No es aún lo peor errar en los accidentes del mar. Otros yerran por los malos documentos que se siguen.
Jorge Juan. Compendio de navegación para guardiamarinas
El Dei Gloria no estaba allí. Coy fue adquiriendo esa convicción poco a poco, a medida que la cuadrícula trazada sobre la carta iba quedando cubierta sin encontrar nada. Con sondas entre los sesenta y los veinte metros, la Pathfinder había trazado ya casi todo el relieve de las dos millas cuadradas donde debían encontrarse los restos del bergantín. Los días pasaban y eran cada vez más calurosos y tranquilos, y el Carpanta navegaba a dos nudos, con el runrún de su motor de gasóleo, por un mar plano y luminoso como la superficie de un espejo, bordo al norte y bordo al sur con precisión geométrica, con tomas de posición continuas por satélite, mientras el haz de la sonda barría el relieve bajo la quilla, y Tánger, Coy y el Piloto se relevaban empapados en sudor ante la pantalla de cristal líquido. Los símbolos de fondo, naranja suave, naranja oscuro, rojo pálido, se iban sucediendo con exasperante monotonía: fango, arena, algas, cascajo, piedras. Habían cubierto sesenta y siete de las setenta y cuatro franjas previstas, y realizado catorce inmersiones para reconocer ecos sospechosos, sin hallar el menor indicio de los restos de un barco sumergido. Ahora la esperanza se desvanecía con las últimas horas de búsqueda. Nadie pronunciaba en voz alta el veredicto fatídico; pero Coy y el Piloto se dirigían largas miradas, y Tánger, obstinadamente inmóvil ante la sonda, parecía cada vez más hosca y silenciosa. La palabra que flotaba en el aire era fracaso.
La víspera del último día fondearon con treinta metros de cadena en siete metros de agua, entre la punta y la isla de la Cueva de los Lobos. Cuando el Piloto paró el motor y la proa del Carpanta borneó despacio en torno al ancla para apuntar sin demasiada convicción a poniente, el sol se ocultaba tras las cortaduras de la sierra parda, iluminando en tonos dorados y rojizos las matas de tomillo, los palmitos y las chumberas. Al pie de las rocas el mar estaba casi quieto, agitándose con suavidad en las piedras cercanas y en la arena escasa que blanqueaba entre macizos de algas.
—No está ahí —dijo Coy en voz baja.
No habló para nadie en concreto. El Piloto terminaba de aferrar la vela mayor en la botavara y Tánger se hallaba sentada en los peldaños de popa, los pies dentro del agua, mirando el mar.
—Tiene que estar —respondió ella.
Mantenía la mirada inmóvil en el mismo sitio, la cuadrícula imaginaria que habían navegado sin apenas descanso durante dos semanas. Llevaba una camiseta de Coy que le venía grande, cubriéndole hasta el arranque de los muslos, y movía los pies despacio, chapoteando suavemente como los niños que juegan en una orilla.
—Todo esto es absurdo —comentó Coy.
El Piloto había bajado a la camareta, y por un portillo abierto llegaban los ruidos que hacía preparando la cena. Cuando subió de nuevo a cubierta para abrir el cofre de la bombona de butano y conectar el gas de la cocina, su mirada grave encontró la de Coy. Es asunto tuyo, marinero.
—Tiene que estar —repitió Tánger de pronto.
Seguía como antes, agitando los pies en el agua. Coy estuvo un poco más apoyado en la bitácora, buscando algo adecuado que decir, o que hacer. Como no se le ocurría nada, fue en busca de una máscara de buceo y se tiró al mar desde la proa, para comprobar el fondeo. El agua estaba limpia, tibia y agradable; y la luz decreciente permitía seguir la línea de la cadena extendida sobre el fondo de arena, con algunas piedras. El ancla, una CQR de veinticinco kilos, estaba en posición correcta, libre de algas que pudieran hacerla garrear si refrescaba el viento durante la noche. Bajó un poco a fin de verla bien, y luego ascendió despacio para regresar al velero nadando de espaldas con sólo el movimiento de las piernas, sin prisa, disfrutando del agua. Deseaba retrasar lo más posible el momento de encontrarse otra vez con Tánger cara a cara.
Una vez a bordo se frotó con una toalla, contemplando la costa que ya enrojecía del todo con el sol poniente, prolongada en arco hacia el este: la ruta del mármol, de las legiones romanas y de los dioses. Esta vez, sin embargo, la vista no le causó placer alguno. Puso a secar la toalla y bajó por el tambucho, sentándose en los últimos peldaños de la escala. El Piloto trajinaba con las cacerolas en la cocina, preparando una fuente de macarrones, y Tánger estaba sentada en la camareta, con las cartas náuticas desplegadas sobre la mesa principal.
—No hay error posible —aseguró ella, antes de que Coy dijera nada.
Tenía su lápiz en la mano e indicaba las coordenadas de latitud y longitud sobre las diferentes cartas, marcando millas en las escalas laterales para transportarlas con el compás de puntas sobre el rectángulo cuadriculado de la zona, como le había enseñado a hacer él.
—Tú mismo revisaste los cálculos —añadió—. Enfilaciones a Mazarrón, al cabezo de las Víboras, a Punta Percheles, al cabo Tiñoso —se inclinaba muy seria mostrándole los resultados, igual que una estudiante que pretendiera convencer al profesor—… 37° 32’ al norte del ecuador y 4° 51’ al este de Cádiz en las cartas esféricas de Urrutia, corresponden a 37° 32’ de latitud norte y 1° 21’ de longitud oeste respecto al meridiano de Greenwich… ¿Lo ves?
Coy hizo como que revisaba los números. Había realizado aquellas operaciones tantas veces que se las sabía de memoria. Las cartas estaban llenas de anotaciones de su puño y letra.
—Las tablas de corrección pueden estar equivocadas…
—No lo están —ella movía enérgica la cabeza—. Ya te dije que provienen de las Aplicaciones de Cartografía Histórica de Néstor Perona. Ahí, hasta el error de diecisiete minutos de longitud de Cádiz respecto a Greenwich que tenían las cartas de Urrutia está corregido. Son precisas en cada minuto y cada segundo… Gracias a ellas se encontraron hace dos años el Caridad y el São Rico.
—La posición dada por el pilotín pudo estar confundida. Con las prisas, tal vez alguien cometió un error.
—No. Eso no puede ser —Tánger seguía negando con la reticencia de quien oye lo que no desea oír—. Todo era demasiado exacto. El pilotín hablaba incluso de la cercanía del cabo, al nordeste… ¿Recuerdas?
Miraron al mismo tiempo por el portillo abierto en la banda de estribor, hacia la mole rojiza que se perfilaba al extremo del arco de costa, más allá de la bahía de Mazarrón y el cabo Falcó. Teniendo ya avistado el cabo, había declarado el pilotín, según el informe.
—También puede ocurrir —añadió Tánger— que el Dei Gloria esté muy enterrado en la arena, y hayamos pasado sobre él sin detectarlo…
Era posible, opinó Coy. Aunque poco probable. En ese caso, explicó, la sonda habría señalado al menos diferentes densidades en la estructura del fondo. Pero todo el tiempo había estado indicando capas de arena y fango de hasta dos metros; y ésa era mucha profundidad para no detectar nada.
—Algo tendría que haber ahí —concluyó— aunque sólo fuese el metal de los cañones. Diez cañones juntos son una masa de hierro importante… Y a esos diez hay que añadir, aunque quedaran dispersos por la explosión, los doce del corsario.
