No hay nada que yo ame tanto como lo que odio este juego.
John MacPhee. Buscando barco
—Es la hora —dijo Tánger.
Abrió los ojos y la vio junto a él, esperando. Estaba sentada en uno de los bancos de teca de la bañera del Carpanta y lo miraba atenta, como si hubiera pasado un rato observándolo antes de tocarle un hombro. Coy se hallaba tumbado en el otro banco, cubierto con su chaqueta, la cabeza en dirección a la proa y los pies junto al timón y la bitácora. No había viento, y sólo sonaba el chapaleo suave de la marejadilla entre los cascos de los barcos amarrados al pantalán de Marina Bay. Arriba, en el cielo y más allá del mástil que oscilaba muy suavemente, los cúmulos más altos adquirían tonos rosados.
—Vale —respondió, ronco.
Conservaba la costumbre de despertarse en el acto, plenamente lúcido. Muchos turnos de guardia lo habían habituado a eso. Se incorporó, apartando la chaqueta, e hizo unos movimientos para desentumecer el cuello dolorido. Luego bajó a echarse agua por la cara y el pelo y subió peinándoselo hacia atrás con las manos, entre sacudidas de perro mojado. La barba le raspaba en el mentón; con la larga siesta, conveniente pues se proponían navegar de noche, había olvidado afeitarse. Ella seguía en el mismo sitio, y ahora oteaba hacia lo alto del Peñón con el aire preocupado de un montañero que se dispusiera a escalar la roca. Había cambiado la falda larga de algodón azul por unos tejanos y una camiseta, y llevaba un suéter negro anudado en torno a la cintura. Coy salió a cubierta rodeado por los gritos de las gaviotas en el atardecer. Allí vio al Piloto frotando los bronces y el latón de los herrajes, con un paño y las manos negras de Sidol —cuida el barco, solía decir, y él te cuidará a ti—: El Carpanta era un velero clásico de bañera central, de un solo palo, construido en La Rochela cuando el plástico no había desplazado todavía al iroko, la teca y el cobre.
—Piloto —dijo.
Los ojos grises, rodeados de cientos de arrugas morenas, lo miraron bajo las pobladas cejas con un guiño amistoso y tranquilo. Según sus propias palabras, aunque no era muy dado a ellas, el Piloto navegaba hacia los sesenta años con el viento en la aleta. Había sido cornetín de órdenes del crucero Canarias cuando en los cruceros se daban las órdenes con cornetín, y también pescador, marino, contrabandista y buzo. Tenía el pelo del mismo color plomizo que los ojos, rizado, muy corto, la piel curtida como cuero viejo, y unas manos ásperas y hábiles. Menos de diez años atrás aún era tan apuesto que habría podido encarnar a un galán de cine en una película de aventuras, pescadores de esponjas o piratas, con Gilbert Roland y Alan Ladd. Ahora había engordado un poco, pero conservaba los hombros anchos, la cintura razonablemente estrecha y los brazos fuertes. En su juventud fue un excelente bailarín, y por aquel tiempo, las mujeres de los bares del Molinete competían por bailar con él un bolero o un pasodoble. Todavía, a las turistas maduras que alquilaban el Carpanta para ir de pesca, bañarse o dar una vuelta por los alrededores del puerto de Cartagena, les temblaban las piernas cuando hacía un huequecito entre sus brazos para que cogieran el timón.
—¿Todo bien?
—Todo bien.
Se conocían desde que Coy era niño y escapaba del colegio para vagabundear por los muelles, entre barcos de banderas extrañas y marineros que hablaban lenguas incomprensibles. Al Piloto, hijo y nieto de otros marinos que también se llamaron Piloto, se le veía por las mañanas apoyado en cualquier tasca del puerto, honesto mercenario del mar, esperando clientes para su viejo velero. Además de pasear a turistas a las que daba una palmada en el culo para subir a bordo, en aquel tiempo el Piloto buceaba para desenredar cabos de hélices, rascar cascos sucios y rescatar motores fuera borda caídos al agua; y en los ratos libres se dedicaba, como todo el mundo en la época, al pequeño contrabando. Ahora ya no tenía los huesos para ponerlos mucho rato a remojo, y se ganaba la vida paseando familias domingueras, tripulantes de petroleros fondeados frente a Escombreras, prácticos en días de temporal, marineros ucranianos hasta arriba de jumilla que largaban lastre por la borda, a sotavento, después de que les partieran el morro en los bares de la ciudad. El Carpanta y él habían visto de todo: el sol vertical, sin un soplo de brisa, haciendo arder los norays del puerto. La mar pegando de verdad, cuando Dios se cabreaba. El lebeche vibrando en la jarcia como en las cuerdas de un arpa. Y esos largos y rojos atardeceres mediterráneos en que el agua parecía un espejo y la paz del mundo semejaba la propia paz, y uno comprendía que no era más que una gotita minúscula en tres mil años de mar eterno.
—Estaremos de vuelta en un par de horas —Coy echó un vistazo hacia lo alto del Peñón, adonde seguía mirando Tánger—. Largaremos amarras en seguida.
El otro asintió sin dejar de frotar una de las cornamusas de bronce. A su lado, adolescente, Coy había aprendido unas cuantas cosas sobre los hombres, sobre el mar y sobre la vida. Juntos sacaron ánforas romanas para venderlas bajo mano, pescaron calamares al atardecer en la Punta de la Podadera, emperadores, marrajos y tintoreras con palangre frente a Cope, y meros de diez kilos con arpón de gomas entre las rocas negras del cabo de Palos, cuando en el cabo de Palos todavía quedaban meros que pescar. En el Cementerio de los Barcos Sin Nombre, donde los viejos buques rendían su último viaje para ser desguazados y vendidos como chatarra, el Piloto le había enseñado a identificar cada una de las partes que componían un buque mientras aderezaban almejas y erizos crudos con zumo de limón, mucho antes de que Coy fuese a la escuela de náutica para hacerse marino. Y en aquel desolado paisaje de planchas oxidadas, de superestructuras varadas en la playa, de chimeneas apagadas para siempre y cascos como ballenas muertas bajo el sol, el Piloto había sacado de un paquete de Celtas sin filtro el primer cigarrillo de la vida de Coy, encendiéndolo con un chisquero de latón que olía acre, a mecha quemada.
Cogió la chaqueta y saltó al pantalán. Tánger se reunió allí con él. Llevaba su bolso en bandolera.
—¿Qué tiempo tendremos esta noche? —preguntó ella.
Coy dirigió una ojeada al mar y al cielo. Algunas nubes aisladas empezaban a desvanecerse, mostrando filamentos en varias direcciones.
—Buen tiempo. Con poco viento. Quizás un poco de marejada cuando doblemos Punta Europa.
Sorprendió, divertido, un brevísimo gesto de contrariedad cuando ella oyó la palabra marejada. Tendría gracia, pensó, que se marease en un barco. Hasta ese momento nunca había considerado la posibilidad de verla aturdida como un atún, con la piel amarillenta, apoyándose desmadejada en la borda.
