Capítulo 10

La caída de Ícaro

Dejé a Jemina instalada en su habitación y regresé a la sala de los sirvientes, donde el señor Hamilton inspeccionaba las ollas y sartenes que Katie había estado fregando. Levantó la vista de la sartén de cobre, la preferida de la señora Townsend, para decirme que las hermanas Hartford estaban junto al antiguo cobertizo de los botes y que debía llevarles el almuerzo junto con la limonada. Agradecí que aún no se hubiera enterado del té derramado. Fui al cuarto de la nevera para buscar una jarra de limonada, la puse en una bandeja, con dos vasos altos y un plato de canapés preparados por la señora Townsend, y salí por la puerta de servicio.

Al llegar al escalón superior me detuve, parpadeando ante la claridad mientras mis ojos se acostumbraban al resplandor. Después de un mes sin lluvias, los colores del terreno que rodeaba la casa se habían desteñido. El sol estaba alto y sus rayos caían perpendiculares, decolorándolo aún más, dando al jardín el brumoso aspecto de las acuarelas que lady Violet tenía en su tocador.

A pesar de la cofia, la parte del cuero cabelludo que quedaba al descubierto se abrasó en un instante.

Crucé el Prado del Teatro, donde la hierba recién segada dejaba sentir su sedante aroma. Dudley estaba por allí, en cuclillas, podando los bordillos. Las cuchillas de sus tijeras brillaban bajo las manchas de savia verde.

Seguramente oyó que me acercaba, porque se volvió y entrecerró los ojos tratando de enfocarme.

—Hace calor —declaró, poniendo su mano a modo de visera sobre los ojos.

—Tanto que se podrían freír huevos en la vía del tren —comenté, citando una frase de Myra y dudando sobre si la había empleado de forma adecuada.

Al final del jardín, una serie de escalones de piedra gris conducían a la rosaleda de lady Ashbury. Capullos rosados y blancos se abrazaban en las glorietas, animadas por el zumbido de las diligentes abejas que rondaban sus centros amarillos.

Pasé por debajo de la enredadera, abrí el pestillo de la verja y seguí por el Camino Largo, un sendero de adoquines grises construido entre hojas de sedum amarillas y blancas. Hacia la mitad del camino, los altos setos de carpes daban paso a los tejos enanos que bordeaban el Jardín Egeskov. La silueta de dos árboles podados me hizo parpadear al sentir que cobraban vida ante mis ojos; luego me sonreí a mí misma y a la pareja de iracundos patos, ánades reales con plumas verdes que habían remontado vuelo desde el lago para llegar hasta allí, desde donde me miraban con sus brillantes ojos negros.

Al final del Jardín Egeskov estaba la segunda verja, la hermana ignorada (siempre hay una hermana ignorada), invadida por jazmines. Enfrente, la fuente de Ícaro, y más allá, junto al lago, el cobertizo de los botes.

El pestillo de la verja estaba oxidado y tuve que dejar mi bandeja para destrabarlo. La apoyé en el suelo, entre un grupo de fresales, y presioné la puerta para abrirlo.

Si bien Eros y Psique se alzaban, grandiosos, magníficos, en el jardín que estaba al frente de la casa —como un anticipo de la grandeza del propio edificio—, la fuente más pequeña tenía algo especial —un matiz de misterio y melancolía— oculto bajo la soleada claridad del jardín sur.

La fuente circular de piedra tenía dos pies de altura, y veinte de extensión máxima. Estaba cubierta por diminutos azulejos de vidrio de color azul cielo, como el collar de zafiros de Ceilán que lord Ashbury le había traído a lady Violet al regresar del Lejano Oriente.

En el centro se erigía un enorme y escarpado bloque de mármol rojizo, que duplicaba la altura de un hombre. Era ancho en la base y se afinaba hacia la cúspide. Equidistante entre ambas se destacaba —tallada en mármol blanco que contrastaba con el bloque rojizo— la figura de Ícaro tendido, en tamaño real. Las alas de pálido mármol, tallado a imitación de las plumas, estaban amarradas a los brazos extendidos y caían hacia atrás, rozando la piedra.

De la fuente surgían tres ninfas inclinadas hacia el héroe caído. Largas cabelleras rodeaban sus rostros angelicales. Una de ellas llevaba un arpa de pequeño tamaño, otra lucía una corona de hojas de hiedra y la tercera abrazaba el torso de Ícaro con sus níveas manos, tratando de levantarlo.

En ese momento, una pareja de aviones de color púrpura —indiferentes a la belleza de la escultura— bajaron en picado y se posaron sobre el bloque de mármol, antes de volver a emprender el vuelo para rozar la superficie del estanque y llenar su pico de agua. Mientras los observaba, el calor agobiante hizo surgir súbitamente en mí el imperioso deseo de hundir mi mano en el agua fresca. Miré hacia atrás, en dirección a la casa, ya lejana, demasiado sumida en su dolor para advertir que una criada, al fondo del jardín sur, hacía una pausa para refrescarse.

Dejé la bandeja en el borde de la fuente y apoyé tímidamente en los azulejos una de mis rodillas acaloradas, cubierta por las medias negras. Me incliné hacia adelante, extendí la mano hacia el agua donde se reflejaba el sol, y la aparté cuando sentí el primer contacto. Me remangué y volví a alargar la mano, lista para sumergir el brazo.

Entonces oí una risa, que resonó como música tintineante en el sereno día estival.

Permanecí inmóvil, escuchando. Incliné la cabeza y miré más allá de la estatua.

Pude distinguir a Hannah y Emmeline, pero no en el cobertizo de los botes, sino sentadas al otro lado, en el borde de la fuente. Mi sorpresa se acrecentó: ambas se habían quitado los vestidos de luto y sólo llevaban puesta la enagua, la prenda interior que cubría el corsé y los calzones con puntilla de encaje. También se habían deshecho de sus botas, que estaban olvidadas en el sendero de piedra. El cabello recogido en una larga trenza brillaba con el sol. Volví a mirar hacia la casa, sorprendida por su osadía. Me preguntaba si mi presencia podía considerarse una forma de complicidad, y en ese caso, si eso me preocupaba o si deseaba que así fuera.

Emmeline estaba acostada boca arriba, con los pies juntos, las piernas flexionadas. Las rodillas, tan blancas como su enagua, saludaban al claro cielo azul. Había doblado un brazo para permitir que su cabeza descansara sobre él. El otro —mostrando una piel pálida y blanca, que no parecía conocer el sol— se extendía hacia el agua. La muñeca giraba dibujando perezosamente un ocho en la superficie y provocando minúsculas olas.