Tánger tamborileaba con el lápiz sobre la carta. La otra mano la tenía en la boca, royéndose la uña del dedo pulgar. Su frente tenía ahora arrugas como cicatrices. Coy alargó una mano para tocarle el cuello, en la esperanza de borrar aquel ceño; pero ella permaneció insensible a la caricia, pendiente de las cartas que tenía delante. Los planos del bergantín y del jabeque también estaban a la vista, sujetos con cinta adhesiva a uno de los mamparos de la camareta. Incluso habían calculado sobre las cartas el área de dispersión de los cañones del corsario, considerando la explosión, la deriva y la distancia al fondo.
—El pilotín —sugirió Coy, retirando la mano— pudo mentir.
Tánger volvió a negar con la cabeza, y las marcas de su frente se hicieron más pronunciadas.
—Demasiado joven para urdir un engaño de ese calibre. Habló del cabo cercano, de la costa a un par de millas… Y llevaba en el bolsillo, anotados a lápiz, los datos de latitud y longitud.
—Pues no se me ocurre nada… Salvo que no sea Cádiz el meridiano.
Tánger le dirigió una ojeada sombría.
—También he pensado en eso —dijo—. Es lo primero que hice, entre otras cosas porque en El tesoro de Rackham el Rojo, Tintín y el capitán Haddock cometen un error parecido, al confundir la longitud de París con la de Greenwich…
A veces, pensaba Coy escuchándola, me pregunto si no estará tomándome el pelo. O si todo esto no es más que una peripecia infantil imaginada en un libro de historietas. Porque no es serio. O no lo parece. O no lo parecería, rectificó, de no andar de por medio ese enano argentino con su navaja, pegado a nuestras sombras, y el dálmata de su jefe. El sueño de una niña que jugaba a buscar barcos hundidos. Con tesoros, y con malvados.
—Pero nosotros conocemos bien todos los meridianos usados en la época —dijo—. Tenemos la posición suministrada por el pilotín, y podemos confirmarla en la carta, incluso con el sitio donde fue recogido tras el naufragio… No puede tratarse de Hierro, ni de París ni de Greenwich.
—Claro que no —ella señalaba la escala en la parte superior de una de las cartas—. La longitud es respecto a Cádiz, sin la menor duda: con ella todo coincide. El meridiano cero de nuestra búsqueda es el castillo de los Guardiamarinas: ya lo era en 1767 y lo siguió siendo hasta 1798. Longitud antigua desde Cádiz al naufragio: 4° 51’ este. Longitud actual, una vez corregida: 5° 12’ este. Correspondencia con Greenwich: 1° 21’ oeste. Ningún otro meridiano puede situar en el Urrutia y en las cartas modernas el Dei Gloria de modo tan perfecto.
—Todo eso está muy bien. De modo perfecto, dices. Pero nos falta lo más importante: el barco.
—Algo hemos hecho mal.
—Eso es evidente. Ahora dime qué.
Ella había tirado el lápiz sobre la mesa. Se incorporaba, mirando la carta. Coy observó sus pies descalzos sobre las tablas del suelo, los muslos largos y moteados bajo la camiseta que se adaptaba a las formas de su pecho. Volvió a acariciarle el cuello y esta vez ella se recostó un poco contra él. Su cuerpo firme, tibio olía levemente a sudor, y a sal.
—No lo sé —dijo, pensativa—. Pero si hay error, lo hemos cometido nosotros. Tú y yo… Si mañana terminamos la búsqueda sin resultados, habrá que empezar de nuevo.
—¿Cómo?
—No lo sé. Por la aplicación de las correcciones cartográficas, supongo. Un error de medio minuto significa ya media milla. Y aunque las tablas de Perona son muy exactas, nuestros cálculos pueden, en cambio, no serlo. Bastaría una pequeña imprecisión en la latitud y longitud del pilotín; diez segundos o un par de décimas de minuto inapreciables con los sistemas de posicionamiento de entonces, pero decisivas al trasladarlo todo a la carta… Quizá el bergantín esté una milla más al sur, o más al este. Tal vez nos hayamos equivocado al reducir tanto el área de búsqueda.
Coy suspiró todo lo hondo que pudo. Aquello era razonable, pero significaba empezar de nuevo. De cualquier modo, también suponía seguir junto a ella. Rodeó la cintura de la mujer con los brazos; se había vuelto hacia él y lo miraba muy de cerca, interrogante, la boca entreabierta. Tiene miedo, comprendió él, resistiendo la tentación de besarla. Tiene miedo de que el Piloto o yo digamos basta.
—No disponemos de una eternidad —dijo—. El tiempo puede empeorar de nuevo… Hasta ahora hemos tenido suerte con la guardia civil, pero pueden empezar a incordiarnos cualquier día. Preguntas y más preguntas. Y después está Nino Palermo, y su gente —indicó al Piloto, que despejaba la mesa para poner el mantel haciendo como que no escuchaba la conversación—… También hay que pagarle a él.
—No me agobies —se había soltado despacio, con suavidad, de las manos que enlazaban su cintura—. Necesito pensar, Coy. Necesito pensar.
Sonreía un poco, distante, embarazada; como si pretendiera dulcificar el gesto. De pronto volvía a estar a millas de distancia, y Coy sintió deslizarse por sus venas una tristeza oscura. El vacío en los ojos azul marino se intensificó cuando éstos volvieron al portillo abierto sobre el mar.
—Y sin embargo está ahí, en alguna parte —murmuró ella.
Se apoyaba en el portillo con ambas manos, inclinada hacia afuera, dando la espalda a Coy. Éste se pasó una mano por la cara mal afeitada, palpando su propia desolación. De pronto ella parecía de nuevo aislada, sola, egoísta. Volvía a la nube donde todos estaban excluidos, y él nada podía hacer para cambiar las cosas.
—Sé que está abajo, cerca —añadió Tánger en voz muy baja—. Esperándome.
Coy no dijo nada. Sentía una ira sorda, impotente. La de un animal debatiéndose en una trampa. Y supo que aquella noche la pasaría despierto en la oscuridad, junto al muro infranqueable de una espalda silenciosa.
