¿Cómo siempre lo has engañado y le ganaste con trucos a este inocente?
Apolonio de Rodas. Argonáuticas
La ciudad se veía al fondo, agrupada bajo el castillo en una calima de tonos blancos, pardos y azules acentuada por la luz poniente. El sol empezaba a recostarse al oeste, sobre la silueta maciza del monte Roldán, cuando el Carpanta, amurado a babor con el génova desplegado y la mayor con un rizo, enfiló la abertura entre los dos faros, pasando bajo las troneras de los antiguos fuertes que guardaban la bocana. Coy mantuvo el rumbo hasta que tuvo por la aleta el faro de Navidad y las cañas de los pescadores sentados entre los bloques del rompeolas. Entonces metió la rueda del timón a barlovento, y las velas flamearon mientras el barco orzaba deteniéndose en el agua tranquila, al redoso del dique. Tánger movía la manivela de un winche, recogiendo el génova, cuando él liberó la mordaza de la driza de la mayor, y ésta cayó deslizándose a lo largo del palo. Después, mientras el Piloto la aferraba a la botavara, Coy encendió el motor y puso proa al Espalmador, hacia los cascos desguazados y las estructuras herrumbrosas de los barcos sin nombre.
Tánger terminó de adujar las escotas y se lo quedó mirando. Lo hizo largamente, como si le estudiase la cara, y él respondió con un amago de sonrisa. Ella también sonrió, y luego fue a acodarse sobre el tambucho, vuelta hacia la proa donde el Piloto había abierto el pozo del ancla. Coy miró el muelle comercial, donde el Felix von Luckner estaba amarrado junto a un gran barco de pasaje, y lamentó que aquella arribada fuese clandestina. Le habría gustado lucir en el palo, igual que los comandantes de submarinos alemanes arbolaban en la torreta banderines con las toneladas hundidas, una señal de victoria. Regresamos de Scapa Flow, misión cumplida. Comunico que los tesoros existen, y que llevamos uno a bordo.
Porque las esmeraldas estaban a bordo del Carpanta. El bloque de adherencias calcáreas que las contenía se hallaba envuelto en varias capas de espuma protectora, empaquetado dentro de una bolsa de viaje de apariencia inocente. Lo limpiaron con mucho cuidado antes de embalarlo, casi sin dar crédito a lo que tenían delante, maravillados de haber hecho realidad el sueño que Tánger —Clero / Jesuitas / Varios n° 356— había tenido ante un legajo de papeles viejos mucho tiempo atrás. Era como una nube en la que flotaran los tres, hasta el punto de que Coy no se atrevió a detallarle al Piloto el valor aproximado que aquel bloque pétreo y sucio rescatado del mar alcanzaría en el mercado clandestino de la joyería internacional. Tampoco el Piloto hizo preguntas; pero Coy lo conocía bien, y captaba una inquietud inusual tras la aparente indiferencia del marino: un brillo especial en los ojos, una forma distinta de mantener sus silencios; una curiosidad contenida por el pudor de la gente de mar, segura de su mundo pero llena de incertidumbre, timidez e interrogantes respecto a las trampas y tentaciones de la tierra firme. Y Coy temía asustarlo contándole que doscientas esmeraldas en bruto, incluso malvendidas por Tánger en la cuarta parte de su valor final, producirían un beneficio mínimo de algunos millones de dólares. Una cifra que, aunque poseyera imaginación suficiente, el Piloto no habría sido capaz de imaginar jamás. De cualquier modo, el plan era aguardar un tiempo mientras Tánger negociaba con los intermediarios, y después hacer un reparto de beneficios —70% para ella, 25% para Coy y 5% para el Piloto— que irían fluyendo de forma lo bastante discreta para evitar sospechas. Tánger se había ocupado de establecer los mecanismos adecuados durante la visita que realizó meses atrás a Amberes, donde su contacto local mantenía relaciones con bancos del Caribe, Zurich, Gibraltar y las islas inglesas del Canal. Nada impediría más tarde al Piloto comprar un nuevo Carpanta matriculado en Jersey, por ejemplo; o a Coy cobrar, mientras recobraba su licencia de marino, un sueldo apropiado de una hipotética compañía naviera situada en las Antillas. En cuanto a ella misma, había respondido Tánger a una pregunta de Coy sin levantar la vista del pincel que en ese momento utilizaba para limpiar las adherencias del bloque de esmeraldas, ése no era más que asunto suyo.
Habían hablado de todo durante la última noche, a la luz de la mesa de cartas, después de izar a bordo con mucho cuidado el cofre de los jesuitas del Dei Gloria. Lo lavaron en agua dulce, y luego, con paciencia, instrumentos adecuados y varios manuales técnicos a mano, Tánger fue eliminando con disolventes químicos la capa exterior de incrustaciones calcáreas, en un barreño de plástico, mientras Coy y el Piloto la observaban con respeto reverencial, sin atreverse a abrir la boca. Por fin había aparecido una superficie de aglomerado de cristales con aristas rectas e indicios de formaciones hexagonales, todavía sin tallar y conservando las irregularidades originales, que a la luz de la cámara arrojaba suaves reflejos de un verde azulado, tan limpio y transparente como el agua.
Eran esmeraldas perfectas, había murmurado Tánger, fascinada, sin dejar de trabajar; secándose con el dorso de la mano el sudor que le pegaba el cabello a la frente. Tenía un ojo entornado y una lupa de joyero ante el otro: una lupa pequeña y estrecha, de diez aumentos, y se inclinaba sobre el bloque para observar su interior a tres centímetros de distancia mientras lo iluminaba con una potente linterna Maglite desde diversos ángulos. Verde traslúcido, Be3Al2Si6O18 al pie de la letra, piedras ideales en color, brillo y limpieza. Había estudiado, leído, preguntado pacientemente durante meses para emitir ahora aquel dictamen en voz baja. Esmeraldas de veinte a treinta quilates en bruto sin jardines de impurezas, nítidas como gotas de aceite, que en manos de orfebres hábiles, una vez talladas en facetas de cuadriláteros u octógonos aprovechando las zonas de más bello color y refracción, se convertirían en joyas valiosas que las damas de la alta sociedad, las esposas o amantes de banqueros, millonarios, mafiosos rusos o jeques del petróleo, lucirían en pulseras, diademas y collares sin hacerse preguntas sobre su procedencia ni sobre el largo camino recorrido por aquellas singulares formaciones de sílice, alúmina, berilio, óxidos y agua, por las que los hombres habían matado y muerto siempre, y seguían haciéndolo. Tal vez, como mucho, entre ciertos escasos iniciados se correría la voz de que algunas de esas esmeraldas, las mejores, provenían de un naufragio documentado con dos siglos y medio de antigüedad; y entonces el precio de las mejores piezas, las más grandes y más bellamente talladas, se dispararía hasta límites de locura en los mercados clandestinos. En su mayor parte, aquellas piedras volverían a dormir un largo sueño en la oscuridad, esta vez dentro de cajas de seguridad de bancos de todo el mundo. Y alguien, en un discreto taller de una calle de Amberes, multiplicaría su fortuna.
