Capítulo 9

El veinte de julio

Voy a aparecer en la película. No yo, sino una jovencita que interpreta ese papel. Por lo visto, haber sobrevivido hasta hoy me convierte en una curiosidad digna de ser exhibida, sin importar cuál fuera mi grado de conexión con los hechos.

Hace dos días recibí una llamada telefónica de Ursula, la joven cineasta de figura delgada y largo cabello ceniciento, preguntándome si aceptaría reunirme con la actriz que tendrá el dudoso honor de hacer de «Primera doncella», ahora rebautizada «Grace».

Vendrán aquí, a Heathview. No es que sea el lugar más propicio para una cita, pero carezco del ánimo y la energía necesarios para recorrer un largo trayecto y no estoy dispuesta a hacer ese esfuerzo.

De modo que aquí estoy. Sentada en la silla de mi habitación, esperando.

Oigo que llaman a la puerta. Miro el reloj: las nueve y media. Son puntuales. Advierto que contengo el aliento y me pregunto por qué.

Ya están en la habitación —mi habitación— Sylvia, Ursula y la joven encargada de representar el papel de Grace.

—Buenos días, Grace —saluda Ursula, sonriéndome bajo su flequillo color trigo. Después hace algo imprevisto: se inclina hacia mí y me besa en la mejilla. Siento sus cálidos labios en mi piel seca y grisácea.

Mi voz no logra salir de la garganta.

Ursula se sienta en el extremo de mi cama, sobre la manta —un atrevimiento que, según descubro con sorpresa, no me molesta— y me toma la mano.

—Grace, ella es Keira Parker —anuncia, y gira para dedicarle una sonrisa a la joven que está detrás de mí—. Hará de usted en la película.

La joven, Keira, surge de la oscuridad. Tiene unos diecisiete años, y descubro asombrada su simétrica belleza. El cabello rubio que le llega a los omóplatos está recogido en una cola de caballo; el rostro oval; los labios carnosos pintados con lápiz de labios brillante; los ojos azules debajo de las cejas claras. Un rostro hecho para vender chocolates.

Me aclaro la garganta, no olvido los modales.

—Tome asiento, por favor —la invito, señalando la silla de plástico marrón que Sylvia se ha anticipado a traer desde el comedor.

Keira se sienta con delicadeza. Cruza las delgadas piernas enfundadas en unos vaqueros y mira subrepticiamente hacia la izquierda, donde está mi tocador. Los vaqueros están raídos, deshilachados. Sylvia me ha dicho que los harapos ya no son indicio de pobreza sino de estilo. Keira sonríe impasible, mientras su mirada recorre mis pertenencias. De pronto, recuerda que debe ser amable:

—Gracias por recibirme, Grace.

Me resulta humillante que me llame por mi nombre de pila. Pero me reprendo a mí misma y me obligo a ser razonable. Si se hubiera dirigido a mí invocando mi título o diciendo mi apellido habría insistido en que esas formalidades no eran necesarias.

Veo que Sylvia todavía ronda cerca de la puerta abierta, quitando el polvo del marco con un trapo, una diligencia con la que trata de disimular su curiosidad. Le encantan los actores de cine y los ídolos del fútbol.

—Sylvia, querida, ¿podríamos ofrecer un té a nuestras invitadas?

La cara de Sylvia es un modelo de intachable devoción.

—¿Té?

—Con unos bizcochos. ¿Puede ser?

—Por supuesto —responde, guardando con desgana su trapo en el bolsillo.

Miro a Ursula.

—Sí, por favor, té blanco —pide ella.

Sylvia se dirige a Keira.

—¿Y usted, señorita Parker?

Percibo nerviosismo en la voz de Sylvia y veo que sus mejillas se tiñen de un rojo intenso. Comprendo entonces que la joven actriz debe de ser una figura conocida para ella.

—Té verde con limón —contesta Keira bostezando.

—Té verde —repite lentamente Sylvia, como si de repente hubiera descubierto el misterio del origen del universo—. Limón —vuelve a decir, mientras permanece inmóvil en el vano de la puerta.

—Gracias, Sylvia, para mí, lo de siempre —le indico.

—Muy bien —contesta Sylvia parpadeando, como si se hubiera roto el hechizo, retirándose finalmente. La puerta se cierra detrás de ella y me quedo a solas con mis dos invitadas.

De inmediato lamento que Sylvia no esté conmigo. Se apodera de mí la sensación súbita e irracional de que su presencia evitará que el pasado regrese.

Pero se ha ido, y las tres permanecemos un momento en silencio. Le echo otro vistazo a Keira, observo su rostro, trato de reconocer a la joven que fui en sus bellos rasgos. De pronto una difusa y amortiguada melodía rompe el silencio.

