Capítulo 3

El cuarto de los niños

Hace una mañana templada, anticipo de la primavera, y estoy sentada en el banco de hierro del jardín, debajo del olmo. Me hace bien tomar un poco de aire fresco —eso dice Sylvia—, de modo que aquí estoy, escondiendo el rostro ante el tímido sol invernal y volviendo a mostrarlo, como si arrullara a un bebé; mis mejillas están tan frías y mustias como un par de melocotones dejados demasiado tiempo en la nevera.

He estado pensando en aquel día, cuando comencé a trabajar en Riverton. Puedo recordarlo con claridad. Los años transcurridos se pliegan como el fuelle de un acordeón y estoy en junio de 1914. Vuelvo a tener catorce años: ingenua, torpe, aterrorizada, subo detrás de Myra un tramo de escalera tras otro. A cada paso su falda produce un enérgico frufrú que suena como una crítica a mi inexperiencia. Yo la sigo afanosamente. El asa de mi maleta me corta los dedos. Pierdo de vista a Myra cuando gira para subir un tramo más, confío en que el siseo de su falda me indicará el camino.

Al llegar al final de la escalera, Myra continuó por un oscuro corredor de techo bajo, y se detuvo por fin, con un nítido taconazo, ante una pequeña puerta. Se volvió y frunció el ceño mientras yo avanzaba renqueando hacia ella. Sus ojos, tan oscuros como su cabello, lanzaban una mirada reprobatoria.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó, con un inglés apocopado, incapaz de disimular la modulación irlandesa de las vocales—. No sabía que fueras tan lenta. La señora Townsend nunca lo mencionó, estoy segura.

—No soy lenta. Es por la maleta. Pesa mucho.

—Nunca he visto semejantes aspavientos —protestó Myra—. No sé qué clase de criada esperas ser si no puedes llevar una maleta con ropa sin quejarte. Ruega que el señor Hamilton no te vea arrastrando la aspiradora como un saco de harina.

Abrió la puerta. La habitación era pequeña y austera e, inexplicablemente, olía a patatas. Pero la mitad —una cama de hierro, una cómoda y una silla— sería para mí.

—Y bien, aquél es tu lado —señaló, apuntando con la cabeza hacia el extremo de la cama—. Yo ocupo éste y agradeceré que no toques nada. —Myra pasó sus dedos por la superficie de su cómoda, acarició un crucifijo, una Biblia y un cepillo para el cabello—. Aquí no se toleran los dedos pegajosos. Ahora deshaz tu maleta, ponte el uniforme y baja para comenzar con tus tareas. No te entretengas en el camino y, por amor de Dios, no salgas de la zona de servicio. Hoy a mediodía llega el amo y se servirá un almuerzo. Todos estaremos ocupados en atenderlo. Lo último que necesito es tener que vigilarte. Espero que no seas una holgazana.

—No, Myra —contesté, comprendiendo su insinuación de que yo pudiera ser una ladrona.

—Bien, eso ya lo veremos —replicó meneando la cabeza—. No entiendo, les informé de que necesitaba una chica nueva y, ¿qué me envían?: no tienes experiencia, tampoco referencias, y a juzgar por tu aspecto, eres una holgazana.

—No soy…

—Shhh —refutó Myra y pateó el suelo para indicarme que me callara.

—La señora Townsend comenta que tu madre era rápida y hábil y que de tal palo, tal astilla. Todo lo que puedo decirte es que, por tu bien, espero que sea cierto. Lady Violet no estará dispuesta a soportar holgazanas como tú ni tampoco yo.

En un último gesto desdeñoso, Myra meneó la cabeza, giró sobre sus talones y me dejó a solas en esa oscura y diminuta habitación del piso alto de la casa.

Fru fru, fru fru, fru fru

Escuché conteniendo el aliento.

Por fin, cuando el sonido se perdió, fui de puntillas hacia la puerta, la cerré y me dediqué a observar mi nuevo hogar.

No había mucho que ver. Pasé la mano por la cama, agachando la cabeza en la parte abuhardillada. Sobre el colchón había una manta gris; uno de los extremos había sido remendado por una mano competente. En la pared se veía el único atisbo de decoración de toda la habitación: una pequeña pintura enmarcada, que ilustraba una rudimentaria escena de caza, un ciervo atravesado por una flecha, de cuyo flanco herido manaba sangre. Aparté rápidamente la mirada del animal agonizante.

Me senté con cuidado, sigilosamente, temiendo arrugar la funda del mullido colchón. El chirrido de los muelles de la cama me hizo dar un respingo, me sentí reprendida y el rubor subió por mis mejillas.

Una estrecha ventana proyectaba un rayo de luz polvoriento. Me arrodillé en la silla para mirar hacia fuera.

La habitación estaba en la parte trasera de la casa, y a gran altura. Podía ver todo el sendero que atravesaba el jardín de rosas y continuaba por las glorietas, hacia la fuente que estaba al sur. Sabía que más allá estaba el lago y hacia el otro lado el pueblo donde había pasado mis primeros catorce años. Imaginaba a mi madre sentada junto a la ventana de la cocina, donde había más luz, con la espalda encorvada sobre la ropa que zurcía.

Me pregunté cómo se estaría arreglando sin mí. En los últimos tiempos había empeorado. Por las noches la oía quejarse en su cama, a causa del dolor de los agarrotados huesos de su columna. A veces amanecía con los dedos tan rígidos que tenía que ayudarla a sumergirlos en agua tibia y frotarlos contra los míos para que al menos pudiera coger un carrete de hilo de su costurero. La señora Rodgers, una vecina del pueblo, iría a verla todos los días y el buhonero pasaba por allí dos veces por semana pero, aun así, mi madre pasaría muchísimo tiempo sola. Era poco probable que pudiera continuar con el zurcido sin mí. ¿Qué haría para conseguir dinero? Mi escaso salario ayudaría, pero ¿no habría sido mejor que me quedara con ella?

