Saffron High Street
Sigue lloviendo. Comienzo a sentir un dolor punzante en las vértebras lumbares, más sensibles que un barómetro. Anoche no pude dormir, me dolía todo el cuerpo. Un hueso gemía su dolor al otro, musitándole cuentos de una agilidad perdida hacía largo tiempo. Me encorvé y doblé mi rígido y viejo esqueleto, tratando inútilmente de conciliar el sueño. El fastidio se convirtió en frustración, después en aburrimiento, y finalmente en terror. Me aterrorizaba que la noche no terminara nunca y que pudiera quedar atrapada para siempre en su largo y solitario túnel.
Tras largo rato, debí de quedarme dormida, porque esta mañana desperté, y hasta donde sé una cosa no puede ocurrir sin la otra. Estaba quieta en la cama, con mi camisón enrollado en la cintura, la piel sudorosa después del esfuerzo nocturno, cuando una joven con la blusa remangada y una larga y delgada trenza que le rozaba los pantalones vaqueros entró en mi habitación y abrió las cortinas, dejando entrar un haz de luz. No era Sylvia, y en consecuencia supe que era domingo.
La joven —llamada Helen, leí su nombre en su placa de identificación— me metió en la ducha, tomándome del brazo para sostenerme. Sus uñas pintadas de morado se hundían en mi paliducha y fláccida piel. La trenza dio un coletazo sobre uno de los hombros cuando me enjabonaba el torso y las extremidades, tratando de eliminar la película de sudor de la noche, al tiempo que tarareaba una melodía desconocida. Cuando consideró que mi grado de higiene era adecuado, me sentó en la silla de plástico y me dejó sola para que me remojara debajo del agua tibia de la ducha. Yo me aferré con ambas manos a la barra que estaba debajo, y me incliné hacia delante, suspirando mientras el agua caía sobre mi agarrotada espalda proporcionándome alivio.
Con la ayuda de Helen me sequé, vestí, maquillé y arreglé, y a las siete y media estaba sentada en la sala de estar. Tuve tiempo de tomar una taza de té con una tostada correosa antes de que Ruth llegara para llevarme a la iglesia.
No soy demasiado religiosa. En realidad, tuve épocas en que la fe me abandonó, como cuando clamaba por un Padre benévolo, incapaz de permitir que sus hijos fueran sometidos a los horrores terrenales. Pero hice las paces con Dios hace mucho tiempo. La edad es una gran moderadora. Ahora nuestra relación es cordial. No hablamos a menudo, pero sé dónde encontrarlo.
Estamos en Cuaresma, el periodo de meditación y arrepentimiento que precede a la Pascua, y esta mañana el púlpito de la iglesia estaba revestido de púrpura. El sermón, acerca de la culpa y el perdón, fue bastante agradable (muy apropiado, considerando el esfuerzo que he decidido asumir). El pastor leyó el versículo 14, 6 del Evangelio según San Juan. Instó a los fieles a no sucumbir ante los alarmistas que predican la catástrofe del fin del milenio y a descubrir en cambio la paz interior a través de Cristo. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie está junto al Padre salvo yo», recitó. Y luego nos sugirió que, en los albores de un nuevo milenio, tomáramos como ejemplo la fe de los apóstoles en Cristo. Con la excepción de Judas, por supuesto: no parece muy recomendable que traicionara a Cristo por treinta monedas de plata y luego se ahorcara.
Al salir de la iglesia, Ruth y yo solemos recorrer a pie el corto trayecto desde High Street hasta el café de Maggie. Siempre vamos allí, aunque Maggie se marchó del pueblo con una maleta y el mejor amigo de su esposo hace muchos años. Esta mañana, mientras avanzaba lentamente por la empinada cuesta de Church Street, del brazo de Ruth, observé los primeros brotes que, impacientes, asoman en los setos de zarzamoras alineados a ambos lados del sendero. La rueda ha vuelto a girar y la primavera está próxima.