Y ahora es cuando estoy a punto de aparecer yo, aunque brevemente, en esta historia. O cuando, para ser exactos, nos acercamos a la parte más o menos decisiva que tuve en la resolución —por calificarla de algún modo— del enigma sobre el naufragio del Dei Gloria. En realidad, como tal vez haya advertido algún lector perspicaz, soy yo mismo quien durante este tiempo ha estado contándoles todo esto: el capitán Marlowe de la novela, si admiten la comparación; con la reserva de que hasta ahora no creí necesario salir de la cómoda voz que utilicé, casi siempre, en tercera persona. Son, dicen, las reglas del arte. Pero alguien apuntó una vez que los relatos, como los enigmas y como la vida misma, son sobres cerrados que contienen otros sobres cerrados en su interior. Además, la historia del barco perdido, de Coy, el marino desterrado del mar, y de Tánger, la mujer que lo devolvió a él, me sedujo desde el momento en que los conocí. Ya no ocurren apenas, que yo sepa, historias como ésa; y mucha menos es la gente que las cuenta, aunque sea adornándolas un poco igual que los antiguos cartógrafos decoraban las zonas blancas todavía inexploradas. Y tal vez no las cuentan porque ya no existen verandas rodeadas de buganvillas donde oscurece despacio mientras los camareros malayos sirven ginebra —Bombay azul zafiro, naturalmente— y en una mecedora un viejo capitán desgrana su narración envuelto en humo de pipa. Hace tiempo que las verandas y los camareros malayos y las mecedoras, e incluso la ginebra azul son propiedad de los operadores turísticos; y además no está permitido fumar, ni en pipa ni en ninguna otra maldita cosa. Resulta difícil, por tanto, sustraerse a la tentación de jugar a las viejas historias, contadas como siempre se contaron. Así que, al hilo del asunto, ha llegado el momento de que abramos el penúltimo envoltorio: el que me trae, modestamente, a primer término. Sin esa voz narrativa, compréndanlo, no habría aroma clásico. Así que sólo diremos, a modo de inmediato preludio, que el velero que aquella tarde cruzó la bocana del puerto de Cartagena era un barco derrotado; tanto como si en vez de regresar de unas millas al sudoeste volviera trasquilado, tras ir por lana, del encuentro real con un corsario que lo hubiera despojado de ilusiones. En la mesa de cartas, la cuadrícula sobre la carta náutica 4631 estaba llena de inútiles crucecitas, igual que un cartón de bingo usado, decepcionante e inservible. En aquella arribada se habló poco a bordo del Carpanta. Sus tripulantes aferraron en silencio las velas, al pairo frente a las superestructuras oxidadas del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, y después se dirigieron a motor hacia uno de los pantalanes del puerto deportivo. Bajaron juntos a tierra, balanceándose por la falta de costumbre al pisar en firme, pasaron junto al Felix von Luckner, el portacontenedores belga de la Zeeland Ship que se disponía a largar amarras en el muelle comercial, y empezaron por el Valencia y el Taibilla, siguieron con el Gran Bar, el bar Sol y la taberna del Macho, y terminaron el viacrucis tres horas más tarde en La Obrera, una pequeña tasca portuaria situada en un ángulo detrás del ayuntamiento viejo. Aquella noche parecieron, recordaría Coy más tarde, tres camaradas; tres marineros que bajaran a tierra después de un largo y azaroso viaje. Y bebieron hasta que se les enturbió la mirada: una y otra y otra más, qué se debe, la penúltima, al unísono y sin complejos. El alcohol distanciaba las cosas, las palabras y los gestos. De modo que Coy, consciente de ello, asistía a la velada, incluido el propio espectáculo, con una perversa curiosidad que era asombrada y culpable a la vez. También fue aquélla la primera y la última vez que vio beber mucho a Tánger, y hacerlo de un modo deliberado; intenso. Sonreía como si de pronto el Dei Gloria fuese un mal sueño dejado atrás, y apoyaba la cabeza en el hombro de Coy. Bebió lo mismo que él, ginebra azul con hielo y un poco de tónica, mientras el Piloto los acompañaba con sólidos latigazos de coñac Fundador entibiados por vasos de cerveza. El Piloto contaba historias breves e incoherentes de puertos y de barcos, con aquel tono serio y la voz muy lenta y cuidadosa que ponía cuando el alcohol le volvía insegura la lengua, y entornaba los ojos que relucían divertidos, pícaros, amistosos. A veces Tánger reía y lo besaba, y el Piloto, cortado, siempre tranquilo, agachaba un poco la cabeza, o miraba a Coy y sonreía de nuevo, los codos sobre la desvencijada mesa de formica. Se lo veía a gusto; y a Coy, también: acariciaba la cintura tensa de Tánger, la esbelta curva de su espalda, sintiendo el cuerpo de la mujer recostado contra el suyo, sus labios en la oreja y en el cuello. Todo habría podido acabar allí, y no era mal final para un fracaso. Porque todo era grotesco y lógico al mismo tiempo, decidió. No habían hallado el bergantín, y sin embargo era la primera vez que los tres reían juntos sin rebozo, sin problemas, desatados y ruidosos. Aquello parecía exactamente una liberación; y con ese estado de ánimo bebieron todo el rato como si interpretaran papeles sobre sí mismos, conscientes del ritual tópico que las circunstancias exigían.
—Por la tortuga —dijo Tánger.
Alzó su vaso, tocando el de Coy, y vació lo que quedaba de un trago, con el hielo enfriándole los labios que luego posó largamente en los suyos. La habían avistado camino de Cartagena, por la tarde, una milla al sur de la isla de las Palomas: un chapoteo en el agua, a lo lejos. Tánger preguntó qué era aquello, y Coy echó un vistazo con los prismáticos: una tortuga marina debatiéndose atrapada en una red de pesca. Habían puesto proa hacia ella, observando los esfuerzos del animal por liberarse; la malla envolvía el caparazón y las aletas ensangrentadas, estrangulando la cabeza que se esforzaba por alzarse fuera del agua, al borde de la asfixia. Era raro encontrar tortugas en esas aguas, y su misma situación indicaba bien por qué. La red era una de aquellas interminables, caladas por todas partes en el Mediterráneo: cientos y cientos de metros sostenidos por bidones de plástico a modo de flotadores, laberintos mortales donde caía todo animal vivo. La tortuga no podría liberarse nunca; las fuerzas le fallaban y se crispaban, agónicos, los párpados arrugados sobre sus ojos saltones. Aunque saliera de la red, su agotamiento y las heridas la sentenciaban a muerte. Pero a Coy le dio igual. Antes de que nadie dijese una palabra, se había arrojado al mar con el cuchillo del Piloto en la mano, ciego de ira, y cortaba con feroces tajos la red en torno al animal. Acuchillaba la malla con furia, como si tuviese enfrente a un enemigo al que odiara con toda su alma; aspiraba aire y se zambullía para cortar más abajo entre el agua que la sangre volvía rosada, y al emerger veía muy cerca un ojo desorbitado del animal, mirándolo con fijeza. Cortó cuanto pudo, rugiendo de ira al sacar la cabeza para respirar antes de sumergirse de nuevo y destrozar el máximo posible de red. E incluso cuando la tortuga quedó por fin libre y derivó despacio, agitando débilmente las aletas, siguió cortando mallas hasta que el brazo dejó de responderle y no pudo más. Entonces nadó hacia el Carpanta, tras echar un último vistazo a la tortuga, cuyo ojo agonizante seguía mirándolo mientras se alejaba. No tendría muchas oportunidades, exhausta y con aquella sangre que tarde o temprano atraería a alguna tintorera voraz. Pero al menos sería un final en mar abierto, acorde con su mundo y su especie; no una muerte miserable, estrangulada entre una madeja de cuerdas trenzadas por la mano del hombre.
En La Obrera pidieron más ginebra, más coñac y más cerveza, y Tánger seguía recostando la cabeza en el hombro de Coy. Musitaba en voz baja una canción y de vez en cuando se interrumpía, alzaba el rostro, y él buscaba sus labios fríos de hielo y perfumados de ginebra para entibiarlos con los suyos. Nadie mencionaba el Dei Gloria, y todo resultaba canónico; lo exigido por las circunstancias y por los personajes que ellos, excepto tal vez el Piloto —o quizá también éste sin ser consciente—, interpretaban en aquella versión actualizada del viejo asunto. Habían vivido esa escena cien veces antes, y era tranquilizador perder la partida en tiempos en que los hombres estaban educados para ver esfumarse cierta clase de éxitos. En la barra, ante el tabernero que Coy recordaba allí de toda la vida con su delantal y su colilla en la boca, borrachines de nariz roja, clientes habituales de brazos flacos y tatuados vaciaban vasos de vino y copas de coñac volviéndose de vez en cuando hacia su mesa para sonreírles, cómplices. Eran antiguos conocidos del Piloto; y de vez en cuando el tabernero servía una ronda a cuenta de los tres de la mesa. A tu salud, Piloto, y la compañía. A la tuya, Ginés. A la tuya, Gramola. A la tuya, Jaqueta. Todo era perfecto y Coy sentía paz, y se recreaba en su propio personaje, y sólo faltaba, lamentó, el piano; con Lauren Bacall mirando de soslayo mientras cantaba con esa voz ronca, algo velada, que en versión original subtitulada a veces se parecía a la de Tánger. O viceversa. Luego, llegados a cierto punto, el alcohol se encargaría de teñir las imágenes en blanco y negro. Porque después de tantas novelas, tantas películas y tantas canciones, ya ni siquiera había borrachos inocentes. Y Coy se preguntó, envidiándolo, qué debía de sentir el hombre que por primera vez salió a la caza de una ballena, un tesoro o una mujer sin haberlo leído antes en ningún libro.
