Se pone la vida a tres o cuatro dedos de la muerte, que es el grueso de la tabla del navío.
García de Palacios. Instrucción náutica
El viento de levante roló a tierra antes del amanecer, aunque volvió a soplar de proa en cuanto el sol se levantó un poco en el horizonte. No era muy fuerte, apenas diez o doce nudos, pero bastó para convertir la marejada en la ola corta, picada y molesta del Mediterráneo. De ese modo, cabeceando impulsado por el motor entre pequeños rociones que a veces dejaban rastros de sal en el quitavientos de la bañera, el Carpanta pasó al sur de Málaga, ganó el paralelo 36° 30’, y allí puso rumbo directo al este.
Al principio Tánger no mostró señales de mareo. Coy la había estado observando en la oscuridad, sentada e inmóvil en una de las sillas de madera que el barco tenía sujetas al balcón de la cubierta de popa, enfundada en el chaquetón marino del Piloto cuyas solapas levantadas le cubrían medio rostro. Poco después de medianoche, cuando arreciaba la marejada, fue a llevarle un chaleco salvavidas auto inflable y un arnés de seguridad, cuyo mosquetón él mismo enganchó al baquestay. Le preguntó cómo se encontraba, ella respondió que perfectamente, gracias, y él sonrió para sus adentros recordando la caja de Biodramina que un rato antes, al bajar en busca de los chalecos y los arneses, había visto abierta sobre la litera que el Piloto le había asignado en los camarotes de popa. De cualquier modo, estar sentada allí con la brisa nocturna en la cara la haría sentirse menos incómoda. Aun así, le dijo, aunque te encuentres perfectamente, yo de ti me sentaría en la otra banda, en la aleta de babor, lejos de la salida de gases del motor que tienes debajo. Tánger repuso que estaba bien allí. Él se encogió de hombros, regresando a la bañera, y ella aguantó diez minutos antes de cambiar de sitio.
A las cuatro de la madrugada el Piloto se había hecho cargo de la guardia, y Coy bajó a descansar. Se tumbó en su estrecho camarote de popa, que tenía apenas el espacio para una litera y una taquilla. Lo hizo vestido, sobre un saco de dormir, y minutos después dormía mecido por el balanceo: un sopor profundo, desprovisto de sueños, donde vagaban sombras difusas parecidas a barcos, sumidas en una fantasmal penumbra verde. Al fin lo despertó un rayo de sol que entraba por el portillo, subiendo y bajando con el vaivén de la marejada. Se quedó sentado en la litera, frotándose el cuello y el ojo dolorido, con el roce de la barba en la palma de la mano. Más vale que te afeites de una vez, se dijo. Así que pasó por el estrecho pasillo en dirección al cuarto de baño, y de camino miró dentro del otro camarote de popa, que tenía la puerta y el portillo abiertos para que corriese el aire. Tánger estaba dormida boca abajo en la litera, todavía con el chaleco salvavidas y el arnés puestos. No se le veía el rostro porque el pelo rubio estaba revuelto por encima. Los pies calzados con zapatillas de tenis sobresalían de la litera. Apoyado en el marco de la puerta, Coy estuvo escuchando su respiración, que a veces interrumpía un sobresalto o un leve gemido. Luego fue a afeitarse. El ojo hinchado no estaba mal, y la mandíbula sólo dolía mucho al bostezar. Pese a todo, meditó consolándose, había salido bien librado de la entrevista en Old Willis. Animado por la idea, conectó la bomba de agua para lavarse un poco, calentó café en el microondas, y procurando que no se derramara con el balanceo, bebió una taza y le subió otra al Piloto. Al asomar la cabeza por el tambucho lo encontró sentado en la bañera, con un gorro de lana en la cabeza y pelos grises de barba en la cara cobriza. La costa andaluza se adivinaba en la calima, dos millas por el través de babor.
—Apenas te fuiste a dormir, ella vomitó por la borda —informó el Piloto, cogiendo la taza caliente—. Lo echó todo. Hasta la última papilla.
La perra orgullosa, pensó Coy. Lamentaba haberse perdido el espectáculo: la reina de los mares y los naufragios, con todo su golpe de superioridad manifiesta, agarrada al guardamancebos y echando la pota. Maravilloso.
—No me lo puedo creer.
Era evidente que sí se lo creía. El Piloto lo observaba, pensativo.
—Parecía que sólo esperaba a que te quitaras de en medio…
—De eso no te quepa duda.
—Pero no se quejó ni una vez. Cuando fui a preguntarle si necesitaba algo, me mandó al diablo. Luego, más tranquila, bajó a acostarse como una sonámbula.
El Piloto bebió algunos tragos de café y chasqueó la lengua, como cada vez que llegaba a una conclusión.
—No sé por qué sonríes —dijo—. Esa chica tiene casta.
—Demasiada, Piloto —Coy dejó escapar entre dientes una carcajada agria—. Demasiada casta.
—Hasta la vi levantarse tanteando en busca de sotavento antes de largarlo todo… No se precipitó, sino que fue allí despacio, sin perder las maneras. Y luego, al pasar por mi lado, miré su cara a la luz de la camareta: estaba blanca, pero tuvo voz para darme las buenas noches.
Dicho aquello, el Piloto se quedó un rato callado. Parecía reflexionar.
—¿Estás seguro de que sabe lo que hace?
Le ofrecía a Coy la taza, mediada. Éste bebió un corto sorbo antes de devolvérsela.
—Yo sólo estoy seguro de ti.
El otro se rascó bajo el gorro, y al rato asintió. No parecía muy convencido. Entornaba los ojos para contemplar la difusa línea de tierra, una mancha alargada y parda que era difícil precisar al norte, entre la bruma.
Se cruzaron con pocos barcos de vela. La temporada turística en la Costa del Sol no había empezado, y las únicas embarcaciones deportivas avistadas fueron un francés de un solo palo, y más tarde un queche holandés, que navegaban a un largo hacia el Estrecho. Por la tarde, y a la altura de Motril, una goleta de casco negro pasó de vuelta encontrada, a medio cable, con la bandera inglesa en el pico de la cangreja del palo mayor. El resto fueron pesqueros faenando, a los que el Carpanta tuvo que maniobrar con frecuencia. El reglamento de abordajes ordenaba a todo barco mantenerse lejos de un pesquero con las artes caladas, así que durante sus turnos de guardia —el Piloto y él se relevaban cada cuatro horas— Coy tuvo que desconectar el gobierno automático y empuñar el timón para eludir palangreros y arrastreros. Lo hizo muy a desgana, pues no simpatizaba con los pescadores; les debía horas de incertidumbre en el puente de los mercantes en que había navegado, cuando de noche sus luces punteaban el horizonte, saturando las pantallas de radar y los parajes perturbados por la lluvia o la niebla. Además los encontraba hoscos y egoístas, dispuestos a arrasar sin remordimientos todo rincón del mar a su alcance. Malhumorados por una existencia de peligros y sacrificios, vivían al día, exterminando especie tras especie sin importarles un futuro que para ellos no iba más allá del beneficio de cada jornada. Entre todos, los más despiadados eran los japoneses: con la complicidad de comerciantes españoles y ante la sospechosa pasividad de las autoridades de marina y pesca, estaban aniquilando el atún rojo en el Mediterráneo con sonares ultramodernos y avionetas. De cualquier modo, los pescadores no eran los únicos culpables. En aquellas mismas aguas, Coy había visto rorcuales asfixiados por tragarse sacos de plástico a la deriva, y manadas enteras de delfines enloquecidos por la contaminación suicidándose en las playas, entre chicos y voluntarios que lloraban impotentes, empujándolos a un mar donde se negaban a volver.