Sin embargo, ella había insistido en que solicitara ese empleo. Se negó a escuchar mis argumentos en contra. Sólo meneó la cabeza y me recordó que la suya era la voz de la experiencia. Había oído que buscaban una chica y estaba segura de que yo sería la persona indicada. No dijo una palabra acerca de como lo supo. Uno de los típicos secretos de mi madre.

—No está lejos —apuntó—. Podrás venir a casa y ayudarme en tus días libres.

Seguramente mi expresión me traicionó y dejó en evidencia mi reparo ante esa idea, porque ella extendió su mano para tocar mi mejilla. Era un gesto poco habitual, que yo no esperaba. La sorpresa de sentir sus manos ásperas, sus uñas melladas por las agujas, me estremeció.

—Bueno, bueno, niña. Sabías que el tiempo pasaría y tendrías que encontrar un empleo. Es por tu bien. Una oportunidad. Ya verás. No hay muchos lugares donde acepten a una muchacha tan joven. Lord Ashbury y lady Violet no son malas personas. Y el señor Hamilton puede parecer estricto pero en el fondo no es más que un hombre justo. También la señora Townsend. Si trabajas mucho y cumples con lo que se te ordene no tendrás problemas. —Me pellizcó fuertemente la mejilla con sus dedos temblorosos—. Y no olvides cuál es tu lugar, Grace. Hay muchas jovencitas que se meten en líos por ese motivo.

Yo había prometido cumplir lo que me pedía, y el sábado siguiente, vestida con mi ropa de domingo, subí caminando la colina hacia la gran mansión donde me entrevistaría lady Violet.

Éste es un hogar pequeño y tranquilo, me contó ésta; sólo vivían allí su esposo, lord Ashbury, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupado con sus negocios y clubes, y ella misma. Sus dos hijos, el mayor James y el señor Frederick, ya eran adultos y vivían en sus respectivas casas junto a sus familias. No obstante, solían ir de visita, y si mi trabajo era satisfactorio y decidían que siguiera formando parte del servicio, seguramente los vería. Por ser sólo ellos los habitantes permanentes de Riverton se bastaban sin un administrador y dejaban en las diestras manos del señor Hamilton la dirección de las tareas. La señora Townsend, la cocinera, estaba a cargo de las cuestiones concernientes a la cocina. Si ellos me aprobaban, ésa era recomendación suficiente para que conservara mi puesto.

Lady Violet hizo una pausa y me miró detenidamente, de una manera que me hizo sentir atrapada, como un ratón en un frasco de vidrio. Sin duda había advertido que el bajo de mi vestido tenía las marcas de las veces que habíamos adecuado su largo a mi creciente estatura; que el pequeño zurcido de mis medias, donde se rozaban con los zapatos, se estaba desgastando; que mi cuello y mis orejas eran demasiado largos.

Luego había parpadeado y sonreído, con una sonrisa que dio a sus ojos el aspecto de gélidas medias lunas.

—Bien, tu aspecto es limpio, y el señor Hamilton dice que sabes coser.

Ella se puso de pie mientras yo asentía, alejándose en dirección al escritorio, mientras arrastraba ligeramente su mano por el borde de la silla.

—¿Cómo está tu madre? —había preguntado, sin volverse a mirarme—. ¿Sabías que también ella sirvió en esta casa?

A lo cual le respondí que lo sabía y que mi madre estaba bien, «gracias por su interés», e incluso me acordé de llamarla madame.

Aparentemente había dicho lo correcto, porque inmediatamente después me ofreció quince libras al año para que comenzara a trabajar al día siguiente e hizo sonar la campanilla para que Myra me acompañara hasta la salida.

Aparté mi cara de la ventana, borré la marca que había dejado mi aliento y bajé.

Mi maleta estaba donde la había dejado caer, junto a la cama de Myra. La arrastré hacia la cómoda que me correspondía. Traté de no mirar al ciervo sangrante, inmortalizado en su terrible instante final, mientras guardaba en el primer cajón mi escasa ropa: dos faldas, dos blusas y un par de medias negras que mi madre me había dejado que zurciera para que las aprovechara en el invierno. Luego eché un vistazo a la puerta y con el corazón palpitante descargué mi cargamento secreto.

Eran tres volúmenes en total. Tapas verdes, con las puntas arqueadas y letras impresas en dorado algo desvaídas. Los escondí en la parte posterior del último cajón y las cubrí con mi mantón, doblándolo cuidadosamente para dejarlos completamente ocultos. El señor Hamilton había sido claro: se aceptaba la Sagrada Biblia pero cualquier otro material de lectura podía ser considerado perjudicial y debía ser presentado ante él para que diera su aprobación, a riesgo de ser incautado. Yo no era una rebelde —más bien lo contrario, tenía un férreo sentido del deber—, pero me resultaba inconcebible vivir sin Holmes y Watson.

Guardé la maleta debajo de la cama.

Un uniforme colgaba del gancho que estaba detrás de la puerta: falda negra, delantal blanco, cofia de encaje. Me lo puse, sintiéndome como una niña que había descubierto el guardarropa de su madre. La falda era rígida al tacto y el cuello me arañaba la nuca; largas horas de uso lo habían moldeado a la medida de una persona más grande que yo. Cuando até el delantal una minúscula polilla blanca salió revoloteando en busca de un nuevo lugar donde esconderse, entre las vigas del techo. Anhelé volar junto a ella.

La cofia de encaje blanco estaba almidonada para que la parte delantera quedara erguida. Usé el espejo colocado sobre la cómoda de Myra para asegurarme de que estuviera derecha y para acomodar mi cabello claro sobre las orejas, como me había enseñado mi madre. La jovencita del espejo me llamó la atención, y pensé que su cara era muy seria. Es un sentimiento extraño el que surge en las raras ocasiones en que captamos nuestra propia imagen inmóvil. Un momento imprevisto, libre de artificio, en el que incluso olvidamos engañarnos a nosotros mismos.

