Todo lo bueno
No había imaginado que la sala estaría tan oscura. Era el primer recital al que asistía, aunque una vez —cuando acompañé a mi madre a visitar a su hermana Dee, en Brighton— contemplé parte de un espectáculo de títeres.
Las ventanas se habían cubierto con cortinas negras. Cuatro focos recuperados en el ático proporcionaban toda la iluminación, proyectando hacia arriba una luz amarilla que rodeaba a los actores de un halo fantasmal.
Fanny estaba allí, cantando los compases finales de «The Wedding Glide» entre caídas de ojos y exagerados gorgoritos. Cuando atacó las últimas notas la audiencia respondió con una ronda de afables aplausos. Ella sonrió e hizo una tímida reverencia. Su coquetería fue, en cierto modo, menoscabada por las protuberancias que sobresalían del telón de fondo, los codos en movimiento y los elementos de utilería pertenecientes al próximo acto.
Fanny abandonó la escena por la derecha. Emmeline y David, vestidos con togas, hicieron su aparición por la izquierda. Llevaban tres largos postes de madera y un lienzo, con los que rápidamente montaron una tienda algo torcida, aunque útil a sus fines. Se arrodillaron en su interior y permanecieron en esa posición mientras entre el auditorio surgían murmullos.
Desde otro lugar se oyó una voz: «Damas y caballeros. Una escena del Libro de los Números».
Murmullo de aprobación.
La voz prosiguió: «Imaginemos que estamos en la Antigüedad. Una familia ha armado su tienda en la ladera de la montaña. Hermana y hermano se reúnen en privado para conversar sobre el reciente casamiento de su otro hermano».
Ronda de suaves aplausos.
Entonces habló Emmeline. Su voz denotaba petulancia.
—Hermano, ¿qué es lo que ha hecho Moisés?
—Ha tomado una esposa —replicó David, con un matiz de incredulidad.
—Pero ella no es de los nuestros —alegó Emmeline, mirando al público.
—No —respondió David—. Estás en lo cierto, hermana, porque es etíope.
Emmeline meneó la cabeza y adoptó una expresión de exagerada preocupación.
—Se ha casado sin el consentimiento de la tribu. ¿Qué va a ser de él?
Súbitamente una voz clara y potente tronó desde detrás del escenario, amplificada como si viajara a través del espacio (más probablemente, a través de un rollo de cartón).
—¡Aarón! ¡Miriam!
Emmeline logró una convincente expresión de terror.
—Soy Dios, vuestro Padre. Id los dos al tabernáculo donde se reúnen mis fieles.
Emmeline y David acataron la orden. Salieron de la tienda y fueron arrastrando los pies hacia el borde del escenario. Los focos titilantes arrojaban un ejército de sombras sobre el lienzo que estaba detrás.
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía identificar el perfil familiar de algunos miembros del auditorio. En primera fila estaban las damas con sus elegantes trajes, entre ellas lady Clementine, con sus mejillas caídas, y lady Violet con un sombrero de plumas. Un par de filas más atrás, el mayor y su esposa. Más cerca de mí, el señor Frederick —con la cabeza en alto y las piernas cruzadas— miraba atentamente hacia adelante. Observé su perfil. Algo lo hacía parecer diferente. La media luz titilante daba a sus mandíbulas una apariencia cadavérica y a sus ojos, un brillo vidrioso. Sus ojos. No usaba gafas. Nunca le había visto sin ellas.
Dios comenzó a exponer su castigo y volví a prestar atención a lo que ocurría en el escenario.
—Miriam y Aarón, ¿por qué habéis hablado indolentemente en contra de Moisés, mi servidor?
—Os pedimos perdón, Padre —repuso Emmeline—, sólo estábamos…
—Basta ya. Habéis despertado mi ira.
Se oyó el ruido de un trueno (creo que fue un tambor), y el auditorio dio un respingo. Una nube de humo surgió tras el telón de fondo, expandiéndose sobre el escenario.
Se oyó una exclamación de lady Violet. David susurró desde el escenario: «Está todo en orden, abuela, es parte del espectáculo».
Hubo una oleada de alegres carcajadas.
—Habéis despertado mi ira —volvió a decir Hannah, en tono implacable, para silenciar al auditorio—. Hija…
Emmeline se apartó del público y giró para observar la nube que se disipaba.
—¡Vos, seréis una leprosa!
Emmeline se cubrió la cara con las manos.
—¡No! —gritó, y adoptó una trágica pose antes de dirigirse hacia el público para exhibir su condición.
Gritos ahogados de todo el auditorio.
Los actores finalmente habían decidido no utilizar una máscara, sino embadurnar la cara de Emmeline con un poco de mermelada de fresas y crema para lograr el truculento efecto.
—Esos diablillos —se oyó susurrar, ofendida, a la señora Townsend— me dijeron que querían mermelada para los bollos.