Coy maniobró con brusquedad para evitar la lancha de prácticos que se acercaba por la banda de estribor, rumbo a uno de los petroleros que aguardaban frente a la refinería de Escombreras. Se había distraído un momento, y sintió desde la proa la mirada inquisitiva del Piloto. En realidad estaba pensando en Horacio Kiskoros. En su presencia, que intuía próxima. Y sobre todo pensaba en su jefe. Con las esmeraldas a bordo, estaba a punto de caer el telón sobre el último acto; y Coy se resistía a creer que Nino Palermo permitiese que las cosas acabaran así. Recordaba las advertencias del gibraltareño, su decisión de no quedar al margen del negocio. Y aquel fulano era de los que cumplían sus amenazas. Observó a Tánger, que acodada sobre el tambucho, inmóvil, miraba el lugar hacia el que se dirigían. No parecía preocupada, sino ausente; sumida en la grata realidad de su sueño verde. Pero Coy sentía una creciente inquietud; como cuando la mar está tranquila y el cielo limpio, pero una nube negra asoma en el horizonte y el viento sube de forma sospechosa su rumor en la jarcia. Estudió con aprensión el pequeño espigón gris del amarradero. Respecto a Palermo, la pregunta era cómo y cuándo.
El lebeche soplaba perpendicular al espigón, así que Coy se acercó en avante poca y algo a barlovento en dirección al extremo de éste, puso punto muerto a la distancia de tres esloras, y el ancla liberada por el Piloto cayó al agua con un chapuzón. Cuando la sintió agarrar al fondo, Coy aceleró un poco metiendo todo el timón a la banda de estribor, para que el Carpanta revirase sobre el ancla, popa al punto de amarre. Luego puso timón a la vía y marcha atrás, y mientras oía correr los eslabones del fondeo por la roldana de proa, retrocedió filando cadena hacia la punta del espigón. A media eslora de éste detuvo el motor, fue a popa, cogió el chicote de uno de los cabos atados a las cornamusas, y con él en una mano saltó a tierra para detener la suave inercia del Carpanta sobre el muelle. Después, mientras al otro extremo el Piloto cobraba un poco de cadena para dejar el barco en su sitio, hizo firme la amarra en uno de los bolardos —un pequeño y herrumbroso cañoncito antiguo hundido en el hormigón hasta los muñones— y luego llevó un segundo cabo al otro. El velero estaba ahora inmóvil, rodeado de los viejos cascos a medio desguazar y las superestructuras abandonadas. Tánger se había puesto en pie en la bañera, y cuando sus ojos encontraron los de Coy, éste los halló mortalmente serios.
—Se acabó —dijo él.
Ella no respondió. Miraba a lo lejos, hacia el otro extremo del espigón, y Coy se volvió en la misma dirección para echar un vistazo a su espalda. Y allí, sentado en los restos de un bote salvavidas hecho astillas, consultando el reloj como si alardeara de puntualidad en una cita minuciosamente programada, estaba Nino Palermo.
—Reconozco —dijo el cazador de naufragios— que han hecho un buen trabajo.
El sol acababa de ocultarse tras la ladera de San Julián, y en el cementerio de barcos se intensificaban las sombras. Palermo se había quitado la chaqueta, doblándola cuidadosamente sobre uno de los bancos rotos del bote salvavidas, y se remangaba con parsimonia los puños de la camisa, haciendo relucir el pesado reloj de su muñeca izquierda. Formaban un pequeño grupo de apariencia casi cordial, los cinco bajo el puente del viejo paquebote, conversando como buenos amigos. Y el número era cinco porque, aparte de Coy, Tánger, el Piloto y el propio Palermo, Horacio Kiskoros también estaba allí. En realidad su presencia resultaba decisiva, pues de no hallarse entre ellos era improbable que la conversación se deslizara, como en efecto ocurría, por cauces civilizados. Aunque quizá influyese el hecho de que, para la ocasión, Kiskoros sustituía su navaja por una bonita pistola cromada de cachas de nácar, cuyo aspecto habría sido inofensivo de no tener un agujero de cañón inquietantemente grande y orientado en dirección a los tripulantes del Carpanta. Sobre todo en la dirección de Coy, de cuyos arranques temperamentales Kiskoros y Palermo parecían conservar ingrato recuerdo.
—Nunca pensé que lo conseguirían —prosiguió Palermo—. De veras que… Vaya. Aficionados, ¿eh?… Pues ha sido algo bueno. Bien hecho, lo juro por Dios. Bien hecho.
Se mostraba sincero en su admiración. Movía la cabeza para subrayar las palabras, agitando la coleta gris, tintineante el oro que llevaba colgado al cuello; y a veces se volvía hacia Kiskoros, poniéndolo por testigo. Pequeño, engominado, pulquérrimo con su chaqueta ligera a cuadros y la pajarita, el argentino asentía a su jefe sin perder de vista a Coy por el rabillo del ojo.
—Encontrar ese barco —continuó el cazador de tesoros— tiene mucho mérito. Con los medios de que disponen, resulta… Vaya. La subestimé, señora. Y también aquí, al marinero —sonreía como un escualo rondando carnaza—. Yo mismo… Por Dios. Yo no lo habría hecho mejor.
Coy miró al Piloto. Los ojos plomizos permanecían atentos, con el fatalismo de quien sólo aguardaba señales adecuadas para actuar en uno u otro sentido: lanzarse contra aquellos tipos arriesgándose a recibir un balazo, o quedarse allí viéndolas venir, a la espera de que alguien decidiera algo. Tú das los naipes, decía aquella mirada. Pero Coy creía haber arrastrado ya a su amigo demasiado lejos; de modo que entornó despacio los párpados. Tranquilo. Vio que el Piloto los entornaba a su vez, y cuando se volvió a Kiskoros comprobó que éste los observaba alternativamente, y que el cañón de la pistola describía arcos paralelos a su gesto. El héroe de Malvinas, decidió Coy, no se chupaba el dedo.
—Me temo —concluyó Palermo— que Deadman’s Chest toma el mando de las operaciones.
Tánger lo estudiaba fija, impasible. Fría como un granizado de limón, comprobó Coy. El hierro de sus pupilas era más oscuro y duro que nunca. Se preguntó dónde tendría escondido el revólver. Lamentablemente, no encima. No en aquellos tejanos y aquella camiseta. Lástima.
—¿Qué operaciones? —preguntó ella.
Coy la observó, admirado. Palermo levantaba un poco las manos, abarcando la escena, el barco. Casi parecía abarcar el mar.
—Las del rescate. Llevo dos días observándolos con prismáticos desde la costa… ¿Comprenden?… Y ahora somos socios.
—¿Socios en qué?
—Vaya. En qué va a ser… Ese barco. Han hecho su parte… La han hecho de maravilla. Ahora… Por Dios. Esto es asunto de profesionales.
—No lo necesitamos para nada. Ya se lo dije.
—Me lo dijo, es verdad. Pero se equivoca. Sí que me necesitan. O estoy… Por Dios. O estoy dentro o le reviento el negocio a usted y a estos dos lobitos de mar.
—Ésa no es forma de asociarse.
