Nuevo
—Dinero fresco —declaró la señora Townsend dirigiéndonos una mirada cómplice a Myra, al señor Hamilton, y por último a mí. Estaba inclinada sobre la mesa de pino venciendo la resistencia de una bola de masa con su rodillo de mármol. Se detuvo y se secó la frente, dejando una estela de harina sobre sus cejas—. Los norteamericanos son expertos en hacer eso —sentenció, con un tono neutro.
—Sí, señora Townsend —aseveró el señor Hamilton, observando el salero y el pimentero de plata que debían ser lustrados—, pero aunque es cierto que la señora Luxton es miembro de la familia Stevenson de Nueva York, creo que estará de acuerdo conmigo en que el señor Luxton es tan inglés como usted o yo. Según The Times, es del norte del país. —El señor Hamilton miró a la cocinera por encima de la media montura de sus gafas—. Un hombre que se ha hecho a sí mismo.
—Hecho a sí mismo, no me cabe duda —resopló la señora Townsend—. Y supongo que su casamiento con una joven de familia rica no ha tenido nada que ver, claro.
—Si bien el señor Luxton se casó con la heredera de una familia adinerada —respondió remilgadamente el señor Hamilton—, ciertamente ha hecho su parte para acrecentar su fortuna. Nadie puede negar que es un empresario brillante. Son pocas las ramas de la industria que no haya abarcado: textil, manufacturas, productos farmacéuticos. Especialmente desde la guerra.
—No me importa que sea dueño de media Inglaterra —protestó la señora Townsend—. Eso no cambia el hecho de que sea un nuevo rico —advirtió, señalándonos sucesivamente con el rodillo—. Un nuevo rico que anda a la caza de aristócratas.
—Al menos ellos tienen dinero —replicó Myra—. Creo que por aquí agradeceremos el cambio.
El señor Hamilton se irguió y me dirigió una mirada adusta, aun cuando no había sido yo quien pronunció la frase. Durante la guerra, Myra había pasado la mayor parte del tiempo trabajando fuera de casa y eso la había cambiado. Seguía tan eficiente como siempre, pero cuando nos sentábamos en torno a la mesa de los sirvientes y hablábamos de nuestro mundo, ella expresaba su crítica, era más propensa a cuestionar el modo en que se hacían las cosas. Yo, por el contrario, aún no había sido corrompida por fuerzas externas. Y como buen pastor, el señor Hamilton había decidido que era mejor renunciar a una oveja descarriada que descuidar el rebaño. Por lo tanto, no me quitaba los ojos de encima.
—Me sorprendes, Myra —objetó, mirándome—, sabes que los negocios del amo no son asunto nuestro.
—Lo siento, señor Hamilton —contestó Myra, aunque en su voz no había indicios de arrepentimiento—. Todo lo que sé es que desde que el señor Frederick heredó Riverton ha estado clausurando salones sin cesar. Por no hablar de que ha vendido todos los muebles del ala oeste. El escritorio de caoba, la cama danesa con dosel de lady Ashbury. Dudley dice que pronto venderá los caballos —agregó echándome un vistazo por encima del paño que usaba para lustrar.
—Su Señoría es, sencillamente, prudente —afirmó el señor Hamilton, dirigiéndose a Myra para fundamentar su defensa—. Las habitaciones del ala oeste fueron clausuradas porque tú estabas ocupada con el trabajo en la estación y Alfred en el extranjero. Era demasiado trabajo para que la joven Grace pudiera hacerlo sin ayuda. En cuanto a los caballos, ¿para qué los necesita, si tiene sus excelentes automóviles?
Las preguntas quedaron flotando en la fría atmósfera invernal. El mayordomo se quitó las gafas, buscó un paño y las limpió con gesto triunfal. Luego volvió a ponérselas y prosiguió.
—Para tu información, los establos serán convertidos en unas flamantes cocheras. Las más grandes de todo Essex.
Myra no se sorprendió.
—Sin embargo —apuntó en voz más baja— en el pueblo hay rumores…
—Infundados.
—¿Qué clase de rumores? —preguntó la señora Townsend, mientras sus generosos pechos se balanceaban con cada movimiento de su rodillo—. ¿Acerca de los negocios del amo?
Vimos sombras que se movían en la escalera. Apareció ante nosotros una mujer delgada de mediana edad.
—Señorita Starling… —balbuceó el señor Hamilton—. No la había visto. Venga, Grace le preparará una taza de té —y me miró, con la boca tan prieta como un monedero—. Una taza de té para la señorita Starling, Grace —ordenó, dirigiéndose a la cocina.
La señorita Starling carraspeó antes de salir del descansillo de la escalera y dirigirse de puntillas con una pequeña máquina de escribir bajo su pecoso brazo hasta la silla más cercana.
Lucy Starling era la secretaria del señor Frederick. En un principio había sido contratada para la fábrica de Ipswich. Cuando la guerra terminó y la familia se estableció de forma permanente en Riverton, ella comenzó a acudir dos veces por semana a la finca para trabajar en el estudio del señor Frederick. Su aspecto era totalmente anodino. Cabello castaño claro oculto bajo un modesto sombrero de paja, falda de colores sobrios, marrón o verde oliva, una sencilla blusa blanca. Su único adorno, un pequeño camafeo blanco, parecía resaltar su vulgaridad dejando tristemente a la vista el sencillo pasador de plata.