—Hijo —prosiguió Hannah después de una acertada pausa dramática—. Sois culpable del mismo pecado, pero aun así no puedo dirigir mi ira contra vos.
—Os lo agradezco, Padre —contestó David.
—¿Tendréis presente que no debéis volver a criticar a la esposa de vuestro hermano?
—Sí, mi Señor.
—Entonces podéis partir.
—¡Ay, mi Señor! —clamó David, ocultando una sonrisa mientras extendía sus brazos hacia Emmeline—. Os lo ruego, devolved ahora la salud a mi hermana.
La audiencia esperaba en silencio la respuesta de Dios.
—No, no lo haré. Ella permanecerá fuera del campamento por siete días. Sólo entonces se le permitirá regresar.
Mientras Emmeline caía de rodillas y David apoyaba una mano en su hombro, Hannah apareció desde la izquierda en el escenario. El público contuvo la respiración. Estaba impecablemente vestida con prendas de hombre: traje, sombrero de copa, bastón, reloj de bolsillo y, sobre la nariz, las gafas del señor Frederick. Caminó hacia el centro del escenario, haciendo girar su bastón como un dandi. Al hablar, imitó espléndidamente la voz de su padre.
—Mi hija aprenderá que existen unas reglas para las mujeres y otras para los hombres —declaró. Luego suspiró profundamente y se enderezó el sombrero—. De otro modo, estaría dando lugar a la perdición a la que conduce el sufragio femenino.
La audiencia, boquiabierta, permaneció en un silencio electrizado. La tensión fue pasando de fila en fila.
Los sirvientes estaban igualmente escandalizados. Incluso en la oscuridad pude advertir que el rostro del señor Hamilton empalidecía. Excepcionalmente había perdido de vista el protocolo para cumplir con su indomable sentido del deber sirviendo de sostén a la señora Townsend, a quien —antes de haberse recuperado del todo por el desperdicio de su mermelada— le habían fallado las rodillas y se había desplomado.
Mis ojos buscaron al señor Frederick. Quieto en su asiento, estaba rígido como la pértiga de un bote. Mientras lo miraba sus hombros comenzaron a sacudirse y temí que estuviera al borde de uno de los ataques a los que Myra se había referido. En el escenario, los niños permanecieron inmóviles como figuras de un retablo, o figuritas en una casa de muñecas, observando al público al tiempo que eran observados por él.
Hannah fue un modelo de compostura. La inocencia grabada en su rostro. Por un instante me pareció que me miraba, y creí ver el atisbo de una sonrisa en sus labios. No pude evitarlo y le respondí, temerosa, con otra sonrisa. Dejé de hacerlo cuando Myra, en la oscuridad, me miró por el rabillo del ojo y me dio un pellizco en el brazo.
Hannah, radiante, se cogió de la mano de Emmeline y David. Los tres atravesaron el escenario y se inclinaron para saludar. Al hacerlo, un pegote de mermelada y crema cayo de la nariz de Emmeline y aterrizó chisporroteando en un foco que estaba a poca distancia de ella.
—Qué coincidencia —se oyó decir a una voz aflautada desde el auditorio, la de lady Clementine—. Un conocido tenía a su vez un conocido con lepra en India, a quien se le cayó la nariz así, cuando se afeitaba.
Para el señor Frederick fue demasiado. Miró a Hannah y comenzó a reír. Nunca había oído una risa como aquélla: su absoluta sinceridad la hacía contagiosa. Uno por uno, los demás lo siguieron, aunque noté que lady Violet no se les unió.
No pude reprimir mi propia risa —una espontánea oleada liberadora— hasta que Myra siseó en mi oreja:
—Suficiente, señorita. Puedes venir a ayudarme con la cena.
Me perdí el resto del recital, pero ya había visto lo que deseaba. Mientras salíamos de la sala y avanzábamos por el pasillo, oí que los aplausos se apagaban y la función continuaba. Me sentí impulsada por una extraña energía.
Para cuando el recital llegó a su fin ya habíamos llevado la cena informal que había preparado la señora Townsend y las bandejas con café al salón, y habíamos sacudido los almohadones del sofá para que estuvieran mullidos. Los invitados habían comenzado a llegar, uno tras otro, en el orden señalado por el protocolo. Primero, lady Violet y el mayor James; luego, lord Ashbury y lady Clementine; los siguieron el señor Frederick con Jemina y Fanny. Los niños Hartford, según suponía, todavía estaban arriba.
Cuando tomaron asiento Myra dispuso la bandeja de café de modo que lady Violet pudiera servirlo. Mientras los invitados conversaban animadamente a su alrededor, lady Violet se inclinó hacia el sillón del señor Frederick y le susurró con leve sonrisa:
—Consientes demasiado a esos niños, Frederick.
