito, debajo de la ventana, e hice una reverencia de rutina. El hijo del señor Luxton estaba sentado en el sillón, escuchando a medias mientras Emmeline y Estella conversaban extasiadas sobre la próxima temporada campestre.
Theodore —Teddy, como después nos acostumbramos a llamarlo— era tan atractivo como podían serlo todos los hombres ricos aquella época. La seguridad en sí mismo acrecentaba su figura, creando un halo de encanto e inteligencia, que dotaba a sus ojos de un aire de sagacidad, e inducía a desestimar rápidamente cualquier indicio de inteligencia mediocre.
Tenía el cabello negro, casi tanto como su traje impecablemente planchado, y usaba un distinguido bigote que le daba el aspecto de un actor de cine. Inmediatamente le encontré parecido con Douglas Fairbanks y me ruboricé. Su sonrisa era amplia y franca, sus dientes más blancos que los de su madre. Supuse que el agua de Estados Unidos tendría alguna propiedad que hacía que la dentadura de sus nativos fuera tan blanca como el collar de perlas que, por encima de la cadena de oro de su relicario, rodeaba el cuello de Hannah.
Mientras Estella se dedicaba a hacer una detallada descripción del último baile organizado por lady Hamilton —con un acento metálico que jamás había oído—, la mirada de Teddy comenzó a recorrer la sala. Al advertir que su invitado no tenía con qué entretenerse, el señor Frederick le hizo un nervioso gesto a Hannah, que carraspeó y dijo sin gran entusiasmo:
—Confío en que su viaje haya sido placentero.
—Muy placentero —contestó Teddy con una sonrisa espontánea—. Aunque, sin duda, mis padres darían una respuesta diferente. No toleran el movimiento del barco. Se sintieron indispuestos desde que zarpamos de Nueva York hasta que llegamos a Bristol.
Hannah tomó un sorbo de su cóctel y luego dio otro acartonado ejemplo de diálogo cordial.
—¿Cuánto tiempo se quedarán en Inglaterra?
—Me temo que para mí la visita será breve. La semana próxima parto hacia el continente, con destino a Egipto.
—Egipto —coreó Hannah abriendo los ojos.
—Sí, tengo asuntos que atender allí —comentó Teddy riendo.
—¿Va a visitar las pirámides?
—No en esta ocasión. Estaré unos días en El Cairo y luego iré a Florencia.
—Espantoso lugar —apuntó Simion en voz alta, sentándose en el otro sillón—. Lleno de palomas y extranjeros. Prefiero la vieja Inglaterra.
El señor Hamilton me señaló la copa de Simion, que estaba casi vacía a pesar de que la había llenado poco antes. Me acerqué a él con la coctelera. Mientras llenaba nuevamente su copa podía sentir los ojos de ese hombre clavados en mí.
—Este país proporciona algunos placeres inigualables —comentó inclinándose ligeramente de modo que su cálido brazo me rozó el muslo—. Aunque me he esforzado, no he podido encontrarlos en ningún otro lugar.
Tuve que concentrarme para permanecer inexpresiva y no volcar atropelladamente el líquido. El tiempo se hizo eterno hasta que la copa por fin estuvo llena y pude apartarme. Al rodear el sillón vi que Hannah fruncía el ceño mirando hacia el lugar donde yo había estado.
—Mi esposo adora Inglaterra —comentó Estella con tono inexpresivo.
—Caza, tiro al blanco, golf —prosiguió Simion—. Nadie supera en esas cosas a los ingleses —opinó. Luego bebió un trago de su cóctel y apoyó la espalda en el respaldo del sillón—. Pero creo que lo mejor de todo es su modo de pensar. Hay dos clases de ingleses: los que han nacido para dar órdenes —en ese momento su mirada cruzó la sala y se encontró con la mía— y los que han nacido para cumplirlas.
La expresión de Hannah se endureció.
—Eso asegura que todo funcione correctamente —continuó Simion—. Lamentablemente, no ocurre lo mismo en los Estados Unidos. El chico que limpia zapatos en una esquina tal vez sueña con tener su propia empresa. Y pocas cosas pueden poner tan condenadamente nervioso a un hombre como toda una población de trabajadores con un grado irracional de… —la palabra estuvo rondando por su boca unos instantes hasta que se decidió a pronunciarla— de ambición.
