XII. Sudoeste cuarta al sur

Este camino difiere de los de tierra en tres cosas: el de la tierra es firme, éste flexible. El de la tierra es quedo, éste móvil. El de la tierra señalado, el de la mar, ignoto.

Martín Cortés. Breve compendio de la esfera

Al amanecer del cuarto día, el viento que había estado soplando suave del oeste empezó a rolar al sur. Inquieto, Coy miró la oscilación del anemómetro y luego el cielo y el mar. Era un día anticiclónico convencional, de principios de verano. Todo estaba en apariencia tranquilo, el agua rizada y el cielo azul, con algunos cúmulos; pero podían distinguirse cirros medios y altos moviéndose en la distancia. También el barómetro mostraba tendencia a bajar: tres milibares en dos horas. Al despertar, después de darse un chapuzón en el agua azul y fría, y oír el parte meteorológico, había anotado en el cuaderno de la mesa de cartas la formación de un centro de bajas presiones que se desplazaba en cuña por el norte de África, vecino a una alta de 1.012 inmóvil sobre Baleares. Si las isobaras de una y otra se aproximaban demasiado, los vientos soplarían duros desde mar adentro, y el Carpanta tendría que refugiarse en un puerto e interrumpir la búsqueda.

Desconectó el piloto automático, empuñó el timón e hizo maniobrar al velero ciento ochenta grados. La proa apuntó de nuevo al norte, a la costa iluminada por el sol bajo la falda oscura del cabezo de las Víboras, iniciando la exploración del sector que, sobre la carta de búsqueda, estaba designado como franja número 43. Aquello significaba que la Pathfinder había cubierto ya más de la mitad del área, sin resultado. La parte positiva era que así quedaba descartado el sector de mayores fondos, donde las inmersiones habrían sido complicadas y profundas. Coy miró por el través de babor hacia Punta Percheles, donde un pesquero calaba redes tan cerca de tierra que parecía dispuesto a llevarse las conchas de la playa. Calculó rumbo y distancia, concluyendo que no se acercarían demasiado el uno al otro, aunque el errático comportamiento de los pesqueros era imprevisible. Después echó un nuevo vistazo al cielo, conectó el piloto automático y bajó a la camareta, donde el monótono ronroneo del motor situado bajo la escala se hacía más intenso.

—Franja cuarenta y tres —dijo—. Rumbo norte.

El sol estaba en la meridiana, y hacía calor pese a los portillos abiertos. Sentada ante la mesa de cartas, junto a la sonda, el radar y el repetidor del sistema de posicionamiento por satélite GPS, Tánger vigilaba la pantalla en actitud de alumna aplicada, anotando latitud y longitud cada vez que el fondo mostraba alguna irregularidad. Coy miró el indicador de sonda y velocidad: 36 metros, 2,2 nudos. A medida que el Carpanta seguía la ruta trazada por el piloto automático, en la pantalla de la Pathfinder se modificaba el preciso dibujo del fondo del mar. Se habían turnado allí el tiempo suficiente para identificar ya, sin dificultad, los distintos tonos que el instrumento atribuía a las características del fondo: naranja suave era arena y fango, naranja oscuro algas, rojo pálido indicaba piedra suelta y cascajo. Los bancos de peces constituían manchas móviles marrón rojizo con vetas verdes y bordes azulados; y las irregularidades importantes, grandes piedras sueltas, incluso los restos metálicos de un viejo pesquero hundido y señalado en las cartas, se detallaban con la apariencia de lomas picudas de color rojo intenso.

—Nada —dijo ella.

Arena y algas, señalaba la pantalla. Sólo en dos ocasiones el eco se había vuelto rojo sangre, con crestas significativas en el relieve submarino, ecos duros en sondas respectivas de cuarenta y ocho y cuarenta y tres metros. No fueron capaces de esperar; de modo que anotaron las posiciones, regresando a la mañana siguiente, muy temprano, tras haber pasado la noche, como de costumbre, fondeados entre Punta Negra y la Cueva de los Lobos. Coy estaba bajo los últimos efectos de un resfriado, recuerdo leve del chapuzón nocturno, pero suficiente para impedirle compensar la presión en los tímpanos y en los senos frontales; de modo que fue el Piloto quien se equipó con su remendado traje de neopreno negro y se dejó caer al mar, la botella de aire comprimido a la espalda, chaleco autoinflable, cuchillo en la pantorrilla derecha y un cabo de cien metros atado con un as de guía a la cintura. Coy se quedó arriba, nadando en la superficie con aletas, tubo y máscara, vigilando el rastro de burbujas que ascendía de la arcaica reductora Snark Silver III con doble tráquea de caucho que el Piloto seguía empeñado en usar, porque no se fiaba del plástico moderno, y aquellos chismes de antes, decía, no te dejaban tirado nunca. Los ecos del fondo, informó al emerger, procedían de una roca enorme con restos de redes enganchadas, y de tres bidones metálicos grandes, cubiertos de óxido y algas. En uno aún podía leerse Campsa.

Por encima del hombro de Tánger, Coy miró el trazado plano del fondo que iba dibujando la sonda. Ella mantenía los ojos fijos en la pantalla de cristal líquido, su lápiz de plata entre los dedos, la carta cuadriculada delante, los brazos moteados bajo las mangas cortas de la camiseta de algodón blanco, la espalda mojada de sudor. El balanceo del barco hacía oscilar, como de costumbre, las puntas húmedas de su cabello, que sujetaba con un pañuelo alrededor de la frente. Llevaba un pantalón corto caqui, y cruzaba los muslos bajo la mesa. Sentado al fondo de la camareta, junto a un portillo que le movía una mancha de sol entre los cortos rizos grises, el Piloto entalingaba en el sedal un anzuelo de curricán, con un plumero artesanal que acababa de fabricar con restos de driza. De vez en cuando alzaba la vista de su labor y los miraba.

—Puede cambiar el tiempo —dijo Coy.

Sin apartar los ojos de la pantalla, Tánger preguntó si eso les obligaría a interrumpir la búsqueda. Coy respondió que tal vez. Si entraba viento o fuerte marejada, la sonda daría ecos falsos; y además iban a estar muy incómodos bailando allá afuera. En tal caso, lo mejor era descansar en Águilas o Mazarrón. O volver a Cartagena.

—Cartagena está a veinticinco millas —dijo ella—. Prefiero quedarme por aquí.

Seguía pendiente de la Pathfinder y la carta cuadriculada. Aunque se turnaban ante la sonda, era ella quien pasaba la mayor parte del tiempo mirando las curvas y los colores que evolucionaban en la pantalla, hasta que los ojos enrojecidos se le inyectaban en sangre y tenía que ceder el puesto. Cuando la marejadilla se hacía un poco más intensa, se levantaba pálida, el pelo pegado a la cara por el sudor y visibles señales de que el balanceo y el ronroneo constante del motor de gasóleo la afectaban más de la cuenta. Pero nunca decía nada, ni se quejaba. Se obligaba a sí misma a comer cualquier cosa, sin ganas, y la veían desaparecer camino del cuarto de baño, donde se echaba agua por la cara antes de tumbarse un rato en su camarote. Su paquete de biodramina, observó Coy, tenía cada vez más espacios vacíos. Otras veces, al finalizar una serie de franjas o cuando ya estaban todos demasiado hartos del calor y ruido continuo, detenían el barco y ella se lanzaba al mar desde la popa, nadando lejos, en línea recta, con largas brazadas de crawl, lentas y seguras. Nadaba con ritmo y correcta respiración, sin levantar agua innecesaria con los pies, clavando las palmas de las manos como cuchillos en cada brazada. A veces Coy se tiraba al mar para acompañarla un trecho, pero ella procuraba mantenerse a distancia, de un modo que sólo en apariencia era casual. En ocasiones la veía bucear entre dos aguas, con amplios movimientos de los brazas y el cabello ondulante junto a bancos de peces que se apartaban a su paso. Nadaba con un bañador de una pieza, de color negro y tirantes finos que le sentaba muy bien; con un profundo escote en la parte de atrás que estrechaba en V su espalda de tonos cobrizos. Después subía a bordo por la escala de popa para secarse a conciencia, sacudiendo el pelo que goteaba sobre sus hombros. Tenía unas piernas largas y esbeltas, quizá un poco delgadas —demasiado alta y flacucha, había dictaminado aparte el Piloto—. Los pechos no eran grandes, pero sí tan arrogantes como ella misma. Cuando se quitaba el bañador en su camarote y tenía el cuerpo mojado, sus puntas imprimían en el algodón de la camiseta cercos de humedad que al evaporarse dejaban un rastro de sal. Y por fin Coy pudo averiguar lo que pendía al extremo de la cadena que ella llevaba al cuello: una chapa de identificación de acero, con su nombre, su DNI y su grupo sanguíneo. Cero negativo. Una chapa de soldado.