Fue un largo día de maniobras entre pesqueros de comportamientos impredecibles, que lo mismo navegaban a toda máquina que viraban de pronto a babor o estribor para largar o recoger las redes. Coy gobernaba entre ellos alterando el rumbo con paciencia profesional, mientras pensaba que a bordo de un mercante, en alta mar o en países con menor vigilancia de sus aguas, los marinos actuaban con menos miramientos. Embarcaciones a vela y pesqueros faenando tenían teórica preferencia de paso; pero en la práctica más les valía mantenerse lejos de un mercante lanzado a toda máquina, con tripulación reducida por razones de ahorro del armador, bandera de conveniencia, indios o filipinos o ucranianos mandados por oficiales de fortuna, una derrota lo más recta posible para economizar tiempo y combustible, y a veces, de noche, una vigilancia mínima en el puente: máquinas desatendidas y un oficial soñoliento confiado casi por completo en los aparatos de a bordo. Y si de día era poco frecuente tocar las máquinas o el timón para alterar velocidad o rumbo, de noche un barco se convertía en amenaza letal para toda embarcación pequeña que se cruzase en su camino, tuviese prioridad reglamentaria o no. A veinte nudos, lo que equivalía a veinte millas recorridas en una hora, un mercante oculto tras el horizonte podía pasarte por encima en diez minutos. Una vez, en ruta de Dakar a Tenerife, el buque en el que Coy navegaba como segundo oficial había embestido a un pesquero. Pasaban cinco minutos de las cuatro de la madrugada; acababa de salir de guardia en el puente del Hawaiian Pilot, un carguero de palos de 7.000 toneladas, y cuando bajaba por la escalerilla hacia su camarote le pareció escuchar un ruido apagado en la banda de estribor, como si algo crujiese de proa a popa. Se asomó a la borda justo a tiempo de ver una sombra oscura zozobrante en la ola del barco, con una débil luz, parecida a la de una bombilla de poca intensidad, que bailaba enloquecida antes de apagarse de pronto. Regresó con rapidez al puente, donde el primer oficial estaba comprobando tranquilamente en el repetidor de la magistral el rumbo de la giroscópica. Creo que hemos abordado un pesquero, expuso Coy. Y el primero, un hindú flemático y triste llamado Gujrat, se lo quedó contemplando sin decir palabra. ¿En tu guardia o en la mía?, preguntó al fin. Coy dijo que a las cuatro y cinco había oído el ruido y visto la luz apagarse. El primero todavía lo miró un rato, pensativo, antes de ir hasta el alerón a echar un breve vistazo a popa y comprobar luego el radar, donde los ecos de las olas no señalaban nada especial. En mi guardia no hay novedad, concluyó, volviendo a ocuparse de la giroscópica. Después, cuando el primer oficial puso las sospechas de Coy en conocimiento del capitán —un inglés arrogante, que hacía listas de tripulación separando a los súbditos británicos de los extranjeros, incluidos los oficiales— éste aprobó que no se hubiera hecho constar el incidente en el libro de a bordo. Estamos en aguas abiertas, dijo. Para qué complicarse la vida.
A las diez de la noche alcanzaron los 3° de longitud al oeste de Greenwich. Salvo breves apariciones en cubierta, siempre con su aire de sonámbula, Tánger pasó casi todo el tiempo recluida en su camarote, y un par de veces que Coy pasó por allí, encontrándola dormida, comprobó que la caja de Biodramina disminuía sus existencias con rapidez. El resto del tiempo, cuando estaba despierta, volvía a sentarse a popa, quieta y silenciosa, frente a la línea de la costa que pasaba despacio por la banda de babor. Apenas probó la comida que preparaba el Piloto, aunque aceptó cenar un poco más cuando éste dijo que eso le asentaría el estómago. Se fue a dormir pronto, apenas oscureció, y los dos hombres se quedaron en la bañera viendo aparecer las estrellas. El viento sopló de proa toda la noche, obligándolos a navegar a motor. Eso los decidió a entrar en el puerto de Almerimar a las seis de la mañana del día siguiente, para repostar gasóleo, descansar un poco y cargar provisiones en tierra.
Soltaron amarras a las dos de la tarde con viento favorable: un sursudeste fresquito que, apenas dejaron en franquía la baliza de Punta Entinas, les permitió por fin apagar el motor y largar primero la mayor y luego el génova amurado a estribor, navegando a un descuartelar a velocidad razonable. La marejada había disminuido y Tánger se encontraba mucho mejor. En Almerimar, amarrados junto a un añejo pesquero báltico transformado por los ecologistas para el seguimiento de cetáceos en el mar de Alborán, había estado ayudando al Piloto a baldear a manguerazos la cubierta. Parecía hacer buenas migas con él, y éste la trataba con una mezcla de atención y respeto. Después de comer en el club náutico estuvieron tomando café en un bar de pescadores, y allí Tánger le explicó los avatares de la singladura del Dei Gloria, que había estado siguiendo, dijo, una ruta semejante a la que ellos recorrían. El Piloto se interesó por las características marineras del bergantín, y ella respondió a todas sus preguntas con el aplomo de quien había estudiado el asunto hasta en sus menores detalles. Una chica lista, comentó el Piloto en un aparte, cuando iban de regreso al velero cargados con paquetes de comida y botellas de agua. Coy, que la miraba caminar delante de ellos por el muelle, tejanos, camiseta y zapatillas deportivas, la cintura esbelta y el pelo agitado por la brisa, una bolsa del supermercado en cada mano, se mostró de acuerdo. Tal vez demasiado lista, estuvo a punto de decir. Pero no lo dijo.
Ella no volvió a marearse. El sol empezaba a descender en el horizonte, a popa, y el Carpanta navegaba con toda la vela arriba y cuatro nudos en la corredera, frente al golfo de Adra, con el viento rolando ahora al sur, por el través. Coy, cuyo ojo tumefacto ya estaba aliviado de modo razonable, vigilaba la proa; y en la bañera, con manos expertas en remendar redes y velas, el Piloto le repasaba con aguja e hilo las costuras en la chaqueta descosida cuando el incidente de Old Willis, sin dar puntada en falso pese al balanceo. Tánger asomó por el tambucho, preguntó la posición y Coy se la dijo. Al cabo de un momento vino a sentarse entre ellos con una carta náutica en las manos. Cuando la desplegó al socaire de la pequeña cabina, Coy vio que era la 774 del Almirantazgo británico: de Motril a Cartagena, incluida la isla de Alborán. Para uso en distancias largas, las cartas inglesas de punto menor resultaban más cómodas que las españolas: tenían todas el mismo tamaño y eran muy manejables.
—Fue por aquí, y más o menos a esta hora, cuando desde el Dei Gloria vieron las velas del corsario —explicó Tánger—. Navegaba siguiendo su estela, acortando distancia poco a poco. Podía tratarse de un barco cualquiera, pero el capitán Elezcano era hombre desconfiado, y le pareció sospechoso que empezara a acercarse después de dejar atrás Almería, cuando había por delante una larga costa desprovista de refugios para el bergantín… Así que ordenó poner más vela y mantener la vigilancia.