Se despidieron en la muralla. Habían dejado el barco limpio y arranchado, y esa noche el Piloto iba a pasarla en su casa del barrio pescador de Santa Lucía. Se quedaron viéndolo irse con paso inseguro entre las palmeras y los grandes magnolios, y luego miraron abajo, al puerto, donde más allá del club náutico y el restaurante Mare Nostrum, el Felix van Luckner largaba amarras con toda la cubierta iluminada y sus luces en el agua negra del muelle. Había soltado el largo de popa, y Coy repitió mentalmente las órdenes que el práctico estaría dando en ese momento desde el alerón. Timón todo a estribor. Avante poca. Alto. Timón a la vía. Atrás media. Largad a proa. Tánger estaba a su lado, observando también la maniobra del barco, y de pronto dijo quiero darme una ducha, Coy. Quiero desnudarme y tomar una ducha muy caliente, con todo lleno de vapor como si fuera niebla de alta mar. Y quiero que tú estés entre esa niebla, y que no me hables de barcos, ni de naufragios, ni de nada. Esta noche he bebido tanto que sólo quiero abrazar a un héroe rudo y silencioso; a alguien que regrese de Troya y cuya piel y cuya boca sepan a humo de ciudades quemadas y a sal. Dijo eso y se lo quedó mirando del modo en que lo miraba a veces, callada y muy seria y atenta, como si acechase algo en él. Lo miró de ese modo, con el hierro pavonado de sus ojos que la ginebra diluía en azul marino muy brillante, casi líquido; y entreabría la boca como si el hielo de todos los vasos bebidos se la hubiera enfriado tanto que necesitase durante horas la boca de Coy para entibiarla. Entonces él se tocó la nariz y sonrió igual que solía hacerlo, con aquel gesto tímido que le aniñaba el rostro y suavizaba sus rasgos duros, su nariz demasiado grande y las facciones toscas, casi siempre mal afeitadas. Héroe rudo y silencioso, había dicho ella. En aquella particular isla de los caballeros y los escuderos, ninguno había pronunciado las palabras mágicas. Sólo, te mentiré y te traicionaré. Pero ni siquiera en ese contexto de mentir o traicionar nadie había dicho te amo, todavía. Aunque en ese instante preciso, con el mundo oscilante alrededor y el alcohol deslizándose a cada latido por sus venas, él estuvo a punto de ser vulgar y hacerlo. Tenía incluso abierta la boca para pronunciar las palabras impronunciables. Pero ella, como si lo intuyera, puso sus dedos sobre los labios de Coy. Lo hizo acercándose mucho, el azul líquido de sus ojos centelleante y oscuro al mismo tiempo, y él sonrió de nuevo, resignado, mientras besaba aquellos dedos. Después inspiró hondo, del mismo modo que si se dispusiera a sumergirse en el mar, y miró alrededor durante cinco segundos antes de cogerla de la mano y cruzar la calle en línea recta hacia la puerta del hostal Cartago, una estrella, habitaciones con baño y vistas al puerto. Tarifas especiales para oficiales de la marina mercante.
Aquella noche, entre azulejos blancos y espeso vapor de agua, llovió en las orillas de Troya mientras zarpaban las naves. Era, en efecto, una bruma tibia, gris o hecha de grises, donde todos los colores quedaban subordinados a esa mansa lluvia cayendo sobre una playa desierta en la que podían observarse vestigios del desenlace: un casco de bronce olvidado, el fragmento de una espada rota y semienterrada en la arena, cenizas que el viento traía desde la ciudad quemada, invisible en la escena pero que se adivinaba próxima, todavía humeante, mientras las últimas naves aqueas izaban sus velas húmedas, alejándose en la distancia. Era el nostos de los héroes homéricos: el retorno y la soledad de los últimos guerreros que regresaban a casa tras la batalla, para ser asesinados por los amantes de sus mujeres o perderse en el mar, víctimas de la cólera y el capricho de los dioses. Y entre aquella niebla caliente, el cuerpo desnudo de Tánger buscaba el de Coy, el agua jabonosa a la altura de los muslos, reluciente de humedad la piel moteada y tersa. Lo buscaba con determinación silenciosa y una intensa fijeza en la mirada, acorralándolo literalmente contra el borde de la bañera. Y allí recostado, el agua caliente en la cintura y la lluvia cálida sobre su cabeza, corriéndole por la cara y los hombros, Coy la vio erguirse despacio, alzarse sobre él y descender luego decidida, lenta, milímetro a milímetro, sin dejarle otra escapatoria que la huida hacia adelante entre sus muslos profundos, el abrazo intenso, desesperado, al filo de la lucidez que se escapaba con su entrega y su derrota. Nunca, hasta esa noche, se había sentido Coy violado por mujer alguna. Nunca tan minuciosa y deliberadamente puesto al margen. Porque no soy yo, razonaba con los últimos restos de aquel naufragio donde se le desvanecía el pensamiento. No es a mí a quien abraza, ni es a nadie a quien pueda asignársele un rostro, una voz, una boca. No es por mí por quien otras veces gemía larga y dolorida, ni es a mí a quien ahora imagina; sino al héroe rudo, masculino y silencioso que antes reclamaba con voz ronca. Al sueño que ella, todas ellas, llevan en la piel y en el vientre desde que el mundo existe: el que puso simiente en sus entrañas y luego embarcó rumbo a Troya en naves negras. El hombre cuya sombra ni siquiera los cínicos sacerdotes, los pálidos poetas, los razonables hombres de la paz y la palabra que acechan junto al tapiz inacabado consiguieron nunca borrar del todo.
Todavía era de noche cuando Coy despertó, y ella no estaba a su lado. Había soñado con una oquedad negra, el vientre de un caballo de madera, y con compañeros cubiertos de bronce que se deslizaban sigilosos, espada en mano, en el corazón de una ciudad dormida. Se incorporó, inquieto, para ver la silueta de Tánger recortada en la penumbra de la ventana, sobre las luces de la muralla y el puerto. Fumaba un cigarrillo. Estaba de espaldas y no pudo verla, pero sentía el olor del tabaco. Se levantó, desnudo, y fue a su lado. Ella se había puesto la camisa de Coy, sin abotonarla pese al fresco de la noche que entraba por la ventana abierta. Al cuello relucía la cadena de plata con la chapa de soldado.
—Creí que dormías —dijo ella, sin volverse.
—Desperté y no estabas.
Tánger no dijo nada más, y él permaneció quieto, mirándola. Expulsaba el humo muy despacio, tras retenerlo en cada inspiración. La brasa, al avivarse, iluminaba en rojo sus uñas roídas y romas. Coy le puso una mano en un hombro y ella la tocó de modo ausente, distraído, antes de chupar de nuevo el cigarrillo.
—¿Qué habrá sido de la tortuga? —preguntó al cabo de un rato.
Coy encogió los hombros.
—A estas horas habrá muerto.
—A lo mejor no. Puede que haya sobrevivido.
—Quizás.
—¿Quizás?… —lo observó un instante, de soslayo—. A veces hay finales felices, Coy.
—Claro. A veces. Resérvame uno.
Se quedó callada de nuevo. Miraba otra vez al pie de la muralla: el hueco dejado en el muelle por el barco de la Zeeland Ship.
—¿Ya tienes respuesta para el problema del caballero y el escudero? —preguntó al fin en voz muy baja.
—No hay respuesta para eso.
Ella rió en tono muy quedo, o pareció hacerlo. Coy no podía estar seguro.
—Te equivocas —dijo—. Siempre hay una respuesta para todo.
—Pues dime qué vamos a hacer ahora.
Tardó en contestar. Parecía tan lejos de allí como el pecio del Dei Gloria. El cigarrillo se había consumido, y se inclinó para apagarlo en el alféizar de la ventana, con mucho cuidado, deshaciendo hasta la última partícula de la brasa. Luego lo dejó caer a la calle.