La sonda registro una alteración en el tono rojizo del fondo, y Tánger se inclinó para anotar latitud y longitud. Pero se trataba de una falsa alarma. Se echó de nuevo hacia atrás en el asiento de la mesa de cartas, el lápiz entre los dedos de uñas mordisqueadas que ahora, en sus intensas guardias, roía a cada momento. Conservaba aquel gesto grave, concentrado, de alumna modelo de la clase, que a Coy le divertía observar. A menudo, viéndola absorta en el bloc de notas, en la carta o en la pantalla, intentaba imaginarla con calcetines blancos y uniforme, y trenzas rubias. Estaba seguro de que antes de esconderse en los lavabos a fumar cigarrillos y volverse insolente con las monjas, antes de soñar con el tesoro de Rackham el Rojo, con cartas esféricas y con presas de corsarios, alguien le había puesto alguna vez la banda de niña ejemplar. No era difícil entrever su expresión obstinada recitando rosa-rosae, SO4H2, en un lugar de la Mancha y todo lo demás. Con flores a María.

Se apoyó en la mesa junto a ella, para mirar las cuadrículas en que habían dividido el área de búsqueda marcada en la carta. En el mamparo carraspeaba la radio a poco volumen, conectada en doble escucha: una fragata de la Armada pedía amarradores, y los amarradores no aparecían por ninguna parte.

De vez en cuando, marineros ucranianos o pescadores marroquíes echaban largas parrafadas en su lengua. El patrón de un pesquero se quejaba de que un vapor le había cortado los palangres. Una patrullera de la guardia civil estaba bloqueada por avería del puente en el puerto Tomás Maestre.

—Podemos perder dos o tres días —dijo Coy—. En realidad nos sobra tiempo.

Ella anotaba algo y dejó de hacerlo, el lápiz en suspenso, a unos milímetros de la carta.

—No nos sobra nada. Necesitamos hasta la última hora disponible.

El tono era severo, casi de reproche; y Coy volvió a sentirse irritado. A la meteorología, pensó, le importa un huevo que tú necesites las horas disponibles.

—Si entra viento fuerte, no podremos trabajar —explicó—. La mar estará picada, y la sonda perderá eficacia.

La vio entreabrir la boca para replicar y luego morderse los labios. Ahora el lápiz tamborileaba sobre la carta. En el mamparo, junto al barómetro, dos relojes indicaban la hora local y la hora del meridiano de Greenwich. Ella se los quedó mirando, y luego consultó el reloj de acero en su muñeca derecha.

—¿Cuándo ocurrirá eso?

Coy se tocó la nariz.

—No es seguro… Tal vez esta noche. O mañana.

—Entonces, de momento seguiremos aquí.

Volvía a concentrarse en la pantalla de la Pathfinder para dar por resuelta la cuestión. Coy alzó los ojos, encontrando la mirada del Piloto. Tú mismo, decían los ojos plomizos. Tú decides. Había mucha zumba en aquella mirada, y Coy hurtó la vista con el pretexto de subir a cubierta. Allí se puso a observar de nuevo el cielo, a lo lejos, donde las nubes altas mostraban flecos fibrosos y deshilachados como colas de yegua blanca. Ojalá, pensaba, empeore el tiempo de verdad, y salten marejada y un levante asesino, y tengamos que largarnos de aquí a toda leche mientras a ella se le acaba la biodramina, y yo pueda verla en la borda, echando los higadillos. La muy perra.

Las previsiones se cumplieron, al menos en parte. A Tánger no se le acabó la biodramina; pero al día siguiente el sol brilló poco rato entre un halo de nubes rojizas que luego fueron oscuras y grises, y el viento roló al sudeste levantando borreguillos blancos en el mar. A mediodía la marejada era molesta, la presión había bajado otros cinco milibares y el anemómetro indicaba fuerza 6. Y a esa misma hora, tras haber anotado cuidadosamente la última posición en la zona de búsqueda cuadriculada sobre la carta —franja 56—, el Carpanta navegaba con un rizo en la mayor y otro en el génova, amurado a babor, rumbo al puerto de Águilas.

Coy había desconectado el piloto automático y gobernaba a mano, sudoeste cuarta al sur en el compás y la gran piedra de cabo Cope en el horizonte gris, las piernas abiertas para contrarrestar la escora, sintiendo en las cabillas de la rueda la presión de la pala en el agua y la fuerza del viento en las velas, con el poderoso cabeceo del velero al hendir la marejada. Sobre la bitácora, el anemómetro marcaba 22-24 nudos de viento real. A veces la proa del Carpanta embestía una cresta, y un roción saltaba hasta la bañera, llenando de espuma el quitavientos. Olía a sal y a mar, y el silbido subía de octava en octava en la jarcia, haciendo repiquetear en cada cabezada las drizas contra el mástil.

Era obvio que Tánger no necesitaba biodramina. Estaba sentada en la brazola de la bañera con las piernas hacia fuera, en la banda de barlovento, vestida con el pantalón de aguas rojo que le había prestado el Piloto, y sin duda disfrutaba de la navegación. Para sorpresa de Coy no había mostrado excesiva contrariedad cuando el viento los obligó a interrumpir la búsqueda; parecía como si en los últimos días se hubiera adaptado mejor a los avatares del mar, asumiendo el fatalismo relacionado con la cambiante suerte del marino. En el mar, lo que no podía ser, no podía ser; y además era imposible. Ahora, sentada allí, el peto holgado, los anchos tirantes, la camiseta, el pañuelo anudado en torno a la frente, los pies descalzos, le daban un aspecto singular; y a Coy le costaba apartar los ojos de ella para prestar atención al rumbo y las velas. Recostado en la bañera, a cubierto, el Piloto fumaba tranquilamente. De vez en cuando, después de estar un rato observando a Tánger, Coy encontraba los ojos de su amigo fijos en él. Qué quieres que te diga, respondía en silencio. Las cosas son como son, y no como uno querría que fueran.

El anemómetro marcó 25-29 nudos, y una racha endureció el tacto del timón entre las manos de Coy. Fuerza 7. Era fuerte, pero no era demasiado. El Carpanta se había enfrentado a temporales de fuerza 9, con 46 nudos aullando en la jarcia y olas de seis metros cortas y rápidas; como aquella vez que el Piloto y él tuvieron que correr veinte millas con mar de popa y a palo seco tras rifárseles el tormentín: pese al motor, pasaron la bocana de Cartagena abatiendo muy justos, a sólo cinco metros de las piedras, y una vez amarrados el Piloto se arrodilló muy serio para besar la tierra. Comparado con todo eso, veintinueve nudos no era mucho. Pero cuando Coy miraba arriba, al cielo gris sobre el palo oscilante, veía que los cirros altos avanzaban desde la izquierda del viento que soplaba a nivel del mar, y que hacia levante empezaba a definirse una línea de nubes oscuras, de aspecto amenazador, bajo y sólido. De ahí vendría el viento dentro de poco. Así que, concluyó, más valía andarse con ojo.

—Yo tomo el segundo rizo, Piloto.

Lo dijo cuando el otro miraba la vela mayor, consciente de que pensaba lo mismo. Pero el Piloto era el patrón a bordo y le correspondía ese tipo de decisiones; así que Coy estuvo a la expectativa hasta que lo vio hacer un gesto con la cabeza, tirar el cigarrillo a sotavento y ponerse en pie. Encendieron el motor para poner proa a la mar y al viento, el génova flameando con un tercio de su lona enrollada en el estay. Tánger cogió el timón, manteniendo el rumbo, y mientras el Piloto cazaba la botavara al centro y luego amollaba la driza de la mayor, dejándola caer gualdrapeando hasta el segundo rizo, Coy se metió unos cuantos matafiones en los bolsillos, sujetó otro entre los dientes y se fue al pie del palo, procurando que los violentos cabeceos del barco no lo enviaran al mar por segunda vez en una semana. Allí, sosteniéndose con las rodillas contra el quitavientos de la bañera, encajó el ollao del segundo rizo en el gancho de barlovento. Después, cuando el Piloto tensó de nuevo, Coy se movió hacia popa acompasando el cuerpo a los movimientos del barco, y pasó un matafión por cada ollao de la vela, anudándolos bajo la botavara para aferrar la lona sobrante. En ese momento un roción espeso rompió sobre cubierta, empapándole la espalda, y Coy huyó de un salto hacia la bañera, junto a Tánger. Sus cuerpos chocaron en el balanceo, y tuvo que agarrarse al timón para no caer, en torno a ella, abarcándola en un involuntario abrazo.

