Hasta que volvamos a vernos
Esa noche, en el ático, Myra y yo nos acurrucábamos en un desesperado intento por protegernos del aire gélido. El sol invernal había caído y un viento furioso se abatía sobre los vértices del tejado filtrándose entre las grietas de la pared.
—Dicen que nevará antes de fin de año —susurró Myra estirando su manta hasta el mentón—. Y debo decir que creo que así será.
—El ruido del viento parece el llanto de un bebé —apunté.
—No, se parece a todo menos a eso —precisó Myra.
Y esa noche fue cuando me contó la historia de los hijos del mayor y Jemina. Los dos niños cuya sangre se negó a coagular, que habían muerto uno tras otro y yacían en tumbas cercanas en el frío suelo del cementerio de Riverton.
El primero, Timmy, se había caído del caballo cuando paseaba junto a su padre por los terrenos de Riverton.
Había agonizado durante cuatro días con sus noches, hasta que su diminuta alma encontró descanso y su familia por fin dejó de llorar. Estaba blanco como el papel, toda su sangre acumulada en el hombro inflamado, ansiosa por escapar.
Recordé el libro del cuarto de los niños, con su bello lomo, donde estaba escrito el nombre de Timothy Hartford.
—Sus gritos fueron tan atronadores que no pudimos evitar oírlos —recordó Myra, girando el pie para dejar salir el aire frío—, pero nada comparado con los de ella.
—¿Los de quien? —pregunté en voz baja.
—Los de su madre, Jemina. Comenzaron cuando se llevaron de aquí al pequeño y no cesaron durante una semana. Si hubieras oído ese lamento… Un dolor que haría encanecer el cabello. No comía, no bebía, su palidez llegó a igualar a la del pobre hijo muerto, Dios lo tenga en su gloria.
Temblé. Traté de hacer concordar esa descripción con la de la mujer poco agraciada y regordeta, que parecía demasiado vulgar para experimentar semejante sufrimiento.
—Dijiste hijos. ¿Qué ocurrió con los otros?
—Otro —aclaró Myra—. Adam. Vivió más que Timmy. Todos creíamos que se había salvado de la maldición. Pobre chico, no fue así. Lo habían protegido mucho más que a su hermano. Su madre no le permitía más actividad que leer en la biblioteca. No quería cometer dos veces el mismo error. —Myra suspiró y flexionó las rodillas, acercándolas al pecho para combatir el frío—. Pero no hay en este mundo una madre que pueda evitar que su hijo haga una travesura cuando se lo propone.
—¿Cuál fue su travesura, la que le causó la muerte?
—No hizo más que subir las escaleras. Ocurrió en la casa del mayor en Buckinghamshire. Yo no lo vi, pero Sarah, la criada de la casa, estaba limpiando la sala y lo contempló con sus propios ojos. Contó que el niño estaba corriendo muy rápido, que tropezó y se resbaló. Nada más. Aparentemente no se había lastimado, porque pudo ponerse de pie y seguir andando. Pero esa noche su rodilla se hinchó como un melón maduro, tal como había ocurrido con el hombro de Timmy, y más tarde comenzó a llorar.
—¿También agonizó durante días, como su hermano?
—No, no fue así con Adam —explicó Myra bajando la voz—. El pobre gritó agonizante casi toda la noche llamando a su madre, rogándole que lo librara del dolor. En la casa nadie pegó ojo esa noche, ni siquiera el señor Barker, el mozo de cuadra, que era medio sordo. Todos se quedaron en sus camas escuchando los gritos de dolor del niño. El mayor veló junto a su puerta toda la noche, demostró gran valentía y no derramó una sola lágrima.
Luego, justo antes de que amaneciera, según dijo Sarah, los gritos cesaron súbitamente y en la casa reinó un silencio mortal. Por la mañana, cuando ella le llevó al niño la bandeja con el desayuno, encontró a Jemina acostada en su cama. Tenía a su hijo en brazos, con el rostro tan sereno como el de un ángel, como si sólo estuviera dormido.
—¿Gritaba, como la otra vez?
—No. Sarah dijo que se la veía casi tan serena como a su hijo. Tal vez porque el niño había dejado de sufrir. La noche había terminado y ella lo había visto partir a un lugar mejor, donde las dificultades y las penas ya no podrían acosarlo.
Consideré la situación que Myra había descrito. La súbita interrupción de los gritos del niño. El alivio de la madre.
—Myra —murmuré lentamente—, ¿no crees que…?
—Creo que fue una bendición que el niño muriera más rápidamente que su hermano, eso es lo que creo —me interrumpió Myra.
Nos quedamos en silencio, y por un instante pensé que Myra se había dormido. Pero su respiración no era profunda, por lo que creí que sólo simulaba dormir. Estiré mi manta hasta el cuello y cerré los ojos, tratando de no imaginar escenas con niños gimientes y madres desesperadas.
Ya estaba abandonándome al sueño cuando el susurro de mi compañera rasgó el aire helado.
—Ahora está esperando otro hijo. Nacerá en agosto. Debes multiplicar tus rezos, ¿me oyes? Especialmente ahora, en Navidad, cuando Dios está más cerca de nosotros. —Inesperadamente, Myra se había vuelto piadosa—. Debes rogar que esta vez traiga al mundo un niño saludable. Uno que no se desangre y muera a tan temprana edad —concluyó dándose la vuelta y enrollándose en la manta.
La Navidad pasó, la biblioteca de lord Ashbury fue declarada libre de polvo, y la mañana del 27 de diciembre, desafiando al frío, me dirigí a Saffron Green para cumplir un encargo de la señora Townsend. Lady Ashbury estaba planeando organizar un almuerzo de fin de año, con la esperanza de conseguir apoyo para su comité de ayuda a los refugiados belgas. Myra la había oído decir que tenía interés en ampliar la iniciativa a los expatriados franceses y portugueses en caso de que fuera necesario.
De acuerdo con las palabras de la señora Townsend, no había modo más seguro de impresionar en un almuerzo que ofrecer la auténtica pastelería griega de la señora Georgias. No todo el mundo podía deleitarse con algo así, agregaba dándose aires de grandeza, en particular en esos tiempos difíciles. A mí me tocó ir hasta la tienda de comestibles y preguntar por el pedido especial de la señora Townsend.
