En el oeste
A medida que pasaban los días y el año 1914 se deslizaba hacia el siguiente, se esfumaban las posibilidades de que la guerra terminara para Navidad. Un certero disparo había estremecido las llanuras de Europa y el dormido gigante del rencor, alimentado durante siglos, había despertado. El mayor Hartford había sido convocado, desempolvado junto con otros héroes de campañas olvidadas hacía tiempo. Lord Ashbury se había mudado a su apartamento de Londres y se había alistado como voluntario en la milicia de Bloomsbury. El señor Frederick, no apto para el servicio militar debido a que había enfermado de neumonía en el invierno de 1910, dejó de fabricar automóviles para producir en cambio aviones de combate y el gobierno lo condecoró por su valiosa contribución a una industria vital en tiempos de guerra. Era un escaso consuelo, opinaba Myra, que sabía cosas tales como que el señor Frederick siempre había soñado con formar parte de las filas militares.
La historia sostiene que en el transcurso de 1915 comenzó a aclararse el verdadero carácter de la guerra. Pero la historia es un cronista muy poco fiable: el cruel recurso de la mirada retrospectiva hace que sus protagonistas queden en ridículo. Porque mientras en Francia los jóvenes afrontaban peligros que jamás habrían imaginado, en Riverton ese año transcurrió de manera muy semejante al anterior. Estábamos al tanto, por supuesto, de que el frente occidental estaba en un impasse —el señor Hamilton nos mantenía bien informados gracias a su minuciosa lectura de truculentos pasajes del periódico—; a decir verdad existían muy pocos obstáculos que impidieran que la gente siguiera criticando la guerra, pero las críticas eran atenuadas por el enorme torrente de objetivos que el conflicto había proporcionado a aquéllos para quienes la vida cotidiana se había convertido en algo aburrido, los que agradecían el nuevo escenario en el que podían demostrar su valor.
Lady Violet creó y formó parte de numerosos comités: desde los que se ocupaban de ofrecer el alojamiento apropiado a correctos refugiados belgas hasta los que organizaban reuniones a la hora del té para oficiales que estaban de permiso. Todas las jovencitas de Gran Bretaña y también algunos niños hicieron su contribución a la defensa de la nación. Ante un mar de dificultades alzaron sus agujas de tejer para producir un aluvión de bufandas y calcetines para los muchachos del frente. Fanny, que no sabía tejer pero estaba ansiosa por impresionar al señor Frederick con su patriotismo, se lanzó a coordinar esas iniciativas, organizando el embalaje de las prendas tejidas y el envío de los paquetes a Francia. Incluso lady Clementine demostró un raro espíritu solidario, alojando en su casa a uno de los ciudadanos belgas protegidos por lady Violet, una anciana que no hablaba un buen inglés pero tenía modales lo suficientemente educados para disimularlo, y a la que lady Clementine procedió a interrogar sobre los detalles más espantosos de la invasión.
A medida que se acercaba el mes de diciembre, lady Jemina, Fanny y los niños Hartford fueron convocados a Riverton. Lady Violet estaba decidida a celebrar allí las tradicionales fiestas de Navidad. Fanny habría preferido permanecer en Londres —un lugar mucho más emocionante— pero no fue capaz de rechazar la invitación de una mujer con cuyo hijo esperaba casarse (sin importar que el hijo en cuestión estuviera instalado en otro lugar y mal predispuesto hacia ella). Por tanto, no le quedó más alternativa que armarse de valor y viajar a Essex para pasar unas largas semanas de invierno en el campo. Logró mostrarse tan aburrida como sólo pueden estarlo los niños más pequeños y pasó el tiempo arrastrándose de una habitación a otra y posando afectadamente, ante la escasa posibilidad de que el señor Frederick regresara imprevistamente a casa.
Jemina no salía bien parada si se la comparaba con Fanny. Estaba más gorda y fea que el año anterior. Sin embargo, había un aspecto en el cual la hacía sombra: no sólo estaba casada, sino que era la esposa de un héroe. Cuando llegaban cartas del mayor, el señor Hamilton se las llevaba solemnemente en una bandeja de plata. Jemina representaba entonces su estudiado papel de Esposa de un Militar. Recibía la carta con una graciosa inclinación de cabeza, la observaba un instante con los párpados respetuosamente bajos, suspiraba como dándose ánimos a sí misma, para finalmente abrir el sobre y absorber su precioso contenido. La carta era leída entonces, con el tono solemne que requerían las circunstancias, a un auditorio cautivado (y cautivo).
Mientras tanto, escaleras arriba, para Hannah y Emmeline el tiempo se hacía interminable. Habían llegado a Riverton hacía dos semanas, pero el hostil clima las obligó a quedarse dentro de la casa, sin lecciones que las entretuvieran (la señorita Prince estaba dedicada a tareas de voluntariado relacionadas con la guerra). Ya habían agotado todo lo que se les permitía hacer. Habían jugado a todos los juegos que conocían —a hacer nidos con hilos, a las tabas, al minero (que hasta donde yo podía comprender, requería que una de ellas arañara el brazo de la otra hasta que la sangre o el aburrimiento vencieran)—, habían hecho de pinches de la señora Townsend —que preparaba el banquete de la cena de Navidad— hasta que enfermaron por comer la masa cruda que habían robado a escondidas, y finalmente habían obligado a Nanny a que les abriera el ático para que pudieran explorar entre sus olvidados y polvorientos tesoros. Pero lo que añoraban era El Juego. (Yo había visto a Hannah investigando en el arcón chino, volviendo a leer viejas aventuras cuando creía que nadie la miraba). Y para eso necesitaban a David, que todavía permanecería una semana más en Eton.
Una tarde, a finales de noviembre, cuando subí a lavar los manteles más delicados para la cena de Navidad, Emmeline entró en el lavadero. Se detuvo un momento, recorrió la habitación con la mirada, y luego fue hacia el armario de las sábanas. Abrió la puerta y el halo de luz que proyectaba su vela se reflejó en el suelo.
—Ja, ja —proclamó triunfante—. Sabía que estarías aquí.
Mostró las manos y estiró los dedos para dejar a la vista dos blancos y pegajosos bastones de caramelo.
—De parte de la señora Townsend.
Un largo brazo apareció desde el oscuro interior del armario y se replegó después de tomar su bastón.
Emmeline lamió su pegajoso regalo.
—Estoy aburrida. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy leyendo —fue la respuesta. Silencio.
Emmeline miró dentro del armario y arrugó la nariz.
—La guerra de los mundos. ¿Otra vez?
No hubo respuesta.
Emmeline dio un largo y abstraído lametazo a su caramelo, lo observó desde todos los ángulos y quitó una hebra de algodón que se había adherido.
—Eh —exclamó de pronto—, cuando David llegue podríamos ir a Marte.
Silencio.
—Habrá marcianos buenos y malos y peligros inesperados.
Como todas las hermanas menores, Emmeline se había especializado en detectar las predilecciones de sus hermanos. No necesitaba mirarlos para saber que había dado en el blanco.
—Lo someteremos a la decisión del consejo —se oyó decir desde el armario.
Emmeline chilló emocionada, unió sus pegajosas manos y alzó su pie calzado con botas para entrar en el armario.
—¿Y podemos decirle a David que fue idea mía?
