Capítulo 4

A la espera del recital

Podía oír a Myra, que me llamaba mientras yo bajaba corriendo las escaleras hacia la sombría sala de los sirvientes. Me detuve al llegar abajo, para que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego me apresuré a ir a la cocina. En un caldero de cobre hervía a fuego lento una pata de jamón, impregnando la atmósfera con su aroma. Katie, la fregona, limpiaba sartenes, mientras miraba sin ver los cristales empañados de la ventana. Supuse que la señora Townsend estaba echándose su siesta vespertina antes de que la Señora llamara para la hora del té. Encontré a Myra sentada a la mesa del comedor de servicio, rodeada de jarrones, candelabros, fuentes y copas.

—Por fin apareces —espetó. Tenía el ceño fruncido y sus ojos parecían dos oscuras hendiduras—. Estaba empezando a pensar que tendría que ir a ver qué hacías. Bueno, mocita, no te quedes ahí de pie. Busca un trapo y ayúdame a pulir —ordenó, indicándome que me sentara frente a ella.

Lo hice, y elegí una jarra redondeada que no había visto la luz del día desde el verano anterior. Mientras frotaba las manchas, mi mente seguía en el cuarto de los niños, escaleras arriba. Los imaginaba riendo, bromeando, jugando. Me sentía como si me hubieran obligado a interrumpir demasiado pronto la lectura mágica y excitante de un hermoso libro. Había asignado un extraño encanto a los niños Hartford.

—Con firmeza —indicó Myra, arrancándome el trapo de la mano—. Son las mejores piezas de plata de Su Señoría. Ruega para que el señor Hamilton no te pille rayándolas de esa manera.

Myra tomó la jarra que yo estaba limpiando, la sostuvo frente a mí y comenzó a frotarla con decididos movimientos circulares.

—Así. ¿Ves cómo se hace? Con suavidad, en una sola dirección.

Asentí y volví a mi tarea de pulir la jarra. Me moría de ganas de hacer montones de preguntas sobre los Hartford. Según presentía, Myra podía responderlas. Sin embargo, no me atrevía a formularlas. Estaba en sus manos, lo sabía. Y sospechaba que, por su naturaleza, se ocuparía de que en el futuro mis tareas me alejaran del cuarto de los niños si advertía que, más allá de la satisfacción de la labor cumplida, eso me causaba placer.

Pero, como un enamorado, yo le otorgaba a los asuntos ordinarios un significado especial y estaba ávida de conocer hasta el menor detalle acerca de esos niños. Pensaba en mis libros, escondidos en el ático, en el modo en que Sherlock Holmes podía lograr que las personas dijeran lo que nunca hubieran querido confesar por medio de un astuto interrogatorio. Respiré hondo.

—Myra…

—¿Mmm…?

—¿Cómo es el hijo de lord Ashbury?

Los negros ojos de Myra centellearon.

—¿El mayor James? Oh, es un buen…

—No —interrumpí—. No me refiero al mayor.

Ya había oído hablar de él. Era imposible pasar un día en Riverton sin oír hablar del mayor de los hijos de lord Ashbury, el último de una larga sucesión de hombres de la familia Hartford en asistir a Eton y luego a Sandhurst. Su retrato estaba colgado junto al de su padre —a continuación de la fila de padres que lo precedían—, en lo alto del hueco de la escalera principal, desde donde dominaba el vestíbulo. La cabeza erguida, las brillantes medallas, los fríos ojos azules. Era el orgullo de todo Riverton. Un héroe de la guerra de los Bóers. El futuro lord Ashbury.

Yo me refería a Frederick, el «papá» del que se hablaba en el cuarto de los niños, que parecía inspirar en ellos una mezcla de afecto y respeto reverencial. El segundo hijo de lord Ashbury, cuya sola mención hacía que los amigos de lady Violet tendieran a menear la cabeza y que Su Señoría murmurara, con su copa de jerez en mano.

Myra abrió la boca y volvió a cerrarla. Me recordó esos peces que la corriente trae hasta la orilla del lago.

—No hagas preguntas, y no te contaré mentiras —dijo por fin, alzando el jarrón hacia la luz para inspeccionarlo.

Terminé con la jarra y tomé una fuente. Así eran las cosas con Myra. Tenía una personalidad notablemente caprichosa. Unas veces era comunicativa sin la menor reserva; otras, absurdamente hermética.

Accedió a hablar tan sólo cuando el reloj de la pared señaló que habían pasado cinco minutos, seguramente sin más razón que ésa.