—Comprendo su punto de vista. Y crea que lamento toda esta parafernalia pistolera. Pero su gorila… —indicó a Coy con el pulgar—. Bueno. Me juré que no me sorprendería por tercera vez. Tampoco Horacio tiene buenos recuerdos del caballero —se tocó maquinalmente la nariz, vueltos a Coy los ojos bicolores con una mezcla de rencor y de curiosidad—. Demasiado agresivo, ¿verdad?… Demasiado agresivo.
Kiskoros torcía el bigote en una mueca que goteaba vitriolo. Su rostro cetrino aún conservaba huellas del encuentro en la playa de Águilas, y tal vez por eso parecía menos ecuánime que su jefe. La pistola se movió significativamente en su mano, y Palermo sonrió al ver el gesto.
—Ya ves —otra vez la sonrisa de escualo—. Está deseando meterte un tiro en la barriga.
—Prefiero —sugirió Coy— que se lo meta a su puta madre.
—No seas grosero —el gibraltareño parecía de veras escandalizado—. Que Horacio te apunte con una pistola no te da derecho a insultarlo.
—Me refería a su puta madre. A la de usted.
—Vaya. Confieso que me dan ganas de pegarte el tiro yo mismo. Lo que pasa es que… Vaya. Eso hace ruido, ¿comprendes? —se diría que Palermo estaba sinceramente interesado en que Coy comprendiera—… El ruido es malo para mis negocios. Además, podría indisponer a la señora. Y estoy cansado de tantos dimes y diretes. Sólo quiero llegar a un arreglo. Que cada cual reciba su… ¿Estamos? Que todo acabe en paz —había cogido su chaqueta y con un gesto los invitaba a seguirlo—. Vamos a ponernos cómodos.
Caminó hacia el casco del bulkcarrier a medio desguazar, sin volverse a comprobar si lo seguían o no. Por su parte, Kiskoros se limitó a mover el cañón de la pistola, indicándoles la dirección adecuada. Así que Tánger, Coy y el Piloto echaron a andar en pos de Palermo. No llevaban las manos levantadas, ni la actitud del argentino era especialmente amenazadora; se diría un paseo amistoso. Pero cuando estaban al pie de la escala tendida desde el alcázar del barco, y Coy se detuvo un momento, titubeando, para mirar al Piloto, Kiskoros tardó sólo medio segundo en apoyarle la pistola en la sien.
—Procurá no morir joven —susurró muy bajito, con inflexiones de tango.
Cruzaron corredores húmedos y arruinados, con los cables colgando del techo y los mamparos a medio desmontar, y después bajaron entre el óxido de las varengas y los palmejares desnudos, por la escala de una bodega.
—Ahora vamos a tener una larga conversación —iba diciendo Palermo—. Pasaremos la noche de charla, y mañana podemos… Sí. Volver allí todos juntos. Tengo un barco con el equipo listo en Alicante. Deadman’s Chest a su servicio. Discreción absoluta. Eficacia garantizada —le dedicó a Coy una mueca burlona—. Por cierto: mi chófer espera allí, con el equipo. Te manda saludos.
—Volver ¿adónde? —preguntó Coy.
Palermo rió el chiste, canino.
—No hagas preguntas tontas.
Coy se quedó con la boca abierta, procesando aquello. Miraba a Tánger, que permanecía impasible.
—¿Hay otra opción? —preguntó ella como si Palermo fuese un vendedor de enciclopedias a plazos. Su voz sonaba a -5° centígrados.
—Sí —repuso el otro mientras encendía una linterna—. Pero es más desagradable para ustedes… Cuidado con la cabeza. Eso es. Ponga los pies ahí, por favor. Así —su voz resonaba cada vez más abajo, en las oquedades del recinto metálico—. La opción es que Kiskoros puede encerrarlos aquí por tiempo indefinido…
Hizo una pausa mientras iluminaba los pies de Tánger para ayudarla a llegar al fondo de la bodega. Olía a herrumbre, y a suciedad mezclada con los remotos aromas de las mercancías que una vez había contenido aquel recinto: madera, grano, fruta podrida, sal.
—También —añadió— puede meterles una bala en la cabeza.
Una vez todos abajo, con Kiskoros y su pistola pendientes de los tres invitados, el cazador de tesoros utilizó su Dupont de oro para encender la mecha de un farol de petróleo que iluminó el recinto con un resplandor mezquino y rojizo. Entonces apagó la linterna, colgó la chaqueta de un gancho y guardó en el bolsillo el encendedor, antes de sonreír otra vez a la concurrencia.
—Apártense de la escalerilla. Todos al fondo, eso es… Instálense.
En ese momento Coy lo comprendió todo. No lo sabe, se dijo. Este tonto del culo y su enano todavía no saben que las esmeraldas ya están a bordo del Carpanta, y que esta payasada es innecesaria porque les basta ir y cogerlas. Miró de nuevo a Tánger, admirado de su sangre fría. Como mucho, se la veía molesta; igual que ante la ventanilla de un funcionario incompetente, en espera de resolver un trámite. Esto se acaba, pensó con amargura. No sé de qué maldita manera, pero se acaba. Y sigue admirándome la pasta de que está hecha esa tía.
—Ahora vamos a hablar un rato —dijo Palermo.
Coy vio que Tánger hacía un gesto insólito: miraba el reloj.
—No tengo tiempo de hablar —dijo ella.
El gibraltareño parecía cortado en seco. Por tres segundos estuvo mudo y con expresión atónita. Después sonrió forzadamente.
—Vaya —los dientes blancos destacaban a la luz grasienta del petróleo—. Pues me temo…
Se había quedado otra vez serio, de golpe, estudiándola como si la viese por primera vez. Luego observó a Kiskoros, al Piloto, y por fin se detuvo en Coy.
—No me digan que —murmuró—… No es posible.
Dio dos pasos sin rumbo por la bodega, puso una mano en la escala y miró hacia el estrecho rectángulo de claridad que se iba apagando arriba, en la escotilla.
—No es posible —repitió.
Se había vuelto otra vez a Tánger. La voz era tan rauca que no parecía suya.
—¿Dónde están las esmeraldas?… ¿Dónde?
—Eso no le importa —dijo Tánger.
—Déjese de simplezas. ¿Ya las tienen?… ¡No me diga que ya las tienen!… Esto es… Por Dios.
El cazador de tesoros se echó a reír; y esta vez, en lugar de su risa habitual de perro cansado, lo hizo con una carcajada que atronó el hierro de los mamparos. Una risa admirada y estupefacta.
—Me quito el sombrero, palabra de honor. Y supongo que Horacio también se lo quita. Maldita sea mi estupidez… Les juro que… Vaya. Bien jugado —contemplaba a Tánger con intensa curiosidad—. Mis respetos, señora. Admirablemente bien jugado.
Había sacado un paquete de cigarrillos de la chaqueta y encendía uno. La llama de gas le dilataba más la pupila del ojo pardo que la del ojo verde. Era evidente que se concedía una pausa para reflexionar.
—Espero que no lo tomen a mal —concluyó—, pero nuestra sociedad acaba de ser disuelta.