—Cuidado, la vela está encendida.
—Puedo pintar el mapa de rojo en lugar de verde. ¿Es verdad que en Marte los árboles son rojos?
—Por supuesto que lo son. También el agua, el suelo, los canales y los cráteres.
—¿Cráteres?
—Agujeros grandes, profundos y oscuros donde los marcianos guardan a sus niños. —Desde el interior del armario surgió una mano que comenzó a cerrar la puerta.
—¿Son como pozos? —preguntó Emmeline.
—Pero más profundos y más oscuros.
—¿Por qué guardan allí a los niños?
—Para que nadie vea los horrendos experimentos que han realizado con ellos.
—¿Qué clase de experimentos? —inquirió Emmeline con un hilo de voz.
—Ya lo descubrirás —respondió Hannah—. Si David llega alguna vez.
Abajo, como siempre, nuestras vidas reflejaban como un turbio espejo las de quienes vivían arriba. Una noche, cuando todos los habitantes de la casa ya se habían ido a dormir, los sirvientes nos reunimos junto al fuego que ardía vigorosamente en nuestra salita. El señor Hamilton y la señora Townsend, como los topes que sujetan los libros en un estante, se sentaron en los extremos. Myra, Katie y yo nos agrupamos en el medio, en las sillas donde nos sentábamos a cenar, mirando con ojos bizcos las bufandas que tejíamos a la centelleante luz del fuego. Un viento frío azotaba los cristales de la ventana, provocando con sus ráfagas indómitas que los tarros de conservas de la señora Townsend temblaran en el estante de la cocina.
El señor Hamilton meneó la cabeza y apartó The Times. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—¿Siguen las malas noticias? —preguntó la señora Townsend, alzando la vista del menú de Navidad que estaba planificando. El calor del fuego le había enrojecido las mejillas.
—Cada vez peores, señora Townsend. —El señor Hamilton volvió a ponerse las gafas—. Más bajas en Ypres. —Se levantó de la silla y fue hacia la pared en la que había colgado un mapa de Europa, donde se veía una docena de alfileres de colores que representaban distintos ejércitos y campañas. Quitó un alfiler azul de un lugar de Francia y lo reemplazó por uno amarillo—. Esto no me gusta nada —murmuró para sus adentros.
La señora Townsend suspiró.
—Tampoco a mí me gusta nada esto. —Señaló dando golpecitos con el lápiz en el menú—. ¿Cómo se supone que puedo preparar la cena de Navidad para la familia sin manteca, té o siquiera pavo, por mencionar algunos ingredientes?
—¿No habrá pavo, señora Townsend? —intervino Katie.
—Ni un ala.
—¿Y qué servirá?
La señora Townsend meneó la cabeza.
—No te alarmes. Algo se me ocurrirá, jovencita. Siempre lo hago, ¿no es cierto?
—Sí, señora Townsend —asintió seriamente Katie—. Ciertamente así es.
La señora Townsend miró hacia abajo, satisfecha. En las palabras de Katie no había ironía. Volvió a prestar atención al menú.
Yo trataba de concentrarme en mi labor pero no logré completar tres filas sin que se soltara algún punto en cada una de ellas. Lo dejé, frustrada, y me puse de pie. Algo había estado rondándome toda la noche. Algo de lo que había sido testigo en el pueblo y que no había logrado comprender.
Me alisé el delantal y me acerqué al señor Hamilton que, según me pareció, ya lo sabía todo.
—¿Señor Hamilton? —comencé tímidamente.
Él se volvió hacia mí. Me observó por encima de sus gafas. Aún sostenía un alfiler azul entre dos uñas puntiagudas.
—¿Qué sucede, Grace?
Yo volví a mirar hacia el lugar donde los demás estaban entretenidos en una animada conversación.
—Y bien, niña. ¿Te ha comido la lengua el gato?
Carraspeé nerviosa.
—No, señor Hamilton, es sólo que… quería preguntarle algo. Se trata de algo que vi hoy en el pueblo.
—¿Sí? Habla, niña.
Miré hacia la puerta.
—¿Dónde está Alfred, señor Hamilton?
Él frunció el ceño.
—Arriba, sirviendo jerez. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Alfred con todo esto?
—Es sólo que lo vi hoy en el pueblo.
—Sí, le mandé a hacer un recado.
—Lo sé, señor Hamilton, lo vi en McWhirter, cuando salía del almacén. —Apreté los labios. No lograba vencer la enorme reticencia que me impedía continuar—. Le dieron una pluma blanca, señor Hamilton.
—¿Una pluma blanca?
El señor Hamilton abrió mucho los ojos y su mano bajó lentamente hasta quedar a un lado del cuerpo.
Asentí. Recordé que la conducta de Alfred había cambiado en los últimos tiempos, ya no mostraba esa actitud desenfadada. Ese día, en el pueblo, se quedó azorado con la pluma en la mano, mientras la gente que pasaba a su lado se detenía y susurraba con expresión de complicidad. Alfred había bajado la vista y había salido apresuradamente, encorvado y con la cabeza gacha.
—¿Una pluma blanca? —Para mi bochorno, el señor Hamilton lo repitió con voz lo suficientemente alta como para llamar la atención de los demás.
—¿Qué sucede, señor Hamilton? —preguntó la señora Townsend mirando por encima de sus gafas.
Él se pasó la mano por la mejilla y los labios, y meneó incrédulo la cabeza.
—Le han dado una pluma blanca a Alfred.
—¡No! —La señora Townsend se llevó la mano regordeta a la mejilla—. Es imposible que le dieran una pluma blanca. No a nuestro Alfred —exclamó con voz entrecortada.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Myra.
—Grace lo ha visto esta mañana en el pueblo —explicó el señor Hamilton.
Asentí. Los latidos de mi corazón comenzaron a acelerarse. Tenía la desagradable sensación de haber abierto una caja de Pandora que contenía el secreto de otra persona y no poder cerrarla.
—Es absurdo —declaró el señor Hamilton, enderezándose el chaleco. Luego regresó a su silla y se acomodó las patillas de las gafas sobre las orejas—. Alfred no es un cobarde. Todos los días contribuye con el país en guerra, ayuda a mantener esta casa en funcionamiento. Tiene un puesto importante en casa de una familia importante.
—Pero no es lo mismo que ir al frente, ¿verdad, señor Hamilton? —preguntó Katie.
—Sin duda lo es —aseguró enfáticamente el señor Hamilton—. Cada uno de nosotros tiene un papel en esta guerra, Katie, incluso tú. Nuestro deber es preservar las costumbres de este gran país para que cuando los soldados regresen victoriosos, la sociedad que recuerdan esté esperándolos.
—Entonces, ¿cuando lavo las sartenes y cacerolas estoy contribuyendo a los fines de la guerra? —preguntó Katie maravillada.
—No si los lavas de esa manera —alegó la señora Townsend.
—Sí, Katie —confirmó el señor Hamilton—. Cumpliendo con tus deberes y tejiendo las bufandas estás haciendo tu parte. Todos lo hacemos —agregó, mirándonos a Myra y a mí.
—A decir verdad, no parece suficiente —admitió Myra, con la cabeza gacha.
—¿Qué dices, Myra?
Myra dejó de tejer y apoyó sus huesudas manos en el regazo.
