En el mar de los Sargazos, donde los huesos emergen para blanquearse, mentir y burlarse de los buques que pasan.
Thomas Pynchon. Arco iris de gravedad
Cuando subió a cubierta, el barco estaba inmóvil en el amanecer, sin un soplo de brisa, con la abrupta línea de la costa muy próxima y el cielo sin nubes virando en el oeste del gris negruzco al azul, roja la piedra, rojo el mar a levante, rojos los rayos que el sol dirigía horizontales hacia el mástil del Carpanta sobre la superficie del agua quieta.
—Fue aquí —dijo Tánger.
Tenía una carta náutica desplegada encima de las rodillas, y a su lado el Piloto fumaba un cigarrillo, con una taza de café en las manos. Coy fue hasta la cubierta de popa. Se había puesto unos pantalones secos y una camiseta, y el pelo revuelto y los labios tenían restos de sal de la zambullida nocturna. Miró alrededor, entre las gaviotas que planeaban graznando antes de posarse en el agua. La costa estaba a poco más de una milla al oeste, y luego se abría hacia arriba en forma de ensenada. Reconoció Punta Percheles, Punta Negra, el cabezo y la isla de Mazarrón en la distancia; y a lo lejos, unas ocho millas al este, la mole oscura del cabo Tiñoso.
Volvió a la bañera. El Piloto había bajado a buscarle una taza de café tibio, y Coy la bebió de un solo trago, torciendo el gesto al saborear las últimas gotas del brebaje amargo. Tánger señalaba en la carta el paisaje que tenían ante los ojos. Conservaba puesto el suéter negro e iba descalza. Mechones rubios escapaban de su pelo recogido bajo el gorro de lana del Piloto.
—Éste es el lugar —dijo— donde el Dei Gloria rompió el palo y tuvo que entablar combate.
Coy asintió sin dejar de observar la costa cercana, mientras ella explicaba los detalles del drama. Todo cuanto había investigado, los pormenores reunidos aquí y allá en legajos amarillentos, en papeles manuscritos, en las antiguas cartas náuticas del Urrutia, se ordenaba en su voz tranquila, tan segura como si ella hubiera estado también allí. Nunca había escuchado a nadie tan convencido de lo que contaba. Y oyéndola, con los ojos fijos en el arco de costa parda que se alejaba hacia el nordeste, Coy intentó reconstruir la propia versión de los hechos: el así fue; o, más exactamente, el así pudo ser. Invocaba para ello los libros leídos, su experiencia como marino, los días y las noches de su juventud empujada por velas silenciosas a través de aquel mar al que ella lo había traído de regreso. Por eso pudo imaginar fácilmente; y cuando Tánger se interrumpía en su relato y lo miraba, y los ojos azules del Piloto también se volvían hacia él, Coy encogía un poco los hombros, se tocaba la nariz y llenaba los huecos de la narración. Daba detalles, aventuraba situaciones, describía maniobras, situándolas en aquel amanecer del 4 de febrero de 1767, cuando el lebeche roló al norte al apuntar el sol, poniendo al cazador y a la presa a navegar de bolina. En esas circunstancias, dijo, el viento aparente se sumaba al viento real, y el bergantín y el jabeque debían de ceñir a siete u ocho nudos, con cangreja, mayor, foques, gavias, y las vergas bien braceadas a sotavento, el Dei Gloria; latinas de trinquete y mesana tensas como hojas de cuchillo el corsario, y barloventeando éste mejor que su presa. Muy escorados ambos a la banda de estribor, con el agua corriéndoles por los imbornales de sotavento y los timoneles atentos a la caña, los capitanes pendientes del viento y la lona, en una carrera donde el primero que cometiese un error perdería la partida.
Errores. En el mar, como en la esgrima —Coy lo había oído en alguna parte—, todo consistía en tener al adversario a distancia, previendo sus movimientos. La nube negra que se dibujaba plana y baja en la distancia, la zona levemente oscura del agua rizada, la casi imperceptible espuma rompiendo en la roca a flor de agua, auguraban estocadas mortales que sólo la perpetua vigilia permitía esquivar. Eso convertía el mar en símil perfecto de la vida. El momento de tomar un rizo a la vela, decía el sensato principio marino, era justamente cuando te preguntabas si no era momento de tomar un rizo a la vela. El mar escondía a un viejo canalla, peligroso y taimado, cuya aparente camaradería sólo acechaba el momento de asestar un zarpazo al menor descuido. Mataba fácilmente, sin piedad, a los descuidados y a los estúpidos; y el mejor de los marinos podía aspirar, como mucho, a que lo tolerase entre sus ondas, sin molestar. A pasar inadvertido. Porque el mar carecía de sentimientos y, como el Dios bíblico, no perdonaba nunca, salvo por azar o por capricho. Las palabras caridad y compasión, entre muchas otras, también se quedaban en tierra al soltar amarras. Y en cierto modo, opinaba Coy, era justo que así fuera.
El error, decidió, lo había cometido al fin el capitán Elezcano. O tal vez no hubo error, y sólo ocurrió que la ley del mar se inclinó en aquella ocasión a favor del corsario. Cada vez más cerca del enemigo, que le impedía ponerse a salvo bajo los cañones de la torre artillada de Mazarrón, el bergantín habría desplegado las juanetes, pese al mal estado de los masteleros. No era difícil adivinar el resto: el capitán Elezcano mirando hacia lo alto, angustiado, mientras los marineros, balanceándose en los marchapiés, suspendidos sobre el mar a estribor, sueltan los matafiones de las velas superiores y éstas se despliegan con un breve gualdrapeo, tensándose al subir las vergas y cazar escotas. Y el pilotín que se acerca a la toldilla con la latitud y la longitud obtenidas por el piloto, y la orden distraída de anotarlas en el libro de a bordo dada por el capitán, que no aparta los ojos de lo alto. El pilotín a su lado, vuelto a su vez hacia arriba mientras se mete el papel con las coordenadas escritas a lápiz en el bolsillo. Y de pronto, crac, el crujido siniestro de la madera al romperse, y las drizas y la lona cayendo a sotavento enredadas por el viento sobre la gavia del velacho, y el barco dando una guiñada suicida, y el alma a la boca de todos los hombres a bordo, que en ese instante comprenden que su suerte está sellada.
Debía de haber marineros arriba, cortando la jarcia inútil y tirando los restos del mastelero y la vela al mar, mientras abajo el capitán Elezcano daba la orden de abrir fuego. Las portas de los cañones estarían abiertas desde las primeras luces, cargadas sus bocas, con los artilleros preparados. Quizá el capitán decidió caer de improviso a una banda para tomar por sorpresa al perseguidor cercano, dándole sin duda la de estribor, con los hombres inclinados tras los cañones, esperando que el casco y las velas del jabeque aparecieran ante ellos. Combate casi a tocapenoles, decía la relación escrita por las autoridades de marina con el testimonio del pilotín. Eso significaba que los barcos estarían muy próximos, listos los del corsario para el cañoneo y el abordaje, cuando el Dei Gloria mostró su banda de estribor con las portas abiertas tras las que humeaban las mechas, y largó una andanada a quemarropa, cinco cañones escupiendo balas de cuatro libras. Tuvo que hacer daño; pero en ese momento el corsario debía de estar arribando también a estribor, salvo que sus velas latinas le permitieran seguir a rumbo, ciñendo el viento, y cortar la estela del bergantín, largándole a su vez una andanada vengativa, mortífera, que barriera su cubierta de popa a proa. Dos cañones largos de seis libras y cuatro de a cuatro: de quince a veinte kilos de hierro y metralla rompiendo cabos, maderas y carne humana. Después, mientras a bordo del corsario los artilleros gritaban jubilosos, viendo a los heridos y moribundos del adversario arrastrarse por las cubiertas resbaladizas de sangre, los dos barcos habían ido acercándose cada vez más lentamente hasta quedar casi inmóviles, el uno junto al otro, cañoneándose con ferocidad.