A pesar del aire glacial, me gustó la idea de ir al pueblo. Después de días de preparativos para las fiestas —primero la Navidad y luego el Año Nuevo—, agradecía poder salir, estar sola, pasar una mañana lejos de la implacable mirada escrutadora de Myra. Porque, después de algunos meses de relativa tranquilidad, había surgido en ella un especial interés por mis tareas y no dejaba de observarme, reprenderme y corregirme. Tenía la desagradable sensación de que me estaban preparando para una instancia distinta, aún incierta.
Además, tenía un motivo secreto para alegrarme por salir al pueblo. Se había publicado la cuarta novela de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, y yo había acordado con el mercachifle que me reservaría un ejemplar. Me había costado seis meses ahorrar el dinero, aquél sería el primer libro nuevo de mi propiedad. El valle del miedo. El título en sí mismo ya anticipaba una historia emocionante.
Sabía que el vendedor ambulante vivía con su esposa y sus hijos en una modesta casa de piedra gris que formaba parte de una sucesión de otras tantas, idénticas a ella. La calle estaba en un lóbrego barrio ubicado detrás de la estación de tren, donde el olor a carbón quemado estaba suspendido en el aire. Los adoquines estaban ennegrecidos y los postes de alumbrado, cubiertos por una película de hollín. Golpeé cautelosa la ruinosa puerta y retrocedí para esperar. Un niño de unos tres años, con unos zapatos polvorientos y un jersey raído, se sentó en el escalón y se dedicó a golpear el tubo de desagüe con un palo. Sus rodillas desnudas estaban cubiertas de costras azuladas a causa del frío.
Volví a golpear, esta vez más fuerte. Por fin la puerta se abrió y apareció una mujer con un ajustado delantal, bajo el cual sobresalía el vientre que mostraba su preñez. En la cadera llevaba un niño con los ojos enrojecidos. Sin decir nada, me lanzó una lánguida mirada mientras yo trataba de encontrar las palabras para dirigirme a ella.
—Hola —saludé en un tono que había aprendido de Myra—. Soy Grace Reeves. Estoy buscando al señor Jones.
Ella permaneció en silencio.
—Soy una cliente. He venido a comprar… ¿un libro? —Mi voz insegura, delataba un matiz de interrogación no buscado.
Imperceptiblemente, en señal de conformidad, sus ojos parpadearon. La mujer alzó un poco más al bebé sobre su cadera huesuda y señaló con la cabeza la habitación que tenía detrás.
—Está al fondo.
Se apartó un poco y yo me apreté para abrirme paso, en la única dirección posible en esa diminuta casa. Tras la puerta estaba la cocina, impregnada por el olor fétido de la leche rancia. Dos niños pequeños, mugrientos a causa de la pobreza, estaban sentados a la mesa haciendo rodar un par de piedras por la deteriorada superficie de madera de pino. El más alto de los dos hizo rodar la suya hasta que chocó con la de su hermano y me miró con sus ojos como lunas llenas en el rostro demacrado.
—¿Buscas a mi papá?
Asentí.
—Está afuera, engrasando el carro.
Debí de parecerle desorientada, porque apuntó con su pequeño dedo en dirección a una puerta de madera que estaba junto a los fogones.
Asentí otra vez y traté de sonreír.
—Pronto comenzaré a trabajar con él, cuando cumpla ocho años —anunció el niño, mientras volvía a concentrarse en su piedra, y se preparaba para un nuevo lanzamiento.
—Tienes suerte —intervino, celoso, el más pequeño.
El mayor se encogió de hombros.
—Alguien tiene que ocuparse de las cosas cuando él no esté y tú eres muy pequeño.
Yo me dirigí a la puerta y la abrí.
Detrás de una cuerda para colgar ropa de la que pendía una hilera de camisas y pañales manchados de amarillo, estaba el mercachifle, encorvado, inspeccionando las ruedas de su carromato.
—Maldita cosa —refunfuñó entre dientes.
Cuando me oyó carraspear, volvió precipitadamente la cabeza y se golpeó contra uno de los palos que servían para tirar del carro.
—Mierda —soltó, y con la pipa colgando del labio inferior, echó un vistazo hacia donde yo estaba.
Traté de recuperar el estilo de Myra sin éxito y tuve que conformarme con la voz que me salió.
—Soy Grace. He venido por el libro. —Esperé la respuesta, que no llegó, y continué—: El de sir Arthur Conan Doyle.
Él se apoyó en el carro.
—Sé quién eres —afirmó y exhaló el dulce aroma del tabaco que se quemaba en su pipa. Luego se limpió las manos de grasa en el pantalón y me miró—. Estoy reparando mi carro para que al chico le resulte más fácil manejarlo.
—¿Cuándo parte?
El hombre miró al cielo, más allá de la hilera de ropa colgada, con sus fantasmagóricas manchas amarillentas.
—El mes próximo, con la infantería de marina —declaró tocándose la frente con su mano sucia—. Siempre quise conocer el océano, desde que era niño.
Cuando me miró, algo en su expresión, una especie de desolación, me hizo apartar la vista. A través de la ventana de la cocina vi a la mujer, al bebé, y a los dos niños observándonos. El relieve del cristal, sucio de hollín, hacía que sus rostros parecieran reflejos en una charca de agua estancada.
El mercachifle miró en la misma dirección.
—Un hombre puede ganarse la vida en la marina. Si tiene suerte —afirmó. Después de tirar su trapo al suelo se dirigió al interior de la casa—. Ven, el libro está aquí.
Completamos la transacción en la diminuta habitación que daba al frente y después me acompañó a la puerta. Tuve cuidado de no mirar a los lados, para no ver los rostros hambrientos que, sabía, me estaban observando. Cuando bajé los escalones de la entrada oí que el hijo mayor decía:
—¿Qué compró esa señora, papi? ¿Compró jabón? Olía como el jabón. Es una buena señora, ¿verdad, papi?
