Todo lo que se encuentra en el mar, sin dueño, es de uno.
Francisco Coloane. El camino de la ballena
Con frases musicales tensas y cortas, el saxo alto improvisaba como nadie lo hizo nunca. Sonaba Ko-ko, uno de los temas que Charlie Parker había grabado cuando inventó todo lo que estaba destinado a inventar antes de pudrirse y reventar de un ataque de risa. Por ese orden: primero se pudrió y luego se murió de risa, mirando la tele. De eso hacía medio siglo; y ahora Coy escuchaba la grabación digitalizada de aquella vieja melodía, sentado desnudo en una mecedora frente a una mesa con una bandeja de fruta, y junto a la ventana de una habitación con lluviosas vistas al puerto, en el hostal Cartago. Taratá. Tumb, tumb. Tará. Tenía una botella de limonada en la mano y miraba dormir a Tánger.
Llovía sobre el puerto, las grúas, los muelles, los barcos de la Armada abarloados de dos en dos en el dique de San Pedro y los cascos herrumbrosos del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, donde estaba el Carpanta amarrado de popa al espigón y con un ancla a proa. Llovía a cántaros porque la borrasca había llegado al fin. Lo hizo desde su cuartel general de bajas presiones situado sobre Irlanda, extendiendo isobaras malignamente concéntricas y próximas unas a otras; fuertes vientos del oeste empujaron sucesivos frentes nubosos en dirección al Mediterráneo, y los mapas del tiempo se llenaron de advertencias negras y rayos y signos de lluvia, y las costas fueron traspasadas por flechas con dos y tres rabitos de plumas en la cola que apuntaban al corazón de los navíos incautos. Así que, después de tres días de trabajo en el pecio, los tripulantes del Carpanta se vieron obligados a regresar a puerto. Pese a la impaciencia de Tánger, ella misma estuvo de acuerdo en que la pausa iría bien para planificar los últimos pasos y adquirir equipo necesario antes del asalto final a los secretos de la tumba submarina. Una tumba, la del Dei Gloria, situada definitivamente a dos millas de la costa, en los 37° 33,3’ de latitud norte y los 0° 46,8’ de longitud oeste, con la popa a 26 metros de profundidad y la proa a 28.
Durante aquellos días en que vivieron con un ojo en el mar y otro en el barómetro, Tánger había dirigido la operación desde la camareta del Carpanta. Coy y el Piloto trabajaron duro, turnándose abajo en períodos de media hora a cuarenta minutos, con intervalos suficientes para no verse obligados a hacer largas descompresiones. El barco, comprobaron desde las primeras exploraciones, se hallaba en buen estado, si tenían en cuenta los dos siglos y medio que llevaba bajo el agua. Se había hundido de proa, dejando una de sus anclas en la cresta rocosa antes de posarse en el fondo, orientado en un eje nordeste-sudoeste. El casco, yaciendo sobre la banda de estribor, estaba enterrado en arena y sedimentos hasta el combés, con la cubierta podrida y llena de adherencias marinas todavía intacta a popa. Hacia proa, toda la tablazón, el forro de la cubierta y los baos habían desaparecido, y de la arena asomaban algunos extremos de las cuadernas del buque, semejantes a costillas de un mondo esqueleto. Cuando en las siguientes inmersiones Coy y el Piloto exploraron el resto del Dei Gloria, pudieron comprobar que aproximadamente el tercio posterior de éste se encontraba al descubierto, con destrozos que hubieran sido mayores en otras aguas y en otra posición. El combés aparecía hundido en una confusión de maderas, aglomerados de hierro podrido por la corrosión, arena y sedimentos, que se amontonaba hacia la proa deshecha y enterrada. Era evidente que, al inclinarse el bergantín mientras se hundía, los diez cañones de hierro de la cubierta y todos los objetos pesados se habían desplazado hacia adelante; y allí, con el tiempo, aquel peso había hecho ceder la tablazón, hundiéndola en la arena. Ésa era la causa de que la popa se encontrase un poco alta y con menos destrozos, aunque muchos baos y cuadernas habían cedido y la arena se amontonaba entre el maderamen podrido. Podía distinguirse el muñón del palo mayor roto en el combate, una pirámide de tablas petrificadas en forma de caseta de tambucho, dos portas de cañón en la regala de babor, y el codaste que conservaba, todavía sujeto por pernos de bronce mohoso y lleno de filamentos e incrustaciones, restos de la pala del timón.
Habían tenido suerte, explicó Tánger la primera noche mientras se balanceaban fondeados sobre el naufragio, reunidos en torno a la carta de Urrutia y los planos del Dei Gloria, a la menguada luz de la lámpara de la camareta, celebrando el hallazgo con una botella de blanco Pescador que el Piloto conservaba a bordo. Habían tenido mucha suerte por varias razones; y la principal era que el bergantín se fue a pique de proa y no de popa, dejando más accesible la cámara del capitán, donde solían guardarse los objetos valiosos. Lo más probable era que las esmeraldas, si estaban a bordo en el momento de hundirse, se encontraran allí o en el sollado contiguo, reservado al pasaje. El hecho de que la popa no estuviese completamente enterrada facilitaba la tarea, porque buscar bajo la arena habría requerido mangueras de extracción y un equipo más complejo. En cuanto al estado de conservación, óptimo después de tanto tiempo en el fondo del mar, se debía a la cresta rocosa tras la que se hallaba el pecio, con los canales naturales y las piedras que lo resguardaban de la acción del oleaje, los sedimentos marinos y las redes de los pescadores. También la corriente suave de agua fría que circulaba desde el cabo de Palos había atenuado la acción de los teredos, los gusanos marinos devoradores de madera que encontraban condiciones favorables en aguas cálidas. Por todo ello, el trabajo que tenían por delante se presentaba agotador, pero no imposible. A diferencia de los arqueólogos que investigaban naufragios, ellos no tenían que conservar nada; podían permitirse cualquier destrozo necesario para llegar antes a su objetivo. No había medios técnicos ni tiempo para miramientos. De modo que al día siguiente, actuando en paralelo al trabajo de Tánger sobre los planos desplegados en los mamparos y en la mesa de cartas del Carpanta, Coy y el Piloto emplearon toda una jornada de inmersiones sucesivas en tender una driza blanca que iba de proa a popa del barco hundido, siguiendo la aparente línea de crujía. Luego, moviéndose con precaución entre las maderas rotas y las incrustaciones calcáreas que podían cortar como cuchillos, cruzaron de dos en dos metros drizas más cortas, perpendiculares a ambos lados de la línea longitudinal y lastradas con plomos en los extremos; y de ese modo hicieron una división del pecio en segmentos cuya correspondencia Tánger había trazado con regla y lápiz sobre los planos del bergantín. Así establecieron rudimentarios puntos de identificación entre la realidad y el papel, situando abajo cada parte del casco según figuraba a escala 1:55 en los planos suministrados por Lucio Gamboa. El día que el barómetro empezó a descender y los partes meteorológicos los decidieron a resguardarse en Cartagena, habían logrado ya calcular la posición del sollado de popa, la camareta y la cámara situadas bajo la toldilla. La cuestión principal residía en averiguar el estado interior de la cámara del capitán Elezcano; si la tablazón interior resistía la presión de los sedimentos y la podredumbre de la madera, y era posible desplazarse por dentro una vez descubierto el modo de entrar, o si todo estaba tan aplastado y revuelto que sería necesario empezar desde arriba, rompiendo y desescombrando hasta descubrir los doce metros cuadrados que, junto al espejo de popa, ocupaba el habitáculo del capitán.