Sylvia me ha traído una taza de té humeante y una porción de budín de limón. Se sienta junto a mí en el banco de hierro y echando un vistazo a la oficina saca un paquete de cigarrillos. (Es curioso el modo en que mi evidente necesidad de aire fresco parece coincidir siempre con su necesidad de una pausa encubierta para fumar un pitillo). Me ofrece uno. No acepto, como de costumbre, y ella alega, como hace siempre:

—A su edad tal vez sea lo mejor. Fumaré uno por usted.

Está guapa esta mañana, se ha hecho algo distinto en el cabello. Se lo digo. Ella asiente, echa una bocanada de humo e inclina la cabeza. Una larga cola de caballo aparece sobre su hombro.

—Son extensiones —explica—. He querido ponérmelas desde hace tiempo y pensé: la vida es demasiado corta para no ser glamurosa. Parece cabello auténtico, ¿verdad?

Tardo en responder, y ella supone que es señal de consentimiento.

—Porque lo es, es cabello verdadero, como el que usan los famosos. Tóquelo.

—Por Dios —exclamo, acariciando la gruesa cola de caballo—, es cabello auténtico.

—Hoy todo es posible —comenta Sylvia. Al agitar su cigarrillo, advierto que sus labios han dejado en él un anillo húmedo de color púrpura—. Por supuesto, eso cuesta. Afortunadamente tenía guardado un poco para algún momento de necesidad.

Sylvia sonríe. Brilla como una ciruela madura y adivino el motivo que justifica su nueva imagen. Como era previsible, surge del bolsillo de su blusa.

—Anthony —indica sonriente.

Comienzo una representación: me pongo las gafas, miro la imagen de un hombre maduro, con bigotes canosos.

—Parece adorable.

—Oh, Grace —exclama Sylvia suspirando de felicidad—, lo es. Sólo hemos ido a tomar el té un par de veces pero tengo un buen presentimiento. Es realmente un caballero, no como esos vagos con los que he salido anteriormente. Me abre la puerta, me trae flores, me arrima la silla cuando salimos. Un caballero como los de antes.

Esto último, debo decirlo, se agrega para complacerme, dado que se supone que los ancianos no pueden evitar emocionarse con lo anticuado.

—¿A qué se dedica? —le pregunto.

—Da clases en un instituto. De Historia e Inglés. Es terriblemente inteligente. Y solidario, también. Trabaja como voluntario para la Academia de Historia. Dice que su hobby es investigar acerca de todos esos lores, duques y duquesas. Sabe muchas cosas sobre esa familia que usted conocía, la que vivía en la gran casa cercana a Hastings Hill… —Sylvia se detiene y entrecierra los ojos mientras mira hacia la oficina. Luego pone los ojos en blanco—. Oh, Dios. Es la enfermera Ratchet. Ya debería estar haciendo mi ronda para servir el té. Seguramente Bertie Sinclair se ha quejado otra vez. Creo que se haría a sí mismo un favor si se privara de un bizcocho de vez en cuando. —Apaga rauda el cigarrillo y envuelve la colilla en un pañuelo de papel—. En fin, la maldad no descansa. ¿Le traigo algo antes de atender a los demás? Apenas ha probado su té.

Le aseguro que estoy bien, y ella corre por el jardín. La cola de caballo acompaña el movimiento de sus caderas.

Es bueno que me atiendan, que me traigan el té. Me gusta pensar que me he ganado este pequeño lujo. El señor sabe cuántas veces me ha tocado servirlo. A veces me entretengo imaginando cómo le habría ido a Sylvia sirviendo en Riverton. El silencioso y obediente recato del servicio doméstico no va con ella. Es demasiado campechana; no agacharía la cabeza por más que la reprendieran sobre su «lugar». No, Myra no habría encontrado en Sylvia una alumna tan dócil como yo.

La comparación difícilmente sería justa, lo sé. La gente ha cambiado mucho. El siglo nos ha aporreado y magullado. Incluso los jóvenes y privilegiados de hoy usan su cinismo como una insignia, con su mirada vacía y la mente llena de cosas que nunca quisieron saber.

Es una de las razones por las cuales nunca he hablado sobre las Hartford y Robbie Hunter y lo que ocurrió entre ellos. Y eso, a pesar de que algunas veces consideré la posibilidad de hacerlo, de librarme de esa carga. A Ruth. O más probablemente a Marcus. Pero, antes de comenzar, de alguna manera supe que eran demasiado jóvenes para comprender. Que me mirarían y harían preguntas tales como «¿Por qué ella simplemente no…?», y «¿Por qué no podían…?». Y que mi respuesta inevitablemente los desilusionaría: «Eran otros tiempos».

Por supuesto, aún entonces percibíamos claras señales de progreso. La primera guerra —la Gran Guerra— trastocó absolutamente todo. Cuando, tras la guerra, el nuevo personal comenzó a llegar (y a despedirse, como suele suceder), lleno de ideas sobre salarios mínimos y días de descanso, nos causó gran conmoción. Antes de eso, sólo había una manera de concebir el mundo, sus diferencias eran simples e intrínsecas.

Durante mi primera mañana en Riverton, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho, una suerte de oficina contigua a la sala de los sirvientes, donde lo encontré encorvado, planchando The Times para evitar que la tinta le manchara los dedos. Se irguió, enderezando la montura redondeada de sus gafas sobre el tabique de su larga y brillante nariz, que siempre me recordó un apagavelas. Mi iniciación en los «usos y costumbres» era algo tan importante que la señora Townsend había interrumpido excepcionalmente su tarea —estaba asando la carne del almuerzo— para presenciarla. El señor Hamilton inspeccionó minuciosamente mi uniforme. Luego, aparentemente satisfecho, comenzó su lección acerca de la diferencia entre nosotros y ellos.

—Nunca olvides —declaró gravemente— que eres realmente afortunada por haber sido invitada a servir en una gran casa como ésta. Y junto con la buena fortuna llega la responsabilidad. Todos los aspectos de tu conducta se reflejan en la familia y debes hacerles justicia: guardar sus secretos y merecer su confianza. Recuerda que el amo es siempre quien más sabe. Obsérvalo, a él y a su familia. Sírvelos con obediencia, solicitud y gratitud. Sabrás que tu trabajo está bien hecho cuando pase desapercibido, que logras el éxito cuando tu persona parezca invisible.