—Bueno —prosiguió cautelosamente—. Por ejemplo, Alfred es un hombre joven y saludable. Seguramente sería de mayor provecho si ayudara a los otros muchachos que están allí en Francia. Cualquiera puede servir jerez.
El señor Hamilton empalideció.
—¿Cualquiera puede servir jerez? Tú deberías saber mejor que nadie que el servicio doméstico es una actividad para la que no todos son aptos, Myra.
Myra se ruborizó.
—Por supuesto, señor Hamilton, no quise sugerir que fuera de otro modo —se disculpó, jugueteando con los nudillos de sus dedos—. Supongo… que yo misma me he sentido algo inútil últimamente.
El señor Hamilton iba a condenar esos sentimientos cuando de pronto se oyeron los pasos de Alfred que bajaban la escalera y entraban en la salita. La boca del señor Hamilton se cerró y todos guardamos un silencio cómplice.
—Alfred —exclamó por fin la señora Townsend—, ¿por qué motivo bajas la escalera a esa velocidad? —Luego miró a su alrededor hasta que me encontró—. Has asustado a la buena de Grace. La pobre niña casi se muere del susto.
Le sonreí débilmente a Alfred. No me había asustado en lo más mínimo, tan sólo me había sorprendido, como a los demás. Y me sentía apenada. No debía haber preguntado al señor Hamilton acerca de la pluma. Le estaba tomando cariño a Alfred. Era una persona de buen corazón y a menudo dedicaba parte de su tiempo a sacarme de mi aislamiento. Al comentar su humillación a sus espaldas, de algún modo lo había hecho pasar por tonto.
—Lo siento, Grace. Es sólo que el amo David ha llegado.
—Sí —confirmó el señor Hamilton mirando su reloj—, era lo previsto. Dawkins fue a buscarlo a la estación porque sabíamos que llegaría en el tren de las diez. La señora Townsend tiene preparada su cena. Puedes ocuparte de llevársela. —Alfred asintió y trató de serenarse.
—Lo sé, señor Hamilton —contestó y tragó saliva—. Es sólo que alguien ha llegado con él. Una persona de Eton. Creo que es el hijo de lord Hunter.
Hago una pausa. Una vez me dijiste que, en la mayoría de los relatos, cuando se llega a un punto ya no hay retorno. Cuando los personajes principales han hecho su aparición en escena y sólo queda desarrollar el drama, el narrador pierde el control y los protagonistas comienzan a moverse a su propio arbitrio.
La presencia de Robbie Hunter en esta historia la lleva al borde del Rubicón. ¿Lo cruzaré? Tal vez aún no sea demasiado tarde para regresar. Para envolverlos amablemente a todos ellos con papel de seda, y guardarlos en los compartimentos de mi memoria.
Sonrío. Ya no soy capaz de detener esta historia, como no puedo detener el transcurso del tiempo. No soy lo suficientemente romántica como para imaginar que la historia misma es quien desea ser contada, pero sí lo suficientemente honesta como para saber que quiero contarla yo.
Así pues, Robbie Hunter.
A la mañana siguiente, temprano, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho. Cerró suavemente la puerta tras él y me otorgó un dudoso honor. Todos los inviernos los diez mil ejemplares entre libros, revistas y manuscritos que albergaba la biblioteca de Riverton se sacaban de los estantes, se limpiaban y volvían a ponerse en su lugar. Ese rito anual se realizaba desde 1846, cuando la madre de lord Ashbury lo instituyó. Según contaba Myra la exasperaba el polvo, y ciertamente tenía razones para que así fuera. Una noche, a finales del otoño, el hermano menor de lord Ashbury —a quien le faltaba apenas un mes para cumplir tres años y era el favorito de todos los que lo conocían— se quedó dormido y ya nunca despertó de su sueño. Aunque nunca encontró un médico que apoyara su argumento, la madre del niño estaba convencida de que la humedad y el polvo acumulado durante años, suspendidos en el aire, le habían causado la muerte. Culpaba en especial a la biblioteca, porque allí era donde sus dos hijos habían pasado ese fatídico día jugando, imaginando que eran exploradores entre los mapas y las cartas de navegación que describían los viajes de remotos antepasados.
Lady Gytha Ashbury no era una persona con cuyos sentimientos se pudiera jugar. Decidió dejar de lado su dolor, con el mismo coraje y determinación que había demostrado al estar dispuesta a abandonar su tierra natal, su familia y a perder su dote por amor. De inmediato declaró la guerra. Reunió a sus tropas y fue su comandante en la empresa de desterrar a los insidiosos adversarios. Durante una semana, limpiaron día y noche hasta que finalmente se declaró satisfecha: había desaparecido hasta la última mota de polvo. Sólo entonces pudo llorar a su pequeño hijo.
Desde aquel día, todos los años, cuando las últimas hojas caían de los árboles, volvía a realizarse, escrupulosamente, el mismo ritual. La costumbre había perdurado aun después de la muerte de lady Gytha. Y en 1915 fui yo la encargada de honrar la memoria de la anterior lady Ashbury (en parte, estoy segura, como castigo por haber observado a Alfred en el pueblo el día anterior: el señor Hamilton no me agradecía que hubiera llevado a Riverton el fantasma de la guerra).
—Durante esta semana estarás dispensada de cumplir con tus obligaciones habituales, Grace —me anunció, sentado frente a su escritorio, esbozando una leve sonrisa—. Todas las mañanas irás directamente a la biblioteca, comenzarás por la parte más alta y seguirás hacia los estantes de la parte inferior.
Luego me sugirió que me proveyera de un par de guantes de algodón, un paño húmedo y mucha paciencia para asumir la tediosa tarea.
—Recuerda, Grace —indicó, con las manos firmemente apoyadas en el escritorio, los dedos muy separados—, que para lord Ashbury la cuestión del polvo es algo muy serio. Se te ha encomendado una tarea de gran responsabilidad, por la que deberías sentirte agradecida.
Un golpe en la puerta interrumpió la homilía.
—Adelante —gritó el mayordomo, frunciendo su larga nariz.
La puerta se abrió y Myra entró precipitadamente, moviendo su delgada figura como si fuera una araña.
—Señor Hamilton, venga rápido, arriba ocurre algo que necesita de su inmediata intervención.
Él se puso de pie con presteza, tomó su chaqueta negra que estaba colgada de un gancho en la puerta y subió velozmente la escalera. Myra y yo lo seguimos.
Allí, en el vestíbulo de la entrada principal, estaba Dudley, el jardinero, jugueteando torpemente con su sombrero de lana entre las manos agrietadas. A sus pies, todavía rebosante de savia, había un enorme abeto de Noruega, recién sacado de la tierra.
—Señor Dudley, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó el señor Hamilton.
—He traído el árbol de Navidad, señor Hamilton.
—Eso está a la vista, pero ¿qué está haciendo usted aquí? —volvió a preguntar, señalando el enorme vestíbulo—. Y aún más importante, qué está haciendo esto aquí. Es enorme —agregó, dirigiendo la mirada al árbol.
—Sí, es una belleza —convino gravemente Dudley, observando el árbol como si mirara a su amada—. Lo he cuidado durante años, me he tomado mi tiempo para dejar que alcanzara todo su esplendor. Ya ha crecido suficiente para esta Navidad —afirmó mirando solemnemente al señor Hamilton—, tal vez un poco de más.