—Inimaginable, un trabajador que tiene la expectativa de que su vida sea algo más que oler los pies de otro hombre —ironizó Hannah.
—Abominable —observó Simion, sin comprender el tono mordaz de Hannah.
—Deberían comprender —la voz de Hannah había subido un semitono— que sólo los afortunados tienen derecho a ambicionar algo.
El señor Frederick lanzó una mirada de advertencia a su hija.
—Si lo hicieran, nos ahorrarían muchas molestias —convino Simion—. No hay más que fijarse en los bolcheviques para comprender cuán peligrosa puede ser esa gente cuando adopta ciertas ideas acerca de su lugar en la sociedad.
—¿Un hombre no debería tratar de progresar? —preguntó Hannah.
Teddy, el hijo del señor Luxton, no dejaba de mirar a Hannah. Una leve sonrisa se dibujaba bajo su bigote.
—Sí, mi padre está de acuerdo en que un hombre debe progresar, ¿verdad, papá? Oí hablar sobre eso cuando era niño.
—Mi abuelo dejó de ser minero gracias a su firme voluntad —declaró Simion—. Y ahora podemos ver en qué se ha convertido la familia Luxton.
—Una transformación admirable —aseveró Hannah, sonriendo irónicamente—, aunque no todos son capaces de conseguirla, ¿verdad, señor Luxton?
—Así es, en efecto.
El señor Frederick, ansioso por salir de las arenas movedizas, carraspeó con impaciencia y miró al señor Hamilton.
El mayordomo asintió imperceptiblemente y se acercó a Hannah.
—La mesa está servida, señorita. —Luego me miró y me hizo una seña para que volviera a la sala de los sirvientes. Al salir oí la voz de Hannah.
—Perfecto, ¿cenamos?
Los platos: crema de guisantes verdes, pescado y faisán, fueron servidos uno tras otro. Myra apareció algunas veces en la sala de los sirvientes para informar sobre el progreso de la velada. Aunque hacía su trabajo a ritmo frenético, la señora Townsend nunca estaba demasiado ocupada como para perderse los últimos detalles acerca de las habilidades de Hannah como anfitriona. Asintió cuando Myra dijo que, si bien la señorita Hannah lo estaba haciendo bien, su estilo no era tan encantador como el de su abuela.
—Por supuesto —afirmó la señora Townsend con la frente perlada de sudor—. Es natural, tratándose de lady Violet. No habría tolerado que sus fiestas no fueran perfectas. La señorita Hannah mejorará con la práctica. Nunca será la anfitriona perfecta, pero sin duda lo hará bien. Lo lleva en la sangre.
—Tal vez tenga razón, señora Townsend —admitió Myra. Luego enderezó el lazo del delantal y bajó la voz—. En tanto no se deje llevar por esas… ideas modernas.
—¿Qué clase de ideas modernas? —pregunté.
—Bueno, siempre fue una niña inteligente —se lamentó la señora Townsend—. Sin duda todos esos libros siembran ideas en la mente de una jovencita.
—¿Qué clase de ideas modernas? —repetí.
—Las olvidará cuando se case. Ten presentes mis palabras —le aseguró la señora Townsend a Myra.
—No me cabe duda de que está en lo cierto, señora Townsend.
—¿Qué clase de ideas modernas? —insistí con impaciencia.
—Algunas jóvenes no saben lo que necesitan hasta que encuentran el esposo adecuado —continuó la señora Townsend.
Ya no pude tolerarlo más.
—La señorita Hannah no va a casarse. Nunca. La oí decirlo. Va a viajar por el mundo, va a llevar una vida aventurera.
Myra carraspeó y la señora Townsend me miró fijamente.
—¿De qué hablas, tonta? —me preguntó la cocinera presionando mi frente con su mano—. Te has vuelto loca, dices cosas sin sentido, como Katie. Por supuesto que la señorita Hannah se casará. Es el objetivo de todas las jóvenes que hacen su presentación en sociedad: casarse pronto y espléndidamente. Más aún, es su deber, ahora que el pobre amo David…
—Myra —llamó el señor Hamilton, que bajaba apresuradamente la escalera—, ¿dónde está ese champán?
Oímos la voz de Katie antes de que su corta figura asomara del cuarto de la nevera aferrando torpemente las botellas entre los brazos y el cuerpo.
