Capítulo 11

La fotografía

Es una hermosa mañana de marzo. Los claveles bajo mi ventana han florecido, inundando la habitación de su aroma dulce y embriagador. Si me inclino hacia el alféizar y miro hacia el parterre, puedo ver los pétalos superiores, que brillan bajo el sol. A continuación se abrirán las flores del melocotonero, y luego el jazmín. Todos los años sucede lo mismo, y así continuará en los años venideros. Mucho después de que yo ya no esté aquí para disfrutarlas. Serán eternamente frescas, eternamente esperanzadoras, siempre inocentes.

He estado pensando en mi madre. En la fotografía del álbum de recuerdos de lady Violet. Porque la vi, ¿sabes? Unos meses después de que Hannah la mencionara por primera vez, ese día de verano junto a la fuente.

Era el mes de septiembre de 1916. El señor Frederick había heredado la propiedad de su padre. Lady Violet, en una impecable demostración de etiqueta, según dijo Myra, había desalojado Riverton para fijar su residencia en su casa del centro de Londres, y las chicas Hartford habían sido enviadas por tiempo indefinido para ayudarla a establecerse en su nuevo hogar.

En aquella época los sirvientes éramos un equipo minúsculo: Myra estaba más ocupada que nunca en el pueblo, y Alfred, cuyo permiso había esperado expectante, finalmente no regresó. En aquel momento aquello nos confundió. Sabíamos que había vuelto a Gran Bretaña, sus cartas aseguraban que no estaba herido, pero sin embargo esos días los pasó en un hospital militar. Incluso el señor Hamilton estaba desconcertado. Dedicó mucho tiempo a pensar en el asunto, sentado frente a su escritorio, analizando la carta de Alfred, hasta que una noche salió de allí, se frotó los ojos por debajo de las gafas e hizo su declaración. La única explicación era que Alfred estaba involucrado en una misión secreta de la que no podía hablar. Parecía un argumento razonable. ¿Qué otra cosa podía explicar que un hospital alojara a un hombre que no estaba herido?

Y de ese modo el tema se dio por zanjado. No se habló mucho más al respecto y a principios del otoño de 1916, cuando afuera las hojas caían y el suelo comenzaba a endurecerse para afrontar el frío que se avecinaba, me encontré a solas en el salón de Riverton.

Había limpiado la chimenea, había vuelto a encender el fuego y estaba terminando de quitar el polvo. Había pasado el trapo por la tapa del escritorio, había repasado los bordes y había lustrado los herrajes de los cajones hasta verlos brillar. Eran las tareas rutinarias que se realizaban un día sí y otro no, con la regularidad del día que sucede a la noche, y aquella mañana no fue la excepción. Sin embargo, cuando mis dedos llegaron al cajón superior se rezagaron, deteniéndose en seco. Como si hubieran vislumbrado antes que yo el propósito furtivo que revoloteaba en mi pensamiento, se negaron a seguir con la limpieza.

Me senté un momento, desconcertada, incapaz de moverme. Entonces percibí los sonidos que me rodeaban. El viento arrastrando las hojas que chocaban contra las ventanas. El reloj sobre la chimenea marcando persistentemente los segundos. Mi respiración, acelerada por la expectativa.

Mis dedos, indefensos, temblaban. Suavemente, empecé a abrir el cajón.

Sólo entonces comprendí lo que me proponía hacer. Actuaba con lentitud, cuidadosamente, y al mismo tiempo observaba mis movimientos.

El cajón se desplazó hasta la mitad de sus guías, y al inclinarse su contenido se deslizó hacia adelante.

Me detuve. Escuché. Comprobé con alivio que seguía estando sola. Entonces miré en su interior.

Allí, debajo de un juego de plumas y un par de guantes estaba el álbum de recuerdos de lady Violet.

No tenía tiempo que perder. El cajón acusador estaba abierto, los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. Saqué el álbum y lo apoyé en el suelo.

Pasé las páginas con fotografías, invitaciones, menús, anotaciones, observando las fechas: 1896, 1897, 1898…

Allí estaba: la fotografía de los habitantes de Riverton tomada en 1899. La imagen era similar; las proporciones, diferentes. Dos largas filas de sirvientes mirando al frente complementaban la primera fila, formada por los miembros de la familia: lord y lady Ashbury, el mayor con su uniforme, el señor Frederick —mucho más joven y menos ajado—, Jemina, y una mujer desconocida que supuse sería Penelope, la difunta esposa del señor Frederick. Ambas damas lucían el vientre abultado. Comprendí que uno de esos bultos era Hannah; el otro, el desdichado niño que un día moriría desangrado. Un niño solitario estaba en el extremo de la fila, junto a Nanny (que ya entonces era anciana). Un niño pequeño y rubio: David. Lleno de vida y de luz, felizmente inconsciente de lo que el futuro le deparaba.