El señor Hamilton se volvió hacia Myra.
—En el nombre de Dios, ¿qué está sucediendo?
Myra tenía los puños crispados a ambos lados del cuerpo, los labios apretados de rabia.
—No cabe, señor Hamilton. Dudley trató de meterlo en el salón, donde siempre ponemos el árbol de Navidad, pero es demasiado alto, mide casi tres palmos más.
—¿No lo midió? —preguntó el mayordomo al jardinero.
—Oh, sí, señor —repuso Dudley—, pero nunca he sido bueno para el cálculo.
—Entonces, tome su sierra y corte lo que sea necesario, hombre. —El señor Dudley meneó la cabeza con tristeza.
—Lo haría, señor, pero me temo que es necesario cortar un buen trozo. El tronco ya no puede ser más corto y no puedo serrar la copa, ¿verdad? ¿Dónde pondríamos entonces al hermoso ángel? —preguntó consternado.
Todos permanecimos inmóviles, considerando su argumento. Los segundos transcurrían lentamente en el marmóreo vestíbulo. Sabíamos que la familia haría su aparición de un momento a otro para desayunar. Por fin, el señor Hamilton se pronunció:
—Entonces, supongo que no tiene solución. Podar la copa y dejar al ángel sin colocar no tiene sentido. Por esta vez tendremos que prescindir de la tradición y poner el árbol en la biblioteca.
—¿En la biblioteca, señor Hamilton? —exclamó Myra.
—Sí, bajo la cúpula de cristal —afirmó—. Donde esté seguro y pueda lucir en todo su esplendor —agregó, lanzando una mirada fulminante a Dudley.
De modo que la mañana del 1 de diciembre de 1915, cuando yo estaba en lo más alto de la biblioteca, limpiando el estante más remoto, predispuesta a pasar una semana quitando el polvo a los libros, un abeto en todo su esplendor se erigió majestuoso en el centro de aquel salón de lectura, con las ramas superiores apuntando en éxtasis hacia el cielo. Yo, que estaba a la altura de su cúspide, percibí el penetrante olor de la resina que impregnaba cálidamente la indolente atmósfera del lugar.
La biblioteca de Riverton se prolongaba largamente hacia lo alto, por encima del propio tejado, y era difícil no distraerse. La reticencia a comenzar el trabajo rápidamente se asociaba a la tendencia de dejar la tarea para más tarde. La visión del salón a mis pies era impresionante. Es una verdad universal que, sin importar lo conocida que sea una escena, al observarla desde arriba se experimenta algo parecido a una revelación. Yo me quedé mirando el panorama, más allá del árbol.
La biblioteca, habitualmente tan enorme e imponente, adquiría el aspecto de una escenografía. Los objetos de costumbre —el gran piano Steinway, el escritorio de cedro, el globo terráqueo de lord Ashbury— se veían repentinamente pequeños, parecían imitaciones de sí mismos, y daban la impresión de haber sido dispuestos para armonizar con un elenco que aún no había hecho su aparición en escena.
Especialmente la zona de lectura parecía anticipar una representación teatral, con el espacio central flanqueado por los sillones —tapizados con bellas telas, diseño de William Morris—, el rectángulo de luz invernal que caía sobre el piano y la alfombra oriental: elementos de utilería esperando pacientemente que los actores ocuparan sus lugares. Me preguntaba qué clase de obra se representaría en un escenario como ése. ¿Una comedia, una tragedia, una obra basada en la vida cotidiana?
Podría haber pasado así todo el día, sumida en especulaciones y posponiendo mis obligaciones. Pero una persistente voz interior resonaba en mis oídos. Era la voz del señor Hamilton, recordándome que, como era bien sabido, lord Ashbury solía hacer inspecciones al azar para verificar si en la biblioteca había polvo. De modo que, con gran esfuerzo, abandoné mis pensamientos y tomé el primer libro. Le quité el polvo de la tapa, la contratapa y el lomo, lo dejé nuevamente en su lugar y tomé el siguiente.
A media mañana había terminado de limpiar cinco de los diez estantes superiores y me disponía a comenzar el siguiente. Por fin había llegado a los de la parte inferior donde podría trabajar sentada. Después de quitar el polvo a cientos de libros, mis manos habían adquirido destreza y hacían automáticamente su tarea, lo que fue una bendición, porque mi mente se había entumecido y no era capaz de pensar.
Ya había desempolvado el sexto libro del sexto estante cuando una nota impertinente, aguda y súbita, alteró el silencio de la sala. Involuntariamente giré y miré hacia abajo, más allá del árbol.
De pie junto al piano, un joven al que jamás había visto paseaba silenciosamente sus dedos por las teclas de marfil. Sin embargo, ya entonces sabía quién era: el amigo del amo David, de Eton. El hijo de lord Hunter, que había llegado la noche anterior.
Era bien parecido, algo común en un joven, pero había en él algo más. Hay personas que se caracterizan por los sonidos y movimientos que producen, pero la suya era la belleza de la quietud. Solo en la sala, con los ojos graves y oscuros debajo de las cejas igualmente oscuras, daba la impresión de cargar con un penoso pasado, profundamente doloroso, del que no podía librarse. Era alto y delgado, aunque no tanto como para tener un aspecto desgarbado. El cabello castaño era más largo de lo que dictaba la moda, y algunos mechones le rozaban el cuello y los pómulos.
Lo observé desde mi privilegiada tribuna mientras inspeccionaba la biblioteca, lenta, deliberadamente. Por fin su mirada se posó en una pintura. Un lienzo azul con trazos negros que mostraba la figura agachada de una mujer, con la espalda hacia el artista. La obra estaba colgada, furtivamente, entre dos voluminosos jarrones chinos blancos y azules.
Él avanzó y se quedó ante la pintura para estudiarla de cerca. Su actitud, profundamente absorta, le daba un aspecto fascinante y mi noción de lo correcto no pudo acallar mi curiosidad. Los libros del noveno estante languidecían, con el lomo cubierto del polvo acumulado durante el año, mientras yo lo observaba.
Él se inclinó hacia atrás, casi imperceptiblemente; luego otra vez hacia adelante, totalmente concentrado. Noté que los largos dedos caían a los lados de su cuerpo, inertes.
Aún estaba allí, con la cabeza inclinada hacia un lado, estudiando la pintura, cuando la puerta de la biblioteca se abrió y apareció Hannah, aferrando el arcón chino.
—¡David, por fin! Hemos tenido la mejor de las ideas. Esta vez podemos ir a…
Hannah interrumpió la frase, sorprendida, cuando Robbie se volvió para mirarla. Lentamente se dibujó en sus labios una sonrisa que lo transformó. Desapareció de su rostro todo atisbo de melancolía. No habría imaginado que eso fuera posible. Libre de su actitud grave, su rostro era infantil, suave, casi bello.
—Perdóname —se excusó Hannah, con las mejillas teñidas de rosa por la sorpresa y salpicadas por hebras de cabello claro que el moño no lograba sujetar—. No sabía que estuvieras aquí —aclaró, dejando el arcón en una esquina del salón mientras se alisaba el delantal blanco.
—Estás perdonada.
