Aunque hablo del Meridiano como uno solo, no es así, pues son muchos; porque todos los hombres o navíos tienen distintos meridianos, cada uno el suyo particular.
Manuel Pimentel. Arte de navegar
Navegaban hacia el este hendiendo la bruma del amanecer a lo largo del paralelo 37° 32’, con un ligero desvío del rumbo al norte para ganar un minuto de latitud. Atornillado en su mamparo, el barómetro de latón tenía la aguja inclinada a la derecha: 1.022 milibares. No había viento, y los listones de la cubierta se estremecían con el trepidar suave del motor. La niebla empezaba a desvanecerse; y aunque todavía era gris en la estela, a proa filtraba deslumbrantes rayos de sol y tonos dorados, y por el través de babor se distinguían a veces, difuminadas y muy altas, las fantasmales cortaduras pardas de la costa.
Arriba, en la bañera, el Piloto vigilaba el rumbo. Y abajo en la camareta, inclinada con paralelas, compás, lápiz y goma de borrar, como una alumna aplicada que preparase un examen difícil, Tánger cuadriculaba la carta 464 del Instituto Hidrográfico de la Marina: De cabo Tiñoso a cabo de Palos. Sentado junto a ella, con una taza de café y leche condensada en las manos, Coy la miraba trazar líneas y calcular distancias. Habían trabajado toda la noche, sin dormir; y cuando el Piloto se despertó y largó amarras antes de que levantara el día, ya habían establecido sobre el papel la nueva zona de búsqueda, con el centro situado en los 37° 33’ norte y 0° 45’ oeste: el rectángulo sobre la carta que ahora Tánger, a la luz de la mesa de cartas, con paciencia y mucho cuidado por las suaves oscilaciones del Carpanta, dividía en franjas de cincuenta metros de anchura. Un área de milla y media de alto por dos y media de ancho, al sur de Punta Seca, seis millas al sudoeste del cabo de Palos:
… Pero ocurrió que después que el viento roló al norte y teniendo ya avistado el cabo al nordeste, al forzar vela en evitación de la caza de que era objeto, tuvo la mala fortuna de faltar el mastelero del trinquete, entablándose combate vivísimo casi a tocapenoles. Perdióse el palo trinquete con casi toda la gente de cubierta muerta o fuera de combate por tirarle el otro con metralla y a ras de bordas; pero cuando el jabeque se disponía a abarloarse para el abordaje, el incendio de una de sus velas bajas, según cree haber visto el declarante, corrióse a alguna carga de pólvora, a resultas de lo cual quedó volado el jabeque con la mala fortuna de que la explosión también derribó el palo mayor del bergantín, enviándolo a éste a pique. Según el declarante no hubo más supervivientes que él, que se salvó por saber nadar y a bordo de la lancha que el bergantín había largado al iniciar combate, pasando allí el resto del día y la noche, hasta que sobre las once horas del día siguiente fue rescatado seis millas al sur de esta plaza por la tartana Virgen de los Parales. Según el declarante, el hundimiento del bergantín y del jabeque se produjo a dos millas de la costa en 37° 32’ N - 4° 51’ E, posición que coincide con la anotada en media hoja de papel que llevaba en su bolsillo al ser rescatado, por habérsela confiado el piloto una vez establecida en una carta esférica de Urrutia para trasladarla al libro de a bordo, y no disponer de tiempo para anotarla a causa de la rapidez con que se entabló combate. Quedó internado el declarante bajo cuidado médico en el hospital de Marina de esta ciudad en espera de otras diligencias. Solicitó al día siguiente el Excmo. Sr. Almirante nuevas averiguaciones sobre ciertos puntos de este suceso, dándose la circunstancia de que el declarante había abandonado las dependencias del hospital durante la noche, sin que hasta el momento haya noticias de su paradero. Circunstancia sobre la que el Excmo. Sr. Almirante ha ordenado se inicien las diligencias oportunas sin perjuicio de la depuración de responsabilidades. Fechado en la Capitanía de Marina de Cartagena, a ocho de febrero de mil setecientos sesenta y siete. Teniente de navío Francisco Dolarea.
Todo encajaba. Lo discutieron del derecho y del revés con la copia de la declaración del pilotín sobre la mesa, analizando cada costura de aquella broma póstuma, exasperante, con la que los fantasmas de los dos jesuitas y los marinos hundidos en el Dei Gloria se habían burlado de ellos y de todos. La 464 desplegada ante los ojos, un compás de puntas en la mano, el trazado de la costa en la parte superior de la carta —cabo Tiñoso a la izquierda, cabo de Palos a la derecha y el puerto de Cartagena en el centro—, Coy había calculado fácilmente las dimensiones del error: aquella noche del 3 al 4 de febrero de 1767, con el corsario pegado a su popa, el bergantín navegó mucho más rápido y lejos de lo que pensaban. Y al amanecer, el Dei Gloria no se encontraba al sudoeste del cabo Tiñoso y de Cartagena, sino que ya había rebasado esas longitudes y navegaba más hacia levante. Estaba al sudeste del puerto, y el cabo que avistaba por su proa, al nordeste, no era el cabo Tiñoso sino el cabo de Palos.
Tánger había terminado. Puso sobre la carta el lápiz y las paralelas y se quedó mirando a Coy.
—Por eso torturaron durante dieciocho años al abate Gándara… Buscaron el barco en la posición que dio el pilotín. Quizá hasta bajaron con buzos o campanas de aire, y no encontraron nada porque el Dei Gloria no estaba allí.
La falta de sueño marcaba cercos oscuros bajo sus ojos, haciéndola parecer mayor. Menos atractiva y más fatigada.
—Cuéntame ahora qué ocurrió —dijo—. Tu versión final.
Él observó la 464. Estaba sobre la reproducción de la carta de Urrutia, llena también de trazos de lápiz y anotaciones. El dibujo marrón de la costa, la franja azul de las sondas mínimas, la recorrían ascendiendo en suave diagonal hasta la punta de Palos y las islas Hormigas, visibles en el extremo superior derecho de la carta. Todos los accidentes geográficos estaban a la vista, de oeste a este: cabo Tiñoso, el puerto de Cartagena, la isla de Escombreras, cabo de Agua, la ensenada de Portman, cabo Negrete, Punta Seca, cabo de Palos… Quizás aquella noche el viento del sudoeste había sido más fuerte, explicó Coy. Veinticinco o treinta nudos. O tal vez el capitán Elezcano asumió antes el riesgo de forzar la arboladura desplegando más trapo. También pudo ocurrir que el viento rolara al norte convirtiéndose en terral mucho antes del alba, y que el corsario, buen ceñidor gracias al foque del bauprés y las velas latinas de sus palos trinquete y mesana, hubiera ganado barlovento interponiéndose entre el bergantín y Cartagena, para impedirle refugiarse en ese puerto. También cabía la posibilidad de que, en el curso de alguna maniobra nocturna para despistar al corsario, el Dei Gloria se hubiera alejado peligrosamente de su único abrigo posible. O puede que el capitán, testarudo y riguroso, tuviera órdenes estrictas de no tocar más puerto que el de Valencia, a fin de que las esmeraldas no corriesen el peligro de caer en otras manos.