Hannah estaba sentada a su lado, con una pierna ligeramente curvada y la otra flexionada de tal modo que podía apoyar el mentón en la rodilla. Los tobillos jugaban indolentemente en el agua. Los brazos rodeaban la pierna flexionada y en una de las manos sostenía una hoja de papel increíblemente fina, casi transparente bajo el resplandor del sol.

Yo saqué el brazo del agua, me arreglé la manga y recuperé la compostura. Eché un último vistazo a los destellos de la fuente y tomé otra vez la bandeja.

Cuando estuve más cerca de las hermanas, pude oír su conversación.

—… creo que es espantosamente obcecado —declaró Emmeline. Luego se metió en la boca una fresa del montón que habían recogido y arrojó el tallo hacia el jardín.

Hannah se encogió de hombros.

—Papá siempre ha sido muy testarudo.

—De todos modos, su rotunda negativa es una estupidez. Si David tiene entusiasmo suficiente para escribirnos desde Francia, lo menos que puede hacer es leer lo que nos cuenta.

Hannah miró hacia la escultura. Al inclinar la cabeza el brillo titilante de las olas de la fuente se reflejó en su rostro.

—David ha hecho quedar a papá como un tonto, haciendo a sus espaldas justo lo que le había pedido que no hiciera.

—Bah, de eso ha pasado casi un año.

—Papá no perdona fácilmente. Y David lo sabe.

—Pero es una carta tan divertida… Vuelve a leer la parte en la que cuenta el lío con la comida, lo del budín.

No pienso leerla otra vez. No debería haberlo hecho las primeras tres veces. Es demasiado vulgar para oídos inocentes. —Hannah sostuvo la carta frente a sí, y su sombra se proyectó sobre la cara de su hermana—. Aquí, por ejemplo, lee tú misma. Hay una ilustración muy elocuente en la segunda página.

Una cálida brisa agitó el papel y pude distinguir las líneas negras de un dibujo en el extremo superior.

Mis pasos resonaron en las blancas piedras del sendero y atrajeron la atención de Emmeline, que me vio, de pie detrás de Hannah.

—¡Limonada! —exclamó, olvidando por completo la carta, y levantando el brazo que tenía en el agua—. ¡Qué bien!, me muero de sed.

Hannah se volvió hacia mí, y guardó la carta en su corsé.

—Grace —saludó sonriente.

—Estamos tratando de escondernos del viejo verde —explicó Emmeline, mientras se sentaba de espaldas a la fuente—. Oh, este sol es delicioso, se me ha ido directamente a la cabeza.

—Y a las mejillas —agregó Hannah.

Emmeline alzó la cara hacia el sol y cerró los ojos.

—No me importa. Quiero que todo el año sea verano.

—¿Lord Gifford ya se ha ido, Grace? —preguntó Hannah.

—No podría asegurarlo, señorita —contesté, apoyando la bandeja en el borde de la fuente—, pero diría que sí. Estaba en el salón hace un rato, cuando serví el té, y la Señora no dijo que tuviera previsto quedarse.

—Espero que no —declaró Hannah—. Ya hay suficientes cosas desagradables en este momento, sin necesidad de que él ande buscando pretextos para mirar mi vestido toda la tarde.

Junto a un macizo de madreselvas rosadas y amarillas había una pequeña mesa de jardín de hierro forjado. La acerqué a la fuente para servir el almuerzo. Afirmé sus patas curvas entre las piedras del sendero, apoyé la bandeja y comencé a servir la limonada.

Hannah sostenía el tallo de una fresa y lo hacía girar entre el dedo pulgar y el índice.

—¿Pudiste oír algo de lo que dijo lord Gifford? —inquirió.

Dudé. Se suponía que yo no escuchaba lo que se decía mientras servía el té.

—Sobre las propiedades del abuelo, sobre Riverton —especificó. No me miraba, por lo que sospeché que se sentía tan incómoda por preguntarlo como yo por tener que responder.

Tragué saliva y dejé la jarra en la mesa.

—No estoy segura, señorita…

—¡Lo oyó! —exclamó Emmeline—, lo sé porque se ha sonrojado. ¿Lo oíste, verdad? —preguntó inclinándose hacia mí—. Bien, dinos, ¿qué sucederá? ¿Será para papá? ¿Nos quedaremos aquí?

—No lo sé, señorita —repuse, encogiéndome, como lo hacía cada vez que me enfrentaba a la altivez de Emmeline—. Nadie lo sabe.

Emmeline tomó un vaso de limonada.

—Alguien debe de saberlo —indicó altanera—. Lord Gifford, seguramente. ¿Por qué ha venido si no? ¿Qué otro motivo podría traerlo hasta aquí, aparte de hablar acerca del testamento del abuelo?

—Lo que quiero decir, señorita, es que depende.

—¿De qué?

—Del bebé de la tía Jemina —afirmó entonces Hannah, y me miró—. ¿Es así, Grace?

—Sí, señorita —reconocí serenamente—, al menos creo que es lo que dijeron.

—¿Del bebé de la tía Jemina? —preguntó Emmeline.

—Si es un varón —explicó pensativa Hannah— todo le corresponde a él. Si no, papá será lord Ashbury.

Emmeline, que acababa de llevarse una fresa a la boca, se tapó los labios con la mano y rio.

—¿Te imaginas a papá siendo dueño de la finca? Es demasiado torpe. —El lazo de seda que ceñía su enagua se había enganchado en el borde de la fuente, deshilachándose. Una larga hebra zigzagueaba por su pierna. Debía tenerlo presente para zurcirlo más tarde—. ¿Crees que él quiere que nosotras vivamos aquí?

Oh, sí, pensé para mis adentros. Deseaba que así fuera. Riverton había estado sumamente silencioso durante el año anterior. No había nada que hacer salvo volver a quitar el polvo de las habitaciones vacías y tratar de no pensar demasiado en los que aún seguían luchando en la guerra.

—No —aseveró Hannah con firmeza—. Papá no toleraría estar lejos de su fábrica.

—No lo sé —opinó Emmeline—, si hay algo que papá adora más que a su fábrica es Riverton. Entre todos los lugares del mundo, es su preferido. Aunque ¿por qué alguien desearía quedarse en medio de la nada, sin tener con quién hablar? —se preguntó, mirando al cielo. Luego hizo una pausa—. Hannah, ¿sabes en qué he estado pensando? —preguntó excitada—. Si papá fuera un lord, nos convertiríamos en miembros de la nobleza, ¿verdad?