Robbie le dedicó una sonrisa, más fugaz que la primera, y volvió a prestar atención a la pintura.
Hannah lo observaba, mientras él permanecía de espaldas a ella. El desconcierto le hacía mover las manos como escurridizas estrellas de mar. Al igual que yo, esperaba que Robbie se volviera hacia ella, la mirara, le tomara la mano y la llamara por su nombre, tan sólo por cortesía.
—Transmitir tanto con tan poco —fue lo que Robbie finalmente dijo.
Hannah miró hacia la pintura pero la espalda de Robbie le impidió ver y no pudo dar su opinión. Confundida, suspiró profundamente.
—Es asombroso —continuo Robbie—. ¿No crees?
Ante su impertinencia, Hannah no tuvo más alternativa que coincidir, y se ubicó junto a él, frente a la pintura.
—Al abuelo nunca le gustó demasiado —señaló, intentando parecer simpática—. Piensa que es triste e indecente. Por eso lo oculta en este lugar.
—¿Te parece triste e indecente?
Hannah miró la obra como si lo hiciera por primera vez.
—Triste, tal vez. Pero no indecente.
Robbie asintió.
—Nada tan honesto puede ser indecente.
Hannah lo miró de soslayo. Yo esperaba que le preguntara quién era, cómo había llegado hasta la biblioteca de su abuelo para admirar ese cuadro. Ella abrió la boca, pero no logró pronunciar una palabra.
—¿Por qué tu abuelo lo tiene aquí a la vista si lo considera indecente? —preguntó Robbie.
—Es un regalo —explicó Hannah, complacida porque estaba en condiciones de responder a la pregunta—. De un importante conde español que vino aquí a participar en una cacería. La pintura es española, ¿sabes?
—Sí, Picasso. He visto sus obras.
Hannah levantó una ceja y Robbie sonrió.
—En un libro que me enseñó mi madre. Ella nació en España. Tenía allí su familia.
—España —repitió Hannah maravillada—. ¿Has estado en Cuenca? ¿En Sevilla? ¿Has visitado el Alcázar?
—No —contestó Robbie—, pero con todo lo que mi madre me ha contado, me parece como si ya los conociera. Siempre me prometía que volveríamos allí algún día, juntos. Que, como pájaros, huiríamos del invierno inglés.
—¿Este invierno, tal vez?
Robbie miró a Hannah desconcertado.
—Lo siento, supuse que lo sabías. Mi madre ha muerto.
La puerta se abrió y por ella entró David. Yo tenía el corazón agarrotado.
—Veo que os habéis conocido —señaló con una sonrisa desganada.
Me pareció que David había crecido desde la ultima vez. O puede que no fuera algo tan simple, sino su manera de caminar, de conducirse, lo que lo hacía parecer mayor, más adulto, menos familiar.
Hannah asintió con la cabeza y se apartó molesta hacia un lado. Miraba a Robbie. Tenía planeado hablar, poner en orden las cosas entre ellos, pero la oportunidad pasó muy velozmente. La puerta se abrió y Emmeline irrumpió en la habitación.
—¡David, por fin! —exclamó—. Hemos estado tan aburridas, ansiosas por jugar El Juego. Hannah y yo ya hemos decidido, o casi, adónde ir. —Emmeline miró a su alrededor y vio a Robbie—. Hola, ¿quién eres tú?
—Robbie Hunter —le presentó David—. A Hannah ya la has conocido; ésta es mi hermana menor, Emmeline. Robbie ha venido de Eton.
—¿Te quedarás a pasar el fin de semana? —preguntó Emmeline, mirando de reojo a Hannah.
—Un poco más, si me lo permitís —respondió Robbie.
—Robbie no tenía planes para la Navidad —explicó David—. Pensé que también podría pasarla aquí, con nosotros.
—¿Todas las vacaciones de Navidad? —inquirió Hannah.
David asintió.
—Nos vendrá bien tener otras compañías. Si no, nos volveremos locos.
Desde mi lugar, pude percibir la irritación de Hannah. Sus manos se habían posado en el arcón chino. Pensaba en El Juego. Regla número tres: sólo tres pueden jugarlo. Los episodios imaginados, las aventuras previstas se esfumaban. Hannah le lanzó a David una mirada claramente acusadora, que él fingió no advertir.
—Fijaos en la altura de este árbol —señaló David con renovada alegría—. Deberíamos empezar a adornarlo ya si queremos que esté terminado para la Navidad.
Sus hermanas permanecieron en su lugar.
—Ven, Emmeline. —David cogió la caja de adornos que estaba en el suelo y la puso sobre la mesa, evitando cruzar su mirada con la de Hannah—. Muéstrale a Robbie cómo se hace —la animó.
Emmeline miró a Hannah, que, según yo podía apreciar, estaba desolada. Ella compartía su decepción, había ansiado jugar El Juego. Pero también era la menor de los tres, había crecido desempeñando el rol de convidado de piedra de sus hermanos mayores. Y ahora David la había elegido para secundarlo. La oportunidad de formar un dúo a expensas de un tercero era irresistible. El afecto de David, su compañía, eran demasiado preciosos para rechazarlos.
Lanzó una mirada furtiva a Hannah. Luego le sonrió a David. Tomó el paquete que él sostenía y comenzó a desenvolver carámbanos de vidrio, y a alcanzárselos para que se los describiera a Robbie.
Hannah supo que había sido vencida. Mientras Emmeline exclamaba con cada objeto que extraían, ella se irguió —con la dignidad del derrotado— y salió de la habitación llevándose el arcón chino. David tuvo el decoro de mirarla avergonzado.
Cuando regresó, con las manos vacías, Emmeline le dijo:
—Hannah, es increíble, Robbie dice que nunca ha visto un querubín de Dresde.
Hannah caminó con el cuerpo rígido hacia la alfombra y se arrodilló. David se sentó al piano. Estiró los dedos a unos centímetros del teclado de marfil, los bajó lentamente hacia las teclas y con suaves escalas persuadió al instrumento para que volviera a la vida. Sólo cuando constató que tanto el piano como quienes lo escuchábamos estábamos serenos y confiados comenzó a tocar una pieza que, en mi opinión, es de las más hermosas que se hayan escrito jamás: el vals en do sostenido menor de Chopin.
Aun cuando ahora parece imposible, ese día en la biblioteca fue la primera vez que oí música, verdadera música. Tenía vagos recuerdos de mi madre cantándome cuando era muy pequeña, antes de que le doliera la espalda y dejara de hacerlo. Y del señor Connelly, que vivía enfrente: los viernes por la noche, cuando habiendo bebido de más en el pub agarraba su flauta y tocaba lacrimógenas canciones irlandesas. Pero nunca algo como aquello.
Apoyé la mejilla contra la barandilla y cerré los ojos, abandonándome a las gloriosas y emotivas notas. No puedo decir si verdaderamente era un buen pianista, ¿con quién podía compararlo? Pero para mí era perfecto, como todo en los buenos recuerdos.
Mientras la nota final seguía vibrando en el aire soleado, oí que Emmeline decía:
—Ahora déjame tocar algo, David. Esa música no es apropiada para la Navidad.
Abrí los ojos cuando ella comenzó a ejecutar con eficacia Adeste fideles. Tocaba bastante bien, la música era bonita, pero el encantamiento se había roto.