Descansamos un momento en el banco de madera que está debajo del olmo centenario, cuyo gigantesco tronco marca el cruce de Church Street y Saffron High Street. El sol invernal parpadeaba a través del encaje de sus ramas desnudas, desentumeciendo mi espalda. Qué extraños son estos días claros y brillantes de finales de invierno, en que es posible sentir frío y calor al mismo tiempo.
Cuando era joven, caballos, carruajes y coches tirados por caballos recorrían estas calles. Después de la guerra, lo hacían también los automóviles: Austen y Ford T, cuyos conductores, con ojos desorbitados, hacían sonar las bocinas. Los caminos eran polvorientos, llenos de baches y estiércol. Las niñeras empujaban afanosamente enormes cochecitos con ruedas y los pilluelos de ojos inexpresivos vendían periódicos en las esquinas.
La vendedora de sal siempre se instalaba en la esquina, donde ahora está la gasolinera. Vera Pipp, se llamaba: una figura enjuta con un gorro de tela y una fina pipa de cerámica siempre colgando de sus labios. Yo solía esconderme detrás de la falda de mi madre, mirando con ojos asombrados a la señora Pipp, que usaba un gran gancho para cargar los bloques de sal en su carro y luego, con una sierra y cuchillo, los transformaba en piezas más pequeñas. Solía aparecer en mis pesadillas, con su pipa y su brillante gancho.
Al otro lado de la calle estaba la tienda de empeño, con tres llamativas esferas metálicas en el escaparate, como era habitual en todos los pueblos de Gran Bretaña de principios de siglo. Mi madre y yo la visitábamos todos los lunes para cambiar nuestros mejores vestidos de domingo por unos pocos chelines. El viernes, cuando la tienda de confección le pagaba a mi madre por su costura, ella me enviaba allí otra vez a retirar las prendas, para que pudiéramos vestirnos y acudir a la iglesia.
La tienda de comestibles era mi favorita. Ahora es un local donde se hacen fotocopias. Fue la última en desaparecer diez o veinte años atrás, cuando se construyó el supermercado en Bridge Road. En mi época la atendían un hombre alto y delgado de marcado acento y cejas aún más marcadas, y su regordeta esposa, que se ocupaba de satisfacer los pedidos de los clientes, por extravagantes que fueran. Incluso durante la guerra el señor Georgias era capaz de proveernos de un paquete de té adicional sin incremento de precio alguno. Para mis jóvenes ojos la tienda era el país de las maravillas. Solía mirar a través de la vitrina, las brillantes cajas de flan y gelatina en polvo marca Bird o las de bizcochos McVitie & Price, ordenadas cuidadosamente en pirámides, clase de lujos que nunca tuvimos en casa. Dentro, sobre amplios y pulidos mostradores, se veían piezas amarillas de manteca y queso, cajas de huevos frescos —a veces, todavía tibios— y alubias secas, que se pesaban en balanzas de metal. Algunos días, los menos, mi madre llevaba de casa un recipiente que el señor Georgias llenaba de melaza oscura con un cucharón.
Ruth me tomó del brazo y me puso de pie. Seguimos caminando por Saffron High Street hacia el descolorido toldo rojo y blanco del café de Maggie. El menú, escrito con trazo irregular en una pizarra, lucía su acostumbrada y variopinta combinación de modernas especialidades —cappuccino grande, hamburguesas de pollo estilo cajún, pizzas con tomates desecados— pero nosotras pedimos lo de siempre, dos tazas de té English breakfast y un bizcocho para compartir. Nos sentamos en la mesa junto a la ventana.
La chica que nos atendió era nueva, tanto en la cafetería como en el oficio, sospeché, a juzgar por la torpeza con que aferraba una taza en cada mano mientras el plato de bizcocho se balanceaba a causa de la temblorosa muñeca.
Ruth le dirigió una mirada de desaprobación, alzando las cejas al ver los charcos de té que inevitablemente se formaron en los platos. No obstante, se contuvo piadosamente, sus labios permanecieron cerrados mientras trataba de secar el desastre con servilletas de papel.