—Supongo que sí —dijo Hannah—. ¿Qué importancia tiene?

De un salto, Emmeline se puso de pie y puso los ojos en blanco.

—Una gran importancia —afirmó. Entonces dejó su vaso en la mesa y volvió a subir al borde de la fuente—. La honorable Emmeline Hartford, de la mansión Riverton. Suena bien, ¿no crees?

Emmeline giró para hacer una reverencia a su reflejo en el agua. Parpadeó y tendió su mano.

—Encantada de conocerlo, apuesto caballero. Soy la Honorable Emmeline Hartford.

Luego rio, divertida con su propia ocurrencia, y comenzó a caminar por el borde de azulejos, con los brazos extendidos para equilibrarse, al tiempo que repetía su fórmula de presentación entre nuevas carcajadas.

Hannah la miró un momento, perpleja.

—¿Tienes hermanas, Grace?

—No, señorita. Tampoco hermanos.

—¿En serio? —preguntó, como si jamás hubiera considerado que fuera posible vivir sin hermanos.

—No he sido demasiado afortunada, señorita. Somos sólo mi madre y yo.

Ella me miró, entrecerrando los ojos ante la luz del sol.

—Tu madre. ¿Ella trabajó en esta casa?

Más que una pregunta, era una afirmación.

—Sí, señorita. Hasta que yo nací, señorita.

—Te pareces mucho a ella. Me refiero a tu aspecto físico.

Sus palabras me desconcertaron.

—¿Perdón, señorita?

—La vi en el álbum de recuerdos de la abuela. En una de esas fotografías de todos los inquilinos de la casa, tomada el siglo pasado.

Sin duda Hannah percibió mi confusión, porque se apresuró a decir:

—No estaba buscando esa fotografía, Grace. Trataba de encontrar un retrato de mi propia madre, cuando inesperadamente apareció. Me impresionó el parecido que tiene contigo. El mismo rostro hermoso, los mismos ojos bondadosos.

Yo nunca había visto una foto de mi madre en su juventud. La descripción de Hannah era tan diferente de la madre que yo conocía, que me asaltó un repentino e irrefrenable anhelo de verla por mí misma. Sabía dónde estaba guardado el álbum de recuerdos de lady Ashbury: en el cajón de la izquierda de su escritorio. Y desde que Myra trabajaba fuera de la casa, habían sido muchas las ocasiones en que me había quedado a solas mientras limpiaba la sala. Si me aseguraba de que los demás estuvieran ocupados en otro lugar y actuaba con rapidez, seguramente no sería difícil echar un vistazo. Pero me pregunté si me atrevería a hacerlo.

—¿Por qué no regresó a Riverton después de tu nacimiento?

—No era posible, señorita. No podía regresar con un bebé.

—Estoy segura de que la abuela ya había admitido madres con hijos entre el servicio —declaró, y sonrió—. Imagínate, podríamos habernos conocido cuando éramos niñas. —Hannah frunció ligeramente el ceño y miró el agua de la fuente—. Tal vez no era feliz aquí y no deseaba regresar.

—No lo sé, señorita —repuse, inexplicablemente molesta por tener que hablar sobre mi madre con Hannah—. Ella no habla nunca de ese tema.

—¿Está sirviendo en otra casa?

—Ahora hace trabajos de costura, señorita. En el pueblo.

—¿Trabaja para sí misma?

—Sí, señorita —confirmé, aunque nunca lo había visto de esa manera.

Hannah asintió.

—Eso debe de proporcionar cierta satisfacción.

La miré. No sabía si estaba bromeando. No obstante, su expresión era seria, reflexiva.

—No lo sé, señorita —contesté, vacilante—. Voy a verla esta tarde. Si lo desea puedo preguntárselo.

Los ojos de Hannah adquirieron un aspecto nebuloso, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos. Cuando me miró, las sombras se disiparon.

—No, no tiene importancia. ¿Has recibido noticias de Alfred? —me preguntó, rozando con el dedo el borde de la carta de David, que seguía guardada en su enagua.

—Sí, señorita —contesté, feliz de poder cambiar de tema. Alfred era terreno seguro. Formaba parte del universo de la casa—. Recibí una carta la semana pasada. Le darán permiso en septiembre y vendrá a vernos. Es decir, espero que así sea.

—Septiembre. No falta mucho. Seguramente te alegrará la idea de verlo.

—Sí, señorita. Sin duda.

Hannah me dirigió una sonrisa cómplice y me ruboricé.

—Lo que quiero decir, señorita, es que todos sus compañeros nos alegraremos de verlo.

—Por supuesto, Alfred es un muchacho encantador.

Mis mejillas se tiñeron de rojo, porque Hannah había adivinado.

Si bien seguían llegando cartas de Alfred para todo el servicio, cada vez más a menudo venían dirigidas sólo a mí. También el contenido había variado. Los temas relativos a la guerra eran reemplazados por chismes acerca de la casa y otras cosas, secretas: lo mucho que me echaba de menos, cuánto me necesitaba, el futuro… De pronto parpadeé y pregunté:

—¿Y el amo David, señorita? ¿Regresará pronto?

—No dice nada —declaró. Entonces pasó su mano sobre la superficie tallada de su relicario, echó un vistazo a Emmeline y bajó la voz—. A veces creo que nunca volverá.

—Oh, no, señorita —me apresuré a decir—. No debe pensar así. Estoy segura de que no ocurrirá nada…

Su risa me desconcertó.

—No me refiero a eso, Grace. Lo que quiero decir es que, ahora que ha logrado escapar, no creo que desee volver al redil. Con nosotros. Se quedará en Londres, estudiará piano y se convertirá en un gran músico. Tendrá una vida llena de romanticismo, de emoción, de aventura, como los juegos que solíamos jugar… —Señaló echando un vistazo a la casa y su sonrisa se desvaneció. Después suspiró largamente—. A veces…

Esas palabras quedaron flotando entre nosotras, aletargadas, pesadas, rotundas. Esperé la conclusión de la frase, que no llegó. No se me ocurría nada que decir, de modo que actué como mejor sabía: guardé silencio y rellené su vaso con la limonada restante. Entonces ella me miró y me ofreció su vaso.

—Grace, toma.

—Oh, no, señorita. Gracias, señorita. Estoy bien.