—Lo tengo yo, señor Hamilton —declaró, con una gran sonrisa—. Los demás estaban demasiado ocupados discutiendo.
—Bien, rápido, entonces —ordenó el señor Hamilton—. Los invitados del amo están sedientos. —Entonces se acercó a la cocina nos miró acusadoramente—. No es propio de ti distraerte de tus deberes, Myra.
—Aquí las tiene, señor Hamilton —dijo Katie.
—Ve arriba, Myra —ordenó desdeñoso el señor Hamilton—. Añora ya estoy aquí y puedo llevarlas yo mismo.
Myra me miró y subió la escalera.
—En realidad, señora Townsend —advirtió el señor Hamilton—, no debería entretener aquí a Myra. Como bien sabe, esta noche necesitamos que todos estén disponibles. ¿Puedo preguntar cuál era el tema que debían discutir con tanta urgencia?
—Ninguno, señor Hamilton —respondió la señora Townsend, evitando mirarme—. No fue en absoluto una discusión, sino un tema que nos concierne a Myra, a Grace y a mí.
—Estaban hablando de la señorita Hannah —acusó Katie—. Las oí.
—Silencio, Katie —ordenó el señor Hamilton.
—Pero yo…
—¡Katie! —gritó la señora Townsend—. Es suficiente. Y por amor de Dios, deja esas botellas para que el señor Hamilton pueda llevarlas arriba.
Katie puso las botellas en la mesa de la cocina.
El señor Hamilton recordó la tarea que tenía pendiente e interrumpió el interrogatorio para descorchar las botellas. A pesar de su destreza el corcho se empecinaba en permanecer en su lugar, hasta que de pronto… ¡Pum!
El corcho salió disparado, chocó con la lámpara, que explotó y se hizo añicos aterrizando en la salsa de caramelo de la señora Townsend. El champán rociaba la cara del señor Hamilton con triunfal efervescencia.
—¡Katie, eres una inútil! —exclamó la señora Townsend—. Has agitado las botellas.
—Lo siento, señora Townsend —dijo Katie, con la risa nerviosa que la solía acometer cuando estaba en una situación difícil—. Sólo intentaba hacer las cosas rápido, como pidió el señor Hamilton.
—Hay que ir despacio si se tiene prisa, Katie —recomendó el señor Hamilton. El champán que resbalaba por su cara le restaba seriedad a la admonición.
—Venga, señor Hamilton. —La señora Townsend tomó una punta de su delantal para secar la brillante nariz del mayordomo—. Déjeme ayudarlo.
—Señora Townsend —señaló Katie, sin abandonar sus risitas—, le ha dejado la cara llena de harina.
—¡Katie! —vociferó el señor Hamilton, limpiándose la cara con un pañuelo que había aparecido en medio del revuelo—. Eres una tonta. En todos los años que has pasado aquí no has desarrollado una pizca de inteligencia. A veces me pregunto por qué seguimos tolerando que…
Antes de distinguir su figura oí la ronca y agitada respiración de Alfred, por encima de la reprimenda del señor Hamilton, el alboroto de la señora Townsend y las excusas de Katie. Aunque después me contó que había bajado para averiguar por qué el señor Hamilton se demoraba, en ese momento estaba al pie de la escalera, tan quieto y pálido como una estatua de mármol o un fantasma.
Cuando nuestras miradas se cruzaron el hechizo se rompió. Él giró sobre sus talones y desapareció en el pasillo. Oímos sus pasos sobre la piedra, atravesando la puerta trasera para perderse en la oscuridad.
Todos permanecimos atentos y en silencio. El señor Hamilton hizo un movimiento. Tal vez consideró la posibilidad de seguirlo, pero el deber era su único amo. Volvió a limpiarse la cara con el pañuelo y nos miró con los labios apretados, que dibujaban una fina línea de resignado cumplimiento del deber.
Cuando me disponía a salir para buscar a Alfred, el señor Hamilton anunció:
—Grace, ponte tu mejor delantal. Te necesitamos arriba.
En el comedor, me situé entre el chiffonier y el sillón Luis XIV. En la pared contraria Myra levantó las cejas. No tenía manera de contarle todo lo sucedido abajo —no sabía siquiera si era posible explicarlo—, por lo que me limité a alzar levemente los hombros y luego miré hacia otro lado. Me preguntaba dónde estaría Alfred y si alguna vez volvería a ser el mismo de antes.