—¿Tienes biodramina?… Tal vez deberías tomar una pastilla antes de soltar amarras.
—Ése no es asunto tuyo.
—Te equivocas. Si te mareas a bordo, serás un trasto inútil. Y eso sí es asunto mío.
No hubo respuesta, y Coy se encogió de hombros. Caminaron por el pantalán hasta el Renault aparcado en la explanada de la marina. El sol poniente, visible tras las nubes suspendidas sobre Algeciras, enrojecía la pared vertical del Peñón, resaltando los huecos oscuros de las antiguas troneras de artillería excavadas en la roca. Dos decrépitas lanchas contrabandistas jubiladas del mar, con la pintura azul y negra cayéndoseles a ronchas, se pudrían sobre unos caballetes, entre motores oxidados y bidones vacíos. El rumor de la ciudad se fue intensificando a medida que se acercaban al aparcamiento. Un aburrido aduanero miraba la tele en su garita. Una larga fila de automóviles hacía cola para cruzar la frontera hacia La Línea de la Concepción.
Fue ella la que se puso al volante. Condujo con cuidado, el bolso en el regazo, segura y sin prisas, por la calle que se alargaba tras los baluartes fronteros a la bahía, y después giró a la izquierda, hacia la rotonda del cementerio de Trafalgar. No había dicho una palabra hasta ese momento. Entonces detuvo el coche, puso el freno, consultó el reloj y paró el motor.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Coy.
No había plan ninguno, respondió ella. Iban a subir al mirador Old Willis a escuchar lo que Nino Palermo tuviera que decirles. Iban a hacer exactamente eso, y después regresarían al puerto, dejarían el coche en el aparcamiento y las llaves en el buzón de Avis, y largarían amarras como estaba previsto.
—¿Y si hay complicaciones?
Coy pensaba en Horacio Kiskoros, y en el bereber. Palermo no era el tipo que se conforma con hacer una propuesta y que le digan ya veremos y hasta luego. Con esa idea, antes de bajar a tierra se había provisto de una navaja marina Wichard bien afilada, con hoja demedio palmo y llave de grilletes, que el Piloto tenía para cortar drizas en caso de emergencia. La sentía clavada en el bolsillo trasero de los tejanos, entre la nalga derecha y el asiento. Aquello no era gran cosa, pero siempre era mejor que hacer vida social con las manos desnudas.
—No creo que haya complicaciones —respondió ella.
Miraba la puerta cerrada del cementerio. Después de comer, dando un paseo, habían ido allí un rato; y Tánger estuvo mucho tiempo delante de una de las lápidas: la del capitán de infantería de marina Thomas Norman, muerto el 6 de diciembre de 1805 de las heridas recibidas a bordo del navío Mars, en Trafalgar. Luego habían subido hasta el mirador para estudiar el sitio donde iban a encontrarse con Palermo al anochecer. Allí Coy siguió observándola mientras caminaba sobre las viejas estructuras de hormigón desprovistas de cañones. Tánger lo examinaba todo con mucha atención, la carretera de acceso y la que ascendía hacia los túneles del Gran Asedio, los barracones militares encalados y vacíos, la bandera británica sobre Morish Castle, el istmo donde estaba el aeropuerto, la extensa playa de la Atunara que se alargaba hacia el nordeste, en territorio español. Parecía un militar estudiando el terreno antes de un combate; y Coy se vio, él mismo, calculando posibilidades, resguardos y peligros; como cuando se estudia en cartas y derroteros una costa peligrosa donde recalar de noche.
—Pase lo que pase —dijo Tánger— tú no intervengas.
Ahora apoyaba las manos en el volante, sin apartar los ojos de la puerta del cementerio. Eso es fácil de decir, pensó Coy. De modo que siguió callado. Había pensado en pedirle al Piloto que los acompañara también allá arriba. Según para qué cosas, tres era mejor número que dos. Que él y ella solos. Pero no quería complicar demasiado a su amigo. Todavía no.
Tánger consultó otra vez el reloj. Después metió una mano en el bolso y extrajo la cajetilla de Players. No la había visto fumar desde Madrid, y a lo mejor era el mismo paquete, pues sólo quedaban cuatro cigarrillos. Presionó el encendedor del salpicadero y se puso a fumar despacio, reteniendo el humo mucho tiempo antes de exhalarlo.
—¿Estás segura de todo? —quiso saber él.
Asintió en silencio. En su muñeca derecha, la aguja del minutero había pasado de las nueve menos cuarto a las nueve menos diez. La brasa ya le rozaba las uñas cortísimas. Entonces bajó la ventanilla y tiró la colilla a la calle.
—Vamos allá.
Era como en esas películas que le gustaban a ella, concluyó Coy, admirado: Henry Fonda apoyado en la cerca bajo un amanecer en blanco y negro, disponiéndose a caminar hasta el O.K. Corral. Y sin embargo, había algo tan endiabladamente real en su actitud, tan firme en aquel modo de encender de nuevo el motor y subir por la cuesta del Peñón, pasando junto al hotel Rock y reduciendo marchas a medida que la inclinación de la carretera se hacía más pronunciada, que quitaba cualquier posible artificio a la situación. Aquello era del todo real, y Tánger no interpretaba papel alguno en su honor. No pretendía impresionarlo. Era ella misma quien conducía, quien procuraba mantener el coche lejos del peligroso bordillo y los precipicios, quien tomaba las estrechas curvas con una calma fría, segura, una mano en el volante y otra en la palanca de cambios, mirando de vez en cuando hacia lo alto de la montaña con gesto atento. Y al fin, al llegar arriba, en la pequeña explanada junto al mirador, todavía maniobró el coche hasta dejarlo vuelto de nuevo hacia la carretera, cuesta abajo. Listo para salir zumbando, pensó inquieto Coy, mientras ella abría la portezuela y salía afuera con el suéter anudado a la cintura y el bolso entre las manos.
Había un Rover estacionado cerca, junto a la muralla del antiguo baluarte. Fue lo primero que vio Coy al salir del coche: el Rover y el chófer bereber apoyado en el capó. Después su mirada describió un arco hacia la izquierda, la carretera de los túneles, la cuesta hacia la cima escarpada del Peñón, las casamatas abandonadas y el balcón sobre el aeropuerto, con el istmo y España al fondo, montañas sombrías, cielo oscuro, mar gris al oeste y negro al este, y el alumbrado de La Línea encendiéndose abajo, entre dos luces. Feo sitio para conversar, se dijo. Y luego miró hacia la barandilla del mirador, donde Nino Palermo los esperaba.
Tánger ya estaba allí. Fue tras ella aspirando el aroma que anunciaba el Mediterráneo, sal, tomillo y resina, en la brisa que movía débilmente los arbustos y las copas de los árboles. Echó otro vistazo alrededor, sin ver a Horacio Kiskoros por ninguna parte. Palermo permanecía recostado en la barandilla, las manos en los bolsillos de una cazadora ligera, sin cuello. Aquella prenda lo hacía parecer aún más corpulento de lo que era.
—Buenas noches —dijo.
Coy murmuró un buenas noches automático, y Tánger no dijo nada. Estaba inmóvil ante el buscador de tesoros, observándolo.