Bebimos el té como de costumbre, en silencio, hasta que por fin Ruth deslizó su plato a través de la mesa.
—Come mi parte también. Estás muy delgada.
Quise recordarle la observación de la señora Simpson —una mujer nunca puede ser demasiado rica o demasiado delgada— pero creí mejor no hacerlo. El sentido del humor de Ruth jamás había abundado y últimamente la había abandonado por completo.
Estoy delgada. Me ha abandonado el apetito. No se debe a que no tenga hambre sino a que no siento los gustos. Y cuando nuestra última papila gustativa deja de funcionar, sucede lo mismo con cualquier estímulo que pueda inducirnos a comer. Es una ironía. Después de haberme esforzado desesperadamente en mi juventud para lograr el ideal de moda de entonces —palidez, brazos finos, pechos pequeños— me ha tocado en suerte ahora. Sin embargo, estoy convencida de que me queda tan bien como, en su momento, a Coco Chanel.
Ruth se seca la boca, persiguiendo una miga invisible. Luego se aclara la voz, dobla su servilleta en dos pliegues y la pone debajo del cuchillo.
—Necesito que me preparen una receta en la farmacia —declara—. ¿Te importa esperar aquí?
—¿Una receta? ¿Por qué? ¿Qué te ocurre?
Aunque Ruth tiene más de sesenta años y es madre de un hombre maduro, mi corazón da un vuelco.
—Nada, de verdad —contesta, en actitud tensa. Luego agrega en voz baja—. Sólo se trata de algo que me ayude a dormir.
Asiento. Las dos sabemos por qué no duerme. Es algo que está presente, sentado entre nosotras, una tristeza compartida. Nos une el silencioso acuerdo de no hablar de ello. De él.
Ruth se apresura a llenar el instante de silencio.
—Quédate aquí, no tardaré, sólo tengo que cruzar la calle. Aquí dentro se está bien, con la calefacción —indica. Toma su cartera y su abrigo, y se queda observándome unos segundos—. ¿No se te ocurrirá salir, verdad?
Niego con la cabeza mientras ella se dirige rápidamente a la puerta. Ruth tiene el temor pertinaz de que yo desaparezca si me deja sola. Me pregunto adónde imagina que iría tan ansiosamente.
Miro a través de la ventana hasta que ella se pierde entre la gente que pasa a toda prisa. Personas con diferentes siluetas y estaturas, y de diferentes colores, también, por estos días, aun aquí, en Saffron. ¿Qué habría dicho la señora Townsend?
Un niño de mejillas rosadas anda por ahí, robusto como un zepelín, arrastrado por una madre atareada. El niño, o la niña, es difícil distinguirlo, me mira con sus grandes ojos redondos, libre de la presión social que obliga a sonreír a la mayoría de los adultos. Me asaltan los recuerdos. Alguna vez, hace tiempo, yo fui esa niña. Mi propia madre me arrastraba detrás de ella mientras avanzaba presurosa por la calle. El recuerdo se vuelve nítido. Habíamos pasado por este mismo lugar, aunque entonces no era un café sino una carnicería. Las piezas de carne se alineaban sobre bloques de mármol blanco a lo largo de la vitrina; en el suelo espolvoreado con serrín se veían esqueletos de vaca. El señor Hobbins, el carnicero, me había saludado con la mano, y recordé mi deseo de que mi madre se detuviera, para que lleváramos a casa un codillo de cerdo con el que hacer una apetitosa sopa.
Me entretuve en el escaparate, esperanzada, imaginando el guiso —cerdo, puerro y patatas— burbujeando sobre nuestra cocina de leña, llenando el diminuto espacio con su sabroso vapor. Casi podía olerlo. Mi percepción era tan vívida que me causaba dolor.
Pero mi madre no se detuvo. Ni siquiera dudó. Mientras el tap-tap de sus tacones se alejaba cada vez más, me invadió un impulso irrefrenable de asustarla, de castigarla porque éramos pobres, de hacerle creer que me había perdido.