—Supongo que has oído hablar a alguno de los lacayos, ¿verdad? Alfred, sin duda. Estos criados son unos charlatanes. —Tomó otro florero y me observó con desconfianza—. ¿Entonces tu madre nunca te contó nada de la familia?

Negué con la cabeza y Myra arqueó su fina ceja incrédulamente, como si fuera casi imposible que las personas tuvieran temas de conversación que no se relacionaran con la familia de Riverton.

De hecho, mi madre siempre había mantenido la boca deliberadamente cerrada en lo concerniente a esa casa. Cuando era más pequeña la había sondeado, deseosa de escuchar sus relatos sobre la antigua mansión de la colina. En el pueblo circulaban infinidad de historias acerca de ella y yo estaba ansiosa por tener mis propios chismes para intercambiarlos con los otros niños. Pero ella siempre se limitaba a menear la cabeza y a recordarme que la curiosidad mató al gato.

Por fin, Myra habló.

—El señor Frederick… ¿por dónde empezar? —Myra reanudó el bruñido de la plata y continuó hablando entre suspiros—. No es una mala persona. Es muy distinto de su hermano, no ha nacido para ser un héroe, pero no es malo. A decir verdad, la mayoría de nosotros, los de aquí abajo, le tenemos cariño. Según la señora Townsend, siempre fue un pícaro, lleno de ideas extravagantes y cuentos chinos. Y siempre muy amable con los sirvientes.

—¿Es verdad que fue minero?

Esa peligrosa actividad parecía apropiada para la persona que Myra había descrito. De alguna manera confirmaba que los niños Hartford tenían un padre interesante. El mío siempre había sido una decepción: una figura sin rostro que se desvaneció en el aire antes de que yo naciera, y volvía a materializarse sólo cuando mi madre y su hermana cuchicheaban acaloradamente sobre él.

—Durante una época —prosiguió Myra—, se dedicó a tantas cosas que he perdido la cuenta. Nunca ha sido una persona estable nuestro señor Frederick. Nunca se ha adaptado a los demás. Primero fue la plantación de té en Ceilán. Después, la búsqueda de oro en Canadá. Más tarde decidió que iba a hacer fortuna imprimiendo periódicos. Ahora son los automóviles. Que Dios lo bendiga.

—¿Vende automóviles?

—Los fabrica; en realidad, lo hacen quienes trabajan para él. Ha comprado una fábrica cerca de Ipswich.

—Ipswich. ¿Es allí donde vive con su familia? —pregunté, orientando la conversación hacia los niños.

Myra no mordió el anzuelo. Estaba concentrada en sus propios pensamientos.

—Con un poco de suerte, tal vez esta idea funcione. Dios sabe cuánto le complacería a Su Señoría obtener ganancias por el dinero que invierte.

Parpadeé, sin entender a qué se refería. Antes de que pudiera pedirle una aclaración Myra continuó.

—De todos modos, lo verás muy pronto. Llega el martes próximo, junto con el mayor y lady Jemina —afirmó con una rara sonrisa, de aprobación, más que de alegría—. No recuerdo un solo mes de agosto en que la familia no se haya reunido para la ceremonia a la orilla del lago. Ninguno de ellos imaginaría siquiera la posibilidad de perderse la cena de celebración del verano. Es una tradición para la gente de aquí.

—Como el recital —apunté osadamente, evitando mirarla.

—Veo que alguien ya ha estado chismeando contigo sobre el recital, ¿verdad? —observó Myra levantando una ceja.

Ignoré su desagradable comentario. Myra no estaba habituada a que le arrebataran el primer puesto a la hora de divulgar chismes.

—Alfred dijo que los sirvientes estaban invitados a ver el recital —mentí.

—¡Lacayos! —Myra meneó la cabeza con altanería—. Si quieres saber la verdad, jovencita, nunca prestes atención a un lacayo. ¡Invitados! A los sirvientes se les permite ver el recital, un gesto muy considerado por parte del amo. Él sabe cuánto significa la familia para todos nosotros, los de aquí abajo, cuánto disfrutamos viendo cómo crecen los más jóvenes.

Myra volvió a dirigir su atención al jarrón que tenía sobre la falda. Yo contuve el aliento, deseando que continuara. Después de un rato, que me pareció una eternidad, lo hizo.

—Este año será la cuarta vez que se represente una obra de teatro. Es así desde que la señorita Hannah cumplió diez años y comenzó a decir que quería ser directora teatral. —Myra asintió con la cabeza—. Todo un personaje, la señorita Hannah. Ella y su padre son tan parecidos como dos huevos.