—¿Cuál es la propuesta? —preguntó.
Como si ella no estuviera allí, Palermo se dirigió a Coy.
—Las hay que van al grano, ¿verdad?
Coy calló, negándose a aceptar la complicidad que le ofrecía. Se quedó atrás, un poco alejado pero atento, escuchando. Ella era la jefa, y aquella noche él oficiaba más de guardaespaldas que de otra cosa. Sentía el peso de la navaja en el bolsillo de atrás, y se dijo que el bereber no era un tipo muy eficaz, después de todo, vigilándolos desde lejos. Lo cacheaba cuando iba de vacío, y no lo cacheaba precisamente cuando lo debía cachear. Tal vez ahora acataba órdenes de Palermo, a quien convenía mostrarse diplomático.
El cazador de tesoros volvió a mirar a Tánger. La luz decreciente empezaba a borrarle los rasgos de la cara.
—Es ridículo jugar al escondite —dijo—. Estamos gastando pólvora en salvas, cuando al final vamos a encontrarnos todos en el mismo sitio.
—¿Qué sitio es ése? —preguntó Tánger.
La voz le salía serena, ni provocadora ni inquieta. Palermo rió un poco por lo bajo.
—El pecio, naturalmente. Y si no estoy yo, estará la policía. La legislación vigente…
—Conozco la legislación vigente.
Palermo hizo un movimiento con los hombros, dando a entender que en tal caso había poco que añadir.
—Usted tiene una propuesta —dijo Tánger.
—Eso es. Tengo… Por Dios. Claro que tengo una propuesta. Borrón y cuenta nueva, señorita. Usted me ha jodido y yo la he jodido a usted —hizo una pausa—. En sentido metafórico, se entiende. Estamos en paz.
—No sé de dónde saca la idea de que estemos en paz.
Había hablado en voz tan baja que el otro hizo un gesto hacia adelante, inclinando un poco la cabeza para oír mejor. Aquel gesto le daba un inesperado aire cortés.
—Tengo medios que ustedes no tendrán nunca —dijo—. Experiencia. Tecnología. Contactos adecuados.
—Pero no sabe dónde está el Dei Gloria.
Esta vez ella había hablado alto y claro. Palermo soltó un bufido.
—Lo sabría si no se hubiera dedicado a ponerme chinitas en los zapatos. A bloquearme el paso entre esa mafia de archiveros y bibliotecarios… Maldita sea. Se aprovechó de mi buena fe.
—Usted no ha tenido buena fe desde que le retiraron el biberón.
El cazador de naufragios se volvió a Coy.
—¿La oyes? —dijo—… Podría gustarme esta tía, te lo juro. Yo… Por Dios. ¿Ya habéis…? Diablos —se burlaba entre dientes, con el ruido de un mastín sofocado tras una larga carrera—. Aprovéchate, amigo, antes de que también te exprima como un limón y te deje tirado.
Las estrellas empezaban a encenderse en el cielo como si alguien estuviera accionando interruptores. Las sombras se cerraban cada vez más sobre el rostro del cazador de tesoros, y ahora era el resplandor de las luces de La Línea, abajo y a su espalda, lo que oscurecía su silueta sobre la barandilla.
—Esmeraldas, entérate —siguió diciéndole a Coy—. El tesoro de los jesuitas. Supongo que a estas alturas, ella no ha tenido más remedio que contártelo… Un cargamento de esmeraldas vale… Dios. Una fortuna en cualquier sitio, incluido el mercado negro. Eso, claro, si ella logra hacerse con él y sacarlo de aguas españolas sin que le caiga encima el Estado.
La misma claridad que silueteaba las anchas espaldas de Palermo iluminaba el rostro de Tánger desde el mentón. Eso endurecía sus rasgos, recortándole el perfil entre la cortina clara del cabello.
—De ser cierto eso —dijo arrogante—, no tendría por qué compartir nada con usted.
—Olvida que yo la puse sobre la pista —protestó el otro—. Y que llevo trabajando en esto mucho tiempo. Olvida que tengo medios para imponer una asociación provechosa para todos… Y olvida que la ambición fastidió a la ratita sabia.
Sobre ellos, como un telón perforado por alfilerazos luminosos, el cielo era ya completamente negro. El sol debía de encontrarse unos quince grados bajo el horizonte, calculó Coy, viendo definirse la Osa Menor sobre la cabeza de Palermo y la Osa Mayor sobre el hombro derecho.
—Oigan —estaba diciendo el cazador de naufragios—. Quiero proponer algo… Por Dios. Algo razonable. La caza de tesoros no es llegar y abrir el cofre: Mel Fisher tardó veinte años en encontrar el Atocha… Yo pongo mis medios y mis contactos. Eso incluye los enlaces y los sobornos para que nadie interfiera… Hasta tengo mercado para las esmeraldas. Eso significa… ¿Se da cuenta? —ahora se dirigía sólo a Tánger—. Muchísimo dinero para nosotros. Para todos nosotros.
—¿En qué términos?
—El cincuenta por ciento. Mitad para mí y mitad para usted.
Ella volvió el rostro a medias hacia Coy.
—¿Y él?
—Él es… Bueno. Asunto suyo, ¿verdad?… A mí no me corresponde retribuirlo.
Se burló de nuevo en tono bajo, otra vez la risa de perro grande y exhausto. Seguía inmóvil en la barandilla, con las luces lejanas abajo, a su espalda.
—Sólo tiene que proporcionarme dos datos: latitud y longitud, para situarlos sobre las cartas esféricas del Urrutia… Acompañados, naturalmente, del manifiesto de carga y el informe oficial sobre el naufragio.
Tánger se quedó callada un momento. Parecía considerar la propuesta.
—Todo eso puede consultarlo en los archivos —dijo.
Palermo blasfemó sin el menor complejo.
—Sabe que… Maldita sea su sangre. Me han vedado el acceso a los archivos, del mismo modo que en Barcelona me quitó el Urrutia en las narices. Aun así, pude conseguir una reproducción de la carta. También fui a informarme sobre los malditos archivos, y me dijeron… —retuvo aire en los pulmones y suspiró ruidosamente—. Ya sabe. Esos documentos han desaparecido… Retirados para estudio, dicen las fichas. Y punto.
—Es una lástima.
Palermo estaba lejos de apreciar aquel pésame.
—No —dijo irritado—. Es una maniobra sucia de la que usted es responsable.
—¿Eso es lo que buscaban en mi casa?
—Eso es lo que debía conseguir Horacio —el cazador de naufragios dudó unos instantes—. En cuanto al perro, le aseguro…
—Olvide al perro.
Cada sílaba era una gota helada. Coy vio que Palermo se movía, incómodo. Ahora la claridad de abajo marcaba sus rasgos graves. Un empujón, pensó. Bastaría un empujón para que ese fulano se diera un paseo de cien o doscientos metros rocas abajo. Chaf. Algo enunciable como LGO: Ley de la Gravedad Oportuna. Luego recordó al bereber apostado junto al coche y reflexionó sobre la posibilidad de que el empujón se lo dieran ellos. LGI: Ley de la Gravedad incómoda.