El capitán Elezcano era un vizcaíno tenaz. Resuelto a no ofrecer el cuello de balde a la cuchilla del matarife, debía de recorrer de arriba abajo la borda del bergantín, animando a sus desesperados artilleros. Habría cañones desmontados, astillas, balas de cañón y de mosquete y metralla volando por todas partes, trozos de cabos, palos y velas que caían de lo alto. A esas horas los dos jesuitas estarían muertos, o tal vez habían bajado a la cámara para defender hasta el último instante el cofre de las esmeraldas, o arrojarlo al mar. Las últimas andanadas del corsario fueron sin duda devastadoras. El palo trinquete, con sus velas desgarradas como sudarios, crujió antes de desplomarse en la cubierta hecha una carnicería del bergantín; y tal vez el capitán Elezcano ya estaba muerto para entonces. El barco iba al garete, arrasado y sin gobierno. Quizás, acurrucado entre rollos de cabos, con un sable de combate en la mano que le temblaba, el asustado pilotín de quince años esperaba el final, viendo acercarse entre el humo los mástiles del Chergui listo para el abordaje. Pero se distinguía un fuego a bordo: los cañonazos a quemarropa del bergantín, o los del propio jabeque, habían incendiado alguna de sus velas bajas, que no hubo tiempo de recoger por lo inesperado de la maniobra. Y ahora esa lona ardía, cayendo sobre la cubierta del corsario; tal vez cerca de una carga de pólvora, o de la escotilla abierta de la santabárbara. Azares del mar. Y de pronto hubo una llamarada y un estampido seco que golpeó al agonizante bergantín con un puño de aire, derribándole el segundo palo, y llenó el cielo de humo negro y astillas y pavesas y restos humanos que cayeron por todas partes. Entonces, incorporándose sobre la borda cubierta de sangre, ensordecido por la explosión y desorbitados los ojos de horror, el pilotín pudo ver que donde había estado el corsario sólo quedaban maderas humeantes que chisporroteaban al hundirse en el mar. En ese momento el Dei Gloria escoró a su vez, con el agua invadiendo las entrañas de su casco desgarrado, y el pilotín se encontró manteniéndose a flote entre restos de maderas y cordajes. Estaba solo, y cerca de él flotaba la lancha que el capitán Elezcano había ordenado echar al agua para despejar la cubierta, minutos antes de entablar combate.
—Debió de ocurrir más o menos así —dijo Tánger. Estaban los tres callados, ante el mar inmóvil como la losa de una tumba. Abajo, en alguna parte y semiocultos en la arena del fondo, estaban los huesos de casi un centenar de hombres muertos, los restos de dos barcos y una fortuna en esmeraldas.
—Lo más lógico —prosiguió ella— es que el Chergui se deshiciera en la explosión, y que sus restos se encuentren esparcidos. El bergantín, sin embargo, se hundió intacto, salvo los palos rotos. Como la profundidad no es mucha, lo normal es que yaciera sobre la quilla, o sobre un costado.
Coy estudiaba la carta, calculando distancias y profundidades. En su espalda empezaba a calentar el sol.
—El fondo es fango y arena —dijo—. Y algunas piedras. Es posible que esté tan enterrado que no podamos excavar.
—Es posible —Tánger se inclinó sobre la carta, tan cerca que sus cabezas se rozaban—. Pero eso no lo sabremos hasta que estemos abajo. La parte cubierta estará mejor que la expuesta al oleaje y las corrientes. Los teredos habrán hecho su trabajo royendo la madera… Lo que no haya protegido la arena, estará deshecho. El hierro, oxidado. También depende de que el agua sea más o menos fría… Un barco puede permanecer intacto a bajas temperaturas, o desaparecer en poco tiempo en aguas cálidas.
—Aquí no son muy frías —apuntó el Piloto—. Salvo alguna corriente.
Se mantenía interesado pero un poco aparte, con su cara inexpresiva labrada por el viento, el sol y el salitre. Hacía y deshacía nudos mecánicamente, con un trozo de driza entre los dedos encallecidos, de uñas tan cortas y rotas como las de Tánger. Sus pupilas, descoloridas por años de luz mediterránea, iban del uno al otro, tranquilas. Una mirada estoica que Coy conocía bien: la del pescador o el marino que nada espera salvo llenar las redes de forma razonable, y regresar a puerto con lo preciso para seguir viviendo. Él no era de los que se hacían ilusiones. El mar cotidiano diluía las quimeras; y en el fondo, la palabra esmeraldas le resultaba tan inconcreta como el sitio donde el arco iris se sostiene sobre el mar.
Tánger se había quitado el gorro de lana. Ahora apoyaba una mano con descuido en el hombro de Coy.
—Hasta que no hayamos situado el casco con ayuda de los planos y sepamos dónde se encuentra cada parte, no estaremos seguros de nada… Lo importante es que la zona de popa sea accesible. Ahí estaba la cámara del capitán, y las esmeraldas.
Su actitud era cada vez más distinta de la que mantenía en tierra firme. Natural y menos arrogante. Coy sentía la leve presión de su mano en el hombro y la proximidad de su cuerpo. Olía a mar, y a piel entibiada por el sol que ascendía despacio en el cielo. Ahora me necesitas, pensó. Ahora me necesitas más, y se te nota.
—Tal vez arrojaran las esmeraldas al mar —dijo.
Ella negaba con la cabeza, la sombra acortándose muy despacio sobre la carta 4631. Luego se quedó callada un poco y dijo que tal vez. Eso era imposible saberlo todavía. De cualquier modo, el cofre estaba perfectamente descrito: una caja de madera, hierro y bronce, de veinte pulgadas de largo. El hierro no resistía bien bajo el agua, y estaría convertido en una masa negruzca irreconocible; el bronce aguantaba mejor, pero la madera habría desaparecido; dentro, las esmeraldas se encontrarían soldadas unas con otras por adherencias. El aspecto sería más o menos el de un bloque de piedra oscura, algo rojiza, con vetas verdosas del bronce. Tendrían que buscarlo entre los restos, y no iba a ser fácil.
Naturalmente que no. A Coy se le antojaba dificilísimo. Una aguja en un pajar, como había sugerido en Cádiz, entre dos risas y dos cigarrillos, Lucio Gamboa. Y si el pecio estaba enterrado, harían falta mangueras extractoras para el fango y la arena. Nada discreto.
—De cualquier manera —concluyó Tánger—, primero tenemos que localizarlo.
—¿Qué hay de la sonda? —preguntó Coy.
El Piloto terminaba un nudo doble de calabrote.
—Ningún problema —dijo—. Nos la instalarán esta tarde en Cartagena, y también un repetidor del GPS para la cabina —observaba a Tánger con una suspicaz gravedad—. Pero habrá que pagar todo eso.
—Claro —dijo ella.
—Es la mejor sonda de pesca que pude encontrar —el Piloto se dirigía a Coy—. Una Pathfinder Optic de tres haces, como me pediste… El transductor puede instalarse en el espejo de popa sin mucho trabajo.
Tánger lo miró inquisitiva. Coy explicó que con aquella sonda podían cubrir un abanico de 90 grados bajo el casco del Carpanta. Se usaba para localizar bancos de peces, pero también daba una visión clara del fondo, con el perfil muy detallado de la superficie de éste. Lo importante era que, gracias a la utilización de diversos colores en la pantalla, la Pathfinder diferenciaba los fondos según su densidad, dureza y estructura, detectando cualquier irregularidad. Una piedra aislada, un objeto sumergido, incluso los cambios de temperatura, aparecían nítidos. Hasta el metal, el hierro o el bronce de los cañones, si sobresalían de la arena, se verían en color intenso, más oscuro. La sonda pesquera no era tan precisa como los sistemas profesionales que podía utilizar Nino Palermo; pero en una profundidad de veinte a cincuenta metros podía bastar. De ese modo, navegando despacio hasta peinar el área de búsqueda y asignando coordenadas a cada objeto sumergido que llamase la atención, podían trazar un mapa de la zona con los lugares posibles del naufragio. En una segunda fase explorarían cada punto con el acuaplano: una tabla remolcada que mantenía a un buceador a la vista del fondo.
—Es raro —dijo el Piloto.
Había descolgado de la bitácora la bota de vino y bebía inclinando hacia atrás la cabeza, los ojos abiertos al cielo. Coy sabía lo que estaba pensando. Con un naufragio en tan poco fondo, los pescadores engancharían las redes en él. Tenía que saberse. Y a esas alturas, alguien habría echado un vistazo allá abajo, para curiosear. Cualquier buzo aficionado podía hacerlo.
—Sí. Me pregunto por qué ningún pescador habló nunca de un naufragio aquí. Suelen conocer estos fondos mejor que el pasillo de su casa.
Tánger le mostró la carta: A, F, P. Las pequeñas iniciales estaban diseminadas por todas partes, junto a los números de la sonda.
—También hay rocas, ¿veis?… Y eso pudo proteger el pecio.