—Perdón —dice Ursula mientras busca algo en su bolso—. Creía haberle quitado el sonido. —Saca entonces un pequeño teléfono móvil de color negro y los crescendos quedan interrumpidos cuando ella pulsa una tecla—. Lo siento mucho —repite, sonriendo con incomodidad. Luego mira el visor de su teléfono y la consternación le nubla el rostro—. ¿Me disculpan un momento?

Keira y yo asentimos y Ursula sale de la habitación con el teléfono en la oreja.

Cuando la puerta se cierra me dirijo a mi joven entrevistadora.

—Bien, supongo que debemos comenzar.

Ella asiente casi imperceptiblemente y saca de su gran bolso una carpeta. La abre y toma un montón de papeles, sujetos con un clip. Por el aspecto del texto deduzco que se trata de un guión: puedo distinguir palabras en letras mayúsculas, resaltadas en negrita, en medio de la página, seguidas de largos párrafos escritos con una tipografía común.

Después de pasar algunas páginas, Keira se detiene.

—Me interesaría saber cómo era su relación con la familia Hartford. Con las chicas.

Asiento. Es justamente lo que había sospechado.

—El mío no es un papel protagonista —señala Keira—. No tengo grandes diálogos, pero aparezco en muchas de las escenas del principio. Sirviendo bebidas y ese tipo de cosas, como usted sabe.

Vuelvo a asentir.

—De todos modos, Ursula pensó que sería una buena idea que conversara con usted sobre las chicas Hartford. Que me dijera qué pensaba de ellas. Así podría encontrar mi motivación. —Keira enfatiza esta última palabra, como si fuera un término extranjero con el que tal vez yo no estoy familiarizada. Luego endereza la espalda y su expresión se cubre de una pátina de fortaleza—. Aunque el mío no sea un papel principal, es importante que mi interpretación sea sólida. Nunca se sabe quién puede ser el espectador.

—Por supuesto.

—Nicole Kidman obtuvo su papel en Días de trueno, sólo porque Tom Cruise la vio en un film australiano.

Intuyo que ese hecho y esos nombres deberían significar algo importante para mí, por lo que asiento, y ella continúa.

—Por eso necesito que me diga cómo se sentía con respecto a su trabajo, y a las chicas. —Keira se inclina y me mira con sus ojos azules semejantes al frío cristal veneciano—. Para mí es una ventaja… que usted todavía… quiero decir, que el hecho de que aún esté…

—Viva. Sí, lo imagino —respondo, enternecida por su candor—. ¿Qué es exactamente lo que desearía saber?

Ella sonríe aliviada. El curso de nuestra conversación ha amortiguado su falta de tacto.

—Bueno —masculla, recorriendo con la vista la hoja de papel que descansa sobre sus rodillas—, le haré primero las preguntas más obvias.

Mi corazón se acelera. He decidido responder honestamente, sin importar cuál sea la pregunta. Un juego de ruleta para mi propio entretenimiento.

—¿Le gustaba ser sirvienta?

—Sí, durante un tiempo —contesto con una exhalación que es más que un suspiro.

Keira me mira incrédula.

—¿De verdad? No puedo imaginar que alguien disfrute estando a disposición de la gente todo el día. ¿Qué era lo que le gustaba de su trabajo?

—Todos se convirtieron en una familia para mí. Disfrutaba de su camaradería.

—Cuando dice «todos», ¿se refiere a Emmeline y Hannah? —me pregunta con ojos ávidos.

—No, me refiero a mis compañeros de la servidumbre.

—¡Oh! —exclama Keira, desilusionada.

Sin duda ella había vislumbrado la posibilidad de un rol más importante para sí misma, lo que habría supuesto un reajuste en el guión: Grace, la criada, dejaría de ser un mero observador, para convertirse en un miembro secreto del círculo de las hermanas Hartford. Es joven, por supuesto, y proviene de un mundo diferente. No concibe el hecho de que no se puedan cruzar determinados límites.

—Está bien —alega entonces—, pero dado que no hay escenas con otros actores que representen el papel de sirvientes, no me sirve de mucho. —Recorre con su bolígrafo la lista de preguntas—. ¿Había algo que le desagradara especialmente de su trabajo?

Despertar día tras día con el alba; el dormitorio abuhardillado, que era un horno en verano y un congelador en invierno; las manos enrojecidas de lavar ropa; el dolor de espalda después de hacer la limpieza; el cansancio que me llegaba hasta la médula de los huesos.

—Era agotador. Los días eran largos y muy ajetreados. No tenía demasiado tiempo para mí misma.

—Sí, he estado ensayando a partir de esa idea. Apenas me ha hecho falta actuar. Después de un día de ensayo, mis brazos estaban llenos de moretones por llevar esa maldita bandeja de aquí para allá.