La lluvia seguía cayendo tras los cristales y Charlie Parker se apagaba en aquel paisaje con su saxo, arropado camino del sueño eterno por el piano de Dizzy Gillespie. Era Tánger quien le había regalado a Coy esa grabación, tras comprarla en una tienda de música de la calle Mayor. Estaban sentados en la puerta del Gran Bar con el Piloto, después de dar un paseo bajo la lluvia hasta el Museo Naval de la ciudad y aprovisionarse de camino en tiendas de efectos náuticos, supermercados, ferreterías y droguerías, con dinero que ella sacó de un cajero automático, tras dos intentos que la obligaron a reducir la cifra por falta de liquidez. Yo también estoy buceando con la reserva, dijo sarcástica mientras se guardaba la cartera con la tarjeta de crédito en un bolsillo de atrás de sus tejanos. Habían podido comprar lo necesario, desde herramientas a productos químicos, y las compras se hallaban en bolsas entre las patas de las sillas mientras el toldo de lona del bar los protegía de la llovizna cálida, que barnizaba la calle dando aspecto melancólico a los miradores vacíos de los edificios modernistas cuyos bajos, que Coy recordaba animados por viejos cafés, se habían convertido en lúgubres oficinas bancarias. Y estaban allí los tres, tomando aperitivos y mirando pasar impermeables y paraguas mojados, cuando Tánger dejó el diario local sobre la mesa —lo tenía abierto por la página de entradas y salidas de buques, observó Coy—, se puso en pie y fue hasta la tienda de música que estaba junto a Revistas Mayor, frente a la librería Escarabajal. Volvió con un paquete en la mano y lo puso frente a Coy sin decir toma, para ti, ni decir nada. Dentro había dos CD dobles con los masters de los ochenta temas que Charlie Parker había grabado para los sellos Dial y Savoy entre 1944 y 1948. Y, dadas las circunstancias, él no pudo menos que apreciar el gesto. El viejo Parker valía una pasta.
Aquel mismo día, Coy creyó ver de nuevo a Horacio Kiskoros. Volvían al Carpanta cargados con la compra, y bajo los muros del antiguo fuerte de Navidad, junto al cementerio de barcos, él echó un vistazo alrededor. Lo hacía a menudo, por instinto, cada vez que se hallaban en tierra. Aunque Tánger parecía indiferente a las amenazas de Nino Palermo, Coy seguía teniéndolas en cuenta, y no olvidaba el último encuentro con el argentino en la playa de Águilas. El caso es que caminaba hacia el espigón a cuyo extremo estaba amarrado el Carpanta, en pos de Tánger y del Piloto, cuando vio a Kiskoros al pie de la torre vieja. O creyó verlo. Aquél era paso frecuentado por los pescadores que iban al rompeolas, pero la silueta que se destacó en el contraluz ceniciento, entre la torre y el puente desmontado del Korzeniowski, no tenía aspecto de pescador: menuda, pulcra, con algo parecido a un Barbour verde.
—Ése es Kiskoros —dijo.
Tánger se detuvo, desconcertada. Ella y el Piloto se habían vuelto a mirar hacia donde indicaba, pero ya no había nadie. De cualquier modo, pensó Coy, LBLTL: Ley de Blanco, Líquido y en Tetrabrik suele ser Leche. Así que Barbour, enano y por allí, sólo podía tratarse de Kiskoros. Además, cuando los malos rondan, lo normal es que tarde o temprano alguno asome la oreja. Dejó las bolsas en el suelo. En ese momento no llovía, y las rachas de sudoeste cálido que bajaban silbando por las laderas de San Julián rizaban bajo sus pies el agua de los charcos cuando chapoteó corriendo hacia la torre. Seguía sin haber nadie cuando llegó, pero estaba seguro de haber visto al héroe de Malvinas; y su desaparición brusca lo reafirmaba en la idea. Echó un vistazo entre las planchas cortadas a soplete, los hierros retorcidos que tenían la arena de herrumbre, y quedándose bien quieto aguzó el oído. Nada de nada. El metal resonó inseguro con sus pasos cuando trepó por una escalerilla del puente desguazado del paquebote, manchándose las manos de óxido. Los restos de lluvia goteaban del techo, empapando las maderas podridas del suelo; algunas cedían bajo su peso, así que procuró mirar dónde ponía los pies. Bajó por el otro lado, hasta la panza abierta del bulkcarrier a medio desguazar, con los mamparos interiores sucios de grasa negra y seca: aquello era un laberinto de hierro viejo, de chatarra amontonada por todas partes. Rodeó la base de una de las grúas y penetró en el barco a través de un corredor inclinado, donde el agua formaba charcos en el suelo contra las brazolas. Sus sentidos tensos, en estado de alerta, acusaron la tristeza opresiva de toda aquella desolación intensificada por la luz sucia que se filtraba desde el exterior. Al otro lado de una cámara desguarnecida y vacía, con todos los cables retirados y hechos montones en un rincón, se asomó a la cavidad oscura de una bodega. Dejó caer un trozo de metal, y el eco siniestro rebotó al fondo, entre las planchas invisibles. Imposible bajar sin una linterna. Entonces oyó un ruido a su espalda, en el extremo del corredor; así que, con el corazón dándole sacudidas en el pecho, contenido el aliento hasta dolerle la mandíbula, volvió sobre sus pasos: el Piloto estaba allí, ceñudo y tenso, empuñando un barrote de hierro de tres palmos; y Coy blasfemó entre dientes, a medio camino entre la decepción y el alivio. Tánger aguardaba detrás, apoyada en un mamparo, las manos en los bolsillos y expresión sombría. En cuanto a Kiskoros, si de veras se trataba de él, había volado.