—Protegerlo de los pescadores, tal vez —opinó Coy—. Pero un barco de madera hundido entre rocas no aguanta mucho. Con tan poco fondo, el oleaje y las corrientes destrozan el casco. Ninguno se conserva como en tu ilustración de El tesoro de Rackham el Rojo.
—Quizás —dijo ella.
Contemplaba el mar con expresión obstinada, y las miradas del Piloto y de Coy se encontraron. De pronto, una vez más, todo aquello parecía absurdo. No vamos a encontrar nada, decía el gesto del marino mientras le pasaba la bota a Coy. Estoy aquí porque soy tu amigo y además me pagas; o es ella quien lo hace, que a fin de cuentas es lo mismo. Pero a ti esta mujer te ha desviado la aguja. Y lo mejor del asunto es que ni siquiera te la estás tirando.
Estaban en Cartagena. Habían navegado cerca de la costa, bajo la pared escarpada del cabo Tiñoso, y ahora el Carpanta enfilaba la bocana del puerto utilizado ya por griegos y fenicios. Quart-Hadasht: la Nueva Cartago de las gestas de Aníbal. Recostado en una silla de teca en la popa del velero, Coy observaba la isla de Escombreras. Allí, bajo la cortadura de la cara sur, había sacado ánforas romanas en su juventud; vinarias y olearias de elegantes cuellos con asas alargadas y marcas en latín de sus fabricantes, algunas todavía selladas como al hundirse en el mar. Veinte años antes, aquella zona era un inmenso campo de restos procedentes de naufragios, y también, decían, de navegantes que arrojaban ofrendas al mar a la vista de un templo dedicado a Mercurio. Coy había buceado allí muchas veces, para ascender luego, sin rebasar nunca la velocidad de sus propias burbujas, hacia la silueta oscura del Carpanta que aguardaba arriba, en el techo esmerilado de la superficie, con la línea del fondeo curvada hacia las profundidades. Una vez, la primera que bajó a sesenta metros —sesenta y dos marcaba el profundímetro en su muñeca—, Coy había descendido lentamente, con pausas para compensar el aumento de presión en los tímpanos, dejándose caer en el interior de aquella esfera verdosa donde los colores iban desapareciendo hasta convertirse en una luz fantasmal, difusa, y sólo quedaban distintos tonos de verde. Había perdido de vista la superficie y luego caído, siempre muy despacio, de rodillas sobre el fondo de arena limpia, con el frío de las profundidades ascendiéndole por los muslos y el vientre bajo la chaquetilla de neopreno. Siete coma dos atmósferas, pensó, asombrado de su propia audacia; pero tenía dieciocho años. A su alrededor, hasta perderse de vista en el círculo verde, extendidas de cualquier modo sobre la arena lisa, semienterradas en ella o agrupadas en pequeños montículos, veía docenas de ánforas rotas o intactas, cuellos y bases puntiagudas; barro milenario que nadie había tocado ni sacado a la luz en veinte siglos. Bocas alargadas, redondas, anchas y estrechas entre las que asomaban la cabeza malencaradas morenas y nadaban peces oscuros. Embriagado por el mar sobre su piel, fascinado por aquella penumbra y el vasto campo de vasijas inmóviles como delfines dormidos, Coy retiró la máscara de su rostro, manteniendo la boquilla de aire sujeta entre los dientes, para sentir en la cara toda la tenebrosa grandeza que lo envolvía. Después, súbitamente alarmado, se encajó de nuevo la máscara, vaciándola de agua con el aire expulsado por la nariz. En ese momento, el Piloto, alargado por sus aletas de caucho, convertido en otra silueta verdeoscura que descendía desde lo alto de la esfera al extremo de un largo y recto penacho de burbujas, había llegado hasta él, moviéndose con la lentitud de los hombres en las profundidades, señalando con gesto severo su profundímetro en la muñeca y luego la sien con un dedo, al preguntarle silenciosamente si había perdido la razón. Ascendieron juntos, muy despacio, tras las medusas de aire que los precedían, llevando cada uno en las manos un ánfora. Y cuando ya estaba casi en la superficie, y el sol empezaba a filtrar sus rayos por el esmeril turquesa sobre sus cabezas, Coy había alzado la suya, invirtiéndola, y una estela de arena fina se derramó desde su interior, reluciente como polvo de oro en el contraluz del agua, para envolverlo en una nube que parecía un sueño dorado.
Amaba aquel mar, que era tan viejo, escéptico y sabio como las mujeres innumerables que latían en la memoria genética de Tánger Soto. Sus orillas tenían la impronta de los siglos, pensó contemplando la ciudad sobre la que habían escrito Virgilio y Cervantes, recogida al fondo del puerto natural entre altos muros rocosos que durante tres mil años la hicieron casi inexpugnable a los enemigos y a los vientos. Pese a su decadencia, a las fachadas decrépitas y sucias, a los solares de casas derribadas y sin reconstruir que a veces le daban el curioso aspecto de una ciudad en guerra, resultaba hermosa vista desde el mar, y por sus callejuelas estrechas resonaban ecos de hombres que habían peleado como troyanos, pensado como griegos y muerto como romanos. Ya podía distinguirse el antiguo castillo sobre un montículo encima de la muralla, al otro lado de los rompeolas que protegían la bocana y la entrada al arsenal. Los viejos fuertes abandonados de Santa Ana y Navidad pasaban lentamente a babor y a estribor del Carpanta, todavía con un rictus de amenaza en sus troneras vacías que, como ojos ciegos, seguían apuntando al mar.
Aquí nací, pensó Coy. Y desde este puerto me asomé a los libros y a los océanos por primera vez. Aquí me atormentó el desafío de las cosas remotas y la nostalgia prematura de lo que no conocía. Aquí soñé con remar hacia la ballena con el cuchillo entre los dientes y el arponero listo en la proa. Aquí intuí, antes de hablar inglés, la existencia de lo que el Mariners Weather Log llama ESW: Extreme Storm Wave, Ola de Tormenta Extrema. Y supe que todo hombre tiene siempre, dé o no dé con ella, una ESW esperándolo en alguna parte. Aquí vi lápidas de marinos muertos en tumbas vacías, y comprendí que el mundo es un barco en viaje de ida, y que ese viaje no tiene regreso. Aquí descubrí, antes de necesitarlo, el sustitutivo de la espada de Catón, del veneno de Sócrates. De la pistola y la bala.
Sonreía de sí mismo, de sus pensamientos, mientras miraba a Tánger erguida junto al ancla, sujeta con una mano al génova enrollado en su estay, y el barco se internaba a motor en el puerto. En la bañera, el Piloto gobernaba a mano por unas aguas que podía perfectamente navegar a ciegas. Una corbeta gris de la Armada, haciéndose a la mar desde el dique de San Pedro, pasaba por la banda de estribor, con los marineros jóvenes inclinados sobre la borda para observar a la mujer inmóvil en la proa del velero como un mascarón dorado. Llegaba hasta el Carpanta, traído por la brisa de tierra, el olor de los montes cercanos: desnudos, secos y calcinados por el sol, con tomillo, romero, palmito y chumbera entre sus peñas pardas, ramblas secas donde crecían las higueras, y almendrales escalonados por muretes de piedra. Pese al cemento y al cristal y al acero y a las excavadoras, a la sucesión interminable de luces bastardas que mancillaba sus orillas de costa a costa, todo el Mediterráneo seguía estando allí, a poca atención que se prestase al tenue rumor de la memoria: aceite y vino rojo, Islam y Talmud, cruces, pinos, cipreses, tumbas, iglesias, ponientes cárdenos como la sangre, velas blancas a lo lejos, piedras talladas por los hombres y por el tiempo, hora singular de la tarde en que todo quedaba quieto y en silencio salvo el canto de la cigarra, noches a la luz de una hoguera hecha con madera de deriva, mientras la luna se elevaba despacio sobre un mar de islas sin agua. Y también espetones de sardinas, laurel y aceitunas, cáscaras de sandía flotando quietas en el leve ondular vespertino de la playa, rumor de guijarros en la resaca del amanecer, barcas pintadas de azul, blanco y rojo, varadas en orillas con molinos en ruinas y olivos grises, y uvas que amarilleaban en los emparrados. Y a su sombra, perdidos los ojos en el azul intenso que se extendía hacia levante, hombres inmóviles mirando el mar; héroes atezados y barbudos que sabían de naufragios en calas designadas por dioses crueles, ocultos bajo la apariencia de mutiladas estatuas que dormían, con los ojos abiertos, un silencio de siglos.
—¿Qué es eso? —preguntó Tánger.