—¿Cómo? —pregunté.

Myra hizo una pausa para explicarlo.

—Les apasiona viajar —declaró por fin—, los dos tienen infinidad de ideas modernas e ingeniosas, no sé cuál de ellos es más testarudo.

Lo comentó deliberadamente, acentuando cada adjetivo, como advirtiéndome que esas cualidades, si bien eran extravagancias aceptables para los que vivían arriba, no serían toleradas entre las personas de mi condición.

Durante toda mi vida había recibido de mi madre lecciones semejantes. Asentí sabiamente mientras ella proseguía.

—Ellos normalmente se llevan de maravilla, pero cuando no es así, no hay un alma que no se entere. Nadie puede irritar tanto al señor Frederick como la señorita Hannah. Ya desde muy pequeña sabía exactamente cómo sacarlo de quicio. Era una niñita temible, de gran carácter. Recuerdo que una vez estaba terriblemente disgustada con él por algún motivo y se le ocurrió darle un susto tremendo.

—¿Qué hizo?

—Déjame recordar… El señorito David estaba recibiendo clases de equitación. Así comenzó todo. A la señorita Hannah no le hacía la menor gracia que la dejaran de lado. Logró escabullirse de Nanny y, junto con la señorita Emmeline, se alejó rumbo a los terrenos donde los granjeros estaban cosechando manzanas. —Myra meneó la cabeza—. La señorita Hannah convenció a la señorita Emmeline para que se escondiera en un granero. Supongo que no le debió de resultar difícil. La señorita Hannah es muy persuasiva, y además a su hermana la hacía verdaderamente feliz la posibilidad de darse un festín con todas esas manzanas recién cosechadas. Inmediatamente después, la señorita Hannah regresó a casa resoplando y jadeando como si hubiera corrido para salvar su vida, llamando al señor Frederick. En ese momento yo estaba en el comedor, poniendo la mesa para el almuerzo, y oí a la señorita Hannah contarle que dos forasteros de piel oscura las habían encontrado en los huertos. Dijo que habían alabado la belleza de Emmeline proponiendo llevarla a hacer un largo viaje por mar. La señorita Hannah no podía asegurarlo, pero creía que eran tratantes de blancas.

Asombrada por la audacia de Hannah, no pude contener una exclamación.

—¿Qué pasó luego?

Myra se entusiasmó con el solemne relato de aquellos secretos.

—Bueno, el señor Frederick siempre había estado alerta respecto a los tratantes de blancas. Primero su cara empalideció, luego se puso roja y antes de que pudiéramos contar hasta tres cargó a la señorita Hannah en brazos y salió en dirección a los huertos. Bertie Timmins, que ese día estaba cosechando manzanas, nos contó que el señor Frederick llegó en un estado lamentable. Comenzó a gritar órdenes para formar una cuadrilla que saliera en busca de la señorita Emmeline, secuestrada por dos hombres de piel oscura. Buscaron por todas partes, se dispersaron en todas direcciones, pero ninguno vio a dos hombres de piel oscura con una niña rubia.

—¿Cómo la encontraron?

—No lo hicieron. Finalmente ella los encontró. Había pasado una hora, más o menos, cuando la señorita Emmeline, aburrida de estar escondida e indigestada con las manzanas, salió corriendo del granero preguntándose por qué habría tanto alboroto y por qué la señorita Hannah no había ido a buscarla.

—¿El señor Frederick se disgustó mucho?

—Oh, sí —aseguró Myra enfáticamente, puliendo con fuerza—. Aunque no por mucho tiempo. Nunca puede estar enfadado con ella durante mucho tiempo. Los dos están muy unidos. Ella tendría que hacer algo terrible para que su padre se pusiera en su contra. —Myra alzó el reluciente florero; después lo puso junto a los otros objetos ya bruñidos; dejó su trapo en la mesa, inclinó la cabeza y masajeó su delgado cuello—. De todos modos, por lo que oí, el señor Frederick sólo recibió un poco de su propia medicina.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué hizo?