Indicaba la posición aproximada en la carta, ocho o diez millas al sudoeste del cabo de Gata. Coy pudo imaginar sin esfuerzo la escena: los hombres escudriñando a popa desde la cubierta inclinada, el capitán en la toldilla estudiando a su perseguidor a través del catalejo, los rostros preocupados de los padres Escobar y Tolosa, el cofre de esmeraldas cerrado con llave en la cámara. Y de pronto el grito, la orden de forzar vela que envía a los marineros flechastes arriba para desplegar más lona; los foques flameando sobre el bauprés antes de tensarse con el viento, el barco escorando un par de tracas más al sentir arriba el aumento de trapo. La estela de espuma recta sobre el mar azul; y atrás en ella, hacia el horizonte, las velas blancas del Chergui iniciando ya abiertamente la caza.
—Faltaba poco para el anochecer —prosiguió Tánger, tras echar una ojeada al sol que seguía bajando hacia la popa del Carpanta—. Más o menos como ahora. Y el viento soplaba del sur, y luego del sudoeste.
—Eso es lo que está pasando —dijo el Piloto, que había terminado con la chaqueta y observaba el mar rizado y el aspecto del cielo—. Todavía rolará un par de cuartas a popa antes de que se haga de noche, y tendremos lebeche fresco al doblar el cabo.
—Magnífico —dijo ella.
Los ojos azul marino iban de la carta al mar y las velas, expectantes. Tenía dilatadas las aletas de la nariz, comprobó Coy, y respiraba profundamente con la boca entreabierta, como si en ese momento se hallase contemplando la lona en la arboladura del Dei Gloria.
—Según el informe del pilotín superviviente —prosiguió Tánger—, el capitán Elezcano dudaba al principio sobre izar todas las velas. El barco había sufrido durante el temporal de las Azores, y los palos superiores no eran de fiar.
—Te refieres a los masteleros —apuntó Coy—. Los palos superiores se llaman masteleros. Y si como dices estaban mal, un exceso de vela podía terminar partiéndolos… Si el bergantín tenía el viento como nosotros por el través, supongo que largaría foques, velas bajas de estay, cangreja, trinquete, y tal vez la gavia y el velacho, bien braceadas a sotavento y reservándose las velas altas, las juanetes, para no correr riesgos… Al menos de momento.
Tánger asintió con un movimiento de la cabeza. Contemplaba el mar a popa cual si el corsario estuviese allí.
—Debía de volar sobre el mar. El Dei Gloria era un barco rápido.
Coy miró a su vez hacia atrás.
—Por lo visto, también el otro lo era.
Ahora se trasladaba con la imaginación a la cubierta del corsario. Según las características del barco que les había descrito Lucio Gamboa en Cádiz, el Chergui, jabeque aparejado de polacra, navegaría en ese momento con toda la vela arriba, la enorme latina del trinquete bien henchida al viento y amurada en el bauprés, velas del palo mayor desplegadas, latina y gavia en el mesana, cortando el mar con sus afiladas líneas de barco construido para el Mediterráneo, las portas cerradas pero la tripulación de guerra preparando los cañones lista para combatir, y aquel fulano inglés, el capitán Slyne, o Misián, el hijo de la gran puta, de pie en la alta e inclinada toldilla, sin apartar los ojos de su presa. La caza por la popa solía ser caza larga, el bergantín perseguido también era rápido, y la tripulación corsaria debía de tomarse las cosas con calma, consciente de que, salvo que la presa rompiera algo, no estarían cerca hasta después del amanecer. Coy podía imaginarlos bien: renegados, escoria peligrosa de los puertos. Malteses, gibraltareños, españoles y norteafricanos. Lo peor de cada casa, prostíbulo y taberna: piratas cualificados que navegaban y combatían bajo una cobertura técnicamente legal la patente de corso, que en teoría los ponía a salvo de colgar de una cuerda si eran capturados. Chusma valerosa y cruel, desesperados sin nada que perder y todo por ganar, bajo el mando de capitanes sin escrúpulos que hacían el corso con patentes de los reyezuelos moros o de su majestad británica, según las circunstancias, con cómplices en cualquier puerto donde las voluntades se compraran con dinero. También España había tenido gente así: oficiales expulsados de la Armada, privados de su título o caídos en desgracia, aventureros en busca de fortuna o de seguir pisando la cubierta de un navío, que se ponían al servicio de cualquiera; a menudo sociedades comerciales que armaban barcos y vendían el producto de las presas cotizando tranquilamente en bolsa. En otro tiempo, reflexionaba Coy con íntimo sarcasmo, oficial deshonrado y sin trabajo, tal vez él mismo habría terminado en un corsario. Con los avatares del mar, lo mismo podía haberse hallado a bordo de la presa que del cazador, dos siglos y medio atrás, navegando aquellas mismas aguas, a toda vela y con la silueta parda del cabo de Gata adivinándose en el horizonte.
—Nunca sabremos si fue un encuentro casual —dijo Tánger.
Contemplaba el mar, pensativa. Incursión de un corsario en busca de botín al azar, o mano negra desde Madrid, guiando el rumbo del Chergui para interceptar al Dei Gloria, sabotear la maniobra de los jesuitas y hacerse con el cargamento de esmeraldas: alguien podía estar haciendo doble juego en el gabinete de la Pesquisa Secreta. Pero aquél era tal vez el único misterio que jamás podría ser resuelto.
—Quizá lo siguió desde Gibraltar —dijo Coy, recorriendo horizontalmente la carta con el dedo.
—O tal vez esperaba escondido en cualquier ensenada —apuntó ella—. Durante varios siglos, toda esa costa estuvo frecuentada por corsarios… Se acercaban mucho a tierra, guareciéndose en playas ocultas para protegerse de los vientos o hacer aguada, y sobre todo al acecho de presas. ¿Veis? —indicó un lugar en la carta, entre la Punta de los Frailes y la Punta de la Polacra—… Esta ensenada que hay aquí, y que ahora se llama de los Escullos, a principios del siglo XIX todavía se llamaba ensenada de Mahomet Arráez, y así figura en las cartas y derroteros de la época. Y un arráez, entre otras cosas, era el capitán de un barco corsario morisco… Y mirad este otro sitio: aún se llama isleta del Moro. Ésa es la razón de que todas las poblaciones se construyeran en el interior o en alturas, a fin de resguardarse de las incursiones piratas…
—Moros en la costa —apuntó el Piloto.
—Sí. De ahí viene esa frase hecha. Por eso está llena de antiguas torres de vigilancia, atalayas encargadas de alertar a los vecinos.
El sol, cada vez más bajo por la popa, empezaba a dar tonos rojizos a su piel moteada. La brisa hacía aletear la carta náutica en sus manos. Observaba la costa próxima con concentrada avidez, como si los accidentes geográficos estuvieran desvelándole viejos secretos.
—Aquella tarde del 3 de febrero —prosiguió—, nadie tuvo que alertar al capitán Elezcano. Conocía de sobra los peligros y debía de andar prevenido. Por eso el corsario no pudo sorprenderlo, y la persecución fue larga —ahora Tánger recorría el litoral trazado en la carta, en dirección ascendente—… Duró toda la noche, con el viento en popa, y el corsario sólo pudo atacar cuando, al desplegar más vela, al Dei Gloria se le rompió el palo trinquete.
—Seguramente —apuntó Coy— porque al fin decidió largar las juanetes. Si lo hizo a pesar de la arboladura en mal estado, es que debía de tener al corsario encima. Un recurso desesperado, supongo —consultó al Piloto—. Demasiado trapo arriba.