Los comensales estaban terminando el plato de faisán y el aire se estremecía con el amable tintineo de los cubiertos sobre la porcelana china.
—En fin —sentenció Estella—, esto estaba… —hizo una pausa apenas perceptible— sencillamente delicioso.
Miré su perfil, los movimientos de su mandíbula mientras pronunciaba cada palabra, exprimiendo toda la vitalidad que contenían antes de dejar que salieran por sus generosos labios carmesí. Recuerdo particularmente sus labios, porque sólo ella los tenía pintados. Emmeline jamás dejaría de lamentar que el señor Frederick tuviera ideas tan definidas acerca del maquillaje y de las mujeres que lo llevaban.
Estella apartó a un lado los restos de faisán, apoyó los cubiertos en el plato y se limpió la boca en la blanca servilleta de lino dejando restos de lápiz labial, que después yo tendría que lavar.
—Unos sabores tan inusuales… —señaló sonriente al señor Frederick—. Seguramente no debe de ser sencillo lograrlo en épocas de escasez.
Myra alzó las cejas. Era casi inimaginable que un invitado emitiera un juicio explícito sobre la comida. De hecho, hacer abiertamente ese tipo de comentarios era algo rayano en la descortesía. Podían interpretarse fácilmente como evidencia de desconcierto o, peor aún, de alivio. Deberíamos ser cautelosas al contárselo a la señora Townsend.
El señor Frederick, tan asombrado como nosotras, pronunció un encendido discurso sobre la insuperable habilidad de la señora Townsend para cocinar aun en esas condiciones, durante el cual Estella aprovechó para examinar el comedor. En primer lugar su mirada se entretuvo en las molduras que adornaban las paredes y el techo, continuando por el friso de William Morris, antes de posarse, por fin, en el escudo de los Ashbury. Parecía estar haciendo inventario, mientras en su mejilla se percibían los rápidos movimientos de la lengua, que trataba de soltarse un trozo de comida atrapado entre sus resplandecientes dientes.
La conversación trivial propia de las reuniones sociales no era el fuerte del señor Frederick. Sus comentarios, a poco de comenzar, se convirtieron en una isla desierta de donde no parecía posible escapar. Empezó a titubear. Dirigió la mirada hacia sus contertulios, pero Estella, Simion, Teddy y Emmeline habían encontrado su propio modo de entretenerse. Casi se había resignado a su destino cuando encontró un aliado en Hannah. Intercambiaron miradas y, mientras su metódica descripción de las tortas sin manteca de la señora Townsend llegaba al final, ella se aclaró la voz.
—Señora Luxton, usted mencionó antes a su hija. ¿No los ha acompañado en este viaje?
—No —respondió rápidamente Estella, volviendo a prestar atención a lo que ocurría en la mesa.
Simion levantó la vista de su plato de faisán y gruñó.
—Hace tiempo que Deborah no nos acompaña. Tiene responsabilidades en casa. Cuestiones de trabajo —indicó con tono inquietante.
En Hannah resurgió un genuino interés.
—¿Ella trabaja?
—En algo relacionado con la publicidad —explicó Simion tragando un enorme bocado de faisán—. No estoy al tanto de los detalles.
—Deborah es columnista de modas de Women’s Style —informó Estella—. Todos los meses escribe un artículo.
—Ridículo. —El cuerpo de Simion se estremeció y tuvo un acceso de hipo que terminó en un eructo—. Tonterías sobre zapatos, vestidos y otras extravagancias.
—Pero, papá —intervino Teddy con una leve sonrisa—, la columna de Debbie es muy popular. Ejerce una gran influencia en la manera de vestir de las damas de la alta sociedad de Nueva York.
—¡Uff! Tiene suerte de que sus hijas no le den esos disgustos, Frederick. —Simion apartó su plato manchado de salsa—. Trabajar, qué ocurrencia. Las jóvenes inglesas son mucho más sensatas.
Era la oportunidad perfecta y Hannah lo sabía. Contuve el aliento. Me preguntaba si sus ansias de aventura vencerían. Deseaba que no, que atendiera al ruego de Emmeline y se quedara en Riverton. Ya tenía bastante con Alfred, no era capaz siquiera de pensar que Hannah también pudiera desaparecer.