—Uniendo sus conocimientos a los míos —estaba diciendo Palermo—, y sin fastidiarnos más unos a otros, me comprometo a cribar ese pecio en menos de un mes… Deadman’s Chest tiene un barco especializado con sonar de barrido lateral, penetrador de fondos, sondas, magnetómetros, detector de metales, equipos de buceo y todo cuanto se necesita… Luego, una vez abajo, hay que trabajar con los planos, marcar, medir y cuadricular, retirar arena y lodo… De eso no tienen ni idea. Además, las esmeraldas son frágiles… Imagínense: adherencias por eliminar, limpieza adecuada… Ustedes no saben ni siquiera lo que es un baño electrolítico para limpiar una simple moneda de plata… No quiero pensar en el destrozo. Harán una chapuza. Son aficionados.
Otra vez reía entre dientes, sin rastro de humor. De pronto un resplandor inesperado cegó a Coy, que aún tenía el pensamiento removido con empujones dables y tomables. Eso le hizo dar un respingo.
—Además, hacen falta contactos —Palermo aplicaba la llama del encendedor a su cigarrillo—. Conocer el mercado clandestino donde colocar el hallazgo… Y yo controlo —el cigarrillo en los labios le deformaba la voz—… Por Dios. El ochenta por ciento del tráfico de esmeraldas en el mundo es clandestino, dirigido por las mafias judías de Bélgica e Italia… ¿Cree que no sé por qué viajó a Amberes?
Amberes. Coy había estado allí como en muchos otros sitios: un puerto inmenso, kilómetros de grúas y tinglados y barcos. Que Tánger también hubiera estado era otra sorpresa, pensó; aunque de pronto le vino a la memoria aquella tarjeta postal junto a la copa de plata, en el piso del paseo Infanta Isabel. De modo que se dispuso a escuchar muy atento, sin hacerse demasiadas ilusiones. En relación con esa mujer, no había una sola novedad que resultara tranquilizadora, ni agradable.
—No me digas que ella no te habló de Amberes —la brasa brillaba como un ojo irónico que apuntase a Coy desde la boca del buscador de tesoros—. ¿De veras?… Pues entérate: antes de que os conocierais en Barcelona, ella hizo un discreto viajecito. Unas cuantas visitas que… Vaya —bajó la voz para evitar que lo oyese el chófer—. Incluida cierta dirección de la Rubenstraat: Sherr y Cohen. Especialistas en tallar piedras para cambiar su aspecto y borrar rastros… Yo también conozco gente que me cuenta cosas.
Coy olía el aroma de tabaco. El humo gris claro se deslizaba en el contraluz antes de deshacerse, alejándose de la silueta de Palermo.
—Así que tampoco te habló de eso. Es increíble.
He vendido el alma, pensaba Coy. Le he vendido el alma a esta tía, y me van a dar bien por saco entre todos. Ella, éste. Hasta el bereber me va a dar. Esto es como querer nadar entre marrajos con mucha hambre. Si fuera listo, y a estas alturas queda claro que no lo soy, echaría ahora a correr monte abajo, saltaría a bordo del Carpanta, le diría al Piloto que soltara amarras, y me largaría de aquí a toda prisa.
El ojo rojizo apuntaba de nuevo a Coy.
—¿No te ha hablado todavía delas esmeraldas?… ¿No te ha dicho que es la más rentable de las piedras preciosas?… Yo he visto muchas. Saqué varias en mis tiempos con Fisher. Y te aseguro que en Amberes pagarán cualquier cosa por un lote de esas piedras antiguas y en bruto. Tu amiguita… Ella lo sabe muy bien.
—¿Y si no acepto?
Tánger apretaba el bolso contra el pecho, y su perfil daba tijeretazos masculinos a la penumbra. No me extrañaría, pensó Coy, que llevara una pistola en el puto bolso.
—Nos pegaremos a ustedes como si fuéramos sus sombras —la brasa se movía mientras Palermo informaba en tono objetivo, igual que quien recita un manual de instrucciones—. La zona entre el cabo de Gata y el cabo de Palos… Bueno. Eso no es demasiado grande; y en cuanto identifique allí su embarcación, puedo usar un helicóptero… Localizarlos, ¿comprenden?, en plena faena. Y si damos el negocio por perdido, me las arreglaré para que reciban la visita de una patrullera de la guardia civil.
La risa canina resolló por tercera vez. Había estrellas fugaces que se desplomaban desde el cielo a lo lejos, como ángeles caídos, o almas en pena, o misiles cansados. Ahí voy yo, pensaba Coy. Dejen sitio.
—Si no estoy dentro —añadió Palermo—, no tienen ninguna posibilidad. Sin olvidar ciertos riesgos físicos.
Hubo un silencio largo, y después ella dijo:
—Me asusta usted.
No parecía asustada en absoluto. Por el contrario, aquello sonaba arrogante. Sonaba frío como una astilla de hielo, y también muy peligroso. Palermo se había quitado la brasa de la boca y se dirigía a Coy.
—Tiene casta, ¿verdad?… Es una zorra con mucha casta. No me extraña que te tenga agarrado por los huevos.
Se llevó la brasa a los labios, y el rojo se hizo más intenso. Aquel fulano, reflexionó Coy casi con agradecimiento, tenía la rara virtud de proporcionarle válvulas de escape en el momento apropiado; de ponerle fáciles las cosas. Y todavía experimentaba aquella oleada de gratitud cuando tomó impulso, asestándole el primer puñetazo en la cara. Para acertarle bien, pues Palermo era bastante más alto, alzó un poco el codo y disparó el brazo con toda su alma, de abajo arriba y algo en diagonal, aplastándole la brasa del cigarrillo en la boca. Oyó el grito sofocado de Tánger a su derecha, que intentaba contenerlo; pero para ese momento él ya le sacudía otra vez al gibraltareño, con un nuevo golpe que echó al otro de riñones sobre la barandilla. Tampoco hace falta que te caigas, pensó con un hilo de lucidez. Tampoco quiero matarte, así que no me juegues la faena y te despeñes ahora. Por eso quiso agarrarlo de la ropa para evitar que se fuera abajo, atraerlo hacia sí y sacudirle la tercera sin que se cayera monte abajo gritando como todos los malos de las películas; pero en el intervalo Palermo pareció espabilarse, alzó los puños, y Coy sintió que algo estallaba entre el cuello y su oreja izquierda. Las estrellas del cielo se mezclaban con las que fabricaron en el acto sus sentidos maltrechos. Aquello parecía un Starfinder, y se fue para atrás dando traspiés.
—¡Cafrón! —mascullaba Palermo—. ¡Cafrón!
