Capítulo 1

Los fantasmas se agitan

El pasado noviembre tuve una pesadilla.

Estaba en el año 1924 y me encontraba nuevamente en Riverton. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, la brisa del verano hacía flamear las cortinas de seda. En lo alto de la colina, bajo un antiguo arce, había una orquesta de la que llegaba la cadenciosa música de los violines. Las risas y el entrechocar de los vasos resonaban en el aire y el azul del cielo era de aquéllos de los que pensábamos que la guerra había destruido para siempre. Un lacayo, con su elegante uniforme blanco y negro, vertía champán desde lo alto de una torre de copas de cristal y todos aplaudían, disfrutando del espléndido derroche.

Me vi a mí misma, como sucede en los sueños, moviéndome lentamente —mucho más lentamente que en la realidad— entre los invitados que formaban una masa borrosa de seda y lentejuelas. Buscaba a alguien.

De repente el panorama cambió y me encontré junto al pabellón de verano, pero no era Riverton, no podía serlo. No era el edificio nuevo y resplandeciente que Teddy había diseñado, sino una antigua estructura con paredes por las que trepaba la hiedra, invadiendo ventanas y rodeando las columnas.

Alguien me estaba llamando. Una voz familiar de mujer llegaba desde la orilla del lago situado tras el edificio. Bajé la cuesta apartando con las manos las ramas más altas. Una silueta estaba en cuclillas en la orilla.

Era Hannah, con su vestido de novia. Su rostro pálido surgió de las sombras. El barro le salpicaba la frente ensuciando las rosas que la adornaban. Me miró. Su voz me heló la sangre.

—Llegas muy tarde —advirtió, y señaló mis manos—. Llegas demasiado tarde.

Miré mis jóvenes manos, impregnadas del oscuro barro del lago, y en ellas, el frío cadáver de un perro de caza.

Por supuesto, sé lo que motivó ese sueño: la carta de una cineasta. Últimamente no recibo muchas cartas; ocasionalmente, una postal de un amigo con un exagerado sentido del deber para contarme que está de vacaciones; una comunicación formal del banco donde tengo mis ahorros; una invitación al bautizo de un niño cuyos padres, descubro con sorpresa, ya han dejado de ser niños.

La carta de Ursula había llegado un martes por la mañana, a finales de noviembre, y cuando Sylvia vino a hacer mi cama la trajo consigo. Levantó sus cejas exageradamente delineadas y agitó el sobre.

—Tiene correo. Por el sello, parece venir de Estados Unidos. ¿Tal vez su nieto? —La ceja izquierda se arqueó enfatizando la interrogación y la voz se transformó en un ronco susurro—. Algo terrible. Sencillamente terrible. Y él… un joven tan bueno.

Cuando Sylvia terminó de lamentarse, le di las gracias por la carta. Me cae simpática. Es una de las pocas personas capaces de descubrir, más allá de las arrugas de mi cara, la persona de veinte años que habita en mí. No obstante, me niego a entablar con ella una conversación sobre Marcus.

Le pedí que abriera las cortinas. Ella frunció los labios un instante, antes de emprenderla con otro de sus temas favoritos: el clima, la probabilidad de que nevara en Navidad, los estragos que eso causaría a los internos artríticos. Hice los comentarios de rigor, pero mi mente estaba ocupada en el sobre que tenía en el regazo, preguntándose acerca de la escritura despareja, los sellos de otro país, los bordes desgastados que hablaban de una larga travesía.

—Bueno, ¿quiere que le lea la carta para que sus ojos no se cansen? —sugirió Sylvia, dando a las almohadas el voluntarioso toque final que las dejaría mullidas.

—No, gracias. ¿Podría en cambio alcanzarme las gafas?

Cuando por fin se fue, tras prometer que regresaría para ayudarme a vestirme una vez finalizada su ronda, extraje la carta del sobre. Las manos me temblaban mientras me preguntaba si, por fin, él regresaría.