—¿Hacer? —inclinaba la cabeza a un lado, como si meditara sobre esa palabra—… Lo que hemos hecho todo el tiempo, naturalmente. Seguir buscando.
—¿Dónde?
—Otra vez en tierra firme. Los barcos hundidos no siempre se encuentran en el mar.
Y de ese modo los vi aparecer al día siguiente en mi despacho de la universidad de Murcia. Era uno de esos días muy luminosos que solemos tener por allí, con grandes paralelogramos de sol dorando las piedras del claustro entre la reverberación de los cristales y el agua de las fuentes. Me había puesto las gafas de sol para ir al bar de la esquina a tomar un café, y al regreso, en mangas de camisa y la chaqueta al hombro, encontré a Tánger Soto esperándome en la puerta: rubia, guapa, la holgada falda azul, las pecas. Al principio la tomé por una alumna de las que en esas fechas vienen a pedirme que las ayude a preparar su tesis. Luego me fijé en el tipo que estaba con ella: cerca pero manteniéndose un poco a distancia; supongo que saben a qué me refiero si a estas alturas conocen un poco a Coy. Entonces ella, que llevaba un bolso de piel colgado del hombro y un cilindro protector de cartón bajo el brazo, se presentó y sacó del bolso un ejemplar de mi libro Aplicaciones de Cartografía Histórica; y yo pude identificarla como la joven de la que en alguna ocasión me había hablado mi querida amiga y colega Luisa Martín-Merás, jefe de cartografía del Museo Naval de Madrid, describiéndola como lista, introvertida y eficiente. Incluso, recordé, habíamos mantenido algunas conversaciones telefónicas sobre correcciones en el Atlas de Urrutia y documentos históricos archivados en la universidad.
Los invité a pasar, ignorando el gesto hosco de los alumnos que esperaban en el pasillo. Eran fechas de exámenes, y los trabajos por corregir se amontonaban sobre mi mesa, en la leonera que tengo por despacho. Retiré libros de las sillas, a fin de que pudieran sentarse, y escuché su historia. Para ser más preciso, la escuché a ella, que fue quien habló casi todo el tiempo; y también escuché la parte de historia que en aquel momento tuvo a bien contarme. Venían desde Cartagena, a sólo media hora de coche por la autovía, y el asunto podía resumirse en un barco hundido, una documentación que posibilitaba su localización, unos infructuosos tanteos previos y unas coordenadas exactas de latitud y longitud que, por algún motivo, resultaban inexactas. Lo de siempre. Porque debo decir que estoy acostumbrado a consultas de ese tipo. Aunque por motivos personales firmo mis trabajos y libros con el mismo nombre y modesto título que figura en mi tarjeta de visita bajo el anagrama, familiar a mi oficio, de la T dentro de la O —Néstor Perona, maestro cartógrafo— ejerzo la cátedra de Cartografía de la universidad de Murcia desde hace mucho tiempo, mis publicaciones significan algo en el mundo científico, y con cierta asiduidad debo atender dudas y problemas planteados por instituciones o particulares. No deja de ser curioso que, en un tiempo en que la cartografía ha experimentado la mayor revolución en su historia, con la fotografía aérea, los mapas por satélite y la aplicación de la electrónica y la informática, alejándose de los rudimentarios primeros mapas trazados por exploradores y navegantes, los estudiosos se vean en la necesidad, cada vez mayor, de que alguien mantenga el frágil cordón umbilical que une la modernidad con las épocas pretéritas de la ciencia, que a fin de cuentas no es más que el mito probado. El problema se daba ya en los siglos XV y XVI, cuando los entonces progresistas cartógrafos flamencos tuvieron que esforzarse por conciliar las indicaciones contradictorias de los autores de la antigüedad con los nuevos descubrimientos de los navegantes portugueses y españoles; y se repitió en sucesivas generaciones. De ese modo ahora, sin gente como yo —disculparán esta pequeña vanidad, quizá legítima— el mundo antiguo se perdería de vista y muchas cosas dejarían de tener sentido a la fría luz del neón de la ciencia moderna. Por eso, cada vez que alguien necesita mirar atrás y entender lo que ve, acude a mí. A los clásicos. Naturalmente, recibo consultas de historiadores, bibliotecarios, arqueólogos, hidrógrafos, y también de buscadores de naufragios y de tesoros en general. Quizá recuerden el hallazgo del galeón São Rico frente a Cozumel, la búsqueda del arca de Noé en el monte Ararat, o aquel famoso reportaje para televisión del National Geographic sobre la localización del Virgen de la Caridad frente a Santoña, en el golfo de Vizcaya, y el rescate de dieciocho de sus cuarenta cañones de bronce: esos tres episodios —aunque lo del arca terminó en grotesco fracaso— fueron posibles gracias a las tablas de corrección desarrolladas por mi equipo de colaboradores de la universidad de Murcia. E incluso otro viejo conocido de esta historia, Nino Palermo, me hizo en cierta ocasión el dudoso honor de unas consultas, aunque luego la cosa no llegase más lejos, cuando andaba tras la pista, creo, de 80.000 ducados que se hundieron con una galera española en 1562, frente a la torre de Vélez Málaga. En fin. Para más detalles, remito a mis publicaciones en la revista Cartographica y a varios de mis libros: las ya citadas Aplicaciones, por ejemplo; o el estudio de las loxodrómicas —loxos y dromos, ustedes ya saben— en Los enigmas de proyección Mercator. También pueden consultar mi trabajo sobre los 21 mapas del atlas inacabado de Pedro de Esquivel y Diego de Guevara, o las biografías del padre Ricci (Li Mateu: El Tolomeo de China) y de Tofiño (El hidrógrafo del rey), el Catálogo Hidrográfico Antiguo que hice en colaboración con Luisa Martín-Merás y Belén Rivera, o las monografías Cartógrafos jesuitas en el mar, y Cartógrafos jesuitas en Oriente. Todo eso lo he escrito desde un despacho, naturalmente. Ciertas cosas, como los sueños juveniles, han de visitarse en persona sólo cuando se tienen pocos años. En la madurez, las postales y el vídeo se imponen a los sentidos; y uno se encuentra en Venecia no en el esplendor, sino en la humedad.
Pero vayamos al asunto. Y éste es que aquella mañana, en el despacho de la universidad, mis dos visitantes expusieron su problema. O más bien lo expuso ella, mientras que él, sentado entre las pilas de libros que había apartado para dejarle sitio, escuchaba discreto. Y debo confesar que aquel marino silencioso —aún tardé un rato en conocer su profesión— me cayó simpático; tal vez por su forma de escuchar manteniéndose al margen, o por su aspecto tosco pero buena gente, con la mirada franca que solía mantener en la tuya, su forma de tocarse la nariz cuando parecía desconcertado o perplejo, la sonrisa tímida, los tejanos y las zapatillas de tenis, los fuertes brazos bajo la camisa blanca remangada hasta los codos. Era de esa clase de hombres de los que uno intuye, con razón o sin ella, que puede fiarse; y su papel en toda esta peripecia, su intervención en el nudo y en el desenlace, es la razón principal de que me apetezca contarla. En mi juventud yo también leí ciertos libros. Además, suelo recurrir a la extrema cortesía —cada cual tiene sus métodos— como forma superior de desprecio hacia mis semejantes; y la ciencia a la que me dedico es un modo tan eficaz como otro cualquiera de tener a raya un mundo poblado por gentes que en el fondo me irritan, y entre las que prefiero elegir sin el menor sentido de la equidad, a tenor de mis simpatías o antipatías. Como diría el mismo Coy, cada uno se organiza como puede. Así que por alguna extraña razón —llámenla solidaridad, o afinidad—, siento la necesidad de justificar a ese marino desterrado del mar; y tal es el motivo por el que les narro su historia. A fin de cuentas, relatar su aventura junto a Tánger Soto se parece un poco a la proyección cartográfica mercatoriana: para representar plana una esfera, a veces hay que forzar un poco las superficies en las altas latitudes.