Había venido a popa y señalaba hacia babor, tras el dique de Navidad, junto a los grandes túneles gemelos de hormigón destinados en otro tiempo a albergar submarinos. Allí, la playa negra del Espalmador estaba cubierta por los restos de buques en desguace.
—Es el Cementerio de los Barcos Sin Nombre.
El Piloto se había vuelto hacia Coy. Tenía un cigarrillo medio consumido en la boca, y lo miraba con ojos donde afloraban los recuerdos, al acecho de algún sentimiento que él se guardó de exteriorizar. En la orilla, medio sumergidos en el agua sus cascos oxidados, entre estructuras, puentes, cubiertas y chimeneas, languidecían barcos abiertos como grandes cetáceos desventrados, mostrando cuadernas metálicas y mamparos desnudos, las planchas de acero cortadas y amontonadas en la playa al pie de las grúas. Allí era donde los buques sentenciados a muerte, desprovistos ya de nombre, matrícula y bandera, rendían el último viaje antes de terminar bajo el soplete. Los nuevos planes urbanísticos de la ciudad condenaban aquel lugar a desaparecer, pero se tardaría meses en concluir los últimos desguaces y limpiar el lugar de los restos diseminados por todas partes. Coy vio un viejo bulkcarrier del que sólo quedaba la popa, semihundida en el mar, y cuyos dos tercios anteriores ya habían desaparecido entre un caos de hierros en la playa. Había piezas desmontadas por todas partes, una docena de grandes anclas goteando herrumbre en la arena oscura, tres chimeneas absurdamente conservadas, una junto a la otra, visibles todavía los restos de pintura con la bandera de sus armadores, y la casi centenaria superestructura de un paquebote que había sido ruso o polaco, el Korzeniowski, que estaba algo más lejos, junto a la torre vigía, desde que Coy podía recordar: un puente de hierro oxidado con restos de pintura blanca, tablas podridas y la cabina casi intacta, a bordo del cual soñaba, de muchacho, con sentir el movimiento de un navío bajo los pies, y el mar abierto ante los ojos.
Aquél había sido durante muchos años su lugar favorito, proclive a los sueños oceánicos, cuando paseaba camino del rompeolas con una caña de pescar o el arpón de gomas y las aletas, o cuando más tarde ayudaba al Piloto a limpiar el casco del Carpanta arrimado al Espalmador, en poca agua. Allí, en los atardeceres interminables del puerto, cuando el sol se iba ocultando tras los esqueletos inertes de los viejos buques, el Piloto y él habían conversado con palabras o silencios sobre la creencia, por ambos compartida, de que los barcos y los hombres deberían terminar siempre dignamente, en el mar, en vez de verse desguazados en tierra. Y más tarde, muy lejos de allí, en isla Decepción, al sur de Hornos y del pasaje Drake, Coy había experimentado idéntico estado de ánimo cuando desembarcó en la arena de una playa que era negra como aquélla, entre millares de huesos de ballena que la blanqueaban hasta el horizonte. El esperma de esos animales se había convertido en aceite quemado en lámparas muchísimo antes de que él naciera; pero los huesos seguían allí como una burla, en aquel extraño mar de los Sargazos antártico. Había entre los restos un viejísimo hierro de arpón oxidado, y Coy se encontró de pie ante él, mirándolo con repugnancia. Después de todo, isla Decepción era un buen nombre para aquel lugar. Ballenas desguazadas, barcos desguazados. Hombres desguazados. El arpón se clavaba en la misma carne, porque siempre se trataba de la misma historia.
Amarraron en el puerto deportivo y caminaron por los muelles, sintiendo, como ocurría cada vez al pisar tierra, que ésta oscilaba levemente bajo sus pasos. En el muelle comercial, al otro lado del club náutico, había un carguero de palos: el Felix von Luckner de la Zeeland Ship, que Coy conocía por hacer habitualmente la ruta Cartagena-Amberes. Su mera visión evocaba largas esperas bajo la lluvia, el viento y la luz amarillenta del invierno, las siluetas fantasmagóricas de las grúas sobre la tierra llana, la esclusa y las interminables maniobras en el Escalda. Y pese a que había conocido rincones del mundo mucho más confortables, Coy no pudo evitar una punzada de nostalgia.
Fueron los tres a la terraza del bar Valencia, junto al centenario azulejo con los versos que Miguel de Cervantes había dedicado a la ciudad en su Viaje del Parnaso, al pie de la muralla construida por Carlos III cuando el Dei Gloria llevaba sólo tres años yaciendo en el fondo del mar, y bebieron grandes jarras de cerveza fría ante el reloj del ayuntamiento, las palmeras agitadas por el lebeche que refrescaba a mediodía, y el pináculo del monumento a los marinos muertos en Cuba y Cavite, con docenas de nombres grabados en placas de mármol junto a los de barcos que llevaban, como ellos, cien años singlando el silencio de las profundidades. Después el Piloto acudió a encargarse de la sonda, y Tánger acompañó a Coy por las calles estrechas y desiertas de la ciudad vieja, bajo los balcones con geranios y macetas de albahaca y los miradores acristalados donde aún, a veces, una mujer sentada con una labor en las manos los veía pasar con curiosidad. Ahora la mayor parte de aquellos balcones estaban cerrados y los miradores vacíos, con cristales desprovistos de cortinas, en casas de ventanas condenadas y puertas donde se acumulaba la suciedad; y Coy buscaba en ellas, inútilmente, una cara conocida, una música familiar tras las persianas verdes, un niño jugando en la esquina o en la plaza más próxima, en el que reconocer a alguien, o reconocerse.
—Fui feliz aquí —dijo él de pronto.
Estaban parados en una calle oscura, ante el solar de una casa derribada entre otras dos que aún se mantenían en pie. Los lienzos de pared desnuda conservaban jirones de papel, clavos oxidados de los que no colgaba cuadro alguno, huellas de muebles, deshilachados cables eléctricos. Las recorrió con la mirada, intentando recobrar lo que en otro tiempo encerraron: estantes con libros, muebles de nogal y caoba, pasillos de azulejos, habitaciones con tragaluces ovales en lo alto, amarillentos retratos rodeados de un aura blanquecina que intensificaba su aire fantasmal. Ya no estaba la relojería de la planta baja, ni las tiendas de carbón y ultramarinos al extremo de la calle, ni tampoco la taberna con una fuente de mármol en el centro, anuncios de Anís del Mono y carteles taurinos en la pared, que olía a vino al pasar frente a su puerta, y en cuyo mostrador espaldas de hombres taciturnos, inclinados sobre vasos rojos, dejaban correr las horas. Y al niño de pantalón corto que caminaba por aquella misma calle con una botella de sifón en cada mano, o pegaba la nariz, maravillado, ante los escaparates llenos de juguetes iluminados para la Navidad, hacía mucho tiempo que se lo había llevado el mar.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó Tánger.
Su voz sonaba extrañamente dulce. Coy seguía contemplando las paredes de la casa inexistente. Hizo un gesto hacia atrás, en dirección al puerto al otro lado de la ciudad.
—Había un camino allí —se volvió despacio—. Quise hacer lo que otros sueñan.
Ella inclinó la cabeza, en señal de asentimiento. Lo observaba de aquel modo singular que tenía a veces, como si estuviera viéndolo por primera vez.
—Anduviste lejos —susurró.
Parecía envidiarlo, al decir aquello. Coy se encogió de hombros con una sonrisa de tiempo y de naufragios. Una mueca deliberada, consciente de sí misma.
—Hay unas líneas —dijo, y luego contempló de nuevo las paredes de la casa que ya no estaba—. Una página que leí ahí arriba.
Recordó en voz alta, sin dificultad:
Ven aquí, tú el del corazón roto. Aquí hay otra vida sin el intermedio de la muerte. Aquí pueden conocerse, sin morir, maravillas sobrenaturales. Yo doy más olvido que la Parca. Ven, levanta tu lápida sepulcral en el cementerio y despósate conmigo. Oyendo esta voz al este y al oeste, desde al alba al anochecer, el alma del herrero respondió: «Sí, allá voy». Y así, Perth se fue a la caza de la ballena…
Encogió otra vez los hombros, al terminar, y ella seguía mirándolo del mismo modo. Los iris azul marino estaban fijos en su boca.
—Fuiste lo que querías ser —dijo.
Su voz sonaba todavía como un susurro pensativo. Coy alzó un poco las palmas de las manos.