—Ya puedes arribar —dijo él—. Déjalo caer poco a poco a sotavento.

El Piloto los miraba divertido, adujando la driza de la mayor. Ella giró las cabillas del timón hacia estribor y las velas dejaron de flamear; y un poco antes de que el Carpanta ganase velocidad, la mar lo sacudió de través, oscilando el palo, y haciendo también que Tánger se estremeciera entre los brazos y el pecho de Coy, que la ayudaba a conseguir el giro exacto de la rueda. Por fin la roca del cabo Cope, gris entre las nubes bajas, estuvo de nuevo en la amura de estribor, bajo la vela henchida del génova; y la aguja de la corredera se estabilizó en cinco nudos. Entonces vino un roción más fuerte que los anteriores, que rompió sobre ellos mojándoles la cara, las manos y la ropa. Y Coy vio que el agua fría erizaba la piel en el cuello y los brazos desnudos de la mujer; y que ésta, vuelto el rostro hacia él, más cerca de lo que había estado nunca, sonreía de un modo extraño, muy feliz y muy dulce, como si por alguna razón le debiera a él ese momento. Las salpicaduras de agua multiplicaban hasta el infinito las manchas de su rostro, y la boca se entreabría como si fuese a pronunciar palabras que ciertos hombres esperan escuchar desde hace siglos.

En la terraza del restaurante, un cobertizo de madera, cañas, yeso y hojas de palma cuyas dos plantas se alzaban sobre la playa, la orquesta tocaba música brasileña. Eran dos chicos y una chica que hacían una buena imitación de Vinicius de Moraes, Toquinho y María Bethania. Cantaban haciendo que algunos clientes que ocupaban las mesas se moviesen en sus sillas al ritmo de la melodía. La chica, una mulata bastante guapa, de ojos grandes y boca africana, golpeaba rítmicamente los bongos mientras cantaba mirando a los ojos del guitarrista, un joven barbudo y sonriente: A tonga da mironga do kabuleté. Había caipiriñas y ron en las mesas, y palmeras bordeando el mar, y Coy pensó que la escena podía corresponder a Río, o Bahía.

Miró al otro lado de la balaustrada de madera abierta a la playa, donde aún veían al Piloto alejándose camino del puerto deportivo cuyo bosquecillo de palos se alzaba un poco más allá, detrás de un pequeño espigón. Al fondo de la ensenada, sobre la alta roca que protegía los muelles y la lonja pesquera, el castillo de Águilas estaba rodeado de un penacho gris que el atardecer oscurecía poco a poco. En el otro extremo, la marejada rompía en la punta de tierra y en la isla cuya forma daba nombre al puerto; pero el viento había cesado, y una fina llovizna cálida imprimía reflejos en la arena gris oscura de la playa, donde el agua estaba en calma. En ese momento vio encenderse el faro principal, visible todavía en la luz incierta su torre pintada con bandas blancas y negras, y estuvo observando la cadencia hasta que pudo establecerla: dos destellos blancos cada cinco segundos.

Cuando se volvió de nuevo a Tánger, ella lo miraba. Él había estado hablando, contándole una historia casual relacionada con la música y la playa. Había empezado a contarla sin excesiva convicción, para llenar un silencio incómodo después que el Piloto bebiera su café y se despidiera, dejándolos el uno frente al otro con la música y la última claridad cenicienta apagándose despacio en la bahía. Tánger parecía esperar que él continuase con su historia; pero estaba terminada hacía rato, y Coy no sabía qué traer a cuento para llenar el silencio. Por suerte quedaba la música, las voces de la chica y sus acompañantes, el clima de la melodía intensificado por la proximidad de la playa y la llovizna que susurraba en las hojas de palma del techo. Podía callar sin hacerse violencia, así que alargó una mano hacia el vaso de vino blanco y lo llevó a los labios. Tánger sonrió. Movía un poco los hombros al compás de la música. Ella se había pasado hacía rato a la caipiriña, y ésta le brillaba en los iris azul marino que mantenía fijos en Coy.

—¿Qué miras?

—Te observo.

Él se volvió de nuevo hacia la playa, incómodo, y luego puso más vino en el vaso, aunque estaba casi lleno. Los ojos seguían frente a él, escrutadores.

—Cuéntame —dijo ella— qué es lo que ha cambiado en el mar.

—Yo no he dicho nada de eso.

—Sí lo has dicho. Cuéntame por qué ahora es diferente.

—No es ahora. Ya era diferente cuando empecé a navegar.

Seguía mirándolo con atención; parecía realmente interesada. Llevaba su falda larga y amplia de algodón azul, y una blusa blanca que resaltaba el bronceado de los últimos días. El pelo estaba sedoso y limpio igual que una escueta cortina de oro; la había visto lavárselo por la tarde. Para la ocasión sustituía el reloj masculino por un semanario de plata, cuyos siete aros relucían a la luz de la vela que ardía en el cuello de una botella, a un lado de la mesa.

—¿Eso quiere decir que el mar ya no sirve?

—Tampoco es eso —Coy hizo un gesto vago—. Sirve. Lo que pasa es que… Bueno. Ya no es fácil mantenerse lejos.

—¿Lejos de qué?

—Hay teléfono, y fax, e Internet… Ingresas en la escuela náutica porque… No sé. Porque quieres irte. Quieres conocer muchos sitios, y muchos puertos, y muchas mujeres…

Sus ojos distraídos se posaron en la cantante mulata. Tánger siguió la dirección de su mirada.

—¿Has conocido a muchas mujeres?

—No recuerdo en este momento.

—¿Muchas putas?

Se encaró con ella, irritado. Cómo te gusta tu maldito juego, pensaba. Ahora tenía delante unos ojos de hierro pavonado que lo miraban implacables. Parecían divertidos, pero también curiosos. Se tocó la nariz.

—Algunas —respondió.

Tánger estudió de soslayo a la cantante.

—¿Negras?

Él bebió un trago de vino, vaciando medio vaso de golpe. Hizo ruido al ponerlo otra vez sobre la mesa.

—Sí —dijo—. Negras. Y chinas. Y mestizas… Como decía el Torpedero Tucumán, lo bueno de las putas es que te piden dólares, no conversación.

Tánger no parecía molesta. Miró de nuevo a la cantante. Sonreía pensativa, y él no encontró nada agradable en aquella sonrisa.

—¿Y cómo son las negras?

Ahora observaba los fuertes antebrazos de Coy, desnudos bajo los puños remangados de la camisa. Éste la estuvo contemplando unos segundos y luego se echó hacia atrás, recostándose en la silla. Intentaba imaginar alguna barbaridad adecuada.

—No sé qué decirte. Algunas tienen el coño color de rosa.

La vio parpadear, entreabriendo la boca. Por un momento, advirtió retorcidamente satisfecho, la sonrisa parecía desconcertada. Touché, cabroncita. Luego volvió a enfrentarse a la mirada serena, la mueca irónica, el metal azul marino reflejando la luz de la vela.

—¿Por qué te gusta alardear de grosero y de duro?

—No alardeo —bebió lo que quedaba en el vaso de vino. Lo hizo tomándose su tiempo, y después alzó un poco los hombros—. Uno puede ser grosero, puede ser duro y además puede ser idiota… En esa isla tuya, todo parece compatible.

—¿Y has decidido ya si soy caballero o escudero?

Se quedó pensativo, tocando el vaso vacío.

—Lo que tú eres —dijo— es una maldita bruja mala.

No se trataba de un insulto, sino de un comentario. La enunciación de una circunstancia objetiva, que ella encajó sin mover un músculo de la cara. Lo miraba tan fijamente que Coy terminó preguntándose si lo miraba a él.