Se quitó los auriculares cuando el lejano reloj del ayuntamiento daba siete campanadas. El dong-dong-dong parecía rematar las últimas notas. Dong. Bebió un sorbo de limonada y siguió mirando a Tánger, dormida sobre la cama revuelta. La claridad gris tamizaba sombras al trasluz de las sábanas que le cubrían las rodillas, el torso y la cabeza. Dormía sobre un costado, una mano extendida y otra entre las piernas dobladas, la cintura y los muslos al descubierto, de espaldas a la luz incierta del amanecer; y la curva de sus caderas desnudas era el escorzo por donde resbalaban claridad y sombras modelando piel moteada, hoyuelos de la carne, hendiduras y curvas. Inmóvil en la mecedora, Coy observaba los detalles de la escena: el rostro oculto, el cabello entre las sábanas arrugadas que definían la consistencia de los hombros y la espalda; la cintura al descubierto, el ensanchamiento de las caderas y la línea interior de los muslos vistos desde atrás, el bello zigzag de las piernas flexionadas, las plantas de los pies. Y en especial aquella mano dormida cuyos dedos asomaban aprisionados entre los muslos, muy cerca de la insinuación del vello púbico, dorado y con tonos oscuros.
Se puso en pie y caminó silencioso, acercándose a la cama para fijar mejor aquello en su memoria. Al hacerlo, el espejo del armario al fondo reflejó un fragmento de la escena: la otra mano de Tánger extendida sobre la almohada, el apunte de una rodilla, el cuerpo modelado bajo la sábana; y también el mismo Coy integrado allí mediante la porción de su cuerpo que se reflejaba en el azogue del cristal: un brazo y una mano, el contorno de su cadera desnuda, la certeza física de que la imagen no pertenecía a otro ni era un juego de espejos de su memoria. Lamentó no tener a mano una cámara fotográfica para retener los detalles. Así que se esforzó por grabar en su retina aquel misterio semidesvelado que lo obsesionaba; la intuición del momento mudable, brevísimo, que tal vez lo explicara todo. Había un secreto, y el secreto estaba a la vista, apenas disimulado en lo obvio. Otra cuestión era aislarlo y comprender; pero sabía que no iba a disponer de tiempo, y que en un instante los dioses ebrios y caprichosos, que ignoraban su propia facultad de crear mientras soñaban, bostezarían despertándose, y todo iba a esfumarse como si no hubiera existido jamás. Tal vez ya no se repitiera nunca con tanta evidencia, pensó desolado, ese momento fugaz: el relámpago de lucidez consoladora capaz de poner las cosas en su sitio, de equilibrar vacío, horror y belleza. De reconciliar al hombre reflejado en el espejo con la palabra vida. Pero Tánger empezaba a moverse bajo las sábanas; y Coy, que se sabía a pique de rozar la clave del enigma, sintió que, como en una foto imperfecta, entre la escena y el observador se interponía ya una décima de segundo de más o de menos, como el desajuste de una imagen imposible de resolver. Y en el espejo, más allá del escorzo de su propio cuerpo y de la mujer tendida en la cama, los barcos bajo la lluvia fueron otra vez reflejos de naves negras en un mar milenario.
Entonces ella despertó, y con ella despertaron todas las mujeres del mundo. Despertó tibia y soñolienta, el cabello revuelto y pegado a la cara cubriéndole los ojos, la boca entreabierta. La sábana se deslizó por sus hombros y por la espalda descubriendo el brazo extendido, la línea de la axila hacia los músculos dorsales, el tenso arranque de un seno comprimido bajo el peso del cuerpo. Ahora la espalda tostada por el sol, con la marca más clara del bañador, aparecía en toda su extensión hasta más abajo de la cintura mientras arqueaba los riñones, desperezándose como un animal hermoso y tranquilo, deslumbrados los ojos por la claridad sucia de la ventana; descubriendo la proximidad de Coy con una sonrisa primero desconcertada y luego cálida, al cabo repentinamente seria, grave, consciente de su desnudez y de la observación de que había sido objeto. Y al fin, el desafío: el giro lento y deliberado ante los ojos del hombre, despojada por completo de las sábanas, boca arriba, una pierna extendida y la otra doblada en ángulo, impúdica, la mano junto al sexo sin llegar a ocultarlo, las líneas del vientre convergiendo hacia la cara interior de los muslos como señales sin retorno, la otra mano abandonada sobre las sábanas. Inmóvil. Y siempre la mirada firme, calma, sus ojos fijos en el hombre que la observaba. Luego, tras unos instantes, ella se deslizó a un lado hasta quedar de rodillas ante el espejo, mostrándole por atrás la desnudez de la espalda y las caderas. Allí, acercando los labios al cristal, dejó escapar el aliento hasta empañarlo; y sin apartar sus ojos de Coy, o de la imagen de Coy, imprimió la huella de su boca en el vaho que empañaba el reflejo. Eso fue lo que hizo. Después se levantó y, poniéndose por el camino una camiseta, fue a sentarse al otro lado de la mesa, junto a la fuente con frutas; peló con los dedos una naranja entera y empezó a comérsela sin separar los gajos, mordiendo la pulpa que se le derramaba por los labios, la barbilla y las manos. Coy fue a situarse frente a ella, sin decir palabra, y de vez en cuando Tánger lo miraba del mismo modo que cuando estaba tendida en la cama, los dedos y la boca teñidos del jugo de la naranja, con la diferencia de que ahora sonreía un poco, apenas. Sonreía y luego se llevaba las muñecas a la boca para chupar el jugo que le corría hasta los codos, y la naranja deshecha entre sus dedos desaparecía en sus labios, y la lengua lamía los espacios entre los dedos, de nuevo los restos de pulpa en las palmas, de nuevo las muñecas. Entonces Coy movió la cabeza como si negase algo. La movió a un lado y a otro antes de suspirar igual que si se le escapara un quejido triste, resignado. Después rodeó la mesa sin apresurarse, atrajo hacia sí a la mujer, y tal como estaba, sentada, con la camiseta sólo alzada hasta las caderas, el sabor de naranja en la boca, buscó el camino de Ítaca en la otra orilla de aquel mar viejo y gris como la memoria.