—Fui Jim Hawkins, y luego fui Ismael, y durante un tiempo creí ser Lord Jim… Después supe que nunca fui ninguno de ellos. Eso me alivió, en cierto modo. Como si me librase de amigos molestos. O de testigos.
Les dirigió una última ojeada a las paredes desnudas. Había sombras oscuras que lo saludaban desde arriba: mujeres enlutadas conversando en la luz decreciente de la tarde, una lamparilla de aceite ante la talla de una virgen, el chasquido apacible de bolillos tejiendo un encaje, una petaca de cuero negro con iniciales de plata y el olor a tabaco de un mostacho blanco. Grabados de barcos que navegaban velas al viento, entre el crujido de papel de las páginas de un libro. He huido, pensó, a un lugar que ya no existía, desde un lugar que ya no existe. Volvió a sonreírle al vacío:
—Como suele decir el Piloto, nunca sueñes con la mano en el timón.
Ella guardó silencio después de oír aquello, y ya no dijo nada más. Había sacado del bolso el paquete con la efigie de Héroe, y encendía un cigarrillo con la cajetilla todavía en las manos, tan despacio como si ese trozo de cartulina pintada la consolara de sus propios fantasmas.
Cenaron michirones y huevos fritos con patatas en la Posada de Jamaica, al otro lado del antiguo túnel de la calle Canales. Allí se les unió el Piloto, con las manos manchadas de grasa y la noticia de que la sonda estaba instalada y funcionaba bien. Había rumor de conversaciones, humo de tabaco formando estratos grises en el techo, y Rocío Jurado cantaba de fondo, en la radio, La Lola se va a los puertos. La veterana casa de comidas había sido reformada, y en vez de los manteles de hule que Coy recordaba de toda la vida, había ahora mantelería y cubiertos nuevos, azulejos, adornos y hasta cuadros en las paredes; aunque la clientela seguía siendo la misma, sobre todo a mediodía: vecinos del barrio, albañiles, mecánicos de un taller cercano, jubilados atraídos por la comida casera y económica. De cualquier modo, como le dijo a Tánger sirviéndole más vino tinto con gaseosa, sólo el nombre del local hacía que valiese la pena ir allí.
A los postres, mientras el Piloto pelaba una mandarina, definieron el plan de búsqueda. Largarían amarras de madrugada, para empezar a peinar la zona a media mañana. El sector de búsqueda inicial quedaba definitivamente establecido entre los 1° 20’ y 1° 22’ de longitud oeste y los 37° 31,5’ y 37° 32,5’ de latitud norte. Abordarían ese rectángulo de una milla de alto por dos de ancho por su parte exterior, desde más profundidad a menos, en sondas que irían disminuyendo a partir de los cincuenta metros. Como apuntó Coy, eso tenía la ventaja de que, al empezar lejos de la costa, los movimientos del Carpanta tardarían más en llamar la atención vistos desde tierra, a la que se irían acercando poco a poco. A una velocidad de dos a tres nudos, la Pathfinder les permitía sondar con detalle franjas paralelas de unos cincuenta a sesenta metros de anchura. La zona de exploración estaba dividida en setenta y cuatro de esas franjas; así que, contando el tiempo perdido en las maniobras, recorrer cada una de ellas llevaría una hora; y cubrir el área completa, unas ochenta. Eso situaba las horas reales de trabajo en unas cien o ciento veinte, y necesitarían de diez a doce días para cubrir el área de búsqueda. Siempre y cuando el tiempo acompañase.
—La previsión meteorológica es buena —dijo el Piloto—. Pero seguro que perdemos algunos días.
—Dos semanas —calculó Coy—. Ése es el plazo mínimo.
—Quizá tres.
—Quizá.
Tánger escuchaba atenta, los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados bajo la barbilla.
—Has dicho que podemos llamar la atención, vistos desde tierra… ¿Eso despertaría sospechas?
—Al principio, no lo creo. Pero a medida que nos acerquemos, tal vez. En esta época ya hay gente que va a la playa.
—También hay pesqueros —apuntó el Piloto, con un gajo de mandarina en la boca—. Y Mazarrón está cerca.
Tánger miró a Coy. Había cogido una de las cáscaras del plato del Piloto y la partía en trocitos. El aroma perfumaba la mesa.
—¿Hay forma de justificarnos?
—Supongo que sí. Podemos estar pescando, o buscando algo perdido.
—Un motor —sugirió el Piloto.
—Eso es. Un motor fuera borda caído al mar. Tenemos a favor que el Piloto y el Carpanta son muy conocidos en la zona, y llamarán poco la atención… En lo que se refiere a tierra, no hay problema. Podemos amarrar alguna noche en Mazarrón, otra en Águilas, otras en Cartagena, y el resto fondear lejos de la zona. Una pareja que alquila un barco para quince días de vacaciones no tiene nada de extraño.
Bromeaba al decir aquello, pero Tánger no pareció encontrar divertido el comentario. O tal vez era la palabra pareja. Inclinaba la cabeza con la piel de mandarina entre los dedos, considerando la situación. Se había lavado el pelo por la tarde, antes de bajar a tierra, y las puntas rubias y asimétricas volvían a rozarle el mentón.
—¿Hay patrulleras? —preguntó, impasible.
—Dos —dijo el Piloto—. La de vigilancia aduanera y la de la guardia civil.
Coy explicó que la Hache Jota de Aduanas solía operar de noche, y se ocupaba de vigilar el contrabando. No debían de preocuparse por ella. En cuanto a la guardia civil, su misión era vigilar la costa y hacer cumplir las leyes sobre pesca. El Carpanta no era asunto suyo, en principio; pero cabía la posibilidad de que, al verlo allí un día tras otro, se acercaran a curiosear.
—La ventaja es que el Piloto conoce a todo el mundo, incluidos los guardias. Ahora las cosas han cambiado, pero en su juventud se asoció con algunos. Ya te puedes imaginar: tabaco rubio, licores, un porcentaje de las ganancias —lo miró con afecto—… Siempre supo ganarse la vida.
El Piloto hizo un gesto fatalista y sabio, antiguo como el mar que navegaba; herencia de innumerables generaciones de vientos adversos.
—Vive y deja vivir —dijo con sencillez.
El propio Coy lo había acompañado un par de veces en otros tiempos, haciendo funciones de grumete en expediciones clandestinas y nocturnas cerca del cabo Tiñoso o hacia el cabo de Palos, y recordaba aquellos episodios con la excitación propia de los pocos años. A oscuras, con el destello del faro cercano en la noche, a la espera de las luces de un mercante que aminoraba la marcha, deteniéndose el tiempo necesario para que un par de fardos bajasen a la cubierta del Carpanta. Cajas de rubio americano, botellas de whisky, electrónica japonesa. Y luego, el camino de regreso en la oscuridad, tal vez el desembarco del alijo en una cala discreta, pasándolo a manos de sombras que se adelantaban con el agua hasta el pecho. Para el joven que Coy era entonces no había diferencia entre eso y lo leído, bastando para justificar la aventura. Desde su punto de vista, aquellas viejas páginas, Moonfleet y David Balfour y La flecha de oro y todas las otras —esperar una andanada en la oscuridad fue mucho tiempo su más íntimo anhelo— aportaban pretextos suficientes. El caso era que luego, al volver a puerto y echar a tierra un cabo inocente para encapillarlo al noray, siempre había algún guardia civil o un suboficial de marina que mordía la parte del león; y al Piloto le quedaba, tras arriesgar su barco y su libertad, lo justo para llegar a fin de mes mientras otros se enriquecían a su costa. Vive y deja vivir: pero siempre hay alguien que vive mejor que uno. O a costa de los otros. Cierta vez, en el bar Taibilla, mientras comían bocadillos de magro con tomate, alguien se llevó aparte al Piloto y le propuso hacer un viaje algo más complicado, yendo al encuentro, una noche sin luna, de un pesquero procedente de Marruecos. Ketama pura, dijo. Cincuenta kilos. Y aquello, explicó el sujeto a media voz, podía hacerle ganar mil veces lo que sacaba de sus esporádicas excursiones nocturnas. Desde la mesa, con el bocadillo en la mano, Coy vio cómo el Piloto escuchaba con atención, terminaba sin apresurarse la cerveza, y luego dejaba el vaso vacío sobre el mostrador antes de sacar al otro del bar, a bofetadas, hasta la calle Mayor.