—¿Quién es el Torpedero Tucumán?

—Era.

—¿Quién era el Torpedero Tucumán?

Dios mío, pensó. Qué templada y qué lista es. Qué condenadamente lista. Después puso otra vez los brazos sobre la mesa y sacudió la cabeza, riendo casi para sus adentros. Una risa resignada que se llevó su irritación del mismo modo que el viento disipa la niebla. Cuando alzó los ojos vio que seguía mirándolo, pero que su expresión había cambiado. También sonreía, mas esta vez el sarcasmo ya no estaba allí. Era una sonrisa franca. No es nada personal, marinero. Y él sabía que en el fondo era cierto; no se trataba de nada personal. Así que le pidió a la camarera una ginebra azul con tónica, y luego puso cara de recordar: de Popeye evocador ante una copa. Aquellas noches con Olivia, etcétera. Y como se trataba exactamente de eso, y ella aguardaba, y no había nada que inventar porque todo estaba allí, en su memoria, situó sobre el mantel, sin esfuerzo, al propio personaje, dejándolo correr al hilo del sabor de la ginebra en su lengua. Así habló del Torpedero, y de la Tripulación Sanders, y del caballito de feria que una noche robaron en una atracción de Nueva Orleans, y del Anita’s de Guayaquil y el Happy Landers de El Callao, y del burdel más austral del mundo, que era el bar La Turca de Ushuaia. Y de la bronca de Copenhague, y de otra con policías en Trieste, cuando el Torpedero y el Gallego Neira también se dieron a la fuga tras hundirle la mandíbula a un guardia: piernas para qué os quiero, con Coy suspendido como de costumbre entre ambos, uno por cada brazo, y él movía los pies en el aire sin tocar el suelo, y así llegaron a salvo al barco. Y además le habló a Tánger, que escuchaba muy atenta e inclinada hacia adelante en la mesa, de la más fabulosa pelea que vieron nunca los puertos del mundo: la del remolcador de Rotterdam que llevaba marinos y estibadores de muelle a muelle y de barco a barco, sentados en bancadas largas, cuando un estibador holandés muy mamado cayó sobre el Torpedero, y la pelea corrió como un reguero de pólvora —viva Zapata, gritaba el Gallego Neira—, y ochenta hombres cargados de alcohol se enzarzaron a puñetazos abajo, en la gran cámara; y Coy se fue a cubierta a tomar el aire, y de vez en cuando el Torpedero asomaba por un portillo, respiraba y volvía a meterse dentro. Y todo terminó con el remolcador arriando al final del viaje marinos y estibadores inconscientes, tumefactos y oliendo a alcohol; echándolos como fardos aquí y allá, cada uno en su muelle y en su barco, igual que un repartidor de telepizzas.

De telepizzas, repitió. Luego se quedó callado, una vaga sonrisa en la boca. Tánger estaba muy quieta, como si temiera tirar un castillo de naipes.

—¿Qué ha cambiado, Coy?

—Todo —dejó de sonreír, bebió un poco más, y el aroma de la ginebra azul fue deslizándose por su garganta, analgésico—. Ya no hay viaje, porque apenas quedan barcos de verdad… Ahora un barco es como un avión: no viajas, te transportan del punto A al punto B.

—¿Y antes era distinto?

—Claro que sí. La soledad del viajero era posible: estabas entre A y B, suspendido en lo intermedio, y el trayecto era largo… Ibas ligero de equipaje y no importaba el desarraigo.

—El mar sigue siendo el mar. Tiene secretos y peligros.

—Pero no como antes. Ahora es como llegar demasiado tarde a un muelle vacío, y ver el humo de la chimenea alejándose en el horizonte… Cuando eres alumno usas el vocabulario correcto, babor y estribor y todo lo demás. Intentas conservar tradiciones, confías en capitanes como de niño confiabas en Dios… Pero ya no funciona… Yo soñaba con tener un buen capitán, como el MacWhirr de Tifón. Y serlo yo también algún día.

—¿Qué es un buen capitán?

—Alguien que sabe lo que hace. Que nunca pierde la cabeza. Que sube al puente en tu guardia y ve un barco cerrándote por la banda, y en vez de decir mete todo a estribor que nos la vamos a pegar, se calla y te mira y espera a que tú hagas la maniobra correcta.

—¿Tuviste buenos capitanes?

Coy hizo una mueca. Aquélla era una buena pregunta. Pasó mentalmente las páginas de un álbum de fotos viejas con manchas de agua de mar. También había manchas de mierda.

—Tuve de todo —dijo—. Miserables y borrachos y cobardes, y también gente estupenda. Pero siempre confié en ellos. Toda mi vida, hasta hace muy poco, la palabra capitán me inspiró respeto. Ya te he dicho que la asociaba con ese capitán que describe Conrad: «El temporal se había cruzado con aquel hombre taciturno y sólo consiguió arrancarle algunas palabras»… Recuerdo un temporal duro del noroeste, el primero de mi vida, en el golfo de Vizcaya, con olas enormes que cubrían la proa del Migalota hasta el puente. Llevábamos escotillas McGregor con problemas de juntas que no encajaban bien; entraba agua con cada cáncamo, y la carga era de mineral, que al mojarse se corre fácil… Y cada vez que hundíamos la proa en el agua y parecía que ya no iba a salir, el capitán don Ginés Sáez, que iba agarrado a la timonera, murmuraba «Dios» muy bajito, entre dientes… En el puente había cuatro o cinco personas; pero yo, que estaba a su lado, era el único que podía oírlo. Nadie más se dio cuenta. Y cuando miró de reojo y vio que yo andaba cerca, no volvió a abrir la boca.

Los tres artistas habían terminado su actuación y se despedían entre aplausos. Tomó el relevo música enlatada, a través de altavoces situados en el techo. Una guitarra hizo cling, cling, cling. Alguna pareja salió a bailar. Te vas porque yo quiero que te vayas. Bolero. Por una milésima de segundo tuvo la tentación de invitarla a la pista. Ja. Los dos allí, abrazados, las caras cerca. Y quiero que te besen otros labios, decía la canción. Se imaginó con una mano en su cintura, pisándole los pies como un pato. Además, seguro que ella era de las que interponían los codos.

—Antes —prosiguió, olvidándose del bolero— un capitán tenía que tomar decisiones. Ahora está firmando los documentos en puerto, hay una diferencia de media tonelada, y ya lo tienes telefoneando al armador. ¿Firmo los papeles, no firmo los papeles?… Y en un despacho hay tres tíos, tres basuras con corbata, que le dicen no firmes. Y él no firma.

—¿Y qué queda del mar?… ¿Cuándo te sientes todavía marino?

En los problemas, explicó él. Cuando tenían un herido a bordo, o cuando se cascaba algo, la gente solía portarse bien. Una vez, contó, un golpe de mar había arrancado la pala del timón del Palestine, frente a El Cabo. Estuvieron día y medio al garete, hasta que llegaron los remolcadores. Y los tripulantes volvieron a parecer marinos de verdad. Por lo general no eran más que camioneros del océano y funcionarios sindicados; pero con las crisis retornaba el compañerismo. Un corrimiento de carga, una avería grave. El mal tiempo y todo eso. Las borrascas.

—Suena terrible esa palabra: borrasca.

—Las hay malas y las hay peores. Lo desagradable para un marino es cuando calcula su rumbo y el de la borrasca, y se produce un empate… Quiero decir que llegan los dos al mismo tiempo al mismo sitio.

Hizo una pausa. Había cosas que nunca podría explicarle a ella, decidió. Vientos de fuerza 11 frente a Terranova, murallas de agua gris y blanca hirviendo en una niebla de espuma que la funde con el cielo, pantocazos y crujidos del casco, tripulantes gritando de miedo atados a las literas de sus camarotes, la radio saturada de maydays de barcos en apuros. Y unos pocos hombres con la cabeza tranquila en el puente, o trincando la carga suelta en las bodegas, o abajo en las máquinas entre calderas, turbinas y tuberías, sin saber lo que ocurre arriba, pendientes de los controles y las luces de alarma y las órdenes, preocupados por el chapoteo del gasóleo en los depósitos, por la fisura en el casco que meta agua en el combustible, por la avería en los quemadores que los deje a merced del mar. Marinos intentando salvar un barco y con él sus vidas, acelerando en las bajadas para mantener el control, moderando justo antes de las crestas, buscando espacios entre las olas más grandes para virar cuando el barco ya no aguanta de proa. Y el momento angustioso en que, en plena maniobra, llega una rompiente asesina que golpea el casco de través y lo inclina cuarenta grados mientras la gente, sujeta donde puede, se mira con ojos aterrados, preguntándose si el barco terminará adrizándose o no.