El señor Frederick apretó los labios. Según pude percibir, no era la primera vez que recibía esa crítica.
—Ahora sus travesuras pueden parecerte divertidas, pero llegará el día en que te arrepentirás de tu indulgencia. Los has dejado crecer como seres incivilizados. En especial, a Hannah. Sería mejor que esa niña fuera menos inteligente y más educada —agregó lady Violet, sin dejar de mirar el café que servía.
Una vez soltada su invectiva, lady Violet se irguió, recuperó su expresión cordial, y le pasó una taza de café a lady Clementine.
Como era habitual por aquellos días, la conversación giró sobre los conflictos en Europa y la posibilidad de que Gran Bretaña entrara en guerra.
—Habrá guerra, siempre sucede igual —declaró lady Clementine, con toda naturalidad, mientras tomaba la taza de café y hundía su trasero en el sillón preferido de lady Violet—. Y todos sufriremos, hombres, mujeres y niños —agregó alzando la voz—. Los alemanes no son civilizados, como nosotros. Saquearán nuestro campo, matarán a nuestros niños en su lecho y someterán a las honestas mujeres inglesas, para que procreen pequeños alemanes. Recordad mis palabras, porque rara vez me equivoco. Estaremos en guerra antes de que termine el verano.
—Sin duda exageras, Clementine —indicó lady Violet—. La guerra, si se declara, no será tan terrible. No olvidemos que son tiempos modernos.
—Así es —coincidió lord Ashbury—. Será una guerra del siglo XX. Además, no existe un alemán que pueda con un inglés.
—Tal vez no sea correcto decirlo, pero desearía que entráramos en guerra —comentó Fanny, agitando sus rizos mientras se sentaba en uno de los extremos de la chaise longue—. Por supuesto, no habrá saqueos y asesinatos, tía, ni sometimiento de mujeres —aclaró luego dirigiéndose a lady Clementine—. Eso no me agradaría, pero sí, en cambio, ver caballeros con uniforme. —Después de mirar furtivamente al mayor James volvió a dirigirse al grupo—. He recibido hoy una carta de mi amiga Margery… ¿La recuerdas, verdad, tía Clem?
Lady Clementine agitó sus pesados párpados.
—Desgraciadamente. Una jovencita tonta con modales provincianos. —Luego se inclinó hacia lady Violet—. Criada en Belfast, ¿sabes?, una irlandesa católica, nada menos.
Observé a Myra, que ofrecía terrones de azúcar, y noté que su espalda se tensaba. Ella percibió mi mirada y me la devolvió severamente con el ceño fruncido.
—Bien —continuó Fanny—, Margery fue de vacaciones con su familia a la playa y a su vuelta encontraron la estación con los trenes abarrotados de reservistas que volvían a sus cuarteles. Es muy emocionante.
—Fanny, querida —intervino lady Violet, levantando la vista de la cafetera—, me parece que no hay cosa de peor gusto que desear una guerra tan sólo por diversión. ¿Estás de acuerdo, mi querido James?
El mayor, de pie junto a la chimenea apagada, se irguió.
—Si bien no coincido con las motivaciones de Fanny, debo decir que comparto su sentimiento. Yo, por lo pronto, espero que entremos en guerra. Todo el continente se está convirtiendo en un deplorable caos. Disculpadme por usar palabras tan duras, madre, lady Clem, pero así es. Es necesario que la buena y antigua Britania intervenga y ponga orden. Que les dé a esos alemanes una buena sacudida.
Una aclamación general recorrió la sala. Jemina tomó el brazo del mayor, sus pequeños ojos se encendieron y lo miraron con adoración.
El viejo lord Ashbury fumaba su pipa entusiasmado.
—Es como una competición —proclamó apoyándose en el respaldo—. Nada como una guerra para distinguir a los hombres de los niños.
El señor Frederick se revolvió en su asiento, tomó el café que lady Violet le ofreció y se dedicó a cargar tabaco en su pipa.
—¿Qué dices tú, Frederick? —preguntó tímidamente Fanny—. ¿Qué harás si llega la guerra? No dejarás de fabricar automóviles, ¿verdad? Sería una vergüenza que ya no hubiera hermosos vehículos tan sólo por culpa de una tonta guerra. No me agradaría tener que volver a viajar en carruaje.
El señor Frederick, incómodo por el flirteo de Fanny, apartó una hebra de tabaco de su pantalón y respondió:
—Yo no me preocuparía. Los automóviles son el futuro —aseguró y comprimió el tabaco en la pipa—. Dios no permita que una guerra genere molestias a damas tontas y ociosas —murmuró después para sí.
En ese momento la puerta se abrió. Con los rostros todavía exultantes, Hannah, Emmeline y David se dispersaron por la sala.
Las niñas se habían cambiado y volvían a lucir sus blancos vestidos con cuello marinero.