Regresaron al Dei Gloria cuando pasó la borrasca, después que las últimas nubes se alejaran al amanecer dejando un rastro de arreboles rojos a barlovento. De nuevo el mar fue azul intenso, y el sol iluminó las casitas blancas de la costa llevando al viento de la mano en forma de suave brisa: a rolar a la buena, en palabras del Piloto. Y aquel mismo día, con luz vertical proyectando la sombra de Coy en la superficie del agua, éste volvió a zambullirse con una bibotella de aire comprimido a la espalda para descender a lo largo de la baliza —una de las grandes defensas laterales del Carpanta— que habían fijado con treinta metros de cabo y un nudo cada tres, al extremo de un ancla. Tocó fondo a poca distancia de la banda de babor, a la altura del combés, y nadó a lo largo del casco para comprobar que las marcas fijadas antes de la borrasca continuaban en su sitio. Después consultó el plano que traía dibujado con lápiz de cera en una tablilla de plástico, calculó las distancias con ayuda de una cinta métrica, y empezó a desescombrar el tambucho de popa, petrificado y recubierto de incrustaciones marinas. Con una palanca de hierro y una piqueta rompió las tablas podridas, que se deshicieron en una nube de suciedad. Trabajaba despacio, procurando no hacer esfuerzos que acelerasen su necesidad de aire. A veces se retiraba un poco para descansar mientras se posaban los sedimentos y recobraba visibilidad. De ese modo desmontó el tambucho, y cuando el agua se aclaró un poco pudo asomar la cabeza dentro, como había hecho el día anterior en la bodega del bulkcarrier. Esta vez metió con cuidado el brazo con la linterna e iluminó las revueltas entrañas del bergantín, donde peces desorientados por la luz nadaban enloquecidos buscando rutas de escape. La linterna devolvía el color natural, anulando la monotonía del verde de las profundidades; había anémonas, estrellas de mar, formaciones coralinas rojas y blancas, algas multicolores que se agitaban suavemente, y las escamas fugitivas de los peces cortaban el haz iguales a navajas de plata. Coy vio un taburete de madera en apariencia bien conservado, caído contra un mamparo y cubierto de verdín: podían distinguirse los adornos en espiral tallados en sus patas. Exactamente bajo el tambucho había algo que parecía una cuchara llena de adherencias, y junto a ella asomaba la parte inferior de un farol de petróleo con el latón cuajado de caracolillo, medio enterrado en un montoncito de arena que se había ido filtrando entre la tablazón podrida. Describiendo un arco con la linterna, Coy vio los restos de lo que parecía una alacena aplastados en un rincón; y entre una pila de tablas rotas pudo apreciar rollos de cabullería erizados de filamentos pardos, y objetos de metal y loza: picheles, jarras, un par de platos y botellas, recubierto todo por una finísima capa de sedimentos. Sin embargo, en otros aspectos el panorama no era tan alentador: los baos que sostenían la cubierta habían cedido en muchos sitios, y media cámara era un desorden de maderas y montones de arena que se había filtrado por el costillar roto. El haz de la linterna iluminaba huecos suficientes para moverse por el interior con muchas precauciones, siempre que no cedieran las cuadernas y baos que mantenían la estructura del casco. Era más prudente, resolvió, levantar cuanta tablazón de la toldilla fuese posible y actuar desde fuera, a cielo abierto, retirando el maderamen con ayuda de flotadores de aire que redujeran el esfuerzo. Eso haría más lento el trabajo; pero resultaba preferible a que el Piloto o él se vieran atrapados dentro, al menor descuido.
Se quitó con mucho cuidado la bibotella, pasándola hacia adelante sobre su cabeza; inspiró una buena bocanada de aire y la dejó en la cubierta, con la boquilla sujeta bajo los grifos. Después introdujo medio cuerpo por el tambucho, precavido en no engancharse con nada, y alumbrando con la linterna se acercó al farol semienterrado hasta que pudo alcanzarlo. Era muy ligero, y lo desprendió del fondo sin dificultad. En ese momento vio los ojos de un gran mero que lo observaba boquiabierto desde un agujero bajo un mamparo. Lo saludó agitando la mano, y luego retrocedió de espaldas y poco a poco hasta encontrarse de nuevo a la altura de la cubierta, atento a que no se le escapara ni un soplo del aire que necesitaría para vaciar la boquilla de la reductora y respirar de nuevo. Mordió la boquilla, sopló en la reductora burbujeante y aspiró aire fresco sin problemas; luego se pasó la bibotella a la espalda, cerrándose los atalajes. En su muñeca, el reloj Seiko sumergible del Piloto indicaba que había pasado 35 minutos allí abajo. Era hora de ascender, detenerse a la altura del nudo que marcaba los 3 metros y aguardar los 7 minutos requeridos por las tablas de descompresión. Así que dio cinco tirones sucesivos del cabo de kevlar que lo mantenía unido a una cornamusa del Carpanta y empezó a subir despacio con el farol en las manos, a menos velocidad que sus propias burbujas de aire, viendo clarear el agua de la penumbra verdosa al verde, y de éste al azul. Antes de llegar arriba se detuvo en la marca de los tres metros, agarrado al nudo del cabo, con la sombra negra del velero inmóvil sobre su cabeza, bajo la superficie cuyos reflejos parecían vidrio esmerilado. En ese momento el vidrio se rompió en la espuma de una zambullida, y Tánger, con gafas de buceo y los cabellos ondeando en el agua, bajó dando brazadas hasta Coy. Nadaba a su alrededor como una extraña sirena, y la luz que se filtraba desde arriba empalidecía su piel moteada, haciéndola parecer insólitamente desnuda y vulnerable. Le mostró el farol del Dei Gloria, y vio abrirse mucho sus ojos, maravillados, tras el cristal de la máscara.