Ella y su hermana intercambiaron una mirada y, antes de que Hannah tuviera oportunidad de hablar, Emmeline —con la voz clara y cantarina con que se instruía a las jóvenes para conversar con invitados— se apresuró a decir:
—Yo jamás lo haría. Trabajar es poco respetable, ¿verdad, papá?
—Estaría dispuesto a arrancarme el corazón antes de ver a alguna de mis hijas trabajando —respondió el señor Frederick con toda naturalidad.
Hannah apretó los labios.
—Mi corazón estuvo a punto de romperse —reconoció Simion. Luego miró a Emmeline—. Cuánto desearía que mi Deborah pensara como usted.
Emmeline sonrió. En su rostro floreció precozmente una belleza madura que casi me avergonzaba observar.
—Bueno, Simion —lo aplacó Estella—, sabes que Deborah no habría aceptado ese trabajo sin tu autorización —afirmó y luego le dedicó una exagerada sonrisa a los demás—. Jamás podría decirle que no a su hija.
Simion bufó, pero no la contradijo.
—Mamá tiene razón, papá —intercedió entonces Teddy—. Hacer algún trabajo es lo que se estila entre la gente bien de Nueva York. Deborah es joven y aún no está casada. Ya sentará la cabeza a su debido tiempo.
—Habría preferido la corrección en lugar de elegancia. Pero así es la sociedad moderna. Todos quieren ser considerados gente refinada. Es culpa de la guerra. —Nadie más que yo pudo ver que Simion deslizó sus dedos debajo de la cintura de sus ajustados pantalones, para proveer a su estómago de un espacio que le permitiera respirar—. Mi único consuelo es que gana mucho dinero —señaló, y al recordar su tema favorito, sonrió—. Frederick, ¿qué piensa de las penalidades que, según se dice, le impondrán a la pobre Alemania?
Mientras la conversación seguía su curso, Emmeline miró discretamente a Hannah, que mantenía el mentón erguido, y seguía el diálogo con la vista. Su rostro era un modelo de serenidad. Me preguntaba si finalmente se atrevería a hablar. Tal vez había cambiado de idea después de la intervención de Emmeline. Tal vez fue producto de mi imaginación su leve estremecimiento cuando la oportunidad desapareció como si súbitamente se la tragara la chimenea.
—Me dan un poco de pena los alemanes —afirmó Simion—. Entre ellos hay mucha gente admirable. Son excelentes empleados, ¿no es así, Frederick?
—En mi fábrica no tengo empleados alemanes —aseguró Frederick.
—Ése es su primer error. No encontrará una raza más aplicada en el trabajo. Carecen de sentido del humor, sin duda, pero son meticulosos.
—Yo estoy satisfecho con mis empleados ingleses.
—Su nacionalismo es admirable, Frederick. Pero no le hará prevalecer a expensas de la empresa, ¿verdad?
—A mi hijo lo mató un proyectil alemán —declaró el señor Frederick, apoyando los dedos separados y tensos en el borde de la mesa.
La observación hizo desaparecer toda su afabilidad.
El señor Hamilton advirtió mi expresión y nos hizo una seña a Myra y a mí para que interrumpiéramos la tensión recogiendo los platos. Habíamos recorrido la mitad de la mesa cuando Teddy carraspeó y dijo:
—Nuestras más profundas condolencias, lord Ashbury. Nos han contado lo que le sucedió a su hijo David. En el White aseguran que era un buen hombre.
—Un chico.
—¿Qué?
—Mi hijo era un chico.
—Desde luego —corrigió Teddy—, un buen chico.
Estella alargó una mano regordeta por encima de la mesa y la posó lánguidamente en la muñeca del señor Frederick.
—No sé cómo ha podido soportarlo, Frederick. No me atrevo a pensar qué haría si perdiera a mi Teddy. Todos los días agradezco que haya decidido librar la guerra desde casa, junto a sus amigos políticos.
Estella, con expresión desvalida, miraba alternativamente a su anfitrión y a su esposo, quien tuvo el decoro de mostrarse algo turbado.
—Estamos en deuda con ellos —declaró Simion—. Jóvenes como su David estuvieron dispuestos a cualquier sacrificio. Nos corresponde a nosotros probar que no han muerto en vano, debemos prosperar en los negocios y devolver a este gran país el lugar que merece.
Los claros ojos del señor Frederick miraron fijamente a Simion. Por primera vez percibí que parpadeaba con disgusto.