Tánger pagó la cena y salieron. La temperatura era agradable, y caminaron despacio en dirección a las puertas de Murcia y la ciudad vieja. Había un soldado de infantería de marina inmóvil ante la puerta blanca de capitanía: el mismo edificio, comentó Tánger, en el que fue interrogado el pilotín del Dei Gloria. También había luciérnagas verdes de taxistas aburridos en la puerta del cine Mariola, y gente sentada en las terrazas. A veces Coy se cruzaba con un rostro conocido, e intercambiaba un silencioso saludo, un movimiento de cabeza, hola, hasta luego, qué tal te va, pronunciados por uno y otro sin intención de verse luego ni nunca, ni conocer la respuesta. Ya no había nada en común de lo que hablar. Vio a una antigua novia de juventud convertida en respetable matrona, con dos niños de la mano y otro en un cochecito, acompañada de un marido de pelo escaso y gris, que a Coy le recordaba vagamente a un compañero de colegio. Pasó inexpresiva a la luz de las espantosas farolas postmodernas que obstaculizaban las aceras, sin mostrar señal de reconocimiento. Pero sí me conoces, pensó él, divertido. LQTHVQTV: Ley de Quién Te Ha Visto y Quién Te Ve. Yo esperándote en la puerta de San Miguel, los roces de manos en el café Mastia. Aquel guateque de Nochevieja en casa de tus padres que estaban de viaje: Je t’aime, moi non plus, y las parejas abrazadas con poca luz mientras Serge Gainsbbourg y Jane Birkin se lo hacían en el tocadiscos. Y el rincón oscuro, y la cama de tu hermano con un banderín del Atlético de Madrid clavado con chinchetas en la pared, y cómo se puso tu padre cuando llegó de improviso a reventar la fiesta y nos encontró allí, jugando a los médicos. Pues claro que me conoces.
—La fase de búsqueda —dijo— me preocupa menos que si encontramos el Dei Gloria… En tal caso, y aunque disimulemos con idas y venidas, nuestra inmovilidad será más sospechosa a medida que pasen los días —se volvió a Tánger—… Lo que no sé es cuánto tiempo puede llevarnos eso.
—Yo tampoco.
Habían subido por la calle del Aire hasta la taberna del Macho. Los peldaños de la cuesta de la Baronesa ascendían hacia las ruinas de la catedral vieja y el teatro romano, entre embocaduras de calles estrechas, casi todas ya desaparecidas, pero cuyo trazado permanecía indeleble en la memoria de Coy. Más allá, el barrio popular de obreros portuarios y pescadores que recordaba apiñado bajo el castillo, con ropa tendida de balcón a balcón, se veía ahora medio derruido, poblado por inmigrantes africanos que miraban, hoscos o cómplices, desde las esquinas. Hachís bueno, paisa. Resién traído de Marueco. Había gatos deslizándose junto a las paredes como comandos en plena incursión nocturna, bajo antiguas rejas con macetas. De las tascas cercanas salía olor a vino y a boquerones fritos, y una puta solitaria se paseaba lejos, igual que un centinela aburrido, bajo el farolito que iluminaba una hornacina con la Virgen de la Soledad.
—Habrá que tomar medidas del pecio comparándolas con los planos —dijo Tánger— para situar la proa y la popa. Y luego cribar el lugar donde debe encontrarse la cámara del capitán… O lo que quede de ella.
—¿Y si está enterrada?
—En ese caso nos iremos de allí, y volveremos con los medios adecuados.
—Tú estás al mando —Coy evitaba los ojos del Piloto, que sentía fijos en él—. Tú sabrás.
La taberna del Macho ya no se llamaba así, ni olía a aceitunas y vino barato; pero conservaba el antiguo mostrador, los toneles de roble oscuro y el aspecto de añeja bodega que recordaba Coy. El Piloto bebía coñac Fundador, y la mujer desnuda tatuada en su antebrazo izquierdo se movía lascivamente cada vez que tensaba los músculos al levantar la copa. Coy había visto aquellos trazos azules hacerse más borrosos con el paso del tiempo. El Piloto la tenía grabada desde muy joven, cuando una visita del Canarias a Marsella, y después tuvo fiebre durante tres días. El mismo Coy había estado a punto de hacerse un tatuaje en Beirut mientras navegaba de tercer oficial en el Otago: una serpiente alada muy bonita, elegida entre los modelos que el grabador tenía expuestos en la pared. Pero ya con el brazo desnudo extendido y la aguja a punto de tocarle la piel, se arrepintió. Así que puso diez dólares sobre la mesa y se fue con el brazo intacto.
—Hay otro inconveniente —dijo—: Nino Palermo. A lo mejor ya tiene a alguien por aquí, vigilándonos. No me sorprendería que nos deje buscar, y aparezca en cuanto demos con el pecio.
Bebió un sorbo de su ginebra azul con tónica, dejándola deslizarse, fresca y aromática, por la garganta. Todavía conservaba el regusto de sal del baño nocturno.
—Es un riesgo que hay que correr —dijo ella.
Sostenía entre dos dedos, pulgar e índice, una copa de moscatel que apenas había probado. Coy la observó por encima del borde de su vaso. Pensaba en el 357 magnum. Había registrado su equipaje blasfemando en voz baja, sin encontrarlo. Estaba dispuesto a tirarlo al mar, pero sólo dio con sus cuadernos de notas, gafas de sol, ropa, algunos libros. También una caja de tampones y una docena de braguitas de algodón.
—Espero que sepas lo que haces.
Había mirado al Piloto antes de hablarle a ella. Era mejor que el marino ignorase lo del revólver, pues no le iba a hacer gracia navegar con el Carpanta artillado. Ninguna gracia.
—Lo he sabido todo el tiempo —respondió Tánger, glacial—. Vosotros ocupaos de encontrar el barco, y dejad que yo me ocupe de Palermo.
Tiene cartas en la manga, se dijo Coy. La muy perra tiene cartas en la manga que sólo ella conoce, porque de lo contrario no estaría tan segura de sí misma cuando sacamos a cuento al dálmata cabrón. Me juego las córneas a que ya ha considerado todas las hipótesis: las posibles, las probables y las peligrosas. El único problema es saber en cuál de ellas figuro yo.
—Queda un asunto —había pocos clientes y el tabernero estaba en la otra punta del mostrador, pero aun así bajó la voz al hablar—… Las esmeraldas.
—¿Qué pasa con ellas?
En los ojos del Piloto, Coy leyó que también su amigo pensaba lo mismo: si un día juegas al póker, procura no hacerlo con ella. Aunque llevas tiempo jugando.
—Supongamos que aparecen —respondió—. Que encontramos el cofre. ¿Es cierto lo que dijo Palermo?… ¿Que ya te has ocupado de colocarlas?… Habrá que limpiar, o qué sé yo. Cosa de especialistas.
Ella frunció el ceño. Miraba al Piloto de soslayo.
—No creo que sea el momento…
Coy cerró un puño sobre el mostrador. Su irritación iba en aumento, y esta vez no se molestó en disimularla.
—Oye. El Piloto está hasta el cuello, como tú y como yo. Se juega el barco y también problemas con la justicia. Hay que garantizarle…
Tánger alzó una mano. A mí me temblaría a veces, pensó Coy. De hecho, me están temblando casi todo el maldito tiempo. Y ahí la tienes.
—La cantidad que he pagado justifica su riesgo, de momento. Luego, con las esmeraldas, todos quedaremos compensados y satisfechos.
Había recalcado el todos, vuelta a Coy con dureza. Luego, mientras él se preguntaba una vez más con cuántas piezas había ella construido su personaje, se llevó la copa de moscatel a los labios, mojándolos apenas, y la puso en el mostrador. Inclinaba el rostro como si estuviese considerando la conveniencia de añadir algo más o no hacerlo. Veronica Lake, pensó Coy admirando la cortina asimétrica que le cubría medio rostro. Tánger había hablado de El halcón maltés, pero mejor Kim Bassinger en L.A. Confidencial, que había visto doscientas veces en el vídeo de la camareta del Fedallah. O Jessica Rabbit, en Quién engañó a Roger Rabbit. En realidad no soy mala. Es que me dibujaron así.
—En cuanto a las esmeraldas —añadió Tánger al cabo de un instante—, puedo contaros que hay un comprador. Hablé con él, como dijo Palermo… Alguien vendrá aquí para hacerse cargo de ellas tan pronto las saquemos del mar. Sin trámites ni complicaciones —hizo otra pausa y los desafió con fijeza a los dos—. Con dinero suficiente para todos.