Durante cuatro días, turnándose en inmersiones sucesivas, Coy y el Piloto levantaron parte de la cubierta del bergantín a la altura de la cámara. Desescombraban retirando la tablazón podrida de arriba abajo, rompiendo con palancas de hierro y piquetas, procurando no afectar la estructura de cuadernas y baos que mantenía la forma del casco bajo la toldilla. Para levantar las maderas grandes recurrían al principio de Arquímedes, procurando un volumen de aire equivalente al peso de cada objeto a levantar: una vez liberadas las maderas gruesas, usaban flotadores semejantes a paracaídas de plástico con cabos de nylon, que llenaban con el aire comprimido de botellas de reserva arriadas por la vertical del Carpanta con ayuda de un cabo. El trabajo resultaba lento y agotador; a veces la nube de sedimentos era muy espesa, e impedía la visibilidad hasta el extremo de que se veían obligados a descansar para que el agua aclarase de nuevo.
Había huesos humanos. Aparecían entre la tablazón del barco o semienterrados en la arena, a veces con fragmentos de lo que fueron sus cinturones o zapatos. Como el cráneo con un boquete en un parietal que Coy encontró bajo una fina capa de sedimentos, junto a una de las portas, y que volvió a enterrar en la arena, con un impulso de respeto atávico. Los tripulantes del Dei Gloria seguían allí, tripulando su barco hundido; y a veces, cuando se movía entre las maderas sombrías del bergantín con la única compañía de su respiración en la reductora de aire comprimido, Coy podía sentirlos próximos en la semioscuridad verde que lo rodeaba.
Hacían balance cada noche a la luz de la camareta, en reuniones que parecían consejos de guerra presididos por Tánger, con los planos del bergantín delante; Coy y el Piloto abrigados con jerseys pese a la temperatura suave, para templar el frío que traían consigo tras demasiadas horas de inmersión. Luego Coy dormía un sopor pesado, desprovisto de sueños o imágenes, y a la mañana siguiente volvía a zambullirse de nuevo. Tenía la piel como los garbanzos a remojo.
En la tercera jornada, cuando ascendía dispuesto a detenerse en la marca de los tres metros para purgar el nitrógeno disuelto en la sangre, miró hacia arriba y quedó estupefacto: la silueta oscura de otro casco se mecía junto al Carpanta, en la creciente marejada. Subió a la superficie sin completar la descompresión, con una punzada de alarma que se intensificó al encontrar allí la patrullera de la guardia civil. Se había acercado a echar un vistazo, curiosos sus tripulantes ante la inmovilidad del Carpanta. Por fortuna, el teniente al mando de la embarcación era conocido del Piloto; y lo primero que captó Coy al emerger fue una ojeada tranquilizadora de éste; todo estaba bajo control. El teniente y él fumaban y conversaban pasándose la bota de vino de barco a barco, mientras un par de guardias jóvenes vestidos con monos verdes y zapatillas de deporte dirigían miradas nada suspicaces a Tánger, que leía en la cubierta de popa, gafas de sol, bañador, sombrero de lona y aparente indiferencia respecto a la escena. La historia que el Piloto acababa de contar en frases sueltas, sin darle excesiva importancia, sobre unos turistas aficionados al buceo que alquilaban su barco, y la supuesta búsqueda deportiva de un pesquero naufragado un par de años atrás en aquellas mismas aguas —el Leo y Vero, de Torrevieja— le había parecido razonable al teniente; en especial cuando supo que el hombre que salía del agua y los saludaba con la mano tras colgar la bibotella por su atalaje en la escala de popa, el aire vagamente sorprendido, era nativo de Cartagena y oficial de la marina mercante. La patrullera se marchó después de que el teniente se conformara con echar un vistazo a la licencia de buceo de Coy y recomendar que la renovara, pues llevaba caducada año y medio; y en cuanto estuvo media milla al otro extremo de una estela recta y blanca, y Tánger cerró el libro del que había sido incapaz de leer una sola línea, y los tres se miraron con silencioso alivio, Coy volvió a echarse al agua con la bibotella de aire comprimido, bajó hasta la marca de los tres metros y se quedó allí, rodeado de medusas blancas y pardas que pasaban despacio, llevadas por la corriente, hasta que se diluyeron las burbujas de nitrógeno que la precipitada emersión empezaba a formar en su sangre.