—¡Qué bonito espectáculo! —aclamó lord Ashbury—. No pude oír una palabra, pero fue muy bueno.
—Muy bien, niños —felicitó lady Violet—. Aunque tal vez deberíais permitir que la abuela os ayude en la selección de los textos el año próximo.
—¿Y a ti, papá? —preguntó ansiosamente Hannah—. ¿Te gustó la obra?
El señor Frederick eludió la mirada de su madre.
—Ya discutiremos más tarde los creativos añadidos, ¿de acuerdo?
—David, ¿tú qué opinas? —gorjeó Fanny—. Estábamos hablando de la guerra. ¿Te alistarías si Gran Bretaña entra en guerra? Creo que serías un valiente oficial.
David tomó la taza de café que lady Violet le ofrecía y se sentó.
—No había pensado en eso —repuso, arrugando la nariz—. Imagino que acabaré haciéndolo. Dicen que es una gran oportunidad para un joven que busca aventuras. —David miró a Hannah y le guiñó un ojo. La ocasión era propicia para burlarse de ella—. Me temo que es sólo para chicos, Hannah.
Fanny lanzó una carcajada estentórea que hizo parpadear a lady Clementine.
—Oh, David, qué tonto. Hannah no desearía ir a la guerra. Qué absurdo.
—Desde luego que querría —replicó decididamente Hannah.
—Pero, querida niña —intervino la desconcertada lady Violet—, no tendrías ropa apropiada para la batalla.
—Puede usar pantalones y botas de montar —opinó Fanny.
—O un disfraz —aventuró Emmeline—. Como el que ha utilizado en la obra. Aunque tal vez sin el sombrero.
El señor Frederick advirtió la mirada reprobatoria de su madre y se aclaró la voz.
—Si bien el atuendo de Hannah es un dilema capaz de generar brillantes especulaciones, debo recordaros que es un punto fuera de discusión. Ni ella ni David irán a la guerra. Las niñas no combaten y David aún no ha terminado sus estudios. Ya encontrará otro modo de servir al rey y al país. —Entonces se dirigió a su hijo—. Cuando hayas completado tus cursos en Eton y hayas pasado por Sandhurst será diferente.
—Si es que puedo completar mis cursos en Eton e ir a Sandhurst —advirtió David con firmeza.
La sala quedó en silencio. Algunos carraspearon. El señor Frederick dio unos golpecitos con la cuchara en la taza. Después de una pausa prolongada, declaró:
—David está bromeando. ¿No es cierto, hijo? —El silencio seguía extendiéndose—. ¿Eh?
David parpadeó lentamente. Vi que su mandíbula temblaba casi imperceptiblemente.
—Sí —confirmó por fin—. Por supuesto. Sólo trataba de quitarle solemnidad a toda esta conversación sobre la guerra. Supongo que no ha tenido gracia. Mis disculpas, abuelo, abuela. —David les miró uno por uno y yo noté que Hannah le retorcía la mano.
Lady Violet sonrió.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, David. No hablemos de una guerra que nunca llegará. Sigamos probando las deliciosas tartaletas de la señora Townsend —concluyó, haciendo una seña a Myra, que volvió a pasar la bandeja entre los invitados.
Por un rato estuvieron sentados, degustando los pastelillos. El reloj de barco que estaba sobre la chimenea siguió marcando la hora hasta que alguien logró encontrar un tema tan cautivador como la guerra. Por fin, lady Clementine señaló:
—Ni siquiera se trata de las batallas. En época de guerra, los verdaderos asesinos son las enfermedades. El campo de batalla, por supuesto, es un verdadero caldo de cultivo de todo tipo de pestes foráneas. Ya lo veréis —agregó en tono adusto—, cuando la guerra llegue, traerá la sífilis con ella.
—Si llega —puntualizó David.
—¿Pero cómo lo sabremos? —preguntó Emmeline, con los ojos azules muy abiertos—. ¿Alguien del gobierno vendrá y nos lo dirá?
Lord Ashbury se tragó una tartaleta entera.
—Uno de los socios de mi club comentó que el anuncio podría hacerse en cualquier momento.
—Me siento como una niña en vísperas de Navidad —declaró Fanny, entrelazando los dedos—. Añorando que llegue el día, ansiosa por despertar y abrir los regalos.
—Yo no estaría tan entusiasmado —intervino el mayor—. Si Gran Bretaña entra en guerra es probable que termine en pocos meses. A lo sumo, para Navidad.
—No obstante —anunció lady Clementine— lo primero que haré mañana será escribir a lord Gifford para comentarle qué programa prefiero para mi funeral. Les sugiero a todos hacer lo mismo antes de que sea demasiado tarde.