Myra echó un vistazo hacia la cocina, comprobando con satisfacción que Katie no podía oírla. Allí abajo, en Riverton, había un orden establecido desde hacía tiempo, arraigado y perfeccionado a lo largo de siglos de servicio. Si bien yo era la criada de menor rango —objeto de reprimendas, y sólo apta para realizar tareas menores—, Katie, la fregona, era objeto de desprecio. Me gustaría decir que esa infundada falta de equidad me irritaba; que aun cuando no me indignara, al menos era consciente de su injusticia. Pero hacerlo significaría adjudicar a la jovencita que era entonces una empatía que no poseía. En cambio, disfrutaba del mínimo privilegio al que accedía gracias a mi posición. Dios sabe que ya había suficientes personas por encima de mí.

—Nuestro señor Frederick le dio muchos disgustos a sus padres cuando era un muchacho —prosiguió Myra entre dientes—. Era tan impetuoso que lord Ashbury lo envió a Radley sólo para que no desprestigiara a su hermano en Eton. Llegado el momento, tampoco lo enviaron a Sandhurst, aunque estaba previsto que fuera oficial de la Armada.

Yo asimilaba la información mientras Myra continuaba.

—Es comprensible, por supuesto, considerando que el mayor James estaba haciendo una gran carrera en las fuerzas armadas. Es poco lo que se necesita para manchar el nombre de una familia. No querían correr riesgos. —Myra dejó de masajearse el cuello y tomó un salero ennegrecido—. No tiene importancia. Todo fue para bien. Él tiene sus automóviles y tres hermosos hijos. Podrás comprobarlo durante la representación.

—¿Los hijos del mayor James actuarán junto con los del señor Frederick?

La expresión de Myra se ensombreció.

—¿Cómo puedes pensar algo así, niña? —espetó en voz baja.

El aire se volvió denso. Había dicho algo impropio. Myra me fulminó con la mirada, obligándome a desviar la vista. Había pulido la fuente que tenía en mis manos hasta dejarla brillante y pude ver en ella cómo mis mejillas se sonrojaban.

—El mayor no tiene hijos. Y no los tendrá —siseó Myra y me quitó el trapo; sus dedos largos y finos rozaron los míos—. Ahora ocúpate de tus tareas. Con tu cháchara no me dejas trabajar.

Uno de los aspectos más difíciles de comenzar a servir en Riverton era que se daba por sentado que automáticamente estaría al tanto de todos los pormenores acerca del funcionamiento de la casa y los hábitos de la familia. Sabía que en parte se debía a que mi madre había trabajado aquí antes de que yo naciera. El señor Hamilton, la señora Townsend y Myra suponían —infundadamente— que ya me habían enseñado lo que necesitaba saber sobre Riverton y los Hartford, y que me harían sentir estúpida si me viera obligada a confesar mi ignorancia. En particular, Myra —si la explicación no convenía a algún fin personal— solía insistir muy despectivamente en que, por supuesto, yo sabía que a la Señora le gustaba que las ventanas quedaran entreabiertas unos cuatro dedos, sin importar qué día hiciera. Debía de haberlo olvidado o, peor aún, me hacía la tonta con toda intención.

Myra esperaba que yo supiera lo que había ocurrido con los hijos del mayor y nada de lo que pudiera decirle lograba convencerla de que no era así. Por eso, a lo largo de las dos semanas que siguieron a nuestra conversación, la evité tanto como fue posible, teniendo en cuenta que vivíamos y trabajábamos juntas. Por la noche, mientras Myra se preparaba para acostarse, yo me quedaba quieta en la cama, fingiendo dormir. Era un alivio que ella apagara la vela y el cuadro del ciervo agonizante desapareciera en la oscuridad. Durante el día, cuando nos cruzábamos en la sala de los sirvientes, Myra alzaba desdeñosamente la nariz y yo respondía a su actitud según se esperaba, mirando el suelo.

Afortunadamente, hubo infinidad de cosas que nos mantuvieron ocupadas mientras preparábamos el recibimiento de los invitados adultos de lord Ashbury. Teníamos que abrir y ventilar las habitaciones de huéspedes del ala este, quitar las fundas y lustrar los muebles. Había que traer la mejor ropa de cama de las enormes cajas guardadas en el ático, remendarla donde la hubiera atacado la polilla y luego lavarla en grandes tinas de cobre. Como llovía y no fue posible usar las largas cuerdas para tender ropa de detrás de la casa, hubo que tenderlas en el cuarto de secado que se utilizaba en invierno; estaba en el ático, junto a los dormitorios del personal de servicio femenino, donde el tiro de la chimenea de la cocina —que subía por la pared y atravesaba el techo para salir por el tejado— siempre irradiaba calor.

