Observemos la noche. Es casi perfecta, con la estrella Polar visible en su lugar exacto, cinco veces a la derecha de la línea formada por Merak y Dubhé. La Polar va a seguir en el mismo sitio durante los próximos veinte mil años; y cualquier navegante que la contemple sentirá consuelo al verla allá arriba, porque es bueno que algo siga inmutable en alguna parte mientras la gente precise trazar rumbos sobre una carta náutica o sobre el difuso paisaje de una vida. Si seguimos prestando atención a las estrellas, hallaremos Orión sin dificultad, y después Perseo y las Pléyades. Eso resulta fácil porque la noche es muy limpia y no hay nubes; ni siquiera un soplo de brisa. El viento del sudoeste cesó al ponerse el sol, y la dársena es un espejo negro que refleja las luces de las grúas del puerto, los castillos iluminados sobre las montañas, y los destellos —verde a la izquierda y rojo a la derecha— de los faros de San Pedro y Navidad.

Acerquémonos ahora al hombre. Está inmóvil, apoyado en el coronamiento de la muralla. Mira el cielo, que se anuncia más oscuro hacia el este, y piensa que mañana soplará de nuevo el levante, trayendo marejada allá afuera. También parece sonreír de un modo extraño; si alguien pudiera ver su rostro iluminado desde abajo por el resplandor del puerto, concluiría que existen sonrisas mejores que ésa: más esperanzadas y menos amargas. Pero nosotros conocemos la causa. Sabemos que durante las últimas semanas, mar adentro y a pocas millas de aquí, el viento y la marejada han sido decisivos en la vida de ese hombre. Aunque ya no tengan ninguna importancia.

No lo perdamos de vista, pues vamos a contar su historia. Al mirar con él hacia el puerto, advertiremos las luces de un barco que se aleja despacio del muelle. El rumor de sus máquinas nos llega amortiguado por la distancia y por los sonidos de la ciudad, con la trepidación de las hélices que baten el agua negra mientras los tripulantes meten a bordo los últimos metros de amarras. Y cuando observa ese barco desde la muralla, el hombre siente dos clases distintas de dolor: uno es en la boca del estómago, hecho de la misma tristeza que viene a sus labios con la mueca que parece —pronto comprenderemos que sólo parece— una sonrisa. Pero hay otro dolor más preciso y agudo que va y viene sobre el costado derecho; allí donde una humedad fría le pega la camisa al cuerpo, y la sangre gotea hasta la cadera y empapa por dentro el pantalón, a cada latido del corazón y a cada estremecimiento de las venas.

Por suerte, piensa el hombre, esta noche mi corazón late muy despacio.