Pero la carta no era de Marcus sino de una joven que estaba haciendo una película sobre el pasado. Me pedía que supervisara los escenarios y juzgara su autenticidad, que recordara objetos y lugares de tiempos lejanos. Como si no hubiera pasado toda la vida tratando de olvidar.

Ignoré la carta. La plegué cuidadosa y serenamente, guardándola dentro de un libro que hacía tiempo había desistido de leer. Y después suspiré. No era la primera vez que recordaba lo que había sucedido con Robbie y las hermanas Hartford en Riverton. Una vez vi la última parte de un documental en la televisión. Algo que estaba mirando Ruth, acerca de corresponsales de guerra. Cuando la cara de Robbie llenó la pantalla y su nombre apareció escrito debajo en una tipografía sencilla, se me erizó la piel. Pero eso fue todo. Ruth no se inmutó, el narrador continuó, y yo seguí secando los platos de la cena.

En otra ocasión, mientras leía en el periódico la guía de programas de televisión, mis ojos toparon con un nombre familiar. Uno de los programas conmemoraba los setenta años de la cinematografía británica. Me fijé en la hora en que se emitiría. Mi corazón estaba alborotado, dudaba si me atrevería a verlo. Al final fue una verdadera decepción. Casi no mencionaban a Emmeline. Sólo mostraron algunas fotos publicitarias —ninguna de ellas reflejaba su verdadera belleza— y un fragmento de una de sus películas mudas, La dama espera, donde aparecía muy rara: con mejillas hundidas y movimientos torpes, como los de una marioneta. No se hacía referencia a otros filmes, a los que habían causado el escándalo. Supongo que no los consideraban dignos de mención en estos días promiscuos e indulgentes.

Pero, si bien ya me había encontrado con esos recuerdos con anterioridad, la carta de Ursula me resultó perturbadora. Era la primera vez, en casi setenta años, que alguien me asociaba con esos hechos cayendo en la cuenta de que una joven llamada Grace Reeves estuvo ese verano en Riverton. En cierto modo aquello me hizo sentir vulnerable, identificable. Culpable.

No. Mi decisión era categórica. No respondería a la carta. Y así fue.

No obstante, me sucedió algo curioso. Los recuerdos que durante largo tiempo había arrinconado en los oscuros confines de mi mente encontraron grietas por donde filtrarse. Las imágenes surgieron con una claridad que me dejó pasmada, con total nitidez, como si el tiempo no hubiera pasado. Tras las primeras y tímidas gotas siguió el diluvio: conversaciones enteras, palabra por palabra, con sus más mínimos matices. Las escenas se desarrollaban como en una película.

Yo misma me sorprendí. Las polillas han abierto agujeros en mis recuerdos recientes; sin embargo, el pasado lejano está claro y nítido. Últimamente los fantasmas de aquella época me visitan a menudo y me asombra descubrir que no me preocupan demasiado. Al menos, no tanto como suponía. En efecto, los espectros de los que he tratado de escapar toda mi vida se han convertido casi en un consuelo, algo que agradezco. Espero ansiosa su aparición, como si fueran protagonistas de una de esas series de las que siempre habla Sylvia, y que le hacen completar sus rondas a toda prisa para poder verlas en la sala principal. Había olvidado —o eso creía— que en medio de la oscuridad quedaban recuerdos brillantes.

La semana pasada, cuando llegó la segunda carta, el mismo fino papel escrito con la misma letra garabateada, supe que diría «sí», que aceptaría inspeccionar los escenarios. Sentía curiosidad, algo que no había experimentado desde hacía tiempo. No hay muchas cosas que despierten curiosidad a los noventa y ocho años, pero quería conocer a esa Ursula Ryan que planeaba revivirlos a todos, que tanto se apasionaba con esa historia.

De modo que le escribí una carta, le pedí a Sylvia que la enviara y acordamos una cita.