Dejé que la mirada se dirigiera hacia las filas del personal de servicio. El señor Hamilton, la señora Townsend, Myra…

Contuve el aliento. Observé la mirada de una joven criada. No me equivocaba. No porque se pareciera a mi madre, sino porque, por el contrario, se parecía a mí. El cabello y los ojos eran más oscuros, pero la similitud era asombrosa. El mismo cuello largo, el mentón con un hoyuelo, las cejas curvadas que sugerían un estado de permanente reflexión.

Sin embargo, lo más sorprendente, mucho más que nuestro parecido, era que mi madre sonreía. Pero no con una sonrisa alborozada o formal. Era más sutil, apenas un gesto trémulo, que alguien que no la conociera podría interpretar como un simple efecto de la luz. Pero yo sabía descifrarla. Mi madre sonreía para sus adentros. Como quien tiene un secreto.

Te pido disculpas por la interrupción, Marcus, pero he tenido una visita inesperada. Estaba aquí sentada, admirando los claveles, hablándote sobre mi madre, cuando llamaron a la puerta. Supuse que sería Sylvia, que venía a hablarme sobre su amigo, o a quejarse por alguno de los otros residentes, pero en cambio era Ursula, la cineasta. Seguramente ya te he hablado de ella.

—Espero no molestarla —declaró Ursula.

—No —respondí, dejando mi walkman.

—No voy a quitarle mucho tiempo. Estaba por el vecindario y me pareció mal volver a Londres sin pasar a verla.

—Ha estado en la casa.

Ella asintió.

—Hemos estado rodando una escena en los jardines, la luz era magnífica.

Le pregunté de qué escena se trataba, sentía curiosidad por saber qué parte de la historia habían reconstruido.

—Era una escena romántica, un cortejo, en realidad, una de mis favoritas —afirmó sonrojándose y meneó la cabeza haciendo que su flequillo cayera como un telón—. Sé que es una tontería. Yo escribí el guión, sabía que las palabras eran simples letras negras sobre papel blanco, garabatos que corregí cientos de veces, pero aun así me conmovió escucharlas de boca de los actores.

—Es una romántica —señalé.

—Supongo que sí —confesó, inclinando la cabeza—. Es ridículo, ¿verdad? No conocí al verdadero Robbie Hunter. Creé una semblanza de él a partir de su poesía, de lo que otros han escrito sobre su persona. Sin embargo, descubro… —en este punto Ursula se interrumpió y levantó las cejas, el gesto parecía indicar que reprobaba su propia actitud— que estoy enamorada de un personaje que yo misma he inventado.

—¿Y cómo es su Robbie?

—Apasionado, creativo, leal —explicó mientras reflexionaba apoyando el mentón en la mano—. Pero creo que lo más admirable es su esperanza. Esa esperanza crispada. La gente dice que era un poeta de la desilusión, pero yo no lo creo. Siempre he encontrado algo positivo en sus poemas. El modo en que era capaz de encontrar la esperanza en medio de los horrores. —Ursula meneó la cabeza, entrecerrando los ojos con empatía—. Tiene que haber sido imposible expresarlo con palabras. Un joven sensible en medio de un conflicto tan devastador. Es un milagro que algunos de ellos pudieran reanudar su vida, volver al lugar de partida, amar otra vez.

—Una vez fui amada por un hombre así —confesé—, que también fue a la guerra, y con quien me escribía. A través de sus cartas comprendí lo que sentía por él. Y lo que él sentía por mí.

—¿Había cambiado cuando regresó?

—Oh, sí —reconocí suavemente—. Nadie regresó igual a como se había ido.

—¿Cuándo murió su esposo?

Tardé un momento en comprender a qué se refería.

—Oh, no —aclaré—, no era mi esposo, Alfred y yo nunca nos casamos.

—Lo siento, pensé…

Ursula fue hacia la fotografía de boda que estaba en mi tocador.