—Lo que más me dolía eran los pies —explico—, pero sólo al principio. Y en cuanto cumplí los dieciséis tuve zapatos nuevos.

Keira pasa la página del guión, escribe algo con letra redondeada y asiente.

—Bien, eso me sirve —afirma. Sigue haciendo garabatos y termina moviendo ampulosamente el bolígrafo—. Con respecto a este tema, es suficiente. Ahora me interesaría saber cosas sobre Emmeline. Es decir, qué sentía hacia ella.

Vacilo unos segundos, preguntándome por dónde empezar.

—Es que compartimos algunas escenas y no estoy segura de lo que debo transmitir —aclara Keira.

—¿Qué tipo de escenas? —pregunto con curiosidad.

—Bueno, por ejemplo, en una de ellas Emmeline conoce a R. S. Hunter, junto al lago, se resbala y está a punto de ahogarse. Yo tengo que…

—¿En el lago? Pero no es allí donde se conocieron, sino en la biblioteca. Era invierno, estaban…

—¿En la biblioteca? —pregunta Keira frunciendo su perfecta nariz—. No es sorprendente que el guionista haya cambiado la escena. No hay dinamismo en una habitación llena de libros viejos. De este modo funciona realmente bien, dado que el lago es el lugar donde él se suicidó. Así, el final de la historia está presente en el comienzo. Resulta muy romántico, como en la película de Baz Lurhmann, Romeo y Julieta —me asegura.

Tendré que creerlo.

—En fin, lo que importa es que yo voy corriendo a la casa en busca de ayuda y, cuando regreso, él ya la ha rescatado y reanimado. La actriz debe mirarlo como si estuviera tan absorta que es incapaz de advertir que todos hemos ido a salvarla. —Keira hace una pausa y me mira fijamente, satisfecha con su explicación de la escena—. ¿Le parece que yo, es decir, Grace, debería sobreactuar un poco?

Como me demoro en responder, ella continúa.

—No, claro. Debe ser una reacción sutil, ya sabe.

Keira resopla suavemente, levanta la cabeza de modo que la nariz apunta hacia el cielo, y suspira. No comprendo que me está dedicando una improvisada interpretación hasta que su expresión se desvanece y la reemplaza una mirada asombrada que se dirige a mí.

—¿Así?

Dudo. Elijo cuidadosamente mis palabras.

—Por supuesto, depende de usted el modo de interpretar su papel. De interpretar a Grace. Pero dado que se trata de mí, me resulta imposible imaginar que en 1915 hubiese reaccionado… —No logro encontrar palabras para calificar su interpretación, por lo que hago un gesto con la mano.

La mirada de la joven actriz parece indicar que no he captado un matiz fundamental.

—¿Pero no cree que sería un poco desconsiderado no agradecerle a Grace haber ido tan rápidamente a buscar ayuda? Me sentiría estúpida si tuviera que salir corriendo y regresar sólo para quedarme ahí como una estatua.

Suspiro.

—Tal vez tenga razón, pero en aquella época ésa era una de las características de servir en una casa. Lo extraño habría sido que ella se comportara de otra manera. ¿Lo comprende?

Ella duda.

—No se esperaba que ella reaccionara de otra manera —le indico.

—Pero usted tuvo que haber sentido algo.

—Por supuesto, pero no lo demostré —explico, imprevistamente abrumada por el disgusto que me causa hablar de esa muerte.

—¿Nunca? —Keira no quiere mi respuesta, no la espera, y eso me complace, porque no deseo dársela. Ella hace un mohín—. El concepto mismo del servicio me parece ridículo. Que una persona tenga que hacer la voluntad de otra.

—Era otra época —respondo sencillamente.

—Es lo mismo que dice Ursula —la joven suspira—. No me resulta demasiado útil. La actuación tiene que plasmar reacciones y es un poco difícil crear un personaje interesante cuando la indicación del director de escena es «no reaccionar». Me siento como una figura de cartón, que sólo recita «sí, señorita», «no, señorita».

—Debe de ser difícil.

—Mi intención inicial fue presentarme para el papel de Emmeline —me comenta en tono de confidencia—. Ése sí es un papel soñado. Un personaje tan interesante y elegante, una actriz que muere en un accidente automovilístico. Debería ver la escenografía.

Me abstengo de recordarle que ya la vi cuando estuve en los estudios donde se rueda la película.