Me quedé donde estaba, segura de que advertiría enseguida que no estaba junto a ella y regresaría rápidamente. Tal vez, sólo tal vez, el alivio la abrumaría y decidiría comprar el codillo.
De pronto algo me arrancó de allí y me arrastró en dirección contraria a la de mi madre. Me llevó un momento comprender lo que sucedía: el botón de mi abrigo había quedado enredado en la correa del bolso de una dama elegante, que briosamente me alejaba del lugar. Recuerdo nítidamente que estiré mi pequeña mano para tocar su generoso y abultado trasero —la timidez me lo impidió— mientras mis pies pedaleaban tenazmente para seguirle el paso. Cuando la dama cruzó la calle, involuntariamente la seguí. Comencé a llorar. Me había perdido. Cada paso presuroso me alejaba de mi madre. No volvería a verla. En cambio, quedaría a merced de esa extraña dama de extravagantes prendas.
De pronto, al otro lado de la calle, vi a mi madre dando grandes zancadas entre las personas que iban de compras. ¡Qué alivio! Traté de llamarla pero me lo impedían mis propios sollozos. Agité los brazos y grité entrecortadamente, mientras las lágrimas seguían fluyendo copiosamente.
Entonces mi madre giró y me vio. Su rostro se demudó. Su mano delgada se posó en su pecho plano. En un instante estaba a mi lado. La otra señora, hasta ese momento ignorante del polizón que arrastraba, había sido alertada por el alboroto. Giró y nos miró, a mi madre, alta, con el rostro demacrado y la falda descolorida, y al pichón bañado en lágrimas en que seguramente me había convertido. Entonces recogió su bolso y lo aferró contra el pecho, horrorizada.
—¡Vete! ¡Aléjate de mí o llamaré al agente de policía!
Un grupo de personas, intuyendo que se avecinaba algo emocionante, comenzó a formar un círculo en torno a nosotras. Mi madre se disculpó con la dama, que la miraba como a un ratón en la despensa. Mi madre trató de explicarle lo que había ocurrido, pero la señora seguía apartándose. Yo no tenía más opción que seguirla, lo que hizo que ella chillara más alto. Por fin apareció el agente de policía y preguntó qué era todo ese escándalo.
—Esta mocosa pretendía robarme la cartera —afirmó la dama, agitando el dedo en mi dirección.
—¿Es eso cierto? —preguntó el policía.
Negué con la cabeza, aún con un hilo de voz, segura de que iban a arrestarme.
Entonces mi madre explicó lo sucedido con mi botón y la correa del bolso y el agente de policía asintió. La dama frunció dubitativamente el ceño. Luego todos miraron hacia abajo, observando la correa y mi botón, que en efecto estaba enredado en ella. El agente de policía le pidió a mi madre que me desenganchara.
Ella desenredó el botón, le dio las gracias, se disculpó una vez más con la señora y luego me miró. Yo estaba expectante, ¿cuál sería su reacción, la risa o el llanto? Ambas cosas, pero no en ese momento.
Me cogió por el abrigo marrón y me alejó de la multitud que se dispersaba. Se detuvo en cuanto doblamos la esquina de Railway Street. Cuando el tren que se dirigía a Londres salió de la estación, me miró y susurró:
—Maldita niña. Pensé que te había perdido. Acabarás matándome, ¿me oyes? ¿Es eso lo que quieres? ¿Matar a tu propia madre? —Luego me enderezó el abrigo, meneó la cabeza y me tomó de la mano, apretándola con tanta fuerza que me hizo daño—. Dios mío, ayúdame. A veces desearía haberte dejado en el orfanato.
Mi madre solía mencionar esas palabras cuando yo hacía travesuras y sin duda la amenaza contenía más de un ápice de verdad. Por cierto, muchos estarían de acuerdo en que habría sido mejor que me hubiera dejado en el orfanato. Nada era tan contundente como el embarazo para que una mujer perdiera su puesto entre el personal de servicio y desde mi nacimiento la vida de mi madre había transcurrido entre privaciones y dificultades.