Caminé lo más rápido que pude, aunque evité correr. Quería alejarme de esa casa y sus niños, que creían que yo, una vulgar criada, era una verdadera dama.
Me sentí aliviada al doblar la esquina hacia Railway Street y dejar atrás el opresivo hedor del carbón y la pobreza. Las privaciones no eran para mí algo ajeno —muchas veces mi madre y yo tuvimos que arreglarnos como pudimos— pero podía advertir que Riverton me había cambiado. Me había acostumbrado a su abrigo, su comodidad, su abundancia. Esas cosas habían comenzado a formar parte de mis expectativas. El viento helado azotaba mis mejillas, y mientras avanzaba presurosa y cruzaba la calle detrás del carro del lechero, tomé la decisión de no renunciar a ellas. Nunca perdería mi puesto, como había hecho mi madre.
Justo antes de llegar a la intersección con High Street, me escondí en un oscuro hueco, bajo un toldo de tela, y me acurruqué junto a una brillante puerta negra con una placa metálica. Mi aliento se quedó suspendido en el aire, blanco y frío, mientras buscaba el objeto comprado en mi abrigo y me quitaba los guantes.
En casa del vendedor apenas había mirado el libro; y no pude comprobar si era el título pedido. Ahora podía estudiar minuciosamente la cubierta, recorrer con los dedos el lomo de cuero y el relieve de las letras que formaban el título: El valle del miedo. Susurré para mis adentros esas inquietantes palabras. Luego levanté el libro a la altura de mi nariz y aspiré el olor a tinta de sus páginas. El aroma de lo posible.
Guardé el preciado y prohibido bien dentro del forro de mi abrigo y lo apreté contra mi pecho. Mi primer libro nuevo. Mi primer objeto nuevo. Sólo tenía que deslizarlo en el cajón del ático sin despertar las sospechas del señor Hamilton o confirmar las de Myra. Obligué a los guantes a volver a cubrir mis dedos entumecidos, contemplé con ojos entrecerrados el resplandor helado de la calle y emprendí el camino, chocando de frente con una joven dama que se dirigía a la entrada cubierta por el toldo.
—Oh, perdóneme —declaró, sorprendida—. ¡Qué torpe soy!
Cuando la miré, mis mejillas ardieron: era Hannah.
—Espere… —pidió un poco desconcertada—. La conozco… usted trabaja para mi abuelo.
—Sí, señorita. Soy Grace, señorita.
—Grace.
Mi nombre fluyó de sus labios.
—Sí, señorita. —Debajo del abrigo, mi corazón tamborileaba sobre el libro.
Ella se aflojó la bufanda azul dejando a la vista un retazo de piel blanca como la nieve.
—Una vez nos salvaste de morir a manos de la poesía romántica.
—Sí, señorita.
Hannah miró hacia la calle, donde el viento gélido transformaba el aire en aguanieve, e involuntariamente se estremeció de frío.
—Hace un día muy desapacible para salir.
—Sí, señorita —respondí.
—No me hubiera atrevido a desafiar este clima —añadió, mirándome con las mejillas congestionadas— si no hubiera acordado una lección de música adicional.
—Tampoco yo, señorita, si no tuviera que recoger el pedido de la señora Townsend. Hojaldres para el almuerzo de Año Nuevo.
Hannah observó mis manos vacías, y luego el lugar del que yo había salido.
—Un extraño sitio para comprar dulces.
Seguí su mirada. En la placa metálica de la puerta negra se leía «Señora Dove, Escuela de Secretarias». Traté de encontrar una respuesta. Nada podía explicar mi presencia en ese lugar. Nada, excepto la verdad. No podía arriesgarme a que descubrieran lo que había comprado. El señor Hamilton había dejado bien claras las normas respecto al material de lectura. Pero ¿qué otra cosa podía decir? Corría el riesgo de perder mi puesto si Hannah le decía a lady Violet que yo recibía clases sin autorización.
Antes de que pudiera inventar una excusa, Hannah se aclaró la voz y jugueteó con un paquete envuelto en papel manila.
—Bueno… —dijo. La palabra quedó suspendida en el aire, entre nosotras dos.
Esperé apesadumbrada la acusación que sobrevendría.
Hannah cambió de lugar, enderezó el cuello y me miró de frente. Permaneció así un momento y por fin habló.
—Bueno, Grace —declaró con firmeza—, por lo que parece cada una de nosotras tiene un secreto.
Me quedé tan atónita que al principio no pude responder. Mi nerviosismo me había impedido comprender que ella se sentía igual que yo. Tragué saliva, y aferré el borde de mi oculta carga.
—Señorita…
Ella asintió y luego hizo algo que me confundió: se acercó a mí y tomó vehementemente mi mano.
—Te felicito, Grace.
—¿En serio, señorita?
—Lo sé, porque he hecho lo mismo —confesó señalando su paquete y me dirigió una mirada emocionada—. Aquí no hay partituras, Grace.
—¿No, señorita?
—Y la verdad es que no recibo clases de música —explicó, abriendo los ojos—. Aprender cosas por placer, en tiempos como éstos. ¿Puedes siquiera imaginar algo así?
Yo negué con la cabeza, perpleja.
Ella se inclinó hacia delante y me preguntó con actitud cómplice:
—¿Qué prefieres? ¿La dactilografía o la taquigrafía?
—No sabría decirle, señorita.
Ella asintió.
—Por supuesto, tienes razón. Es tonto hablar de preferencias. Una cosa es tan importante como la otra —afirmó y sonrió levemente—. Aunque debo admitir cierta predilección por la taquigrafía. Tiene algo divertido, es como…
—¿Un código secreto? —pregunté, recordando el arcón chino.
—Sí —respondió con los ojos brillantes—, eso es, exactamente. Un código secreto. Un misterio.
—Sí, señorita.
Entonces se irguió y con la cabeza señaló la puerta.
—Bien, será mejor que entre. La señorita Dove estará pendiente de mi llegada y no me atrevo a hacerla esperar. Como sabrás, la impuntualidad la enfurece.
Hice una reverencia y caminé hasta quedar fuera de la protección del toldo.
—¿Grace?