Había perdido a su novio en el Saliente de Ypres y su duelo no era más digno de mención que su vestimenta. Su dolor, por excesivamente razonable, no despertaba sentimientos de solidaridad. Myra, que sabía de esas cosas, dijo que era una verdadera lástima que hubiera perdido a un hombre que estaba dispuesto a casarse con ella, porque un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, y con su aspecto y su edad, lo más probable era que terminara sus días como una solterona. Más aún, agregó sabiamente, teníamos que estar especialmente atentos a que no faltara nada arriba, dado que era probable que a la señorita Starling el futuro le resultara indiferente.
Myra no era la única que sospechaba de la señorita Starling. La llegada de esa mujer silenciosa, apocada y, sin duda, escrupulosa creó entre el servicio un revuelo que ahora resultaría inimaginable.
Su actitud nos desorientaba. No era correcto, según decía la señora Townsend, que una jovencita de la clase media se tomara ciertas libertades en la casa, como sentarse en el estudio del amo, y que anduviera por ahí con una actitud engreída que no condecía con su posición. Y aunque con su débil y pálido cabello castaño, sus vestidos hechos en casa y su tímida sonrisa dudosamente podía acusarse a la señorita Starling de ser engreída, yo comprendía la incomodidad de la señora Townsend. Los límites entre los de arriba y los de abajo, que habían estado claramente delineados, habían comenzado a desdibujarse con la llegada de la señorita Starling. Porque si bien no podíamos considerarla una de Ellos, tampoco era una de los Nuestros.
Esa tarde, con su presencia en la sala de los sirvientes las mejillas del señor Hamilton se convirtieron en cerezas y sus dedos comenzaron a pasearse nerviosamente por la solapa. La singular posición de la señorita Starling desconcertaba particularmente al señor Hamilton, que veía en la pobre y fiable mecanógrafa un adversario. Si bien en calidad de mayordomo era el jefe de los sirvientes, responsable de supervisar el funcionamiento de toda la casa, una secretaria personal tenía acceso a los flamantes secretos de los negocios de la familia.
El señor Hamilton sacó su reloj de oro del bolsillo y ampulosamente comparó la hora con la que marcaba el reloj de pared. Estaba inmensamente orgulloso de ese reloj, un regalo del difunto lord Ashbury que lograba devolverle la serenidad y lo ayudaba a conservar su autoridad en momentos de tensión o incomodidad. Luego recorrió su esfera con su pulgar pálido y firme y por fin preguntó:
—¿Dónde está Alfred?
—Poniendo la mesa, señor Hamilton —respondí, aliviada. El tenso silencio finalmente se había evaporado.
—¿Todavía? —El señor Hamilton cerró bruscamente el reloj, complacido al ver que su agitación podía centrarse en algo concreto—. Ha pasado casi un cuarto de hora desde que lo envié con las copas de brandy. Me gustaría saber qué le han estado enseñando a ese chico en el ejército. Desde su regreso ha estado tan errático como una pluma.
Me estremecí como si la crítica se hubiera dirigido a mí.
—Suele sucederle a los que vuelven. Algunos de los que llegan a la estación tienen un aspecto muy extraño —comentó Myra, dejando de lustrar las copas de vino mientras buscaba las palabras adecuadas—. Parecen nerviosos y un poco irritables.
—En efecto —asintió la señora Townsend, meneando la cabeza—. Necesita alimentarse bien. Creo que tú estarías igual si hubieras sobrevivido con las raciones del ejército, comida enlatada y carne en conserva.
La señorita Starling se aclaró la voz y comentó con cuidada dicción:
—Lo llaman trauma de guerra, según creo. —Miró tímidamente a su alrededor, mientras nosotros permanecíamos en silencio—. Al menos eso es lo que he leído. Afecta a muchos hombres. Tal vez Alfred esté entre ellos.
Mi mano resbaló y las hojas de té negro cayeron sobre la mesa de pino de la cocina.
La señora Townsend dejó su rodillo y se remangó los puños enharinados. Tenía las mejillas encendidas.
—Escúcheme —espetó, con una autoridad que sólo detentan las madres y los policías—. No toleraré que esas palabras se pronuncien en mi cocina. Alfred no tiene ningún problema que mis comidas no puedan solucionar.
—Por supuesto que no, señora Townsend —corroboré, echando un vistazo a la señorita Starling—. Alfred estará como nuevo en cuanto haya comido alguno de sus excelentes platos.
—Después de los submarinos alemanes y el racionamiento, mis cenas ya no pueden compararse con las de antes, es cierto —alegó la señora Townsend mirando a la secretaria. Y añadió con voz trémula—: Pero sé bien lo que le gusta al joven Alfred.
—Por supuesto —aseveró la señorita Starling, mientras sus mejillas empalidecían, y se destacaban sus pecas—. No quise sugerir… —Sin encontrar las palabras apropiadas, su boca siguió gesticulando, hasta que los labios dibujaron una leve sonrisa—. Sin duda usted conoce mejor a Alfred.