Y allí fue donde aprendí nuevas pistas sobre El Juego. Porque dado que llovía y la señorita Prince estaba decidida a enseñar a los niños Hartford los mejores versos de Tennyson, éstos acabaron buscando sitios cada vez más recónditos donde esconderse. El más alejado de la pequeña biblioteca donde recibían sus clases fue el armario del lavadero, entre la tina y la chimenea. Y por tanto, allí se establecieron.

Yo nunca los vi jugar. Regla número uno: El Juego era secreto. Pero escuchaba, estaba atenta y una o dos veces la tentación me venció y, después de asegurarme de que no había nadie rondando, espié dentro del armario. Así lo supe.

El Juego era antiguo. Llevaban años jugándolo. Aunque en realidad sería más correcto decir «viviéndolo». Lo llevaban viviendo años. Porque El Juego era mucho más de lo que su nombre insinuaba. Era una compleja fantasía, un mundo alternativo adonde ellos escapaban.

No había disfraces, espadas, sombreros con plumas. Nada que indicara que se trataba de un juego. Ésa era su naturaleza. Era secreto. Todo el equipo estaba en el arcón, un baúl lacado en negro que algún antepasado había traído de China, como parte del botín de sus exploraciones y saqueos. Era del tamaño de una caja de sombreros cuadrada —ni muy grande, ni muy pequeña— y la tapa tenía incrustaciones de piedras semipreciosas que formaban una escena: un río, un puente que lo cruzaba, un templete en una de las orillas, sauces que se inclinaban desde el barranco, hacia la ribera. Sobre el puente se veían tres siluetas y un pájaro solitario volaba sobre ellas.

El arcón que los tres custodiaban celosamente contenía todos los elementos necesarios para El Juego. Porque aunque les exigía correr, esconderse y batallar, el verdadero placer era otro. Regla número dos: todos los viajes, aventuras, exploraciones y avistamientos debían ser registrados. Los niños se metían apresuradamente dentro, exaltados ante el peligro, para registrar sus últimas aventuras en forma de mapas y diagramas, códigos y dibujos, piezas teatrales y libros.

Los libros eran miniaturas encuadernadas con hilo, la escritura era tan pequeña y apretada que había que mirarlos detenidamente para descifrarlos. Se titulaban: La huida de Koshei, el inmortal; El encuentro con Balam y su oso; El viaje a la tierra de los tratantes de blancas. Algunos estaban escritos en un código que yo no podía comprender, aunque si hubiera tenido tiempo de investigar, sin duda hubiera encontrado la clave, escrita en papel y guardada en el baúl.

El juego propiamente dicho era simple. En realidad, lo habían inventado Hannah y David, que por ser los mayores eran los instigadores de la aventura. Ellos decidían qué lugar era propicio para explorar. Los dos habían formado un gobierno con nueve consejeros, un ecléctico grupo de ilustres Victorianos mezclados con antiguos faraones egipcios. Nunca había más de nueve consejeros a la vez y si la historia proporcionaba una nueva figura demasiado atractiva para negarle la admisión, uno de los miembros originales debía morir o ser destituido. (La muerte siempre acontecía en cumplimiento del deber, y era solemnemente anunciada en uno de los minúsculos periódicos que se guardaban en el arcón).

Junto con los consejeros, cada uno representaba su propio papel. Hannah era Nefertiti y David se transformaba en Charles Darwin. Emmeline, que sólo tenía cuatro años cuando se establecieron las reglas, había elegido ser la reina Victoria. Una elección poco atractiva a juicio de sus hermanos, aunque comprensible teniendo en cuenta la corta edad de Emmeline, que, por cierto, no era el compañero de juegos más apropiado. No obstante, Victoria fue admitida en El Juego, generalmente en calidad de víctima de un secuestro que daba lugar a un peligroso rescate. Mientras Hannah y David escribían sus relatos, a Emmeline se le permitía decorar los diagramas y sombrear los mapas: azul para el océano, púrpura para las profundidades, verde y amarillo para la tierra.

En ocasiones David no estaba disponible. Si la lluvia amainaba durante una hora, se escurría para jugar a las canicas con los otros niños de la finca o se dedicaba a practicar en el piano. Entonces Hannah se aliaba con Emmeline. Las dos se escondían en el armario de la ropa de cama con una provisión de terrones de azúcar robados de la despensa de la señora Townsend e inventaban nombres especiales, en idiomas secretos, para describir al traidor que había huido. Pero por mucho que lo desearan, nunca jugaban El Juego sin David. No podían siquiera imaginarlo.