La efe en lugar de la correspondiente be indicaba que el cazador de tesoros debía de tener el cigarrillo incrustado en las encías. Eso fue de algún consuelo para Coy; pero mientras procuraba conservar el equilibrio, oyó los pasos del bereber corriendo rápido sobre el hormigón del suelo, y comprendió que, con efes o con bes, sus posibilidades llegaban a cero en ese instante, y que él mismo iba a tener graves dificultades de pronunciación de allí a nada. LHM: Ley de las Hostias a Mansalva. Así que de perdidos al río. Respiró hondo, agachó la cabeza, y se lanzó de nuevo contra Palermo, bajo y compacto como era, con la furia de un toro ciego. Si llego antes que tu moro maricón, pensó, me acompañas barandilla abajo como que hay Dios. Y si no lo hay, ya verás qué risa.
No llegó. El que da primero dados veces; pero lo que el refrán no especificaba era que después de esas dos veces uno podía recibir doscientas. El bereber lo cazó por la espalda a medio camino, Coy oyó rasgarse su chaqueta por una costura, y para entonces Palermo ya tenía preparado el puño; de modo que fue cuestión de pocos segundos que se encontrara sin respiración, de rodillas en el suelo, con las sienes llenas de zumbidos, los tímpanos vibrando y un ojo a la funerala. Estaba furioso consigo mismo, y se preguntaba por qué las rodillas y los brazos no obedecían sus órdenes de ponerse en pie y pelear. Quiso intentarlo una y otra vez, y siempre desfallecía antes de lograrlo. Parapléjico, pensó. Estos cabrones me han dejado parapléjico. Su boca tenía un sabor parecido a cuando pasas la lengua sobre hierro viejo. Escupió, sabiendo que echaba sangre. Me están poniendo, se dijo, guapo de cojones.
Se le iba la cabeza y todo empezaba a darle vueltas. Entonces oyó la voz de Tánger y pensó: pobrecilla, le ha llegado el turno. Todavía quiso ponerse en pie, una vez más, para echarle una mano a aquella bruja piruja. Para impedir que le tocaran un pelo de la ropa mientras él conservara fuerzas para cerrar los puños. El problema era que ya no estaba en condiciones de cerrar los puños, ni de cerrar nada que no fuera el ojo machacado y tumbarse boca arriba, como un boxeador fuera de combate. Pero no podía dejarla tal cual. No en manos de Palermo y el bereber; aunque en su estilo ella fuera peor que los dos juntos. Así que con un último y supremo esfuerzo, resignado, desesperado, ahogó un gemido mientras lograba ponerse al fin en pie. Entonces se acordó de la navaja del Piloto, tanteó el bolsillo de atrás buscándola mientras paseaba la vista alrededor con gesto de púgil sonado, y vio a los dos fulanos el uno junto al otro. Miraban a Tánger, que seguía quieta junto a la barandilla, y ellos también estaban muy quietos, igual que si algo atrajera poderosamente su atención. Coy se fijó más, con el ojo sano. Lo que tanto atraía el interés de aquellos dos era un objeto que Tánger tenía en la mano, como si se lo estuviera enseñando. Y él se dijo que debía de estar muy mal, muy sonado, porque aquel objeto tenía reflejos metálicos y parecía —no se atrevió a aseverar del todo semejante barbaridad— un pistolón amenazador, enorme.
Ella no dijo nada hasta que volvieron a pasar por la rotonda desierta, frente al cementerio de Trafalgar. O al menos no dijo nada dirigido expresamente a Coy, después de las breves palabras que había pronunciado arriba, en el mirador, mientras se alejaba con él hacia el coche dejando a los otros en la barandilla como pastorcitos de Belén, ejemplarmente petrificados ante la visión de la herramienta que Tánger había terminado exhibiendo casi con desgana. Y por tu culpa, informó a Coy, menos en tono de reproche que de simple información, mientras manejaba el volante y el cambio de marchas cuesta abajo con el bolso en el regazo, y los faros iluminaban las curvas cerradísimas en las laderas del Peñón, y él tosía como los tuberculosos de las películas, cof, cof; tosía como Margarita Gautier, y unas gotitas de la sangre que se le coagulaba en la boca huían entre el kleenex e iban a parar al parabrisas. Un bruto. Era un bruto y nada de todo aquello resultaba necesario, había añadido ella luego. No era necesario en absoluto, y además complicaba las cosas. Coy arrugaba el ceño cuando se lo permitían los hematomas, enfurruñado. En cuanto a los últimos párrafos del diálogo que Tánger había mantenido con Nino Palermo ante la sombría nariz del bereber silencioso, éstos habían sido del tipo ese tío está loco, por parte del cazador de tesoros, mientras ella procuraba quitarle carga emocional al asunto. Coy es un tipo impulsivo y suele funcionar a su aire, etcétera.
—Y usted, Palermo, es un imbécil.
El revólver, un 357 magnum pesado y chato que Coy no había visto nunca antes en manos de Tánger, ayudó al otro a digerir aquello sin torcer demasiado el semblante. Qué hay del trato, dijo entonces. Hay que debo pensar lo que hay, vino a responder ella. En ese momento, precisó, no podía decirle que sí, ni que no, sino todo lo contrario. Entonces Palermo, que parecía recobrar el uso de las efes y las bes, le dijo que fuera, por favor, a que se la follaran a ella y a su madre. Fue exactamente eso lo que dijo: a ella y a su madre, y esta vez parecía furioso de veras. A mí no me vas a llevar al huerto, perra, espetó desde la barandilla, perdiendo visiblemente los papeles ante la aprobación silenciosa de su chófer. Eso, vocalizado a un par de metros de un cañón de bolsillo con seis plomos del tamaño de bellotas en el tambor, situaba las agallas de Palermo en una cota admirable; casi digna. Y Coy, pese a estar aturdido y con la cara hecha un mapa, supo apreciar el gesto por simple reflejo de solidaridad masculina. Aun así le haré llegar mi respuesta, había dicho ella, muy correcta con su formal suéter negro en la cintura; y habría dado la impresión de no haber roto nunca un plato, de no seguir con aquel amenazador cacharro en la mano. Ella, recordó haber oído decir a Palermo una vez, era de las que mordían con la boca cerrada. Sostenía aquellos ochocientos gramos de hierro sin apuntar, el brazo caído, el cañón hacia el suelo, el aire casi desganado; y eso, curiosamente, le daba más credibilidad al gesto que si anduviera adoptando poses de película policíaca. Ya le diré si hay o no hay trato, dijo. Sea bueno y deme unos días. Y Palermo, que seguía sin creérselo y tal vez ya no se lo creyera nunca, o tal vez captaba el retintín, se había puesto a soltar una retahíla de imprecaciones muy barrocas y muy mediterráneas, sin duda emparentadas con su sangre maltesa. La más suave era que a su marinero loco le iba a cortar los aparejos. Todo quedó flotando en el aire a la espalda de Tánger mientras ésta caminaba hacia el Renault, tras ponerle a Coy la mano en un hombro y obtener un gruñido como respuesta a su pregunta de cómo se encontraba.
—Hecho una mierda —dijo él más tarde, cuando Tánger se lo preguntó por segunda vez, ya en la carretera ladera abajo. Y entonces, de pronto, ella había dejado de estar seria, echándose a reír. Una risa de muchacho contenida y alegre, casi feliz, que él escuchó con asombro mientras miraba con el ojo sano su perfil iluminado por el resplandor de los faros.