Intentó describir las primeras luces, la todavía confusa línea de la costa, las miradas inquietas del capitán y el piloto intentando saber dónde se encontraban exactamente, y la desolación al descubrir que el corsario seguía allí, dándoles caza y cada vez más cerca, sin que hubieran logrado engañarlo en la oscuridad. De cualquier modo, con esa primera claridad, mientras el capitán miraba arriba, hacia la arboladura, preguntándose si aguantaría tanta lona navegando de bolina, el piloto fue a la banda de babor y tomó demoras a tierra para establecer la posición. Sin duda obtuvo demoras simultáneas, y lo hizo situando en los 345° el Junco Grande, cabo Negrete en los 295°, y cabo de Palos en los 30°. Después llevaría la intersección de esas tres líneas sobre la carta, para establecer allí la posición del bergantín. No resultaba difícil imaginar al piloto con el catalejo y la alidada o el círculo de marcar sobre la magistral, ajeno a todo cuanto no fuera el procedimiento técnico de su oficio; y el pilotín a su lado, papel y lápiz listos para anotar las observaciones, mirando de reojo las velas del corsario enrojecidas por la luz horizontal del amanecer, cada vez más próximas. Luego, a toda prisa, abajo para el cálculo sobre la carta de Urrutia, y el pilotín corriendo de vuelta a la toldilla por la cubierta inclinada por la escora, el papel con los resultados en la mano, mostrándoselo al capitán justo en el momento en que arriba, en lo alto, el mastelero se partía con un crujido y todo se iba abajo, y el capitán ordenaba cortar aquello, echarlo por la borda y prevenirse los artilleros, y el Dei Gloria daba la guiñada trágica que lo enfrentaría a su destino.
Se calló, al advertir un estremecimiento en su propia voz. Marinos. A fin de cuentas aquellos hombres eran marinos, como él. Buenos marinos. Podía notar hasta el último de sus miedos y sensaciones con tanta exactitud como si él mismo hubiera estado a bordo del Dei Gloria.
Tánger lo miraba con atención.
—Cuentas bien las cosas, Coy.
Él se tocó la nariz. Contemplaba a través del portillo la luz abriéndose paso entre la bruma, a medida que el sol ascendía sobre el difuso círculo gris. También veía la proa del corsario Chergui apareciendo poco a poco ante una de las portas abiertas del bergantín.
—No es difícil —dijo—… En cierto modo no es difícil.
Entornaba los ojos. Sentía la boca seca, el sudor en el torso desnudo, empapado el trapo que acababa de anudarse en torno a la frente. Porque en ese momento, inclinado tras el negro cañón de cuatro libras entre el humo de las mechas encendidas, escuchaba la respiración de sus compañeros agazapados junto a la cureña con el atacador, la lanada y el sacatrapos a punto, listos para aflojar trincas, limpiar, cargar y disparar de nuevo.
—De cualquier modo —añadió tras unos instantes—, yo no digo que las cosas ocurrieran así.
—¿Y cómo explicas la posición del pilotín?
Coy encogió los hombros. El fragor del cañoneo y los astillazos que sonaban en su cabeza se apagaron lentamente. Ahora su dedo indicaba un punto sobre la carta, antes de describir una línea diagonal hacia el sudoeste.
—Igual que la explicamos antes —dijo—. Con la diferencia de que el viento que soplaba tras el naufragio, haciendo derivar el esquife, no era noroeste, sino nordeste. El terral de la madrugada pudo rolar unas cuartas a levante cuando el sol estuvo alto: entonces arrastró al pilotín mar adentro, acercándolo a la vertical de Cartagena, unas pocas millas al sur, donde al día siguiente fue rescatado.
Tampoco eso era difícil de imaginar, pensó, observando la línea de deriva sobre el papel marcado con los números de las sondas. El muchacho solo en su botecito al garete, aturdido, achicando agua. El sol y la sed, el mar inmenso y la costa cada vez más lejana, inalcanzable. La duermevela boca abajo para evitar que las gaviotas le picoteasen la cara, la cabeza alzada de vez en cuando para mirar alrededor, abatida luego con desesperanza: sólo el mar impasible, con los secretos bien guardados en sus entrañas. Y arriba, en la superficie rizada por la brisa, otro Ismael flotando sobre la tumba azul de sus camaradas.
—Es extraño que no diese la posición real del Dei Gloria —dijo Tánger—. Un chiquillo como él no podía ser consciente de todas las implicaciones.
—No era tan chiquillo. Embarcaban muy jóvenes, y después de cuatro o cinco en el mar, maduraban aprisa. Aquéllos eran hombres de una pieza. Marinos de verdad.
Ella movía la cabeza, convencida.
—Aun así —dijo— resulta asombroso el modo en que guardó silencio… Era alumno de náutica: tenía que saber que la longitud no se refería al meridiano de Cádiz… Y sin embargo supo callar, y engañó a los investigadores. No hay en el acta del interrogatorio ni una sombra de duda.
Era cierto. Habían estado repasando los documentos, la declaración del náufrago, el informe oficial: ni una sola contradicción. El pilotín se había mantenido firme en cuanto a latitud y longitud. Y tenía en el bolsillo el papel anotado como prueba.
—Era un buen chico —añadió Tánger, pensativa—. Un muchacho leal.
—Eso parece.
—Y muy listo. ¿Recuerdas su declaración?… Habla del cabo que está al nordeste, pero no lo nombra. Por la posición que dio, todos creyeron que se trataba del cabo Tiñoso. Pero él se guardó bien de corregirlos. Nunca llegó a decir qué cabo era.
Coy miraba otra vez el mar a través del portillo.
—Supongo —dijo— que ése fue su modo de seguir luchando.
El sol ya estaba alto y la bruma se desvanecía. El perfil oscuro de la costa iba precisándose por el través de babor: la Punta de la Chapa, con su faro blanco a levante de la bahía de Portman; el antiguo Portus Magnus, con los escombros de las minas abandonadas sobre la vieja calzada romana, y el fango cegando la ensenada donde, ya antes de que naciera Cristo, naves con ojos pintados a proa cargaban lingotes de plata.
—Me pregunto qué sería del chico.