—Intentaría llegar a Cartagena —opinó el otro.
Coy observó a su amigo con curiosidad. La habitual flema de éste parecía dejar paso a un interés que raras veces había visto en él. Como si también, pensó asombrado, se estuviera contagiando del ambiente. Poco a poco, a medida que se intensificaba la fascinación del misterio próximo, Tánger los enrolaba a todos en aquella extraña tripulación seducida por el fantasma de un barco envuelto en penumbra verde. Clavado en el muñón de su mástil podrido, el doblón de oro del capitán Ahab relucía para todos.
—Claro —asintió Coy—. Pero no llegó a ninguna parte.
—¿Y por qué no se rindió, en vez de pelear?
Como de costumbre, Tánger tenía una explicación para eso:
—Si los corsarios eran berberiscos, el destino de los marinos apresados habría sido terminar como esclavos. Y si eran ingleses, el hecho de que en ese momento España estuviese en paz relativa con Inglaterra empeoraba las cosas para la tripulación del Dei Gloria… Aquel tipo de acciones solían terminar con el exterminio de los testigos, para no dejar pruebas. Y además, estaban las esmeraldas… Así que no es extraño que el capitán Elezcano y sus hombres lucharan hasta el fin.
Con la bota de vino en la mano, el Piloto estudiaba la carta. Bebió un trago y chasqueó la lengua.
—Ya no hay marinos como ésos —dijo.
Coy estaba de acuerdo. A la crueldad del mar y su dureza, a las infames condiciones de vida a bordo, los marinos de aquel tiempo debían sumar los peligros de la guerra, el cañoneo, los abordajes. Si ya era terrible enfrentarse a un temporal, peor tenía que ser un barco enemigo. Recordaba sus prácticas como alumno en el Estrella del Sur, y se estremecía sólo de imaginarse trepando por la jarcia oscilante de un barco para aferrar una vela entre la metralla y los cañonazos, con las drizas rotas y las astillas saltando por todas partes.
—Lo que ya no hay —murmuró Tánger— es hombres como ésos.
Contemplaba el mar y las velas del Carpanta hinchadas por el viento, y en su voz latía la nostalgia de todo cuanto no había conocido; del enigma hallado entre viejos libros y cartas náuticas, alertándola, como el destello lejano de un faro en la marejada, de que todavía quedaban mares por navegar y naufragios por encontrar, y persecuciones a toda vela, y esmeraldas y sueños que sacar a la luz del día. Entre las puntas del cabello que le azotaban la cara, sus ojos parecían absortos evocando cubiertas escoradas, rumor del agua, espuma en la estela; aquella caza que de pronto parecía revivir dramática ante sus ojos, y que también los arrastraba a ellos dos: el marino sin barco y el marino sin sueños. Y Coy comprendió, de pronto, que en ese lejano atardecer del 3 de febrero de 1767, Tánger Soto habría querido estar en uno de aquellos dos barcos. De lo que no estaba seguro era de si a bordo de la presa, o del cazador. Aunque tal vez diera lo mismo.
Como había pronosticado el Piloto, el viento roló un poco a popa antes del anochecer; y todavía lo hizo más cuando doblaron el cabo de Gata, ya entre dos luces y con el sol bajo el horizonte, el haz del faro iluminando a trechos las paredes rocosas de la montaña. Así que arriaron la vela mayor y siguieron con rumbo nordeste, floja la escota del génova amurado ahora a babor. Antes de que estuviese oscuro del todo, los dos marinos dispusieron el barco para la navegación nocturna: líneas de vida a lo largo de las bandas, chalecos salvavidas autoinflables con arneses de seguridad, prismáticos, linternas y bengalas blancas al alcance de la mano. Después, el Piloto preparó una cena rápida a base de fruta, encendió el radar, la lámpara roja de la mesa de cartas y las luces de navegación a vela, y se fue a dormir un rato, dejando a Coy de guardia en la bañera.
Tánger se quedó con él. Mecida por el balanceo del barco, las manos en los bolsillos del chaquetón del Piloto, el cuello subido, miraba las luces que a veces aparecían lejos punteando la costa de Almería, cuyo perfil escarpado podía adivinarse en la breve claridad del cielo de poniente. Al rato expresó su extrañeza al ver tan pocas luces, y Coy le dijo que aquel sector, del cabo de Gata al cabo de Palos, era el único del litoral mediterráneo español no invadido aún por la lepra de cemento de las urbanizaciones turísticas. Demasiadas montañas, costa rocosa y pocas carreteras obraban el milagro de mantenerlo casi virgen. De momento.
Mar adentro, por la banda opuesta a la de tierra, pequeños puntos de claridad tras el horizonte delataban la presencia de mercantes que seguían rumbos paralelos al Carpanta. Sus derrotas más abiertas que la del velero los mantenían lejos; pero Coy procuraba no perderlos de vista, y a intervalos tomaba marcaciones mentales de sus posiciones respectivas: demora constante y distancia acortándose, según el viejo principio marino, significaba colisión segura. Se inclinó sobre la bitácora para comprobar rumbo y corredera. El Carpanta navegaba con la proa apuntando a los 40° del compás, a cuatro nudos. Impulsado por el lebeche bonancible, con el rumor del agua a lo largo del casco, el barco se deslizaba muy a gusto sobre el mar rizado, bajo la bóveda oscura donde ya podían reconocerse las estrellas. La Polar estaba en su sitio, centinela inmutable del norte, en la vertical de la amura de babor. Tánger siguió su mirada hacia lo alto.
—¿Cuántas estrellas conoces? —preguntó.
Coy encogió los hombros antes de responder que conocía treinta o cuarenta. Las imprescindibles para su trabajo. Aquélla era la estrella maestra; la Polar, dijo. A su izquierda podía verse la Osa Mayor, con su forma de cometa invertida, y un poco por encima estaba Cefeo. El grupo en forma de W era Casiopea. W de whisky.
—¿Y cómo puedes localizarlas, entre tantas?
—A cierta hora, y según las épocas del año, unas son más visibles que otras… Si tomas la Polar como punto de partida y vas trazando líneas y triángulos imaginarios, puedes identificar las principales.
Tánger miraba arriba, interesada, apenas iluminado el rostro por la claridad rojiza que salía del tambucho. La luz de las estrellas se reflejaba en sus ojos, y Coy recordó una tonada de su juventud:
A cantar a una niña
yo la enseñaba…
Sonrió en la penumbra. Quién se lo hubiera dicho, veintitantos años atrás.
—Si formas un triángulo —dijo— con las dos estrellas bajas de la Osa Mayor y la Polar, en el tercer vértice, ¿ves?… encuentras Capella. Allí, sobre el horizonte. A esta hora todavía se la ve muy abajo, aunque luego ascenderá, porque esas estrellas giran hacia poniente alrededor de la Polar.
—¿Y aquel montoncito luminoso?… Parece un racimo de uvas.
—Son las Pléyades. Brillarán más cuando estén arriba.
Ella repitió «las Pléyades» en voz baja, contemplándolas largo rato. Aquellas lucecitas en las pupilas, pensó Coy, la hacían parecer sorprendentemente joven. De nuevo la foto en el marco, la copa abollada, vagaron por su memoria, envueltas en la vieja canción:
Nombres de las estrellas
saber quería.