—Querían alguien más popular —explica, bajando la vista para observar sus uñas—. Mi audición les gustó mucho, el productor me hizo incluso volver dos veces. Según él me parezco a Emmeline mucho más que Gwyneth Paltrow —alega, pronunciando el nombre de la otra actriz con una expresión desdeñosa que ensombrece momentáneamente su belleza—. Sólo me supera en que ha recibido una nominación de la Academia de Hollywood para el Oscar y todo el mundo sabe que a los actores británicos les cuesta el doble obtener ese premio. Especialmente si tienen que empezar haciendo series para televisión.

Puedo percibir su decepción y no la culpo. Diría que fueron muchas las ocasiones en las que yo habría preferido ser Emmeline en lugar de la criada.

—De todos modos —añade con disgusto—, hago el papel de Grace, y debo hacerlo lo mejor posible. Además, Ursula me prometió que me haría una entrevista especial para el lanzamiento en DVD, dado que soy la única actriz de la película que ha tenido la oportunidad de conocer al personaje real.

—Me alegra ser de utilidad en algo.

—Sí —asiente Keira, sin comprender mi ironía.

—¿Desea hacerme alguna otra pregunta?

—Déjeme ver.

La joven pasa una página y algo vuela hacia el suelo, como una enorme polilla gris que cae boca abajo. Cuando lo recoge, veo que se trata de una fotografía, siluetas en blanco y negro con rostros serios. Aun desde donde estoy me resulta familiar. La reconozco instantáneamente, como si fuera una película que he visto hace tiempo, un sueño, una pintura que revive con una sola imagen.

—¿Puedo verla? —pregunto, alargando mi mano.

Keira me da la fotografía, la deja sobre mis dedos nudosos. Nuestras manos se tocan por un segundo. Ella retira rápidamente la suya, como si temiera que pudiera contagiarle algo, la vejez, por ejemplo.

La fotografía es una copia. La superficie es lisa, fría, mate. La inclino para verla a la luz. Entrecierro los ojos y miro a través de las gafas.

Allí estamos. Los habitantes de Riverton en el verano de 1916.

Todos los años se tomaba una fotografía similar: lady Violet solía insistir en que así fuera. Un fotógrafo llegaba desde Londres para cumplir el encargo. Esperábamos ansiosos su llegada, y le recibíamos con toda la seriedad y la pompa que la ocasión merecía.

La fotografía en cuestión, dos filas de rostros serios mirando fijamente a la cámara con capuchón negro, era revelada manualmente, para, a continuación, ser expuesta sobre la repisa de la chimenea del salón durante un tiempo y, más tarde, añadida al álbum de recuerdos de la familia Hartford, junto con invitaciones, menús y recortes de periódicos.

Si se hubiera tratado de la fotografía de otro año, no habría reconocido la fecha. Pero esa imagen, en particular, es inolvidable por los hechos que la precedieron.

El señor Frederick está sentado en el centro, en primera fila; a un lado, su madre; al otro, Jemina. Ella está acurrucada, con un mantón negro sobre los hombros para disimular su avanzado embarazo. Hannah y Emmeline están sentadas en los extremos, como signos de paréntesis —uno más alto que el otro— con sendos vestidos negros. Vestidos nuevos, pero no de la clase que Emmeline había imaginado.

De pie, detrás del señor Frederick, en el centro de una sombría fila, se ve al señor Hamilton, con la señora Townsend y Myra a su lado. Katie y yo estamos detrás de las chicas Hartford. El señor Dawkins, el chófer, y el señor Dudley en ambos extremos. Las filas son distintas. Sólo Nanny ocupa un lugar entre las dos —no está claramente delante o atrás—, sentada en una de las sillas de mimbre del jardín de invierno.

Miro mi rostro serio, el tirante recogido del pelo le da a mi cabeza aspecto de alfiler, acentuando mis orejas demasiado largas. Estoy detrás de Hannah, con su cabello claro y rizado que contrasta con los bordes de mi vestido negro.

Todos tenemos una expresión solemne, una costumbre de la época, pero particularmente apropiada para esta fotografía. Los sirvientes están vestidos de negro, como siempre, pero también la familia. Porque ese verano compartían el duelo que atravesaba toda Inglaterra y todo el mundo.

Fue tomada el 20 de julio de 1916, al día siguiente del funeral de lord Ashbury y el mayor. El día que nació el bebé de Jemina y el día que conocimos la respuesta a la pregunta que estaba en boca de todos nosotros.

Aquél fue un verano terriblemente caluroso, el más sofocante que nadie pudiera recordar. Lejos quedaban los días grises del invierno, donde las noches se confundían con los días, y las semanas se sucedían, una tras otra, con sus largas jornadas y sus claros cielos azules. El amanecer llegaba temprano, limpio, brillante.