—En efecto, así es.
Dejé los platos en el montacargas y tiré de la cuerda para enviarlos abajo. Luego me incliné hacia el hueco, tratando de escuchar si la voz de Alfred estaba entre los lejanos ecos que llegaban desde la cocina. Deseaba que ya estuviera de regreso del lugar al que había huido tan velozmente. Oí el ruido de los platos, la voz zumbona de Katie y la reprimenda de la señora Townsend. Por fin, con una sacudida, las cuerdas comenzaron a moverse y el montacargas regresó cargado con frutas, natillas y sirope de caramelo.
La conversación seguía girando en torno a los negocios. Yo estaba asombrada. Según decía Myra, no se debía hablar de negocios en la mesa. Era un tema reservado a los hombres, que podían abordarlo después de la cena. No obstante, Simion no estaba dispuesto a dejar de lado un asunto que le interesaba.
—Con los tiempos que corren, los negocios deben pensarse a gran escala —opinó, irguiéndose con autoridad—. Cuanto más se produce, más sencillo es seguir aumentando la producción.
El señor Frederick asintió. La incomodidad que le causaba transgredir las convenciones era eclipsada rápidamente por el interés que habitualmente le despertaba hablar de su fábrica.
—Tengo algunos buenos obreros. Verdaderamente buenos. Si capacitamos a los demás…
—Es una pérdida de tiempo y de dinero —afirmó Simion y su palma golpeó la mesa con una vehemencia que me hizo saltar. Estuve a punto de derramar el caramelo que le estaba sirviendo—. ¡Mecanización! Ésa es la solución del futuro.
—¿Líneas de montaje?
Simion guiñó el ojo.
—Imprimen velocidad a los hombres más lentos, evidenciando incluso a los más veloces.
—Me temo que no tengo ventas suficientes para mantener en funcionamiento las líneas de montaje —admitió el señor Frederick—. No hay en Gran Bretaña tantas personas que puedan pagar mis automóviles.
—Precisamente a eso me refiero —aseveró Simion. El entusiasmo y el licor mezclados le daban a su cara un brillo carmesí—. El montaje en cadena permite bajar los precios. Venderá más.
—Las líneas de montaje no harán bajar el coste de las piezas.
—Use otras.
—Uso las mejores.
El señor Luxton fue presa de un ataque de risa del que aparentemente jamás podría recuperarse.
—Me cae bien, Frederick —dijo por fin—. Es un idealista. Un perfeccionista. —El adjetivo fue pronunciado con la exultante satisfacción de un extranjero que ha recordado correctamente una palabra poco común. Luego apoyó los codos en la mesa, apuntó con un grueso dedo a su anfitrión y preguntó con seriedad—: Pero, Frederick, ¿quiere hacer automóviles o dinero?
El señor Frederick parpadeó.
—No lo sé, yo…
—Creo que mi padre está sugiriendo que debe elegir —acotó mesuradamente Teddy que hasta entonces había seguido el diálogo con cierta reserva, pero en ese momento, casi disculpándose, había decidido intervenir—. Hay dos mercados para sus automóviles. El de los pocos compradores exigentes que pueden pagar lo mejor…
—O la franja en expansión de los consumidores de la clase media con aspiraciones —interrumpió Simion—. Es su fábrica y su decisión. Nosotros sólo tenemos una participación minoritaria —explicó. Luego se apoyó en el respaldo de la silla, se desabrochó un botón de la chaqueta y espiró complacido—. Pero usted sabe a qué mercado me dirijo.
—La clase media —coreó el señor Frederick, frunciendo levemente el ceño, como si por primera vez comprendiera que esa clase existía más allá de los tratados de teoría social.
—La clase media —repitió Simion—. Hasta ahora no ha sido explotada y sus filas se están engrosando. Si no encontramos el modo de llevarnos su dinero, ellos encontrarán el modo de llevarse el nuestro —afirmó y meneó la cabeza—. Como si los obreros no causaran suficientes problemas.
Frederick frunció el ceño, dubitativo.
—Sindicatos —gruñó Simion—. Asesinos de empresas. No descansarán hasta que se hayan apropiado de los medios de producción y nos dejen fuera de combate. Especialmente a las pequeñas empresas como la suya.
—Mi padre ha ilustrado muy vívidamente la situación —comentó Teddy con sonrisa insegura.