La señora Townsend asintió suavemente, enfatizando su actitud con un nuevo ataque a la masa del pastel. La cargada atmósfera se aligeró un poco y el señor Hamilton se dirigió a mí. La tensión de la tarde se reflejaba en su rostro.
—Termina con eso, niña —ordenó cansinamente—. Y luego puedes ir a ayudar arriba. Las jóvenes tienen que vestirse para la cena. Pero no te entretengas demasiado. Todavía hay que colocar las tarjetas de posición y los arreglos florales en la mesa.
Cuando, al finalizar la guerra, el señor Frederick y sus hijas se establecieron permanentemente en Riverton, Hannah y Emmeline eligieron nuevas habitaciones en el ala este. Habían dejado de ser huéspedes y esa actitud, subrayó Myra, era tan sólo un paso necesario para reafirmar su condición de residentes. Desde la habitación de Emmeline se veía el jardín que estaba al frente de la casa, con la fuente de Eros y Psique, mientras que Hannah prefirió la más pequeña, que tenía vistas a la rosaleda, y más allá, al lago. Las dos habitaciones estaban comunicadas por una pequeña sala de estar, a la que siempre se había denominado «sala borgoña», aunque nunca pude explicarme el motivo, dado que las paredes lucían un pálido color azul y las cortinas, un diseño floral de Sanderson de tonos azules y rosados.
La habitación no daba muestra alguna de tener nuevos habitantes. Por el contrario, conservaba el sello característico del antiguo morador que había supervisado su decoración. Estaba cómodamente equipada con una chaise longue rosácea debajo de una ventana y un escritorio de cedro debajo de la otra. Junto a la puerta del vestíbulo, un sillón señorial tapizado con otro diseño Sanderson de color azul. Sobre una pequeña mesa de cedro, como si sus tímidos pétalos rojos no se atrevieran a abrirse por completo, se veía la única innovación del lugar: un gramófono, que por su misma novedad parecía sonrojar a los recatados muebles antiguos.
Mientras avanzaba por el sombrío pasillo, los nostálgicos compases de una canción que me resultaba familiar se filtraban por la rendija de la puerta cerrada, mezclándose con el aire añejo y frío que rozaba los zócalos. «Si fueras la única mujer del mundo, y yo el único hombre…».
Era la canción favorita de Emmeline, la que se oía sin cesar desde que llegara de Londres. En las dependencias de los sirvientes todos la cantábamos. Incluso habíamos oído al señor Hamilton silbándola en su despacho.
Llamé a la puerta, entré, crucé la alfombra que alguna vez fuera digna de elogio y me ocupé de ordenar la pila de sedas y satenes amontonados sobre el sillón. Me gustaba esa tarea. Sin embargo, aun cuando había añorado que las chicas regresaran, tras los dos años de ausencia la familiaridad que antes había sentido al servirlas se había evaporado. Una silenciosa revolución había tenido lugar: las dos niñas con delantales y trajes de paseo demasiado pequeños habían sido reemplazadas por dos jovencitas. Volví a actuar con timidez frente a ellas.
Y había algo más, algo vago e irritante. Donde antes había tres, sólo quedaban dos. La muerte de David había deshecho el triángulo abriendo una grieta invisible. Dos puntos son inestables. Sin un ancla, nada puede evitar que vayan en direcciones opuestas. Si están unidos por una cuerda, finalmente ésta se cortará y los extremos se separarán. Si es elástica, seguirán alejándose, más y más, hasta que la cuerda llegue al límite de su tensión y las impulse de vuelta al lugar de partida con tal velocidad que no podrán evitar un choque devastador.
Hannah estaba tendida en la chaise longue con un libro en la mano y el ceño ligeramente fruncido. Con la mano libre se cubría la oreja, en un vano intento de protegerse de la ruidosa efervescencia del disco.
El libro era Retrato del artista adolescente, el último de James Joyce. Leí el título en el lomo, aunque no me estaba permitido. Hannah estaba cautivada con su lectura desde que llegaron.
Emmeline, de pie en el centro de la habitación, se miraba en un espejo de cuerpo entero que habían traído de otro dormitorio. Sostenía por la cintura un vestido que hasta entonces no le había visto, de tafetán rosado con volantes en el bajo. Supuse que era otro de los regalos de su abuela, comprado con la firme convicción de que, dada la escasez de candidatos para el casamiento, no había que desperdiciar ninguna oportunidad.
El último resplandor de sol invernal brilló a través de la ventana de estilo francés, y como arrobado tiñó de dorado los bucles de Emmeline, cayendo en ángulo recto a sus pies. Ella, sin apreciar tales sutilezas, se balanceaba haciendo crujir el tafetán rosado, mientras oía la grabación y cantaba, con una hermosa voz teñida por su propio anhelo de vivir un romance. Cuando la última nota se esfumó, junto con el rayo de sol, el disco siguió girando y chocando con la púa. Emmeline dejó el vestido en el sillón vacío y giró por la habitación. Luego colocó nuevamente el brazo del gramófono sobre el borde del disco.
Hannah levantó la vista de su libro. Su larga melena había desaparecido en Londres, junto con los últimos rastros de infancia. En ese momento las suaves ondas doradas de su cabello le llegaban a los hombros.
—Otra vez no, Emmeline —suplicó, con el ceño fruncido—. Pon otra cosa. Lo que sea.