Me habían contado tantas veces cómo me había librado del orfanato que solía creer que conocía la historia antes de nacer. El viaje de mi madre en tren hacia Russell Square, en Londres, llevándome envuelta dentro de su abrigo para protegerme del frío, se había convertido para nosotras en una especie de leyenda. El recorrido a pie por Grenville Street hacia Guilford Street, las personas que a su paso meneaban la cabeza, sabiendo muy bien adónde se dirigía con su pequeño paquete. La manera en que ella había reconocido el edificio del orfanato desde lejos, mientras avanzaba por la calle, por la aglomeración de mujeres jóvenes como ella que se arremolinaban en la entrada, balanceándose aturdidas con sus llorosos bebés. Y entonces fue cuando sucedió lo más importante: de pronto una voz, clara como el día (la de Dios, según mi madre; bobadas, opinaba mi tía Dee), le pidió que diera media vuelta, que su deber era conservar a su pequeña hija. El instante, de acuerdo con la tradición familiar, al que yo debía estar eternamente agradecida.
Esa mañana, el día del botón y la correa, las palabras de mi madre sobre el orfanato me hicieron callar. Pero no como ella creía —por estar reflexionando sobre la buena fortuna que me había evitado esa reclusión—, sino porque estaba recorriendo el ya explorado sendero de una de mis fantasías infantiles preferidas. Disfrutaba enormemente imaginándome en el hogar de niños abandonados Corana, cantando entre otros niños. Habría tenido montones de hermanos y hermanas con quienes jugar, no sólo una madre cansada y malhumorada, cuyo rostro estaba surcado por las desilusiones. Una de las cuales, me temía, era yo.
Sentí que alguien estaba detrás de mí y regresé por el largo túnel de la memoria. Me volví para mirar a la joven a mi lado y un segundo después la reconocí: era la camarera que nos había traído el té. Me observaba expectante. Yo la miré parpadeando.
—Creo que mi hija ya ha pagado la cuenta.
—Oh, sí —repuso la jovencita con voz suave y acento irlandés—, lo ha hecho. Pagó cuando pidieron.
Sin embargo, no se movía de su lugar.
—¿Hay alguna otra cosa que quiera decirme? —pregunté.
Ella tragó saliva.
—Es sólo que Sue, que trabaja en la cocina, dice que usted es la abuela de…, es decir, que su nieto es Marcus McCourt, y para ser sinceros, yo soy su más ferviente admiradora. Sencillamente adoro al inspector Adams. He leído cada uno de los libros —afirmó.
Marcus. La pequeña polilla de la pena revoloteó en mi pecho, como siempre que alguien pronuncia su nombre.
—Me alegra saberlo. Mi nieto se sentiría halagado —conteste, con una sonrisa.
—Me apenó tanto cuando leí lo de su esposa…
Asentí con la cabeza. Ella dudó y yo me preparé para oír las preguntas que —bien lo sabía— sobrevendrían, como siempre: ¿continuaba escribiendo la nueva novela del inspector Adams? ¿Se publicaría en breve? Sin embargo, me sorprendió que el decoro o la timidez vencieran a la curiosidad.
—Bueno, me alegra haberla conocido —declaró la joven—. Debo volver al trabajo, antes de que Sue se ponga como loca. —Ya se dirigía hacia la cocina cuando se volvió—. Se lo dirá, ¿verdad? Dígale que sus libros son muy importantes para mí, y para todos sus admiradores.
Le di mi palabra, aunque no sabía cuándo podría cumplirla. Como la mayoría de las personas de su generación, Marcus es un trotamundos. Pero a diferencia de sus coetáneos, no ansía aventuras sino distracción. Ha desaparecido en la nube de su propio sufrimiento y desconozco cuál es su paradero. Han pasado meses desde la última vez que tuve noticias suyas, cuando me envió desde California una postal de la Estatua de la Libertad que simplemente decía «Feliz cumpleaños», firmado «M».