—En esos casos —concluyó Coy en voz alta— todo vuelve a ser como antes.

Sonaba demasiado nostálgico, se temía. Era imposible sentir añoranza del horror. Él se refería a la nostalgia del comportamiento de ciertos hombres en el horror; pero eso resultaba imposible explicarlo en la mesa de un restaurante, ni en ningún otro sitio. Así que resopló un poco, mirando molesto a uno y otro lado. Estaba hablando en exceso, pensó de pronto. No tenía nada de malo hablar, pero él no estaba acostumbrado a contar su vida de esa manera. Se dio cuenta de que Tánger era de los que hacían charlar con facilidad; aquellos cuya conversación consistía en plantear preguntas adecuadas y silencios suficientes para que el otro corriera a cargo del asunto. Truco hábil: aprendes y encima quedas bien sin soltar prenda. Al fin y al cabo, a todo el mundo le encantaba charlar de sí mismo. Es un conversador estupendo, decían luego. Y no había abierto la boca. Cretinos. Él mismo era un bocazas y un cretino, de la quilla a la perilla. Y sin embargo, aun consciente de todo eso, notaba que hablar de aquello, incluso hablar a secas, con Tánger delante y escuchando, le sentaba bien.

—Ahora —dijo un momento después— la navegación romántica con la que uno soñaba de chico va quedando reducida a esos pequeños barcos de pabellón raro que todavía andan haciendo cabotaje por ahí, oxidados, el nombre repintado encima del anterior, con capitanes grasientos y mal pagados… Yo anduve en uno, recién titulado segundo piloto, porque no encontraba trabajo en otro: se llamaba Otago, y pocas veces navegué tan a gusto como entonces. Ni siquiera en los barcos de la Zoeline… Pero eso lo supe después.

Ella dijo que tal vez porque en esa época Coy era joven. Y él meditó un momento y luego se mostró de acuerdo. Si, admitió, era probable que entonces fuera feliz porque era joven. Pero con las banderas de conveniencia, los capitanes funcionarios y los armadores para quienes un barco no se diferenciaba gran cosa de un camión tráiler, todo se había ido al carajo. Algunos barcos iban tan cortos de tripulación que necesitaban a bordo gente de tierra para amarrar. Filipinos e hindúes eran ahora tripulantes de élite, y capitanes rusos hasta arriba de vodka partían sus petroleros un poco por aquí y por allá. La única posibilidad de que el mar siguiera pareciéndose al mar era un velero. Así todavía se trataba de él y de ti. Pero de un velero ya no se podía vivir, añadió. Ahí estaba como ejemplo el Piloto.

En el vaso de ella sólo quedaba hielo. Sus dedos de uñas romas jugueteaban dentro, haciéndolo tintinear. Coy hizo ademán de llamar a la camarera, pero Tánger negó con la cabeza.

—La otra noche, en la proa con la bengala, me impresionaste.

Después de decir eso se calló, mirándolo; y era más intensa su sonrisa. Él se rió bajito: otra vez de sí mismo.

—No me extraña. Más impresionado quedé yo cuando caí al agua.

—No hablo de eso. Estaba paralizada viendo aquellas luces que se nos venían encima. Ignoraba cómo actuar… Pero tú ibas haciendo cosas una detrás de otra, sin pensarlas siquiera. Una especie de rutina ante el desastre. No perdiste la calma, ni se te alteró la voz. Y al Piloto, tampoco. El vuestro era una especie de fatalismo. Como si fuese parte del juego.

Coy encogía un poco los hombros, con sencillez. Miraba sus propias manos anchas y torpes. Nunca había imaginado tener que hablar de esas cosas con nadie. En su mundo, o en el mundo acuático del que había sido expulsado hacía poco, todo era demasiado obvio. Sólo en tierra te pedían explicarlo.

—Son las reglas —dijo—. Allá afuera asumes que el desastre va incluido. No de buen grado, claro. Rezas o blasfemas, y si tienes casta luchas hasta el final. Pero lo aceptas. El mar es eso. Puedes ser el mejor marino del mundo, y él va y te liquida. El único consuelo es hacerlo todo lo mejor que sabes… Imagino que así debió de sentirse el capitán del Dei Gloria.

La mención del bergantín oscureció la expresión de Tánger. De pronto inclinaba a un lado la cabeza, distraída. Tenía los codos sobre la mesa, el mentón apoyado en las manos. El recorte del cabello le rozaba un hombro.

—No parece un gran consuelo —opinó.

—A mí me vale. Quizá a él le valió también.

Se habían encendido las farolas que iluminaban el contorno de la bahía, y el agua de la orilla tenía reflejos amarillentos bajo la llovizna, rotos por estremecimientos plateados como si bancos de peces minúsculos nadaran cerca de la superficie. La luz del faro era más precisa, con el prolongado haz, que la humedad hacía casi corpórea, girando una y otra vez hacia la negrura cerrada que reptaba sobre el mar.

—Debe de estar muy oscuro allá afuera —dijo ella.

Apuntaba un estremecimiento involuntario en su voz, y eso hizo que la observase con atención: tenía los ojos fijos en la noche.

—Caer al mar en la oscuridad —añadió ella, tras unos instantes— tiene que ser terrible.

—No es agradable.

—Tuviste mucha suerte.

—Sí que la tuve. Cuando caes así, lo normal es que no te encuentren.

Tánger puso la mano derecha sobre la mesa, con tintineo del semanario de plata. La puso muy cerca del brazo de Coy, sin llegar a tocarlo; pero éste sintió erizarse el vello de su piel.

—Yo he soñado eso —estaba diciendo ella—. Lo he soñado durante años… Caigo en una oscuridad espesa, densa y negra.

La estudió con interés, un poco desconcertado por el tono confidencial. También por el modo en que se volvía de vez en cuando hacia las sombras.

—Supongo que se trata de morir —prosiguió Tánger en voz baja.

Estuvo en silencio, muy quieta, mirando con aprensión por encima de la balaustrada y entre la llovizna. Parecía, pensó él, mirar más allá del mar en sombras.

—Morir sola como Zas. A oscuras.

Había pronunciado esas palabras tras un larguísimo silencio, en tono que era casi susurro, apenas audible. De pronto parecía asustada de veras, o conmovida; y Coy se agitó un par de veces en la silla, desconcertado, mientras barajaba sus sentimientos. Alzó una mano para apoyarla en la de ella, y volvió a dejarla caer a un lado, sin concluir el ademán.

—Si alguna vez ocurre —dijo—, quisiera estar cerca y cogerte la mano.

Ignoraba cómo podía sonar aquello, pero le daba igual. Era sincero. De pronto veía a una niña temerosa de la noche: aterrada de viajar sola a través de una oscuridad infinita.

—No serviría de nada —respondió ella—. Nadie puede acompañar a otro en ese viaje.

Lo había observado con atención cuando él dijo lo que dijo: estar cerca y la mano. Muy seria y muy absorta, analizando lo que acababa de oír. Pero ahora movía la cabeza como si desestimara aquello con resignación, o derrota.

—Nadie.

Tras añadir eso se quedó callada. Lo miraba de pronto con tanta intensidad que Coy volvió a moverse en la silla, incómodo. Habría dado cuanto tenía —una frase: en realidad no tenía nada— por ser un tipo atractivo, con clase, o al menos con dinero suficiente para sonreír seguro de sí antes de poner su mano sobre la de ella, protector. Para decirle yo cuidaré de ti, pequeña, a aquella mujer a la que hacía sólo un momento había llamado maldita bruja, y que de pronto volvía a recordarle a la niña pecosa que sonreía entre los brazos de su padre en la foto puesta en un marco; la campeona del concurso infantil de natación, ganadora de la copa de plata que ahora, abollada y falta de un asa, ennegrecía en una repisa. Pero Coy no era nada de eso; sólo un paria con un saco al hombro y a bordo de un velero que tampoco era suyo, y estaba tan lejos de ella que ni siquiera podía aspirar a servirle de consuelo, o de última mano que oprimir antes de un hipotético viaje al final de la noche. Por eso sintió una impotencia muy amarga cuando ella contempló la distancia que separaba sus manos sobre el mantel y sonrió triste, como si lo hiciera a sombras, fantasmas y remordimientos.