Al quinto día la toldilla del bergantín estaba lo bastante desescombrada para una primera exploración seria. Casi toda la tablazón de cubierta había desaparecido, y la estructura desnuda del casco en la popa descubría parte de la cámara del capitán, los restos de un mamparo intacto, un pañol y la camareta contigua, que era la de los pasajeros. De ese modo, a cielo abierto, Coy pudo empezar la búsqueda desenterrando el desorden de objetos, restos y fragmentos de madera que se amontonaba formando una capa de casi un metro de espesor. Excavaba con las manos enguantadas y una pala de mango corto, arrojando los restos inútiles por la borda, fuera del casco, deteniéndose de vez en cuando para retirarse un poco hasta que se posaba la nube de sedimentos. De ese modo desenterró cosas que en otro momento habrían despertado su curiosidad; pero que ahora se limitaba a descartar, impaciente: herrajes diversos, jarras de peltre, un candelabro, fragmentos de vidrio y alfarería. Dio también con parte de un sable cuya hoja había desaparecido por la corrosión; era una empuñadura de bronce, grande, con el muñón de una hoja ancha y enormes guardas para proteger la mano: un sable sin otra utilidad que tajar carne humana durante los abordajes. Encontró también, aglomerado por adherencias marinas, un bloque de balas de mosquete que conservaba la forma de la caja donde se había hundido, pese a que la madera ya no existía. Enterrada en la arena halló media puerta que conservaba los herrajes y la llave en su cerradura; también balas redondas de cañón de cuatro libras, clavos petrificados de hierro con el interior desvanecido en manchas de óxido, y otros de bronce que se conservaban en mejor estado. Bajo las tablas deshechas de una alacena dio con tazones y platos de cerámica de Talavera milagrosamente enteros y limpios, hasta el punto de que podían leerse las marcas de los fabricantes. Halló una pipa de barro, dos mosquetes llenos de caracolillo, discos ennegrecidos y pegados unos con otros que parecían monedas de plata, la ampolleta rota de un reloj de arena, y también una regla articulada de latón, que alguna vez trazó rumbos sobre las cartas de Urrutia. Por seguridad, y en especial tras la visita de la guardia civil, habían decidido no subir al Carpanta ningún objeto que pudiera despertar sospechas; pero Coy hizo una excepción cuando desenterró un instrumento cubierto de adherencias calcáreas: estaba originalmente compuesto de metal y madera, aunque ésta se deshizo entre sus dedos cuando lo sacudió para limpiarlo, conservando sólo un brazo con piezas sujetas en su parte superior, y un arco en la inferior. Emocionado, lo identificó sin dificultad: tenía en la mano las partes metálicas, latón o bronce, correspondientes al brazo y al limbo graduado de un antiguo octante: el que tal vez había utilizado el piloto del Dei Gloria para establecer la latitud. Era un buen trueque, pensó. Un octante del siglo XVIII a cambio del sextante que había vendido en Barcelona. Lo puso aparte, de modo que fuese fácil recuperarlo más tarde. Pero lo que realmente conmovió sus entrañas fue lo que halló en un ángulo del pañol, cubierto de minúsculos filamentos pardos tras las tablas de un cofre: un simple rollo de cabo perfectamente adujado, con un nudo bien azocado en las dos últimas vueltas, tal y como lo habían dejado allí las manos expertas de un marinero concienzudo, conocedor de su oficio. Aquel rollo de cabo intacto afectó a Coy más que todo lo demás, incluidas las osamentas de los tripulantes del Dei Gloria. Mordió la boquilla de caucho para reprimir una mueca amarga: la tristeza infinita que sentía agolpársele en la garganta y la boca a medida que ampliaba el rastro de los tripulantes muertos en el naufragio. Dos siglos y medio antes, hombres como él, marinos acostumbrados al mar y a sus peligros, tuvieron aquellos objetos en sus manos. Habían calculado rumbos con la regla de latón, adujado el cabo, medido los cuartos de guardia dándole vueltas a la ampolleta de arena, obtenido la altura de los astros con el octante. Habían trepado a las resbaladizas vergas luchando contra el viento que pugnaba por arrancarlos de los obenques, y habían aullado su miedo y su valor humilde en la oscilante arboladura, recogiendo lona entre los dedos ateridos, dando la cara a temporales del noroeste en el Atlántico, a mistrales o lebeches asesinos del Mediterráneo. Habían peleado a cañonazos, roncos de gritos, grises de pólvora, antes de irse al fondo con la resignación de los hombres que hacen bien su trabajo y venden cara su piel. Ahora los huesos de todos ellos estaban esparcidos alrededor, entre los restos del Dei Gloria. Y Coy, moviéndose lentamente bajo el penacho de burbujas que ascendía recto en aquella penumbra semejante a un sudario, se sentía como el saqueador furtivo que viola la paz de una tumba.
La luz del portillo se balanceaba despacio sobre la piel desnuda de Tánger. Era una mancha de sol pequeña, cuadrangular, que subía y bajaba con el movimiento del barco, y que se deslizó por sus hombros y su espalda cuando ella se separó de Coy, aún sofocada por el esfuerzo, boqueando como un pez fuera del agua. Tenía el cabello, que los días de mar habían descolorido en las puntas hasta volverlo casi blanco, pegado a la cara por el sudor. Y ese sudor le chorreaba por la piel haciendo relucir la chapa de soldado al extremo de la cadena de plata; dejándole regueros entre los senos y depositando gotitas en la parte superior de los labios y las pestañas. El Piloto estaba veintiséis metros más abajo, trabajando en su turno de inmersión; el sol casi vertical hacía arder la camareta como un horno, y Coy, recostado en el banco bajo la escala que conducía a cubierta, dejaba resbalar sus manos por los flancos húmedos de la mujer. Se habían abrazado allí mismo, inesperadamente, cuando él se quitaba la chaquetilla de buceo y buscaba una toalla después de estar media hora en el pecio del Dei Gloria, y ella pasó por su lado, rozándolo de modo involuntario. Y de pronto la fatiga de él desapareció de golpe, y ella se quedó muy quieta, mirándolo con aquella reflexión silenciosa con que lo miraba a veces; y un instante después estaban enlazados al pie de la escala, acometiéndose con tanta furia como si se odiaran. Ahora él se apoyaba en el respaldo, desfallecido, y ella se apartaba despacio, inexorablemente, volviéndose hacia un costado y liberando en el gesto la carne húmeda de Coy, con aquella mancha de sol que le resbalaba por encima, y la mirada, que de nuevo era azul metálica, azul oscura, azul marino, azul de hierro pavonado, vuelta hacia arriba, a la claridad y el sol que entraban desde cubierta por el tambucho. Entonces Coy, desde abajo, todavía recostado, la vio ascender desnuda por la escala como si se marchara para siempre. Pese al calor sintió un escalofrío recorrerle la piel, exactamente en aquellos lugares que conservaban su huella; y de pronto pensó: un día será la última vez. Un día me dejará, o moriremos, o envejeceré. Un día desaparecerá de mi vida, o yo de la suya. Un día no tendré más que imágenes para recordar, y después no tendré ni siquiera vida con que recomponer esas imágenes. Un día se borrará todo, y quizás hoy mismo sea la última vez. Por eso la estuvo mirando todo el tiempo ascender por la escala del tambucho hasta que desapareció en cubierta, mientras grababa hasta el último detalle en su memoria. Lo hizo con mucha atención, y lo último que retuvo de aquella imagen fue una gota de semen que se deslizaba lenta por la cara interior de uno de sus muslos, y que al llegar a la rodilla reflejó de pronto la luz ámbar de un rayo de sol. Luego ella desapareció de su campo de visión, y Coy escuchó el rumor de una zambullida en el mar.