Se refería a la desaparición del hospital de marina. Respecto a eso, Tánger tenía su propia teoría; así que la expuso, dejando a Coy, como de costumbre, el trabajo de rellenar los espacios en blanco. En síntesis, a principios de febrero de 1767 los jesuitas todavía contaban con mucho dinero y poder en todas partes, incluido el departamento marítimo de Cartagena. No era difícil sobornar a las personas adecuadas, y asegurar una discreta retirada del pilotín a segundo plano: bastaba un coche de caballos y garantías para cruzar las puertas de la ciudad. Sin duda agentes de la Compañía lo hicieron salir del hospital antes de que sufriera un nuevo interrogatorio, llevándolo lejos, a salvo, al día siguiente de su rescate en el mar. Desaparecido sin licencia, estaba anotado en el expediente: algo irregular para un jovencísimo marino mercante sometido a investigación por la Armada. Pero el desaparecido sin licencia había sido corregido más tarde por mano anónima, sustituyéndolo un dado de alta con licencia. Ahí se perdía el rastro.
Era fácil, pensaba Coy al escuchar el relato de Tánger. Todo encajaba, y también eso podía imaginarlo sin trabajo: la noche, los corredores desiertos del hospital, la luz de una vela. Centinelas o guardianes cegados con oro, alguien que llega embozado y con instrucciones precisas, el chico rodeado de gente segura. Luego, las calles vacías, el conciliábulo clandestino en el convento jesuita de la ciudad. Un interrogatorio grave, rápido, tenso, y ceños que se desfruncen al averiguar que el secreto sigue bien guardado. Tal vez palmadas en la espalda, manos admiradas que se posan en su hombro. Buen chico. Buen y valiente chico. Y después de nuevo la noche, y gente que desde una esquina en sombras hace la señal: sin novedad. El coche de caballos, las puertas de la ciudad, el campo abierto y el cielo lleno de estrellas. Y un marino de quince años que dormita en el asiento, acostumbrado desde niño a peores balanceos que ése, velado en el sueño por los espectros de sus camaradas muertos. Por la sonrisa triste del capitán Elezcano.
—Sin embargo —concluyó Tánger—, hay algo… Quizá divertido, o curioso. El pilotín se llamaba Miguel Palau, ¿recuerdas?… Era sobrino del armador valenciano del Dei Gloria, Luis Fornet Palau. Y puede que sólo sea una coincidencia —alzó un dedo en alto, como si reclamase un momento de atención, y rebuscó entre los documentos que tenía en el cajón de la mesa de cartas—… Pero mira. Cuando estuve averiguando nombres y fechas, al consultar en Viso del Marqués unas listas de marina muy posteriores, di con una referencia a la balandra Mulata, de Valencia. Esa embarcación sostuvo en 1784 un combate con el brick inglés Undated, cerca de los Freus de Formentera. El brick quiso capturarla, pero la balandra se defendió muy bien y pudo escapar… ¿Y sabes cómo se llamaba el capitán español?… M. Palau, dice la referencia. Igual que nuestro pilotín. Y hasta por edad podría coincidir quince años en 1767, treinta y dos o treinta y tres en 1784…
Le había pasado a Coy una fotocopia, y éste leyó el texto: «Noticia de lo ocurrido a día quince del corriente, sobre el combate mantenido por la balandra Mulata mandada por el capitán don M. Palau, con el brick inglés Undated ante la isla de los Ahorcados…».
—Si se trataba del mismo Palau —dijo Tánger—, tampoco se rindió esa vez, ¿verdad?
Se informa ante la autoridad marítima de este puerto de Ibiza que haciendo ruta de Valencia hacia esta localidad, cuando iba en demanda del Freo Grande de Formentera y en la cercanía de las Negras y los Ahorcados, la balandra española Mulata, de ocho cañones, fue atacada por el brick-goleta inglés Undated, de doce, que se había acercado bajo engaño de bandera francesa e intentaba apresarla. Pese a la diferencia de porte sostúvose vivísimo fuego con mucho daño por ambas partes, y también un intento de abordarse de los ingleses, que lograron meter tres hombres en la balandra, siendo los tres muertos y arrojados al mar. Separáronse las embarcaciones y prosiguió el combate muy encarnizado por espacio de media hora, hasta que la Mulata, pese al viento contrario, pudo pasar a este lado de los freos gracias a una maniobra de notorio riesgo, consistente en meterse por el freo del medio, con sólo cuatro brazas de fondo en la medianía y muy cerca del arrecife de la Barqueta; maniobra peritísima que dejó al otro lado al inglés, cuyo capitán no osó seguir adelante por las condiciones del viento y lo incierto del fondo, pudiendo arribar la Mulata a este puerto de Ibiza con cuatro hombres muertos y once heridos a bordo y sin otra novedad…
Coy le devolvió la copia del informe a Tánger. Sonreía. Años atrás, en un velero de poca eslora y calado, había pasado el freu medio por aquel mismo sitio. Cuatro brazas eran poco más de seis metros, y además la sonda disminuía rápidamente a partir del centro a uno y otro lado. Recordaba bien la visión siniestra del fondo a través del agua transparente. Una balandra artillada podía calar tres metros, y el viento contrario dificultaba un rumbo en línea recta; así que, fuera o no fuera el mismo hombre, pilotín Miguel Palau o capitán M. Palau, quien patroneaba la Mulata tenía nervios bien templados.
—Quizá el nombre sólo sea una coincidencia.
—Puede —Tánger releía pensativa la fotocopia antes de devolverla al cajón—. Pero me gusta creer que era él.
Estuvo callada un instante y luego se volvió hacia el portillo, a mirar la línea de la costa que la bruma ya desvelaba limpia y libre, hacia la amura de babor, con el sol iluminando la piedra oscura del cabo Negrete:
—… Me gusta creer que ese pilotín volvió al mar, y que siguió siendo un hombre valiente.
Durante ocho días peinaron la nueva zona de búsqueda con la Pathfinder, franja a franja, con rumbos de norte a sur, empezando por el este, en sondas que iban de los 80 a los 18 metros. Más profundo y abierto a los vientos y a las corrientes que la ensenada de Mazarrón, el lugar se veía agitado por incómodas marejadas que entorpecían y retrasaban el trabajo. El fondo era irregular, de piedra y arena; y tanto el Piloto como Coy tenían que hacer muchas inmersiones —que la excesiva profundidad hacía necesariamente breves— para comprobar irregularidades detectadas por la sonda, incluida una vieja ancla solitaria que les hizo concebir esperanzas hasta que la identificaron como una de almirantazgo con cepo de hierro: un modelo posterior al siglo XVIII. De este modo terminaban exasperados y exhaustos, echando el fondeo al redoso del cabo Negrete las noches de poco viento, o al resguardo de levantes y lebeches en el puertecito de Cabo Palos. Los partes meteorológicos anunciaban la formación de un centro de bajas presiones en el Atlántico; y si la borrasca no se desviaba hacia el nordeste de Europa, sus efectos tardarían menos de una semana en llegar al Mediterráneo, obligándolos a suspender la búsqueda por algún tiempo. Todo eso los volvía nerviosos e irritables; el Piloto pasaba días enteros sin abrir la boca, y Tánger mantenía su obstinada vigilancia de la sonda con actitud sombría, como si cada jornada transcurrida arrancase otro jirón de esperanza. Una tarde Coy echó un vistazo al cuaderno donde ella había estado anotando los resultados de la exploración, y encontró las hojas llenas de garabatos incomprensibles, espirales y cruces siniestras. También había una cara de mujer espantosamente deformada, con trazos tan fuertes que en algunas líneas rasgaban el papel. Una mujer que parecía gritar al vacío.