No iba a ser tan fácil, intuía Coy mirándole las pecas. O para ser más exacto, sabía que no lo iba a ser. Seguían en la isla de los caballeros y los escuderos, y el último caballero hacía siglos que estaba muerto y enterrado. Su calavera momificada conservaba la mueca perpleja de gilipollas.
—Dinero —repitió mecánicamente, poco convencido.
Se tocó la nariz antes de consultar inquisitivo al Piloto, que escuchaba con aparente indiferencia. Al cabo de un momento vio que éste entornaba los ojos, asintiendo.
—Me hago viejo —comentó el Piloto—. El Carpanta no da más de sí, y nunca he cotizado a la Seguridad Social… Compraría un botecito pequeño, con un motor, para sacar los domingos a pescar a mi nieto.
Sonreía casi, tocándose la cara sin afeitar, cubierta de pelos grises. Su nieto tenía cuatro años. Cuando salían a pasear de la mano por el puerto, el crío le llevaba escrupulosamente la cuenta de las cervezas que bebía, por orden de su abuela, y luego se chivaba al volver a casa. Por suerte sólo había aprendido a contar hasta cinco.
—Comprarás ese bote, Piloto —dijo Tánger—. Te lo prometo.
Había apoyado una mano en su antebrazo con un gesto espontáneo. Un gesto de camaradería, casi masculino. Exactamente, observó Coy, sobre el tatuaje borroso de la mujer desnuda.
Como el titubeo de una guitarra ronca, las primeras notas de Lady be Good punteaban las luces de la ciudad en los reflejos del agua negra, entre la popa del Carpanta y el muelle. Poco a poco, el arcaico swing de las cuerdas del bajo fue sumergido por la compleja entrada del resto de los instrumentos, las trompetas de Killian y McGhee, los solos del piano de Arnold Ross y el saxo alto de Charlie Parker. Coy escuchaba todo eso muy atento, con los auriculares en los oídos, mirando los puntitos luminosos del agua como si las notas que inundaban su cabeza se materializaran en aquella superficie negra y grasienta. El metal de Parker, decidió, olía a alcohol, y a mangas de camisa ahumadas de tabaco, y a agujas de relojes clavadas, verticales, como cuchillos en el vientre de la noche. Aquella melodía, como todas las otras, sabía a escala en tierra, a mujeres solas al extremo de una barra. A siluetas titubeantes junto a cubos de basura, y también a neón rojo, verde y azul iluminando medias caras rojas, verdes y azules de hombres indecisos, soñolientos y borrachos. La vida simple, hola y adiós, sin otra complicación que el aguante del estómago y de lo otro, aquí te pillo y aquí te mato. No había tiempo para enamorar a la princesa de Mónaco, recórcholis, qué guapa es usted, señorita, permítame que la invite a un té, yo también leo a Proust. Por eso Rotterdam, o Amberes, o Hamburgo tenían cines porno, bares topless, madonnas de lance que hacían punto al otro lado de escaparates con visillos, gatos con aire filosófico observando el paso de Tripulaciones Sanders, zigzag de acera a acera, vomitando aguarrás etiqueta negra en espera del momento que los devolviera al runrún de las planchas de acero, a las sábanas arrugadas de una litera, a la luz cenicienta del amanecer filtrándose entre las cortinas del ojo de buey. Tararará. Dong. Tarará. El saxo de Charlie Parker seguía subrayando la ausencia de compromiso, el carácter casi autista del invento. Era como los puertos de Asia, Singapur y todo lo demás, cuando te quedabas afuera, fondeado, borneando en torno al ancla con la costa al otro lado de la tapa de regala donde apoyabas los brazos, esperando la lancha con la Mamá San y las niñas de Mamá San y su gorjeo de pajaritos bulliciosos al subir a bordo ayudadas por el tercer oficial, con Mamá San anotando con tiza en la puerta de cada camarote igual que un camarero en el mármol de su tasca: una cruz una chica, dos cruces dos chicas. Pieles de satén complacientes y frágiles, muslos flexibles, bocas obedientes. Slurp. No problema, marinero, hola y adiós. Nadie lo ha hecho, decía el Torpedero Tucumán, hasta que no lo ha hecho aquí con tres a la vez. A ningún marino se le veía deprimido cuando Asia o el Caribe quedaban a proa, entre los ojos de los escobenes. Al contrario: Coy había visto llorar a hombres como castillos en la derrota opuesta, porque regresaban a casa.
Alzó la mirada dirigiéndola algo más lejos, al otro lado del pantalán. Los tripulantes de un velero sueco cenaban en la bañera, a la luz de un farol en torno al cual revoloteaban palomillas nocturnas. De vez en cuando, a pesar de la música, llegaba hasta él una frase dicha en voz muy alta o una risa. Eran todos rubios y enormes talla XXL, con niños pequeños que durante el día paseaban desnudos por cubierta, amarrados con un arnés al guardamancebos. Rubios, recordó, como la práctico del puerto de Stavanger que había conocido cuando el Monte Pequeño pasó allí dos meses en lastre. Era una belleza nórdica como las de las fotos y las películas, grande y alta; una noruega de treinta y cuatro años con título de capitán de la marina mercante que subió desenvuelta a bordo por la escala de gato desde la lancha, en alta mar, cortándoles la respiración a todos los hombres que había en el puente, y luego dirigió la maniobra fiordo adentro en un inglés impecable, orientando a los remolcadores con un walkie-talkie que llevaba colgado al cuello mientras don Agustín de la Guerra la miraba de reojo y el timonel lo miraba a él. Stop her. Dead slow ahead. Stop her. A little push now. Stop. Después se bebió con el capitán un vaso de whisky y se fumó un cigarrillo, antes de que Coy, entonces joven agregado de veintidós años, la acompañara al portalón, atlética bajo los pantalones de lona y el grueso anorak rojo, sonriéndole antes de largarse. So long, officer. Se la encontró tres días más tarde en el Ensomhet, mientras la tripulación del petrolero enloquecía con aquellas escandinavas de ensueño: un bar lujoso y triste junto a las casas rojas del muelle Strandkaien, lleno de hombres y mujeres para quienes una juerga equivalía a mamarse durante horas sin abrir la boca, como atunes, hasta agarrar una trompa del 9 parabellum. Había entrado en el bar por casualidad; y ella, que estaba con un noruego barbudo e impasible que parecía recién licenciado de un drakkar vikingo, lo reconoció como el joven del portalón del petrolero. El pequeño español, dijo en inglés. The shorty spanish boy. Luego sonrió antes de invitarlo a una copa. Una hora más tarde, el vikingo impasible seguía apoyado en la barra del mismo bar, suponía Coy, mientras él, desnudo, empapado de sudor, sintiendo el aire frío de la madrugada que entraba por una ventana abierta al fiordo y a las cumbres nevadas sobre el mar, arremetía contra la sólida presencia de la mujer, espalda ancha y muslos musculosos, y ojos claros que lo miraban con fijeza desde la penumbra mientras sus labios, cada vez que la boca de Coy los dejaba libres, emitían extraños susurros en lengua bárbara. Se llamaba Inga Horgen, y de los dos meses que el Monte Pequeño estuvo en Stavanger, Coy, envidiado por toda la tripulación desde el pinche de cocina hasta el capitán, pasó con ella cuanto tiempo libre tuvo. De vez en cuando bebían cerveza y aquavit con el vikingo impasible, que nunca puso objeciones a que, cada noche, cuando la mujer se apartaba de la barra con los ojos brillantes y cierta indecisión en la forma de andar, el shorty spanish boy se esfumara en compañía de aquella walkiria que le llevaba casi tres palmos de estatura. Con ella conoció Lysefijord y Bergen, el koldtbord, algunas palabras íntimas en noruego y ciertos secretos útiles sobre anatomía femenina. Aprendió, incluso, a creerse enamorado, y también que no todas las mujeres se toman la molestia, o la precaución, de enamorarse antes. También aprendió que a veces, cuando uno se aproxima lo bastante y presta atención, la hembra de máscara ausente cuyos ojos entreabiertos vagan perdidos por el techo mientras te abres paso entre lo más hondo, tiene el rostro de todas las mujeres que durante siglos poblaron el mundo. Y por fin, una noche en que hubo un problema a bordo y bajó a tierra más tarde de lo habitual, el shorty spanish boy fue directamente a la casa de troncos negros y ventanas blancas, y encontró allí al vikingo impasible, tan borracho como en la barra del bar de siempre, con la diferencia de que esta vez estaba desnudo. Ella también lo estaba, y miró a Coy con una sonrisa fija e indiferente, turbia de alcohol, antes de pronunciar unas palabras que no llegaron a sus oídos. Tal vez le dijo ven, o tal vez le dijo vete. Entonces él cerró despacio la puerta y regresó a su barco.