—Pero es mi preferida.
—Esta semana.
Emmeline adoptó una actitud histriónica.
—¿Cómo crees que se sentiría el pobre Stephen si supiera que no quieres escuchar su disco? Fue un regalo. Lo menos que puedes hacer es disfrutarlo.
—Ya lo hemos disfrutado de sobra —declaró Hannah y en ese momento advirtió mi presencia—. ¿No estás de acuerdo, Grace?
Hice una reverencia y sentí que me ruborizaba. No sabía qué responder. Para no verme obligada a hacerlo, me dispuse a encender la lámpara de gas.
—Si yo tuviera un admirador como Stephen Hardcastle —comentó Emmeline con expresión soñadora— escucharía su disco cien veces al día.
—Stephen Hardcastle no es un admirador —aclaró Hannah. La mera sugerencia de que lo fuera parecía horrorizarla—. Lo conocemos desde siempre. Es un amigo, el ahijado de lady Clem.
—Ahijado o no, no creo que llamara todos los días a la casa de Kensington cuando estaba de permiso sólo porque deseaba saber si lady Clem se encontraba bien, ¿verdad?
—¿Cómo puedo saberlo? Están muy unidos —exclamó Hannah, algo irritada.
—Hannah, tanta lectura no te ayuda a ver las cosas, incluso Fanny lo ha notado.
Emmeline dio vueltas a la manivela del gramófono y dejó caer la aguja para que el disco comenzara a girar una vez más. Mientras la sentimental melodía se hacía cada vez más audible, se volvió hacia su hermana y declaró:
—Stephen esperaba que tú le hicieras una promesa.
Hannah dobló la esquina de la página que estaba leyendo; luego volvió a desplegarlo, recorriendo con el dedo la marca que había dejado.
—Ya sabes, una promesa de matrimonio —precisó ávidamente Emmeline.
Contuve el aliento. No sabía que Hannah hubiese recibido una propuesta para casarse.
—No soy estúpida —contestó Hannah, sin dejar de mirar la pestaña triangular que tenía bajo el dedo—. Sé lo que esperaba.
—Entonces, ¿por qué no…?
—No iba a prometer algo que no podía cumplir —señaló rápidamente Hannah.
—No puedes ser tan dura. ¿Qué daño podías hacerle riéndote de sus bromas, dejando que susurrara sus tonterías en tu oído? Siempre decías que había que contribuir con los objetivos de la guerra. Si no fueras tan tozuda podrías haberle dado hermosos recuerdos para llevarse al frente.
Hannah puso una señal de tela en la página que estaba leyendo y dejó el libro a un lado, sobre la chaise longue.
—¿Y qué le habría dicho a su regreso? ¿Que en realidad él no me importaba?
Durante un instante la convicción de Emmeline pareció esfumarse. Luego resucitó.
—De eso se trata. Stephen Hardcastle no ha regresado.
—Todavía puede hacerlo.
A Emmeline no le quedó otro remedio que encogerse de hombros.
—Todo es posible. Pero, si lo hace, supongo que estará demasiado ocupado festejando su buena fortuna como para preocuparse por ti.
Un silencio pertinaz se interpuso entre las hermanas. La habitación misma parecía tomar partido: las paredes y cortinas se replegaban hacia el rincón de Hannah; el gramófono daba generoso apoyo a Emmeline.
Emmeline se echó sobre el hombro la larga cola de caballo rematada en bucles y comenzó a juguetear con ella. Tomó el cepillo, que estaba en el suelo, debajo del espejo, y la recorrió con largas pasadas. Las cerdas murmuraban llamativamente. Hannah la observó un rato, con el rostro nublado por una expresión que no podía descifrar —exasperación, tal vez, o incredulidad— antes de volver a concentrarse en Joyce.
Levanté el vestido de tafetán rosado que estaba en el sillón.
—¿Éste es el que usará esta noche, señorita? —pregunté suavemente.
Emmeline dio un salto.
—No tienes que aparecer de repente. Casi me matas del susto.
—Lo lamento, señorita —dije, sintiendo que el calor y el rubor subían por mis mejillas. Eché un vistazo a Hannah. Aparentemente no había oído lo sucedido—. ¿Éste es el vestido que ha elegido, señorita?
—Sí, es ése. —Emmeline se mordió ligeramente el labio inferior—. Al menos, eso creo —añadió. Luego observó el vestido, lo cogió y agitó sus volantes—. Hannah, ¿qué te parece? ¿Azul o rosa?
—Azul.
—¿Seguro? —preguntó Emmeline a su hermana, sorprendida—. Creí que era mejor el rosa.
—Entonces el rosa.
—Ni siquiera estás mirando.
Hannah la miró a regañadientes.
—Cualquiera —repuso y dejó escapar un suspiro de frustración—. Los dos están bien.
Emmeline suspiró, molesta.
—Será mejor que traigas el vestido azul. Tengo que volver a mirarlo.
Hice una reverencia y fui hacia el dormitorio. Cuando llegué al guardarropa oí que Emmeline decía:
—Es importante, Hannah. Esta noche asistiré por primera vez a una cena y quiero parecer sofisticada. Tú deberías hacer lo mismo. Los Luxton son norteamericanos.