Aquella noche la pasaron fondeados sobre el Dei Gloria. La aguja de la veleta giraba indecisa junto a la bombilla encendida en lo alto del mástil, y el agua llana reflejaba como un espejo el destello intermitente del faro de Cabo Palos siete millas al nordeste. Salieron tantas estrellas que el cielo parecía acercarse al mar; y hasta que fueron demasiadas para distinguirlas con facilidad, Coy estuvo sentado en la cubierta de popa, mirándolas y trazando entre ellas líneas imaginarias que permitían identificarlas. El triángulo de verano empezaba a ascender hacia el sudeste, y podía observarse un rastro de la Cabellera de Berenice, la última en desaparecer de todas las constelaciones de primavera. Hacia el este, reluciente sobre el paisaje negro como la tinta, el cinto del cazador Orión era muy visible; y prolongando una recta de Aldebarán a él, sobre el Can Mayor, encontró la luz salida ocho años antes de Sirio, la estrella doble más brillante del cielo, allí donde la Vía Láctea prolongaba su estela en dirección sur, camino de las regiones del Cisne y del Águila. Todo aquel mundo de luces e imágenes míticas se movía lentamente sobre su cabeza; y él, como en el centro de una singular esfera, participaba de su silencio y su paz infinita.
—Ya no me enseñas nombres de estrellas, Coy.
No la oyó acercarse hasta que estuvo a su lado. Fue a sentarse muy cerca, pero sin rozarlo; los pies en los peldaños de popa.
—Te he enseñado cuantos sé.
El agua chapoteó un poco cuando ella introdujo los pies descalzos. A intervalos, el resplandor del faro afirmaba el contorno impreciso de su sombra.
—Me pregunto —dijo— qué recordarás de mí.
Había hablado con suavidad, en voz baja. Y no era una pregunta sino una confidencia. Coy reflexionó sobre ello.
—Es pronto para saberlo —repaso al fin—. Todavía no ha terminado.
—Me pregunto qué recordarás cuando haya terminado.
Coy encogió los hombros, sabiendo que ella no podía ver el gesto. Y hubo un silencio.
—No sé qué más esperas —añadió Tánger al poco rato.
Él siguió callado. Desde la camareta llegaba el rumor de la radio VHF: eran las diez y cuarto, y el Piloto escuchaba el parte meteorológico para el día siguiente. La sombra de la mujer permanecía inmóvil:
—Hay viajes —murmuró— que sólo podemos hacer solos.
—Como morir.
—No hables de eso —protestó ella.
—Morir solos, ¿recuerdas? Como Zas… Una vez me contaste tu miedo a que eso te ocurra a ti.
—Calla.
—Me pediste que estuviera cerca. Que lo jurase.
—Calla.
Coy se dejó caer hasta apoyar la espalda en las tablas de cubierta, con la bóveda celeste desplegada ante sus ojos. La silueta oscura se inclinó sobre él: un agujero negro en las estrellas.
—¿Qué podrías hacer tú?
—Darte la mano —respondió Coy—. Acompañarte en ese viaje, para que no te vayas sola.
—No sé cuándo ocurrirá. Nadie lo sabe.
—Por eso quiero estar contigo. Aguardando.
—¿Harías eso?… ¿Te quedarías conmigo sólo por aguardar?… ¿Por no dejarme ir sola cuando llegue la hora?
—Claro.
La silueta oscura dejó libre el cielo. Ella se ladeaba, apartándose. Miraba el agua en tinieblas, o el firmamento.
—¿Qué estrella es ésa?
Coy siguió la dirección señalada por el trazo oscuro de su mano.
—Régulus. La garra delantera del León.
Tánger parecía vuelta hacia lo alto, buscando el animal descrito en las luces que parpadeaban allá arriba. Un momento después volvió a agitar los pies en el agua.
—Quizá yo no te merezca, Coy.
Lo dijo en voz muy baja. Él cerró los ojos mientras exhalaba despacio el aliento.
—Eso es cosa mía.
—Te equivocas. No es cosa tuya.
Se quedó callada, haciendo ruido en el mar. Sus pies seguían removiendo el agua negra.
—Eres un buen tipo —dijo de pronto—. De verdad que lo eres.
Coy abrió los ojos para llenarse los ojos de estrellas, y soportar la congoja que le subía desde el pecho. De pronto se sentía desvalido. No osaba moverse, como si temiera que al hacerlo el dolor se tornara insoportable.
—Mejor que yo misma —proseguía ella—, y que cuantos he conocido. Lástima que…
Se interrumpió, y su tono era distinto cuando habló de nuevo. Más duro y seco, y definitivo:
—Lástima que.
Sobrevino un nuevo silencio. Una estrella fugaz se desplomó lejos, hacia el norte. Un deseo, pensó Coy. Debo pedir un deseo. Pero la minúscula centella se extinguió antes de que pudiera formular un pensamiento adecuado.
—¿Dónde estabas cuando gané mi copa de natación?
Que ella se quede conmigo, pidió al fin. Pero ya no había estrellas fugaces en el firmamento helado, comprobó. Todas eran fijas e implacables.
—Viviendo —respondió—. Me preparaba para conocerte.
Habló con sencillez, y después calló de nuevo. Había un rastro de claridad en el rostro oscuro de Tánger. Un doble reflejo muy tenue. Ella lo estaba mirando:
—Eres un buen tipo.
Tras repetir aquello, la sombra se inclinó más, y él sintió la boca húmeda de la mujer en la suya. Después Tánger se puso en pie.
—Ojalá —dijo— encuentres pronto un buen barco.