Exhalaba el humo despacio, entornados los ojos, mirando al grupo como planteándose qué hacer con ellos. Y Coy comprendió, con una desolada resignación interior, que había llegado el momento. Que ése era el punto a partir del cual habría que tomar decisiones antes de que otros las tomasen por él; y que, incluso con decisiones propias o sin ellas, cabía la posibilidad de que unos minutos después él mismo estuviese boca arriba con un orificio en el pecho. En cualquier caso, eso no debía ocurrir sin que probara suerte, pidiendo otro naipe. Seis y media. Siete. Siete y media. LUC: Ley de la Última Carta. Hasta que el casco se parte contra las piedras o el agua invade la cubierta, uno sigue a bordo.
—No se puede ganar siempre, compréndanlo —comentaba Palermo—. Incluso a veces no se gana nunca.
Coy cambió una mirada con el Piloto, y adivinó la misma decisión resignada. De acuerdo. Nos veremos en La Obrera para tomar unas cañas. En La Obrera, o en cualquier otro sitio. En cuanto a Tánger, a partir de ese punto ya nada podía hacer por ella, salvo facilitarle en la refriega el camino de la escala que llevaba a cubierta. Desde allí, cada uno nadaba solo. Al final ella tendría que apañárselas sin su mano en la oscuridad, cuando le llegara el turno. Porque él iba a largar amarras mucho antes. Lo iba a hacer ya mismo, secundado por el Piloto, a quien adivinaba tenso, listo para la pelea.
—Ni lo pienses —Palermo había adivinado su intención y cruzaba un vistazo precavido con Kiskoros.
Coy calculó la distancia que lo separaba del argentino. Sentía acelerársele el pulso y un vacío en el estómago: dos metros eran dos balazos, e ignoraba si con todo ese lastre en el cuerpo iba a poder llegar hasta él, y en qué condiciones estaría si lo lograba. En cuanto al Piloto, confiaba en que Palermo no llevase también un arma; pero llegado ese momento ni el Piloto ni Palermo serían ya cosa suya. Tánger lo había afirmado una vez junto al cadáver de Zas: todos morimos solos.
—Hemos perdido demasiado tiempo —dijo ella de pronto.
Para estupefacción de todos echó a andar hacia la escalerilla; como resuelta a abandonar una reunión social aburrida, haciendo caso omiso de la pistola y de Kiskoros. Palermo, que en ese momento se llevaba el cigarrillo a la boca para darle una chupada, se petrificó, el gesto a la mitad.
—¿Está loca? No se da cuenta de que… ¡Espere!
Ella estaba ahora al pie de la escalerilla, apoyada en el pasamanos, y de veras parecía dispuesta a largarse por las buenas. Se había vuelto a medias, y miraba alrededor haciendo caso omiso de Palermo, como preguntándose si olvidaba algo.
—Quédese ahí o lo lamentará —dijo el gibraltareño.
—Déjeme en paz.
Palermo alzó la mano del cigarrillo, ordenándole a Kiskoros que mantuviese quieta su pistola. La cara del argentino era una máscara sombría a la luz de la llama de petróleo. Coy miró al Piloto y se dispuso a saltar. Dos metros, recordó. Quizá, gracias a ella, ahora pueda recorrer esos dos metros sin que me peguen un tiro.
—Le juro que… estaba diciendo Palermo.
De repente se quedó callado, y el cigarrillo se le cayó de la mano, entre los pies. Y Coy, que se disponía a saltar hacia adelante, sintió helársele el movimiento antes de iniciado. Porque la pistola de Kiskoros había descrito un semicírculo preciso, y ahora apuntaba a Palermo. Y éste balbució un par de sonidos confusos, algo así como qué mierda haces y qué cojones pasa, sin terminar de pronunciar ni una sola palabra, y luego se quedó observando estúpidamente el cigarrillo que le humeaba entre los pies, como si aquello fuese la explicación de algo, antes de levantar de nuevo los ojos hacia la pistola, dispuesto a confirmar que todo había sido un engaño de sus sentidos y que el arma seguía apuntando en dirección correcta; pero el agujero negro del cañón continuaba orientado hacia el estómago del cazador de tesoros, y éste miró a su alrededor, a Coy y al Piloto y por último a Tánger. Los miró uno por uno, tomándose su tiempo, igual que si cada vez aguardara a que alguien aclarase con detalle de qué iba aquello. Por último volvió a Kiskoros.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo?
El argentino permanecía impasible, siempre atildado y pulcro, inmóvil con el cromo y el nácar de su pistola en la mano derecha, la menuda silueta proyectada contra el mamparo por el farol. No tenía cara de malo, ni de traidor, ni de chalado, ni de nada en especial. Estaba allí como si tal cosa, muy modoso y tranquilo, con su pelo engominado y su mostacho, más enano, porteño y melancólico que nunca, frente a su jefe. O, según todos los indicios, a su ex jefe.
Palermo se había vuelto hacia los otros, pero esta vez se detuvo más tiempo en Tánger.
—Alguien… Por Dios. ¿Alguien puede explicarme lo que está pasando?
Coy se hacía la misma pregunta, mientras notaba un hueco extraño en el estómago. Tánger seguía al pie de la escalerilla, apoyada en el pasamanos. De pronto comprendió que no era una treta: estaba a punto de irse de verdad.
—Pasa —dijo ella muy lentamente— que es aquí donde nos despedimos todos.
El vacío en el interior de Coy se le extendió a las piernas. La sangre, si es que en ese momento le circulaba, debía de hacerlo tan despacio que habría sido incapaz de encontrarse el pulso. Sin darse cuenta de lo que hacía se fue agachando poco a poco, hasta quedar en cuclillas, la espalda apoyada en un mamparo.
—Me cago en la leche —maldijo Palermo.
Miraba a Kiskoros como si estuviera hipnotizado. La realidad acudía por fin de modo coherente a su cabeza. Y a medida que las piezas ensamblaban, su expresión iba desencajándose más y más.
—Trabajas para ella —dijo.
Parecía más atónito que indignado; como si el principal reproche a formular fuera su propia estupidez. Siempre silencioso e inmóvil, Kiskoros dejó que la pistola que seguía apuntando al gibraltareño confirmase la cuestión.
—¿Desde cuándo? —quiso saber Palermo.
Se lo preguntó a Tánger, que bajo la luz rojiza del farol parecía a punto de esfumarse en las sombras. Coy la vio iniciar un gesto vago, como si la fecha en que el argentino había decidido cambiar de bando no tuviese importancia. Consultaba otra vez el reloj.
—Deme ocho horas —le dijo a Kiskoros, neutra.