—Ése no es Alfred, es John, el padre de Ruth. Él sí fue mi marido. Aunque Dios sabe que cometimos un error al casarnos.

Ursula enarcó las cejas como interrogándome.

—John era un excelente bailarín de vals, y un magnífico amante, pero no un buen esposo. Diría que yo tampoco fui una buena esposa. Nunca tuve interés en casarme, no estaba en absoluto preparada para hacerlo.

Ursula se puso de pie y cogió la fotografía. Pasó el índice distraídamente por la parte superior.

—Era muy apuesto.

—Sí. Ése era su atractivo, supongo.

—¿También él era arqueólogo?

—No, por Dios, John era funcionario.

Ursula dejó la fotografía en su lugar y me miró.

—Creí que se habían conocido en el trabajo, o en la universidad.

Negué con la cabeza. En 1938, cuando nos conocimos, si alguien hubiera sugerido que algún día yo iría a la universidad y me convertiría en arqueóloga habría llamado a un loquero. Trabajaba en un restaurante, el Lyons’ Corner House, en el Strand, donde servía incontables platos de pescado frito a incontables clientes. La señora Havers regentaba el lugar, y le gustó la idea de contratar a una mujer. Solía decir a quien quisiera oírla que nadie sabía pulir los cubiertos tan bien como las jóvenes que provenían del servicio doméstico.

—John y yo nos conocimos por casualidad, en un salón de baile.

Yo había aceptado, a regañadientes, acompañar a ese lugar a una chica del trabajo, otra camarera: Nancy Everidge, un nombre que jamás he olvidado. Es extraño, ella no significaba nada para mí. Sólo era una persona con la que trabajaba, la evitaba siempre que podía, aunque no era fácil. Era una de esas mujeres que no dejan a nadie en paz. Una entrometida. Tenía que saberlo todo sobre la vida de los demás. No podía quedarse al margen. Seguramente creía que yo no era muy sociable —porque no me juntaba con las otras chicas los lunes por la mañana, cuando comentaban su fin de semana—, y comenzó a invitarme para que fuera con ella a bailar. No se dio por vencida hasta que acepté ir con ella al Marshall’s Club un viernes por la noche.

Suspiré.

—La chica con la que yo había quedado no apareció.

—¿Y John? —preguntó Ursula.

—Sí —dije, recordando el ambiente viciado de humo, el banco en el rincón donde me senté a disgusto, mientras miraba a la muchedumbre tratando de encontrar a Nancy. Cuando volvimos a vernos me dio un montón de excusas y disculpas, pero ya era demasiado tarde. Lo hecho, hecho estaba. En lugar de encontrarme con ella, encontré a John.

—Y se enamoró.

—Quedé embarazada.

La boca de Ursula dibujó una «o» que indicaba que había comprendido.

—Me di cuenta cuatro meses después de nuestro encuentro. Nos casamos al mes siguiente. Así se hacían las cosas en aquella época —expliqué, cambiando de posición para apoyar las vértebras lumbares en una almohada—. Por suerte para nosotros, la guerra intervino y nos libró de la farsa.

—¿Él fue a la guerra?

—Ambos. John se alistó y yo fui a trabajar en un hospital de campaña en Francia.

—¿Qué pasó con Ruth? —preguntó Ursula, confundida.

—Fue evacuada y pasó la guerra en la casa de un anciano pastor anglicano y su esposa.

—¿Toda la guerra? —exclamó Ursula, impresionada—. ¿Cómo pudo soportarlo?

—La visitaba cuando tenía permiso y periódicamente recibía cartas con chismes de pueblo, necedades de púlpito y comentarios desabridos sobre los niños que vivían allí.

Ursula no dejaba de menear la cabeza. El ceño fruncido expresaba su consternación.

—No puedo imaginar algo así… cuatro años separada de tu hija…

No supe qué decir, cómo explicarlo. ¿Cómo comenzar la confesión de que el amor maternal no es algo instintivo? ¿Cómo decirle que al principio Ruth me parecía una extraña, que ese inevitable sentimiento que une a madres e hijos, sobre el que se han escrito libros y se han fabricado mitos, nunca formó parte de mí?

Tal vez había agotado mi capacidad de empatía con Hannah y la gente de Riverton. Me sentía bien entre extraños, podía consolarlos, alentarlos, incluso ayudarlos a morir. Pero me resultaba difícil establecer vínculos íntimos. Prefería las amistades ocasionales. Estaba absolutamente incapacitada para afrontar las exigencias emocionales de la maternidad.