El señor Hamilton miró hacia arriba, observó el aire que flotaba encima de mi cabeza, con su piel saludablemente rosada bañada de emoción.

—Y no olvides nunca, Grace, el honor que te conceden al permitirte servir en su casa.

Puedo imaginar qué habría dicho Sylvia ante esto. Ciertamente, no habría aceptado las instrucciones como yo hice. No habría sentido su rostro paralizado por la gratitud y la vaga e indefinible emoción de haber sido ascendida un escalón en la jerarquía del mundo.

Giré en el banco y noté que se había olvidado la fotografía: ese nuevo hombre que la tenía fascinada con su conversación sobre historia, aficionado a recopilar datos sobre la aristocracia. Conozco a las personas como él, ésas que guardan recortes de prensa y fotografías para esbozar complejos árboles genealógicos de familias a las que no tienen acceso.

Tal vez suene desdeñosa pero no lo soy. Me interesa, e incluso me intriga, saber de qué modo el tiempo borra las vidas reales y deja sólo vagas impresiones. La carne y el espíritu se desvanecen, sólo quedan los nombres y los datos.

Cierro los ojos otra vez. El sol ha aparecido y ahora mis mejillas están tibias.

Los compañeros de Riverton han muerto hace mucho tiempo. Mientras que a mí la edad me ha marchitado, ellos permanecen eternamente juveniles, eternamente bellos.

Tal parece que me estoy volviendo sentimental y romántica. Porque ellos no son jóvenes ni bellos. Están muertos. Enterrados.

No son nada. Meras imágenes que rondan los recuerdos de aquéllos que alguna vez los conocimos.

Pero, por supuesto, quienes viven en la memoria jamás están realmente muertos.

La primera vez que vi a Hannah, Emmeline y su hermano David, conversaban sobre los efectos de la lepra en el rostro humano. Para entonces ya llevaban una semana en Riverton —visitaban el lugar todos los años durante el verano— pero hasta ese momento yo sólo había captado ocasionales ráfagas de sus risas y los ecos de pasos apresurados sobre la chirriante estructura de la vieja mansión.

Myra había insistido en que yo era demasiado inexperta para confiarme tareas que implicaran conocimiento del protocolo social —aun cuando tuviera que tratar con los más jóvenes— y me había destinado a trabajos que me mantuvieran alejada de los visitantes. Mientras los otros sirvientes se preparaban para la llegada de los invitados adultos, que se produciría en dos semanas, yo era responsable del cuarto de los niños.

En rigor, ya eran demasiado grandes para necesitar ese cuarto, según apuntó Myra, y probablemente no lo usarían, pero era una tradición, y en consecuencia la amplia habitación del segundo piso, en el extremo del ala este, debía ser ventilada y aseada, y las flores que la adornaban debían reemplazarse a diario.

Puedo describir esa habitación, pero me temo que ninguna descripción logrará transmitir la extraña atracción que ejercía sobre mí. Era grande, rectangular y sombría, y mostraba la palidez de un decoroso abandono. La impresión era desoladora. Como en los viejos cuentos, parecía haber caído sobre ella un hechizo, una maldición que la había mantenido dormida durante un siglo. La atmósfera pesada, densa y fría parecía suspendida sobre los objetos. Y en la casa de muñecas que estaba junto a la chimenea se veía la mesa servida para una fiesta cuyos invitados jamás llegarían. El empapelado de la pared, en su día de listas azules y blancas, se había transformado con el tiempo y la humedad en un gris opaco; el papel estaba manchado en algunas partes y despegado en otras. Escenas desvaídas de los cuentos de Hans Christian Andersen colgaban de una de las paredes: el valiente soldado de plomo lanzándose al fuego, la bella joven de zapatos rojos, la pequeña sirena que añoraba su pasado. En su lugar se percibían fantasmagóricas presencias infantiles, olía a moho y a polvo acumulado durante mucho tiempo. Estaba difusamente vivo.

Había una chimenea tiznada de hollín, y un sillón de cuero delante de unas enormes ventanas con forma de arco en la pared adyacente. Si uno se subía al oscuro banco de madera y miraba a través de los cristales sellados con plomo, podía distinguir un patio donde dos leones de cobre montaban guardia sobre sus desgastados pedestales, contemplando el cementerio construido en el valle que estaba más abajo.

Un extenuado caballo de madera descansaba junto a la ventana. Majestuoso, moteado de gris, sus bondadosos ojos negros parecían agradecer que les hubiera quitado el polvo. Y a su lado, en silenciosa comunión, estaba Raverley. El negro y curtido perro de caza que había pertenecido a lord Ashbury cuando era un niño. Había muerto tras quedar una de sus patas aprisionada en una trampa. El taxidermista había hecho un buen trabajo intentando disimular la herida pero ningún artificio era capaz de ocultar lo que acechaba detrás. Yo solía cubrir a Raverley mientras trabajaba. Dejaba caer sobre él una funda, que apenas me permitía fingir que no estaba allí, con la herida abierta debajo de su piel remendada, mirándome con sus ojos vidriosos y opacos.

Pero a pesar de todo aquello —de Raverley, del olor que delataba el lento deterioro, del empapelado desgastado— el cuarto de los niños se convirtió en mi lugar favorito. Día tras día, tal como estaba previsto, lo encontraba vacío. Los niños se entretenían en otro lugar de la finca. Yo solía hacer mis tareas habituales a toda prisa para disponer de algunos minutos y entretenerme allí a solas. Lejos de las constantes observaciones de Myra, del adusto gesto de reprobación del señor Hamilton, de la sospechosa camaradería de los otros sirvientes, que me hacía pensar que aún tenía mucho que aprender. Allí dejaba de contener el aliento, disfrutaba de la soledad e imaginaba que la habitación era mía.