Regla número tres: los participantes no podían ser sino tres, ni más ni menos. Tres. Un número favorecido tanto por el arte como por la ciencia: tres son los colores primarios, los puntos necesarios para determinar la ubicación de un objeto en el espacio, las notas que forman un acorde. Tres son los vértices del triángulo, la primera figura geométrica: un hecho incontrovertible, dos puntos no pueden definir una superficie. Los vértices de un triángulo pueden moverse, pueden variar sus lealtades, la distancia entre dos de ellos puede disminuir a medida que se alejan del tercero, pero juntos siempre definen un triángulo. Autosuficiente, real, completo.

Aprendí las reglas de El Juego porque las leí. Escritas con letra prolija e infantil en un papel amarillento, oculto debajo de la tapa del arcón. Siempre las recordaré. Cada uno de ellos las había firmado: Por acuerdo general, este tercer día de abril de 1908, David Hartford, Hannah Hartford —y por fin, con una letra más grande y apretada— las iniciales E. H.

Para los niños las reglas eran algo serio y El Juego requería de un sentido del deber que los adultos no habrían comprendido. A menos, por supuesto, que se tratara de los sirvientes, cuyo conocimiento del deber era indiscutible.

De modo que eso era. Sólo un juego de niños. Y no el único al que jugaban. Finalmente crecieron, lo olvidaron, lo dejaron atrás. O eso pensaron. Cuando los conocí, estaba en sus últimos estertores. La Historia intervendría en él: la aventura real, las huidas de verdad, la adolescencia acechaba sonriente desde un rincón.

Tan sólo un juego de niños y sin embargo… ¿Lo que finalmente sucedió habría sido posible sin él?

Amaneció el día en que llegaban los invitados y se me otorgó permiso especial —con la condición de que hubiera completado mis tareas— para observarlos desde el balcón del primer piso. Al caer la noche, con la cara apretada entre dos barrotes de la balaustrada, esperé ansiosamente que los neumáticos de los automóviles hicieran crujir la grava de la entrada.

Las primeras en llegar fueron lady Clementine Boyle, una amiga de la familia con el esplendor y el brillo de la anterior reina, y la señorita Frances Dawkins, a la que todos llamaban Fanny: una joven flacucha y parlanchina, que había quedado a cargo de lady Clementine cuando sus padres murieron en el naufragio del Titanic y que, según se rumoreaba, con sus diecisiete años estaba enérgicamente dedicada a encontrar un marido. De acuerdo con las palabras de Myra, lady Violet deseaba fervientemente que Fanny formara pareja con su hijo viudo, el señor Frederick, aunque él era completamente indiferente al respecto.

El señor Hamilton las condujo al salón, donde lord y lady Ashbury los esperaban, y anunció su llegada con una elegante reverencia. Las observé sin ser vista mientras desaparecían en la habitación, lady Clementine en primer lugar, Fanny detrás. Me llamó la atención la bandeja de cócteles del señor Hamilton, donde las redondeadas copas de brandy se disputaban el espacio con las aflautadas copas de champán.

El señor Hamilton regresó al vestíbulo. Estaba estirando los puños de su traje —un gesto habitual en él— cuando llegaron el mayor y su esposa. Ella era una mujer de poca estatura, regordeta, con cabello castaño. En su rostro, si bien tenía un gesto amable, estaba grabado el dolor. Por supuesto, sólo retrospectivamente puedo describirla de esa manera, pero incluso en ese momento supuse que era víctima de alguna desgracia. Myra podía no estar dispuesta a divulgar el misterio de los hijos del mayor, pero mi joven imaginación, alimentada por novelas góticas, era terreno fértil para intuirlo. Además, por aquel entonces, los sutiles matices que intervenían en la atracción entre un hombre y una mujer eran algo ajeno a mí, y sólo podía atribuir a una tragedia que un hombre tan alto y apuesto como el mayor estuviera casado con una mujer tan fea. Imaginaba que alguna vez debió de ser encantadora, hasta que alguna terrible penuria se abatió sobre ella y le arrebató toda la belleza y juventud que había poseído.

El mayor, aún más adusto de lo que sugería su retrato, preguntó —como era su costumbre— por la salud del señor Hamilton, echó una mirada de amo y señor al vestíbulo y guio a Jemina hacia el salón. Antes de que desaparecieran detrás de la puerta, vi su mano tiernamente apoyada en la espalda de su esposa, un gesto que de alguna manera no armonizaba con su porte, y que jamás he olvidado.