Pero no se trata sólo del dolor. La culpa lo persigue. Una culpa injustificada por la muerte de Rebecca. Se culpa a sí mismo, cree que si no la hubiera abandonado las cosas habrían sido diferentes. Me preocupa Marcus. Comprendo muy bien la peculiar clase de culpa que experimentan los sobrevivientes de una tragedia.
A través de la ventana puedo ver a Ruth, que está enfrente, enredada en una conversación con el pastor y su esposa, y aún no había llegado a la farmacia. Con gran esfuerzo me deslizo hasta el borde de la silla, me cuelgo el bolso del brazo y aferró mi bastón. Con piernas temblorosas, me pongo de pie. Hay un asunto que atender.
El señor Butler tiene un comercio de artículos para caballero con una minúscula fachada en la calle principal. Apenas un atisbo de toldo rayado encajonado entre la panadería y una tienda que vende velas e incienso. Pero más allá de la puerta de madera roja, con su brillante aldabón de metal y su timbre plateado, uno se encuentra con una multitud de variados productos desparramados por su modesto interior. Corbatas y sombreros de hombre, mochilas para escolares, maletas de cuero o palos de hockey, se disputan el espacio del local estrecho y largo.
El señor Butler es un hombre de baja estatura, de unos cuarenta y cinco años, con una calva incipiente y, según puedo observar, una cintura que tiende a desaparecer. Recuerdo a su padre, aunque no se lo digo. He aprendido que a los jóvenes les incomodan las historias de tiempos pasados. Esa mañana me sonríe, observándome a través de sus gafas, y afirma que me ve muy bien. Cuando era más joven —incluso durante mi octava década de vida— la vanidad me habría inducido a creerle. Ahora entiendo esos comentarios como amables expresiones de sorpresa que surgen cuando las personas comprueban que aún estoy viva. De todos modos se lo agradezco —sé que lo hace con buena intención— y le pregunto si tiene una grabadora.
—¿Para escuchar música? —pregunta el señor Butler.
—Quiero hablar, grabar mis palabras —le respondo.
El señor Butler duda, probablemente se pregunta qué deseo contarle a la grabadora. Luego saca un pequeño objeto negro del mostrador.
—Esto debería servirle. Lo llaman walkman, todos los chicos de ahora lo usan.
—Sí —asiento esperanzada—, eso parece ser lo que necesito.
Seguramente él nota mi inexperiencia, porque empieza a explicarme su funcionamiento.
—Es fácil. Pulse esta tecla, y luego hable aquí —indica, inclinándose hacia delante, mientras me señala un panel de metal perforado en uno de los laterales del aparato. Casi puedo sentir el olor a alcanfor de su traje—. Aquí está el micrófono.
Ruth todavía no ha regresado de la farmacia cuando vuelvo al café de Maggie. En lugar de arriesgarme a que la camarera me haga más preguntas, me envuelvo en mi abrigo y me acurruco en el banco de la parada de autobús. Tanta actividad me ha dejado sin aliento.
Una fresca brisa arrastra consigo envoltorios de golosinas, hojas secas y una pluma de pato marrón verdosa. Danzan a lo largo de la calle, se detienen y se arremolinan con cada nueva ráfaga.
Pensé en Marcus, deambulando por todo el planeta, atrapado por una melodía descompasada de la que no puede escapar. En los últimos tiempos no me cuesta demasiado tener presente a Marcus. Por las noches, mientras el sueño revolotea alrededor de mis visiones como una polilla polvorienta, él invade constantemente mis pensamientos. Como una mustia flor de verano atrapada entre las imágenes de Hannah y Emmeline, y de Riverton, mi nieto, más allá del tiempo y el espacio. Un instante es un niño con la piel sudorosa y los ojos grandes y al siguiente un hombre adulto, consumido por el amor y su pérdida.
Quiero volver a ver su rostro. Tocarlo. Su rostro adorable y familiar, tallado, como todos los rostros, por las manos eficientes de la historia, que habla de la influencia de sus antecesores y de un pasado del que poco sabe.