Nunca antes había oído que una persona hablara sobre su propio funeral, mucho menos que lo planificara. De hecho, mi madre me había dicho que traía muy mala suerte y que se debía arrojar sal por encima de los hombros para atraer la buena fortuna.
Miré sorprendida a lady Clementine. Myra había mencionado su funesta sensibilidad. Abajo se rumoreaba que se había inclinado en la cuna de la recién nacida Emmeline y había declarado con total naturalidad que a un bebé tan hermoso seguramente no le quedaba mucha vida por delante. Aun así, yo estaba impresionada.
Los Hartford, por el contrario, estaban claramente habituados a sus nefastos pronunciamientos, porque ninguno de ellos se inmutó.
Los ojos de Hannah se abrieron en un gesto de burla.
—No estará insinuando que no confía en que nosotros haremos cuanto podamos por ocuparnos del asunto lo mejor posible, ¿verdad, lady Clementine? —Luego sonrió dulcemente y tomó la mano de la anciana—. Por lo pronto, yo me atrevo a garantizarle que le organizaría la despedida que merece.
—En realidad —resopló lady Clementine—, es conveniente planificar esos acontecimientos por ti misma, nunca se sabe en qué manos recaerá la tarea. Además, soy muy particular en lo que atañe a este tipo de ceremonia. La he estado planificando durante años.
—¿Es eso cierto? —preguntó lady Violet, genuinamente interesada.
—Oh, sí —respondió lady Clementine—. Es uno de los actos públicos más importantes de la vida de una persona y el mío será realmente espectacular.
—Lo tendré en cuenta —observó secamente Hannah.
—También tú podrías hacer tu planificación —sugirió lady Clementine—. No se puede correr el riesgo de dar una mala impresión en estos días. Las personas no son tan piadosas como solían serlo y nadie quiere recibir una crítica desfavorable.
—No creí que apreciara las críticas de los periódicos, lady Clementine. —El comentario de Hannah hizo que su padre frunciera el ceño.
—En general, no lo hago —aclaró. Luego, con un dedo profusamente enjoyado, apuntó sucesivamente a Hannah, a Emmeline y a Fanny—. Además del matrimonio, para una dama el obituario es la única oportunidad de que su nombre aparezca en el periódico. Y que Dios se apiade de ella si la prensa se ensaña con su funeral, porque no tendrá una segunda oportunidad —agregó, mirando al cielo.
Después del triunfo teatral, sólo quedaba la cena de celebración del verano para que la visita fuera considerada como un éxito absoluto. Sería el punto culminante de los festejos de la semana. Una extravagancia final antes de que los huéspedes partieran y la serenidad retornara una vez más a Riverton. Los invitados a la cena —entre los que, según había divulgado la señora Townsend, se contaba lord Ponsonby, uno de los primos del rey— llegarían desde lugares tan distantes como Londres. Myra y yo, bajo la atenta supervisión del señor Hamilton, habíamos pasado toda la tarde poniendo la mesa en el comedor.
Los comensales eran veinte. A medida que iba disponiendo los cubiertos, Myra los nombraba en voz alta: cuchara para sopa; cuchillo y tenedor para pescado; dos cuchillos; dos tenedores grandes; cuatro copas de cristal para vino, de distintas medidas.
Mientras recorríamos la mesa, el señor Hamilton nos seguía con su cinta métrica y una servilleta, asegurándose de que todos los servicios guardaran la distancia correcta y de verse reflejado en cada cuchara. En el centro del blanco mantel de lino dispusimos hojas de hiedra y rosas rojas alrededor de brillantes frutas confitadas. Me gustaban esos adornos. Eran muy hermosos y armonizaban a la perfección con la mejor vajilla de la Señora —regalo de boda, apuntó Myra—, una porcelana húngara pintada a mano con parra, manzanas y peonías púrpura, fileteada en oro.
Colocamos las tarjetas de posición —escritas a mano con la cuidada caligrafía de lady Violet— de acuerdo con el orden que ella minuciosamente había dispuesto. Según me advirtió Myra, no podíamos subestimar la importancia de la ubicación. En efecto, de acuerdo con su opinión, el éxito o el fracaso de una cena residía por entero en la ubicación de los invitados en torno a la mesa. Era evidente que lady Violet no era tan sólo una «buena» anfitriona. Había ganado su reputación de ser «la mejor» gracias a su habilidad, en primer lugar, para invitar a las personas adecuadas, y en segundo término, para ubicarlas prudentemente, intercalando comensales inteligentes y entretenidos entre las figuras prominentes pero aburridas.