En ella había libros, en abundancia, más de los que jamás había visto juntos: aventuras, relatos, cuentos de hadas se amontonaban en altos estantes a cada lado de la chimenea. Una vez me atreví a coger uno, que elegí por la sencilla razón de que me atrajo particularmente su lomo. Pasé mi mano por la antigua cubierta, lo abrí y leí atentamente el nombre impreso: Timothy Hartford. Después pasé las gruesas páginas, respiré el polvo mohoso que se desprendía de ellas y fui transportada a otra época y a otro lugar.

Había aprendido a leer en la escuela del pueblo y mi maestra, la señorita Ruby, contenta por haber encontrado en una alumna un interés tan poco frecuente, había comenzado a prestarme libros de su propia biblioteca: Jane Eyre, Frankenstein, El castillo de Otranto. Cuando se los devolvía, comentábamos nuestros pasajes favoritos. Fue la señorita Ruby quien me sugirió que debía ser maestra. Mi madre no se mostró demasiado complacida cuando se lo conté. A su juicio las grandes ideas que la señorita Ruby sembraba en mi cabeza no nos darían de comer. Poco tiempo después me envió a la colina de Riverton, hacia Myra y el señor Hamilton, hacia la habitación de los niños.

Y durante algún tiempo ésa fue mi habitación, y sus libros fueron míos.

Pero un día apareció la niebla y comenzó a llover. Mientras iba presurosa por el pasillo entusiasmada con la idea de examinar una enciclopedia ilustrada para niños que había descubierto el día anterior, me detuve abruptamente. Se oían voces provenientes de la habitación. Me dije que seguramente era el viento, que traía el eco desde otro lugar de la casa. Una ilusión. Pero cuando abrí la puerta y escudriñé el interior sentí el impacto. Allí había gente. Jóvenes, que armonizaban a la perfección con ese lugar encantador.

Y en ese instante, sin señal o ceremonia alguna, la habitación dejó de ser mía. Me quedé inmóvil, paralizada por la indecisión, dudando sobre la conveniencia de seguir con mis tareas o regresar más tarde. Volví a observarlos, intimidada por sus risas; por sus voces claras y seguras; por sus cabellos brillantes, con trenzas aún más brillantes.

Tomé la decisión cuando vi las flores marchitas en el jarrón, sobre la chimenea. Durante la noche los pétalos habían caído y se habían desparramado a su alrededor; pensé que me reprenderían por eso. No podía arriesgarme a que Myra los viera. Ella había sido muy clara al explicarme mis obligaciones, asegurándose de que las comprendiera: si defraudaba a mis superiores, mi madre se enteraría.

Recordé las instrucciones del señor Hamilton. Aferrando el recogedor y la escoba junto al pecho me acerqué de puntillas hasta la chimenea, concentrada en ser invisible. No tuve que esforzarme. Esos jóvenes estaban habituados a compartir su casa con un ejército de seres invisibles. Me ignoraron, mientras yo simulaba ignorarlos.

Eran dos chicas y un chico. La menor rondaría los diez años, el mayor no llegaba a los diecisiete. Los tres tenían los rasgos característicos de los Ashbury: el cabello dorado y los ojos del color azul nítido y claro de la porcelana Wedgwood, herencia de la madre de lord Ashbury, una danesa que —según contaba Myra— se había casado por amor, por lo que le habían dejado sin dote y desheredado. Sin embargo, añadía también Myra, el que ríe último ríe mejor, porque cuando el hermano de su esposo murió ella se convirtió en lady Ashbury y así pasó a formar parte de la nobleza británica.

La niña más alta, de pie en el centro de la habitación, blandía un puñado de papeles donde, según proclamaba, se detallaban los síntomas de la lepra. La menor estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas; miraba a su hermana con sus grandes ojos azules, mientras rodeaba distraídamente con el brazo el cuello de Raverley. Me sorprendió y me espantó a la vez ver que lo habían arrastrado desde su rincón para hacerlo extrañamente partícipe de la escena. El chico, arrodillado en el banco que estaba junto a la ventana, miraba a través de la niebla, en dirección al cementerio.

—Entonces, Emmeline, vuelves el rostro y miras al auditorio: tu cara estará completamente atacada por la lepra —apuntó la niña más alta, regodeándose.

—¿Qué es la lepra?

—Una enfermedad de la piel —explicó la mayor—. Úlceras y supuraciones, normalmente.

—Tal vez tendríamos que hacer que se pudra su nariz, Hannah —propuso el chico, guiñando el ojo a Emmeline.

—No —gimió ella.

—No seas tan infantil, Emmeline. No lo haremos de verdad —repuso Hannah—. Fabricaremos una máscara. Algo horrendo. Trataré de encontrar en la biblioteca algún libro de medicina que tenga ilustraciones.

—No entiendo por qué tengo que ser yo la leprosa —se quejó Emmeline.

—Considéralo la voluntad de Dios —le aconsejó Hannah—. Él lo escribió.

—Pero ¿por qué tengo que hacer el papel de Miriam? ¿No puedo interpretar otro?

—No hay otros papeles —indicó Hannah—. David será Aarón porque es el más alto, y yo seré Dios.

—¿No puedo ser Dios?

—A decir verdad, no. Tú querías el papel principal.

—Lo quería, y lo quiero —confirmó Emmeline.

—En ese caso… Dios ni siquiera estará sobre el escenario —explicó Hannah—. Yo recitaré mi parte detrás de la cortina.

—Podría interpretar a Moisés —propuso Emmeline—. Raverley puede ser Miriam.

—No harás el papel de Moisés —refutó Hannah—. Necesitamos a una verdadera Miriam. Ella es mucho más importante que Moisés, que sólo dice una frase. Ésa es la razón para incluir a Raverley. Yo puedo decir su frase desde detrás de la cortina, puedo incluso eliminar el personaje de Moisés.

—Tal vez podamos representar otra escena —sugirió esperanzada Emmeline—. Una con María y el niño Jesús.