—Ésa tan luminosa es Andrómeda —indicó—. Está junto al cuadrado de Pegaso, que los antiguos astrónomos imaginaban como un caballo alado visto al revés… Y allí mismo, si te fijas, un poco a la derecha, está la Nebulosa… ¿La ves?
—Sí… La veo.
Había una suave excitación en su voz; el descubrimiento de algo nuevo. De algo inútil, inesperado y hermoso.
Qué noche aquella,
en que le di mil nombres
a cada estrella.
Canturreaba Coy entre dientes, muy bajito. El balanceo del barco, la noche cada vez más intensa, la cercana presencia de ella lo sumían en un estado muy próximo a la felicidad. Uno va al mar, pensaba, para vivir momentos así. Le había pasado los prismáticos de 7x50 y Tánger observaba el cielo, las Pléyades, la Nebulosa, buscando puntos luminosos que él iba señalando con el dedo.
—Todavía no puede verse Orión, que es mi favorita… Orión es el Cazador, con su escudo, su cinturón y la vaina de su espada… Tiene unos hombros que se llaman Betelgeuse y Bellatrix y un pie que se llama Rigel.
—¿Por qué es tu favorita?
—Resulta lo más impresionante que hay allá arriba. Más que la Vía Láctea. Y una vez me salvó la vida.
—Vaya. Cuéntame eso.
—No hay mucho que contar. Yo tendría trece o catorce años y había salido a pescar, con un botecito de vela. Se levantó mal tiempo, muy cerrado, y me pilló la noche en el mar. No llevaba brújula y no podía orientarme… De pronto se abrieron un poco las nubes y reconocí Orión. Puse rumbo y llegué a puerto.
Tánger se quedó un rato callada. Tal vez me imagina, aventuró Coy. Un niño perdido en el mar, buscando una estrella.
—El Cazador, el caballo Pegaso —ella volvía a recorrer el cielo—… ¿De veras eres capaz de ver todas esas figuras allá arriba?
—Claro. Resulta fácil cuando miras durante años y años… De cualquier modo, pronto las estrellas brillarán inútilmente sobre el mar, porque los hombres ya no las necesitan para buscar su camino.
—¿Eso es malo?
—No sé si es malo. Sé que es triste.
Había una luz muy lejos frente a la proa, por la amura de estribor, que aparecía y desaparecía bajo la sombra oscura de la vela. Coy le echó un vistazo atento. Tal vez era un pesquero, o un mercante que navegaba cerca de la costa. Tánger miraba el cielo y él se quedó un rato pensando sobre luces: blancas, rojas, verdes, azules o de cualquier otro color, nadie ajeno al mar podía sospechar lo que significaban para un marino. La intensidad de su lenguaje de peligro, de aviso, de esperanza. Lo que suponía su búsqueda e identificación en noches difíciles, entre olas de temporal, en arribadas calmas, prismáticos pegados a la cara, intentando distinguir el centelleo de un faro o una baliza entre miles de odiosas, estúpidas, absurdas luces encendidas en tierra. Existían luces amigas y luces asesinas, e incluso luces vinculadas al remordimiento; como cierta vez que Coy, segundo oficial a bordo del petrolero Palestine, en ruta de Singapur al Pérsico, creyó ver a las tres de la madrugada dos bengalas rojas lanzadas muy lejos. Pese a no estar completamente seguro de que fueran señales de socorro, había despertado al capitán. Éste subió al puente a medio vestir, soñoliento, para echar un vistazo. Pero no hubo más bengalas, y el capitán, un guipuzcoano seco y eficiente llamado Etxegárate, no consideró oportuno desviarse de la ruta; ya habían perdido, dijo, demasiado tiempo dejando atrás el faro Raffles y el estrecho de Malaca con su tráfico endiablado. Aquella noche, Coy pasó el resto de la guardia atento al canal 16 de la radio, por si captaba la llamada de un barco en apuros. No hubo nada; pero nunca pudo olvidar las dos bengalas rojas, tal vez la provisión de emergencia que un marino angustiado disparaba en la oscuridad, a modo de última esperanza.
—Cuéntame —dijo Tánger— cómo fue aquella noche a bordo del Dei Gloria.
—Creí que lo sabías de sobra.
—Hay cosas que yo no puedo saber.
El tono de su voz no tenía nada que ver con el de otras veces. Para su sorpresa comprobó que sonaba muy próximo; casi dulce. Eso lo hizo removerse incómodo en el banco de teca, y al principio no supo qué responder. Ella aguardaba, paciente.
—Bueno —dijo él por fin—. Si el viento era el mismo que tenemos nosotros, casi en popa redonda, lo lógico es que el capitán…
—El capitán Elezcano —apuntó ella.
—Sí… Eso es… Que el capitán Elezcano hiciera arriar los foques y las velas de estay, si las llevaba. Seguramente dejaría también sin lona el palo mayor, para que la gran vela cangreja no forzase el timón ni le tapara el viento al velacho y la trinquete; o tal vez se limitó a quitar la cangreja, dejando desplegada la gavia. También pudo largar alas o rastreras, aunque dudo que lo hiciera de noche… Lo seguro es que, conociendo su barco, lo puso en disposición de correr lo más posible, sin que un exceso de lona le partiese un palo.
El viento refrescaba un poco, siempre por la popa, levantando marejadilla. Dedicó una ojeada al anemómetro y luego observó la enorme sombra de la vela. Puso la manivela en el alvéolo del winche de estribor, cazó un poco la escota y el Carpanta escoró unos pocos grados, ganando medio nudo.
—Según me contaste —prosiguió tras poner la manivela en su sitio y adujar el chicote de la escota—, el viento debía de ser algo más fuerte que el que nosotros tenemos ahora. Hay dieciséis nudos de viento real, lo que es fuerza 4 en la escala de Beaufort… Ellos posiblemente tendrían entre veinte y veintitantos nudos, lo que supone fuerza 5 a 6. Algo para hacerles correr, desde luego. Irían más rápidos que nosotros, ligeramente escorados a estribor, con el viento llegándoles igual, muy largo, desde popa.
—¿Qué hacían los hombres?
—Dormirían poco; en especial tus dos frailes. Seguramente estaban todos atentos al perseguidor, al que apenas podrían distinguir en la noche. Si a esa hora había luna, quizá de vez en cuando avistaran la sombra de su vela por la popa… Uno y otro irían sin luces, para no delatar su posición. Los hombres de la guardia estarían agrupados al pie de los palos, dormitando un poco o mirando preocupados por la borda, a la espera de que les ordenasen subir otra vez para ajustar la lona… El resto, junto a los cañones; prevenidos por si de pronto el corsario se echaba encima. El capitán, en la toldilla todo el tiempo; atento atrás y a los crujidos de la arboladura y al gualdrapeo de las velas en lo alto. Un timonel a la caña, manteniendo el rumbo… Sin duda esa noche gobernaba el mejor timonel.
—¿Y el pilotín?
—Cerca del capitán y del piloto, atento a sus órdenes. Anotando en el libro de a bordo las incidencias, las horas, la maniobra… Era un chico joven, ¿verdad?
—Quince años.
Advirtió una nota de conmiseración en la voz de Tánger. Casi un niño, quería decir. Al menos, pensó, había vivido para contarlo.
—En aquel tiempo se embarcaban ya desde los diez o los doce para aprender el oficio… Supongo que estaría excitado por la aventura. A esa edad no se asusta uno fácilmente. Y aquel muchacho ya era veterano. Al menos había cruzado una vez el Atlántico en ambas direcciones.