Las noches no eran mucho más agradables. El Piloto decía buenas noches y cerraba su puerta a proa, y ellos dos se acostaban cansados, la piel oliendo a sudor y a sal, sobre las colchonetas de uno de los camarotes de popa. Se encontraban en silencio, buscándose con una urgencia tan extrema que parecía artificial, para encajar uno en otro de forma intensa y brutal, rápida, sin palabras. Cada vez Coy intentaba prolongar el instante, sujetar a Tánger entre sus brazos, acorralarla contra el mamparo, controlar el cuerpo y la mente de aquella desconocida. Pero ella se debatía, escapaba, procuraba acelerar el proceso, no poner en ello más que aliento y carne, lejana la cabeza, inaccesible el pensamiento. En ocasiones Coy creía tenerla por fin, atento al ritmo de su respiración, a los besos de su boca abierta, a la presión de los muslos desnudos alrededor de su cintura. Oprimía con los labios el cuello o los senos de la mujer y la sujetaba firme, poderosamente, aferradas las muñecas, sintiendo latir su pulso en la lengua y en la ingle, clavándose hondo en ella como si pretendiera llegar al corazón, y empapárselo hasta lograr que fuese tan suave como aquel interior húmedo y aquella boca. Pero ella retrocedía, debatiéndose para huir del abrazo; e incluso atrapada, prisionera, le negaba en última instancia el pensamiento que él se esforzaba en capturar. Los ojos, mirándolo fijos en las sombras, relucientes e inalcanzables, se transfiguraban ausentes, más allá de Coy y del barco y del mar: absortos en maldiciones arcanas de soledad y negrura. Y entonces abría la boca para gritar como la mujer que él había sorprendido en el dibujo; para gritar un grito de silencio que resonaba en las entrañas del hombre como el más doloroso de los insultos. Coy sentía correr aquel lamento por sus venas, y se mordía los labios reprimiendo una angustia que le inundaba el pecho y la nariz y la boca; igual que si estuviera hundiéndose, sofocado, en un mar de tristeza densa. Tenía ganas de llorar al modo de cuando era niño, con lágrimas bien grandes y copiosas, incapaz de entibiar el escalofrío de tantas soledades. Aquél era demasiado peso. Sólo había leído unos cuantos libros y navegado unos cuantos años y entrado en unas cuantas mujeres; por eso creía carecer de palabras, y de gestos, y también creía que hasta sus propios silencios resultaban toscos. Sin embargo, habría dado la vida por llegar hasta dentro de ella, infiltrado por los tejidos de su carne, y acercarse a su cerebro desnudo para lamerlo despacio, suavemente, con toda la ternura de que era capaz, limpiándolo de todo lo que cientos de años, miles de hombres, millones de vidas, habían ido dejando allí como un lastre, una escoria, un tumor doloroso y maligno. Y de ese modo Coy, después de cada vez, tras el último estremecimiento de la mujer, insistía tenaz, olvidado de sí mismo, acicateado por la desesperación, cuando ella cesaba de agitarse para quedar inmóvil, respirando con dificultad en busca del aliento perdido; y él, o sus células vivas y su sangre y su memoria, concluían que la amaban más que a ninguna otra persona o cosa. Pero ella se había ido demasiado lejos, y él no existía; era un intruso en ese mundo y en tal instante. Y así sería, pensaba entristecido, el final de todo: no un estruendo, sino un casi imperceptible suspiro. En ese minuto de indiferencia, puntual como una condena, todo moría en ella; todo quedaba en suspenso mientras el latido de su pulso recobraba la normalidad. Y de nuevo la piel del hombre era consciente del portillo abierto a la noche, y del frío que reptaba desde el mar a la manera de una maldición bíblica. Eso lo arrojaba sobre una desolación árida como una superficie de mármol: pulida, inmensa, perfecta. Un mar de los Sargazos aterradoramente inmóvil, una carta esférica rotulada con nombres como los que inventaban los antiguos navegantes: Punta Decepción, bajo de la Soledad, bahía Amarga, isla de Guárdenos Dios… Después ella lo besaba antes de volverle la espalda, y él se quedaba boca arriba oscilando entre el odio hacia aquel último beso y el desprecio de sí mismo; una mano apoyada en la cadera próxima, desnuda y dormida. Los ojos abiertos en la oscuridad, oyendo el rumor del agua contra el casco del Carpanta y el viento arreciar en la jarcia. Pensando que nadie fue capaz nunca de dibujar la carta esférica que permite navegar a través de una mujer. Y con la certeza de que Tánger iba a salir de su vida sin que él llegara a poseerla nunca.
Fue por aquellos días cuando tuve otra vez noticias del grupo. Tánger me telefoneó desde El Pez Rojo, un restaurante de Cabo Palos, para pedirme algunas precisiones sobre un problema técnico que aumentaba el margen de error en media milla de longitud este. Despejé la duda, interesándome por sus trabajos, y ella dijo que todo iba bien y que muchas gracias, y que ya tendría noticias suyas. Lo cierto es que tardé un par de semanas en tener esas noticias; cuando las obtuve fue por los periódicos, y entonces me sentí tan estúpido como casi todos los personajes de esta historia. Pero no adelantemos acontecimientos: la llamada telefónica la hizo Tánger cierto mediodía que se hallaban con el Carpanta abarloado al muelle del antiguo pueblo pescador reconvertido en localidad turística. La borrasca del Atlántico norte seguía estacionaria, y el sol brillaba en las longitudes y latitudes del sudeste de la península Ibérica. La aguja del barómetro estaba alta, sin cruzar la peligrosa vertical hacia la izquierda; y era eso, paradójicamente, lo que aquella vez los había llevado hasta el pequeño puerto que se extendía alrededor de una amplia cala negra, sucia de escollos a flor de agua, bajo la torre del faro que se alzaba sobre una roca avanzada en el mar. Por la mañana, el calor había hecho aparecer a la izquierda del viento cumulonimbos que se agrupaban en forma de yunque, creciendo hacia lo alto con amenazador tono grisáceo. El viento, de doce a quince nudos de intensidad, iba en dirección a esas nubes; pero Coy, al echar un vistazo, comprendió que si el yunque de cumulonimbos seguía haciéndose mayor a medida que se aproximaba, rachas duras de tormenta saltarían del lado contrario cuando la masa gris se hallase sobre sus cabezas. Bastó una mirada silenciosa con el Piloto, que acentuaba las arrugas de los párpados observando en la misma dirección, para que los dos marinos se entendieran sin palabras. Entonces el Piloto puso proa a Cabo Palos. Y allí estaban, en el porche encalado del Pez Rojo, comiendo boquerones fritos, ensalada y vino tinto.