Hannah resopló fastidiada.

Los jóvenes ensayaban una obra. Alfred, el lacayo, me había contado que el fin de semana habría un recital familiar en la ribera. Era una tradición: algunos miembros de la familia cantaban, otros recitaban poesía y los niños siempre representaban una escena del libro predilecto de su abuela.

—Hemos elegido esta escena porque es importante —afirmó Hannah.

—Tú la has elegido porque dices que es importante —replicó Emmeline.

—Exactamente —corroboró Hannah—. Se trata de un padre que tiene dos tipos de reglas: unas para sus hijos y otras para sus hijas.

—Me parece absolutamente razonable —opinó irónicamente David.

Hannah lo ignoró.

—Miriam y Aarón son culpables de lo mismo: opinar sobre la boda de su hermana.

—¿Qué dicen?

—No es importante, sólo están…

—¿Dicen cosas mezquinas?

—No, y ésa no es la cuestión. Lo importante es que Dios decide que Miriam debe ser castigada con la lepra mientras que Aarón no recibe más que un sermón. ¿Eso te parece justo, Emme?

—¿Moisés se casó con una mujer africana? —preguntó Emmeline.

Hannah meneó la cabeza, exasperada. Observé que lo hacía a menudo. En la impetuosa energía que animaba los movimientos de sus largas extremidades se reflejaba su frustración. Emmeline, por el contrario, tenía la calculada actitud de una muñeca dotada de vida. Los rasgos de ambas hermanas, similares si se los consideraba individualmente —dos narices ligeramente aguileñas, dos pares de ojos intensamente azules, dos hermosas bocas— se volvían singulares en el rostro de cada una de ellas. Mientras Hannah daba la impresión de una bella reina, apasionada, misteriosa, cautivadora, Emmeline era una belleza más accesible. Aunque todavía era casi una niña, había algo en sus labios, entreabiertos cuando estaba en silencio, en sus ojos enormes, que me recordaba una sofisticada fotografía que había visto una vez, cuando cayó del bolsillo del buhonero.

—Y bien. Lo hizo, ¿verdad?

—Sí, Emme —respondió David, riendo—. Moisés se casó con una mujer etíope. Hannah está frustrada sencillamente porque nosotros no compartimos su pasión por el sufragio femenino.

—¡Hannah! No hablará en serio, ¿no? Tú no estás a favor del sufragio femenino, ¿verdad?

—Pues claro que estoy a favor —afirmó Hannah—. Y también tú.

Emmeline bajó la voz.

—¿Papá lo sabe? Si lo supiera se pondría furioso.

—Bah —refutó Hannah—. Papá es un gatito.

—Yo lo veo más como un león —opinó Emmeline, con los labios temblorosos—. Por favor, Hannah, no hagas que se enfade.

—En tu lugar no me preocuparía, Emme —aseguró David—. En este momento, estar a favor del sufragio femenino está de moda entre las mujeres de la alta sociedad.

Emmeline lo miro incrédula.

—Fanny jamás ha comentado nada.

—Toda la gente importante lucirá su traje de etiqueta cuando haga su debut la próxima temporada —concluyó David.

Emmeline lo miró con los ojos muy abiertos.

Yo escuchaba desde mi lugar, junto a la biblioteca, preguntándome de qué hablaban. Nunca había oído la palabra «sufragio» pero tenía una vaga idea. Debía de ser una clase de enfermedad, como la que había aquejado a la señora Nammersmith, en el pueblo, cuando se quitó el corsé en la procesión de Pascua y su esposo tuvo que llevarla a Londres para que la atendieran en un hospital.

—Eres un maldito provocador —le reprendió Hannah—. Que papá sea tan injusto como para impedir que Emmeline y yo vayamos al colegio no significa que debas hacernos parecer estúpidas a cada momento.

—No lo hago —contestó David, sentado en la caja de los juguetes, mientras apartaba un rizo de sus ojos.

Yo inspiré profundamente, él era tan guapo y rubio como sus hermanas.

—De todos modos, no os estáis perdiendo mucho. La escuela no es tan importante como creéis.

—Oh —exclamó Hannah, levantando la ceja en señal de desconfianza—. Pues a menudo pareces complacerte en demostrar cuánto me estoy perdiendo. —Sus ojos se abrieron exageradamente; parecían dos lunas azules y gélidas. La emoción impregnaba su voz—. ¿Acaso has hecho algo terrible por lo que vayas a ser expulsado?

—Por supuesto que no —respondió rápidamente David—. Sólo pienso que estudiar no es la única manera de aprender. Mi amigo Hunter sostiene que la vida misma es la mejor educación.

—¿Hunter?

—Ingresó este año en Eton. Su padre es una especie de científico. Por lo visto ha descubierto algo lo suficientemente importante para que el rey le otorgue el título de marqués. Está un poco loco. También Robert, si creyera lo que dicen los otros chicos, pero a mí me parece que es genial.

—Bueno —repuso Hannah—, tu loco amigo Robert Hunter es afortunado. Puede darse el lujo de desdeñar su educación. Pero ¿cómo se supone que me convertiré en una respetable autora teatral si papá insiste en mantenerme en la ignorancia? —Hannah suspiró, frustrada—. Desearía ser un chico.

—Si tuviera que ir al colegio, lo detestaría —declaró Emmeline—. También detestaría ser hombre. No tendría vestidos, los sombreros serían de lo más aburridos, tendría que hablar todo el tiempo de política y deportes…

—Me encantaría hablar de política —afirmó Hannah, con tanta vehemencia que algunos cabellos se soltaron de sus rizos cuidadosamente peinados—. Empezaría por hacer que Herbert Asquith concediera a las mujeres el derecho de votar. Incluso a las jóvenes.

David sonrió.

—Podrías ser la primera autora teatral que se convirtiera en primer ministro de Gran Bretaña.

—Creía que ibas a ser arqueóloga —recordó Emmeline—, como Gertrude Bell.