—¿Y qué?
—No querrás que piensen que no somos refinadas.
—No me preocupa demasiado lo que piensen.
—Pero deberías. Son muy importantes para la empresa de papá. —Emmeline bajó la voz y yo me quedé muy quieta, con la cara oculta entre los vestidos, tratando de comprender lo que decía—. Le oí hablar de ello con la abuela.
—Escuchas las conversaciones de otros a escondidas —la acusó Hannah—, ¡y la abuela creyendo que yo soy la malvada!
—Muy bien —declaró Emmeline, con voz de indiferencia—. Me lo callaré, entonces.
—Por mucho que te esfuerces, no lo conseguirás —advirtió tranquilamente Hannah—. Puedo verlo en tu cara. Estás ansiosa por contarme lo que oíste.
Emmeline se tomó un momento para disfrutar del botín obtenido con sus malas artes.
—Está bien. Ya que insistes, te lo diré —consintió, y luego carraspeó dándose aires de importancia—. Todo empezó porque la abuela decía que la guerra había tenido consecuencias trágicas para esta familia. Que los alemanes le habían arrebatado a los Ashbury su futuro y que el abuelo se revolvería en su tumba si supiera cómo están las cosas. Papá trató de convencerla de que la situación no era tan desesperada pero la abuela no escuchaba. Dijo que tenía edad suficiente para discernir lo que sucedía y que la situación no podía calificarse de otra forma, dado que papá sería el último lord Ashbury si no tenía herederos que lo sucedieran. La abuela declaró que era una vergüenza que papá no hubiera hecho lo que debía, es decir, que no se hubiera casado con Fanny cuando tuvo oportunidad de hacerlo.
»Papá se puso insolente y le dijo que si bien había perdido a su heredero, todavía tenía su fábrica y que ella no tenía por qué seguir preocupándose, que él se ocuparía de todo. Sin embargo, la abuela no se tranquilizó. Dijo que los abogados estaban empezando a hacer preguntas.
»Entonces papá guardó silencio un rato y yo empecé a preocuparme. Pensé que estaría de pie y que iría hacia la puerta y me descubriría. Casi reí de alivio cuando volvió a hablar, y comprendí que todavía estaba en su silla.
—Sí, sí, ¿y qué fue lo que dijo?
Emmeline continuó con la actitud sutilmente optimista de un actor que está a punto de terminar un complicado discurso.
—Contestó que si bien era cierto que las cosas se habían puesto difíciles a causa de la guerra, había desistido de fabricar aviones y había retomado la fabricación de automóviles. Los malditos abogados, él los calificó de esa manera, podrían cobrar su dinero. Explicó que un conocido suyo, fabricante de aviones durante la guerra, le había ofrecido invertir en su fábrica y que lo ayudaría a que fuera más rentable. Se trataba del señor Simion Luxton, una persona con contactos entre los empresarios y el gobierno. —Emmeline suspiró triunfante. Había pronunciado con éxito su monólogo—. Y así terminó la conversación, o casi. Nunca oí a papá tan apurado como cuando la abuela mencionó a los abogados. Entonces decidí que haría todo lo posible para ayudarlo a causar buena impresión al señor Luxton, y que pueda conservar su fábrica.
—No sabía que tuvieras tanto interés por él.
—Por supuesto que lo tengo —aseguró Emmeline remilgadamente—. Y no tienes por qué disgustarte conmigo sólo porque esta vez sepa más que tú.
Después de un rato, Hannah dijo:
—Supongo que la súbita y ardiente devoción que te despiertan los negocios de papá no tiene nada que ver con el hijo de Luxton, el joven de la fotografía en el periódico que tanto alborotó a Fanny.
—¿Theodore Luxton? ¿Está invitado a la cena? No tenía la menor idea —contestó Emmeline, aunque en su voz se percibía cierta alegría.
—Eres demasiado joven para él. Tiene unos treinta años.
—Tengo casi quince, y todo el mundo dice que parezco mayor. Además, Fanny piensa que algunos hombres prefieren casarse con mujeres menores de dieciocho.
—Sí, hombres raros, que prefieren casarse con una niña en lugar de con una mujer.
—Tengo edad suficiente para enamorarme, ¿sabes? Julieta sólo tenía catorce años.
—Y mira lo que le pasó.
—Eso fue sólo un malentendido. Si ella y Romeo se hubieran casado y sus tontos y ancianos padres hubieran dejado de causarles problemas, estoy segura de que habrían sido felices para siempre. —Emmeline suspiró—. Estoy impaciente por casarme.
—El matrimonio es mucho más que tener un hombre apuesto con quien bailar —afirmó Hannah—. Hay otras cosas, como sabes.
El gramófono había terminado de tocar la canción, pero el disco seguía girando.
—¿Qué otras cosas?
Mis mejillas, apoyadas en la fría seda de los vestidos de Emmeline, se entibiaron.
—Cosas privadas —explicó Hannah—. Intimidades.
—Oh —exclamó Emmeline—. Intimidades. Pobre Fanny. —Su voz era casi inaudible.
Se hizo un silencio durante el cual las tres reflexionamos sobre el infortunio de la pobre Fanny, recién casada y atrapada en su luna de miel con un Hombre Extraño.