Esa mañana yo me había despertado más temprano que de costumbre. El sol alumbraba la copa de los abedules que bordeaban el lago y la luz, que penetraba por la ventana del ático, arrojaba un cálido rayo sobre mi cama, rozándome la cara. No me importaba. Era agradable despertar con luz en lugar de comenzar a trabajar en la fría oscuridad, mientras todos en la casa dormían. Para una criada, el sol del verano era una compañía permanente en sus actividades cotidianas.

Según estaba previsto, el fotógrafo llegaría a las nueve y media. A esa hora nos reunimos en el jardín frente a la casa. La atmósfera era opresiva; el sol, deslumbrante. La familia de golondrinas que había buscado refugio bajo el alero de Riverton nos observaba con curiosidad y en silencio, sin ánimo de piar. Incluso los árboles que se alineaban junto al camino estaban en silencio. Las frondosas copas permanecían inmóviles, como si trataran de conservar sus energías, aunque una ligera brisa las obligaba a emitir un susurro contrariado.

El fotógrafo, con la cara salpicada por gotas de sudor, nos fue colocando uno a uno. La familia, sentada. Los demás, de pie, detrás. Así permanecimos, con nuestras vestimentas negras, los ojos fijos en la cámara y la mente en el cementerio del valle.

Más tarde, reconfortados por el relativo frescor de los muros empedrados de la sala de los sirvientes, el señor Hamilton le pidió a Katie que sirviera limonada mientras los demás nos hundíamos lánguidamente en las sillas, alrededor de la mesa.

—Es el fin de una época, sin duda —declaró la señora Townsend secándose los ojos con un pañuelo. Había estado llorando casi todo el mes de julio, desde que se recibió la noticia de la muerte del mayor en Francia. Sólo se detuvo una vez, para tomar impulso, cuando lord Ashbury fue víctima de un ataque fatal, una semana después. Ahora no sólo derramaba lágrimas, sino que sus ojos habían caído en un estado de filtración permanente.

—El fin de una época —repitió el señor Hamilton, que estaba sentado frente a ella—. Así es, señora Townsend.

—Cuando pienso en Su Señoría…

Las palabras de la cocinera se volvieron inaudibles. Meneó la cabeza, apoyó los codos en la mesa y ocultó el rostro hinchado entre las manos.

—El ataque fue repentino.

—¿Ataque? —preguntó la señora Townsend, levantando la cara—. Llámenlo así si quieren, pero él murió de tristeza. Créanme si les digo que no pudo tolerar perder a su hijo de esa manera.

—Tiene razón, señora Townsend —convino Myra, anudándose al cuello el pañuelo del uniforme de guarda de tren—. Él y el mayor estaban muy unidos.

—¡El mayor! —Los ojos de la señora Townsend volvieron a llenarse de lágrimas y le tembló el labio inferior—. Querido muchacho. Pensar que ha muerto de esa manera. En alguna espantosa marisma de Francia.

—El Somme —apunté, saboreando la redondez de la palabra, su sonido premonitorio. Recordaba la última carta de Alfred, las finas y mugrientas cuartillas que olían a un lugar lejano. Había llegado dos días antes; una semana después de que la enviara desde Francia. Pese al tono aparentemente trivial de sus comentarios, había algo en ellos, en su vaguedad y en sus silencios, que me inquietó—. ¿Es ése el lugar donde está Alfred, señor Hamilton?

—Por lo que he oído en el pueblo, diría que sí, jovencita. Al parecer los muchachos de Saffron están todos allí.

Katie llegó con la bandeja de limonadas.

—Señor Hamilton, ¿y si Alfred…?

—Katie —la interrumpió bruscamente Myra, mirándome, mientras la señora Townsend se llevaba la mano a la boca—. Ocúpate de ver dónde pones esa bandeja y cierra el pico.

El señor Hamilton frunció la boca.

—No se preocupen por Alfred. Es una persona saludable y de gran temple. Los que dan las órdenes saben lo que hacen. No enviarán a Alfred ni a sus compañeros al combate si no están seguros de su capacidad para defender al rey y al país.

—Eso no significa que no pueda morir —opinó Katie enfurruñada—. Así ocurrió con el mayor, y es un héroe.

—¡Katie! —El rostro del señor Hamilton adquirió el color del ruibarbo cocido cuando la señora Townsend sollozó—. Un poco de respeto. —Luego bajó el tono de la voz hasta convertirlo en un susurro vacilante—. Después de todo lo que la familia ha tenido que soportar estas últimas semanas —comentó meneando la cabeza y enderezándose las gafas—. Quítate de mi vista, jovencita. Vuelve al fregadero y…

La frase quedó inconclusa. El mayordomo miró a la señora Townsend, pidiendo su ayuda. Ella alzó la cara hinchada y dijo entre sollozos:

—Y limpia todas mis cacerolas y sartenes. Incluso las viejas, las que están afuera.