—¿Sabes tocar? —preguntó Robbie mirando a Hannah, que estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, llamativamente callada.
David rio.
—Hannah tiene muchas habilidades, pero el oído musical no está entre ellas. Aunque —añadió burlón—, quién sabe, después de todas las lecciones secretas que, según he oído, han estado recibiendo en el pueblo…
Hannah miró a Emmeline, que se encogió de hombros, arrepentida.
—Se me escapó.
—Prefiero las palabras —precisó fríamente Hannah, mientras desenvolvía un paquete de soldados de plomo y los acomodaba en su falda—. Son más apropiadas para expresar mis deseos.
—Robbie también escribe. Es un poeta condenadamente bueno. Este año el College Chronicle publicó algunos de sus poemas —comentó David, sosteniendo una esfera de cristal que descomponía los colores de la luz y lanzaba sus destellos en la alfombra—. ¿Cómo era aquél que me gustaba…, ése del templo que se derrumba?
La puerta se abrió en ese momento ahogando la respuesta de Robbie. Apareció Alfred, que traía en una bandeja pan de jengibre con forma de figuritas, frutas escarchadas y cucuruchos de papel llenos de nueces.
—Perdón, señorita —interrumpió Alfred, dejando la bandeja en la mesa de las bebidas—. La señora Townsend envía esto para ustedes.
—Oh, qué encanto —exclamó Emmeline, y sin terminar de tocar la canción se apresuró a devorar una ciruela escarchada.
Al girar hacia la puerta para retirarse, Alfred miró subrepticiamente hacia la estantería y se cruzó con mis indiscretos ojos. Esperó el momento en que los niños Hartford volvieron a prestar atención al árbol, se deslizó por detrás y trepó por la escalera hasta donde yo estaba.
—¿Cómo te va con esto? —susurró, asomando la cabeza a través del peldaño.
—Bien —respondí. Había pasado tanto tiempo en silencio que mi propia voz me sonó extraña. Contemplé con cargo de conciencia el libro que estaba en mi regazo, el lugar vacío en el estante, los seis libros que lo precedían.
Él miró en la misma dirección y alzó sus cejas.
—Por suerte estoy aquí para ayudarte.
—Pero ¿el señor Hamilton no…?
—No creo que me eche de menos si falto durante media hora, más o menos —aseguró Alfred. Sonriendo, señaló el otro extremo del estante—. Comenzaré desde ese lado, podemos encontrarnos en el medio.
Asentí, con una mezcla de gratitud y recelo.
Alfred sacó un trapo del bolsillo de su chaqueta y un libro del estante. Se sentó en el suelo de la galería de la biblioteca. Yo lo observaba. Parecía ensimismado en su tarea: metódicamente giraba el libro para limpiar el polvo de todas sus caras, lo devolvía al estante y tomaba el siguiente. Allí sentado con las piernas cruzadas, concentrado en su trabajo, con el cabello castaño —habitualmente tan prolijo— cayendo hacia adelante, balanceándose al ritmo de sus brazos, parecía un niño que por arte de magia había alcanzado el tamaño de un hombre adulto.
Alfred miró hacia un lado justo cuando yo giraba la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Su expresión hizo que me recorriera un escalofrío por la piel. A mi pesar, me sonrojé. ¿Creería que había estado espiándolo? ¿Seguía observándome? No me atreví a comprobarlo, ante la posibilidad de que él malinterpretara mi actitud. No obstante, la piel se me erizaba al imaginar su mirada.
Desde hacía unos días siempre sucedía lo mismo: entre nosotros se creaba algo que me sentía incapaz de definir. La confianza que habitualmente existía entre nosotros se había evaporado, dando paso a la torpeza, a una confusa tendencia a los gestos equivocados y los malentendidos. Me preguntaba si se debía al episodio de la pluma. Tal vez me había visto en la calle, o peor aún, se había enterado de que fui yo quien le delató ante el señor Hamilton y los demás miembros del servicio.
Me dediqué a lustrar ampulosamente el libro que tenía en mi regazo y miré fijamente, a través de las rejas, hacia el nivel inferior. Tal vez si ignoraba a Alfred, la incomodidad pasaría tan inadvertida como el tiempo.
Cuando volví a observar a los niños Hartford, lo que ocurría entre ellos me resultó ajeno: como un espectador que se duerme durante una representación y al despertar descubre que el escenario ha cambiado y el diálogo ha seguido su curso, me concentré en sus voces, extrañas y remotas, flotando en la diáfana luz invernal.
Emmeline le ofrecía a Robbie la bandeja con dulces que había enviado la señora Townsend y los hermanos mayores hablaban sobre la guerra.
Hannah levantó la vista de la estrella plateada que estaba colocando en una de las ramas del abeto.
—Pero ¿cuándo te irás?
—A principios del año próximo —informó David. La emoción le coloreaba las mejillas.
—Pero ¿desde cuándo… has…?
David se encogió de hombros.
—He estado pensando en ello durante años. Ya me conoces, quiero vivir una gran aventura.
Hannah miró a su hermano. Se había sentido decepcionada ante la inesperada presencia de Robbie y la imposibilidad de jugar El Juego, pero le dolía mucho más profundamente esta nueva traición. Su voz era fría.
—¿Papá lo sabe?
—No exactamente.
—No te dejará ir —advirtió Hannah, con gran alivio y certeza en la voz.
—No tendrá alternativa —replicó David—. No sabrá que me he ido hasta que haya llegado sano y salvo a territorio francés.
—¿Y si lo descubre?
—No lo hará, porque nadie va a decírselo —afirmó David mirando fijamente a su hermana—. De todos modos, aunque encuentre los mejores argumentos, no puede detenerme. No se lo permitiré. No voy a desperdiciar mi vida sólo porque él lo hizo. Soy un hombre, es hora de que papá lo acepte. Sólo porque él tuvo una vida miserable…
—David —le increpó bruscamente Hannah.
—Es cierto, por más que no quieras verlo. Toda su vida ha estado dominado por la abuela. Se casó con una mujer que no lo toleraba. Fracasa en todos los negocios que emprende…
—David —repitió Hannah. Yo percibí su indignación. Ella miró a Emmeline; comprobó aliviada que no podía oírlos.
—No tienes lealtad. Deberías sentirte avergonzado.
David miró a Hannah a los ojos y bajó la voz.
—No permitiré que me haga víctima de su resentimiento. Es lamentable.
—¿De qué estáis hablando? —interrumpió la voz de Emmeline, acercándose con un puñado de almendras garrapiñadas—. ¿No estaréis peleándoos, verdad? —preguntó frunciendo el ceño.
—No, por supuesto —respondió David, sonriendo débilmente mientras su hermana le dirigía una mirada fulminante—. Sólo le estaba diciendo a Hannah que me voy a Francia. A la guerra.
—Qué emocionante —exclamó Emmeline—. ¿Irás tú también, Robbie?
Robbie asintió.
—Debí haberlo adivinado —comentó Hannah.
David la ignoró.
—Alguien tiene que cuidar de este muchacho —declaró mirando a Robbie con una sonrisa—. No puedo permitir que se quede con toda la diversión para él solo.
Mientras hablaba, advertí algo en su mirada. ¿Admiración? ¿Afecto tal vez?