—Eres un tipo increíble —dijo—. Casi lo estropeas todo, pero eres un tipo increíble —se rió otra vez, y aún reía admirada cuando giró el rostro para dirigirle una rápida ojeada de simpatía—… A veces creo que me encanta verte pelear.
El reflejo de los faros ponía láminas de acero en sus ojos, pero ese acero relucía como bajo la luz del sol. Entonces ella apartó la mano del cambio de marchas y la apoyó en el cuello de Coy. Apoyó el dorso de los dedos, los nudillos, como si acariciara el mentón sin afeitar, entumecido por los golpes de Palermo y el bereber. Y Coy, exhausto, desconcertado, recostó la nuca en el reposacabezas del asiento. Sentía un calorcillo tibio donde ella mantenía su mano, y también donde las telenovelas dicen que se tiene el corazón. Y habría sonreído como un niño torpe, de permitírselo su boca hinchada.
Libre de la última amarra, el Carpanta se apartó despacio del pantalán. Después la cubierta vibró suavemente mientras el velero quedaba inmóvil entre los reflejos de luz en el agua, y el motor aumentó las revoluciones cuando el Piloto, al timón, dio avante poca. Las farolas del puerto desfilaban ahora lentas, quedando atrás a medida que la embarcación ganaba velocidad, proa al mar abierto, con las luces de La Línea, la refinería de San Roque y la ciudad de Algeciras balizando a lo lejos el contorno de la bahía. Coy terminó de adujar el cabo a proa, azocó bien el chicote y luego se dirigió a la bañera central, asiéndose a los obenques cuando, fuera ya de la protección del puerto, el barco se puso a cabecear en la marejadilla. Las luces de Gibraltar todavía iluminaban el velero, silueteando al Piloto en la rueda del timón, rojizos los trazos inferiores del rostro por el resplandor de la bitácora donde la aguja del compás giraba poco a poco hacia el sur.
Coy aspiraba la brisa con deleite, venteando la inminencia del mar abierto. Desde la primera vez que pisó la cubierta de un barco, el momento de la partida le producía siempre una sensación de calma singular, muy próxima a la felicidad. La tierra quedaba atrás, y todo cuanto podía necesitar viajaba con él a bordo, circunscrito a los estrechos límites de la embarcación. En el mar, pensaba, los hombres viajan con la casa a cuestas, como la mochila de un explorador o la concha que se desplaza con el caracol. Bastaban unos litros de gasóleo y aceite, unas velas y el viento adecuado, para que todo cuanto la tierra firme contenía se tornara superfluo, prescindible. Voces, ruidos, gente, olores, tiranía del minutero del reloj dejaban aquí de tener sentido. Moverse hasta situar la costa muy atrás, por la popa, era ya un fin. Frente a la presencia amenazadora y mágica del mar omnipresente, dolores, anhelos, vínculos sentimentales, odios y esperanzas se diluían en la estela, amortiguándose hasta parecer distantes, sin sentido, porque el mar volvía a los seres humanos egoístas y absortos en sí mismos. Había cosas intolerables en tierra, pensamientos, ausencias, angustias, que sólo podían soportarse en la cubierta de un barco. Nunca existió analgésico tan potente como aquél; y él había visto sobrevivir, a bordo de barcos, a hombres que en otra parte habrían perdido para siempre la razón y la calma. Rumbo, viento, oleaje, posición, singladura, supervivencia: allí sólo esas palabras significaban algo. Porque era cierto que la verdadera libertad, la única posible, la verdadera paz de Dios empezaba a cinco millas de la costa más cercana.
—¿Todo bien, Piloto?
—Todo bien. En media hora doblaremos Punta Europa.
Inmóvil en la cubierta de popa, Tánger observaba las luces que dejaban atrás. Tenía puesto el suéter y se agarraba a uno de los baquestays, junto a la bandera que ondeaba ligeramente en la brisa. Miraba hacia lo alto, a la cima de la mole oscura del Peñón, como si ella no pudiera dejar atrás cosas que la preocupaban, o que tal vez habría querido llevar consigo. El Carpanta apuntaba ahora su proa directamente al sur, y por la banda de babor iban quedando atrás las guirnaldas luminosas del puerto principal, los barcos amarrados a los muelles, la línea negra de los espigones y los destellos blancos, uno cada dos segundos, de la farola principal del dique sur.
El Piloto maniobró para evitar un gran mercante fondeado y después puso el régimen del motor en dos mil quinientas revoluciones. Sobre la bitácora, la aguja de la corredera electrónica establecía la velocidad en cinco nudos, y el cabeceo se hizo algo más intenso. Coy bajó a la camareta a encender la radio Sailor VHF, puso los canales 9 y 16 en doble escucha y luego fue hasta la cubierta de popa, junto a Tánger. La luz de alcance alumbraba con tonos fosforescentes la estela recta que el barco dejaba en el agua.
—Palermo tiene razón —dijo Coy.
—No me fastidies —repuso ella.
No añadió nada más. Seguía atenta a lo alto de la enorme piedra oscura, que semejaba una nube amenazadora suspendida sobre la ciudad.
—Puede reventarnos si se lo propone —prosiguió Coy—. Y es verdad que él sí tiene medios para localizar el Dei Gloria. Su oferta…
—Escucha —por fin se había vuelto y lo observaba, perfilada en la claridad que dejaban por babor, hacia la aleta del velero—. Yo hice todo el trabajo. A ver si te enteras de una vez. Y ese barco es mío.
—Nuestro. Ese barco es nuestro. Tuyo y mío —señaló al Piloto—. Y ahora también es suyo.
Tánger pareció meditar sobre aquello.
—Claro —dijo al cabo de un instante—. Y él debe ocuparse de sus asuntos, y tú de los tuyos… Pero Palermo no es cosa vuestra.
—Si hay problemas, Palermo será cosa de todos.
—Eres el único que ha estado a punto de causar problemas. Tú y tus impulsos varoniles —ahora reía sin ganas, y Coy no pudo ver su expresión—. Sólo pareces estar a gusto cuando te rompen la cara.
Vaya, pensó él. LCE: Ley de las Compensaciones Evidentes. Una de zanahoria y otra de palo. Ahora no me pones la mano en el cuello ni sonríes, guapita. No en este momento. No cuando te enfrías y te pones a pensar y descubres que mis torpezas alteran tus planes.
—Ya veo —se limitó a decir—… Sigues creyendo que puedes manejar a todo el mundo, ¿verdad?
—Sigo creyendo que sé muy bien lo que hago.
Mantenía los ojos en alguna parte arriba de la piedra oscura. Coy miró a su vez. Por debajo de la ladera parecía ascender un minúsculo destello azul. Algo más arriba había un resplandor rojizo, como una hoguera. Ojalá, pensó, el bereber se haya despeñado con el coche y estén los dos achicharrándose como palomitas de maíz.
—¿Y qué hay de esa pistola? —pronunciar la palabra pistola le hizo sentir un cosquilleo de rencor—… No puedes pasearte con ella así como así.
—Ya ves que sí puedo.