Ursula me eximió de dar más explicaciones.

—Supongo que la guerra imponía sacrificios —señaló, y apretó mi mano.

Sonreí, tratando de no sentirme hipócrita. Me preguntaba qué pensaría ella si hubiera sabido que lejos de lamentar mi decisión de apartarme de Ruth, la disfruté. Que después de haber deambulado durante una década por empleos tediosos y relaciones huecas, sin poder dejar atrás lo sucedido en Riverton, encontré en la guerra mi camino.

—Entonces, al terminar la guerra decidió ser arqueóloga.

—Sí —afirmé con voz ronca—. Después de la guerra.

—¿Por qué eligió la arqueología?

La respuesta es tan complicada que sólo pude decir:

—Fue una revelación.

Aquello le encantó.

—¿De verdad? ¿Durante la guerra?

—Entre tanta muerte, tanta destrucción, de alguna manera las cosas para mí se aclararon.

—Sí, entiendo.

—Me encontré preguntándome acerca de lo efímero de la existencia. Pensaba que algún día la gente habría olvidado todo lo sucedido: la guerra, la muerte, la destrucción. Tal vez eso ocurriera al cabo de cientos o miles de años, pero finalmente los hechos se desvanecerían, serían parte del pasado. En la imaginación de la gente, su salvajismo y sus horrores serían reemplazados por los que aún estaban por llegar.

—Es difícil de imaginar —declaró Ursula meneando la cabeza.

—Pero no es difícil que suceda. Las guerras púnicas de Cartago, la guerra del Peloponeso, la batalla de Artemisium, todas han quedado reducidas a episodios de los libros de historia. —Me detuve un instante. La vehemencia me había cansado, me había dejado sin aliento. No estoy acostumbrada a conversar tan seguido. Cuando volví a hablar mi voz sonó aflautada—. Descubrir el pasado, conocerlo, se convirtió para mí en una obsesión.

Ursula sonrió, sus ojos brillaban.

—Comprendo exactamente a qué se refiere. Ése es el motivo por el que me dedico a filmar películas históricas. Usted descubre el pasado y yo trato de recrearlo.

—Sí —confirmé, y comprendí que hasta entonces no lo había pensado en esos términos.

—La admiro, Grace. Ha hecho grandes cosas en su vida.

—Ilusiones pasajeras —aseguré, encogiéndome de hombros—. Déle a alguien más tiempo libre, y verá cómo lo aprovecha mejor.

—Es usted demasiado modesta —comentó Ursula, riendo—. Seguramente no fue fácil. Una mujer en la década de los cincuenta, una madre, tratando de completar su educación secundaria. ¿La apoyó su esposo?

—Para entonces estaba sola.

—Pero ¿cómo lo hizo?

—Durante largo tiempo me dediqué a estudiar a tiempo parcial. Durante el día Ruth estaba en la escuela y, además, tuve una vecina encantadora, la señora Finbar, que se quedaba con ella por la noche mientras yo trabajaba. Afortunadamente, no necesité hacerme cargo de los gastos de su educación.

—¿Una beca?

—En cierto modo. Recibí inesperadamente un dinero.

—Su esposo —aventuró Ursula frunciendo los ojos a modo de condolencia—. ¿Murió en la guerra?

—No, lo que murió fue nuestro matrimonio.

La mirada de Ursula se dirigió nuevamente hacia la fotografía de mi boda.

—Nos divorciamos cuando él regresó a Londres. Para entonces los tiempos habían cambiado. Todos habíamos visto y padecido muchas cosas. Me pareció absurdo continuar unida a un esposo que me era indiferente. Él se marchó a los Estados Unidos y se casó con la hermana de un soldado estadounidense, al que había conocido en Francia. El pobre murió poco después en un accidente de tráfico.

—Lo siento —dijo Ursula meneando la cabeza.

—No lo sienta, no por mí. Fue hace mucho tiempo, apenas lo recuerdo. Aparece esporádicamente en mi memoria, casi como un sueño. Es Ruth quien lo añora. Nunca me ha perdonado.

—Ella habría querido que siguieran juntos.

Asentí. Dios sabe que mi incapacidad de proveerle de una figura paterna es uno de los dolores que desde siempre han pesado en nuestra relación.

Ursula suspiró.

—Me pregunto si Finn sentirá lo mismo algún día.