—No es cierto. Tus mejillas están casi tan rojas como las de Emmeline. Ten —ofreció y me pasó su vaso.

Miré a Emmeline, que del otro lado de la fuente arrojaba madreselvas rosadas y amarillas para que flotaran en el agua.

—De verdad, señorita, yo…

—Grace, hace calor. Insisto —apremió, con tono severo.

Suspiré y cogí el vaso. Estaba frío, tentadoramente frío. Lo acerqué a los labios y bebí apenas un sorbo cuando a mis espaldas se oyó una exclamación. Hannah y yo nos volvimos para ver de qué se trataba. Miré hacia arriba, entrecerrando los ojos. El sol había comenzado a deslizarse hacia el oeste y el aire era pesado.

Emmeline había trepado hasta la mitad de la estatua y estaba agazapada en una cornisa junto a Ícaro. Se había soltado la melena rubia, colocándose un ramillete de clemátides blancas detrás de la oreja. El borde mojado de su enagua se había pegado a sus piernas.

En la cálida y blanca luz del mediodía, Emmeline parecía formar parte de la escultura, como una ninfa acuática más que hubiese cobrado vida. Nos hizo señas y le dijo a Hannah:

—Ven, sube, desde aquí se ve todo el camino hacia el lago.

—Ya lo he visto —respondió Hannah—. Fui yo quien te lo mostré, ¿recuerdas?

Un zumbido atronó en el cielo. Era un aeroplano que volaba sobre nosotras. No reconocí el modelo. Alfred lo habría sabido.

Hannah lo siguió con la vista hasta que desapareció, perdido en un punto diminuto, en el resplandor del sol. Continuó observando el cielo vacío, el sol que no dejaba de brillar, que no se preocupaba por la guerra que arrasaba el continente vecino. De pronto se puso de pie, y con paso decidido se dirigió al banco del jardín donde había dejado su ropa. Cuando cogió su vestido negro, dejé la limonada y me acerqué a ayudarla.

—¿Qué haces? —le preguntó Emmeline.

—Me visto.

—¿Por qué?

—Hay algo que debo hacer en casa. —Hannah hizo una pausa y se arregló el corsé—. Una tarea de la señorita Prince, verbos en francés.

—¿Desde cuándo? Estamos de vacaciones —observó Emmeline frunciendo la nariz.

—Le pedí que me dejara deberes.

—No lo hiciste.

—Lo hice.

—Bien, entonces yo también voy —declaró Emmeline sin moverse de su lugar.

—Muy bien —repuso fríamente Hannah—. Si te aburres, probablemente lord Gifford todavía esté en casa para hacerte compañía —agregó y se sentó a atarse los cordones de sus botas.

—Venga —insistió Emmeline, enfurruñada—, dime de qué se trata. Sabes que puedo guardar un secreto.

—Gracias a Dios —exclamó Hannah—. No me gustaría que nadie supiera que estoy practicando los verbos en francés.

Emmeline se sentó, observó a Hannah y comenzó a golpetear con sus piernas una de las alas de mármol de la estatua.

¿Me juras que eso es lo que harás? —preguntó inclinando la cabeza.

—Lo juro. Voy a casa a hacer unas traducciones —aseguró y me dirigió una mirada furtiva. Entonces comprendí que había dicho una verdad a medias. Iba a traducir, pero no escribiría en francés sino en taquigrafía. Miré al suelo, desproporcionadamente feliz en mi papel de cómplice.

Emmeline agotó sus últimos recursos. Meneó lentamente la cabeza y entrecerró los ojos.

—Mentir es pecado mortal, lo sabes.

—Sí, niña piadosa —respondió Hannah, riendo.

Emmeline cruzó los brazos.

—Bien, sigue guardando tus tontos secretos. No me importa.

—Me alegra que lo entiendas. Gracias por la limonada, Grace.

Hannah me sonrió, le correspondí y luego ella se alejó hacia el Camino Largo.

—Lo descubriré, lo sabes —gritó Emmeline—. Siempre lo hago.

No hubo respuesta. Emmeline resopló y cuando me volví para mirarla vi que las flores blancas que habían decorado su cabello estaban desparramadas sobre las piedras.

—¿Ese vaso de limonada es para mí? —preguntó, mirándome con disgusto—. Estoy sedienta.

Esa tarde la visita a mi madre fue breve y, salvo por un detalle, no habría sido digna de recordar.

Habitualmente, mi madre y yo nos sentábamos en la cocina. Era el lugar donde había mejor luz para coser y donde solíamos pasar la mayor parte del tiempo antes de que yo comenzara a trabajar en Riverton. Sin embargo, ese día, cuando me recibió en la entrada, me llevó a la pequeña sala de estar contigua a la cocina. Sorprendida, me pregunté si no tendría otro invitado, porque raramente utilizaba esa habitación, que reservaba para las visitas importantes, como el doctor Arthur o el pastor de la iglesia. Me senté en una mesa junto a la ventana y esperé a que trajera el té.

Mi madre se había esforzado para que la sala luciera de la mejor manera posible, como advertí por algunos detalles. En la mesa que estaba junto a la pared había un jarrón que había pertenecido a mi abuela, de porcelana blanca con tulipanes pintados en el frente, conteniendo orgulloso un puñado de margaritas mustias. Y el almohadón que solía enrollar para usar detrás de la espalda mientras trabajaba estaba mullido y cuidadosamente colocado en medio del sofá. Como un astuto impostor, sentado allí todo orondo, contemplando el mundo como si su única función fuera decorativa.

Aunque la sala estaba particularmente limpia —años de servicio doméstico le habían permitido a mi madre lograr niveles de excelencia— no la recordaba tan pequeña y fea. Las paredes amarillas, que alguna vez tuvieron un aspecto alegre, se veían descoloridas, y combadas hacia dentro, como si únicamente la presencia del viejo sofá y las sillas las salvaran del derrumbe. Los cuadros, marinas que habían inspirado muchas de mis fantasías infantiles, habían perdido su magia, y me parecían deslucidos y mal enmarcados.

Mi madre trajo el té y se sentó frente a mí. La observé mientras lo servía. Sólo había dos tazas, es decir, que no habría otros invitados. El arreglo de la habitación, las flores, el almohadón mullido…, eran para mí.

Tomé la taza que me ofrecía y advertí que estaba mellada en el borde. Era una falla diminuta, pero el señor Hamilton jamás la habría tolerado. En Riverton no se admitían tazas desportilladas, ni siquiera para la servidumbre.