El caso es que aquella mañana, en mi despacho, Tánger Soto me puso al corriente de los rasgos generales del asunto, para pasar después a plantear el problema: 37° 32’ norte y 4° 51’ este sobre una carta esférica de Urrutia. Un barco se había hundido allí en el último tercio del siglo XVIII, y eso correspondía, hechas las correcciones adecuadas con ayuda de mis propias tablas cartográficas, a una posición moderna de 37° 32’ norte y 1° 21’ oeste. La pregunta del equipo visitante consistía en si esa transformación era correcta; y yo, tras considerarlo un momento, dije que si las tablas se habían aplicado bien, posiblemente lo era.
—Sin embargo —dijo ella— el barco no está allí.
La miré con las razonables reservas. En este tipo de cosas siempre desconfié de las afirmaciones inapelables, y de las mujeres, guapas o feas, que se pasan de listas. Son muchas las que han transitado por mis aulas.
—¿Está segura?… Imagino que un barco hundido no anda delatando su posición a gritos.
—Lo sé. Pero hemos investigado a fondo, incluso sobre el terreno.
O sea que se habían mojado los pies, deduje. Intentaba situar a la pareja en alguna de las especies catalogadas por mí, pero no resultaba fácil. Arqueólogos aficionados, historiadores ávidos, cazadores de tesoros. Desde detrás de mi mesa, bajo la reproducción de la Tabula Itineraria de Peutinger que tengo enmarcada en la pared —regalo de mis alumnos cuando obtuve la cátedra— me dediqué a estudiarlos con atención. Físicamente ella encajaba en las dos primeras categorías, y él en la tercera. Suponiendo que los arqueólogos, los historiadores ávidos y los cazadores de tesoros tengan un aspecto definido.
—Pues no sé —dije—. Sólo se me ocurre lo más elemental: sus datos originales están equivocados. La latitud y la longitud son falsas.
—Eso es improbable —ella movía la cabeza, segura, haciendo que el pelo rubio, que observé recortado en curiosa asimetría, le rozase el mentón—. Hay razones documentales sólidas. En ese sentido sólo sería aceptable un relativo margen de error, lo que nos llevaría a un sector de búsqueda más amplio… Pero antes queremos descartar cualquier otra posibilidad.
Me hizo gracia el tonillo de la dama. Tan competente y seguro. Formal.
—¿Por ejemplo?
—Un fallo por nuestra parte al aplicar sus tablas… Querría pedirle que revisara los cálculos.
Volví a mirarla unos instantes y luego eché un vistazo al otro, que nos escuchaba muy quieto, muy callado y muy buen chico en su silla, las manos grandotas apoyadas sobre las perneras del pantalón. Mi curiosidad era limitada; ya había conocido muchas historias de búsquedas como aquélla. Pero los alumnos que esperaban afuera me agobiaban, el día era demasiado espléndido para corregir exámenes, ella era insólitamente atractiva —sin ser una belleza a causa de aquella nariz vista de lado, o tal vez justo por eso— y él me caía bien. Pourquoi pas?, me dije al modo del comandante Charcot. La cosa no iba a llevarme mucho tiempo, así que accedí. El tubo de cartón contenía algunas cartas enrolladas, que Tánger Soto desplegó sobre mi mesa. Entre ellas reconocí una reproducción a tamaño natural de una carta esférica de Urrutia. Conocía aquella carta, por supuesto, y la estudié con afecto. Menos bella que las de Tofiño, claro. Pero magníficamente grabada a punta seca en planchas de cobre batido y bruñido; y muy precisa para su época.
—Veamos —dije—. ¿Fecha del naufragio?
—1767. Costa sudeste española. Posición por demoras a tierra casi simultánea al momento del naufragio.
—¿Meridiano de Tenerife?
—No. Cádiz.
—Cádiz —sonreí un poco, alentador, mientras buscaba la correspondiente escala de longitudes en la parte superior de la carta—. Me encanta ese meridiano. Me refiero al viejo, naturalmente. Tiene el aroma tradicional de lo perdido, como la isla de Hierro del viejo Tolomeo… Ya saben a qué me refiero.
Me puse las gafas para ver de cerca y empecé a trabajar sin que ellos me dijesen si lo sabían o no. La latitud fue lo primero que establecí sin dificultad: en eso era bastante exacta. En realidad, hace tres mil años los navegantes fenicios conocían ya que la altura del sol en la meridiana, o la de las estrellas próximas al polo norte sobre el horizonte de un lugar, mide la latitud geográfica del mismo. Ahora hasta un niño podría hacerlo. Un niño con nociones de cosmografía, claro. Tampoco un niño cualquiera.
—Tienen suerte de que su episodio ocurriera en 1767 —comenté—… Sólo cien años antes, la latitud habría podido obtenerse casi con la misma facilidad, pero la longitud habría dejado mucho que desear. En 1583, Matteo Ricci, que era uno de los grandes cartógrafos de la época, cometía errores de hasta cinco grados al calcular longitudes respecto al meridiano de Tenerife… El globo de Tolomeo tardó mil quinientos años en deshincharse, y lo hizo muy poco a poco… Supongo que conocen la famosa frase de Luis XIV, cuando Picard y La Hire le movieron un grado y medio el mapa de Francia: «Mis cartógrafos me han quitado más tierra que mis enemigos».
Reí yo solo de la sobada anécdota, y Tánger tuvo la cortesía de acompañarme con una sonrisa. Es de veras interesante, me dije, observándola con detalle. Estuve un rato intentando situarla con más precisión, hasta que desistí. La mujer es el único ser que no puede definirse con dos oraciones consecutivas.
—De todas formas —continué— Urrutia afinó mucho; aunque habría que esperar a Tofiño para que, con el fin del siglo, la cartografía hidrográfica española se ajustase a lo real… En cualquier modo… A ver. Bueno. Considero que su latitud estimada es absolutamente correcta, querida. ¿Lo ve?… Treinta y dos minutos norte. Según parece, tanto el cartógrafo como el caballero que tomó la latitud sobre su mapa afinaron bien.
Dije caballero y no dama porque, pese a no serlo de verdad, me gusta ejercer ante mis alumnas como repugnante machista. También quería comprobar si Tánger Soto era de las que tienen tiempo libre para ofenderse por ese tipo de chorradas. Pero no parecía ofendida. Se limitó a volverse un poco hacia el acompañante.
—Ese caballero es este marino.
Miré a Coy por encima de mis gafas con renovado interés.
—¿Marino mercante?… Tanto gusto. Sus cálculos y los míos son idénticos, en principio.
No dijo nada. Sonrió vagamente, algo incómodo, y se tocó un par de veces la nariz. Inclinada sobre mi mesa, Tánger señalaba la escala superior en la carta esférica.
—Establecer la longitud —dijo— nos planteó más problemas.
—Lógico —me eché hacia atrás en la silla profesoral—. Hasta que los relojes marinos de Harrison y Berthoud no se perfeccionaron, y eso fue muy pasada la mitad del XVIII, el de la longitud fue el gran problema de los navegantes. La latitud la daban el sol o las estrellas; pero la longitud, que ahora nos facilita cualquier reloj de pulsera barato, sólo podía calcularse con el impreciso método de las distancias lunares. Cuando Urrutia levantó sus cartas, situarse en el mar respecto a un meridiano aún no estaba resuelto del todo. Había relojes de péndulo y sextantes, pero faltaba el instrumento fiable: un cronómetro seguro que calculara esos quince grados contenidos en cada hora de diferencia entre la hora local y la del primer meridiano… Por eso los errores de longitud eran más apreciables que los de latitud. Hasta 1700, háganse cargo, no se estableció la verdadera longitud del Mediterráneo: veinte grados menos de los sesenta y dos que le atribuyó Tolomeo.