Hannah también debió de notarlo. Apretó los labios. Ya sabía a quién culpar por la traición de David.
—Robbie va a la guerra para huir de su padre —explicó David.
—¿Por qué? —preguntó Emmeline con asombro—. ¿Qué ha hecho?
Robbie se encogió de hombros.
—La lista es larga y me resulta muy penoso enumerarla.
—Podrías darnos una pista —sugirió Emmeline. De repente sus ojos se abrieron como platos—. ¡Ya sé! Te amenazó con borrarte de su testamento.
Robbie lanzó una carcajada seca, desprovista de humor.
—No es eso —afirmó, haciendo girar un carámbano de cristal entre los dedos—. Es precisamente lo contrario.
Emmeline frunció el ceño.
—¿Te amenaza con incluirte en su testamento?
—Pretende que juguemos a ser una familia feliz.
—¿No quieres ser feliz? —preguntó Hannah con frialdad.
—No quiero una familia —afirmó Robbie—. Prefiero estar solo.
Emmeline puso los ojos en blanco.
—No soportaría estar sola, sin Hannah o David, y papá, por supuesto.
—Para la gente como vosotros es distinto —respondió serenamente Robbie—. Tu familia no te ha hecho daño.
—¿Y la tuya sí? —Quiso saber Hannah.
Se hizo un silencio, durante el cual todas las miradas, incluida la mía, se dirigieron a Robbie. Contuve el aliento. Ya estaba enterada de lo de su padre. La noche de su imprevista llegada a Riverton, mientras el señor Hamilton y la señora Townsend comenzaban con el aluvión de preparativos para la comida y el alojamiento, Myra me había confiado lo que sabía.
Robbie era hijo de lord Hasting Hunter, un científico a quien se le había concedido el título nobiliario hacía poco tiempo, y que debía su fama y fortuna al descubrimiento de un nuevo tejido que podía fabricarse sin algodón. Había comprado una gran mansión en las afueras de Cambridge, donde uno de los cuartos estaba destinado a realizar sus experimentos, y junto con su esposa se había dedicado a llevar la vida de la aristocracia terrateniente. El chico, según me había informado Myra, era fruto de una relación amorosa de lord Hunter con su criada, una joven española que apenas hablaba inglés. Al abultarse su vientre, se cansó de ella, aunque se había comprometido a no despedirla y a educar al niño a cambio de su silencio. Ese silencio había sido la causa de su locura, que la había llevado finalmente a quitarse la vida. Eso es lo que se decía.
Era una vergüenza, había dicho Myra, suspirando y meneando la cabeza. Una criada maltratada, un niño criado sin padre. ¿Quién no simpatizaría con ellos? De todos modos —había continuado Myra lanzándome una mirada de complicidad—, la Señora no apreciaría a este inesperado huésped. Cada uno debe estar en el lugar que le corresponde.
La intención de sus palabras había sido clara: había títulos y títulos, aquéllos que denotaban un linaje, y otros que relucían llamativamente, como un automóvil nuevo. Robbie Hunter era hijo —sin importar que fuera ilegítimo— de un lord que había conseguido recientemente su título. No era lo suficientemente bueno para personas como los Hartford, y en consecuencia, tampoco para nosotros.
—¿Y bien? —insistió Emmeline—. Cuéntanos. ¿Qué es eso tan terrible que ha hecho tu padre?
—¿Qué es esto, la Inquisición? —terció David sonriendo. Luego se dirigió a Robbie—. Te pido disculpas, Hunter. Son un par de entrometidas. No están acostumbradas a recibir visitas.
Emmeline sonrió y le arrojó un montón de papel. Cayó a poca distancia de su objetivo para perderse en la montaña de papeles que se había formado debajo del árbol.
—Está bien —repuso Robbie, irguiéndose y apartando un mechón de sus ojos—. Desde la muerte de mi madre, mi padre me ha reconocido, llamándome a su lado.
—¿Te ha reconocido? —preguntó Emmeline, frunciendo el ceño.
—Y yo no deseo ser reconocido. No por él.
—Pero ¿por qué quiere hacerlo?
—Después de condenarme alegremente a una vida de ignominia, ahora descubre que necesita un heredero. Parece que su nueva esposa no puede darle uno.
Emmeline miró a sus hermanos pidiendo que le tradujeran esas últimas palabras.
—Por eso Robbie se va a la guerra, para ser libre.
—Siento lo de tu madre —murmuró Hannah a regañadientes.
—Oh, sí —coincidió Emmeline, reflejando en su rostro infantil todo un modelo de ensayada simpatía—. Debes de añorarla terriblemente. Yo añoro horrores a nuestra madre, y ni siquiera la conocí —suspiró—. Y ahora vas a la guerra para escapar de la crueldad de tu padre. Parece una novela.
—Un melodrama —precisó Hannah.
—Una historia romántica —concluyó ansiosamente Emmeline. Las velas del paquete que estaba desenvolviendo cayeron en su falda, liberando su aroma de pino y canela—. La abuela dice que todos los hombres tienen el deber de ir a la guerra. Y que los que se quedan en casa son unos vagos y unos bellacos.
Arriba, en la galería, sentí que se me erizaba la piel. Eché un vistazo a Alfred y rápidamente aparté la mirada cuando éste me pilló. Sus mejillas encendidas, su cabeza gacha —como aquel día en el pueblo— indicaban que se reprochaba a sí mismo su actitud. Se puso de pie súbitamente y dejó caer el trapo con el que limpiaba. Cuando me acerqué para alcanzárselo meneó la cabeza, se negó a mirarme y murmuró algo acerca de que el señor Hamilton estaría preguntándose dónde estaba. Lo miré desconsolada mientras bajaba la escalera y salía de la biblioteca sin que los niños Hartford lo advirtieran. Luego maldije mi falta de autocontrol.
Emmeline, que estaba junto al árbol, miró a Hannah.
—La abuela está muy decepcionada con papá. Cree que para él las cosas son fáciles.
—No tiene motivo para estarlo —repuso acaloradamente Hannah—. Y para papá las cosas ciertamente no son fáciles. Él habría estado allí el primero si hubiera podido.
Un pesado silencio se apoderó del salón. Pude sentir mi propia respiración, que la solidaridad con Hannah había acelerado.
—No la tomes conmigo —indicó Emmeline enfurruñada—. No fui yo sino la abuela quien lo dijo.
—Vieja bruja —espetó Hannah con furia—. Papá trata de contribuir a la guerra como puede, igual que todos nosotros.
—A Hannah le gustaría venir con nosotros al frente —explicó David a Robbie—. Ella y papá sencillamente no entienden que la guerra no es un lugar para mujeres y ancianos enfermos de los pulmones.
—Eso es basura —opinó Hannah.
—¿Qué es basura? ¿Qué la guerra no es para mujeres y ancianos o que te gustaría poder combatir?
—Sabes que sería de tanta utilidad como tú. Siempre he sido buena para tomar decisiones estratégicas, tú mismo lo dijiste.
—Esto es real, Hannah —recalcó de pronto David—. Es una guerra: con armas verdaderas, balas verdaderas y enemigos verdaderos. No es una ficción, no es un juego de niños.
Yo seguí respirando agitadamente. Hannah tenía la expresión de quien ha recibido una bofetada.