El otro asintió, sin dejar de vigilar a Palermo; pero cuando el Piloto hizo un movimiento casual, la pistola se movió, apuntándole también. El marino miró a Coy, estupefacto, y éste se encogió de hombros. Para él, hacía rato que la línea que dividía cada bando estaba clara. Y, acuclillado en el rincón, pensó en sí mismo. Para su sorpresa, no sentía furia, ni amargura. Lo suyo era la materialización de una certeza muchas veces intuida y olvidada; igual a una corriente de agua fría que hubiera ido penetrando en su corazón y empezara a solidificarse en placas de escarcha. Todo había estado allí, comprendió. Todo estuvo claro desde el principio, en señales sobre la extraña carta náutica de las últimas semanas: sondas, perfiles de costa, bajos, escollos. Ella misma había suministrado cuanta información debió prevenirlo; pero él no supo, o no quiso interpretar los indicios. Ahora anochecía con la costa a sotavento, y nada iba a sacarlo de allí.
—Dime una cosa —seguía acuclillado contra el mamparo, ajeno a los otros, mirando a Tánger—. Dime sólo una cosa.
Lo planteaba con una serenidad de la que él mismo se sorprendió. Tánger, que ya hacía ademán de subir por la escalerilla, se detuvo, vuelta hacia él.
—Sólo una —concedió.
Quizá te deba al menos esa respuesta, apuntaba su gesto. He pagado de otras maneras, marinero. Pero puede que te deba eso. Luego subiré por la escala, y todo seguirá su curso, y estaremos en paz.
Coy señaló a Kiskoros.
—¿Ya trabajaba para ti cuando mató a Zas?
Lo observó en silencio, fijamente. La luz de petróleo proyectaba trazos sombríos en la piel moteada. Se volvió hacia arriba, como si se dispusiera a subir por la escala sin responder; pero al fin pareció cambiar de idea:
—¿Ya tienes la respuesta al problema de los caballeros y los escuderos?
—Sí —admitió él—. En la isla no hay caballeros. Todos mienten.
Tánger meditó un instante. Nunca la había visto sonreír de aquel modo tan extraño.
—Quizá llegaste a esa isla demasiado tarde.
Después subió por la escala y se perdió arriba, en las sombras. Y Coy supo que había vivido ya esa escena antes. Un rayo de sol y una gota de ámbar, recordó. Miró la pistola de Kiskoros, la expresión desolada de Palermo, la taciturna inmovilidad del Piloto, antes de recostar la cabeza contra el mamparo de hierro. Ahora su certeza y su soledad eran tan intensas que parecían perfectas. Tal vez, reflexionó, después de todo, él estaba en un error, y no eran tan evidentes los límites entre caballeros y escuderos. Tal vez, a su manera, ella había estado todo el tiempo susurrándole la verdad.
Bien considerado, la traición tenía un gusto singular para la víctima. Uno ahondaba en su herida, gozando de la propia agonía. Y como los celos, podía ser más intensamente saboreada por quien sufría las consecuencias que por el responsable del acto en sí. Había algo perversamente grato en la extraña liberación moral que de ello resultaba; en la dolorida expectativa de advertir indicios, o la satisfacción pérfida de confirmar sospechas. Y Coy, que acababa de descubrir todo eso, pensó mucho aquella noche, sentado con la espalda contra el mamparo, en la bodega del bulkcarrier medio desguazado, junto al Piloto y Nino Palermo, frente a la pistola de Horacio Kiskoros.
—Es cuestión de paciencia —comentaba el argentino—. Como dijo un poeta compatriota mío: cuando amanezca, cada ladrón con su anciana madre.
Había transcurrido casi una hora, y Kiskoros terminó mostrándose moderadamente locuaz. Cuando su antiguo jefe hubo terminado de insultarlo y de reprocharle su cambio de chaqueta, el héroe de Malvinas fue relajándose un poco; y tal vez en memoria de los viejos tiempos insinuó algunas confidencias en voz baja, facilitadas por la penumbra del farol de petróleo, el lugar y la larga espera. No era, comprobó Coy, muy hablador; pero tenía como todo el mundo cierta necesidad de justificarse. Supieron de ese modo cómo Kiskoros se había acercado la primera vez a Tánger con un mensaje de Palermo; y cómo ella, con admirable habilidad y buenos reflejos, había cambiado el panorama de sus lealtades durante una larga conversación —de hombre a hombre, matizó Kiskoros— donde expuso las ventajas de una asociación mutua: con Palermo al margen, e incluidos el treinta por ciento de los beneficios de la empresa para el argentino, si se avenía a oficiar de agente doble. Porque, como puntualizó Kiskoros, la vida era un cambalache, etcétera. Y sobre todo porque la guita era la guita. Aparte que la mina, subrayó, era toda una dama. Le recordaba a otra montonera que conoció en 1976, allá en el barrio plateado por la luna de la ESMA: después de una semana de picana, todavía no habían logrado sacarle el segundo apellido. Coy no tuvo difícil imaginarlo, mientras el mostacho castrense del ex suboficial Kiskoros se torcía en una mueca de nostalgia, donde el olor de carne electrocutada se mezclaba con el aroma de los bifes vuelta y vuelta de la Costanera, la música del Viejo Almacén y las chicas de la calle Florida. Cache Florida, pronunciaba Kiskoros tocándose melancólico los tirantes. Pero ésas, se interrumpió casi con esfuerzo, eran otras historias. Así que volviendo a Tánger —a la dama, insistía—, cada vez que Nino Palermo lo enviaba a vigilar o presionarla, lo que él hacía era facilitarle a ella la información. De cabo a rabo, con sujeto, verbo y predicado. Y eso incluía Barcelona, Madrid, Cádiz, Gibraltar y Cartagena. Tánger estuvo siempre al tanto de su proximidad, y Kiskoros puntualmente informado de cada uno de sus pasos junto a Coy —o de casi todos, matizó con delicadeza el argentino—. En cuanto a Palermo, su supuesto sicario lo había intoxicado todo el tiempo con información limitada; hasta que el gibraltareño, harto de milongas pamperas, decidió echar un vistazo. Eso estuvo a punto de estropearlo todo; pero por fortuna para Tánger las esmeraldas ya estaban a bordo del Carpanta. Kiskoros no tuvo otra alternativa que seguirle la corriente a Palermo. La diferencia era que, en vez de hallarse Coy y el Piloto solos en aquella bodega, el cazador de tesoros estaba haciéndoles compañía. Tres pájaros de un tiro. Aunque, respecto a ese tiro, Kiskoros confiaba en no tener que dispararlo.
—Esto no quedará así —decía Palermo—. Te encontraré donde… Maldita sea. Donde vayas. La encontraré a ella y te encontraré a ti.
Kiskoros no pareció inquietarse en exceso.
—La dama es bien piola y sabe cuidarse —repuso—. Y yo pienso irme lejos… Igual vuelvo a la patria con la frente marchita y me compro una estancia en Río Gallegos.
—¿Para qué quiere ella ocho horas?
—Obvio. Para poner las piedras en lugar seguro.
—Y dejarte tirado, como a todos.
—No —Kiskoros negaba con el cañón de la pistola—. Lo nuestro está claro. Me necesita.
—Esa zorra no necesita a nadie.
El argentino se había incorporado, arrugado el entrecejo. Sus ojillos saltones fulminaban a Palermo.
—No hable así de ella.
El gibraltareño se lo quedó mirando como quien mira a un marciano verde.
—No me jodas, Horacio. No me… Venga. No me digas que también te ha sorbido el cerebro.
—Cállese.