Volverá algún día, no lo dudo, porque el hogar es un imán que atrae incluso a sus hijos más indiferentes. Pero no puedo adivinar si ocurrirá mañana o dentro de años. Y no tengo tiempo para esperarle. Me encuentro en una fría sala, aguardando a que llegue mi hora, temblando mientras los fantasmas y los ecos de antiguas voces se alejan.
Ése es el motivo por el cual he decidido grabarle una cinta. Tal vez más de una. Voy a contarle un secreto, un antiguo secreto, largamente guardado. Algo que sólo yo sé.
Al principio pensé en escribir, pero cuando encontré una resma de papel amarillento y un bolígrafo negro, los dedos no me respondieron. Y no deseo colaboradores inútiles, incapaces de transformar mis pensamientos en una legible telaraña de garabatos.
Fue Sylvia quien me sugirió una grabadora. Se fijó en mi hoja escrita durante uno de sus arrebatos compulsivos de limpieza, surgido para escabullirse de las demandas de un paciente al que no toleraba.
—¿Ha estado dibujando? —preguntó, mientras sostenía el papel delante de ella y lo inclinaba, junto con su cabeza—. Muy moderno. Bonito. ¿Qué se supone que es?
—Una carta —contesté.
Entonces me dijo cuál era el método que utilizaba Bertie Sinclair: grababa las cartas y las recibía en casetes que podía oír en su magnetófono.
Eso no quiere decir que desde que lo hace se haya vuelto más tolerable ni menos exigente. Pero si empieza a quejarse de su lumbago, no tengo más que hacer funcionar su grabadora y dejarlo escuchando una de sus cintas, feliz como una alondra.
En el banco de la parada del autobús, jugueteo con el paquete entre las manos, entusiasmada con las cosas que me permitirá hacer no bien llegue a casa.
Ruth me hace señas desde el otro lado de la calle, insinúa una sonrisa adusta y comienza a cruzar el paso de peatones mientras guarda un paquete de la farmacia en su bolso.
—Mamá —me reprende cuando está cerca—. ¿Qué estás haciendo aquí afuera? Hace frío. —Rápidamente mira a ambos lados—. La gente creerá que te he dejado esperando en este lugar. —Entonces me levanta y me lleva de vuelta a su coche. Mis mullidas suelas avanzan silenciosas junto a los tacones de sus zapatos de vestir.
En el camino de regreso a Heathview contemplo a través de la ventanilla la interminable fila de casas alineadas en las calles de piedra gris. En una de ellas, a mitad de camino, silenciosamente acurrucada entre otras dos idénticas, está la casa donde nací. Miro a Ruth, pero no sé si se da cuenta. No tiene motivo para hacerlo, por supuesto. Todos los domingos recorremos el mismo trayecto.
Mientras serpentea el estrecho sendero y el pueblo se convierte en campo, contengo el aliento —sólo un poco— como siempre hago.
Más allá de Bridge Road doblamos la esquina y allí está. La entrada a Riverton. Las puertas enrejadas, tan altas como postes de alumbrado, la entrada al susurrante túnel de árboles centenarios. Está pintada de blanco, en lugar del brillante plateado del año anterior. Ahora, junto a las letras de hierro fundido que dicen «Riverton», hay un cartel donde se lee: «Abierto al público de marzo a octubre, de 10.00 a 16.00. Entrada: Adultos, 4 libras; niños, 2 libras. Sólo visitas guiadas».
He tenido que practicar un poco hasta aprender a utilizar la grabadora. Afortunadamente, conté con la ayuda de Sylvia, quien sostuvo el aparato frente a mi boca y me indico que dijera lo primero que me viniera a la cabeza: «Hola, hola, habla Grace Bradley… probando, uno, dos, tres».
Sylvia apartó el walkman y sonrió burlona.
—Muy profesional. —Luego pulsó una tecla y se oyó un zumbido—. Estoy rebobinando para que podamos escuchar lo que ha grabado.
Un clic indicó que la cinta había vuelto al punto inicial. Sylvia pulsó la tecla «play» y ambas esperamos.