Coy se frotó el ojo dolorido, vuelto hacia la estela luminosa del Carpanta en busca de una respuesta adecuada. En la primera ocasión que se presentara, decidió, aquel artefacto iba a salir por encima de la borda. Chof. No le gustaban las pistolas, ni las escopetas, ni las armas en general. Ni siquiera le gustaban las navajas, pese a que todavía llevaba la inútil Wichard del Piloto en el bolsillo de atrás de los tejanos. Quien carga con esa clase de artilugios, pensaba, lo hace con la intención inequívoca de perforar, clavar o cortar. Lo que significa que está muy asustado o tiene muy mala leche.
—Las armas —concluyó en voz alta— siempre traen problemas.
—También te sacan de ellos cuando te portas como un idiota.
Se volvió a medias. Picado.
—Oye. Dijiste que te gustaba verme pelear.
—¿Eso dije?
Ahora la claridad de la ciudad distante y la luz de alcance en la estela descubrían un ángulo de sonrisa entre las puntas luminosas del cabello revuelto. Coy sintió que su rencor se mezclaba con muchas otras cosas.
—Tranquilo —ella se echó a reír—. No pienso usar esa pistola contra ti.
El faro meridional ya era visible por el través de babor: cinco segundos de luz y cinco segundos de oscuridad. La marejadilla del mar abierto hacía cabecear el Carpanta con más violencia, y en lo alto del palo, débilmente dibujadas por la luz de navegación a motor, la veleta y el aspa del anemómetro giraban con desmayo, al capricho del oscilar del barco y la falta de viento. Coy calculó por instinto la distancia a la que se encontraban de tierra, y luego echó un vistazo a la aleta de estribor, por donde un mercante que se había estado acercando desde el este quedaba ya en franquía. Con las manos en el timón —una rueda clásica de madera con seis cabillas y casi un metro de diámetro, situada en la bañera detrás de una pequeña cabina con quita vientos y toldo de lona— el Piloto cambiaba poco a poco el rumbo, aproándose a levante con la luz del faro en el rabillo del ojo. Sin necesidad de consultar el repetidor del GPS encendido sobre la bitácora junto al piloto automático, la corredera y la sonda, Coy supo que estaban en los 36° 6’ norte y 5° 20’ oeste. Había trazado demasiadas veces rumbos hacia o desde ese faro sobre las cartas náuticas —cuatro del Almirantazgo británico y dos españolas— como para olvidar la latitud y la longitud de Punta Europa.
—¿Qué te parece? —le preguntó al Piloto.
No se volvió a mirarla. Ella seguía inmóvil en la popa, agarrada a los baquestays, contemplando la piedra negra que dejaban atrás. El Piloto estuvo un rato sin responder. Coy no supo si reflexionaba sobre la pregunta o retrasaba de modo voluntario la respuesta.
—Supongo —dijo por fin— que sabes lo que haces.
Coy torció la boca en la penumbra.
—No te pregunto por mí, Piloto. Te pregunto por ella.
—Es de las que trae más cuenta que se queden en tierra.
Coy estuvo a punto de decir lo obvio: ella no se ha quedado en tierra. También podía haber añadido: es esa que todos los marinos cuentan o inventan ante sus compañeros, en la camareta o en los antiguos castillos de proa. La que todos ellos conocieron, o conocimos, en tal o cual puerto. Estuvo a pique de decir eso, pero no lo dijo. En su lugar contempló el cielo negro sobre el palo oscilante. La mayor parte de las estrellas debían de hallarse a la vista, aunque las apagaba el resplandor dela costa cercana.
—Puede haber problemas, Piloto.
El otro no contestó. Seguía corrigiendo el rumbo cabilla a cabilla, dándole resguardo a la punta de costa. Sólo al cabo de un rato inclinó un poco la cabeza, como si comprobase la sonda.
—En la mar siempre hay problemas —dijo.
—Esta vez no serán sólo a causa del mar.
El silencio del Piloto se advirtió preocupado.
—¿Hay riesgo de perder el barco?
—No creo que la cosa llegue a tanto —lo tranquilizó Coy—. Yo me refiero a problemas en general.
El Piloto parecía reflexionar.
—Dijiste que también puede haber algún dinero —apuntó al fin—. Eso vendría bien… Hay poco trabajo ahora.
—Vamos en busca de un tesoro.
La revelación no alteró al Piloto. Seguía atento al timón y a la luz del faro.
—Un tesoro —repitió, neutro.
—Como lo oyes. Esmeraldas antiguas. Valen una pasta.
El otro asintió, dando a entender que todas las esmeraldas antiguas debían de valer una pasta, pero que no era en eso en lo que estaba pensando. Después dejó libre el timón, el tiempo necesario para coger la bota de vino que llevaba colgada de la bitácora, echarla cabeza hacia atrás y beber un largo trago. Volvió a empuñar las cabillas tras secarse la boca con el dorso de una mano mientras con la otra le pasaba la bota a Coy.
—Recuérdame alguna vez —dijo que te cuente las historias de tesoros que he oído en mi vida.
Coy bebía igual que el Piloto, con la bota en alto, procurando que el balanceo del barco no le derramase el vino encima. Reconocía el sabor. Era un clarete aromático y fresco, del campo de Cartagena.
—Esta historia no es inverosímil del todo —repuso antes del último trago—. Y creo que podemos localizar el naufragio.
—¿Un naufragio de cuándo?
—Doscientos cincuenta años —tapó la bota y la colgó en su sitio—. Bahía de Mazarrón. En poca sonda.
El Piloto movía la cabeza, escéptico.
—Eso se habrá desintegrado. Los pescadores llevarán toda la vida enganchando redes en los restos, la arena lo habrá cubierto todo… Lo que haya que sacar, o lo sacaron ya o se habrá perdido.
—Eres hombre de poca fe, Piloto. Como tus colegas del lago Tiberíades. Hasta que no vieron al otro caminar sobre las aguas no se lo tomaron en serio.
—No te imagino caminando sobre las aguas.
—No. Supongo que no. Y yo a ella tampoco.
Se volvieron los dos a observarla, todavía inmóvil en la cubierta de popa, recortada en la claridad procedente de tierra. El Piloto había sacado un pitillo de la cazadora para ponérselo en la boca, sin encender.
—Además —dijo sin que viniera a cuento— me hago viejo.
O tal vez, pensó Coy, sí venía a cuento. El Piloto y el Carpanta se hacían viejos del mismo modo que aquella goleta se pudría en el puerto de Barcelona, o en el Cementerio de los Barcos Sin Nombre las estructuras de los mercantes desguazados se oxidaban bajo la lluvia y el sol, roídas por el salitre, lamidas por el agua en la arena sucia de la playa. Igual que el propio Coy se había estado pudriendo mientras vagaba por el puerto, arrojado a tierra desde una roca no señalada por las cartas en el océano Índico; pese a que, como el mismo Piloto —o tal vez ya no era el mismo— le había dicho veintitantos años atrás, los hombres y los barcos deberían quedarse para siempre en alta mar, y hundirse dignamente allí.