Lamento decir que no fui testigo de la cena, esa noche de pleno verano de 1914, porque así como ocuparse de la limpieza del salón era un privilegio, servir la mesa era el más alto honor, sin duda fuera del alcance de mi modesta posición. En aquella ocasión, para gran pesar de Myra, incluso a ella le fue negado ese placer, debido a que se sabía que lord Ponsonby aborrecía que las mujeres sirvieran la mesa. El señor Hamilton la tranquilizó decidiendo que ella formaría parte del servicio de todos modos, aunque oculta en un recoveco del comedor, para recibir los platos que él y Alfred retiraran, y meterlos en el montaplatos. Según el razonamiento de Myra, eso le garantizaba al menos un modo de acceder parcialmente a los temas de conversación del banquete. Podría saber de qué se hablaba, aun cuando no fuera capaz de distinguir a los interlocutores.
Mi deber, indicó el señor Hamilton, era quedarme abajo, para recibir los platos. Así lo hice, tratando de no pensar en las bromas de Alfred acerca de que me habían adjudicado el compañero más apropiado. Siempre estaba bromeando: sus burlas eran muy ingeniosas y los demás miembros del servicio se reían abiertamente, pero yo era muy ingenua y estaba habituada a contener mis emociones. Inevitablemente, me cohibía cuando la atención se posaba sobre mí.
Observé maravillada cómo las tandas de magníficos platos que desfilaban uno tras otro desaparecían en la tolva que los llevaba hacia arriba —sucedáneo de sopa de tortuga, pescado, mollejas, codornices, espárragos, patatas, tartas de albaricoque, natillas— para ser reemplazados por fuentes vacías y platos sucios.
Mientras arriba, en el comedor, los invitados estaban exultantes, abajo los vapores y silbidos de la cocina recordaban a esas nuevas y brillantes locomotoras que habían comenzado a atravesar el pueblo. La señora Townsend revoloteaba entre su mesa de trabajo, balanceando su considerable peso a una velocidad frenética, regando la crujiente corteza dorada de sus pasteles hasta que las gotas de sudor corrían por sus mejillas enrojecidas, dando palmadas y gruñendo, en un estudiado espectáculo de falsa modestia. La única persona que parecía inmune al contagioso entusiasmo era la desdichada Katie, que mostraba el sufrimiento en el rostro: había pasado la primera mitad del día pelando infinidad de patatas y la segunda, fregando infinidad de sartenes.
Por fin, cuando las cafeteras, las jarras de crema y los azucareros ya habían sido enviados arriba en una bandeja de plata, la señora Townsend se desató el delantal, lo cual era para todos nosotros una señal de que el trabajo de esa noche había concluido. Lo colgó entonces de un gancho que estaba junto a la cocina y se recogió de nuevo los largos mechones grises que se habían soltado de su moño en lo alto de la cabeza.
—Katie —llamó, secándose la frente acalorada—. ¿Katie? —La señora Townsend meneó la cabeza—. No lo entiendo. Esa chica siempre anda por ahí pero nunca la encuentro. —Entonces se tambaleó hasta la mesa de los sirvientes, se acomodó en su silla y suspiró.
Katie apareció en el vano de la puerta, estrujando un paño que chorreaba.
—Sí, señora Townsend.
—Oh, Katie. ¿En qué estás pensando, niña? —increpó la señora Townsend señalando el suelo.
—En nada, señora Townsend.
—En nada bueno. Estás mojando todo. —La cocinera meneó la cabeza y suspiró una vez más—. Ahora ve y busca un trapo para secarlo. El señor Hamilton pedirá tu cabeza si ve este desorden.
—Sí, señora Townsend.
—Y cuando hayas terminado, puedes preparar un buen chocolate caliente para todos nosotros.
Katie volvió a la cocina arrastrando los pies. A punto estuvo de chocar con Alfred, que bajaba la escalera moviendo ampulosamente los brazos y las piernas.
—Uf, Katie, presta atención, tienes suerte de que no te haya atropellado. —Luego giró y sonrió socarronamente, con el rostro tan limpio y entusiasta como el de un bebé.
—Buenas noches, señoras.
La señora Townsend se quitó las gafas.
—¿Todo bien, Alfred?
—Todo bien, señora Townsend —respondió, abriendo sus ojos castaños.
—¿Entonces? —preguntó la cocinera golpeteando con los dedos—. Nos tienes a todos intrigados.
Yo ocupé mi lugar, me quité los zapatos y estiré los tobillos. Alfred tenía veinte años, era alto, sus manos eran hermosas y su voz, cálida. Había servido a lord y lady Ashbury desde que comenzara a trabajar. Creo que la señora Townsend sentía especial simpatía por él, aunque nunca hablaba mucho sobre sí misma y, en consecuencia, yo no me atrevía a preguntar.
—¿Intrigados? No entiendo a qué se refiere, señora Townsend —repuso Alfred.
Ella meneó la cabeza.
—Ve a contarle a tu abuela que no sabes a qué me refiero. ¿Cómo ha ido todo? ¿Dijeron algo que pueda ser de mi interés?
—Oh, señora Townsend. No debería hablar hasta que el señor Hamilton baje. No sería correcto, ¿verdad?