Mi madre sostuvo su taza con las dos manos y vi que sus dedos se montaban uno sobre el otro. En esas condiciones, no entendía cómo podía coser. Me preguntaba desde cuándo estaría tan mal y cómo se ganaba la vida. Todas las semanas yo le enviaba una parte de mi sueldo, pero seguramente no era suficiente. Abordé cautelosamente el tema.

—No es asunto tuyo —respondió—. Me las apaño.

—Pero, madre, deberías habérmelo dicho. Puedo enviarte más dinero. No tengo en qué gastarlo.

Su rostro demacrado oscilaba entre la actitud defensiva y la derrota. Por fin, suspiró.

—Eres una buena chica, Grace. Estás cumpliendo con tu deber. No tienes que preocuparte por la mala fortuna de tu madre.

—Por supuesto que sí.

—Sólo te pido que te asegures de no cometer los mismos errores.

Me armé de valor, y me atreví a preguntar suavemente:

—¿Qué errores, madre?

Ella miró hacia otro lado. Yo esperé, con el corazón trémulo, mientras ella se mordía el agrietado labio inferior. Me preguntaba si por fin me confiaría los secretos que desde siempre habían estado silenciosamente presentes entre nosotras.

—Shhh —fue todo lo que dijo, mirándome a la cara, como si diera un portazo que cerraba la posibilidad de acceder al tema. Luego irguió el mentón y me preguntó, como de costumbre, por la casa y la familia.

¿Qué esperaba? ¿Un cambio repentino, absolutamente singular, en los hábitos de mi madre? ¿Una confesión de sus desgracias pasadas que explicara su aspereza, que nos permitiera tener la comprensión mutua que nunca habíamos logrado?

Tal vez sí. Ya sabes, era joven. Ésa es mi única excusa.

Pero ésta es una historia real, no una ficción, y por lo tanto no debe sorprenderte que aquello que yo esperaba no se hiciera realidad. En cambio, tragué el amargo bocado de la desilusión y le hablé de las muertes, sin que pudiera evitar el tono petulante de mi voz mientras relataba las recientes desgracias de la familia. Primero el mayor; el rostro sombrío con que el señor Hamilton había recibido el telegrama ribeteado en negro; los dedos de Jemina, tan temblorosos que no le permitían abrirlo; y luego lord Ashbury, apenas unos días más tarde.

Mi madre meneó lentamente la cabeza, un gesto que destacaba su cuello delgado, y dejó su taza de té.

—Eso he oído decir, aunque no sabía en qué medida los chismes eran ciertos. Sabes tan bien como yo cuánto le gusta cotillear a la gente de este pueblo.

Asentí.

—¿Cuál fue entonces la causa de la muerte de lord Ashbury? —preguntó.

—El señor Hamilton dice que fue una acumulación de todo. En parte, un ataque, y en parte, el calor.

Mi madre asentía mientras se mordía el carrillo.

—¿Y qué opina la señora Townsend?

—Que no fue por nada de eso. Cree que, sencillamente, murió de pena. —Bajé la voz, y adopté el mismo tono reverente que había utilizado la señora Townsend—. Dice que la muerte del mayor destruyó el corazón de Su Señoría. Que cuando lo mataron todas las esperanzas y los sueños de su padre cayeron con él en suelo francés.

Mi madre sonrió, pero el suyo no era un gesto de felicidad. Meneó lentamente la cabeza, miró la pared que tenía delante, sus pinturas con escenas de mares lejanos.

—Pobre, pobre señor Frederick —comentó.

Sus palabras me sorprendieron. Al principio pensé que había oído mal, o que ella se había equivocado al pronunciar su nombre, porque no comprendía a qué se refería. Pobre lord Ashbury. Pobre lady Violet. Pobre Jemina. ¿Pero Frederick?

—No debes preocuparte por él —señalé—, es probable que herede la casa.

—Para ser feliz no basta la riqueza, niña.

No me gustaba que mi madre hablara sobre la felicidad. La palabra carecía de significado cuando ella la pronunciaba. Con la amargura que reflejaban sus ojos y su casa vacía, era la persona menos indicada para aconsejar sobre el tema. De alguna manera, me sentí reprendida por una ofensa que no supe identificar.

—Trata de decírselo a Fanny —respondí, molesta.

Mi madre frunció el ceño. Comprendí que no sabía de quién hablaba.

—Oh —dije, con una inexplicable alegría—. Lo olvidé, no la conoces. Es la protegida de lady Clementine; pretende casarse con el señor Frederick.

Mi madre me miró y empalideció.

—¿Casarse? ¿Con Frederick?

Asentí.

—Fanny lleva persiguiéndolo durante todo el año.

—¿Y aun así él no le ha propuesto matrimonio?

—No, pero es sólo cuestión de tiempo.

—¿Quién piensa eso? ¿La señora Townsend?

—Myra.

Mi madre se recuperó, esbozó una ligera sonrisa.

—Esa Myra se equivoca. Frederick no volverá a casarse. No después de Penelope.

—Myra no suele equivocarse.

—En esto, se equivoca —afirmó mi madre cruzando los brazos.

Me agradó su certeza. Sentí que sabía mejor que yo lo que sucedía en la casa.

—La señora Townsend está de acuerdo con ella. Dice que lady Violet aprueba esa unión y que, aunque aparentemente al señor Frederick no le importe demasiado la opinión de su madre, en las cuestiones importantes jamás se atrevería a contrariarla.

—No —reconoció mi madre. En su rostro apareció una sonrisa, que luego se desvaneció—. Supongo que no se atrevería —repitió y miró hacia la ventana abierta, por donde se veía el muro de piedra gris de la casa vecina—. Es sólo que, volver a casarse… nunca pensé que lo haría.

Su voz había perdido firmeza. Me sentí mal. Avergonzada de mi deseo de poner a mi madre en su lugar. Seguramente le había tenido cariño a Penelope, la madre de Hannah y Emmeline. ¿Qué otra cosa podía explicar su rechazo a la idea de que el señor Frederick reemplazara a su esposa muerta, su desaliento cuando yo insistí en que era verdad?

Puse mi mano sobre las suyas.

—Tienes razón, madre. He hablado de más. No podemos saberlo.

Mi madre no dijo nada. Me incliné más hacia ella.

—Y a decir verdad, no hay indicios de que el señor Frederick sienta algo por Fanny. Mira con más adoración a su fusta que a ella.