—No lo sé —dijo, sincero—. La verdad es que no lo sé. Puede que nos quedemos al final con un palmo de narices. Tú y yo, Piloto. Tal vez hasta ella.
El otro hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza, como si aquella conclusión le pareciese la más lógica. Luego sacó el chisquero del bolsillo, golpeó la ruedecilla con la palma abierta, sopló la mecha y la acercó al extremo del cigarrillo que tenía en la boca.
—Pero no se trata de dinero, ¿verdad? —murmuró—… Al menos tú no estás aquí por eso.
Coy olía el tabaco mezclado con el humo acre de la mecha, que la brisa que empezaba a refrescar detrás de Punta Europa se llevaba con rapidez hacia poniente.
—Ella necesita… —calló de pronto, sintiéndose ridículo—. Bueno. Puede que ayuda no sea la palabra.
El Piloto aspiró una larga chupada de su cigarrillo.
—A lo mejor eres tú quien la necesita a ella.
En la bitácora, la aguja del compás señalaba 70°. El Piloto pulsó la tecla correspondiente en el repetidor del gobierno automático, transfiriéndole el rumbo.
—Conocí mujeres así —añadió—… Hum. Algunas conocí.
—Una mujer así… ¿Cómo es así?… No sabes nada de ella, Piloto. Yo mismo hay muchas cosas que no sé.
El otro no contestó. Había soltado la rueda del timón y comprobaba el comportamiento del gobierno automático. Bajo sus pies sentían el rumor del sistema de dirección corrigiendo el rumbo grado a grado en la marejadilla.
—Es mala, Piloto. Mala de cojones.
El patrón del Carpanta encogió los hombros, sentándose en el banco de teca para fumar protegido de la brisa que seguía refrescando en la proa. Se volvía hacia la figura inmóvil a popa.
—Lo mismo tiene frío, con sólo ese jersey.
—Ya se abrigará.
El Piloto estuvo un rato fumando en silencio. Coy seguía de pie recostado en la bitácora, un poco abiertas las piernas y las manos en los bolsillos. El relente de la noche empezaba a mojar la cubierta, filtrándose por las costuras descosidas en la espalda de su chaqueta, a la que había subido el cuello y las solapas. Pese a todo disfrutaba del balanceo familiar de la embarcación, y sólo lamentaba que el viento soplase a fil de roda, impidiéndoles largar las velas. Eso atenuaría el vaivén, eliminando el molesto ronroneo del motor.
—No hay mujeres malas —dijo de pronto el Piloto—. Igual que no hay barcos malos… Son los hombres a bordo quienes los hacen de una manera o de otra.
Coy no dijo nada, y el Piloto estuvo callado otro rato. Una luz verde se deslizaba con rapidez entre ellos y tierra, acercándose por la aleta de babor. Cuando estuvo en el contraluz del faro, Coy reconoció la silueta larga y baja de una turbo lancha Hache Jota de vigilancia aduanera española. Base en Algeciras, patrulla rutinaria a la caza de hachís de Marruecos y contrabandistas del Peñón.
—¿Qué buscas de ella?
—Quiero contarle las pecas, Piloto. ¿Te has fijado?… Tiene miles, y quiero contárselas todas, una a una, recorriéndola con el dedo como si se tratara de una carta náutica. Quiero trazar rumbos de cabo a cabo, fondear en las ensenadas, barajarle la piel… ¿Comprendes?
—Comprendo. Quieres tirártela.
De la lancha aduanera brotó un haz de luz que buscó el nombre del Carpanta, su folio y matrícula escritos en los costados. Desde la popa, Tánger preguntó qué era aquello, y Coy se lo dijo.
—Puñeteros —murmuró el Piloto haciendo visera con la mano, deslumbrado.
Nunca hablaba mal, y Coy rara vez le había oído una mala palabra. Tenía la vieja educación de la gente humilde y honrada; pero no soportaba a los aduaneros. Había jugado demasiado con ellos al gato y al ratón, ya desde los tiempos lejanos en que remaba con su pequeño botecillo de vela latina, el Santa Lucía, para redondear el jornal recogiendo cajas de tabaco rubio que le arrojaban mercantes de paso a los que hacía señales con una linterna, oculto por fuera de la isla de Escombreras. Una parte para él, otra para los guardias civiles del muelle, la principal para quienes lo empleaban y jamás corrían riesgos. Al Piloto el tabaco podía haberlo hecho rico de trabajar por cuenta propia; pero siempre le bastó con que su mujer estrenase vestido el domingo de Ramos, o sacarla de la cocina para invitarla a una parrillada de pescado en los merenderos del puerto. Y a veces, cuando los amigos apretaban mucho y había demasiada sangre latiendo y demasiados diablos por echar afuera, el fruto de una noche entera de riesgo y trabajo, bregando en un mar infame, había llegado a quemarse en pocas horas, música, copas, caderas mercenarias y complacientes, en los bares de mala fama del Molinete.
—No es eso, Piloto —Coy seguía mirando a Tánger en la popa, iluminada ahora por el foco de los aduaneros—. Por lo menos, no es sólo eso.
—Claro que lo es. Y hasta que no te la tires no tendrás la toldilla clara… Suponiendo que alguna vez lo consigas.
—Ésta tiene un par de huevos. Te lo juro.
—Todas los tienen. Fíjate en mi. Cuando me duele algo, es mi mujer quien me lleva a la consulta del médico: «Siéntate aquí, Pedro, que ahora viene el doctor»… Ya la conoces. Sin embargo, ella puede reventar y se calla. Hay mujeres que si fueran terneras parirían toros bravos.
—No es sólo eso. Vi una vieja foto, ¿sabes?… Y una copa de plata abollada. También un perro me lamía la mano y ahora está muerto.
El Piloto se quitó el cigarrillo de la boca y chasqueó la lengua.
—Aquí sobra todo lo que no pueda apuntarse en un cuaderno de bitácora —dijo—… El resto hay que dejarlo en tierra. De lo contrario, se pierden los barcos y los hombres.
La lancha aduanera, terminada la inspección, cambiaba el rumbo. La luz verde de su costado se volvió blanca a popa, y luego roja cuando viró hasta mostrar la banda de babor, antes de apagarlas para proseguir la caza nocturna con más discreción. Instantes después no era más que una sombra que se movía rápidamente hacia el oeste, en dirección a Punta Carnero.
El barco dio un bandazo, y Tánger apareció en la bañera. Se movía con torpeza de parvulita en el balanceo de la marejada, procurando agarrarse con prudencia para mantener el equilibrio antes de dar cada paso. Al cruzar junto a ellos apoyó una mano en el hombro de Coy, y éste se preguntó si estaría mareándose. Por alguna perversa razón, la idea lo divirtió horrores.
—Tengo frío —dijo ella.
—Abajo hay un chaquetón —ofreció el Piloto—. Puede ponérselo.
—Gracias.
La vieron desaparecer por el tambucho. El Piloto siguió fumando un rato en silencio. Miraba a Coy sin decir palabra, y al cabo habló como si reanudase una conversación interrumpida:
—Siempre leíste demasiados libros… Eso no podía traer nada bueno.