Se llama punto de estima a aquel en que resulta se halla la nave por un juicio prudente, o por datos en que cabe mucha incertidumbre.
Gabriel Ciscar. Curso de navegación
Relucían los pulidos cañoncitos de la plaza. La terraza del Ungry Friar estaba llena de gente, y había grupos de turistas anglosajones fotografiando el relevo de la guardia en el Convento, visiblemente encantados de que Britania aún tuviera colonias desde donde gobernar los mares. Bajo la bandera que ondeaba perezosa en el mástil, un centinela permanecía firme como una estatua, cuadrado con su fusil Enfield en la arcada gótica, fiel a la escena y al decorado, mientras el sargento encargado del relevo le voceaba las órdenes reglamentarias en jerga castrense, a grito pelado, a un palmo de la cara: consigna, santo y seña y cosas así. Hasta la última gota de tu sangre, e Inglaterra espera que cumplas con tu deber, supuso Coy, que los observaba. Después estiró las piernas bajo la mesa antes de inclinarse a apurar el resto de su vaso de cerveza y mirar hacia arriba guiñando los ojos. El sol rondaba su cénit y hacía mucho calor, pero en lo alto del Peñón el penacho de nubes empezaba a deshacerse: el viento había rolado de levante a poniente, y en un par de horas la temperatura sería más soportable. Pagó la cerveza y se puso en pie, cruzando entre la gente que llenaba la plaza, hacia la esquina de Main Street. Sudoroso, enfocado por docenas de cámaras de vídeo y objetivos fotográficos, el sargento seguía dándole tremendas voces marciales al impasible centinela. Mientras se alejaba de allí, Coy hizo una mueca guasona para sus adentros. Esta mañana, se dijo, le ha tocado hacer guardia al sordo.
Anduvo por la calle principal de Gibraltar, con la multitud que deambulaba ante la sucesión de comercios: pijamas chinos, camisetas con imágenes del Peñón y de los monos, mantillas, radios, licores, cámaras fotográficas, perfumes, porcelanas de Lladró y Capodimonte, cabezas reducidas de cerámica Bossom. Coy había amarrado en Gibraltar en otro tiempo, cuando la colonia británica era todavía un puerto convencional, chapado a la antigua, base de contrabandistas de tabaco y de hachís marroquí a través del Estrecho, y aún no se había convertido en colmena turística y retaguardia financiera de los traficantes de droga a gran escala y de los miles de ingleses afincados en la Costa del Sol. En realidad, cualquier sitio próximo al Mediterráneo era, a aquellas alturas, un desafuero turístico; pero en Gibraltar, junto a las hamburgueserías y los restaurantes de comida rápida y bebida en vasos de plástico, los comercios propiedad de hindúes y hebreos alternaban a lo largo de Main Street con fachadas de bancos y casas de discretas chapas atornilladas junto a la puerta, bufetes de abogados, sociedades inmobiliarias, sociedades export-import, sociedades anónimas, sociedades limitadas, sociedades fantasmas —había más de diez mil registradas allí—, donde se blanqueaba dinero español e inglés y se hacía todo tipo de negocios. La bandera azul con estrellas de la Comunidad Europea ondeaba en la frontera, turismo y triquiñuelas de paraíso fiscal habían desplazado al contrabando como fuente principal de ingresos, leguleyos jóvenes que hablaban perfecto inglés con acento andaluz tomaban el relevo a los capos mafiosos locales, y la vieja chusma de toda la vida, lobos de mar con aros de oro en las orejas y brazos tatuados, última escoria pirata del Mediterráneo occidental, languidecía en cárceles españolas o marroquíes, servía hamburguesas en los McDonald’s o haraganeaba en el puerto, mirando con añoranza las quince millas que separaban Europa de África; distancia que una década atrás, en las noches sin luna, cruzaba con fuerabordas de 90 caballos que hacían planear sus Phantom pintadas de negro a cuarenta nudos sobre las olas, entre Punta Carnero y Punta Cires.