Mi broma fue un intento de halagarla y me sentí mejor cuando me miró. Sentí, además, una sorpresa indefinible, porque en ese momento, con el sol de la tarde acariciándole la mejilla y tornando de un matiz verdoso sus ojos castaños, mi madre me pareció casi bella. Una palabra que jamás habría creído apropiada para ella. Limpia y pulcra, tal vez, pero nunca bella.

Pensé en las palabras de Hannah, en lo que me había dicho sobre la fotografía de mi madre, y eso terminó de convencerme: tenía que verla por mí misma. Ver qué clase de persona era esa joven a la que Hannah había calificado de bella y a la que la señora Townsend recordaba con tanto cariño.

—Siempre fue un gran jinete —declaró, apoyando su taza en el alféizar. Luego, para mi asombro, tomó mi mano entre las suyas y acarició mis palmas agrietadas—. Cuéntame más sobre tus tareas. Por lo que se ve, te han tenido terriblemente ocupada por allí.

—No está tan mal —empecé, conmovida por su raro gesto de afecto—. La limpieza y el lavado de la ropa no son muy interesantes, pero hay otras tareas menos pesadas.

Ella inclinó la cabeza en señal de interrogación.

—Myra ha estado tan ocupada con su trabajo de guarda de tren que he tenido que ocuparme de la mayor parte del trabajo de la casa.

—¿Te gusta lo que haces, mi niña? ¿Allí, en esa gran casa? —me preguntó con voz serena.

Asentí.

—¿Y qué es lo que te gusta de todo eso?

Estar en habitaciones decoradas con delicadas porcelanas y pinturas y tapices. Escuchar cómo Hannah y Emmeline bromean, juegan y sueñan, pensé. Pero de pronto recordé cómo se había sentido mi madre un rato antes y de inmediato encontré una manera de complacerla.

—Me hace feliz —afirmé, admitiendo algo que ni siquiera me había atrevido a reconocer—. Espero convertirme en una verdadera doncella algún día.

Mi madre me miró y frunció ligeramente el ceño.

—Es una buena manera de forjarse un futuro, mi niña —aseveró, en voz baja—. Pero la felicidad necesita del calor del propio hogar. No puede tomarse de jardines ajenos.

El comentario de mi madre seguía rondando en mi cabeza mientras caminaba de regreso a Riverton, a última hora de la tarde. Sin duda, me aconsejaba que no olvidara cuál era mi lugar. Ya me había aleccionado sobre ese tema más de una vez. Quería que tuviera presente que sólo encontraría felicidad junto al carbón que ardía en el hogar de la sala de los sirvientes, no en las delicadas perlas del tocador de una dama. Pero los Hartford no eran extraños. Y si yo obtenía algún placer al trabajar junto a ellos, escuchar sus conversaciones, apreciar sus hermosos vestidos, ¿qué mal podía causarme todo aquello?

Sus celos me habían impactado. Ella envidiaba mi lugar en esa gran casa. Estaba claro que le había tenido cariño a Penelope, la madre de las chicas, porque ¿qué otra cosa podía explicar su reacción cuando mencioné que el señor Frederick volvería a casarse? Y verme en la posición que ella alguna vez tuvo le recordaba que se había visto obligada a abandonarla. ¿Realmente no había tenido otra alternativa? Hannah había dicho que lady Violet había admitido antes madres con hijos. Por otra parte, si a mi madre le molestaba que yo hubiera ocupado su lugar, ¿por qué había insistido tanto en que ingresara en el servicio de Riverton?

Disgustada, di un puntapié a un terrón del suelo que ya había aflojado el casco de un caballo. Era imposible. Nunca lograría desenredar los nudos y los secretos que mi madre había tejido entre nosotras. Pero si ella no consideraba apropiado revelarlos, y se limitaba a ofrecerme herméticos discursos acerca de la mala fortuna y a recordarme cuál era mi lugar, ¿cómo podía esperarse que respondiera a sus expectativas?

Respiré profundamente. No era posible. Mi madre no me dejaba más alternativa que emprender mi propio camino y eso era lo que estaba decidida a hacer. Y si eso significaba aspirar a subir un escalón en la jerarquía del servicio, así sería. Salí del sendero flanqueado por árboles y me detuve un instante para observar la casa. El sol se había ocultado. Riverton estaba a oscuras. Parecía un enorme abejorro negro posado en la colina, acurrucado en el bosque, y en su propia pena. Pero aun así, me invadió una agradable sensación de certeza. Por primera vez en mi vida me sentía segura. En algún lugar, entre el pueblo y Riverton, había perdido la sensación de que, si no me aferraba a ella con todas mis fuerzas, me liquidarían.

Entré en la oscura sala de los sirvientes y me dirigí hacia el sombrío pasillo. Mis pasos resonaron en el frío suelo de piedra. Cuando llegué a la cocina, todo estaba en silencio. El aroma de la carne guisada trepaba por las paredes pero no vi a nadie por allí. Detrás de mí, en el comedor, se oía claramente el tictac de las agujas del reloj. Miré a través de la puerta. Nadie. En la mesa, una solitaria taza de té descansaba sobre su plato, servida para un ser invisible. Me quité el sombrero, lo colgué en un gancho de la pared y me alisé la falda. Mi suspiro reverberó en las paredes silenciosas. Sonreí. Nunca había tenido esa zona de la casa sólo para mí.

Miré el reloj. No me esperaban hasta dentro de media hora. Decidí que tomaría una taza de té. La que me había servido mi madre me había dejado un gusto amargo.

En la mesa de la cocina encontré la tetera todavía tibia, con su cubierta de lana.

La puse sobre el fogón y cogí una taza. La olla silbaba ruidosamente cuando apareció Myra, que se asombró al verme.

—Es Jemina —anunció—. El bebé está en camino.

—Si no lo esperaba hasta septiembre.

—Ya, pero eso él no lo sabe —repuso, arrojándome una pequeña toalla—. Lleva arriba esto y un recipiente con agua fría. No puedo encontrar a los demás y alguien tiene que llamar al médico.

—Pero no llevo el uniforme…

—No creo que a la madre o al niño les importe —señaló Myra y desapareció en el despacho del señor Hamilton para llamar por teléfono.

—Pero ¿qué debo decir? —pregunté a la habitación vacía, a mí misma, a la toalla que tenía en la mano—. ¿Qué hago?

Myra asomó la cabeza por el vano de la puerta.