El entramado de plomo de una lumbrera conservaba todavía restos de vidrio. Se apartó un poco para dejar que reposara la nube de sedimentos y luego siguió trabajando. Había llegado a un lugar de la cámara donde la arena volvía a llenar el hueco apenas retirada, y tenía que hacer constantes idas y venidas con la pala corta para echarla por la borda. Eso lo fatigaba mucho y le hacía gastar más aire del conveniente; sus burbujas subían a la superficie a un ritmo superior al normal, así que dejó la pala a un lado y fue hasta los restos de una cuaderna, apoyándose en ella para descansar un poco y convencer a sus pulmones de que fuesen menos exigentes. Bajo sus pies había una bala de cañón encadenada, de las que se utilizaban para romper la jarcia del enemigo, que el Piloto había desenterrado en la inmersión precedente. Su estado de conservación era más que razonable, gracias a la arena que la protegió durante dos siglos y medio; tal vez fuese una de las disparadas por el corsario, que había terminado allí su recorrido tras hacer unos cuantos destrozos en la cabullería y el velamen del bergantín. Bajó un poco para verla mejor —lo que discurre un hombre para reventar a otro, pensaba—, y entonces, por un agujero en la base de un mamparo, vio asomar muy cerca la cabeza de una morena. Era grande, un palmo de gruesa, con siniestro tono oscuro. Abría las fauces malhumorada por la intrusión en su territorio de aquel extraño ser burbujeante. Coy retrocedió con prudencia ante la boca abierta, cuyos dientes podían llevarle medio brazo de un mordisco, y fue hasta el fusil submarino que pendía del cabo con los flotadores deshinchados y las otras herramientas. Cargó el arpón tensando las gomas y regresó donde la morena. Detestaba matar peces; pero no era cosa de trabajar entre tablas podridas con la amenaza de unos dientes ganchudos y venenosos en el cogote. El animal seguía en guardia bajo el mamparo, defendiendo la entrada de su agujero doméstico: hogar dulce hogar. Mantuvo los ojos malignos fijos en Coy cuando éste se acercó empuñando el fusil y lo puso ante sus fauces abiertas. No es nada personal, compañera. Sólo tienes mala suerte. Apretó el gatillo, y la morena se debatió ensartada, dándole furiosas dentelladas al vástago de acero que le asomaba por la boca, hasta que Coy sacó el cuchillo y le cortó la médula espinal a la altura de la nuca.
Volvió al trabajo, desescombrando un ángulo de la cámara donde se habían amontonado maderas y objetos. La arena llenaba una y otra vez los huecos abiertos por sus manos, y el caracolillo y los restos de metal le habían convertido los guantes en jirones —era el tercer par que rompía allí abajo—, y los dedos en un eccehomo de cortes y arañazos. Dio con el cañón de una pistola cuya culata de madera había desaparecido, y también con un crucifijo que parecía de plata, negro y cubierto de adherencias, y con un zapato de cuero casi intacto, con su hebilla. Después retiró unas tablas que se partieron bajo la piqueta, ascendió un poco para que se desvaneciera la nube de sedimentos, y al bajar de nuevo vio un bloque oscuro cubierto de adherencias rojizas y pardas. A simple vista parecía un ladrillo grande, rectangular. Quiso moverlo y le pareció adherido al fondo. Y es imposible, se dijo. Los cofres de los tesoros tienen una tapa que se abre y muestra el interior reluciente, las perlas y las joyas y las monedas de oro. Y las esmeraldas. Los cofres de los tesoros no tienen la apariencia anodina de un bloque calcáreo y oxidado, ni aparecen por las buenas bajo un zapato viejo y unas cuantas tablas. De modo que es imposible que esto que tengo delante sea lo que andamos buscando. Esmeraldas grandes como nueces, iris del Diablo y cosas así. Es demasiado fácil.
Excavó la arena alrededor del bloque de adherencias, iluminándolo con la linterna para comprobar sus colores reales. Debía de tener dos palmos de largo, otros dos de ancho y un poco menos de fondo; y los ángulos conservaban cantoneras de bronce que teñía en verde las incrustaciones y el caracolillo próximo. El resto estaba cubierto por una costra rígida y quebradiza, con restos de madera podrida y manchas de herrumbre. Bronce, madera y hierro en descomposición, había previsto Tánger; y también había dicho que en caso de encontrar algo con esas características, tenía que manejarse con cuidado. Nada de golpes ni de hurgar en su interior. Las esmeraldas, si es que se trataba de ellas, estarían adheridas unas a otras en un bloque calcáreo que debía deshacerse por medios químicos. Y las esmeraldas eran muy frágiles.
Liberó el bloque de la arena con poco esfuerzo. No parecía muy pesado, al menos en el agua; pero sin duda era un cofre. Se quedó quieto casi un minuto, respirando pausadamente, dejando salir burbujas a un ritmo cada vez más lento, hasta que se tranquilizó un poco y el pulso dejó de batirle en las sienes y el corazón volvió a golpear con normalidad bajo la chaquetilla de neopreno. Tómalo con calma, marinero. Cofre o no cofre, tómatelo con mucha calma. Sé flemático por una vez en tu vida, porque los nervios son incompatibles con el hecho de respirar a veintiséis metros de profundidad aire comprimido a doscientas atmósferas de presión. Así que se quedó allí un rato, y luego fue en busca de uno de los flotadores de plástico, fijó una red de malla muy fina en forma de bolsa al extremo de las drizas, y la aseguró al grillete con un as de guía. Puso el bloque en la red, y con su propia boquilla dejó escapar un poco de aire comprimido para hinchar a medias el flotador. Después, pese a las instrucciones de Tánger, hurgó un poco en el bloque con la punta del cuchillo, desprendiendo parte de la costra, sin encontrar nada especial. Hurgó un poco más, y un trozo como medio puño se desprendió del resto. Lo cogió para mirarlo más de cerca a la luz de la linterna, y entonces un fragmento de ese trozo se desprendió, cayendo muy despacio hasta posarse en la arena del fondo. Era una piedra traslúcida de formas irregulares y con aristas rectas, poliédricas. De color verde esmeralda.