Permanecimos en silencio mientras Katie salía hacia el fregadero. La tonta de Katie, con sus comentarios sobre la muerte… Alfred sabía cómo cuidarse. Siempre lo decía en sus cartas. Me recomendaba que no me acostumbrara demasiado a sus tareas porque en cualquier momento estaría de regreso para ocuparse nuevamente de ellas. Me pedía que conservara su puesto. Pensé entonces en algo más que Alfred había dicho. Algo que me preocupaba sobre todas las cosas.

—Señor Hamilton —intervine lentamente—, no pretendo ser irrespetuosa, pero he estado preguntándome cómo nos afectará todo esto a nosotros. ¿Quién quedará a cargo de la casa ahora que lord Ashbury…?

—Seguramente será el señor Frederick —comentó Myra—. Ahora es el único hijo de lord Ashbury.

—No —objetó la señora Townsend, mirando al señor Hamilton—. Será el hijo del mayor, ¿verdad? Cuando nazca. Es el heredero del título.

—Diría que todo depende… —declaró gravemente el señor Hamilton.

—¿De qué? —preguntó Myra.

—De que el hijo que espera Jemina sea niño o niña —respondió el mayordomo recorriendo nuestros rostros con la mirada.

La mención de su nombre fue suficiente para que la señora Townsend comenzara a llorar otra vez.

—La pobrecita… Perder a su esposo cuando está a punto de nacer su hijo. No es justo.

—Supongo que hay muchas otras como ella en Inglaterra —señaló Myra, meneando la cabeza.

—Pero no es lo mismo —precisó la señora Townsend—. No es lo mismo que le ocurra a uno de los nuestros.

El tercer timbre sonó en el estante contiguo a la escalera. La señora Townsend dio un salto.

—¡Oh, Dios! —exclamó, llevándose la mano a su abundante pecho.

—La puerta de entrada —sentenció el señor Hamilton, poniéndose de pie y colocando meticulosamente su silla debajo de la mesa—. Sin duda es lord Gifford, que viene a leer el testamento.

Entonces se alisó la chaqueta y se arregló el cuello. Antes de subir la escalera, me miró por encima de las gafas.

—Lady Ashbury pedirá el té en cualquier momento, Grace. Cuando lo hayas preparado, llévale una jarra de limonada a las señoritas Hannah y Emmeline.

Cuando el mayordomo desapareció en la escalera, la señora Townsend se puso rápidamente una mano sobre el corazón.

—Mis nervios ya no son lo que eran —confesó tristemente.

—El calor no ayuda —la consoló Myra y consultó el reloj de pared—. Apenas son las diez y media. Lady Violet no pedirá el almuerzo hasta dentro de dos horas. ¿Por qué no adelanta su hora de descanso? Grace puede ocuparse del té.

Asentí, complacida ante la posibilidad de hacer algo que alejara mis pensamientos del sufrimiento que invadía toda la casa. De la guerra. De Alfred.

La señora Townsend dejó de observar a Myra y posó sus ojos en mí. La expresión de Myra se endureció, pero su voz sonaba más suave que de costumbre.

—Vamos, señora Townsend, se sentirá mejor después de descansar. Me aseguraré de que todo esté en orden antes de irme a la estación.

Se oyó el segundo timbre, el que correspondía al salón, y la señora Townsend volvió a sobresaltarse. Aceptó, con una mezcla de alivio y resignación.

—De acuerdo —accedió y se dirigió a mí—. Pero despertadme si es necesario, ¿entendido?

Subí la oscura escalera de servicio llevando la bandeja y llegué al salón. De inmediato me asaltó la claridad y el calor. A pesar de que —respetando el estricto duelo Victoriano indicado por lady Violet— las cortinas de todas las ventanas de la casa estaban echadas, no hubo forma de cubrir el montante elíptico de la puerta principal, por donde la luz penetraba sin restricciones. Me recordó la cámara del fotógrafo. La habitación era una ráfaga de luz y de vida en medio de una caja negra cubierta por un velo.

Crucé el salón en dirección al salón y abrí la puerta. La atmósfera del lugar era densa, el aire caliente de principios del verano estaba estancado a causa del duelo. Las enormes puertas francesas permanecían cerradas. Las pesadas cortinas de damasco y las interiores, de seda, entumecidas. De pie en el umbral de la puerta, dudé. Algo en esa habitación me impedía seguir, algo que no tenía que ver con la oscuridad o el calor.

Cuando mis ojos se acostumbraron, comencé a distinguir la sombría escena. Lord Gifford, un hombre rubicundo de edad avanzada, estaba sentado en el sillón que solía ocupar lord Ashbury, con una carpeta de cuero negro abierta sobre su generoso regazo. Estaba leyendo en voz alta, deleitándose con el eco que su voz provocaba en la oscura sala. En la mesa de cedro próxima a él, una elegante lámpara de metal con una pantalla de damasco floreado proyectaba un nítido haz de luz suave.