Me concedí un respiro para observarla. No parecía en absoluto impresionada. Tampoco lo parecía Coy. A lo mejor ya sabían todo lo que les estaba contando; pero yo era un maestro cartógrafo, y ellos habían acudido a verme por voluntad propia a mi despacho. Cada cual tiene su personaje, y lo interpreta lo mejor que puede. Si aquellos dos querían ayuda, tenían que pagar peaje. A mi ego.
—Parece mentira, ¿verdad? —proseguí en el mismo tono, permitiéndome añadir un toque tierno—… Cuando veo a un niño ilustrando con lápices de colores su cuaderno de geografía, pienso que, desde siempre, calculando triangulaciones, distancias lunares y eclipses de planetas, los hombres han estudiado la tierra y sus costas, observado cada accidente del terreno, sondado metro a metro, para trazar mapas de lo que veían. «Siendo este camino tan dificultoso —escribía Martín Cortés— sería difícil darlo a entender con palabras o escribirlo con la pluma. La mejor explicación que para esto han hallado los ingenios de los hombres es darlo pintado en una carta»… De ese modo se dominó a la naturaleza, se hicieron posibles las exploraciones y los viajes… Con su talento y con las ayudas rudimentarias de la aguja, el astrolabio, el cuadrante, la ballestilla y las tablas alfonsinas, el hombre empezó a dibujar las costas, marcó los peligros sobre el papel, puso faros y torres en los sitios adecuados —señalé sobre mi cabeza la Tabula Itinerari: no era el paradigma de la exactitud, con todas aquellas calzadas romanas y el rigor geográfico sacrificado a la eficacia militar y administrativa; pero era el gesto lo que contaba—… Y lo hizo con tal imaginación y eficacia, pese a las lógicas imprecisiones, que todavía hoy los satélites muestran paisajes que fueron descritos casi a la perfección por hombres que los exploraron y navegaron hace cientos de años… Hombres que, sobre todo, hablaron, observaron y pensaron… ¿Conocen la historia de Eratóstenes?
Se la conté, por supuesto. De pe a pa y sin ahorrarles detalle. Chico listo, ese cireneo: director de la biblioteca de Alejandría, para que se hicieran una idea. Había un pozo en Asuán a cuyo fondo sólo llegaban los rayos del sol del 20 al 22 de junio; eso situaba el pozo en el Trópico de Cáncer, y por otra parte la ciudad de Alejandría se encontraba al norte de ese punto, a la distancia conocida de 5.000 estadios. Así que Eratóstenes midió el ángulo del sol al mediodía del 21 de junio y dedujo que el arco medido, unos 7 grados, era la cincuentava parte del meridiano de la tierra. Calculó para el meridiano 250.000 estadios, o sea, unos 45.000 kilómetros. Tenían que reconocer que no estaba nada mal, ¿verdad?, considerando que la medida real de la circunferencia terrestre es de 40.000. Menos de un 14% de error: una gran precisión relativa, para tratarse de un fulano que vivió dos siglos antes de Cristo.
—Por eso —concluí— me encanta mi oficio.
Seguían sin mostrarse impresionados, pero yo estaba en mi salsa. Y es cierto que me encanta mi oficio. Establecido todo lo cual, decidí continuar ocupándome de su consulta.
—Bien —dije, tras los cálculos oportunos—. Mis felicitaciones. Han aplicado correctamente mis tablas. Obtengo, como ustedes, una longitud moderna de un grado y veintiún minutos al oeste de Greenwich…
—Entonces tenemos un problema serio —dijo Tánger—. Porque ahí no hay nada.
La miré con gesto de pésame, de nuevo sobre las gafas que tienen la incómoda tendencia a deslizárseme hacia la punta de la nariz. Observé de reojo al marino. No parecía molesto por la forma en que yo apoyaba un codo en la mesa y estudiaba a la rubia. Igual lo suyo era simple relación profesional de toma y daca. Concebí esperanzas.
—Tendrán que revisar entonces esa posición original sobre el Urrutia, me temo. O ampliar, como usted preveía, el área de búsqueda… El barco pudo derivar desde la última posición conocida, o navegar un poco más antes de hundirse… ¿Un temporal?
—Combate —dijo ella, escueta—. Con un corsario.
Qué bonito y qué clásico, pensé. Y qué pocas posibilidades de acertar tenían aquellos dos. Puse cara de circunstancias.
—Entonces —opiné, grave— entre la toma de posición y el lugar del hundimiento pudieron pasar muchas cosas… Y a bordo estarían muy ocupados para ponerse a tomar alturas de sol o demoras a tierra. Creo que eso los pone a ustedes en una situación difícil.
Debían de ser conscientes de eso antes de hablar conmigo, porque mis palabras no parecieron inquietarlos más de lo que estaban. Sólo él se limitó a mirarla a ella, como pendiente de una reacción que no se produjo. Tánger me seguía observando como se mira a un médico que sólo ha desembuchado la mitad del diagnóstico. Ojeé otra vez la carta en busca de una buena noticia. Quedará tetrapléjico pero podrá silbar pasodobles, o pintar con los dedos de un pie. Algo por el estilo.
—Supongo que no existe duda sobre que las cartas utilizadas eran las de Urrutia —comenté—… Cualquier otra podía significar alteraciones de la posición teórica con la que estamos trabajando.
—Ninguna duda —me pregunté, oyéndola, si aquella dama dudaba alguna vez—. Hay testimonios directos de los tripulantes.
—¿Está segura de que se trata del meridiano de Cádiz?
—No puede ser ningún otro. París, Greenwich, Ferrol, Cartagena… Ninguno de ellos encaja con el área general del naufragio. Sólo Cádiz.
—El meridiano viejo, imagino —sonrisa profesional, la mía. A tono—. No habrán caído en el error, más frecuente de lo que se cree, de confundirlo con San Fernando.
—Naturalmente que no.
—Ya. Cádiz.
Medité en serio.
—Doy por supuesto —dije al cabo de unos instantes— que usted me cuenta sólo lo que cree conveniente contarme, y la comprendo. Me hago cargo de ese tipo de circunstancias —ella sostenía mi mirada con la mayor sangre fría—… Sin embargo, tal vez pueda confiarme alguna información más sobre el barco.
—Era un bergantín procedente de la costa andaluza. Rumbo nordeste.
—¿Bandera española?
—Sí.
—¿Quién era su armador?
Vi que dudaba. Y si todo hubiera quedado ahí, yo no habría seguido preguntando y los habría despedido con toda esa cortesía a la que antes me referí. No se puede venir a exprimir a un maestro cartógrafo a cambio de una cara bonita, y encima esconder con una mano lo que parece mostrarse con la otra. Ella tuvo que leer ese pensamiento en mi cara, porque empezó a abrir la boca para decir algo. Pero fue Coy, desde su silla, quien pronunció las palabras adecuadas:
—Era un barco jesuita.
Lo observé con afecto. Era buen chico, aquel marino. Supongo que ése fue el momento preciso en que me ganó para su causa. Miré a la mujer. Asentía con una sonrisa leve, enigmática, a medio camino entre la disculpa y la complicidad. Sólo las mujeres hermosas se atreven a sonreír de ese modo cuando has estado a punto de pillarlas en un renuncio.
—Jesuita —repetí.
Luego moví la cabeza de arriba abajo un par de veces, paladeando la información. Aquello era bueno. Era incluso estupendo; y uno, imagino, se hace cartógrafo para disfrutar momentos como ése. Tomándome mi tiempo, contemplé con mucha atención la carta desplegada sobre la mesa, consciente de la doble mirada fija en mí. Conté mentalmente medio minuto.