—Media milla más —dijo Tánger, sentándose.
Su tono era irritado. Cogió un boquerón de la bandeja, lo miró un momento como si buscara alguna responsabilidad que atribuirle, y luego lo desechó con desprecio.
—Media maldita milla más —repitió.
En sus labios, maldita era casi una palabrota. Resultaba extraño oírla hablar de ese modo, y mucho más verla perder el control; así que Coy la observó con curiosidad.
—No es muy grave —dijo.
—Es otra semana de búsqueda.
Tenía el pelo sucio, apelmazado de salitre, y le brillaba la piel quemada por el sol, falta de agua y jabón. Tampoco el Piloto y Coy mostraban mejor aspecto después de varios días sin afeitarse, tan atezados y sucios como ella. Todos vestían tejanos, camisetas y polos descoloridos, zapatillas deportivas, y era patente la huella de los días pasados en el mar.
—Una semana —repitió Tánger— como mínimo.
Miraba sombría el Carpanta aún iluminado por el sol y amarrado abajo, en el muelle de la barra. El yunque gris oscurecía poco a poco la ensenada, como si alguien corriese despacio un telón que apagara el reflejo del sol en las casitas blancas y en el agua azul cobalto. Y ella está perdiendo la esperanza, se dijo de pronto Coy. Después de tanto tiempo y tanto esfuerzo, empieza a asumir la posibilidad de que exista la palabra fracaso. La profundidad de la zona de exploración es mayor, y eso puede suponer que, aunque demos con el pecio, éste quede fuera de nuestro alcance. Además, el plazo destinado a la búsqueda se termina, y también su dinero. Ahora, por primera vez desde vete a saber cuándo, conoce la duda.
Observó al Piloto. Los ojos grises del marino dieron silenciosamente la razón a sus conclusiones: la aventura empezaba a rozar los márgenes de lo absurdo. Todos los datos eran ciertos y estaban probados, pero faltaba lo principal: el barco hundido. Nadie dudaba de que estuviera allí, en alguna parte. Tal vez incluso desde la pequeña elevación del restaurante podía verse el lugar exacto donde el bergantín y el corsario se habían ido a pique. Quizá habían pasado varias veces por encima del pecio, oculto bajo metros de fango y arena. Quizá todo no era más que una inmensa sucesión de errores; y el principal de todos era que el tiempo de buscar tesoros no resistía la lucidez del tiempo adulto y razonable.
—Todavía queda milla y media por explorar —dijo suavemente Coy.
No acabó de pronunciar la frase y ya se sintió ridículo. Él dando ánimos. Lo nunca visto. En realidad se limitaba a retrasar el último acto. A desear retrasarlo, antes de volver a flotar solo y huérfano, agarrado al ataúd de Queequeg. Al esquife del Dei Gloria.
—Claro —respondió ella, átona.
Acodada en la mesa, las manos cruzadas bajo la barbilla, seguía mirando la ensenada. El yunque gris ya estaba encima del Carpanta, cerrando el cielo sobre su palo desnudo. Entonces cesó el viento, el mar recobró la calma ante el muelle de la barra, y las drizas y la bandera del barco quedaron inmóviles. Después, Coy vio cómo al fondo las rocas de la orilla y los escollos se veteaban de trazos blancos, espuma que comenzaba a romper mientras una coloración más oscura se extendía como una mancha de aceite por la superficie del mar. Todavía quedaba sol en el porche del restaurante cuando la primera racha corrió a lo largo de la bahía, rizando el agua, y en el Carpanta la bandera flameó de pronto y restallaron las drizas contra el mástil, campanilleando con furia mientras el barco se inclinaba hacia el muelle, aconchándose contra las defensas. La segunda racha fue más fuerte: treinta y cinco nudos por lo menos, calculó a ojo Coy. La bahía estaba ahora llena de borreguillos blancos y el viento aullaba subiendo de nota en nota por los huecos de las chimeneas y los aleros de los tejados. De pronto el ambiente era sombrío y gris, casi sobrecogedor, y Coy se alegró de estar sentado allí comiendo boquerones fritos y no mar adentro.
—¿Cuánto durará esto? —preguntó Tánger.
—Poco —dijo Coy—. Una hora, tal vez. Puede que algo más. Por la tarde habrá terminado. Sólo es una tormenta de verano.
—El calor —apuntó el Piloto.
Coy miró a su amigo, sonriendo para sus adentros. También él, se dijo, siente el deber de consolarla. A fin de cuentas eso es lo que de veras nos ha traído hasta aquí, aunque el Piloto no se plantee racionalmente tal tipo de cosas. O al menos así lo creo. En ese momento los ojos del marino se posaron en los de Coy, tranquilos, tan serenos como siempre, y éste rectificó. Tal vez él sí se plantea ese tipo de cosas.
—Mañana habrá que buscar también media milla más allá —anunció Tánger—. Hasta los cuarenta y siete minutos oeste.
Coy no necesitaba una carta. Tenía la 464 grabada en la cabeza, de tanto estudiarla. Hasta el último detalle del área de búsqueda.
—La parte positiva —dijo— es que por ese lado disminuye la profundidad hasta dieciocho y veinticuatro metros. Todo será más fácil.
—¿Qué fondo hay?
—Arena y piedras, ¿verdad, Piloto?… Con manchas de algas.
El Piloto asintió. Sacó del bolsillo su paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca. Como Tánger lo miraba, volvió a asentir de nuevo.
—Las algas van a más a medida que te acercas al cabo Negrete —dijo—; pero ese sitio está limpio. Piedra y arena, como dice Coy… Con algo de cascajo donde las langostas verdes.
Tánger, que en ese momento bebía un sorbo de vino, detuvo el ademán, el vaso todavía en los labios, atenta al Piloto.
—¿Qué es eso de las langostas verdes?
El Piloto estaba ocupado con su chisquero, encendiendo el cigarrillo. Hizo un gesto indeciso.
—Pues eso mismo —echaba el humo entre los dedos, al hablar—. Langostas de color verde. Es el único sitio donde se encuentran. O se encontraban. Ya nadie saca langostas por aquí.
Tánger había dejado el vaso. Lo puso cuidadosamente sobre el mantel, como si temiera derramarlo. Seguía mirando con extrema atención al Piloto, que enrollaba con parsimonia la mecha en torno al chisquero.
—¿Tú has estado allí?
—Claro. Hace mucho. Era un buen sitio cuando yo era joven.