—Le tengo miedo a eso.

Dijo. Entonces Coy, esta vez sin apenas pensarlo, alargó su mano hasta tocar la suya. Ella, sin dejar de mirarlo a los ojos, la retiró muy despacio. Y él apartó a un lado el rostro para que no lo viera enrojecer, azarado por su desliz, o su patinazo. Pero al cabo de medio minuto pensó que a veces la vida aporta situaciones singulares con la precisión de una coreografía rigurosa o la mala intención de un bromista agazapado en la eternidad. Porque en el preciso momento en que se volvía hacia la balaustrada y la playa, avergonzado de su mano torpe y solitaria encima del mantel, vio algo que acudió en su auxilio con tanta oportunidad que debió contenerse para no exteriorizar su júbilo: un impulso ciego, del todo irracional, que de pronto tensó los músculos de sus brazos y su espalda y proyectó un haz de intensa lucidez en su cerebro. Porque abajo, cerca de las luces que bordeaban la playa, bajo el porche de un chiringuito cerrado, acababa de reconocer la silueta, pequeña, inconfundible, casi entrañable a tales alturas, de Horacio Kiskoros: ex suboficial de la Armada argentina, sicario de Nino Palermo y enano melancólico.

Esta vez nadie iba a arrebatarle el atún del sedal. Así que aguardó treinta segundos, se excusó pretextando una visita a los servicios, y bajó los peldaños de dos en dos, salió por la puerta trasera, entre cubos de basura, y fue dando un rodeo en dirección contraria al restaurante y la playa. Caminaba con cuidado bajo las palmeras y los eucaliptos, pensando cómo hacerlo: un bordo a estribor y un bordo a babor. La llovizna finísima empezó a mojarle el pelo y la camisa, refrescándole el vigor que afinaba su cuerpo, tenso de agrio placer por la expectativa. Cruzó la carretera hasta un descampado, anduvo entre los hinojos de la cuneta, y volvió a cruzar la carretera con la oscuridad a la espalda, amparándose en un contenedor de basura. Por allí resopla, se dijo. Estaba a barlovento de la presa; que, ajena a lo que se le venía encima, fumaba protegiéndose del chirimiri bajo el porche de tablas y cañas. Había un coche aparcado junto a la acera: un Toyota pequeño, blanco, matrícula de Alicante, con la pegatina de alquiler en el cristal trasero. Coy rodeó el coche y vio que Kiskoros mantenía los ojos fijos en la terraza iluminada y la puerta principal del restaurante: vestía chaqueta ligera, corbata de pajarita, y su pelo negro peinado hacia atrás relucía de brillantina a la luz de la farola cercana. La navaja, pensó Coy, acordándose del arco de los Guardiamarinas. Tengo que precaverme de su navaja. Luego sacudió las manos y cerró los puños, evocando en su concurso a los fantasmas del Torpedero Tucumán y el Gallego Neira y el resto de la Tripulación Sanders. Las zapatillas deportivas le ayudaron a dar ocho pasos silenciosos, con feroz sigilo, antes de que el otro escuchara el ruido sobre la gravilla y empezara a volverse para comprobar quién venía por detrás. Coy vio los ojos de ranita simpática perder la simpatía abriéndose desmesuradamente, y el cigarrillo caer de la boca convertida en agujero oscuro, el último humo enredado con espirales en el bigote. Entonces saltó, cubriendo la última distancia, y el primer puñetazo alcanzó a Kiskoros en pleno rostro e hizo clac, echándole hacia atrás la cabeza como si acabara de troncharle el cuello, mientras lo proyectaba contra la pared del chiringuito, justo debajo del rótulo: Kiosco Costa Azul. Especialidad en pulpo.

La navaja, seguía obsesionado mientras golpeaba una y otra vez, con sistema y eficacia, en silencio. Ahora sonaba a gloria: tump y chof, y también plaf. Y Kiskoros, incapaz de tenerse en pie ante la arremetida, resbalaba apoyado en la pared, buscándose con desesperación el bolsillo. Pero Coy le conocía la querencia, así que se apartó un poco, tomó impulso, y la patada que asestó al argentino en el brazo hizo que éste soltase, por primera vez, un prolongado aullido de dolor; igual que un perro al que le pisaran el rabo. Entonces lo agarró por las solapas de la chaqueta y tiró de él con mucha violencia, haciéndolo cruzar la calzada en dirección a la arena de la playa. Tiraba y se detenía a golpearlo y tiraba otra vez; y el otro emitía una serie de gruñidos sordos, agónicos, debatiéndose para encaminar la mano al bolsillo; y en cada ocasión Coy golpeaba de nuevo. Aquella noche feliz no necesitaba espinacas. Ahora sí eres mío, pensaba atropelladamente, con aquella extraña lucidez que solía conservar en mitad del arrebato y la violencia. Ahora te tengo enterito, y no hay árbitro, ni testigos, ni policías, ni nadie que me diga lo que debo o no debo hacer. Ahora voy a machacarte hasta que seas una pulpa de mierda y las costillas rotas se te claven dentro y los dientes partidos te los tragues de seis en seis, y no te quede resuello ni para silbar un tango.

Semejante a un toro que buscase la barrera para tumbarse, Kiskoros apenas se debatía ya. Tenía la pajarita en la oreja. La navaja, que por fin logró sacar del bolsillo, había resbalado de sus dedos torpes y estaba en la arena después que Coy la alejara de un puntapié. La luz de las farolas cercanas daba densidad a la llovizna que seguía cayendo sobre ellos mientras, a patadas, Coy hacia rodar al argentino rebozado de arena húmeda hasta el borde del agua. Tump. Ay. Tump. Ay. Los últimos golpes se los dio cuando el otro ya chapoteaba en la orilla, gimiendo dolorido, en un intento por mantener la boca fuera del agua. Tump. Se metió en ella hasta los tobillos para sacudirle una última patada que lo hizo rodar un metro más allá, zambulléndolo por completo en los reflejos amarillentos y el espejeo del chirimiri sobre el agua negra.

Volvió sobre sus pasos a sentarse en la arena, cerca de la orilla. La tensión de sus músculos empezaba a decaer mientras recobraba el aliento. Le dolían los tobillos de dar patadas, y todo el dorso de la mano derecha, hasta el antebrazo y el codo, parecía anudado en los tendones. Nunca en mi vida, se dijo, he inflado a nadie a palos tan a gusto. Nunca. Se frotaba los dedos para desentumecerlos, alzando la cara a fin de que la tenue lluvia le mojase la frente y los ojos cerrados. Así, inmóvil, respirando profundamente con la boca muy abierta, esperó a que disminuyese el galope que latía con violencia en su pecho. Escuchó un ruido ante él y abrió los ojos. Chorreante de agua que lo hacía relucir entre los reflejos, Kiskoros se arrastraba por la orilla. Coy se quedó sentado en la arena, observando sus esfuerzos. Podía oír la respiración entrecortada y los gruñidos opacos de bestia apaleada, el chapoteo torpe de manos y piernas incapaces de ponerse en pie.

Era bueno pelear, pensaba. Era como limpiar sentinas. Era estupendo para la circulación de la sangre y los jugos gástricos volcar en los puños toda la angustia, y el malhumor, y la desesperanza que lastraban el alma. Era casi terapéutico que la acción diese tregua por un rato al pensamiento, y que los impulsos atávicos de cuando el ser humano debía elegir entre la muerte o la supervivencia reclamasen su parte en el juego de la vida. Quizá por eso el mundo iba ahora como iba, reflexionó. Los hombres habían dejado de pelear porque estaba mal visto, y eso los estaba volviendo locos.

Seguía frotándose la mano dolorida. Su cólera iba desvaneciéndose. Hacía tiempo que no se encontraba tan a gusto, tan en paz consigo mismo. Vio que el argentino, a gatas, sacaba medio cuerpo fuera de la orilla y volvía a desplomarse con el agua de cintura para abajo. La luz amarillenta mostraba su pelo y bigote manchados de arena, que oscuros regueros de sangre enrojecían al correr por ella.