Jemina y lady Violet, las dos viudas, se habían sentado frente a él. Me pareció que milady había empequeñecido desde que la vi por última vez, esa misma mañana. Era una diminuta figura con un vestido de crepé negro y el rostro oculto tras un velo de encaje. Jemina también estaba vestida de negro, un color que destacaba su rostro ceniciento. Las manos, habitualmente regordetas, parecían pequeñas y frágiles mientras acariciaban distraídamente el vientre abultado. Lady Clementine se había retirado a su habitación pero Fanny —que seguía persiguiendo al señor Frederick con el objetivo de casarse con él— había sido autorizada a estar presente, y se la veía sentada con petulancia al otro lado de lady Violet, con ensayado gesto de consternación.

Sobre la mesa estaban las flores que yo había cortado de los jardines de la finca esa misma mañana: pimpollos de rododendro rosado, clemátides blancas y ramilletes de jazmines se apretaban un tanto mustios en el jarrón, tristemente abatidos. La fragancia de jazmín inundaba la habitación cerrada, volviéndola sofocante.

Al otro lado de la mesa estaba el señor Frederick, de pie, con la mano apoyada en la chimenea, alto y tieso.

En la semipenumbra, su rostro resultaba tan impasible como el de un muñeco de cera, sus ojos fijos, su expresión pétrea. El débil resplandor de la lámpara proyectaba una sombra sobre uno de sus ojos. El otro, aunque yo sabía que era azul, se veía negro, atento a su presa. Al fijarme mejor, comprendí que me miraba a mí.

Hizo una seña con los dedos de la mano que tenía apoyada. Un gesto sutil, que no habría advertido si el resto de su cuerpo no hubiera estado tan quieto. Me pidió que dejara la bandeja junto a él. Miré a lady Violet, tan desconcertada debido a esa modificación del orden estipulado como yo a causa de la perturbadora actitud del señor Frederick. Ella no me prestaba atención, de modo que hice lo que él indicó, tratando de no mirarlo. Cuando dejé la bandeja en la mesa, me señaló con la cabeza la tetera, lo cual significaba que debía servir el té. Luego volvió a prestar atención a lord Gifford.

Nunca antes había servido el té en la sala, para la Señora. Me sentía insegura, no sabía cómo proceder. Agradecí la oscuridad y tomé la jarra de leche mientras lord Gifford seguía hablando.

—… en efecto, aparte de las excepciones ya especificadas, todas las posesiones de lord Ashbury, así como su título, pasarían a su hijo mayor y heredero, el mayor James Hartford…

En ese punto lord Gifford hizo una pausa. Jemina trató de ahogar, penosamente, un sollozo. Junto a mí, Frederick carraspeó. Entendí que era su manera de expresar impaciencia. Al tiempo que no dejaba de vigilar mis movimientos, mientras vertía la leche en la última taza. Su mentón sobresalía del cuello en una actitud de severa autoridad. Exhaló larga y estudiadamente. Sus dedos tamborilearon ágiles en la repisa de la chimenea y dijo:

—Prosiga, lord Gifford.

Lord Gifford se revolvió en el asiento de lord Ashbury y el cuero crujió, expresando su dolor por la partida del amo. El anciano se aclaró la garganta, y alzó la voz.

—… dado que no se produjeron modificaciones después de la muerte del mayor Hartford, las propiedades serán heredadas, de acuerdo con las antiguas leyes del mayorazgo, por el mayor de sus hijos varones. —Aquí lord Gifford se detuvo para mirar por encima de sus gafas el vientre de Jemina, y luego continuó—. En caso de que el mayor Hartford no tuviera hijos varones supervivientes, las propiedades y título pasarían al segundo hijo de lord Ashbury, el señor Frederick Hartford.

Lord Gifford levantó la vista. La luz de la lámpara se reflejó en los cristales de sus gafas.

—Tal parece que tenemos un compás de espera por delante.

Dicho lo cual, hizo una pausa y aproveché la oportunidad para ofrecer el té a las damas. Jemina tomó automáticamente su taza, sin mirarme, y la apoyó en su regazo. Lady Violet me hizo una seña, indicándome que podía retirarme. Sólo Fanny cogió con cierto interés el plato y la taza que le ofrecía.

—Lord Gifford —dijo el señor Frederick con voz serena—, ¿cómo prefiere el té?

—Con leche, pero sin azúcar —contestó el anciano, separando con los dedos el cuello de su camisa de la piel sudorosa.