Dong, dong. Dong. Charlie Parker, que iba a morirse de allí a nada, había dejado el saxo en el suelo y descansaba exhausto bebiendo una copa en la barra, o —lo más probable— se metía algo en los servicios de caballeros. Ahora destacaba solitario el punteo del bajo de Billy Hadnott, que en esa última parte era de nuevo dueño de la melodía; y fue en aquel momento cuando el Piloto subió de la camareta a reunirse con Coy, sentándose en la otra silla de teca sujeta al balcón de popa. Tenía en la mano la botella de coñac que se habían traído de la taberna del Macho para terminarla a bordo. Se la ofreció con un gesto, y cuando Coy negó con la cabeza al compás de la música que iba extinguiéndose en sus oídos, el otro bebió un trago antes de colocársela muy derecha en el regazo. Coy desconectó el auricular, quitándoselo de las orejas.
—¿Qué hace Tánger?
—Lee en su camarote.
Los faros de San Pedro y Navidad parpadeaban al otro lado del espigón del muelle, balizando la embocadura del puerto. Verde y rojo, grupos de destellos cada catorce y diez segundos, luces familiares que para Coy siempre habían estado allí, desde que podía recordar. Miró hacia arriba, sobre los muros de sombras que circundaban el puerto. En las montañas, los castillos iluminados de San Julián y Galeras parecían suspendidos en el aire como en los cuadros de los pintores antiguos. El resplandor de la ciudad mataba las estrellas.
—¿Qué opinas, Piloto?
El reloj del ayuntamiento dio once campanadas antes de que el otro respondiera.
—Sabe lo que hace. O al menos se porta como si lo supiera… La pregunta es si lo sabes tú.
Coy enrollaba en torno a la grabadora el cable de los auriculares. Sonreía a medias en el reflejo de las luces oleosas del agua.
—Me ha traído de vuelta al mar.
El Piloto se lo quedó mirando.
—Si es un pretexto, vale —dijo—. Pero a mí no me hagas frases.
Bebió otro trago y le pasó a Coy la botella. Éste se puso el gollete en los labios.
—Ya te lo dije una vez: quiero contarle esas pecas —se limpiaba la boca con el dorso de una mano—. Contárselas todas.
El otro no dijo nada, limitándose a recuperar la botella. Un vigilante nocturno pasó por el pantalán, haciendo resonar las tablas del muelle flotante. Cambió un saludo con ellos y siguió camino.
—Oye, Piloto. Los hombres vamos por la vida a trompicones, de aquí para allá… Solemos envejecer y morir sin comprender bien lo que pasa. Pero ellas son distintas.
Hizo una pausa, estirándose hacia atrás en la silla, los brazos extendidos. Su cabeza rozó la bandera que colgaba flácida del mástil, junto a la antena en forma de seta del GPS. La noche era tan tranquila que casi podía oír oxidarse los tornillos del balcón de proa.
—A veces la miro y pienso que sabe cosas de mí que yo mismo no sé.
El Piloto reía, bajito, la botella entre las manos.
—Eso mismo dice mi mujer.
—Hablo en serio. Ellas son distintas. Lúcidas como si la lucidez fuera una enfermedad, ¿comprendes?
—No.
—Es algo genético… Hasta a las estúpidas les pasa.
El Piloto escuchaba atento, con buena voluntad; pero el gesto de su cabeza inclinada un poco hacia adelante era escéptico. De vez en cuando daba una ojeada alrededor, al mar y a las luces de la ciudad, como en busca de alguien que aportase sensatez a todo aquello.
—Están ahí calladas, mirándonos —prosiguió Coy—. Llevan siglos mirándonos, ¿comprendes?… Han aprendido mirándonos.
Se quedó callado, y el Piloto también. Del barco de los suecos llegaba el rumor de sus voces recogiendo la mesa antes de irse a dormir. Luego, el reloj del ayuntamiento dio la primera campanada de los cuartos. El agua estaba tan quieta que parecía sólida.
—Ésta es peligrosa —dijo por fin el Piloto—. Como ese mar donde se atrancaban los buques hasta pudrirse…
—El mar de los Sargazos.
—Tú me dijiste que es mala. Yo sólo digo que es peligrosa.
Le había pasado otra vez la botella de coñac, que Coy sostenía en una mano, sin beber.
—Eso mismo dijo Nino Palermo, Piloto. ¿Qué te parece?… El día que hablé con él en Gibraltar.
El Piloto encogió los hombros. Aguardaba, paciente.
—No sé qué te dijo.
Coy le dio un trago a la botella.
—Los hombres somos malos por estupidez, Piloto. Por torpeza. Lo somos por ambición o por lujuria, o ignorancia… ¿Comprendes?
—Más o menos.
—Quiero decir que ellas son distintas.
—Ellas no son distintas. Sólo son supervivientes.
Coy se quedó callado, sorprendido por la exactitud del comentario.
—También fue eso lo que dijo Palermo.
Luego apuntó al otro con la mano en que sostenía la botella, pero no dijo nada más. El Piloto se inclinó para quitarle la botella de la mano:
—Demasiados libros.
Tras decir aquello bebió un último trago, puso el tapón y dejó la botella sobre cubierta. Ahora miraba a Coy, esperando que dejara de reír.
—¿De qué se defiende ella? —preguntó.
Coy alzó las manos, evasivo. Cómo diablos, decía el gesto, te lo cuento.
—Ella lucha —dijo— por una niña que conoció hace tiempo. Una niña protegida, soñadora, que ganaba concursos de natación. Que creció feliz hasta que dejó de serlo y supo que todos morimos solos… Ahora se niega a dejarla desaparecer.
—¿Y qué pintas tú en esto?
—Se me pone tan dura como a cualquiera, Piloto.
—Es mentira. Eso tiene arreglo, y nada que ver con ella.
Tiene razón, se dijo Coy. A fin de cuentas ya se me ha puesto dura otras veces, y nunca he ido por ahí haciendo el idiota. No más de lo corriente.
—Quizá haya cierta relación con los barcos que pasan de noche —dijo—. ¿Te has fijado?… Estás en la borda y pasa un barco del que ignoras todo: nombre, bandera, adónde se dirige… Sólo ves unas luces, y piensas que también habrá alguien apoyado en la borda que en ese momento mira tus luces.
—¿De qué color son las luces que ves?
—Qué más da el color —Coy encogía los hombros, irritado—. Yo qué sé… Rojas, blancas.
—Si son rojas, el otro tiene prioridad de paso. Mete a estribor.
—Hablo en metáfora, Piloto… ¿Comprendes?
El Piloto no dijo si comprendía o no. Su silencio resultaba elocuente, poco favorable a las metáforas de barcos, o de noches, o de cualquier otra cosa. No marees la aguja, decía su parquedad de palabras. Estás encoñado, y punto. Antes o después todo termina pasando por ahí. La causa es asunto tuyo, y a mí lo que me inquietan son las consecuencias.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó por fin.
—¿Hacer? —Coy se tocó la nariz—. No tengo ni idea… Estar aquí, supongo. Observarla.
—Pues recuerda el refrán: a la mujer y al viento, con mucho tiento.
Tras decir aquello, el Piloto se sumió en otro silencio huraño. Contemplaba las luces del puerto en el agua aceitosa.
—Fue una lástima lo de tu barco —añadió al cabo de un rato—. Allí todo estaba resuelto. En tierra sólo hay problemas.
—Estoy enamorado de ella.
El otro se había levantado. Oteaba el cielo, interrogándolo sobre el tiempo que haría mañana.
—Hay mujeres —dijo como si no hubiera oído nada— que tienen cosas extrañas en la cabeza, igual que otras tienen gonorrea. Y resulta que van y te las pegan.
Se había inclinado a coger la botella; y al incorporarse, las luces de la ciudad iluminaron sus ojos, muy cerca.
—A fin de cuentas —dijo— quizá no sea culpa tuya.
Con las arrugas haciéndole sombras en la cara, y el pelo corto y canoso que la penumbra tornaba ceniciento, parecía un Ulises cansado; indiferente a las sirenas y las arpías, y las jovencitas púberes al acecho en playas tentadoras, y las miradas turbias, ven o vete, despectivas o indiferentes. De pronto Coy lo envidió con todas sus fuerzas: a su edad, ya era difícil que una mujer le costase a un hombre la vida o la libertad.