Mis piernas ya estaban agarrotadas por estar en cuclillas cuando por fin oí que el automóvil del señor Frederick se acercaba por el sendero de grava. El señor Hamilton miró el reloj con un gesto de reprobación y luego abrió la puerta de entrada.

El señor Frederick era más bajo de lo que esperaba; ostensiblemente más bajo que su hermano. Pero no pude distinguir sus rasgos más allá de la montura de sus gafas. Porque aun cuando se había quitado el sombrero, se alisaba con la mano el cabello claro sin levantar la cabeza.

Sólo cuando el señor Hamilton abrió la puerta del salón y anunció su llegada, el señor Frederick parpadeó y su mirada cambió de dirección: paseó vacilante por la habitación, registrando los mármoles, los retratos, el hogar de su juventud, antes de posarse en el balcón donde me había apostado. Y en ese instante fugaz, antes de que fuera tragado por la ruidosa habitación, su rostro empalideció como si hubiera visto un fantasma.

La semana pasó velozmente. Con tantos huéspedes en la casa, estuve ocupada aseando las habitaciones, llevando bandejas con té, poniendo la mesa para los almuerzos. Me gustaba. No me amedrentaba el trabajo: mi madre se había asegurado de que así fuera. Además, anhelaba que llegara el fin de semana, y con él, el recital. Porque mientras los demás sirvientes estaban concentrados en la cena de celebración del verano, yo sólo podía pensar en el recital. Desde la llegada de los adultos apenas había visto a los niños. La niebla se había esfumado, dejando paso a cielos claros y días templados, demasiado hermosos para desperdiciarlos entre cuatro paredes. Todos los días, mientras iba por el pasillo hacia el cuarto de los niños, contenía el aliento esperando encontrarlos allí, pero el tiempo siguió siendo bueno y ese año no volvieron a usar la habitación. Se llevaron sus ruidos, sus travesuras y su Juego fuera de la casa.

Y sin ellos la habitación perdió su encanto. La quietud se transformó en vacío y la pequeña llama de placer que yo había alimentado fue apagándose. Hacía rápidamente mis tareas, colocaba los libros en los estantes sin echar más que un vistazo a su interior, ya no prestaba atención a los ojos del caballo de madera. Sólo pensaba qué estarían haciendo ellos. Y cuando terminaba, me iba a cumplir con el resto de mis obligaciones. A veces, cuando retiraba la bandeja del desayuno de alguna de las habitaciones del segundo piso, o me llevaba las aguas menores, el sonido de risas lejanas me hacía asomarme a la ventana donde los veía, a lo lejos, caminando hacia el lago, batiéndose en duelo con largos palos mientras se perdían de vista por el sendero.

Abajo, el señor Hamilton había instado a los sirvientes a desarrollar una actividad frenética. Era la manera de poner a prueba un buen equipo, por no mencionar al propio mayordomo, servir a los huéspedes de la casa. Ninguna orden estaba de más. Debíamos funcionar como un mecanismo perfectamente engrasado, responder a la altura de cada desafío, superar cada una de las expectativas del amo. Sería una semana de triunfos que culminaría con la cena de celebración del verano.

El fervor del señor Hamilton era contagioso. Incluso el ánimo de Myra experimentó una leve euforia concediéndonos una especie de tregua. A regañadientes me propuso que la ayudara a limpiar el salón. Me recordó que habitualmente no me correspondía ocuparme de los salones principales, pero gracias a la visita de los familiares del amo se me concedía el privilegio —bajo estricta vigilancia— de realizar esas comprometidas tareas. De ese modo, a mi ya abultada carga de obligaciones se agregó esa dudosa prebenda, y a diario acompañaba a Myra al salón donde los adultos tomaban té y hablaban de asuntos que poco me interesaban: excursiones de fin de semana al campo, política europea, y sobre la muerte de un desafortunado austriaco al que habían asesinado de un tiro en un lugar lejano.

El día del recital, el domingo 2 de agosto de 1914 —recuerdo la fecha, aunque no tanto por el recital en sí mismo sino por lo que sucedió después—, coincidió con mi tarde libre y la primera visita a mi madre desde que había comenzado a trabajar en Riverton. Al terminar esa mañana mis quehaceres, me quité el uniforme y me vestí con ropa de calle. La noté inusitadamente rígida y extraña. Me cepillé mi melena clara, rizada allí donde había estado recogida en una trenza, y volví a trenzarla. Me preguntaba si mi aspecto habría cambiado. ¿Qué pensaría mi madre? Sólo había estado lejos de ella cinco semanas; sin embargo, me sentía inexplicablemente distinta.