Yo ya no era totalmente inexperta en esos terrores. Unos meses antes, en el pueblo, Rufus —el hijo del carnicero, que era retrasado mental— me había seguido por un callejón y me había acorralado contra una pared. Con sus dedos pringosos de carne y sus uñas sucias de sangre había tratado de meter sus manos bajo mi enagua. Al principio me había paralizado pero después recordé que tenía una pata de cordero en mi bolsa de redecilla. La levanté y la dejé caer con fuerza sobre su cabeza. Me soltó, pero no sin antes deslizar sus dedos por mis partes íntimas. El recuerdo me hizo temblar durante todo el camino de regreso y pasaron varios días hasta que pude dormirme sin revivir la experiencia, preguntándome qué habría pasado si no hubiera actuado a tiempo.
—Hannah, ¿a qué te refieres exactamente con «intimidades»? —preguntó Emmeline.
—Bueno… son demostraciones de amor —respondió Hannah con naturalidad—. Muy placenteras, creo, si las compartes con un hombre del que estás fervientemente enamorada; inconcebiblemente desagradables con cualquier otro.
—Sí, pero ¿en qué consisten, exactamente?
Otro silencio.
—Tú tampoco lo sabes. Se lee en tu cara.
—Bueno… no exactamente.
—Le preguntaré a Fanny cuando regrese. Para entonces tendrá que saberlo.
Pasé las yemas de los dedos por las hermosas telas del guardarropa de Emmeline, buscando el vestido azul. Me preguntaba si lo que había dicho Hannah era verdad. Si las mismas cosas que Rufus había intentado hacer conmigo podrían haber sido placenteras si hubieran provenido de otro hombre. Pensé en las ocasiones en que Alfred se había acercado a mí en la sala de los sirvientes, en la sensación extraña, aunque no desagradable, que me había invadido.
—De todos modos, no he dicho que quisiera casarme inmediatamente —nuevamente se oyó la voz de Emmeline—. Sólo me refería a que Theodore Luxton es muy bien parecido.
—Muy rico, querrás decir.
—En realidad, es lo mismo.
—Tienes suerte de que papá te haya permitido asistir a la cena. Cuando yo tenía catorce años, jamás lo habría admitido.
—Casi quince.
—Supongo que de algún modo tenía que reunir cierto número de comensales.
—Sí. Gracias a Dios Fanny aceptó casarse con ese terrible pelmazo y gracias a Dios él decidió que pasaran la luna de miel en Italia. Si hubieran estado por aquí, habría cenado con Nanny en el cuarto de los niños.
—Prefiero la compañía de Nanny a la de esos norteamericanos conocidos de papá.
—Tonterías.
—Sería feliz si pudiera quedarme leyendo mi libro.
—Mentirosa. Has elegido tu vestido de satén color marfil, aquél que Fanny se negó tan categóricamente a que llevaras cuando conocimos al pesado de su marido. No lo usarías si no estuvieras tan entusiasmada como yo.
Se hizo un silencio.
—¡Ja! ¡Tengo razón, te estás riendo! —exclamó Emmeline.
—De acuerdo, estoy deseando que llegue la cena. Pero no porque me interese la opinión que tengan de mí unos norteamericanos ricos que jamás he visto.
—¿No?
—No.
Las tablas del suelo crujieron cuando una de las chicas cruzó la habitación y detuvo el disco que seguía girando tambaleante en el gramófono.
—Pues dudo que sea el menú que la señora Townsend vaya a preparar con el racionamiento lo que te entusiasme —advirtió Emmeline.
—Pobre señora Townsend. Hace lo que puede —la defendió Hannah. Luego hizo una pausa, durante la cual permanecí muy quieta, expectante, escuchando. Cuando por fin Hannah habló, su voz era serena, pero había en ella un atisbo de emoción—. Esta noche voy a preguntarle a papá cuándo puedo volver a Londres.
Dentro del armario, ahogué un grito. Acababan de regresar, no podía imaginar que Hannah pudiera partir tan pronto.
—¿A casa de la abuela? —preguntó Emmeline.
—No, a vivir sola en un apartamento.
—¿Un apartamento? ¿Por qué demonios quieres vivir en un apartamento?
—Te vas a reír. Quiero trabajar en una oficina.
Emmeline no se rio.
—¿Qué clase de trabajo?
—Trabajo de oficina, escribir a máquina, archivar papeles, tomar notas en taquigrafía.
—Pero tú no sabes taquigrafía. —Emmeline se interrumpió y suspiró. Por fin comprendía—. Sabes taquigrafía. Esos papeles que encontré la semana pasada en realidad no eran jeroglíficos egipcios.
—No.
—Has estado aprendiendo taquigrafía. En secreto. —La voz de Emmeline adquirió un matiz de indignación—. ¿Te ha enseñado la señorita Prince?
—No, por Dios. ¿Acaso la señorita Prince es capaz de enseñar algo útil? Jamás.
—¿Dónde entonces?
—En la escuela de secretarias del pueblo.
—¿Cuándo?