—Su relato fue muy preciso. Era un jovencito listo… Gracias a él podemos reconstruir aproximadamente lo que pasó. Y gracias a ti.
Coy hizo una mueca.
—Yo sólo puedo imaginar cómo sucedió lo que tú me cuentas.
La luz rojiza que salía por el tambucho le seguía iluminando a Tánger el rostro. Escuchaba con avidez las explicaciones de Coy, con una atención que éste nunca la había visto dedicarle en tierra.
—¿Y el corsario? —preguntó ella.
Coy intentó evocar la situación a bordo del jabeque. Cazadores profesionales en plena faena.
—Con este rumbo y este viento —aventuró—, tal vez tenía la ventaja de su gran vela latina en el trinquete. Era un barco diseñado para navegar por el Mediterráneo, adaptándose a los cambios de viento y a que éste soplara escaso… Aquella noche, esa vela a proa lo hizo sin duda ir muy rápido. Su aparejo de polacra le permitiría, además, llevar desplegada alguna gavia, y tal vez el juanete del mayor. Creo que llevaría un rumbo que lo situase poco a poco entre el Dei Gloria y la costa, para cortarle al bergantín la posibilidad de refugiarse en Águilas cuando roló el viento al amanecer.
—Tuvo que ser angustioso.
—Claro que lo fue.
Miró la línea algo más sombría de la costa, tras la que se ocultaba ya la luz del faro de Gata. Por el través, una punta de tierra sombría empezaba a descubrir la ensenada luminosa de San José. Con esas dos referencias hizo un par de enfilaciones mentales, situándose sobre una carta imaginaria. Pensó en la tripulación del bergantín subiendo a tientas a los palos, aferrando o largando vela según el viento y las necesidades de la maniobra, la áspera lona en los dedos entumecidos, el estómago apoyado en las vergas, oscilantes los pies en el vacío con el único apoyo de los marchapiés.
—Creo que sucedió más o menos así —concluyó—. Y la esperanza del capitán Elezcano de dejar atrás al jabeque duró toda la noche. Quizá intentó alguna maniobra evasiva, como cambiar de rumbo e intentar despistarlo en la oscuridad, pero ese tal Misián debía de sabérselas todas… Al hacerse de día, los tripulantes del Dei Gloria debieron de descorazonarse cuando vieron al Chergui todavía allí, entre ellos y tierra, acortando distancia… Tal vez entonces, mientras el piloto se encargaba de calcular la posición, el capitán del bergantín tomó una decisión desesperada: más lona arriba, desplegando juanetes. Entonces se rompió el mastelero, y el corsario se les vino encima.
Y hablando de venirse encima, observó Coy, la luz a proa que el génova ocultaba de vez en cuando parecía hallarse más cerca, en la misma posición que antes. Así que cogió los prismáticos Steiner y anduvo por la banda de barlovento, agarrándose a los obenques, hasta el balcón de proa, junto al ancla trincada en su roldana. La luz tenía una forma extraña, demasiada para un simple pesquero, pero no lograba identificarla con una forma definida. Si fuese un barco navegando de vuelta encontrada, tal vez un mercante por la cantidad y el tamaño de las luces, debería divisar su roja de babor o la verde de estribor, o las dos en caso de que el otro les apuntara con su proa. Pero no lograba ver nada de eso. Y sin embargo, decidió inquieto, parecía demasiado cerca.
Navegar de noche era una puñetera mierda, se dijo con fastidio, regresando a la bañera. Tánger lo miraba inquisitiva.
—Ponte el chaleco salvavidas —dijo él.
Algo no iba bien, y su instinto de marino empezaba a tocar zafarrancho. Bajó a la camareta, puso a funcionar el radar que se hallaba en espera, y en la pantalla verde apareció un eco negro. Tomó distancia y marcación, comprobando que estaba a dos millas y que venía directamente hacia ellos. Un eco grande y amenazador.
—¡Piloto! —llamó.
No sabía qué diablos era aquello, pero en poco tiempo iban a tenerlo encima. Mientras subía por la escala del tambucho hizo cálculos rápidos. En las inmediaciones del cabo de Gata, el dispositivo de separación del tráfico ordenaba a los mercantes en ruta hacia el sur mantenerse a cinco millas de la costa. El Carpanta navegaba cerca de ese límite, así que podía tratarse de un buque navegando más pegado a tierra de la derrota habitual. Su velocidad sería de unos quince nudos; sumados a los cinco del Carpanta, eso hacía veinte millas recorridas en sesenta minutos. Dos millas en seis: ése era el tiempo de que disponían para que uno u otro maniobrasen, antes de la colisión. Seis minutos. Tal vez menos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tánger.
—Problemas.
Comprobó que ella se había puesto el chaleco salvavidas autoinflable, provisto de una luz estroboscópica que se encendía al contacto con el agua. Se puso el suyo a medias, cogió la linterna y volvió a la proa, iluminado al pasar por la luz roja de babor situada en los obenques. Las otras luces, amenazadoras, se hallaban cada vez más cerca, sin alterar el rumbo. Encendió la linterna, haciendo señales intermitentes hacia ellas, y luego repitió lo mismo alumbrando la gran vela desplegada del Carpanta. Cualquier marino en el puente de un mercante debía ver aquello. Iluminó un instante la esfera del reloj. Doce menos cinco. Aquélla era la peor hora del mundo. A bordo del barco que se aproximaba estaría a punto de cambiar la guardia. Seguramente, confiado en el radar, el oficial se encontraba sentado en la mesa de cartas, escribiendo las incidencias en el libro de a bordo antes de ser relevado; y el responsable del siguiente cuarto no estaba todavía en el puente. Tal vez hubiera un adormilado timonel filipino, ucraniano o indio holgazaneando en alguna parte, o en el retrete. Los muy canallas.
Regresó apresuradamente a la bañera. El Piloto ya estaba allí, preguntando qué pasaba. Coy señaló las luces a proa.
—Jesús —murmuró el Piloto.
Tánger los observaba desconcertada, con la gruesa banda roja del chaleco salvavidas ajustada sobre el chaquetón.
—¿Es un barco?
—Es un hijo de puta y viene derecho.
Ella tenía el mosquetón del arnés de seguridad en la mano, y miraba a uno y otro como si no supiera qué hacer. A Coy le pareció insólitamente indefensa.
—No te enganches a nada —aconsejó—. Por si acaso.
No era bueno estar amarrado a un barco que pueda ser partido en dos. Volvió a meterse por el tambucho y se pegó a la pantalla de radar. Navegaban a vela y tenían teórica preferencia de paso, pero eso y nada era lo mismo. Por otra parte, estaban ya demasiado cerca para maniobrar alejándose de la derrota del otro. Y de lo que no cabía duda era de que se trataba de un barco grande. Demasiado grande. Maldecía de sí mismo por el descuido, por no haber previsto antes el peligro. Seguía sin ver luces rojas ni verdes, y sin embargo el mercante estaba allí, en línea recta hacia ellos, a una milla escasa. Sintió temblar el motor del Carpanta al ponerse en marcha. El Piloto acababa de encenderlo. Salió de nuevo afuera.
—No nos ve —dijo.
Y sin embargo llevaban sus luces de navegación encendidas, le habían hecho señales luminosas, y el Carpanta arbolaba en lo alto del palo un buen repetidor de señales de radar. Coy terminó de ajustarse el chaleco salvavidas. Estaba furioso y confundido. Furioso consigo mismo por haberse distraído con las estrellas y la conversación, y no prever el peligro. Confundido porque seguía sin ver las luces roja y verde de lo que se les venía encima.