Era la voz de la ancianidad: desvaída, gastada, casi imperceptible. Una pálida cinta deshilachada, donde sólo sobrevivían unas frágiles hebras plateadas. Apenas unas motas de mí, de mi verdadera voz, la que oigo en mi mente y en mis sueños.
—Genial —exclamó Sylvia—. Ya puede hacerlo sola. Llámeme si necesita ayuda.
Cuando se disponía a partir sentí una acuciante inquietud.
—Sylvia…
Ella se volvió para mirarme.
—¿Qué pasa, querida?
—¿Qué voy a decir?
—Bueno, no lo sé —repuso, y rio—. Imagine que él está nuevamente sentado junto a usted y dígale sencillamente lo que piensa.
Y así lo hice, Marcus. Imaginé que te habías tendido en el extremo de mi cama, como te gustaba hacer cuando eras pequeño, y comencé a hablar. Te conté lo de la película y Ursula. Fui cautelosa acerca de tu madre, sólo dije que te echa de menos, que ansía verte.
Y te revelé los recuerdos que han estado acechándome. No todos, no es mi objetivo aburrirte con historias del pasado. En cambio, sí te dije que, curiosamente, tengo la sensación de que se están convirtiendo en algo más real que mi vida; te hablé del modo en que inadvertidamente me evado y de la decepción que siento cuando al abrir los ojos descubro que estoy de vuelta en 1999; de cómo está cambiando mi conciencia del tiempo y de que estoy comenzando a sentirme más cómoda en el pasado y como un visitante en esta extraña y pálida experiencia a la que llamar al presente.
Me divierte estar sentada a solas en mi habitación, hablando con una pequeña caja negra. Al principio susurraba, me preocupaba que otros pudieran oír, que mi voz y sus secretos se escurrieran por el pasillo y la sala de estar, como la sirena de un barco que flota desamparada hacia un puerto extranjero. Pero cuando la jefa de las enfermeras llegó con mis opiáceos, su aspecto de sorpresa me tranquilizó.
Ella ya se ha ido. He dejado las píldoras en el alféizar de la ventana que está a mi lado. Las tomaré más tarde, por ahora necesito tener la mente clara. No importa que la espalda me duela tanto o más que la propia historia.
Estoy a solas otra vez, mirando cómo el sol cae sobre el jardín. Me gusta seguir su recorrido mientras se desliza silenciosamente detrás de la hilera de árboles cercanos. Hoy me distraigo y me pierdo su último adiós. Cuando mis ojos se abren, el instante ha pasado y la brillante medialuna ha desaparecido, dejando el cielo desolado: sólo queda un frío y pálido reflejo azul lacerado por blancas y gélidas vetas. Hasta el jardín tiembla en la súbita oscuridad. A lo lejos un tren serpentea en medio de la niebla del valle, los frenos chirrían cuando gira hacia el pueblo. Miro mi reloj de pared. Es el tren de las cinco de la tarde, repleto de personas que regresan de su trabajo en Chelmsford, en Brentwood e incluso en Londres.
En mi mente aparece la imagen de la estación. Tal vez no como verdaderamente es, sino como era. El enorme reloj redondo pende sobre el andén, su esfera incólume y sus diligentes agujas. Un duro recordatorio de que el Tiempo y los trenes no esperan a ningún hombre. Es probable que haya sido reemplazado por un titilante marcador digital. No puedo saberlo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en la estación.
La recuerdo tal como era la mañana que despedimos a Alfred cuando se fue a la guerra. Banderines triangulares de papel, rojas y azules, agitándose en la brisa, enamorados abrazados, niños que corrían de un lado a otro haciendo sonar silbatos de hojalata y ondeando banderas del Reino Unido. Los jóvenes —esos jóvenes— lucían radiantes y ansiosos con sus uniformes nuevos y sus botas lustradas. Y serpenteando por la vía, el tren, reluciente, ansioso por empezar a andar, por hacer desaparecer como por arte de magia a sus pasajeros llevándolos hacia un infierno de lodo y muerte.
Pero ya basta de detalles. Daré un gran salto hacia adelante.