—Empecé hace mucho tiempo, al comienzo de la guerra. Me sentía inútil y me parecía que era una buena manera de contribuir con los objetivos de la guerra. Cuando nos fuimos a vivir con la abuela pensé que podría conseguir trabajo, habiendo tantas oficinas en Londres, pero las cosas no salieron como tenía previsto. Cuando por fin pude librarme de la abuela para buscarlo, no me cogieron. Alegaron que era muy joven. Pero ahora tengo dieciocho. Encontraré un empleo. He practicado mucho y soy muy rápida.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie más que tú.
Oculta entre los vestidos, mientras Hannah seguía destacando las virtudes de su formación, sentí que perdía algo. Una confidencia, largo tiempo guardada. Sentí cómo se alejaba, flotando entre las sedas y los satenes, hasta aterrizar entre las silenciosas motas de polvo del oscuro suelo del guardarropa donde se desvaneció.
—¿Y bien? —estaba diciendo Hannah—. ¿No te parece emocionante?
Emmeline resopló.
—Me parece artero. Y estúpido. Y lo mismo le parecerá a papá. Una cosa es el trabajo voluntario durante la guerra, pero esto… Es ridículo, y harías bien en quitártelo de la cabeza. Papá nunca te dará su autorización.
—Por eso se lo diré durante la cena. Es la ocasión perfecta. Si está rodeado de otras personas, tendrá que decir que sí. Especialmente si son norteamericanos, ellos tienen ideas muy modernas.
—No puedo creer que seas capaz de hacerlo —señaló Emmeline enfurecida.
—No sé por qué estás tan disgustada.
—Porque… no es… —Emmeline buscaba un argumento adecuado—. Porque se supone que esta noche eres la anfitriona y en lugar de asegurarte de que la velada transcurra tranquilamente vas a avergonzar a papá. Harás una escena frente a los Luxton.
—No voy a hacer una escena.
—Siempre dices una cosa y luego haces otra. ¿Por qué no puedes ser sencillamente…?
—¿Normal?
—Te has vuelto completamente loca. ¿A quién puede interesarle trabajar en una oficina?
—Quiero conocer el mundo. Viajar.
—¿A Londres?
—Es el primer paso. Quiero ser independiente. Conocer gente interesante.
—Más interesante que yo, quieres decir.
—No seas tonta. Me refiero simplemente a personas diferentes, que tengan cosas inteligentes que contar. Cosas que no haya oído antes. Quiero ser libre, Emme. Estar abierta a cualquier aventura que pueda presentarse.
Miré el reloj que estaba en la pared del dormitorio de Emmeline. Eran las cuatro en punto. El señor Hamilton me haría una escena si no bajaba rápidamente. Pero tenía que oír más, saber cuál era exactamente la naturaleza de las aventuras que Hannah deseaba vivir. Tomé la decisión más arriesgada. Cerré el armario, me colgué el vestido azul del brazo y fui vacilante hacia la puerta.
Emmeline seguía sentada en el suelo, con el cepillo en la mano.
—¿Por qué no vas a pasar una temporada con amigos de papá en algún lugar? Yo también podría ir. A casa de los Rothermere, en París.
—¿Y tolerar que lady Rothermere vigile cada uno de mis pasos? ¿O peor aún, que me endilgue a esa espantosa hija suya? —El rostro de Hannah era un modelo de desdén—. Eso está muy lejos de ser independiente.
—También trabajar en una oficina.
—Tal vez, pero tengo que conseguir dinero de alguna manera. No voy a mendigar ni a robar, y no conozco a nadie a quien pueda pedírselo prestado.
—¿Y papá?
—Ya oíste a la abuela. Algunas personas se han enriquecido con la guerra, pero papá no es uno de ellos.
—Bueno, pienso que es una idea horrible. Es, sencillamente, descabellada. Papá nunca lo permitirá… Y la abuela… —Emmeline tomó aire, exhaló profundamente y dejó caer los hombros. Cuando volvió a hablar su voz sonó débil e infantil—. No quiero que me dejes. —Sus ojos buscaron los de Hannah—. Primero David, y ahora tú.
El nombre de su hermano fue un golpe para Hannah. No era un secreto que ella había llorado más que nadie por su muerte. Todavía estaban en Londres cuando llegó la horrenda nota con ribete negro. Por aquellos días las noticias viajaban a través de las dependencias de los criados de toda Inglaterra y así supimos del alarmante desánimo de la señorita Hannah. Causó mucha preocupación que se negara a comer. La señora Townsend quiso prepararle tartas de frambuesas, sus favoritas, para enviárselas a Londres.
Indiferente al efecto que había producido al mencionar a David o enteramente consciente de él, Emmeline continuó.
—¿Qué haré, sola en esta enorme casa?
—No estarás sola —apuntó serenamente Hannah—. Papá estará aquí para acompañarte.
—Menudo consuelo. Sabes perfectamente que a él no le importo.
—Le importas mucho, Emme, como todos nosotros —aseguró Hannah con firmeza.
Emmeline echó un vistazo por encima del hombro y yo me acurruqué contra el vano de la puerta.
—Pero en realidad no le gusto. No le agrada mi personalidad. No tanto como la tuya.
Hannah abrió la boca para decir algo, pero Emmeline se apresuró a continuar.