Giré, parpadeando a causa del aguanieve.
—¿Señorita?
Ella se llevó un dedo a los labios.
—Ahora compartimos un secreto.
Asentí y nos miramos fijamente para sellar nuestro acuerdo hasta que, aparentemente satisfecha, ella sonrió y desapareció detrás de la puerta negra de la señora Dove.
El 31 de diciembre, cuando 1915 agotaba sus últimos minutos, los sirvientes nos reunimos en torno a la mesa de nuestra sala para recibir el Año Nuevo. Lord Ashbury nos había permitido beber una botella de champán y dos de cerveza y la señora Townsend había transformado en un banquete los escasos víveres de la mermada despensa. Todos nos apiñamos cuando el reloj marcó el último minuto y brindamos cuando señaló el inicio del Año Nuevo. El señor Hamilton nos guio para entonar las conmovedoras estrofas de «Auld Lang Syne». Luego la conversación giró, como es costumbre, acerca de los planes y promesas para el nuevo año. Katie ya nos había informado sobre su decisión de no volver a picotear pastel de la despensa cuando Alfred hizo su anuncio.
—Me he alistado —informó mirando directamente al señor Hamilton—. Iré a la guerra.
Contuve el aliento. Los demás permanecieron en silencio, esperando la reacción del señor Hamilton. Por fin, el mayordomo habló.
—Bien, Alfred —declaró y sus labios se estiraron dibujando una sonrisa poco alentadora—, es una decisión muy importante que, por supuesto, transmitiré al amo en tu nombre, aunque no creo que él desee tu partida.
Alfred tragó saliva.
—Gracias, señor Hamilton, pero yo mismo hablé con él cuando llegó de Londres. Me dijo que hacía lo correcto y me deseó suerte.
El mayordomo asimiló sus palabras. Sus ojos parpadearon ante lo que percibió como una actitud desafiante por parte de Alfred.
—Desde luego, lo correcto.
—Partiré en marzo —continuó tímidamente Alfred—. En primer lugar deberé completar un periodo de entrenamiento.
—¿Y luego qué? —preguntó la señora Townsend, que finalmente lograba pronunciar palabra, con las manos firmemente apoyadas en sus acolchadas caderas.
—Luego… —una sonrisa de emoción surgió en los labios de Alfred— supongo que luego iré a Francia.
—Bien —declaró formalmente el señor Hamilton, recuperando la compostura—, esto merece un brindis. —Se puso de pie y levantó su copa. Los demás le imitamos, vacilantes—. Por Alfred, para que regrese junto a nosotros tan feliz y saludable como ahora.
—Sí, sí —afirmó la señora Townsend, incapaz de disimular su orgullo—. Y cuanto antes, mejor.
—No tan pronto, señora Townsend —apuntó Alfred con una sonrisa burlona—. Quiero vivir algunas aventuras.
—Hazlo y cuídate, hijo —concedió la cocinera con los ojos brillantes.
Mientras los demás volvían a llenar sus copas, Alfred se dirigió a mí.
—Pongo mi granito de arena para defender el país, Grace.
Asentí, deseando que supiera que nunca fue un cobarde, que jamás pensé eso de él.
—¿Me escribirás, Grace? Prométemelo.
—Por supuesto, lo haré.
Él me sonrió y sentí que el calor subía por mis mejillas.
—Yo también tengo novedades para anunciar en este festejo —intervino Myra, dando unos golpecitos a su copa para pedir silencio.
—No irás a casarte, ¿verdad, Myra? —preguntó Katie con la voz entrecortada.
—No, por supuesto —respondió Myra con cara de pocos amigos.
—¿De qué se trata entonces? —Quiso saber la señora Townsend—. ¿Vas a decirnos que tú también nos dejas? No creo que pueda soportarlo.
—No exactamente —indicó Myra—. Me he ofrecido en la estación del pueblo para ser guarda de tren. He estado buscando una manera de servir a la causa y vi el anuncio en el periódico que el señor Hamilton nos leyó la semana pasada. Ya he hablado con la Señora, quien declaró estar de acuerdo en tanto pudiera seguir en mi puesto. Opinó que el hecho de que el servicio se esfuerce por contribuir con los objetivos de la guerra es un reflejo del espíritu que anima esta casa.
—En efecto —asintió el señor Hamilton—, así es, en tanto el servicio siga haciendo su contribución dentro de la casa. —Se quitó las gafas, se frotó cansinamente el tabique de su larga nariz, volvió a colocárselas, y me dirigió una mirada severa—. Lo siento por ti, muchacha. Dado que Alfred se marcha a la guerra y Myra tiene dos trabajos, sobre tus hombros recaerá una gran responsabilidad. No tengo probabilidad alguna de encontrar una persona que nos ayude. No en este momento. Deberás hacerte cargo de una gran parte del trabajo de la casa hasta que las cosas vuelvan a la normalidad. ¿Lo comprendes?
—Sí, señor Hamilton —asentí solemnemente, mientras caía en la cuenta de por qué últimamente Myra había empleado su tiempo en verificar mi eficiencia. Había estado instruyéndome para que ocupara su lugar, con el fin de que le resultara más sencillo obtener autorización para trabajar fuera de la casa.
El señor Hamilton meneó la cabeza y se frotó las sienes.
—Tendrás que atender la mesa, ocuparte de los salones, servir el té. Y tendrás que ayudar a vestir a las señoritas Hannah y Emmeline mientras estén aquí.
Su letanía de tareas continuó pero ya no lo escuché. Me excitaba demasiado la perspectiva de que entre mis nuevas responsabilidades estuvieran las hermanas Hartford. Después de mi encuentro casual con Hannah en el pueblo, había aumentado la fascinación que me producían ambas, pero sobre todo ella. En mi imaginación, alimentada por revistas sensacionalistas e historias de misterios, era una heroína hermosa, inteligente y valiente.
Aunque en aquel momento no podría haberlo expresado en esos términos, percibo ahora la naturaleza de esa atracción. Éramos dos jóvenes de la misma edad, vivíamos en la misma casa, en el mismo país, y vislumbraba en Hannah brillantes perspectivas que yo jamás podría tener.