—Tiene huevos la cosa.
Kiskoros dio un paso adelante. La pistola apuntaba directamente a la cabeza de su ex jefe.
—Le he dicho que se calle. Ella es toda una dama.
Haciendo caso omiso del arma, el cazador de tesoros le dirigió a Coy una ojeada sarcástica.
—Hay que reconocer —dijo— que esa tía tiene… Vaya. Mucha casta. Liarte a ti y a tu amigo, supongo, no era difícil. En cuanto a mí… Por Dios. Eso tiene más mérito. Pero comerle el tarro al hijo de puta de Horacio… ¿Comprendes?… Eso ya es encaje de bolillos.
Suspiró, admirado. Después alargó la mano hasta su chaqueta y sacó el paquete de cigarrillos. Tras ponerse uno en la boca se quedó pensativo:
—Empiezo a creer que merece de veras las esmeraldas.
Buscaba el mechero, absorto en sus pensamientos. Sonrió, burlón:
—Somos idiotas.
—No pluralice —exigió Kiskoros.
—Bueno. Rectifico. Estos dos y yo somos bobos. Tú eres idiota.
En ese momento, la sirena de un barco que cruzaba la bocana llegó a través de los mamparos: un pitido ronco, breve, con el que desde el puente advertían a una embarcación menor que dejara el paso franco. Y como si ese pitido fuese la culminación de un largo proceso de reflexiones que había tenido ocupado a Coy en la última hora —en realidad, de modo inconsciente, llevaba dedicado a ello mucho más tiempo— vio desplegado ante sus ojos todo el resto de la jugada, hasta el final. Lo vio con tanto detalle que abrió la boca, casi a punto de proferir una exclamación. Cada uno de los indicios, sospechas, interrogantes, que había advertido en los últimos días, cobró de golpe un significado. Hasta el papel que en ese momento desempeñaba Kiskoros, incluidas las ocho horas de plazo y la elección de aquella bodega como calabozo temporal, podían explicarse en dos palabras. Tánger se disponía a abandonar la isla, y ellos, escuderos engañados, quedaban abandonados allí:
—Se larga —dijo en voz alta.
Todos lo miraron. No había abierto los labios desde que Tánger desapareció por la escotilla de cubierta.
—Y te deja tirado —añadió en honor de Kiskoros— como a nosotros.
El argentino se lo quedó estudiando un rato largo. Luego sonrió, escéptico. Una ranita engominada y pulcra. Autosuficiente. Bacán.
—No digás boludeces.
—Acabo de comprenderlo. Tánger te ha pedido que nos retengas hasta que se haga de día, ¿no es cierto?… Después cierras la escotilla, nos dejas aquí y te reúnes con ella, ¿verdad? A las siete o a las ocho de la mañana en tal sitio. Dime si voy bien —el silencio y la mirada del argentino revelaron que, en efecto, iba bien—. Pero tiene razón Palermo; ella no va a ir. Y voy a decirte por qué no: porque a esa hora estará en otro sitio.
Aquello no le gustó a Kiskoros. Su expresión era tan sombría como el agujero negro de la pistola.
—Te creés muy listo, ¿verdad?… Pues no lo has sido mucho hasta ahora.
Coy encogió los hombros.
—Puede —concedió—. Pero incluso un tonto comprende que un periódico abierto por tal o cual página, cierto tipo de preguntas, una postal, un par de visitas, una carterita de fósforos y una información suministrada hace tiempo, de modo casual, por Palermo en Gibraltar, conducen a un sitio determinado… ¿Quieres que te lo cuente, o me callo y esperamos a que lo descubras solo?
Kiskoros jugaba con el seguro de la pistola, pero era evidente que tenía el pensamiento en otro sitio. Fruncía la boca, indeciso.
—Decí.
Sin dejar de mirarlo, Coy apoyó de nuevo la cabeza en el mamparo.
—Partimos del hecho —dijo— de que Tánger no te necesita ya. Tu misión, jugar el doble juego, controlar a Palermo, convencerme a mí de que ella estaba desvalida y en peligro, concluye esta noche, reteniéndonos mientras se va. Ya nada puede obtener de ti. Y ¿qué crees que hace?… ¿Cómo va a irse con un bloque de esmeraldas?… En los aeropuertos miran el equipaje de mano con rayos X, y no puede arriesgarse a facturar esa fortuna tan frágil en una maleta. Un coche de alquiler deja pistas peligrosas. Un tren significa fronteras y molestos transbordos… ¿Se te ocurre alguna alternativa?
Se quedó callado, aguardando una respuesta. Decir todo aquello en voz alta le hacía experimentar un extraño alivio; como si compartiese la vergüenza y la hiel que sentía reventarle dentro. Esta noche hay para todos, pensó. Para tu jefe. Para el pobre Piloto. Para mí. Y tú no vas a irte de rositas, subnormal.
Pero la conclusión vino de Palermo antes que de Kiskoros. El gibraltareño acababa de darse una palmada en el muslo:
—Claro. Un barco… ¡Un maldito barco!
—Exacto.
—Rediós. Vaya tía lista.
—Ésa es mi chica.
De pie junto a la escala, aturdido, Kiskoros intentaba digerir el asunto. Sus ojillos de batracio iban del uno al otro, oscilando entre el desdén, la suspicacia y la duda razonable.
—Son demasiadas suposiciones —opuso por fin—. Te creés muy inteligente, pero todo lo basás en conjeturas: no hay nada que confirme ese quilombo… No hay pruebas. No hay un dato preciso al que atenerse.
—Te equivocas. Sí lo hay —Coy miró su reloj: estaba parado. Se volvió al Piloto, que seguía inmóvil y atento en su rincón—. ¿Qué hora es?
—Las once y media.
Observó a Kiskoros con mucha guasa. Reía entre dientes al hacerlo; y al argentino, ignorante de que en realidad Coy se estaba riendo de sí mismo, no pareció gustarle aquella risa. Había dejado de manosear el seguro y ahora le apuntaba a él.
—A la una de la madrugada —informó Coy— zarpa el carguero Felix von Luckner de la Zeeland Ship. Bandera belga. Dos viajes al mes entre Cartagena y Amberes, con carga de cítricos, creo. Admite pasaje.
—Joder —murmuró Palermo.
—Antes de una semana —Coy no le quitaba ojo a Kiskoros—, ella venderá las esmeraldas en cierto lugar de la Rubenstraat que puede confirmar tu antiguo jefe —invitó a Palermo con un movimiento de cabeza—… Dígaselo.
—Es verdad —admitió el otro.
—Ya ves —Coy volvió a reír de aquel modo desagradable—. Igual tiene el detalle de mandarte una postal.
Esta vez Kiskoros acusó el golpe. Su nuez bajaba y subía en la confusión de retorcidas lealtades. También los canallas, pensó Coy, tienen su corazoncito.
—Ella nunca habló de eso —Kiskoros miraba fijo, como si lo culpara—. Íbamos…
—Claro que no te habló —Palermo intentaba encender el cigarrillo que tenía en la boca—. Cretino.
Kiskoros se iba abajo por momentos.
—Teníamos un coche alquilado —murmuró, confuso.