—¿No podéis avisarlo por radio? —preguntó Tánger.
—Ya no hay tiempo.
El Piloto había desconectado el automático y gobernaba a mano, pero Coy sabía cuál era el problema. La maniobra evasiva más lógica era a estribor, porque si el mercante los avistaba en el último momento, también él debería meter timón a su estribor. El problema era que, navegando tan cerca de la costa, el estribor de éste podría llevarlo demasiado cerca de tierra; y era posible que, en vista de eso, el oficial del puente hiciera la maniobra contraria, buscando su babor y mar abierto. LPPP: Ley de lo Peor que Puede Pasar. Así, al querer apartarse de la ruta del otro, el Carpanta terminaría exactamente en medio de ésta.
Tenían que hacerse ver. Coy cogió una de las bengalas blancas que había en la bañera y volvió a la proa. Las luces parecían una verbena, luces por todas partes, una claridad que debía de estar ya a menos de media milla. Del mar llegaba ahora un rumor sordo, constante y siniestro: el ruido de las máquinas del mercante. Se agarró al balcón de proa y echó un último vistazo, intentando comprender al menos lo que estaba ocurriendo, antes de que el otro les pasara por encima. Y entonces, a sólo dos cables de distancia, recortada como un fantasma sombrío en el resplandor de su propia luz, alcanzó a distinguir una masa negra, alta y terrible: la proa del mercante. Ahora sus luces permitían distinguir numerosos contenedores apilados en cubierta; y de pronto, por fin, Coy comprendió lo que había ocurrido. De lejos, las luces roja y verde habían quedado ocultas por las otras, más fuertes. De cerca, desde la posición baja del velero, era la misma proa y el ancho casco del mercante lo que impedía verlas.
Quedaba menos de un minuto. Sujetándose con las rodillas contra el balcón de proa, sacando el cuerpo por delante del estay del génova, quitó la tapa superior de la bengala, hizo girar la base, la apartó bien del cuerpo extendiendo el brazo lo más a sotavento que pudo, y golpeó fuerte con la palma de la otra mano el disparador. Con tal de que no esté caducada, pensó. Entonces hubo un fuerte soplido, una humareda saltó de la bengala, y una claridad cegadora iluminó a Coy, la vela y una buena porción de mar alrededor del Carpanta. Agarrado al estay y con la otra mano en alto, deslumbrado por el intenso resplandor, vio cómo la proa del mercante aún mantenía unos instantes el rumbo y luego empezaba a virar a estribor, a menos de cien metros; y a la luz ya agonizante de la bengala advirtió la enorme ola del barco: una cresta blanca que se abalanzaba sobre el velero. Tiró la bengala al mar, agarrándose con las dos manos, mientras el Piloto metía toda la rueda del Carpanta a estribor. Ahora el costado negro, iluminado arriba como para una fiesta, pasaba muy cerca entre el estrépito de las máquinas, y el velero, golpeado por la ola, bailaba enloquecido. Entonces el enorme génova, cogido por el viento a la otra banda, se acuarteló bruscamente, la lona tomada a la contra golpeó a Coy, y éste se vio proyectado por encima del balcón de proa, zambulléndose en el mar.
Estaba fría. Estaba demasiado fría, pensó aturdido, mientras el agua negra se cerraba sobre su cabeza. Sintió las turbulencias de la hélice del velero cuando el casco pasó junto a él, alejándose, y luego otras mayores, que hacían bullir a su alrededor la esfera oscura y líquida en la que se agitaba: las grandes hélices del mercante. El agua atronaba con el ruido de las máquinas, y en ese instante comprendió que iba a ahogarse sin remedio, porque las turbulencias tiraban hacia abajo de sus pantalones y de su chaqueta, y de un momento a otro tendría que abrir la boca para respirar, para llenarse los pulmones de aire, y lo que iba a entrarle allí no era aire sino todo lo contrario: agua salada criminal y abundante. Por su cabeza no pasó toda su vida en rápidas imágenes, sino una furia ciega por terminar de aquel modo absurdo, y el deseo de bracear hacia arriba, de sobrevivir a toda costa. El problema era que las turbulencias lo revolvían en la maldita esfera negra, y arriba y abajo eran conceptos demasiado relativos, suponiendo que él estuviera en condiciones de bracear en dirección a algún sitio. El agua empezó a entrarle por la nariz, con una sensación molesta y agudísima, y se dijo: ya está, ya me estoy ahogando. Ya estoy listo de papeles. Así que abrió la boca para blasfemar al tiempo del último trago; y para su sorpresa encontró aire limpio, y estrellas en el cielo, y la luz estroboscópica del chaleco salvavidas autoinflable dándole pantallazos junto a la oreja, con destellos blancos que le cegaban el ojo derecho. Y con el ojo izquierdo, menos deslumbrado que el otro, vio el resplandor del mercante que se alejaba, y al otro lado, a medio cable de distancia, con la luz verde de estribor apareciendo y desapareciendo tras la enorme sombra del génova que flameaba al viento, la silueta oscura del Carpanta.
Intentó nadar hacia él, pero el chaleco salvavidas entorpecía sus movimientos. Sabía de sobra que un barco puede pasar cien veces junto a un hombre en el agua, de noche, y no verlo. Buscó el silbato de emergencia que tendría que hallarse junto a la luz estroboscópica, pero no estaba allí. Y gritar a aquella distancia era inútil. La marejadilla resultaba molesta, con pequeñas olas que lo hacían subir y bajar, ocultándole la vista del velero. También lo ocultaban a él, pensó desolado. Luego se puso a nadar despacio, a braza, procurando no fatigarse demasiado, con objeto de acortar la distancia. Calzaba las zapatillas de deporte, que lo entorpecían poco; así que decidió conservarlas puestas. No sabía cuánto tiempo iba a pasar en el agua, y contribuirían a abrigarlo un poco más. El Mediterráneo no era un mar de bajas temperaturas; y en aquella época del año, de noche, un náufrago vestido y con buena salud podía aguantar varias horas vivo.
Seguía viendo las luces del Carpanta, al que parecían estarle recogiendo el génova. Por su posición respecto a él y al mercante, Coy comprendió que, apenas lo vio caer al agua, el Piloto había largado las velas en banda, deteniéndose, y ahora se dispondría a desandar el camino para intentar acercarse al punto de caída. Sin duda él y Tánger estaban uno en cada borda, buscándolo entre el movimiento del mar. Tal vez habían echado al agua el salvavidas de emergencia con la baliza luminosa atada al extremo de una rabiza, y se dirigían ahora hacia ella para comprobar si había logrado encontrarla. En cuanto a su propia luz, la del chaleco, seguramente la marejadilla seguía ocultándosela.
La luz verde de estribor pasó frente a él, cerca, y Coy gritó, agitando inútilmente un brazo. El gesto lo sumergió en el seno de una cresta; y cuando sacó la cabeza, resoplando el agua salada que le escocía en la nariz, los ojos y la boca, la luz verde se había convertido en la blanca de alcance: el velero le daba la popa, alejándose.