—Política, arqueóloga, puedo ser ambas cosas. Estamos en el siglo XX. —Hannah frunció el ceño—. Si tan sólo papá me permitiera recibir una educación adecuada…

—Ya sabes lo que piensa sobre la educación de las niñas —apuntó David.

Emmeline expresó su acuerdo con una frase hecha:

—El sufragio femenino conduce a la perdición. De todos modos, papá dice que la señorita Prince nos da toda la educación que necesitamos.

—Lo dice porque espera que nos convierta en aburridas esposas de hombres aburridos, que hablan correctamente francés, tocan aceptablemente el piano y tienen la cortesía de perder en el extravagante juego del bridge. De ese modo causaremos menos problemas.

—Papá afirma que a nadie le gusta una mujer que piensa demasiado —señaló Emmeline.

David puso los ojos en blanco.

—Como esa mujer canadiense que lo apartó de las minas de oro con sus discursos políticos. Nos perjudicó a todos.

No quiero agradarle a todo el mundo —aclaró Hannah aguzando tercamente el mentón—. Tendría una pobre opinión de mí si eso ocurriera.

—Alégrate entonces —declaró David—. Puedo decirte a ciencia cierta que a un buen número de nuestros amigos no les agradas.

Hannah frunció el ceño, pero su gesto se suavizó al asomar una leve sonrisa.

—Hoy no asistiré a sus apestosas lecciones. Estoy harta de recitar «La dama de Shallot» mientras ella estruja su pañuelo y lloriquea.

—Ella llora por su propio amor frustrado —precisó Emmeline suspirando.

Hannah entornó los ojos con fastidio.

—Es la verdad —insistió Emmeline—. Lo escuché cuando la abuela se lo contaba a lady Clem. Antes de trabajar en nuestra casa, la señorita Prince estaba comprometida e iba a casarse.

—Supongo que él recapacitó —ironizó Hannah.

—Se casó con su hermana.

La frase de Emmeline acalló a Hannah, pero sólo un instante.

—Ella debió haberlo demandado por no cumplir con su compromiso.

—Lady Clem dice que debía haber exigido una reparación aún mayor, pero la abuela cree que la señorita Prince no quiso causarle problemas.

—Entonces es una estúpida —declaró Hannah—. Está mejor lejos de él.

—Qué romántico —comentó maliciosamente David—. La pobre dama está desesperadamente enamorada de un hombre que no puede tener y a ti te molesta leerle de vez en cuando un triste poema. Crueldad, ése es tu nombre, Hannah.

—No soy cruel sino práctica —puntualizó Hannah con firmeza—. El romanticismo hace que las personas se comporten tontamente y pierdan la dignidad.

David sonreía divertido, como un hermano mayor convencido de que con el tiempo Hannah cambiaría su manera de pensar.

—Es la verdad —afirmó obstinadamente Hannah—. La señorita Prince debería dejar de sufrir y comenzar a ocupar su mente, y la nuestra, en cosas de interés, como la construcción de las pirámides, la ciudad perdida de la Atlántida, las hazañas de los vikingos…

Emmeline bostezó y David alzó sus manos indicando que se daba por vencido.

—Estamos perdiendo el tiempo —señaló Hannah, mientras recogía sus papeles—. Volvamos al momento en que Miriam enferma de lepra.

—Lo hemos ensayado cientos de veces —indicó Emmeline—. ¿No podemos hacer otra cosa?

—¿Como qué?

Emmeline se encogió de hombros, dudando.

—No lo sé. —Su mirada se desvió hacia David—. ¿Podemos jugar El Juego?

No. Aquél no era momento para El Juego. Era sólo el juego. Un juego. Hasta donde yo podía comprender esa mañana, Emmeline podía referirse al juego de partir castañas, a las canicas o a las tabas. Pasaría algún tiempo hasta que El Juego se inscribiera con letras mayúsculas en mi mente y pudiera asociarlo con secretos, fantasías y aventuras inimaginables. Esa mañana húmeda y gris, mientras las gotas golpeaban los cristales de la habitación de los niños, ni siquiera podía sospecharlo.

Oculta detrás del sillón recogía los pétalos secos que se habían desparramado mientras pensaba cómo sería tener hermanos. Siempre había deseado tener uno. Se lo había dicho una vez a mi madre; le había preguntado si podía tener una hermana. Alguien con quien conversar y tener una relación de complicidad, con quien compartir secretos y soñar. Tan grande era el valor que le asignaba a la relación fraternal que incluso deseaba tener alguien con quien pelear. Mi madre se había reído, pero sin ganas, y había dicho que no cometería dos veces el mismo error.

Me preguntaba qué se sentiría al pertenecer a un grupo, al encarar el mundo como miembro de una tribu donde los demás eran, de hecho, aliados. Pensaba en eso mientras limpiaba distraídamente el sillón, cuando algo se movió debajo de mi trapo. Una manta se agitó y una voz femenina gruñó:

—¿Qué pasa? ¡Hannah! ¡David!

Esa mujer era la vejez personificada. Estaba hundida entre los almohadones, oculta a la vista. Debía de ser Nanny. Había oído hablar sobre ella en voz baja y reverente en distintos lugares de la casa. Ella había criado al propio lord Ashbury cuando era un niño y era una institución familiar tan venerable como la casa misma.

Me quedé paralizada, con el trapo en la mano, ante la mirada de tres pares de claros ojos azules.

—¿Hannah? ¿Qué ocurre? —repitió la anciana.

—Nada, Nanny —contestó Hannah—. Sólo estamos ensayando para el recital. Lo haremos en voz más baja desde ahora.

—Tened cuidado de no alterar demasiado a Raverley, encerradlo dentro.

—Sí, Nanny —declaró Hannah, cuya voz denotaba tanta sensibilidad como temperamento—. Nos aseguraremos de que esté bien y tranquilo. —Volvió a envolver a la diminuta anciana con la manta—. Eso es, Nanny querida, descanse.

—Bueno —susurró Nanny, adormilada—, dormiré un rato.