—Cabrón —dijo Kiskoros desde la orilla, sofocado, gimiendo como si le doliera cada letra.

—Anda y que te den por culo.

Se quedaron los dos en silencio. Coy sentado, mirando. El argentino boca abajo, respirando con dificultad, un gemido en voz baja de vez en cuando, al querer cambiar de postura. Por fin se arrastró hacia adelante con los codos, dejando un surco en la arena hasta que pudo sacar las piernas del agua. Parecía una tortuga a punto de desovar, y Coy seguía observándolo, desapasionado. Su cólera había desaparecido, o casi. No sabía muy bien qué hacer ahora.

—Sólo hago mi laburo —murmuró Kiskoros al cabo de un rato.

—El tuyo es un laburo peligroso.

—Me limitaba a vigilar.

—Pues vete a vigilar a la puta que te parió en la pampa.

Se levantó sin prisas, sacudiéndose la arena de los tejanos. Después fue hasta el argentino, que se incorporaba con mucha dificultad, y lo estuvo mirando un rato hasta que decidió sacudirle otro puñetazo, esta vez menos impulsivo y más funcional, tumbándolo de nuevo boca arriba. Pequeño, mojado, tumefacto y rebozado en arena, Kiskoros parecía una croqueta patética. Se inclinó sobre él, oyendo su respiración —miles de pitos silbándole en los pulmones— y lo registró minuciosamente. Llevaba un teléfono móvil, un paquete de tabaco empapado, y las llaves del coche de alquiler. Tiró al mar las llaves y el teléfono. La cartera era grande y estaba llena de dinero y papeles. Fue bajo la luz de la farola más cercana, a echar un vistazo: un documento de identidad español con la foto y el nombre de Horacio Kiskoros Parodi, tarjetas de visita ajenas, dinero español y británico, una tarjeta Visa y otra American Express. También la fotocopia en color de una página de revista, que desplegó con precaución pues ya había sido manoseada muchas veces, y estaba empapada de agua de mar. Bajo el titular: Nuestros buzos tácticos humillan a Inglaterra, una foto mostraba a varios infantes de marina ingleses brazos en alto, custodiados por tres soldados argentinos con la cara tiznada que les apuntaban con subfusiles. Uno de los tres era de pequeña estatura, con ojillos saltones de ranita y bigote inconfundible.

—Vaya, lo había olvidado. El héroe de Malvinas.

Metió el documento de identidad y las tarjetas en la cartera, añadió el recorte, se guardó el dinero y tiró la cartera encima de Kiskoros.

—Cuéntame cosas, anda.

—No tengo nada que decir.

—¿Qué quiere Palermo?… ¿Está por aquí cerca?

—No tengo nada que…

Se interrumpió cuando Coy le asestó otro puñetazo en la cara. Lo hizo desapasionadamente, casi con desgana, y se quedó viendo cómo el argentino, tapándose el rostro con las manos, se retorcía como una lombriz de tierra.

Luego fue a sentarse otra vez en la arena, sin dejar de observarlo. Nunca se había ensañado con nadie de aquel modo, y le asombraba no sentir compasión; pero sabía quién era el hombre que estaba en el suelo, no podía olvidar a Zas envenenado sobre la alfombra, y estaba al tanto de la suerte que mujeres como Tánger habían corrido en manos del suboficial Horacio Kiskoros y compañía. Así que aquel fulano podía hacer un canuto con su recorte de Malvinas y metérselo cuidadosamente en el ojete.

—Dile a tu jefe que las esmeraldas me importan un carajo. Pero si alguien la toca a ella, lo mataré.

Lo dijo con insólita sencillez, casi con modestia, y ni siquiera llegó a sonar como una amenaza. Sólo era información desprovista de énfasis o matices. Avisos a los navegantes. De cualquier modo, hasta el oyente menos atento habría comprendido que, tratándose de Coy, aquello era información veraz. Kiskoros gruñó de modo opaco al moverse sobre un costado. Tanteó en busca de la cartera, guardándosela con manos torpes.

—Sos un boludo —masculló—. Y te equivocás mucho con el señor Palermo y conmigo… También te equivocás con ella.

Hizo una pausa para escupir sangre. Ahora miraba a Coy entre el pelo despeinado, húmedo y sucio que le caía sobre la cara. Los ojillos de ranita ya no eran simpáticos: relucían de odio y ansias de revancha.

—Cuando me llegue la vez…

Sonrió de modo horrible con su boca hinchada, hasta que dejó la frase en el aire, amenazante y grotesco a un tiempo, al interrumpirlo un acceso de tos.

—Boludo —repitió con rencor, otra vez escupiendo sangre.

Coy se lo quedó mirando sin decir nada, antes de incorporarse de nuevo despacio, casi a regañadientes. No puedo hacerle nada más, se dijo. No puedo matarlo ahora a golpes, porque hay cosas que temo perder, y todavía me importan mi libertad y mi vida. Esto no es una novela ni una película, y en la realidad hay policías, jueces y gente así. Ningún barco me espera a fin de llevarme después rumbo al Caribe, a refugiarme en Tortuga, entre los Hermanos de la Costa, y hacer veinte presas a despecho del inglés. Hoy, los Hermanos de la Costa se han reciclado como constructores de apartamentos, y al gobernador de Jamaica le llegan las órdenes de busca y captura por fax.

Y así seguía, fastidiado e indeciso, calculando la oportunidad de pegarle a Kiskoros otro puñetazo en la cara o no pegárselo, cuando vio a Tánger de pie junto a la carretera, bajo la luz amarilla del farol. Se mantenía muy quieta y los miraba.

Al extremo de la bahía, el haz del faro giraba horizontal, recto en la noche tibia que punteaba la llovizna. Los intervalos luminosos parecían estrechos conos de bruma al pasar una y otra vez, recortando en cada ocasión los troncos esbeltos y las copas inmóviles de las palmeras, grávidas de agua y de reflejos. Coy le echó una ojeada a Kiskoros antes de alejarse en pos de Tánger por la orilla. El argentino había podido llegar hasta el coche, pero no llevaba encima la llave arrojada al mar; así que estaba sentado en el suelo, apoyada la espalda contra una rueda, empapado de agua y sucio de arena, viéndolos irse. Desde la aparición de la mujer no había vuelto a abrir la boca, y tampoco ella dijo nada, limitándose a observarlos a los dos en silencio; incluso cuando Coy, que todavía estaba un poco subido de vueltas, le preguntó si no quería aprovechar la coyuntura para mandar saludos a Nino Palermo. O tal vez, añadió, le apeteciera interrogar al sudaca. Dijo eso: interrogar al sudaca, sabiendo que por muchas patadas que siguieran dándole, a Kiskoros ya no había quien le sacara media palabra. Sin responder, ella echó a andar por la playa, alejándose de allí. Y Coy, tras una breve vacilación, le dirigió un último vistazo al maltrecho sicario y luego anduvo tras ella.

A los pocos pasos le dio alcance, e iba furioso; no ya por la aparición del argentino, que a fin de cuentas había sido oportuna para echar fuera la bilis que le amargaba el estómago y la garganta, sino por el modo en que ella parecía volver, cuando le interesaba, la espalda a la realidad. Hola, no me gusta, y adiós. Todo cuanto no encajaba en sus planes, las apariciones imprevistas, los inconvenientes, las amenazas, las irrupciones del mundo real en el ensueño aparente de su aventura, era negado, aplazado, puesto aparte como si no hubiera existido nunca. Como si su mera consideración atentara contra la armonía de un conjunto cuya perspectiva real sólo ella conocía. Aquella mujer, concluyó mientras caminaba malhumorado por la arena, se defendía del mundo negándose a mirar. Y no era él quien podía reprochárselo.

Y sin embargo, pensó mientras la alcanzaba agarrándola por un brazo, vuelta de pronto hacia él en la turbia luz de las farolas lejanas, nunca en su vida maldita había visto unos ojos que mirasen tan adentro y tan lejos, cuando querían. La sujetó con brusquedad casi excesiva, haciéndola detenerse, y estaba frente a ella observando el pelo húmedo bajo la lluvia, los reflejos en sus ojos, las gotas de agua multiplicando las motas de su piel.