Coy recordaba aquello. Su amigo le había hablado alguna vez de langostas morunas de caparazón verde, en vez del habitual rojo oscuro o marrón jaspeado de blanco. Eso era hace veinte o treinta años, cuando aún había peces y marisco en aquellas aguas: langostinos, almejas, atunes y meros de hasta veinte kilos.
—El sabor era bueno —explicó el Piloto—, pero el color echaba para atrás a los clientes.
Tánger estaba pendiente de sus palabras.
—¿Por qué?… ¿Cómo era ese color?
—Verde moho, muy distinto al rojo o al azulado que tienen las langostas recién pescadas, o a ese otro verde oscuro de la langosta africana o americana —el Piloto sonrió apenas entre el humo de tabaco—… No abría mucho el apetito… Por eso los pescadores se las comían ellos, o vendían las colas ya hervidas.
—¿Recuerdas el sitio?
—Claro que sí —el Piloto empezaba a mostrarse incómodo por el interés de ella; aprovechaba las chupadas a su cigarrillo para hacer pausas cada vez más largas y mirar a Coy—… El cabo de Agua por el través y el cabezo del Junco Grande unos diez grados al norte.
—¿Qué sonda?
—Escasa. Veintipocos metros. La langosta suele andar más abajo, pero en aquel sitio había siempre unas cuantas.
—¿Buceabais allí?
El otro le dirigió un nuevo vistazo a Coy. Cuéntame adónde quiere ir a parar, decían sus ojos. Y éste, que tenía las manos apoyadas en la mesa, las volvió un poco hacia arriba, mostrando las palmas. Versión para sordomudos: no tengo ni puta idea.
—En esa época no había tantos equipos de inmersión como ahora —respondió al fin el Piloto—. Los pescadores trabajaban calando las nasas de junco o el trasmallo, y cuando se perdían se quedaban abajo.
—Abajo —repitió ella.
Luego permaneció callada. Al cabo de un momento alargó una mano hacia su vaso de vino, pero tuvo que dejarlo porque los dedos le temblaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Coy.
No comprendía su actitud, ni el temblor, ni el repentino interés de Tánger por las langostas. Incluso era uno de los platos que figuraban en la carta del restaurante, y la habían visto pasar sobre él con indiferencia.
Ella reía. De un modo singular, quedo. Reía entre dientes, inesperadamente sarcástica, moviendo la cabeza como si la regocijase un chiste que hubiera contado ella misma. Se había llevado las manos a las sienes como si de pronto le dolieran, y miraba el agua de la bahía que ya era gris, clareada por la espuma de olas cortas levantadas en las incesantes rachas. La luz tamizada del exterior acentuaba el metal pavonado de sus ojos absortos. O estupefactos.
—Langostas —murmuró—… Langostas verdes.
Ahora se estremecía, con la risa demasiado próxima a un sollozo. Tras un nuevo intento, había derramado su vaso de vino sobre el mantel. Y espero que no se haya vuelto loca, pensó alarmado Coy. Espero que no se haya vuelto majareta con toda esta mierda, y que en vez de llevarla al Dei Gloria no terminemos llevándola a un manicomio. Secó un poco el vino con la servilleta. Después puso una mano en su hombro, y al tocarla sintió el temblor.
—Tranquilízate —susurró.
—Estoy muy tranquila —dijo ella—. Nunca he estado más tranquila en mi vida.
—¿Qué diablos pasa?
Había dejado de reír, o de sollozar, o de lo que fuera, y continuaba observando el mar. Al fin dejó de temblar, suspiró hondo y miró al Piloto con una extraña expresión antes de inclinarse sobre la mesa e imprimir un beso en la cara del azarado marino. Ahora sonreía, radiante, cuando se volvió hacia Coy.
—Pasa que es ahí donde está el Dei Gloria. Donde las langostas verdes.
Mar rizada, casi llana, y brisa suave. Ni una nube en el cielo, y el Carpanta balanceándose suavemente a dos millas y media de la costa con la cadena del fondeo cayendo vertical desde la roldana: cabo de Agua por el través, y el Junco Grande arriba, diez grados al nordeste. El sol todavía no estaba alto, pero ya picaba en la espalda de Coy cuando se inclinó para comprobar el manómetro de la bibotella: dieciséis litros de aire comprimido, la reserva arriba, los atalajes listos. Comprobó la frisa, y después encajó sobre ella la reductora que había de suministrarle aire a una presión que iría variando con la profundidad, para compensar el aumento de las atmósferas sobre su cuerpo: sin ese aparato para equilibrar la presión interna, un buceador quedaría aplastado o estallaría como un globo hinchado en exceso. Abrió la llave a tope y luego la cerró tres cuartos de vuelta. La boquilla era una vieja Nemrod; sabía a caucho y a polvos de talco cuando se la puso en la boca para comprobar el funcionamiento. El aire circuló ruidosamente por las membranas. Todo en orden.
—Media hora a veinte metros —le recordó el Piloto.
Asintió mientras se ponía la chaquetilla de neopreno, el cinturón de lastre y el chaleco salvavidas de emergencia. Tánger estaba de pie frente a él, sujeta con una mano al baquestay, mirándolo en silencio. Vestía su bañador negro de nadadora olímpica, y a los pies tenía unas aletas, una máscara de buceo y un tubo respirador. Había pasado casi toda la tarde y parte de la noche explicándoles lo de las langostas verdes. Lo expuso una y otra vez del derecho y del revés, tras interrogar al Piloto hasta el mínimo detalle, haciendo croquis con lápiz y papel, calculando distancias y profundidades. El caparazón de las langostas, había dicho, posee facultades miméticas: igual que a muchas otras especies, la naturaleza proporciona a esos crustáceos la capacidad del camuflaje como medio de defensa. De ese modo se adaptan a los fondos en que viven. Estaba comprobado que langostas que habitaban en barcos de hierro hundidos adquirían a menudo el tono rojizo del óxido de las planchas en descomposición. Y el color verde mohoso descrito por el Piloto coincidía exactamente con la tonalidad que el bronce adquiere tras largas inmersiones bajo el mar.
—¿Qué bronce? —había preguntado Coy.
—El de los cañones.
Coy tenía sus reservas. Todo aquello le sonaba demasiado a Cangrejo de las Pinzas de Oro, o a cualquier otra aventura semejante. Pero no habitaban un álbum de Tintín. Por lo menos, no él.
—Tú misma has dicho, y lo comprobamos bien, que los cañones del Dei Gloria eran de hierro… No había grandes cantidades de bronce a bordo del bergantín.
Ella lo miró tranquila y superior; como esas otras veces en que parecía darle a entender que llevaba la bragueta abierta, o que era imbécil.