—Bueno, no lo sé. Tendrás que inventar algo —contestó, agitando una mano en el aire—. Simplemente dile que todo está en orden.

Puse la toalla sobre mi hombro, llené un recipiente con agua y subí, siguiendo las indicaciones de Myra. Me temblaban las manos y vertí algunas gotas de agua en la alfombra del pasillo formando oscuras manchas de color bermellón.

Cuando llegué a la habitación de Jemina, vacilé. Desde el otro lado de la sólida puerta llegaba un quejido ahogado. Inspiré profundamente, golpeé y entré.

La habitación estaba a oscuras, salvo por un potente rayo que se colaba entre las cortinas tímidamente abiertas. El haz de luz estaba salpicado con motas de polvo. La cama de caoba era una masa oscura en el centro de la habitación, donde Jemina estaba tendida, muy quieta, respirando trabajosamente.

Me acerqué a la cama y me agaché tímidamente junto a ella. Dejé el recipiente en la pequeña mesilla.

Jemina gimió y yo me mordí el labio. No sabía qué hacer.

—Está bien —susurré suavemente, como mi madre me decía cuando tuve escarlatina—. Está bien.

Ella se estremeció, y dio tres bocanadas de aire, apretando los ojos cerrados.

—Todo irá bien —repetí. Humedecí la toalla en el agua y la doblé para ponerla sobre su frente.

—James… —le oí decir—. James… —El nombre sonaba hermoso en sus labios.

No había nada que pudiera decir ante eso, por lo que permanecí en silencio.

Se sucedieron más quejidos, más gemidos. Ella se retorcía, llorando sobre la almohada. Sus dedos buscaban un imposible consuelo en la sábana vacía que estaba a su lado.

Luego volvió la serenidad. Su respiración se sosegó.

Le quité el paño de la frente. El calor de su piel lo había entibiado. Lo sumergí nuevamente en la palangana con agua, lo escurrí, volví a plegarlo y me acerqué para ponerlo otra vez sobre su frente.

Jemina abrió los ojos, parpadeó, trató de reconocer mi cara en la oscuridad.

—Hannah —farfulló, suspirando.

Su error me sorprendió. Y me agradó infinitamente. Abrí la boca para corregirla pero me contuve cuando ella alargó su brazo y tomó mi mano.

—Qué bien que estés aquí —declaró, apretándome los dedos—, tengo tanto miedo, no puedo sentir nada.

—Todo está en orden. El bebé está descansando.

Mis palabras parecieron calmarla un poco.

—Sí, siempre es así justo antes de que nazca. Es sólo que… Es demasiado pronto —dijo y giró la cabeza. Cuando volvió a hablar su voz era tan débil que tuve que esforzarme por entenderla—. Todos quieren que sea un niño, pero no puedo. No puedo perder otro.

—Eso no sucederá —señalé, con la esperanza de que así fuera.

—Sobre mi familia pesa una maldición —afirmó, con el rostro todavía oculto en la almohada—. Mi madre me lo advirtió, pero no la creí.

Pensé que había perdido el juicio. Que el dolor la había trastornado volviéndola presa de supersticiones.

—Las maldiciones no existen —indiqué suavemente.

Oí un ruido, una mezcla de risa y sollozo.

—Oh, sí. Es la misma que mató al hijo de nuestra querida y difunta reina. La maldición hace que se desangren. —Jemina se quedó quieta, se pasó la mano por el vientre y giró para mirarme. Su voz era apenas más que un susurro—. Pero las niñas… la maldición no cae sobre ellas.

La puerta se abrió. Myra apareció, seguida por un hombre de mediana edad y una expresión de permanente censura, que resultó ser el médico, aunque no era el doctor Arthur, el médico del pueblo. Acomodamos las almohadas, Jemina se enderezó y encendimos una luz. En determinado momento advertí que había recuperado mi mano. Después me apartaron de la cama y me expulsaron de la habitación.

Las horas pasaron, anocheció, y yo esperé, dando vueltas por la cocina rogando que todo saliera bien. Aun cuando tenía montones de cosas que hacer para entretenerme, el tiempo parecía haberse detenido. Debía servir la cena, abrir las camas, recoger la ropa limpia para el día siguiente. Pero todo el tiempo mi mente seguía junto a Jemina.

Por fin, cuando a través de la ventana de la cocina vi el último resplandor del sol ocultándose en el oeste, detrás del bosque, se oyeron los pasos de Myra bajando la escalera, con el recipiente y la toalla en la mano.

Habíamos terminado de cenar y aún estábamos sentados a la mesa.

—¿Y bien? —preguntó la señora Townsend, aferrando ansiosamente el pañuelo junto a su pecho.

—Bien… —repitió Myra, dejando la palangana y la toalla en la mesa de la cocina. Luego nos miró sin poder contener una sonrisa—. A las ocho y veintiséis minutos la madre ha dado a luz a un bebé, pequeño, pero saludable.

Aguardé impaciente.

—Sin embargo, no puedo evitar sentir cierta pena por ella —agregó Myra levantando las cejas—. Es una niña.

Eran las diez en punto cuando regresé, después de recoger la bandeja de la cena de Jemina. Se había quedado dormida, con la pequeña Gytha arropada entre sus brazos. Antes de apagar la lámpara que estaba junto a la cama, me detuve un momento para mirar a la minúscula niña: los labios fruncidos, un mechón de cabello rojizo, los ojos cerrados con fuerza. No era una heredera sino un bebé, que viviría, crecería, amaría. Y un día, tal vez, tendría sus propios hijos.

Salí de la habitación de puntillas, llevando la bandeja. Sólo mi lámpara alumbraba el oscuro pasillo, y mi sombra se proyectaba sobre la fila de retratos que colgaban de las paredes. Mientras el nuevo miembro de la familia dormía profundamente al otro lado de la puerta, unos cuantos antepasados Hartford hacían su silenciosa vigilia, observando serenamente la entrada de una casa que alguna vez les perteneció.

Cuando pasé junto al salón principal advertí que una tenue luz se filtraba por debajo de la puerta. En medio de las dramáticas circunstancias de la noche, el señor Hamilton se había olvidado de apagar la lámpara. Gracias a Dios, sólo yo lo había visto. A pesar de la bendición del nacimiento de su nueva nieta, lady Violet se habría puesto furiosa si hubiera descubierto que se violaban sus normas sobre el luto.

Abrí la puerta, y me detuve, petrificada. Allí, en el sillón de su padre, estaba el señor Frederick. El nuevo lord Ashbury.