Yo tomé cuidadosamente la tetera y comencé a servir, tratando de que no soltara chorros de vapor. Le pasé a lord Gifford la taza y el plato, que él tomó sin mirarme.

—¿Los negocios andan bien, Frederick? —preguntó disponiéndose a sorber su té.

Con el rabillo del ojo vi que el señor Frederick asentía.

—Bastante bien, lord Gifford. Mis hombres han pasado de la fabricación de automóviles a la de aeroplanos y nos hemos presentado a una licitación para obtener otro contrato del Ministerio de Guerra.

Lord Gifford arqueó una ceja.

—Espero que el amigo Luxton no se postule —advirtió riendo con satisfacción—. Se dice que ha fabricado aviones para todos los hombres, mujeres y niños de Gran Bretaña.

—No voy a negar que ha fabricado numerosos aviones, lord Gifford, pero yo no volaría en uno de ellos.

—¿No?

—Producción en serie —declaró el señor Frederick a modo de explicación—. La gente trabaja demasiado rápido, tratando de seguir el ritmo de las cintas transportadoras, sin tiempo para verificar que las cosas se hayan hecho correctamente.

—Al ministerio no parece importarle.

—Al ministerio sólo le importan los números, pero una vez que vean la calidad de nuestra producción dejarán de encargar esas chatarras de Luxton —aseguró el señor Frederick, riendo con estridencia.

No pude evitarlo y lo miré. Me pareció que, teniendo en cuenta que era un hombre que había perdido a su padre y a su único hermano en cuestión de días, lo sobrellevaba notablemente bien. Demasiado bien, pensé, y comencé a dudar de la cariñosa descripción que Myra había hecho de él y de la devoción de Hannah. Estaba más cerca de la opinión de David, que lo había definido como un hombre insignificante y amargado.

—¿Alguna noticia del joven David? —preguntó lord Gifford.

Cuando le alcancé el té, el señor Frederick movió bruscamente el brazo, haciendo caer la taza y su humeante contenido en la alfombra de Besarabia.

—Oh, lo siento, señor —me disculpé, incapaz de evitar que la perturbación asomara en mis mejillas.

Él me observó, descifró algo en la expresión de mi cara. Despegó los labios para decir algo, pero cambió de idea.

Un brusco gemido de Jemina atrajo la atención de todos los presentes. Ella se aferró al brazo del sillón, se irguió, y pasó las manos por su tenso vientre.

—¿Qué sucede? —Se oyó decir a lady Violet detrás de su velo de encaje.

Jemina no respondió, concentrada —o al menos eso parecía— en una silenciosa comunicación con su bebé. Miraba fijamente hacia adelante, sin ver, mientras seguía acariciando su vientre.

—¿Jemina? —volvió a preguntar lady Violet. La preocupación le helaba la voz, ya alterada por la pérdida de sus seres queridos.

Jemina inclinó la cabeza, como si se dispusiera a escucharla.

—Ha dejado de moverse —anunció, casi en un susurro. Su respiración era agitada—. Ha estado inquieto todo el tiempo, pero ahora se ha parado.

—Debes ir a descansar —le aconsejó lady Violet—. Es este dichoso calor —aseguró, tragando saliva—. Este dichoso calor… —repitió y miró a su alrededor buscando a alguien que corroborara su opinión—. Eso, y… —agregó, meneando la cabeza. Luego cerró la boca, incapaz, tal vez, de pronunciar la última frase—. Eso es todo. —Y reuniendo todo su coraje, se irguió, y le ordenó a Jemina con firmeza—: Debes descansar.

—No —repuso Jemina con labios temblorosos—. Quiero estar aquí. Por James y por ti.

Lady Violet apartó suavemente las manos de Jemina de su vientre y las tomó entre las suyas.

—Lo sé —aseguró y alargó su mano para acariciar levemente el desvaído cabello castaño de Jemina. Era un simple gesto, pero me recordó que lady Violet también era madre. Sin moverse, me indicó—: Grace, acompaña a Jemina a su habitación para que pueda descansar. Deja todo esto. Hamilton lo recogerá más tarde.

—Sí, señora —contesté haciendo una reverencia.

Fui hacia Jemina y la ayudé a ponerse de pie. Agradecí la oportunidad de alejarme de esa habitación y de su sufrimiento.

Mientras salía con Jemina a mi lado, comprendí cuál era la diferencia que había notado en la sala, además de la oscuridad y el calor. El reloj que estaba sobre la chimenea, que habitualmente marcaba los segundos con indiferente regularidad, estaba en silencio. Sus finas agujas negras se habían detenido dibujando un arabesco. Las instrucciones de lady Ashbury, todos los relojes marcaban las cinco menos diez, la hora en que su esposo había muerto.