Sus ojos se cerraron y en unos instantes su respiración se tornó profunda y regular.

Yo contenía el aliento, esperando que uno de los niños hablara. Los tres continuaban mirándome con ojos muy abiertos. Los segundos pasaban lentamente, y mientras tanto me vi a mí misma haciendo frente a Myra o, peor aún, al señor Hamilton, que me pedían explicaciones: ¿cómo había interrumpido el sueño de Nanny? Y acto seguido de vuelta en casa, despedida y sin referencias, frente al rostro disgustado de mi madre.

Pero ellos no me reprendieron, no me miraron con el ceño fruncido, no me criticaron. Hicieron algo mucho más imprevisible: se dejaron llevar por su impulso y rieron estridentemente, abiertamente. Se desternillaban de risa dejando ver su complicidad.

Yo permanecí de pie, observándolos, en actitud de alerta. Su reacción me inquietaba más que el silencio que la había precedido. No pude evitar que mis labios temblaran.

Por fin la mayor de las niñas logró hablar.

—Soy Hannah —se presentó, secándose los ojos—. ¿Nos conocemos?

Respiré profundamente e hice una reverencia.

—No, señora. Soy Grace.

Emmeline rio socarronamente.

—Ella no es «señora». Es, simplemente, señorita.

—Soy Grace, señorita —corregí, evitando mirarla, e hice una nueva reverencia.

—Me suena tu cara —insistió Hannah—. ¿Estás segura de no haber estado aquí en Pascua?

—Sí, señorita. Empecé a trabajar aquí hace un mes.

—No pareces tener edad suficiente para ser criada —afirmó Emmeline.

—Tengo catorce años, señorita.

—Qué coincidencia, también yo —señaló Hannah—. Emmeline tiene diez y David es prácticamente un anciano de dieciséis.

—¿Y siempre sacudes el polvo de la cabeza de las personas mientras duermen, Grace? —preguntó entonces David.

Emmeline comenzó a reír nuevamente.

—Oh, no, señor. Sólo esta vez.

—Qué lástima —declaró David—. Así nos evitaríamos tener que bañarnos.

Yo me sentí cohibida. Mis mejillas ardían. Nunca antes había estado frente a un verdadero caballero. No uno de mi edad, del tipo que podía hacer que mi corazón se desbocara cuando hablaba de darse un baño. Es extraño. Ahora soy una anciana, y sin embargo, cuando pienso en David, el eco de aquellas viejas sensaciones vuelve a surgir dentro de mí. Entonces siento que todavía no estoy muerta.

—No le hagas caso —me aconsejó Hannah—. Se cree muy gracioso.

—Sí, señorita.

Hannah me observó burlonamente, como si quisiera decirme algo más, pero antes de que pudiera hacerlo se oyó el ruido de pasos rápidos y suaves que subían las escaleras y avanzaban por el pasillo. Tap, tap, tap, tap

Emmeline corrió hacia la puerta y miró a través del ojo de la cerradura.

—Es la señorita Prince —anunció, mirando a Hannah—. Viene hacia aquí.

—Rápido —susurró decididamente Hannah—. O nos torturará con Tennyson.

Oí pasos veloces y faldas que crujían. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría los tres habían desaparecido. La puerta se abrió de pronto y entró una ráfaga de aire frío y húmedo. Una figura remilgada entró en la habitación.

La señorita Prince observó detenidamente la sala; por fin su mirada se posó sobre mí.

—Tú —demandó—, ¿has visto a los niños? Llegan tarde a su clase. Los he estado esperando en la biblioteca durante diez minutos.

Yo no era una mentirosa, y no puedo explicar qué me llevó a hacerlo. Pero en ese momento, mientras la señorita Prince me miraba a través de sus gafas, no lo pensé dos veces.

—No, señorita Prince —contesté—. No los he visto desde hace rato.

—¿Estás segura?

—Sí, señorita.

Ella seguía mirándome fijamente.

—Estoy segura de haber oído voces en esta habitación.

—Sólo la mía, señorita. Estaba cantando.

—¿Cantando?

—Sí, señorita.

El silencio parecía prolongarse eternamente. Sólo se quebró cuando la señorita Prince golpeó tres veces la palma de su mano con el puntero y comenzó a recorrer lentamente el perímetro de la habitación. Tap… tap… tap… tap

Cuando llegó a la casa de muñecas advertí que el lazo de la falda de Emmeline quedaba a la vista. Tragué saliva.

—Yo…, ahora que lo pienso creo haberlos visto cuando miré por la ventana. Estaban en el cobertizo de los botes. Junto al lago.

—Junto al lago —repitió la señorita Prince. Se dirigió hacia las ventanas de estilo francés y trató de distinguirlos entre la niebla. La luz caía sobre su pálido rostro—. «Donde los sauces palidecen, tiemblan los álamos, las leves brisas se estremecen y ensombrecen».

En aquel momento yo no conocía los poemas de Tennyson. Sin embargo, pensé que había hecho una bonita descripción del lago.

—Sí, señorita —repuse.

Un instante después ella se volvió hacia mí.

—Le pediré al jardinero que vaya a buscarlos. ¿Cuál es su nombre?

—Dudley, señorita.

—Le pediré a Dudley que los traiga. No debemos olvidar que la puntualidad es una virtud inestimable.

—No, señorita —convine, haciendo una reverencia.

La señorita Prince atravesó indiferente la habitación y cerró la puerta detrás de ella.

Los niños aparecieron como por arte de magia; se habían ocultado en la casa de muñecas, detrás de las cortinas polvorientas.

Hannah me sonrió, pero yo no podía comprender qué me había pasado. Por qué lo había hecho. Estaba confundida, avergonzada, excitada. Hice una reverencia y salí apresuradamente. Mientras huía por el pasillo sentía que mis mejillas ardían. Ansiaba encontrarme otra vez a salvo, en la sala de los sirvientes, lejos de esos raros y extravagantes niños adultos y de los extraños sentimientos que despertaban en mí.