—Escúchame, muchacho. Sólo te estoy preguntando si los invitados de lord y lady Ashbury disfrutaron de la comida. No creo que eso le importe al señor Hamilton, ¿estás de acuerdo?
—En realidad, no podría decirlo, señora Townsend —declaró Alfred guiñándome el ojo, por lo que tuve que contener la risa—, aunque pude advertir que lord Ponsonby se sirvió una segunda ración de sus patatas.
La señora Townsend sonrió, mirando sus manos nudosas, y asintió como para sí misma.
—Oí decir a la señora Davis, que cocina para lord y lady Bassingstoke, que lord Ponsonby tiene especial debilidad por las patatas a la crema.
—¿Debilidad? Los demás pueden considerarse afortunados si les dejó probar algo.
La señora Townsend no dijo nada pero sus ojos brillaron.
—Alfred, no seas malvado. Si el señor Hamilton te oyera decir tales cosas…
—¿Si el señor Hamilton oyera qué? —Quiso saber Myra, que apareció en ese momento en la puerta. Luego tomó asiento y se quitó la cofia.
—Le estaba contando a la señora Townsend cuánto disfrutan de su cena las damas y los caballeros —explicó Alfred. Myra puso los ojos en blanco.
—Nunca he visto que los platos regresaran tan vacíos. Grace puede dar fe de lo que digo.
Yo asentí y ella continuó.
—Es mérito del señor Hamilton, por supuesto, pero diría que usted se ha superado, señora Townsend.
La cocinera se arregló la blusa que cubría su busto prominente.
—Bueno, por supuesto —concedió con aire de suficiencia—, nosotros hicimos nuestra parte.
El tintinear de la porcelana nos hizo mirar hacia la puerta. Katie avanzaba lentamente, asiendo con fuerza una bandeja con tazas de té. En cada paso el chocolate se derramaba y encharcaba los platos.
—Oh, Katie —exclamó Myra cuando la fregona dejó la bandeja en la mesa—, mira qué desastre. Vea lo que ha hecho, señora Townsend.
La cocinera miró hacia el techo con desesperación.
—A veces creo que pierdo mi tiempo con esa chica.
—Oh, señora Townsend —se quejó Katie—. Me esfuerzo por hacerlo bien, en verdad lo hago. No quería…
—¿Querías qué, Katie? —preguntó el señor Hamilton, que bajaba la escalera y entraba en la sala—. ¿Qué has hecho ahora?
—Nada, señor Hamilton. Sólo trataba de traer el chocolate.
—Y lo has traído, tonta —intercedió la señora Townsend—. Ahora regresa y termina con esos platos. Seguramente el agua se ha enfriado. Ve a ver cómo está.
La señora Townsend meneó la cabeza cuando Katie se marchó. Luego se dirigió sonriente al señor Hamilton.
—Entonces, ¿ya se han ido todos, señor Hamilton?
—Así es, señora Townsend. Acabo de ver a los últimos invitados, lord y lady Denys, subiendo a su automóvil.
—¿Y la familia?
—Las damas se han ido a dormir. Su Señoría, el mayor y el señor Frederick están terminando su jerez en el salón y se retirarán a descansar en breve.
El señor Hamilton apoyó las manos en el respaldo de su silla e hizo una pausa, mirando a lo lejos, como lo hacía cuando estaba a punto de dar una información importante. Los demás permanecimos sentados, esperando. El señor Hamilton se aclaró la voz.
—Todos deben estar sumamente orgullosos. La cena ha sido un gran éxito y el Señor y la Señora están verdaderamente complacidos —anunció, esbozando una remilgada sonrisa—. El Señor ha tenido la amabilidad de permitirnos abrir una botella de champán y compartirla como muestra de su aprecio.
Se oyó una ráfaga de aplausos entusiastas mientras el señor Hamilton traía una botella de la bodega y Myra buscaba unas copas. Yo estaba sentada en silencio, esperando que se me permitiera beber una copa. Todo aquello era nuevo para mí. Mi madre y yo nunca tuvimos muchos motivos que celebrar.
Cuando llenó la última copa, el señor Hamilton miró, a través de sus gafas y su larga nariz, en mi dirección.
—Sí —declaró por fin—, creo que incluso tú puedes beber una copita, joven Grace. No todas las noches el amo nos hace un obsequio tan espléndido.
Tomé agradecida la copa que el señor Hamilton sostenía en su mano.
—Un brindis —propuso—. Por todos los que vivimos y servimos en esta casa. Por una vida larga y piadosa.