—Invítenme a comer —dije por fin, al llegar a treinta—. Creo que acabo de ganarme un buen vino y una estupenda comida.
Los llevé a la Pequeña Taberna, un restaurante de cocina huertana que está detrás del arco de San Juan, cerca del río. Lo hice recreándome en la suerte, como los toreros que no tienen prisa, y disfruté de su expectación dosificándoles la cosa con cuentagotas: aperitivo, una botella de Marqués de Riscal gran reserva más que razonable, pisto murciano, sangre frita con cebolla, verduras a la plancha. Ellos apenas probaron bocado, pero yo hice honor al lugar y a la mesa.
—Ese barco —dije una vez transcurrido el tiempo adecuado— no pueden encontrarlo en los 37° 32’ de latitud y los 1° 21’ de longitud este de Cádiz, por la simple razón de que ahí no ha estado nunca.
Pedí más pisto. Estaba delicioso, y apetecía al verlo sobre el mostrador, expuesto en enormes lebrillos de barro. También apetecía ver la cara que ponían ellos a medida que les desgranaba la historia.
—Los jesuitas tenían una larga tradición cartográfica —proseguí, mojando pan en la salsa—. El propio Urrutia contó con su ayuda técnica para el levantamiento de sus cartas esféricas… Al fin y al cabo, la tradición científicohidrográfica de la Iglesia viene de antiguo: la primera cita de un instrumento náutico se encuentra en los Hechos de los Apóstoles: «Y echando la sonda, hallaron veinte brazas».
Aquel toque erudito no les hizo mucha mella; se impacientaban, claro. Sin pretender ocultarlo él, que tenía las manos inmóviles a cada lado del plato y me miraba con cara de estar pensando cuándo dejará de dar rodeos este imbécil. Ella escuchaba con una calma aparente que me atrevo a calificar de profesional: valía para eso, sin duda. Apenas mostraba indicios de nada que no fuese una atención extrema, como si cada una de mis vaguedades fuese oro puro. Sabía manejar a los hombres. Más tarde supe hasta qué punto.
—El caso es —proseguí, entre dos bocados y dos tientos al gran reserva— que algunos de los más importantes cartógrafos pertenecieron a la Compañía de Jesús: Ricci, Martini, el padre Fournier, autor de la Hydrographie… Tenían sus sistemas, sus misiones en Asia, sus reducciones americanas, sus rutas propias, sus feudos de todo tipo. Sus barcos, capitanes y pilotos. Blasco Ibáñez los noveló como La araña negra, y en cierto sentido tenía razón.
Continué con la comida y los detalles, reservándome el golpe de efecto final. Los jesuitas, añadí, contaban con sus escuelas de cosmografía, cartografía y náutica. Sabían qué importantes eran los conocimientos geográficos exactos; y sus religiosos, desde los tiempos de Ignacio de Loyola, estaban encargados de recolectar en todos los viajes datos útiles para la Compañía. Hasta el marqués de la Ensenada —apunté con un espárrago triguero pinchado en el tenedor— les encomendó en tiempos de Felipe V un mapa moderno y detallado de España, que no se llegó a imprimir por la caída del ministro. También hablé de su estrecha relación con Jorge Juan y Antonio de Ulloa, los caballeros del Punto Fijo que midieron el grado de meridiano en el Perú. En materia científica, en suma, los jesuitas fueron perejil de todas las salsas. Con amigos y enemigos, naturalmente. Por eso tomaban precauciones. Yo mismo, en el curso de mis trabajos, había topado con documentos que a veces fue difícil y otras imposible interpretar. Aquellos tipos tenían toda una infraestructura dedicada a lo que hoy —sonreí— llamaríamos contraespionaje.
—¿Quiere decir que usaban claves y lenguajes cifrados?…
—Sí, querida. Ese barco de ustedes navegaba dentro de un sistema de códigos internos y secretos. Como todos los de la Compañía, iba por el mundo con cartas que, como las de Urrutia y las otras, indicaban escalas de meridianos y paralelos necesarios para la navegación: Cádiz, Tenerife, París, Greenwich —bebí un sorbo de vino y asentí complacido; el camarero acababa de descorchar la segunda botella—… Pero había una particularidad. Recuerden que el meridiano es un concepto relativo, que sirve para situarse sobre un mapa que imita la superficie de la tierra mediante una proyección esférica… Hay ciento ochenta meridianos, que en principio son arbitrarios. El primero, que otros llaman meridiano cero, puede pasar por donde se quiera, pues no hay ni en el cielo ni en la tierra señal fija que obligue a contar desde él la longitud. Dada la figura de la tierra, todos los meridianos son aptos para ser considerados el principal, y cualquiera de ellos puede recibir tan señalado e ilustre nombre. Por eso, hasta que se adoptó Greenwich como referencia universal, cada país tuvo el suyo —bebí otro sorbo de vino y los miré, secándome los labios con la servilleta—… ¿Me siguen?
—Perfectamente —los ojos de hierro oscuro me observaban con extraordinaria fijeza, y no pude menos que seguir admirando aquella sangre fría—… Dicho en pocas palabras, que los jesuitas usaban su propio meridiano.
—Exacto. Sólo que yo detesto decir las cosas en pocas palabras.
Coy movía despacio la cabeza, sin decir nada: un gesto afirmativo muy lento y muy abatido. Vi que acercaba la mano a su vaso y ahora sí bebía un trago de vino. Un trago larguísimo.
—Entonces —dijo Tánger— las correcciones que hemos estado aplicando con sus tablas no deben hacerse respecto a Cádiz…
—Claro que no. Hay que hacerlas respecto al meridiano secreto que los jesuitas utilizaban en 1767 para calcular la longitud a bordo de sus barcos —hice otra pausa y los miré, sonriente—… ¿Ven adónde quiero llegar?
—Maldita sea —dijo Coy—. Suéltelo de una vez.
Le dirigí una mirada de afecto. Creo haberles dicho que cada vez me gustaba más aquel individuo.
—No me prive del placer del suspense, querido amigo. No me prive… El meridiano que ustedes buscan corresponde a los actuales 5° 40’ oeste de Greenwich. Y pasa exactamente por la escuela de cosmografía, geografía y navegación, y el observatorio astronómico que, hasta su expulsión en 1767, los jesuitas tuvieron en la que hoy es universidad Pontificia, antiguo Colegio Real de la Compañía de Jesús…
Hice una última pausa teatral, alehop, damas y caballeros, y saqué el conejo de la chistera. Un conejo blanco, lustroso, que masticaba con naturalidad una zanahoria.
—… A unos pocos metros —precisé— de la torre de la catedral de Salamanca.
Hubo un silencio de al menos cinco segundos. Primero se miraron entre ellos y luego Tánger dijo no puede ser. Lo dijo así, en voz baja: no puede ser, mirándome como si yo fuera un marciano. Lo suyo no sonaba a objeción, ni a incredulidad, sino a lamento. Soy una estúpida, en traducción libre.
—Me temo que sí —puntualicé.
—Pero eso significa…
—Significa —la interrumpí, receloso de perder protagonismo— que en esa latitud, entre el meridiano de Salamanca y el del colegio de Guardiamarinas de Cádiz, en muchos mapas de la época había en 1767 una diferencia de cuarenta y cinco minutos de longitud oeste…
Mientras hablaba dispuse un par de cubiertos, un trozo de pan y un vaso para reconstruir aproximadamente el trazado de una costa. El vaso estaba en el centro, representando Cartagena, y el extremo de un tenedor marcaba el cabo de Palos. No era una carta de Urrutia, pero lo cierto es que no quedó mal del todo; faltaría más. Hasta los cuadros del mantel parecían paralelos y meridianos de una carta esférica.
—Y ustedes —concluí, contando con el dedo cuadritos hacia el tenedor situado a la derecha— han estado buscando ese barco treinta y seis millas al oeste de donde realmente está.