Todo esto es demasiado absurdo, pensó. Empezaba a tener frío, y aquella luz que centelleaba en su hombro parecía invisible para todos menos para él. El chaleco inflado en torno a su nuca le mantenía la mayor parte del tiempo la cabeza fuera del agua. Ahora no veía la luz del Carpanta; sólo el resplandor del mercante, muy lejos. Y cabe, se dijo, la posibilidad de que no me encuentren. Cabe la posibilidad de que esta maldita luz gaste las pilas y se apague, y yo me quede aquí a oscuras. LAV: Ley de Apaga y Vámonos. Una vez, jugando a las cartas, un viejo maquinista había dicho: «Siempre hay un tonto que pierde. Y si miras alrededor y no ves ninguno, es que el tonto eres tú». Miró a su alrededor, el mar oscuro que chapaleaba contra el cuello inflado del chaleco salvavidas. No vio a nadie. A veces hay alguien que muere, añadió para sus adentros. Y si no ves a otro, el que muere puede que seas tú. Observó los puntos de las estrellas en lo alto. Podía establecer la dirección de la costa con su ayuda, pero no servía de nada: estaba lejos para alcanzarla a nado. Si el Piloto, que habría anotado la posición de su caída al mar, lanzaba por radio un Mayday de hombre al agua, la búsqueda efectiva no empezaría hasta el amanecer; y a esas horas él podía llevar cinco o seis a remojo, con todas las papeletas en el bolsillo para una peligrosa hipotermia. No había nada que pudiera hacer, salvo ahorrar fuerzas y procurar que la pérdida de calor se produjera lo más despacio posible. Posición HELP, recordó. Heat Escape Lessening Posture, decían los manuales. O algo así. De modo que procuró adoptar una postura fetal, colocando los muslos doblados junto al vientre y cruzados los brazos delante del pecho. Esto es ridículo, pensó. Menuda postura, a mis años. Pero mientras la luz estroboscópica siguiera centelleando, había esperanza.
Luces. A la deriva, zarandeado por la marejada, cerrados los ojos y moviéndose sólo de vez en cuando para conservar el calor y al mismo tiempo economizar energías, con los pantallazos blancos sobre el hombro que lo cegaban a intervalos, Coy seguía pensando en toda clase de luces, hasta la obsesión. Luces amigas y luces enemigas, alcance, fondeo, babor y estribor, faros verdes, faros azules, faros blancos, balizas, estrellas. Diferencias entre la vida y la muerte. Una nueva cresta de la marejadilla lo hizo girar sobre sí mismo, como una boya en el agua, sumergiéndole de nuevo la cabeza. Emergió entre sacudidas, parpadeando para expulsar la sal que le abrasaba los ojos. Otra cresta lo hizo girar de nuevo; y entonces, allí mismo, a menos de diez metros, vio dos luces: una roja y otra blanca. La roja era la de babor del Carpanta, y la blanca era el foco de la linterna con la que Tánger lo mantenía iluminado desde la proa, mientras el Piloto maniobraba despacio para situarse a barlovento.
Acostado en la litera de su camarote, Coy escuchaba el rumor del agua en el casco. El Carpanta navegaba de nuevo hacia el nordeste, con viento favorable; y el náufrago que ya no era náufrago estaba adormecido por el balanceo, bajo el cálido cobijo de las mantas y el saco de dormir que lo cubrían. Lo habían izado a bordo por la popa, tras pasarle la gaza de un cabo bajo los hombros, agotado y torpe con el chaleco y las ropas mojadas y con la luz que siguió destellando en su hombro hasta que, en cubierta, él mismo la arrancó del chaleco para arrojarla al mar. Las piernas le flaquearon apenas pisó la bañera: se había puesto a tiritar con violencia, y entre el Piloto y Tánger lo bajaron hasta su camarote después de echarle una manta por encima. Allí, aturdido, dócil como una criatura sin voluntad y sin fuerzas, se había dejado desnudar y secar con toallas; aunque el Piloto procuró no frotar demasiado, a fin de impedir que el frío que le envaraba brazos y piernas avanzase por los vasos sanguíneos hacia el corazón y la cabeza. Mientras lo despojaban de la última ropa, tumbado boca arriba en la litera como en la niebla de una extraña duermevela, había advertido el roce áspero de las manos del Piloto y también el tacto de las de Tánger sobre su piel desnuda. Sus dedos los sintió tomándole primero el pulso, que latía débil y lento. Luego, sosteniéndole el torso mientras el Piloto le quitaba la camiseta, en los pies para retirar los calcetines, y al fin en su cintura y muslos cuando le quitaron los calzoncillos empapados. En ese momento, la palma de la mano de ella se había apoyado un instante en la cadera de Coy, sobre el arranque del muslo, quedándose allí, leve y tibia, unos pocos segundos. Después cerraron el saco de dormir apilándole mantas encima, apagaron la luz y lo dejaron solo.
Vagó a través de la penumbra verdosa que lo llamaba desde abajo, y lo hizo en interminables guardias de nieves y de nieblas y de ecos en el radar. Marcaba con lápiz de cera rumbos rectilíneos en la pantalla de transporte de ángulos, mientras sobre cubierta había caballos comiéndose contenedores de madera que decían contener caballos, y capitanes silenciosos caminaban arriba y abajo del puente sin dirigirle la palabra. El agua gris y tranquila parecía plomo ondulado. Llovía sobre el mar y los puertos y las grúas y los cargueros. Sentados en los norays, hombres y mujeres inmóviles, empapados bajo el aguacero, permanecían absortos en sueños oceánicos. Y allá abajo, junto a una campana de bronce silenciosa en el centro de una esfera azul, había cetáceos apaciblemente dormidos con un pliegue en forma de sonrisa en la boca, cabeza abajo y con la cola vertical, suspendidos entre dos aguas en el sueño ingrávido de las ballenas.
El Carpanta cabeceó un poco, acentuando su escora. Coy entreabrió los párpados en la oscuridad del camarote, arrebujado en aquel calor confortable que devolvía poco a poco la vida a su cuerpo entumecido, encajado por la inclinación entre la litera y el casco. Estaba allí, a salvo, y había logrado escapar a las fauces del mar, tan despiadado en sus caprichos como imprevisible en su clemencia. Estaba a bordo de un buen barco gobernado por manos amigas, y podía dormir cuanto quisiera sin preocuparse de nada porque otros ojos y otras manos velaban su sueño, guiándolo tras el fantasma del barco perdido que aguardaba en la tiniebla donde él había estado a punto de zambullirse para siempre. Las manos de mujer que lo tocaron al quitarle la ropa habían regresado más tarde, para desembozarlo un poco antes de posarse en su frente y tomar el pulso en sus muñecas. Y ahora, el recuerdo de aquel tacto, la palma de la mano inmóvil la primera vez sobre su cadera desnuda, hizo que tuviese una lenta, cálida erección, entre el abrigo de los muslos que recobraban la tibieza. Eso lo hizo sonreír para sí, quedo y soñoliento, casi con sorpresa. Era bueno estar vivo. Después se quedó de nuevo dormido, frunciendo el ceño porque el mundo ya no era ancho y el mar se encogía. Soñó que añoraba desesperadamente mares prohibidos y costas bárbaras, e islas donde nunca llegaban órdenes de captura, ni bolsas de plástico, ni latas vacías. Y vagó de noche por puertos sin barcos, entre mujeres acompañadas de otros hombres. Mujeres que lo miraban porque no eran felices, como si quisieran contagiarle su desgracia.
Lloró en silencio, con los ojos cerrados. Para consolarse apoyaba la cabeza en el costado de madera del barco, sintiendo el rumor del mar al otro lado de las tablas de tres centímetros de grosor que lo separaban de la Eternidad.