—Los del Dei Gloria, sí —puntualizó—; pero no los del Chergui. El jabeque llevaba doce cañones: cuatro largos de seis libras, ocho de a cuatro, y además cuatro pedreros, ¿recuerdas?… Procedentes de una vieja corbeta francesa artillada, la Flamme. Y al menos los cañones de seis y los de a cuatro eran de bronce —había despegado del mamparo el plano del jabeque, para tirarlo sobre la mesa delante de Coy—. Así figura en la documentación que nos dio Lucio Gamboa en Cádiz. Hay casi quince toneladas de bronce ahí abajo.
Coy cambió otra mirada con el Piloto, que se limitaba a escuchar en silencio, y no puso más objeciones. Todo lo demás, había seguido explicando Tánger, era obvio. Los dos barcos se hundieron muy cerca uno del otro. Lo más probable, debido a la explosión que acabó con el Chergui, era que los restos del corsario estuviesen dispersos alrededor del pecio principal. Al sulfatarse uno de sus elementos, el cobre, el bronce había ido adquiriendo aquella coloración característica bajo el mar, adoptada por las langostas que sin duda hicieron sus viviendas en los restos del naufragio y en las bocas de los cañones. Y se daba, además, una circunstancia complementaria y alentadora: lo más importante. Si las langostas habían estado en contacto con el bronce, eso significaba que el área de dispersión no era muy grande, y que los restos no estaban cubiertos por el fango o la arena.
Escuchó un chapuzón y vio que Tánger ya no estaba junto al baquestay. Se había tirado al mar y nadaba alrededor de la popa del Carpanta, con la máscara submarina y el respirador puestos, aguardando. No iba a bajar con él, pero sí a quedarse en la superficie, vigilando sus burbujas para tenerlo localizado: el radio en que se movería hacía difícil mantenerlo atado al barco con un cabo de seguridad. Coy se sujetó el cuchillo en la pantorrilla derecha, el profundímetro y el reloj en una muñeca y la brújula en la otra, y anduvo hasta el borde del peldaño de popa. Allí, sentado y con los pies en el agua, se calzó las aletas, escupió en el cristal de la máscara y se la puso después de enjuagarla en el mar. Luego alzó los brazos para que el Piloto le colocara la botella de aire comprimido a la espalda. Ajustó las cinchas y se llevó la boquilla a la boca. El aire resonó en sus oídos al circular por la reductora. Giró sobre un costado, protegió con una mano el cristal de la máscara, y aprovechando el peso de la botella se dejó caer de espaldas en el mar.
El agua estaba muy fría; demasiado para la época del año. Los mapas de corrientes indicaban allí un suave flujo de nordeste a sudoeste, con diferencia de cinco a seis grados respecto a la temperatura mínima general. Sintió erizársele la piel con la desagradable sensación del agua penetrando bajo la chaquetilla de neopreno; tardaría un par de minutos en entibiarse con el calor del cuerpo. Respiró lenta y profundamente un par de veces, para comprobar la reductora; y con la cabeza medio fuera del agua vio casi encima la popa del Carpanta y al Piloto de pie en ella. Luego se sumergió un poco, mirando alrededor en el panorama azul que lo circundaba. Cerca de la superficie, con los rayos del sol aclarando el agua limpia y quieta, había buena visibilidad. Unos diez metros en horizontal, calculó. Podía ver la quilla negra del velero con la pala del timón girada a babor y la cadena del fondeo descendiendo vertical hacia las profundidades, las piernas de Tánger nadando cerca, a suaves impulsos de sus aletas de plástico naranja. Dejó de pensar en ella para concentrarse en lo que hacía. Miró abajo, donde el azul se volvía más oscuro e intenso, comprobó la posición de las manecillas del reloj y empezó a dejarse caer lentamente hacia el fondo. Ahora el ruido del aire al aspirarlo a través de la reductora era muy fuerte, ensordecedor; y cuando la aguja del profundímetro llegó a los cinco metros, se detuvo para llevarse los dedos a la nariz, bajo la máscara, y compensar el aumento de presión en sus oídos. Cluc. Cluc. Al hacerlo alzó el rostro, aliviado, y vio las burbujas ascendentes de su última espiración, la superficie del mar que el sol convertía en un techo de plata esmerilada, el casco negro del Carpanta allá arriba, y a Tánger que se había sumergido un poco y nadaba junto a él, mirándolo detrás de su máscara de buceo, el pelo rubio agitándose en el agua, las piernas esbeltas, prolongadas por las aletas, moviéndose despacio para mantener la profundidad cerca de Coy. Respiró de nuevo y otro penacho de burbujas ascendió hacia ella, que movió la mano a modo de saludo. Luego Coy miró hacia abajo y prosiguió el lento descenso a través de la esfera azul que se cerraba sobre su cabeza, oscureciéndose a medida que se aproximaba al fondo. El segundo alto para compensar lo hizo cuando el profundímetro marcaba catorce metros; y el agua era ya una esfera traslúcida que extinguía todos los colores excepto el verde. Estaba en ese punto intermedio donde a veces los buceadores, sin referencias, pierden la orientación y el sentido del arriba y abajo, y de pronto se ven contemplando unas burbujas que parecen descender en vez de subir; y sólo la lógica, si es que la conservan, recuerda que, en cualquier circunstancia, una burbuja de aire siempre va hacia arriba. Pero no llegó a ese extremo. La penumbra del fondo empezó a dibujar formas, y momentos después Coy se dejaba caer muy despacio sobre un lecho de arena pálida y fría, cerca de una espesa pradera de anémonas, posidonias y algas filamentosas entre las que nadaban pequeños bancos de peces. El profundímetro indicaba dieciocho metros. Coy miró en torno, a través de la semiclaridad que lo circundaba: la visión era buena, y la suave corriente que sentía limpiaba el agua; en un radio de cinco a siete metros podía distinguir bien el paisaje, las estrellas de mar, las conchas vacías, las grandes bivalvas en forma de pala clavadas verticales en la arena, las crestas de piedra con rudimentarias formaciones de coral que marcaban el límite de la pradera submarina. Pequeños microorganismos arrastrados por la corriente derivaban flotando a su alrededor. Sabía que si encendía una linterna, la luz devolvería sus colores naturales a todos aquellos objetos de monótona apariencia verde, aumentados de tamaño a través del vidrio inastillable de la máscara. Respiró varias veces pausadamente para adaptar sus pulmones a la presión y oxigenar la sangre, y se orientó consultando la brújula. Su plan era alejarse quince o veinte metros hacia el sur y luego describir un círculo alrededor del fondeo del Carpanta, que había quedado al norte y atrás. Empezó a nadar despacio, con las manos a los costados y suaves movimientos de las piernas y las aletas, manteniéndose a un metro del fondo. Observaba la arena con mucha atención, pendiente de cualquier indicio de algo enterrado debajo; aunque los cañones de bronce, había insistido Tánger, tenían que estar a la vista. Fue hasta el borde de la pradera y echó una ojeada entre las algas y los filamentos ondulantes. Si había algo en aquella espesura iba a ser difícil dar con ello, así que decidió seguir explorando la parte de arena desnuda; que pese a parecer llana, descendía en suave declive hacia el sudoeste, según comprobó con el profundímetro y la brújula. El ruido del aire lo acompañaba con una inspiración y una espiración aproximadamente cada cinco segundos, entre intervalos de absoluto silencio. Procuraba moverse despacio, reduciendo al mínimo el esfuerzo físico. A menos fatiga, rezaba la vieja regla del buceo, menos ritmo de respiración, menos consumo de aire y más reservas disponibles. Y aquello iba a ser largo. Con langostas o sin ellas, una aguja en un pajar.