La primera jornada como voluntaria de Myra estaba prevista para el viernes siguiente. Eso nos dejaba un tiempo escaso y precioso para ponerme al tanto de mis nuevas obligaciones. Todas las noches mi sueño era interrumpido por un pinchazo en el tobillo o un codazo en las rodillas, seguidos de instrucciones demasiado importantes para correr el riesgo de que las hubiera olvidado al llegar el día.
Pasé en vela la mayor parte de la noche del jueves. Mi mente luchaba tenazmente para librarse del sueño. A las cinco en punto, con el estómago revuelto, apoyé suavemente mi pie desnudo en el frío suelo de madera, y me puse los leotardos, el vestido y el delantal.
Hice mis tareas habituales en un suspiro. Luego regresé a la sala de los sirvientes y esperé. Me senté a la mesa. Mis dedos estaban demasiado tensos para tejer, de modo que escuché cómo el reloj marcaba lentamente los minutos.
A las 9.30 el señor Hamilton comprobó que la hora de su reloj coincidiera con la que marcaba el reloj de pared. Eso me recordó que debía retirar las bandejas del desayuno y ayudar a las jovencitas a vestirse. Bullía anticipadamente de entusiasmo.
Sus habitaciones estaban arriba, junto al cuarto de juegos. Golpeé una vez, rápidamente y sin hacer demasiado ruido, por mera formalidad, tal como me había indicado Myra. Luego abrí la puerta del dormitorio de Hannah. Era la primera vez que veía la habitación Shakespeare. Myra, reacia a perder el control, había insistido en llevar ella misma las bandejas del desayuno antes de partir hacia la estación.
Era oscura, por efecto del empapelado descolorido y los pesados muebles. La cama, la mesilla y el dosel eran de caoba tallada. Una alfombra color bermellón cubría el suelo, casi hasta el zócalo. En la pared, sobre la cabecera, había tres cuadros a los que la habitación debía su nombre, dado que —según había dicho Myra— correspondían a sendas heroínas de obras teatrales escritas por el mejor dramaturgo inglés de todos los tiempos. Yo di por ciertas sus palabras, aunque ninguna de ellas me pareció especialmente heroica. La primera estaba tendida en el suelo, sosteniendo ante sí un frasco que contenía un líquido. La segunda estaba sentada en una silla, y a lo lejos se veían dos hombres, uno de piel blanca y otro de piel negra. La tercera, tendida en un arroyo, con el largo cabello flotando hacia atrás, salpicado de flores silvestres.
Cuando me acerqué, Hannah ya se había levantado. Estaba sentada frente al tocador con un camisón de algodón blanco, el empeine de los pálidos pies apoyado en la alfombra, como si rezara, y la cabeza inclinada sobre una carta. Tuve la sensación de verla por primera vez. Myra había abierto las cortinas y un débil rayo de sol entraba por la ventana iluminando la espalda de Hannah para jugar con sus largas trenzas rubias. Ella no advirtió mi presencia.
Yo carraspeé y ella me miró.
—Grace —enunció, con toda naturalidad—. Myra me informó de que la reemplazarías mientras ella está cumpliendo con su trabajo en la estación.
—Sí, señorita.
—¿No va a ser mucho ocuparse de las tareas de Myra además de las tuyas?
—Oh, no, señorita, en absoluto.
Hannah se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—Debes de estar muy ocupada. Pero ¿cumples ante todo con las clases de la señorita Dove?
Por un instante no supe qué decir. ¿Quién era la señorita Dove y por qué motivo me daría clases? Entonces recordé: la escuela de secretarias del pueblo.
—Trato de cumplir, señorita —contesté, y tragué saliva, deseosa de cambiar de tema—. ¿Comienzo por su cabello, señorita?
—Sí —dijo Hannah, afirmando enfáticamente con la cabeza—. Por supuesto, haces bien al no hablar de eso, Grace. Yo debería ser más cuidadosa —agregó, tratando de no sonreír, aunque cuando estaba a punto de lograrlo, rio abiertamente—. Es sólo que… es un alivio tener a alguien con quien compartirlo.
—Sí, señorita —asentí solemnemente, disimulando mi inquietud.
Por fin, con una sonrisa cómplice, ella se llevó un dedo a los labios indicando silencio, y volvió a leer la carta.
Tomé un cepillo de madreperla del tocador y de pie detrás de ella miré el espejo oval. Al ver que seguía leyendo me atreví a observarla. La luz de la ventana le alumbraba el rostro y proyectaba un reflejo etéreo. Podía distinguir la retícula de sus venas, apenas visibles bajo la piel blanca, comprobar cómo se movían sus ojos debajo de los bellos párpados mientras leía.
Ella se revolvió y yo dejé de mirarla. Deshice las cintas de sus trenzas y las solté. Desenredé el cabello largo y ondulado y comencé a cepillarlo.
Hannah dobló la carta por la mitad y la dejó debajo de una bombonera de cristal que estaba sobre el tocador. Se miró en el espejo, cerró la boca y dirigió su vista a la ventana.
—Mi hermano se marcha a Francia —comentó con aspereza—. A pelear en la guerra.
—¿De verdad, señorita?
—Él y su amigo Robert Hunter. —Pronunció ese nombre con disgusto y rozó el borde de la carta—. El pobre papá no lo sabe. No debemos decírselo.
Cepillé rítmicamente, contando en silencio. (Myra había dicho que lo hiciera cien veces y que se daría cuenta si me había saltado alguna).
—Me gustaría ir —continuó entonces Hannah.
—¿A la guerra, señorita?
—Sí. El mundo está cambiando, Grace, y quiero verlo. —Hannah me observó a través del espejo. La luz del sol animaba sus ojos azules moteados de amarillo—. Quiero experimentar la sensación de que la vida me transforme —declaró luego, como si recitara un verso aprendido de memoria.
—¿La transforme?
Yo no podía imaginar que ella deseara una vida distinta de la que Dios tan generosamente le había concedido.
—Que me transforme, Grace. Así como algunas personas pueden sentir que las transforma la música u otro arte, quiero vivir una gran experiencia que me aleje de mi vida habitual. —Entonces volvió a mirarme, con ojos brillantes—. ¿Nunca has sentido algo así? ¿No has querido más de lo que la vida te ha dado?