—No puedes vivir toda la vida en un mundo de fantasía —continuó David—. No puedes pasar el resto de tus días inventando aventuras, escribiendo sobre cosas que en realidad nunca ocurrieron, representando un personaje ficticio.
—¡David! —gritó Emmeline. Luego miró a Robbie y nuevamente a su hermano—. Regla numero uno: El Juego es secreto —recordó, con el labio inferior tembloroso.
David la miró y su expresión se suavizó.
—Tienes razón. Lo siento, Emme.
—Es secreto —susurró ella—, es importante.
—Por supuesto que lo es. Vamos, no te enfades —alegó, acariciando el cabello de Emmeline. Luego se inclinó para mirar dentro de la caja de adornos.
—¡Eh! Mirad a quién he encontrado. Es Mabel.
David sostuvo en alto un ángel de cristal de Núremberg, con alas estriadas, una arrugada túnica dorada y un piadoso rostro de cera.
—Es tu preferido, ¿verdad? ¿Lo pongo en la cúspide?
—¿Puedo hacerlo yo este año? —preguntó Emmeline, secándose los ojos. Aunque seguía disgustada, no quiso dejar pasar la oportunidad.
David miró a Hannah, que fingía inspeccionar la palma de su mano.
—¿Qué dices, Hannah? ¿Alguna objeción?
Hannah le dirigió una mirada directa y gélida.
—Por favor —suplicó Emmeline dando saltos, en medio de un revuelo de enaguas y envoltorios de papel—. Siempre lo habéis hecho vosotros. Nunca me ha tocado a mí. Ya no soy un bebé.
David fingió estar meditándolo.
—¿Cuántos años tienes ahora?
—Once.
—Once…, prácticamente doce.
Emmeline asintió con impaciencia.
—Muy bien —concedió por fin David. Sonrió a Robbie y asintió.
—¿Me das la mano?
Entre los dos acercaron la escalera al árbol y afirmaron la base entre los papeles arrugados que estaban desparramados por el suelo.
—¡Oh! —Emmeline, entre risitas nerviosas, comenzó a trepar, aferrando el ángel con una mano—. Soy como Jack trepando por los tallos de la planta de habichuelas.
Emmeline siguió subiendo y cuando le faltaban dos escalones para llegar al último estiró la mano que sostenía el ángel, tratando de llegar a la cúspide del árbol, que aún estaba fuera de su alcance.
—No me intimidarás —farfulló entre dientes y miró las tres caras que desde abajo la observaban—. Ya casi estoy. Sólo uno más.
—Con cuidado —le advirtió David—. ¿Hay algo en lo que puedas apoyarte?
Emmeline estiró su mano libre y se aferró a una rama del abeto. Luego hizo lo mismo con la otra mano. Muy lentamente, subió el pie izquierdo y lo puso atentamente en el escalón superior.
Contuve el aliento cuando levantó el pie derecho. Sonreía triunfante, estirándose para colocar a Mabel en su trono, cuando súbitamente todos cerramos los ojos. En su cara se reflejó la sorpresa, y luego el pánico, cuando su pie se deslizó y su cuerpo empezó a caer.
Abrí la boca para gritarle que tuviera cuidado pero era demasiado tarde. Con un alarido que me erizó la piel, cayó como una muñeca de trapo en el suelo, un montón de enaguas blancas entre el papel de seda.
Por un instante todo y todos permanecimos quietos y en silencio. Luego sobrevinieron los inevitables ruidos, los movimientos, el pánico, la agitación.
David alzó a Emmeline en brazos.
—¿Emme? ¿Estás bien, Emme? —Luego echó un vistazo al ángel caído. El ala de cristal estaba manchada de sangre—. Oh, Dios. Se ha cortado con esto.
Hannah estaba de rodillas.
—Es la muñeca —advirtió y miró a su alrededor. Sus ojos encontraron a Robbie—. Ve a buscar ayuda.
Bajé de la escalera de la biblioteca, con el corazón galopante.
—Yo iré, señorita —anuncié mientras salía por la puerta.
Corrí por el pasillo, incapaz de borrar de mi mente la imagen del cuerpo inmóvil de Emmeline. Su respiración entrecortada era una acusación. Había caído por mi culpa. Mi cara era lo último que habría esperado ver al llegar a lo alto del árbol. Si no hubiera sido tan impertinente, si no la hubiera sorprendido…
Al llegar a la escalera de servicio me topé con Myra.
—Mira por dónde vas —me reprendió.
—Myra —balbucí casi sin aliento—. Ayuda, se está desangrando.
—No entiendo nada de lo que dices, muchacha —señaló Myra con disgusto—. Deja de farfullar. ¿Quién se desangra?
—La señorita Emmeline. Se ha caído… en la biblioteca… de la escalera. El amo David y Robert Hunter…
—¡Debí haberlo adivinado! —Myra giró sobre sus talones y fue hacia la sala de los sirvientes—. ¡Ese chico! Tenía un presentimiento. Llegar así, sin anunciarse. Sencillamente no está bien.
Traté de explicar que Robbie no había tenido nada que ver con el accidente pero Myra no escuchaba. Bajó las escaleras, entró en la cocina y tomó el botiquín del aparador.
—Sé por experiencia que sujetos con un aspecto como el suyo siempre causan problemas.
—Pero, Myra, no fue su culpa.
—¿No fue su culpa? Sólo ha estado aquí una noche y mira lo que ha ocurrido.
Me di por vencida. No podía defenderlo. Aún no había recuperado el aliento y era improbable que cambiara de idea por lo que yo pudiera decir o hacer.
Myra cogió el alcohol y las vendas y subió velozmente la escalera. Yo me esforzaba por seguir su delgada y eficiente figura, mientras oía el eco de sus zapatos negros en la oscura y estrecha sala. Ella lo haría mejor. Sabía cómo poner las cosas en orden.
Para cuando llegamos a la biblioteca era demasiado tarde.
Emmeline estaba en el centro del salón, con una valiente sonrisa en su lánguido rostro. La flanqueaban sus hermanos. David le acariciaba el brazo sano. Su brazo herido, vendado con una tela blanca —según advertí, cortada de su enagua—, yacía sobre su regazo. Robbie Hunter estaba cerca, pero solo.
—Estoy bien —declaró Emmeline, mirándonos. Luego sus ojos enrojecidos se dirigieron a Robbie—. El señor Hunter se ocupó de todo. Siempre le estaré agradecida.
—Todos nos sentimos agradecidos —confirmó Hannah, mirando a su hermana.
David asintió.
—Verdaderamente impresionante, Hunter. ¿Dónde aprendiste a hacerlo?
—Mi tío es médico. Pensé seguir esa carrera, pero no me gusta la sangre.
David observó los trozos de tela manchados de sangre tirados en el suelo.
—Lo hiciste bien, simulaste todo lo contrario. —Luego se dirigió a Emmeline y le acarició el cabello—. Afortunadamente no eres como los primos, Emme. Un corte espantoso como ése…
Emmeline no daba muestras de haberlo oído. La mirada que le dedicaba a Robbie era muy similar a la que Dudley le había dedicado a su árbol.
A sus pies, olvidado, el ángel de Navidad languidecía, con el rostro estoico, las alas rotas y el vestido dorado manchado de sangre.