Entrechocamos nuestras copas y yo me apoyé en el respaldo de la silla, sorbiendo el champán y saboreando la acidez de las burbujas en los labios. A lo largo de mi larga vida, siempre que he tenido ocasión de beber champán, he recordado esa primera vez en la sala de los sirvientes en Riverton. Es una energía singular la que acompaña un éxito compartido y los elogios de lord Ashbury nos habían llenado de entusiasmo, dando calor a nuestras mejillas y alegrando nuestros corazones. Alfred me sonrió por encima de su copa y yo le respondí con una sonrisa tímida. Escuché a los demás mientras relataban los hechos de la noche sin dejar detalle: los diamantes de lady Denys, los modernos puntos de vista de lord Harcourt acerca del matrimonio, la debilidad de lord Ponsonby por las patatas a la crema.
Un timbre estridente me sobresaltó, sacándome de la diversión. Todos los que estábamos sentados a la mesa nos quedamos mudos. Nos miramos desconcertados, hasta que el señor Hamilton saltó de su silla.
—Qué raro. Es el teléfono —señaló y salió apresuradamente de la sala.
Lord Ashbury tenía una de las primeras instalaciones telefónicas de Inglaterra, un hecho del cual todos los que servíamos en la casa nos sentíamos inmensamente orgullosos. El principal aparato receptor estaba en el despacho del señor Hamilton para que, en las inquietantes ocasiones en las que sonaba, él tuviera acceso directo y pudiera transferir la llamada a la planta alta. A pesar de que el sistema estaba bien organizado, esas ocasiones eran escasas, dado que lamentablemente eran pocos los amigos de lord y lady Ashbury que tenían teléfono propio. No obstante, el aparato despertaba un respeto casi religioso proporcionando un motivo más que suficiente para invitar a los sirvientes de los visitantes al lugar donde podían ver por sí mismos el sagrado objeto y, consecuentemente, apreciar la superioridad de los señores de Riverton.
No era sorprendente que la campanilla del teléfono nos dejara a todos sin habla. Y dado que era tan tarde, la sorpresa se convertía en aprensión. Permanecimos muy quietos, con los oídos tensos, conteniendo la respiración.
—Diga —respondió el señor Hamilton—. ¿Diga?
Katie llegó a la sala.
—Me pareció oír algo. Oh, están todos tomando champán.
—Shhh —respondimos al unísono.
Katie se sentó y se dedicó a mordisquear sus estropeadas uñas.
Desde la antesala se oyó la voz del señor Hamilton.
—Sí, ésta es la casa de lord Ashbury… ¿El mayor Hartford? Sí, el mayor Hartford está aquí visitando a sus padres… Sí, señor, ya mismo. ¿Quién lo llama? Aguarde un momento, capitán Brown, mientras transfiero la llamada.
—Alguien pregunta por el mayor —murmuró la señora Townsend en tono cómplice.
Continuamos atentos. Desde donde yo estaba sentada apenas se podía distinguir el perfil del señor Hamilton a través de la puerta abierta, el cuello rígido, el rictus afligido.
—Disculpe, señor —comenzó el señor Hamilton—, siento mucho interrumpir su velada, señor, pero el mayor tiene una llamada telefónica. Es el capitán Brown, desde Londres, señor.
El señor Hamilton calló, pero siguió al aparato. Tenía el hábito de mantenerse a la escucha durante un momento, para asegurarse de que el destinatario hubiera descolgado el auricular y la comunicación no se hubiera cortado. Mientras esperaba, atento, advertí que sus dedos apretaban el teléfono. ¿Es un recuerdo auténtico? ¿O es tal vez fruto de una mirada retrospectiva la que me hace decir que su cuerpo estaba tenso y su respiración acelerada?
Cortó cuidadosamente, en silencio, y se alisó el frac. Regresó lentamente a su lugar en la cabecera de la mesa y permaneció de pie, asiendo con las manos el respaldo de la silla.
Recorrió la mesa con la mirada, deteniéndose en cada uno de nosotros. Por fin dijo, en tono grave:
—Nuestros peores presentimientos se han hecho realidad. Esta noche, a las once en punto, Gran Bretaña ha entrado en guerra. Que Dios se apiade de nosotros.
Estoy llorando. Después de todos estos años he comenzado a llorar por ellos. Es extraño. Fue hace tanto tiempo, ellos no eran mi familia, y sin embargo tibias lágrimas escapan de mis ojos, surcando las arrugas de mi cara hasta que el aire fresco y pertinaz las seque.
Sylvia está nuevamente conmigo. Ha traído un pañuelo de papel y lo usa para secarme alegremente la cara. Para ella estas lágrimas se deben, simplemente, a conductos que no funcionan correctamente. Otra inevitable e inocua señal de mi edad.
Ella no sabe que lloro porque todo cambió desde ese instante. Que, así como cuando vuelvo a leer mis libros favoritos una pequeña porción de mí espera que el final sea diferente, me descubro esperando, contra toda esperanza, que la guerra nunca llegue. Que esta vez, de algún modo, nos deje estar.