—Es así como veo las cosas —aseguró Simion.
—¿Y usted? —preguntó Frederick a Teddy—. ¿También ve una amenaza en los sindicatos?
—Creo que pueden adaptarse.
—Tonterías —opinó Simion, saboreando un sorbo de vino dulce—. Teddy es un moderado —señaló con desdén—. Estella y yo no logramos entender de quién ha podido heredar eso.
—Papá, por favor, soy un conservador.
—Con ideas utópicas.
—Simplemente propongo que escuchemos a las dos partes.
—A su debido tiempo comprenderá —declaró Simion meneando la cabeza—. Una vez que le muerdan la mano aquéllos a los que ha alimentado como un tonto —aseguró. Luego se quitó las gafas y siguió con su lección—. Creo que no comprende cuán vulnerable sería, Frederick, si ocurriera algo imprevisto. El otro día conversaba con Ford, con Henry Ford… —En ese punto Simion hizo una pausa, ignoro si por motivos éticos o retóricos—. No debería divulgarlo —agregó, haciéndome una seña para que le acercara un cenicero—, tan sólo diré que en las actuales circunstancias debe orientar su empresa hacia la rentabilidad. Y cuanto antes. —El empresario parpadeó—. Sé lo que me va a decir. Que no quiere venderme un porcentaje mayor, pero si las cosas siguieran el rumbo que han tomado en Rusia, y hay ciertos indicios de que es posible, sólo un gran margen de ganancia puede protegerlo. —El señor Luxton tomó un cigarro de la caja de plata que le ofrecía el señor Hamilton—. Y usted debe estar protegido, ¿verdad? Usted y sus encantadoras hijas. ¿Quién si no cuidará de ellas? —preguntó, sonriendo a Hannah y Emmeline—. Por no mencionar esta gran mansión. ¿Desde cuándo dijo que pertenece a su familia? —inquirió como si la pregunta fuera resultado de una súbita curiosidad.
—No lo he dicho. —En la voz del señor Frederick se advirtió un matiz de recelo que trató de disipar rápidamente—. Trescientos años.
—Y bien —intervino Estella con voz arrulladora—. ¿Acaso eso no significa algo? Yo adoro la historia de Inglaterra. Las familias antiguas, como la suya, son fascinantes. Uno de mis pasatiempos favoritos es leer sobre ellas.
Fascinantes. Como una pintura, pensé. O un libro antiguo. Valiosas por su singularidad, pero sin utilidad real.
—Tal vez nosotras podríamos retirarnos al salón mientras los hombres siguen conversando de negocios —sugirió Estella—. Me encantaría escuchar la historia de los Ashbury.
Hannah fingió una expresión de amable aceptación, pero pude percibir su ansiedad. Estaba a merced del enemigo. Deseaba quedarse allí y oír más, pero sabía que su deber de anfitriona era retirarse con las damas al salón y esperar a los hombres.
—Sí, por supuesto —contestó—. Aunque me temo que no podremos contarle mucho más de lo que pueda encontrar en las genealogías que publica Debrett.
Los hombres se pusieron en pie. Simion tomó la mano de Hannah y Frederick ayudó a Estella. Simion recorrió el rostro y la joven figura de Hannah, sin poder ocultar su aprobación. Besó el dorso de su mano con los labios húmedos. Ella disimuló su disgusto. Luego siguió a Estella y Emmeline, que se dirigían a la puerta, y cuando estaba a punto de salir me miró de reojo. La fachada que había construido se desvaneció súbitamente cuando me sacó la lengua y puso los ojos en blanco antes de desaparecer hacia la sala.
Cuando los hombres volvieron a sentarse y reanudaron su conversación de negocios, el señor Hamilton apareció detrás de mí.
—Puedes irte, Grace —susurró—. Myra y yo terminaremos con esto. —Luego añadió mirándome—: Y busca a Alfred. No podemos permitir que uno de los invitados del amo se asome a la ventana y descubra a uno de los sirvientes paseando por el jardín.
Desde el rellano de piedra que conducía a la escalera trasera, escudriñé en la oscuridad. La luna bañaba de reflejos plateados la hierba, transformando los rosales silvestres de la pérgola en terroríficos esqueletos.
Los diseminados rosales, gloriosos durante el día, parecían un torpe grupo de ancianas huesudas y solitarias.