La miré un instante, reconfortada por la vaga sensación de haber sido destinataria de una confidencia, y desconcertada porque parecía requerir alguna señal de reciprocidad que yo, desafortunadamente, no estaba en condiciones de ofrecer. El problema era, sencillamente, que no la comprendía. Los sentimientos que Hannah describía eran para mí un idioma desconocido. La vida había sido buena conmigo. No tenía duda. El señor Hamilton no dejaba de recordarme cuán afortunada era por tener ese puesto y lo mismo hacía mi madre. No lograba encontrar una respuesta y Hannah seguía mirándome, expectante.
Abrí la boca, mi lengua produjo un chasquido prometedor, pero las palabras no salieron.
Ella suspiró y se encogió de hombros. En su boca se dibujó una leve sonrisa de desilusión.
—No, por supuesto. Lo siento, Grace, te he desconcertado.
Cuando Hannah miró en otra dirección me oí decir:
—Alguna vez pensé que me gustaría ser detective, señorita.
—¿Detective? —Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo—. ¿Cómo el señor Bucket en La casa desolada?
—No conozco al señor Bucket, señorita. Pensaba en Sherlock Holmes.
—¿De verdad? ¿Detective?
Asentí.
—¿Alguien que encuentra pistas y descubre cómo se cometieron los crímenes?
Asentí otra vez.
—Bien —exclamó, de lo más complacida—. Estaba equivocada. Sabes lo que quiero decir.
Dicho lo cual, volvió a mirar por la ventana, sonriendo levemente.
No supe cómo había sucedido, por qué mi impulsiva respuesta le había agradado tanto, aunque tampoco me importaba especialmente. Todo lo que sabía era que en ese momento disfrutaba de la agradable sensación de haber establecido un vínculo.
Dejé el cepillo en el tocador y me pasé las manos por el delantal.
—Myra me indicó que hoy usaría su traje de paseo, señorita.
Tomé el traje del guardarropa, lo llevé hacia el tocador y sostuve la falda para que Hannah pudiera entrar en ella.
En ese momento una puerta empapelada que estaba junto a la cabecera de la cama se abrió y apareció Emmeline. Desde el lugar donde estaba arrodillada, sosteniendo la falda de Hannah, la vi cruzar la habitación. La de Emmeline era un tipo de belleza que no armonizaba con su edad. Algo en sus grandes ojos azules, sus labios carnosos, incluso la manera de bostezar, daban impresión de vaga madurez.
—¿Cómo está tu brazo? —se interesó Hannah, apoyando una mano en mi hombro para equilibrarse y dando un paso para ponerse la falda.
Seguí mirando hacia abajo. Deseaba que el brazo de Emmeline estuviera bien y que no recordara mi participación en su caída. De hecho, si lo recordaba, no lo demostró. Sólo se encogió de hombros, se tocó distraídamente la muñeca vendada y dijo:
—No me duele, me dejo la venda para impresionar.
Hannah miró hacia la pared. Yo recogí su camisón y deslicé el corpiño del traje por encima de su cabeza.
—Tal vez te quede una cicatriz, ¿sabes? —insinuó provocadoramente.
—Lo sé —afirmó Emmeline, sentándose en el extremo de la cama de su hermana—. Al principio no me gustaba la idea, pero Robbie dijo que era una herida de guerra, y que me daría personalidad.
—¿Eso dijo? —preguntó Hannah, mordaz.
—Señaló que la gente interesante siempre tiene personalidad.
Abroché el primer botón para ajustar el corpiño de Hannah.
—Vendrá a pasear con nosotros esta mañana —anunció Emmeline, golpeteando la cama con los pies—. Le ha pedido a David que le mostremos el lago.
—Sin duda pasaréis una mañana encantadora.
—¿No vendrás? Es el primer día templado desde hace semanas. Dijiste que si pasabas más tiempo aquí adentro te volverías loca.
—He cambiado de idea —contestó Hannah con displicencia.
Emmeline permaneció en silencio un momento. Luego dijo:
—David tenía razón.
Yo, que continuaba abotonando el corpiño, advertí la tensión en el cuerpo de Hannah.
—¿A qué te refieres?
—David le contó a Robbie que eras obstinada, que, si te lo proponías, pasarías todo el invierno encerrada para evitar encontrarte con él.
Por un momento, Hannah no supo qué decir.
—Bueno, pues dile a David que se equivoca. No estoy evitando a Robbie, en absoluto. Tengo cosas que hacer aquí. Cosas importantes, de las que no estáis al tanto.
—¿Como sentarte en el cuarto de juegos, sufriendo, mientras lees otra vez las cosas que hay en el arcón?
—¡Eres una fisgona! —protestó Hannah indignada—. ¿Te sorprende que desee tener privacidad? Pues te equivocas, como de costumbre. No me dedicaré a revisar el arcón. Ya no está allí.
—¿Qué dices?
—Lo he escondido.
—¿Dónde?
—Te lo diré la próxima vez que juguemos.
—Pero es probable que no juguemos durante todo el invierno. No podemos hacerlo sin que se entere Robbie.
—Entonces te lo diré el próximo verano. No lo echarás de menos. Tú y David tenéis montones de cosas que hacer ahora que el señor Hunter está aquí.
—¿Por qué no te agrada Robbie?
Se produjo una extraña tregua, una pausa forzada en la conversación, durante la cual sentí que era el centro de atención y pude oír mi propia respiración y los latidos de mi corazón.
—No lo sé —reconoció Hannah por fin—. Desde que llegó a esta casa todo ha sido diferente. Parece como si todo hubiera desaparecido, esfumado antes de comprender siquiera de qué se trata. ¿Por qué te agrada a ti? —preguntó alargando el brazo para que yo colocara el encaje del puño.
Emmeline se encogió de hombros.
—Porque es divertido, inteligente. Porque a David le agrada especialmente. Porque me salvó la vida.