—Pues ya puedes —sugirió Palermo— devolver las llaves.
Su mechero no funcionaba, así que el cazador de tesoros se incorporó para inclinarse sobre la llama del farol de petróleo con el cigarrillo en la boca.
Parecía divertido con aquella espléndida broma en la que cada cual había tenido lo suyo.
—Ella nunca… —empezó a decir Kiskoros.
Tal vez lleguemos a tiempo, pensó Coy mientras trepaban por la escala y el aire de la noche le refrescaba la cara. Había muchas estrellas, y las siluetas de los barcos desguazados tenían una apariencia fantasmal, recortadas en las luces del puerto. Abajo, en el suelo de la bodega, el argentino ya no se quejaba. Había dejado de hacerlo cuando Palermo terminó de darle patadas en la cabeza, y la sangre que le salía a borbotones por la nariz chamuscada se mezclaba con la herrumbre del suelo, o chisporroteaba al mojar su ropa humeante. Se debatía al pie de la escala con la chaqueta ardiendo, dando alaridos, después que Nino Palermo, inclinado para encender el cigarrillo, lanzara contra él de improviso el farol: un arco de llamas que surcó con un zumbido la penumbra de la bodega, pasó por delante de Coy y le acertó a Kiskoros en el pecho, justo cuando estaba diciendo eso de ella nunca. Y nunca supieron lo que ella nunca habría hecho o dicho, porque en ese instante el petróleo del farol se le derramó encima, haciéndole soltar la pistola cuando una llamarada prendió en su ropa y le cubrió la cara. Un momento después Coy y el Piloto estaban de pie; pero Palermo, mucho más rápido, ya se había agachado, haciéndose con la pistola. Se quedaron así los tres, mirándose unos a otros sin pestañear mientras Kiskoros se retorcía en el suelo, entre fogonazos, pegando unos gritos que helaban la sangre. Al fin Coy cogió la chaqueta de Palermo y apagó las llamas dándole golpes con ella antes de echársela por encima. Al retirarla, Kiskoros humeaba hecho una piltrafa: en vez de pelo y bigote tenía rastrojos chamuscados, decía ay, ay, y en los intervalos emitía un ruido sordo, como si hiciera gárgaras con aguarrás. Entonces fue cuando Palermo le dio todas aquellas patadas en la cabeza de un modo sistemático, casi contable. Igual que si estuviera poniendo sobre una mesa los billetes de su indemnización por despido. Y luego, con la pistola en la mano pero sin apuntar a nadie, una sonrisa muy poco risueña en la boca, suspiró satisfecho y le preguntó a Coy si estaba dentro o fuera. Eso dijo: dentro o fuera, mirándolo al resplandor de las últimas llamas del farol roto en el suelo, con cara de tiburón noctámbulo camino de resolver viejas cuentas.
—Si le haces daño a ella, te mataré —respondió Coy.
Ésa era la condición. Lo dijo así aunque era el otro quien tenía la pistola de cromo y nácar en la mano. Y Palermo no se lo tomó a mal, sino que acentuó la mueca blanca de escualo y dijo de acuerdo, no la mataremos esta noche. Luego se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a subir a toda prisa hacia el rectángulo de estrellas. Y ahora estaban los tres, Coy, Palermo y el Piloto, corriendo juntos por la cubierta oscura del bulkcarrier mientras al otro lado del puerto, bajo las grúas iluminadas y los focos de los muelles, el Felix von Luckner se preparaba para soltar amarras.
Había luz en la ventana del hostal Cartago. Junto a Coy sonó la risa de mastín exhausto: Palermo también miraba hacia arriba.
—La dama hace las maletas —apuntó el cazador de tesoros.
Estaban bajo las palmeras de la muralla, con el puerto abajo, a la espalda. Los edificios iluminados de la universidad Politécnica destacaban al extremo de la avenida desierta.
—Déjame hablar antes con ella —dijo Coy.
Palermo se tocó el bolsillo, donde llevaba la pistola de Kiskoros.
—Ni lo pienses. Ahora todos somos socios —seguía mirando hacia arriba, la mueca sombría—. Además, seguro que se las arregla para convencerte otra vez.
Coy encogió los hombros.
—¿De qué?
—De algo. Dale tiempo, y seguro que te convence de algo.
Cruzaron la calle seguidos por el Piloto. Palermo lo hizo sin perder de vista la luz de la ventana, y una vez en la puerta del hostal volvió a palparse el bolsillo.
—¿Todavía tiene aquel pistolón de Gibraltar?
Miraba con intensa fijeza. El ojo claro parecía vidrio frío.
—No sé. Puede que lo tenga.
—Mierda.
Palermo reflexionó un momento. Luego volvió a observar a Coy, como si reconsiderara su oferta de hablar con Tánger a solas.
—Ella tiene sus motivos —apuntó Coy.
El gibraltareño sonrió esquinado, a medias.
—Claro. Todos los tenemos —miró al Piloto, que aguardaba detrás, expectante—. Hasta él los tiene.
—Deja que le hable yo.
El otro aún lo pensó un poco.
—De acuerdo.
La encargada del hostal saludó a Coy, confirmándole que la señora estaba arriba y que había pedido la cuenta. Cruzaron el vestíbulo y subieron al segundo piso procurando no hacer ruido en la escalera. Había láminas de barcos enmarcadas en las paredes y una talla de la Virgen del Carmen en una hornacina. La puerta de la habitación se abría directamente sobre el rellano, al final de los peldaños. Estaba cerrada. Coy llegó hasta ella seguido por Palermo. La moqueta amortiguaba sus pasos.
—Prueba suerte —susurró el gibraltareño con la mano en el bolsillo—. Dispones de cinco minutos.
Coy empuñó el picaporte, haciéndolo girar sin dificultad. No estaba puesto el pestillo. Y en ese momento, mientras abría la puerta, comprendió lo inútil de todo aquello. Lo absurdo de su presencia allí, amante despechado, amigo engañado, socio estafado. En realidad, descubrió de pronto, puestos a considerar las cosas en frío, él no tenía nada que decir. Ella estaba a punto de marcharse, pero en realidad ya se había ido mucho antes, dejándolo atrás, a la deriva; y nada de lo que él pudiera decir o hacer iba a cambiar el curso de las cosas. En cuanto a las esmeraldas, acostumbrado a pensar en ellas como en una quimera inalcanzable, a Coy no le habían importado antes, y tampoco le importaban ahora.