Al bajar la escalera de servicio en dirección a la cocina me topé con la señora Townsend, quien me puso un paquete en las manos.

—Ve y llévale esto a tu madre, para el té —indicó en voz baja—. No es más que un poco de tarta de crema de limón y un par de rebanadas de budín Victoria.

La mire desconcertada ante su desacostumbrada generosidad. La señora Townsend estaba tan orgullosa de su ordenada y minuciosa economía doméstica como de la altura de su soufflé.

Miré hacia el hueco de la escalera.

—Pero ¿está segura de que la Señora…? —objeté en voz tan baja que era casi un susurro.

—No te preocupes por la Señora. Habrá suficiente para ella y lady Clementine. Quédate tranquila y dile a tu madre que aquí en la colina cuidamos de ti —me indicó la señora Townsend. Luego se sacudió el delantal, echó los redondos hombros hacia atrás, con lo que su pecho pareció aún más grande que de costumbre, y meneó la cabeza—. Una buena chica, tu madre. No es culpable de nada que no haya sucedido miles de veces antes.

Entonces dio media vuelta y se dirigió a la cocina, tan inesperadamente como había aparecido, dejándome sola en la oscura antesala, mientras me preguntaba qué había querido decir.

Sus palabras dieron vueltas en mi cabeza durante todo el trayecto al pueblo. No era la primera vez que la señora Townsend me desconcertaba con muestras de afecto hacia mi madre. Mi asombro me hacía sentir desleal, pero sus recuerdos sobre aquella persona de buen talante raramente coincidían con la madre que yo conocía, con su malhumor y silencios.

Ella me esperaba en la puerta. Sin apenas pestañear hasta que me vio.

—Comenzaba a pensar que te habías olvidado de mí.

—Lo siento, no podía desatender mis obligaciones.

—Espero que hayas tenido tiempo para ir a la iglesia esta mañana.

—Sí, madre. Todos los del servicio hemos ido a la iglesia de Riverton.

—Lo sé, mi niña. He asistido a misa en esa iglesia mucho antes que tú. —Entonces miró mis manos—. ¿Qué traes?

—De parte de la señora Townsend —expliqué y le pasé el paquete—. Me preguntó por ti.

Mi madre ojeó el contenido mordiéndose el interior del carrillo.

—Esta noche tendré ardor de estómago —comentó y volvió a envolverlo—. De todos modos, es un gesto amable de su parte. —Se dio la vuelta y abrió la puerta—. Entra, puedes prepararme un poco de té y contarme qué ha sucedido durante este tiempo.

Casi no recuerdo de qué hablamos porque esa tarde conversé sin tener conciencia de que lo hacía. Mi mente no estaba en la pequeña y triste cocina de mi madre, sino en el salón de baile de la colina, donde horas antes había ayudado a Myra a poner las sillas en fila y a colgar las cortinas doradas del arco del escenario.

Y durante el rato que mi madre me tuvo haciendo tareas, mantuve el ojo atento al reloj de la cocina, a las rígidas agujas que hacían su recorrido y se acercaban a las cinco, la hora del recital.

Era tarde cuando nos despedimos. Cuando llegué al portal de Riverton el sol ya estaba bajo. Avancé por el estrecho camino hacia la casa. Árboles magníficos, herencia de los lejanos antepasados de lord Ashbury, se alineaban a cada lado. La parte más alta de sus copas se unía formando un arco, las ramas más lejanas se enlazaban convirtiendo el sendero en un túnel umbrío y susurrante.

Mientras avanzaba hacia la luz vespertina vi que el sol se ocultaba detrás del tejado, arrojando sobre la casa un resplandor malva y anaranjado. Atravesé los jardines, pasé por la fuente de Eros y Psique, en dirección al jardín de rosas de lady Violet, y fui hacia la puerta trasera. La sala de los sirvientes estaba vacía y mientras quebrantaba la regla de oro del señor Hamilton y corría por el pasillo de piedra, oía el eco de mis zapatos. Pasé por la cocina; la mesa de trabajo de la señora Townsend estaba cubierta por una colección de pasteles de riñones. Subí las escaleras.

Reinaba un silencio inquietante. Todos estaban presenciando el recital. Cuando llegué a la puerta dorada del salón de baile me arreglé el cabello, me alisé la falda y me deslicé por la habitación a oscuras. Ocupé mi lugar en la pared lateral, junto a los demás sirvientes.