—Lo sobrestimas. —Hannah inspiró cuando llegué al último botón—. Sólo desgarró la tela de tu vestido y con ella te vendó la muñeca —señaló, girándose para mirar a su hermana.
Emmeline se llevó la mano a la boca, abrió mucho los ojos y comenzó a reír.
—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes? —preguntó Hannah y a continuación se encorvó para verse en el espejo—. Oh —exclamó, frunciendo el ceño.
Emmeline, sin dejar de reír, se dejó caer sobre las almohadas de Hannah.
—Tienes el aspecto de un niño pobre del pueblo, ése al que su madre le hace usar prendas demasiado pequeñas.
—Eres cruel, Emme —replicó Hannah, pero no pudo contener la risa. Miró su imagen en el espejo y movió los hombros tratando de estirar el corpiño—. Y también mentirosa. Ese pobre chico nunca tuvo un aspecto tan ridículo. Evidentemente he crecido desde el verano pasado —agregó mirándose de costado.
—Sí, estás más alta, eres afortunada —opinó Emmeline observando el apretado pecho de su hermana.
—Bien, está claro que no puedo usar esto.
—Si papá se interesara por nosotras tanto como por su fábrica, se daría cuenta de que necesitamos ropa nueva.
—Se esfuerza por hacer lo mejor.
—Detesto ver lo peor de él. Si no estamos atentas, haremos nuestra presentación en sociedad con vestidos marineros.
Hannah se encogió de hombros.
—Me tiene sin cuidado. Es una ceremonia estúpida y pasada de moda —declaró, y volvió a mirarse en el espejo mientras trataba de estirar su corpiño—. De todos modos, tengo que escribirle y preguntarle si podemos tener vestidos nuevos.
—Sí, y no delantales, sino verdaderos vestidos, como los de Fanny —propuso Emmeline.
—Bueno… hoy tendré que conformarme con un delantal. Esto no me sirve —sentenció Hannah y arqueó las cejas—. Me pregunto qué dirá Myra cuando sepa que no hemos respetado sus normas.
—No le agradará, señorita —opiné, retribuyendo la sonrisa de Hannah en el espejo mientras le desabotonaba el traje.
Emmeline me miró, inclinó la cabeza y parpadeó.
—¿Quién es?
—Es Grace —dijo Hannah—. ¿La recuerdas? Ella nos salvó de la señorita Prince el verano pasado.
—¿Myra está enferma?
—No, señorita. Está en el pueblo, trabajando en la estación como voluntaria, por la guerra —expliqué.
Hannah alzó una ceja.
—Lo siento por el inocente pasajero que pierda su billete.
—Sí, señorita.
—Grace nos vestirá mientras Myra esté en la estación —le indicó Hannah a Emmeline—. ¿No crees que es más agradable que sea alguien de nuestra edad?
Hice una reverencia y salí de la habitación, con el corazón agitado. Una parte de mí deseaba que la guerra nunca terminara.
Alfred se fue a la guerra una fría y clara mañana de marzo. El cielo estaba limpio y el aire cargado de promesas de aventura. Mientras caminábamos desde Riverton hacia el pueblo, me sentí extrañamente emprendedora. El señor Hamilton y la señora Townsend se ocuparían de que en la casa todo siguiera su curso. Myra, Katie y yo habíamos obtenido autorización especial —con la condición de que hubiéramos completado nuestras tareas— para acompañar a Alfred a la estación. Era un deber cívico, nos había dicho el señor Hamilton, ofrecer apoyo moral a los jóvenes que servían al país.
No obstante, ese apoyo moral tenía sus límites. Bajo ninguna circunstancia podíamos entablar conversación con los soldados, para quienes tres jóvenes como nosotras resultaban presa fácil.
Me sentí importante, caminando por High Street con mi mejor vestido, acompañada por uno de los miembros del ejército de su majestad. Tengo la certeza de que no era la única que experimentaba esa emoción. Advertí que Myra había puesto especial atención a su peinado. Había recogido en un rodete la negra cola de caballo, como lo hacía la Señora. Incluso Katie se había esforzado en domar sus rizos rebeldes.
Cuando llegamos, la estación estaba repleta de soldados y de personas que acudían a despedirlos. El centro de reclutamiento de Saffron Green, que se negaba a perder la supremacía en el asunto, había organizado una campaña para promover el alistamiento el mes anterior, y todavía podían verse en los postes de alumbrado los carteles con la fotografía de lord Kitchener señalando con el índice. Los muchachos de Saffron formarían un batallón especial. Todos estarían juntos. Según nos dijo Alfred, era lo mejor: los hombres que vivirían y lucharían juntos ya se conocían.
En lo alto, sobre las vías del tren, el viento hacía flamear las hileras de banderines triangulares, rojos y azules. Debajo de ellos, los enamorados se abrazaban, las madres alisaban los uniformes nuevos y brillantes y los padres no podían ocultar su orgullo. Los niños corrían de un lado a otro, en medio de la multitud, haciendo sonar silbatos y agitando banderas de Gran Bretaña.
El tren aguardaba reluciente y de tanto en tanto soltaba impaciente un vanidoso chorro de vapor.
Alfred caminó un trecho a lo largo del andén llevando su equipaje y por fin se detuvo.
—Bien, chicas —señaló mientras apoyaba su carga en el suelo y miraba a su alrededor—. Éste parece el mejor lugar.
Asentimos, dejándonos llevar por el ambiente festivo. En un extremo del andén, donde se habían reunido los oficiales, tocaba una banda. Myra hizo un saludo oficial a un adusto guarda que le contestó con una formal inclinación de cabeza.
—Alfred —anunció tímidamente Katie—, tengo algo para ti.
—¿De verdad, Katie? Es muy amable de tu parte —le respondió, presentándole la mejilla.
—Oh, Alfred —exclamó ella, enrojeciendo como un tomate—, no me refería a un beso.
Alfred nos guiñó el ojo a Myra y a mí.
—Bueno, me desilusionas, Katie. Aquí me tienes, creyendo que ibas a darme algo que cuando esté lejos, al otro lado del mar, me permitiera recordar el lugar de donde partí.
—Así es. Es esto —afirmó y le entregó una servilleta de té.