Tánger era lo que había querido ser. Quiso elegir libre, y él supo siempre que así sería, desde el principio. Había visto la vieja copa de plata sin un asa, y la fotografía de la niña que sonreía en blanco y negro. Era suficiente para comprender que la palabra engaño estaba fuera de lugar, incluso a pesar de ella misma. Y Coy habría dado en ese momento la vuelta para marcharse, pasar junto al Piloto y seguir caminando hasta el Carpanta con escala previa en el bar más próximo, de no haber iniciado ya el movimiento de abrir la puerta. No sentía rencor, y ya ni siquiera sentía curiosidad. Pero la puerta se abría más y más, descubriendo la habitación, la ventana al fondo sobre el puerto, la bolsa de equipaje a medio hacer sobre la mesa, el paquete de las esmeraldas, y a Tánger de pie, con su falda azul de algodón oscuro y la blusa blanca y las sandalias, el pelo recién lavado y todavía húmedo, goteándole sobre los hombros sus puntas asimétricas. Y la piel moteada y atezada por todas aquellas semanas de mar y de sol, los ojos azul marino abiertos por la sorpresa, pavonados y metálicos como el acero del 357 magnum que acababa de coger de encima de la mesa al oír la puerta. Entonces Nino Palermo jugó su papel en aquella tragicomedia de engaños, y sin esperar los cinco minutos prometidos se deslizó desde la espalda de Coy hacia un lado, con la pistola de cromo y nácar reluciéndole en una mano. Coy abrió la boca para gritar no, alto, basta, rebobinemos toda esta historia absurda que hemos visto mil veces en el cine; pero ella ya había contraído la mano y un fogonazo estalló a la altura de sus caderas, con un estampido que llegó hasta Coy un milisegundo después que el impacto bajo sus costillas, un chasquido de refilón que lo hizo girar a medias, arrojándolo sobre Palermo que en ese momento disparaba a su vez. Esta vez el tiro atronó muy cerca los oídos de Coy, y quiso manotear para impedirle al gibraltareño usar de nuevo la pistola. Pero en ese momento hubo otro fogonazo a su espalda, y otro estampido sacudió el aire, y Palermo saltó atrás como arrancado de sus brazos, proyectado hacia el rellano y escaleras abajo. No había sonado bang, como en las películas, sino pumba, pumba, pumba, tres veces y todo muy seguido, y ahora quedaba una humareda de mil diablos en la habitación y un olor acre muy áspero, y un silencio absoluto. Y cuando Coy se volvió a mirar, Tánger ya no estaba allí. Miró mejor y vio que ya no estaba allí de pie, sino al otro lado de la mesa, tendida en el suelo, con un roto en la blusa bajo el que se derramaba la sangre en un chorro muy rojo, denso e intermitente, manchando la blusa y el suelo y manchándolo todo. Estaba allí moviendo los labios, y de pronto parecía muy joven y muy sola.
Fue entonces cuando salió a la calle y comprobó que era una noche perfecta, con la estrella Polar visible en su lugar exacto, cinco veces a la derecha de la línea formada por Merak y Dubhé. Anduvo hasta apoyarse en la balaustrada de la muralla, y se quedó allí, presionándose con una mano la herida sangrante en su cadera. Se la había tocado bajo la camisa, comprobando que las costillas estaban intactas, que el desgarrón era superficial y que él no iba a morir esa vez. Contó cinco débiles latidos de su corazón mientras contemplaba la dársena oscura, las luces de los muelles, el reflejo de los castillos en las montañas. Y el puente y la cubierta iluminados del Felix von Luckner, a punto de soltar amarras.
Tánger le había hablado. Seguía moviendo los labios cuando él se inclinó sobre ella mientras el Piloto intentaba taponar el agujero del pecho por donde se le escapaba la vida. Hablaba tan bajo, casi inaudible, que él tuvo que acercarse mucho a su boca para entender lo que decía. Le costaba demasiado esfuerzo componer las palabras, cada vez más débil, apagándose a medida que el charco rojo se extendía por el suelo bajo su cuerpo. Dame la mano, Coy, había dicho. Dame la mano. Prometiste que no me dejarías ir sola. La voz se extinguía, y el resto de vida parecía habérsele refugiado en los ojos, muy abiertos, casi desorbitados, como si en ese momento se asomaran a un páramo desolado que les inspirase horror. Lo juraste, Coy. Tengo miedo de irme sola.
No le dio la mano. Ella estaba en el suelo, como Zas sobre la alfombra de aquella casa en Madrid. Habían transcurrido miles de años, pero eso era lo único que a él le resultaba imposible olvidar. Todavía la vio mover los labios un poco más, pronunciando palabras que ya no escuchó, pues se había incorporado y miraba alrededor con aire aturdido: el bloque de esmeraldas sobre la mesa, el revólver negro en el suelo, el charco rojo que se extendía cada vez más, la espalda del Piloto inclinado sobre Tánger. Caminó por su propio páramo desolado al cruzar la habitación y bajar los peldaños, pasando junto al cadáver de Palermo que estaba tendido boca arriba en mitad de la escalera, las piernas en alto y la cabeza abajo y los ojos ni abiertos ni cerrados, la mueca de tiburón impresa en la cara y la sangre corriendo por los escalones hasta los pies de la aterrada recepcionista del hostal.
El aire de la noche afinó sus sentidos. Apoyado en la muralla notaba gotear su herida por la cadera, bajo la ropa, a cada latido del corazón. El reloj del ayuntamiento dio una campanada, y en ese momento la popa del Felix von Luckner empezó a apartarse lentamente. Bajo los focos halógenos de cubierta podía ver al primer oficial vigilando el trabajo de los marineros en el castillo de proa, junto a los escobenes de las anclas. Había dos hombres en el alerón, atentos a la distancia entre el casco y el muelle: sin duda el práctico y el capitán.
Oyó los pasos del Piloto a su espalda, y sintió que se apoyaba en la balaustrada a su lado.
—Ha muerto.
Coy no dijo nada. Una sirena policial sonaba lejana, acercándose desde la ciudad baja. En el muelle acababan de largar la última amarra del barco, y éste empezó a alejarse. Coy imaginó la penumbra del puente, el timonel en su puesto, el capitán atento a las últimas maniobras mientras la proa apuntaba entre las luces verde y roja de la bocana. Adivinó la silueta del práctico bajando hasta la lancha por la escala de gato que pendía de un costado. Ahora el barco ganaba velocidad, deslizándose con suavidad hacia el mar negro y abierto, con sus luces que se estremecían reflejadas en la estela y un último toque ronco de bocina que dejó atrás igual que una despedida.
—Cogí su mano —dijo el Piloto—. Ella creía que eras tú.
La sirena policial sonaba más cerca, y un centelleo azul asomó al extremo de la avenida. El Piloto había encendido un cigarrillo, y el resplandor del chisquero deslumbró la visión de Coy. Cuando recompuso la imagen, el Felix von Luckner ya navegaba por aguas libres. Experimentó una intensa añoranza viendo alejarse sus luces en la noche. Podía adivinar el aroma de la taza de café de la primera guardia, los pasos del capitán en el puente, el rostro impasible del timonel iluminado desde abajo por el compás giroscópico. Podía sentir la vibración de las máquinas bajo cubierta mientras el oficial de cuarto se inclinaba sobre la primera carta náutica del viaje, recién desplegada sobre la mesa para calcular un rumbo cualquiera: un buen rumbo trazado con reglas, lápiz y compás de puntas, en papel grueso cuyos signos convencionales representaban un mundo conocido, familiar, reglamentado por cronómetros y sextantes que permitían mantener la tierra a distancia.
Ojalá, pensó, me devuelvan al mar. Ojalá encuentre pronto un buen barco.
La Navata, diciembre 1999