Por fin, en el último peldaño de la escalera distinguí una sombra que no era proyectada por ninguna de las plantas del jardín.
Me armé de valor y me deslicé en la oscuridad. A cada paso el aire se volvía más frío y desapacible. Llegué al último escalón y me detuve junto a él, pero Alfred no dio señal alguna de advertir mi presencia.
—Me envía el señor Hamilton —anuncié con cautela—. No pienses que te estoy siguiendo.
No obtuve respuesta.
—Y no me ignores. Si quieres que me vaya dímelo y lo haré.
Alfred siguió mirando los espigados árboles del Camino Largo.
—¡Alfred! —Mi voz quebró el frío.
—Todos pensáis que soy el mismo Alfred que se fue de aquí —declaró suavemente—. Las personas parecen reconocerme, por lo que mi aspecto físico debe de ser casi el mismo. Pero en muchos otros aspectos soy diferente, Grace.
Sus palabras me desconcertaron. Me había preparado para otro ataque, para que volviera a pedirme que lo dejara en paz. Su voz se convirtió en un susurro y tuve que acercarme más para oírlo. Le temblaba el labio inferior; no supe precisar si a causa del frío.
—Los veo, Grace, durante el día no es tan grave, pero por la noche, los veo y los oigo. En el salón, en la cocina, en las calles del pueblo. Dicen mi nombre. Pero cuando me vuelvo para mirarlos… no están… todos están…
Habría deseado saber quiénes eran «ellos», pero no se me ocurrió cómo preguntarlo. Me senté. La gélida noche había transformado la piedra de los escalones en hielo. Bajo la falda y los calzones mis piernas se entumecieron.
—Hace mucho frío —indiqué—. Vamos adentro y te prepararé una taza de chocolate.
Él no dio señales de oírme y continuó mirando la oscuridad.
—¿Alfred?
Rocé su mano con la yema de los dedos e impulsivamente los apoyé sobre los suyos.
—No. —Alfred retrocedió, sorprendido. Yo crucé las manos sobre el regazo. Mis mejillas ardían como si me hubiera abofeteado—. No lo hagas.
Alfred apretó los párpados. Yo observé su cara, preguntándome qué habían visto esos ojos cerrados para tener que ocultarse tan frenéticamente bajo los párpados blanqueados por la luna.
Entonces me miró y contuve el aliento. Tal vez fuera un efecto nocturno, pero sus ojos —pozos oscuros y profundos— me parecieron vacíos. Me miraba sin ver, como si buscara algo, tal vez la respuesta a una pregunta no formulada. Cuando habló su voz sonó suave.
—Pensaba que a mi regreso… —La frase inconclusa quedó flotando en la noche—. Tenía tantos deseos de verte… Los doctores dijeron que si me mantenía ocupado.
De su garganta salió un ruido seco, un chasquido. La coraza que protegía su cara se desmoronó, arrugándose como una bolsa de papel, y comenzó a llorar. Se cubrió la cara con ambas manos tratando inútilmente de ocultarse.
—No, no… No me mires, por favor, Grace, por favor… Soy un cobarde.
—No eres un cobarde —declaré con firmeza.
—¿Por qué entonces no consigo quitármelo de la cabeza? Es lo único que quiero —gritó y comenzó a pegarse en las sienes con una ferocidad que me alarmó.
—¡Basta, Alfred!
Traté de sujetarle las manos pero no pude apartarlas de su cara. Aguardé, mientras su cuerpo se estremecía, maldiciendo mi ineptitud. Por fin pareció calmarse un poco.
—Dime qué es lo que ves —le pedí.
Él me miró pero no dijo nada. Y por un instante vislumbré lo que él percibía en mí. Entre su experiencia y la mía había un abismo. Supe que no me contaría nada de lo que había visto. De algún modo comprendí que ciertas imágenes, ciertos sonidos, no pueden ser compartidos, y no pueden ser olvidados. Perduran en la conciencia hasta que, poco a poco, se retiran a los pliegues más profundos de la memoria, cayendo temporalmente en el olvido.
En consecuencia, no volví a preguntar. Puse mi mano en su mejilla y suavemente guie su cabeza hacia mi hombro. Me quedé muy quieta mientras su cuerpo se estremecía contra el mío.
Y así, juntos, permanecimos sentados en la escalera.