Alfred arqueó una ceja.
—¿Una servilleta de té, Katie? Sin duda me recordará el lugar de donde partí.
—No es una servilleta. Es decir, sí lo es, pero sólo el envoltorio. Mira dentro.
Alfred abrió el paquete y quedaron a la vista tres rebanadas del budín Victoria de la señora Townsend.
—Debido al racionamiento no hay crema y manteca, pero no está mal.
—¿Cómo lo sabes, Katie? —preguntó bruscamente Myra—. A la señora Townsend no le alegrará comprobar que has estado husmeando otra vez en su despensa.
—Sólo quería hacerle un regalo a Alfred —respondió Katie frunciendo el labio inferior.
—Supongo que tienes razón, aunque sólo por esta vez; la guerra lo justifica —declaró Myra, con un tono más suave. Luego se dirigió a Alfred—. Grace y yo también tenemos algo para ti, Alfred. ¿Verdad, Grace?
Yo no le prestaba atención. Al final del andén —entre un mar de jóvenes oficiales con elegantes uniformes nuevos— había distinguido un par de rostros familiares: Emmeline estaba junto a Dawkins, el chófer de lord Ashbury.
—¿Grace? —volvió a decir Myra tomándome del brazo—. Le estaba contando a Alfred lo de nuestro regalo.
—Oh, sí —contesté, y saqué de mi bolso un paquete envuelto en papel manila que le entregué a Alfred.
Él lo abrió cuidadosamente y sonrió al ver el contenido.
—Yo tejí los calcetines y Myra la bufanda —expliqué.
—Estupendo —dijo Alfred, inspeccionando las prendas—. Tienen muy buen aspecto —declaró y tomando entre sus manos los calcetines, se dirigió a mí—. Sin duda os recordaré, a las tres, cuando esté abrigado y los demás muchachos tengan frío. Me envidiarán por mis tres chicas, las mejores de toda Inglaterra.
Alfred guardó los regalos, plegó prolijamente el papel y me lo devolvió.
—Ten, Grace. La señora Townsend estará como loca buscando el resto de su budín. No me gustaría que también le falte el papel de hornear.
Asentí y mientras ponía el papel en mi cartera sentí que sus ojos se clavaban en mí.
—No te olvidarás de escribirme, ¿verdad, Grace?
—No, Alfred, no me olvidaré de ti —contesté, meneando la cabeza.
—Eso espero, porque de lo contrario ya verás cuando regrese. Voy a extrañarte —confesó—. A las tres —agregó mirando a Myra y Katie.
—Oh, Alfred —exclamó Katie emocionada—. Mira a todos esos muchachos tan elegantes con sus nuevos uniformes. ¿Son todos de Saffron?
Mientras Alfred señalaba a algunos de los jóvenes que había conocido en el centro de reclutamiento, yo volví a prestar atención a las vías, y a Emmeline, que saludaba a otro grupo y se iba. Dos de los jóvenes oficiales giraron para mirarla y pude distinguirlos: eran David y Robbie Hunter. ¿Dónde estaba Hannah? Estiré el cuello tratando de verla. Había hecho lo posible por evitar a David y Robbie durante todo el invierno, pero ¿era capaz de no despedirlos cuando se iban a la guerra?
—… y ése es Rufus —explicaba Alfred, señalando a un soldado enjuto con una dentadura prominente—. Es el hijo del trapero. Rufus solía ayudarlo, pero sabe que tiene más probabilidades de comer todos los días en el ejército.
—Eso vale para un buhonero —opinó Myra—, pero tú no puedes decir que no vivieras bien en Riverton.
—Oh, no —repuso Alfred, sonriendo—. No tengo quejas al respecto. La señora T., lord Ashbury y lady Violet nos mantienen bien alimentados. Aunque la verdad es que me agobiaba estar encerrado. Quiero pasar una temporada al aire libre.
Oímos sobrevolar un aeroplano, un Blériot XI-2, según señaló Alfred, y la multitud le dirigió un caluroso saludo. En el andén se percibía la emoción que nos embargaba a todos. El guarda, una remota mancha blanca y negra, hizo sonar su silbato. Su voz a través del megáfono invitó a los pasajeros a subir al tren.
—Bueno —anunció Alfred esbozando una sonrisa—. Me voy.
En el final de la estación apareció la figura de Hannah. Su mirada recorrió el gentío y se detuvo, vacilante, cuando distinguió a David. Se abrió paso entre la multitud y no se detuvo hasta llegar al lugar donde estaba su hermano. Permaneció inmóvil un instante y luego, sin decir una palabra, sacó algo de su bolso y se lo entregó. Yo sabía lo que era. Lo había visto esa mañana en su habitación: Viaje a través del Rubicón. Era uno de los pequeños libros de El Juego, una de sus aventuras favoritas, cuidadosamente redactada, ilustrada y encuadernada con hilo. Hannah lo había puesto en un sobre y lo había atado.
David miró el paquete, y luego a su hermana. Lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, y lo acarició. Luego estiró los brazos y tomó las manos de Hannah entre las suyas. Parecía querer abrazarla, besar sus mejillas, pero se abstuvo, los hermanos no tenían por costumbre hacer esas demostraciones de afecto. Sólo se acercó a ella y le dijo algo. Entonces ambos miraron a Emmeline, y Hannah asintió con la cabeza.
David se dirigió después a Robbie. El joven miró a Hannah y ella buscó nuevamente algo en su bolso. Comprendí que era un regalo para él. Seguramente David le había dicho que también Robbie necesitaba un amuleto.
La voz de Alfred en mi oído desvió mi errática atención.
—Adiós, Grace —declaró, casi rozándome el cuello con los labios—. Te agradezco sinceramente tu regalo.
Mientras Alfred cargaba su macuto al hombro y se dirigía al tren, yo me llevé la mano a la oreja, que conservaba el calor de sus palabras. Cuando llegó a la puerta del vagón y subió el escalón, se volvió para mirarnos por encima de las cabezas de los otros soldados.
—Deseadme suerte —pidió y desapareció, empujado por sus compañeros, ansiosos por entrar en el tren.
Yo lo despedí con la mano.