—No finjas no saberlo. He visto de qué manera me mira cuando cree que no puedo verlo. Desconcertado, como si no supiera exactamente quién soy. —Los ojos de Emmeline se pusieron vidriosos, pero no lloró. Su voz era un susurro—. Es porque me culpa por la muerte de nuestra madre.
Hannah se sonrojó.
—No es cierto. No te atrevas a decir eso. Nadie te culpa por la muerte de nuestra madre.
—Papá me culpa.
—No lo hace.
—Oí que la abuela le decía a lady Clem que papá nunca volvió a ser el mismo después de lo que le ocurrió a nuestra madre. —Emmeline hablaba con una firmeza que me sorprendió—. No quiero que me dejes —suplicó, y levantándose del suelo, se fue a sentar junto a Hannah y le cogió la mano. Un gesto inusual que aparentemente debió impresionar a Hannah casi tanto como a mí—. Por favor —rogó y comenzó a llorar.
Permanecieron sentadas una junto a otra. Emmeline sollozaba. Sus últimas palabras habían quedado flotando en el aire. La expresión de Hannah mostraba su terquedad habitual, pero detrás de las mandíbulas firmes, de la boca obstinada, percibí algo más. Un nuevo aspecto, que no tenía nada que ver con la lógica adquisición de la madurez.
Entonces comprendí. Ella había pasado a ser la mayor y había heredado la imprecisa, despiadada y no deseada responsabilidad que implicaba su jerarquía dentro de la familia.
Hannah miró a Emmeline y adoptó una actitud alegre.
—Vamos, cálmate —repuso, dando unos golpecitos en la mano de Emmeline—. No querrás sentarte a la mesa con los ojos enrojecidos.
Volví a mirar el reloj. Las cuatro y cuarto. El señor Hamilton debía de estar bufando. No tenía modo de remediarlo…
Regresé a la habitación con el vestido colgado del brazo.
—Su vestido, señorita —dije a Emmeline.
Ella no me respondió. Yo fingí no ver las lágrimas que humedecían sus mejillas. Me concentré en el vestido, arreglé una puntilla de encaje.
—Ponte el rosa, Emme —sugirió suavemente Hannah—. Es el que mejor te queda.
Emmeline seguía inmóvil.
Miré a Hannah pidiendo instrucciones. Ella asintió.
—El rosa.
—¿Y usted, señorita?
Eligió el vestido de satén color marfil, tal como había anticipado Emmeline.
—¿Estarás aquí esta noche, Grace? —preguntó Hannah mientras yo iba al guardarropa para buscar su hermoso vestido de seda y el corsé.
—No lo creo, señorita. Alfred ha sido desmovilizado. Él ayudará al señor Hamilton y a Myra en la mesa.
—Ah, claro. —Hannah volvió a tomar su libro, lo abrió, lo cerró, pasó sus dedos suavemente por el lomo. Luego me preguntó con voz cautelosa—: Pensaba preguntártelo. ¿Cómo está Alfred?
—Está bien, señorita. Tuvo un resfriado cuando llegó pero la señora Townsend lo curó con un poco de limón y ha estado bien desde entonces.
—Ella no se refiere a su estado físico —intervino inesperadamente Emmeline—, sino a cómo está su cabeza.
—¿Su cabeza, señorita? —pregunté a Hannah, que fruncía ligeramente el ceño mirando a Emmeline.
—Sí —indicó Emmeline dirigiéndose a mí con los ojos enrojecidos—. Ayer, mientras servía el té, se comportó de una manera sumamente peculiar. Estaba pasando los dulces, como de costumbre, cuando de pronto la bandeja comenzó a temblar. Hacía un sonido hueco, sobrenatural —recordó riéndose—. Le temblaba el brazo. Yo esperé a que se quedara quieto para coger una tartaleta de limón pero parecía que no lograba controlarlo. Entonces, la bandeja se deslizó dejando caer una auténtica avalancha de budín Victoria sobre mi mejor vestido. Al principio me disgusté bastante, era en verdad una gran torpeza y el vestido podía haberse estropeado para siempre, pero cuando vi que él seguía allí de pie, con una extraña expresión en la cara, me asusté. —Emmeline se encogió de hombros—. Por fin pudo dominarse y limpió el desastre que había causado. Pero el daño estaba hecho. Tuvo suerte de que yo fuera la única víctima. Papá no habría sido tan indulgente. Y lo sería aún menos si volviera a suceder esta noche —afirmó y me miró fijamente con sus fríos ojos azules—. ¿No crees que suceda, verdad?
—No podría decirlo, señorita —admití, desconcertada. Era la primera noticia que tenía del suceso—. Es decir, no creo que suceda, señorita. Estoy segura de que Alfred está bien.
—Por supuesto —se apresuró a decir Hannah—. No fue más que un accidente. El regreso a casa después de tanto tiempo puede implicar ciertos ajustes. Y esas bandejas parecen terriblemente pesadas, en especial cuando las carga la señora Townsend. Estoy segura de que está tratando de engordarnos a todos.
Hannah sonreía, pero el atisbo de preocupación seguía rondando su frente.
—Sí, señorita —corroboré.
Hannah asintió, dando por terminado el asunto.
—Ahora vamos a ponernos estos vestidos, e interpretar el papel de hijas conscientes de sus deberes frente a los norteamericanos de papá, como es debido.