Tenía las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en una mano, de modo que su rostro quedaba oculto.

En la mano izquierda tenía la carta de David. Pude reconocerla por el inconfundible dibujo del extremo superior. La carta que Hannah había leído junto a la fuente, la que había hecho reír nerviosamente a Emmeline.

La espalda del señor Frederick se estremecía. A primera vista podría haberse dicho que también él reía. Entonces escuché un sonido que nunca he olvidado. Que jamás olvidaré. Un sollozo ahogado, gutural, profundo, inconscientemente lúgubre. Permanecí allí un instante, incapaz de moverme. Después me di la vuelta, fui hacia la puerta y la cerré tras de mí, para no seguir siendo un oculto espectador de su pena.

Un golpe en la puerta me devuelve a la realidad. Es 1999, estoy en mi habitación de Heathview. La fotografía, con nuestros rostros graves e inconscientes, sigue en mis manos. La joven actriz, sentada en su silla marrón, observa las puntas de su largo cabello. ¿Durante cuánto tiempo he estado ausente? Miro el reloj. Acaban de dar las diez. ¿Es posible? ¿Es posible que las barreras de la memoria se hayan desvanecido, que las imágenes y fantasmas del pasado se hayan materializado, y que aun así el tiempo no haya pasado?

La puerta se abre y Ursula vuelve a la habitación. Sylvia entra inmediatamente después, balanceando tres tazas de té en una bandeja de plata, algo más llamativa que la habitual, de plástico.

—Lo siento mucho —dice Ursula volviendo a sentarse en el extremo de mi cama—. No suelo hacer esto. Era urgente.

En un primer momento, no comprendo a qué se refiere. Luego veo que tiene en la mano el teléfono móvil.

Sylvia me alcanza una taza de té y camina alrededor de mi silla para ofrecerle otra taza humeante a Keira.

—Espero que hayan comenzado la entrevista sin mí —señala Ursula.

Keira sonríe y se encoge de hombros.

—Hace tiempo que hemos terminado.

—¿De verdad? —pregunta Ursula, abriendo los ojos por debajo de su espeso flequillo—. No puedo creerlo. Me he perdido toda la entrevista. Tenía mucha curiosidad por escuchar los recuerdos de Grace.

Sylvia pone una mano en mi frente.

—Parece un poco febril. ¿Necesita algún analgésico?

—Estoy perfectamente bien.

Sylvia arquea una ceja.

—Estoy bien —repito, con toda la firmeza que puedo reunir.

Sylvia no me cree, menea la cabeza y deja oír una interjección. Sé que se está frotando las manos. Sé que piensa: «Por el momento, ya verás luego». No duda que estaré pidiendo un calmante para el dolor antes de que mis invitadas hayan subido a su automóvil. No puedo negarlo. Tal vez tenga razón.

Keira toma un sorbo de té verde y deja la taza sobre mi tocador.

—¿Hay un baño?

Puedo sentir que los ojos de Sylvia me perforan.

—Sylvia —intervengo, con voz ronca—, ¿puedes acompañar a Keira hasta el aseo del pasillo?

Sylvia apenas puede contenerse.

—Por supuesto —contesta. Y aunque no puedo verla, sé que está pavoneándose—. Es por aquí, señorita Parker.

Cuando la puerta se cierra, Ursula me sonríe.

—Le agradezco que haya recibido a Keira. Es la hija de un amigo del productor y estoy obligada a prestarle especial atención. —Entonces mira hacia la puerta, baja la voz y elige cuidadosamente sus palabras—. No es mala chica, pero le falta un poco de… tacto.

—No lo he notado.

Ursula ríe.

—Es lo que ocurre cuando se tienen padres que trabajan en esta industria. Estos chicos ven que sus padres reciben premios por ser ricos, famosos y guapos. ¿Quién puede culparlos por querer lo mismo?

—Es lógico.

—No obstante, me hubiera gustado poder hacer de carabina.

—Si no deja de disculparse, conseguirá convencerme de que ha hecho algo incorrecto. Me recuerda a mi nieto.

Ursula parece avergonzada y advierto que hay algo distinto en sus ojos oscuros. Una sombra que no había percibido antes.

—¿Ha resuelto sus problemas? ¿Los del teléfono? —pregunto.

Ella suspira y asiente.

—Sí.

Luego hace una pausa. Yo permanezco en silencio, esperando que siga hablando. Hace ya tiempo que aprendí que el silencio invita a hacer todo tipo de confidencias.

—Tengo un hijo —explica—, Finn. —El nombre deja en sus labios una sonrisa, mezcla de tristeza y alegría—. El sábado pasado cumplió tres años. —Por un instante su mirada se aparta de mi cara y vaga por el borde de la taza de té con la que juguetea—. Su padre…, él y yo nunca… —Ursula golpea dos veces su taza con la uña y vuelve a mirarme—. Sólo estamos Finn y yo. Fue mi madre quien llamó por teléfono. Ella se ocupa de él mientras se rueda la película. Por lo visto, el niño se ha caído.

—¿Está bien?

—Sí, tiene un esguince en la muñeca. El médico se la ha vendado. Está bien —asegura sonriendo, pero sus ojos se llenan de lágrimas—. Lo siento, no sé qué me pasa…, todo ha ido bien, no sé por qué lloro.

—Está preocupada —indico, mirándola— y aliviada.

—Sí —reconoce, y de pronto parece muy joven y frágil—. Y me siento culpable.

—¿Culpable?

—Sí —asegura, pero no entra en detalles. Saca de su bolso un pañuelo de papel y se seca los ojos—. Es fácil hablar con usted. Me recuerda a mi abuela.

—Debe de ser una mujer encantadora.

Ursula ríe.

—Sí —afirma, llevándose el pañuelo a la nariz—. Por Dios, debo de tener un aspecto terrible. Discúlpeme por molestarla con todo esto, Grace.

—Ya vuelve a disculparse. Insisto en que no lo haga.

Se oyen pasos. Ursula mira hacia la puerta y se suena la nariz.

—Al menos permítame darle las gracias. Por recibirnos, por conversar con Keira. Por escucharme.

—Me ha gustado hacerlo —declaro, y me sorprendo de que sea verdad—. No suelo recibir muchas visitas últimamente.

La puerta se abre y ella se pone de pie. Se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla.

—Volveré pronto —promete, apretándome suavemente la muñeca.

Me siento infinitamente complacida.