—¿Usted y el padre…?

—No habría funcionado —aseguró, con tanta firmeza que me pareció mejor no seguir indagando—. Finn y yo estamos mejor así.

—¿Dónde está Finn ahora?

—Mi madre se ocupa de él. Iban a tomar un helado al parque, es lo último que sé de ellos. —Ursula giró el reloj de pulsera para ver la hora—. ¡Por Dios! No creí que fuera tan tarde. Será mejor que vaya a reemplazarla.

—Estoy segura de que no es necesario. Abuelos y nietos mantienen una relación especial, mucho más simple.

Me pregunto si es siempre así. Tal vez. Un hijo manipula a su antojo una parte de nuestro corazón. Un nieto es diferente. En la relación no intervienen la culpa y la responsabilidad propias de la maternidad. Se ama con libertad.

Cuando naciste, Marcus, quedé conmocionada. Mis sentimientos fueron una hermosa sorpresa. Partes de mí que se habían clausurado decenas de años antes, de las que me había acostumbrado a prescindir, despertaron de pronto. Te sentí parte de mí. Te amé con una intensidad casi dolorosa.

A medida que crecías, te convertiste en mi pequeño amigo. Me seguías por la casa, reclamabas tu propio espacio en mi estudio y explorabas los mapas y las láminas que había traído de mis viajes. Me hacías preguntas, muchas preguntas que nunca me cansaba de responder. De hecho, presumo de ser artífice, en alguna medida, del hombre en el que te has convertido, de tus cualidades y tus logros.

—Tienen que estar por aquí —comentó Ursula, buscando las llaves de su coche en el bolso.

En cuanto vi que se disponía a partir me asaltó el súbito impulso de obligarla a quedarse.

—¿Sabe que tengo un nieto? Marcus. Escribe novelas de misterio.

—Lo sé —indicó sonriente cuando dejó de hurgar en el bolso—. He leído sus libros.

—¿Los ha leído? —le pregunté, gratamente sorprendida.

—Sí, son muy buenos.

—¿Puede guardar un secreto?

Ella asintió con entusiasmo y se acercó a mí.

—Yo no los he leído —susurré—, no del todo.

—Prometo no contarlo —repuso Ursula entre risas.

—Estoy muy orgullosa de él. Lo he intentado, de verdad. Empiezo a leer cada una de sus novelas con gran entusiasmo, pero no importa cuánto las disfrute, sólo consigo llegar hasta la mitad. Adoro los buenos libros de misterio, los de Agatha Christie y otros similares, pero me temo que mi estómago es frágil. Esas descripciones sangrientas tan de moda hoy día no son para mí.

—¡Y trabajó en un hospital de campaña!

—Sí, pero la guerra es una cosa; y el asesinato, otra muy distinta.

—Tal vez el próximo libro…

—Tal vez. Aunque no sé cuándo tendré esa oportunidad.

—¿No está escribiendo?

—Ha sufrido una pérdida hace poco.

—Leí lo de su esposa. Lo siento mucho. Fue un aneurisma, ¿verdad?

—Sí, algo increíblemente repentino.

—Mi padre murió de la misma manera. Yo tenía catorce años. Estaba fuera, en un campamento escolar. No me lo dijeron hasta que regresé a casa.

—Qué terrible.

—Me había peleado con él antes de irme al campamento. Por algún motivo ridículo que ya ni siquiera recuerdo. Al marcharme cerré de un portazo la puerta del coche y no me volví a mirarlo.

—Era joven. Todos los jóvenes hacen lo mismo.

—Sigo pensando en él todos los días. —Ursula cerró los ojos, los apretó y los volvió a abrir, alejando los recuerdos—. ¿Cómo está Marcus?

—Lo lleva muy mal. Se siente culpable.

Ursula asintió. No parecía sorprendida. Comprendía qué es la culpa y cómo funciona.

—No sé dónde está —agregué.

Ursula me miró, frunciendo el ceño.

—¿A qué se refiere?

—Ha desaparecido. Ruth y yo no sabemos dónde vive. Ha estado viajando casi todo el año.

—¿Pero está bien? ¿Han tenido alguna noticia de él? ¿Una llamada telefónica? ¿Una carta? —preguntó Ursula, tratando de leer la respuesta en mis ojos.

—Sólo postales. Ha enviado algunas postales. Pero sin domicilio al cual responder. Me temo que no quiere que lo encontremos.