—Todo esto —dijo él— es una locura. Nunca podremos…

De pronto comprobó con sorpresa que estaba asustada, y que temblaba. Vio que los labios entreabiertos se agitaban y que un estremecimiento recorría sus hombros cuando la luz del faro se deslizó por ellos, silueteándolos en su estrecho haz blanco. Vio todo eso de pronto, con el destello; y un par de segundos más tarde, el siguiente contraluz alumbró la lluvia tibia que de pronto empezaba a ser gruesa e intensa; y ella seguía temblando mientras el agua caía sobre su pelo y su cara, pegándole la blusa empapada al cuerpo; mojando también los hombros y los brazos de Coy cuando los abrió para acogerla en ellos, sin reflexionar apenas. Y la carne cálida, estremecida bajo la noche y la lluvia como si el centelleo de luz fuese niebla fría, vino sin reticencias a refugiarse contra su cuerpo de modo preciso, deliberado. Vino directamente hacia él, sobre su pecho; y Coy mantuvo un instante los brazos abiertos, sin estrecharla todavía en ellos, más sorprendido que indeciso. Luego los cerró apretándola dentro con suavidad, sintiendo latir los músculos y la sangre y la carne bajo la blusa mojada, los muslos largos y firmes, el cuerpo esbelto que seguía temblando contra el suyo. Y la boca entreabierta muy cerca; la boca cuyo temblor serenó con sus labios, de forma prolongada, hasta que los otros dejaron de estremecerse y se hicieron de pronto muy tibios y suaves, y la boca se abrió más, y ahora fue ella quien oprimió el abrazo en torno a la espalda recia de Coy; y él alzó una mano hasta la nuca de la mujer: una mano ancha, fuerte, que sostuvo su cuello y su cabeza, bajo el cabello goteante de toda aquella lluvia que arreciaba con intenso rumor sobre la arena. De ese modo las dos bocas abiertas se buscaron con ansia inesperada, como si estuvieran ávidas de saliva y de oxígeno y de vida; los dientes entrechocaron, y las lenguas húmedas se enlazaban golpeando impacientes. Hasta que por fin Tánger se apartó un segundo y unos centímetros para respirar, los ojos abiertos mirándolo muy de cerca, insólitamente confusos. Y después fue ella quien se lanzó hacia adelante con un gemido larguísimo, semejante al de un animal al que le doliese mucho una herida. Y él se mantuvo firme aguardándola, abrazándola de nuevo para apretar tanto que temió romperle un hueso; y después caminó ciego con ella suspendida entre los brazos hasta darse cuenta de que estaban metidos en el mar; que la lluvia caía con intensidad rugiente, espesa, y borraba los contornos del paisaje mientras las salpicaduras crepitaban como si alrededor hirviera la bahía. Sus cuerpos bajo las ropas empapadas seguían buscándose violentos, golpeando entre sí con fuertes abrazos, con besos desesperados que el ansia precipitaba, lamiéndose el agua de la cara, llenos los labios de lluvia y sabor a piel mojada sobre carne caliente. Y ella deslizaba en la boca del hombre su queja interminable de animal herido.

Fueron al barco chorreantes de agua, buscándose torpes hasta tropezar en la oscuridad. Llegaron abrazados, besándose a cada paso, apresurados en el último trecho, dejando regueros de agua en la escala y el suelo de la camareta. Y el Piloto, que fumaba a oscuras, los miró bajar por el tambucho y perderse en el pasillo camino de los camarotes de popa; y tal vez sonrió cuando los dos se volvieron hacia la brasa de su cigarrillo para desearle buenas noches. Después Coy guió a Tánger llevándola delante, las manos en su cintura, mientras la mujer se volvía a cada paso para besarlo con avidez en la boca. Tropezó con una sandalia que ella acababa de quitarse y luego con la otra, y en la puerta de los camarotes Tánger se detuvo y se apretó contra él, y se abrazaron aplastados contra el mamparo de teca, buscándose con urgencia las bocas de nuevo, a tientas en la penumbra, reconociéndose los cuerpos bajo la ropa de la que se despojaban el uno al otro: botones, cinturón, la falda cayendo al suelo, los tejanos abiertos en las caderas de Coy, la mano de Tánger entre ellos y su piel, el calor de la mujer, el triángulo de algodón blanco casi arrancado de sus muslos, el tintineo de la chapa metálica de soldado. Y el vigor masculino, el mutuo reconocimiento fascinado, la sonrisa de ella, la suavidad increíble de sus pechos desnudándose tersos, enhiestos. Hombre y mujer cara a cara, jadeos que sonaban a desafío. El gemido alentador de ella y el impulso de él hacia adelante, hacia la litera a través del estrecho camarote, y las últimas prendas mojadas a un lado y otro, revueltas bajo los cuerpos chorreantes de lluvia que empapaba las sábanas, en mutua búsqueda por enésima vez, mirándose cercanos, sonrientes, absortos, cómplices. Mataré a quien ahora se interponga, pensaba Coy. A cualquiera. Su piel y su saliva y su carne se abrían paso, sin dificultad, en la otra carne cada vez más húmeda y más cálida y más acogedora, adentro, muy adentro; allí donde todos los enigmas tenían su clave oculta, y donde el paso de los siglos fraguó la única verdadera tentación, en forma de respuesta al misterio de la muerte y de la vida.

Mucho después, a oscuras, la lluvia repiqueteando arriba, en cubierta, Tánger giró hasta quedar de costado, el rostro hundido en el hueco del hombro de Coy, una mano entre los muslos de él. Sentía éste, adormecido, el cuerpo desnudo pegado al suyo, la mano de mujer cálida y quieta sobre su carne exhausta, aún mojada, que olía a ella. Habían encajado el uno en el otro como si durante sus vidas respectivas y anteriores no hubiesen hecho otra cosa que buscarse. Era bueno sentirse bienvenido, pensó; y no simplemente tolerado. Era buena aquella complicidad inmediata, instintiva, que no necesitaba palabras que justificasen lo inevitable. Aquel recorrer cada uno la parte que le correspondía del camino, sin falsos pudores. Aquella adivinación del ven aquí no pronunciado; aquel duelo estrecho, cerrado, jadeante, intenso, cuya naturalidad casi había rozado esa noche los malos tratos, de igual a igual, sin necesidad de pretextos, ni de justificar nada. Sin pasar la factura, sin equívocos, sin condiciones. Sin adornos ni remordimientos. Era bueno que al fin hubiera ocurrido todo aquello, exactamente como debía ocurrir.

—Si algo ocurre —dijo ella de pronto— no me dejes morir sola.

Se quedó quieto, los ojos abiertos en la oscuridad. De pronto el rumor de la lluvia parecía siniestro. Su estado de soñolienta felicidad quedó en suspenso, y todo fue agridulce de nuevo. Sentía la respiración de la mujer en el hueco de su hombro: lenta y caliente.

—No hables de eso —murmuró.

Sintió que ella movía la cabeza, grave.

—Tengo miedo de morir a oscuras y sola.

—Eso no va a ocurrir.

—Eso siempre ocurre.

La mano seguía inmóvil entre los muslos de Coy, la cara en el hueco del hombro, sus labios le susurraban contra la piel. Él sintió frío. Giró a un lado la cara, hundiéndola en el pelo todavía mojado de la mujer. No podía ver su rostro, pero supo que en ese momento era el mismo que en la foto del marco de plata. Todas las mujeres, sabía ahora, tuvieron ese rostro alguna vez.

—Estás viva —dijo—. Siento latir tu pulso contra mí. Tienes carne, y sangre que corre por ella. Eres hermosa y estás viva.

—Un día ya no estaré aquí.

—Pero todavía estás.

La sintió moverse más estrechamente. Acercar la boca a su oído.

—Jura… que no me dejarás… morir sola.

Lo dijo muy despacio, y su voz era un susurro. Coy estuvo un rato inmóvil, los ojos cerrados, escuchando la lluvia. Después asintió con la cabeza.

—No te dejaré morir sola.

—Júralo.

—Te lo juro.

Sintió que el cuerpo desnudo se le ponía encima a horcajadas; los muslos abiertos sobre sus caderas, el roce de los pechos y la boca buscando la suya. Entonces una lágrima caliente y gruesa le cayó desde arriba, en la cara. Abrió los ojos sorprendido, para encontrarse frente a un rostro hecho de sombras. Y mientras besaba, confuso, los labios entreabiertos y húmedos, advirtió que por ellos se deslizaba otra vez, tenue como un suspiro, aquella larga, dolorosa queja de hembra herida.