Había unas manchas oscuras en la arena, y Coy se acercó a echarles un vistazo: cascajo y piedras semienterradas con pequeñas algas encima. Algo más lejos encontró el primer objeto relacionado con la vida en la superficie: una lata de conservas oxidada. Prosiguió sin prisa, moviendo la cabeza para mirar a un lado y a otro, y se detuvo cuando calculó que había alcanzado el extremo del radio de la circunferencia que tenía previsto describir sobre el fondo. Entonces se orientó de nuevo y empezó a nadar en arco hacia la derecha. Estaba a punto de pasar del lecho de arena a las rocas que marcaban el límite de la pradera de algas cuando distinguió una sombra algo más lejos, casi al final de su campo de visión. Fue hasta allí y comprobó, decepcionado, que se trataba de una piedra circular recubierta de formaciones calcáreas. Demasiado circular y demasiado perfecta, pensó de pronto. La movió un poco, levantando arena del fondo, y la piedra se reveló sorprendentemente ligera al rompérsele entre las manos, descubriendo dentro una materia verdegris semejante a madera podrida. Atónito, Coy tardó un poco en comprender que se trataba exactamente de eso: madera vieja y podrida. Tal vez la rueda de una cureña. Sintió latir más aprisa su corazón bajo el neopreno. La respiración ya no era tranquila, sino que había subido a tres bocanadas cada cinco segundos cuando escarbó sin encontrar nada más; y al hacerlo levantó tanta suciedad del fondo que tuvo que remontarse un poco para alcanzar agua limpia y seguir mirando alrededor. Entonces vio el primer cañón sobre la arena.
Nadó impulsándose despacio con las aletas, como si temiera que la gran pieza de bronce fuera a deshacerse ante sus ojos igual que la rueda de madera. Debía de tener dos metros de largo, y yacía sobre el fondo como si alguien acabara de depositarlo allí con mucho cuidado. Estaba casi todo al descubierto, con su pátina mohosa y algunas incrustaciones calcáreas; pero eran perfectamente visibles los adornos de las asas en forma de delfines, la bola del cascabel de la culata y los gruesos muñones. Debía de pesar casi una tonelada.
Algo más lejos podía distinguir la sombra oscura de otro cañón. Fue hacia él y comprobó que era idéntico, aunque en distinta posición: había debido de caer al fondo casi vertical, clavándose de boca y diagonalmente, y luego el peso lo fue hundiendo en la arena hasta por encima de los muñones. También había curiosas piedras rojizas, que al partirlas con el cuchillo mostraban vaciados interiores parecidos a moldes: la huella de objetos de hierro hechos desaparecer por la corrosión, pero que conservaban sus formas impresas en la formación calcárea que los cubrió con el paso del tiempo. Coy tuvo que reprimirse para no ascender hasta la superficie y anunciarlo a gritos: había dado con el Chergui o con lo que quedaba de él. Le bastaba agitar la mano para remover el fondo, y bajo éste aparecían fragmentos de madera y objetos mejor conservados gracias a la protección de la arena. Desenterró una botella de apariencia muy antigua, cuya base estaba intacta pero deformada y fundida por el calor. El jabeque corsario, concluyó, había estallado exactamente allí: veinte metros arriba, en la superficie, y sus restos quedaron esparcidos por ese lugar. Un poco más lejos, muy juntos, encontró otros dos cañones. También tenían el color verde del bronce sumergido durante dos siglos y medio, y salvo algunas incrustaciones y la mohosa pátina exterior, se hallaban razonablemente limpios. Ahora los restos eran abundantes: maderas que asomaban de la arena, objetos metálicos en diversos grados de corrosión, balas de cañón semienterradas, loza rota, aglomerados de tablazón y clavos de hierro. Coy dio incluso con una estructura de madera casi intacta, que al escarbar en la arena se reveló más grande y en mejor estado de lo que se apreciaba a simple vista. Parecía una mesa de guarnición, con grandes vigotas y fragmentos de cordaje que se deshizo al tocarlo. Y más cañones. Contó hasta nueve, repartidos en un área de unos treinta metros de diámetro.
Le sorprendía lo limpio que estaba todo; la ausencia de acumulación de sedimento sobre los restos, que en su mayor parte consistía en delgadas capas de arena. La suave corriente fría que iba en dirección sudoeste podía ser una explicación: mantenía despejado el sitio, encaminando el flujo hacia una depresión abierta algo más abajo, tras una pequeña cresta rocosa tapizada de anémonas. Coy fue hasta allí para comprobarlo, y vio que la depresión, en forma de zanja natural, drenaba los sedimentos desviándolos a una serie de escalones que iban hacia sondas más profundas. Un pulpo, sorprendido en su guarida por la presencia del intruso, se alejó por la arena, abiertas las patas en forma de nerviosa estrella, lanzando chorros de tinta para cubrirse la retirada. Coy consultó el reloj. El aire de la reductora se hacía más duro, así que miró arriba, hacia la claridad verde azulada que se difuminaba sobre su cabeza, traspasada por las burbujas que parecían de plata. Era hora de subir. Llevó la mano a la base de la botella para accionar la reserva, y el aire volvió a llegar a sus pulmones con normalidad.
Se disponía a ascender cuando vio un ancla. Estaba justo en el borde de una segunda cresta rocosa erosionada, al otro lado de la zanja de drenaje; y era grande, antigua, con grandes uñas de hierro muy oxidado y cubierto de incrustaciones calcáreas. Tanto el ancla como la cresta de piedras y anémonas tenían enganchados restos de viejas redes y nasas deshechas: con el tiempo, muchos pescadores habían perdido sus artes en ese lugar. Pero lo que le llamó la atención fue que el ancla era de las de cepo de madera, aunque éste hubiera desaparecido y sólo quedasen algunos trozos bajo el arganeo. Era un ancla como las que podían haber llevado el jabeque o el bergantín; y eso animó a Coy a cruzar la zanja, rodear la cresta y acercarse a ella, aprovechando los últimos minutos de su reserva de aire. Al otro lado de las rocas, la arena alternaba con un lecho de cascajo; el declive era más pronunciado y bajaba de los veintiséis a los veintiocho metros de sonda. Y allí, en la penumbra verde, desdibujándose en profundidad como una fantasmal sombra oscura, estaba el Dei Gloria.