—Grace, cuánto lo siento —declaró, mirándome con sus ojos bondadosos.

—También yo.

Entonces le hablé sobre las grabaciones. Sobre lo mucho que necesito encontrarle. Y le dije que no se me ocurre qué más hacer aparte de eso.

—Es perfecto —aseguró Ursula enfáticamente—. ¿Adónde las envía?

—Tengo una dirección en California, de un antiguo amigo suyo. Las envío allí, pero no sé si él las recibe.

—Apuesto a que sí.

Yo necesitaba oír algo más que meras formalidades, palabras bien intencionadas.

—¿De verdad lo cree?

—Desde luego —aseguró con voz firme, llena de la certeza propia de la juventud—. Lo creo, y sé que volverá. Sólo necesita espacio y tiempo para comprender que no fue culpa suya. Que él nada podía hacer para cambiar las cosas. —Entonces se puso de pie, cogió mi walkman y lo dejó suavemente en mi regazo—. Siga hablando con él, Grace —aconsejó, y me dio un beso en la mejilla—. Él vendrá. Ya lo verá.

¿Dónde estaba? ¿En 1915? No, en 1916. La guerra arrasaba el territorio de Flandes, el mayor y lord Ashbury ya estaban al abrigo de sus tumbas, y aún transcurrirían dos largos años de masacre, de devastación. Jóvenes de todos los confines del planeta bailaban el sangriento vals de la muerte. El mayor, luego David…

No. No tengo la fortaleza ni el deseo de revivirlo. Lo que he dicho es suficiente. En cambio, tomaré impulso y recordaré: «Era noviembre de 1918…», y como por arte de magia así será.

Regresaremos a Riverton. Hannah y Emmeline, que habían pasado los dos últimos años de guerra en Londres, en la casa de lady Violet, acaban de llegar para vivir junto a su padre. Pero han cambiado. Han crecido desde la última vez que hablamos. Hannah tiene dieciocho años, está a punto de hacer su presentación en sociedad. Emmeline tiene catorce, y se asoma al umbral del mundo de los adultos, al que está impaciente por unirse.

Aquellos juegos, los que solían jugar dos años antes, ya no existen. Desde la muerte de David, El Juego también ha muerto. (Regla número tres: Los jugadores sólo pueden ser tres; ni más, ni menos).

Una de las primeras cosas que hace Hannah al volver a Riverton es recuperar el arcón chino que está en el ático. La veo hacerlo, aunque ella no lo sabe. La sigo mientras lo coloca cuidadosamente en una bolsa de tela y lo lleva al lago, eludiendo a Emmeline.

Me oculto en el trecho donde el sendero que va de la fuente de Ícaro hasta el lago se hace más angosto y la observo mientras lleva su bolsa por la orilla del lago, hacia el cobertizo de los botes. Se detiene un momento, mira a su alrededor, y yo me agacho entre los arbustos para que no me descubra.

Va hacia la loma, se queda de pie de espaldas a la cresta, y adelanta un pie de modo que el tacón de una de sus botas toque la punta de la otra. Sigue hacia el lago, cuenta tres pasos y se detiene. Repite esos movimientos tres veces. Después se arrodilla en el suelo y abre la bolsa. Saca una pequeña pala, que seguramente cogió cuando Dudley no la veía.

Comienza a cavar. Es difícil al principio, porque la orilla del lago está cubierta de cantos rodados, pero poco después llega hasta la tierra que está debajo y puede trabajar más rápido. No interrumpe su tarea hasta que el montículo de tierra que se ha formado a su lado tiene unos treinta centímetros de altura.

Entonces saca de la bolsa el arcón chino y lo introduce en el agujero. Está a punto de cubrirlo con tierra pero duda. Recupera el arcón, lo abre, saca uno de los pequeños libros que guarda en su interior. Abre el relicario que lleva colgado al cuello y oculta el libro. Luego vuelve a poner la caja en el agujero y la entierra.

La dejo a solas a la orilla del lago. El señor Hamilton se preguntará dónde estoy y no está de humor para tolerar faltas. La cocina de Riverton bulle de excitación con los preparativos para la primera celebración desde que comenzara la guerra, y el mayordomo nos ha recalcado que los invitados de esta noche, empresarios e inversionistas, son «Muy Importantes para el Futuro de la Familia».

Y lo eran. Jamás habríamos imaginado cuán importantes.