Coy caminó por la acera que más sombra ofrecía, con la camisa pegada a la espalda por el sudor, mirando los números de las casas. Tánger había cumplido su palabra, al menos en parte. Entre Cádiz y Gibraltar, mientras él conducía el Renault de alquiler por las vueltas y revueltas de la carretera que remontaba las alturas de Tarifa y los acantilados sobre el Estrecho, ella terminó de contar la historia de los jesuitas y el Dei Gloria. O al menos la porción de historia que creía conveniente darle a conocer: por qué el bergantín viajó a América y por qué regresaba de La Habana.
—Querían parar el golpe —resumió.
Después, con los ojos fijos en la carretera, expuso su teoría en honor de Coy. El gabinete de la Pesquisa Secreta no fue tan secreto, después de todo. Hubo una filtración, un indicio de lo que se preparaba. Tal vez los jesuitas tenían allí un informador, o intuyeron la maniobra.
—De todos los miembros del gabinete —explicó Tánger—, sólo uno de ellos no era tomista puro: el conde de Aranda podía ser considerado, si no amigo del cuarto voto, sí más favorable a los ignacianos que los radicales Roda, Campomanes y los otros. Quizá fue él mismo quien dejó caer las palabras oportunas en el oído de su contertulio, el padre Nicolás Escobar… No debió de pasar de una confidencia, o una palabra. Pero entre aquella gente hecha de astucias y diplomacias, hasta un silencio podía leerse como un mensaje.
Tánger calló unos instantes, dejando a Coy el trabajo de imaginar época y personajes. Su mano izquierda descansaba encima de la rodilla izquierda, sobre la falda de algodón azul, a escasos centímetros del cambio de marchas. Coy la rozaba a veces, al pasar de cuarta a quinta en las rectas, o cuando reducía antes de girar el volante.
—Y entonces —prosiguió ella— la dirección de los jesuitas españoles ideó un plan.
Volvió a callar de nuevo, con aquello en el aire. Debería escribir novelas, pensó él, admirado. Maneja como nadie los puntos suspensivos. Y además, no sé lo que habrá de real en sus certezas, pero nunca vi a nadie afirmarlas con ese aplomo. Sin contar el modo de soltar sedal poco a poco: lo justo de flojo para que no escape el pez, lo justo de tenso para que se mantenga enganchado hasta clavarle un arpón en las agallas.
—Un plan arriesgado —continuó al fin Tánger que ni siquiera garantizaba el éxito… Pero que se basaba en el conocimiento de la condición humana y de la situación política española. Por supuesto, también en el conocimiento de Pedro Pablo Abarca, duque de Aranda.
En pocas palabras, con el tono objetivo de quien enumera datos, sin apartar los ojos de la cinta de asfalto que parecía ondular ante ellos por efecto del calor, Tánger había definido al ministro de Carlos III: aristócrata con derechos de sangre, brillante carrera militar y diplomática, afrancesado por razones intelectuales y sociales, pragmático, ilustrado, enérgico, impetuoso, algo insolente. Una gran cabeza al frente del Consejo de Castilla y del gabinete para la Pesquisa Secreta. También amigo del lujo, de las carrozas caras con espléndido tiro y criados de librea, teatro y toros en coche descubierto, popular, ambicioso, derrochador, amigo de sus amigos. Rico, y sin embargo siempre necesitado de más fondos para sostener un alto tren de vida que a veces rozaba la extravagancia.
—Ésas eran las palabras —prosiguió Tánger—: Dinero y poder. Aranda resultaba sensible a ellas, y los jesuitas lo sabían. No en balde había sido su alumno, y era íntimo de sus dirigentes.
El plan, continuó ella, fue concebido con minuciosa audacia. El mejor barco de la Compañía, el más rápido y seguro, con su mejor capitán, zarpó secretamente rumbo a América. Llevaba al padre Escobar como pasajero. No había constancia oficial de su salida de Valencia, pues no se conservaron los documentos de embarque del Dei Gloria para esa etapa del viaje; pero el jesuita sí figuraba a bordo en el viaje de vuelta. Sus iniciales, con las del otro acompañante, el padre José Luis Tolosa, constaban en el manifiesto del bergantín —N. E. y J. L. T.— cuando salió de La Habana, el 1 de enero de 1767. Y con ellos traían algo: documentos, objetos. Claves para influir en la voluntad del conde de Aranda.
Con las manos en el volante, Coy rió bajito.
—Dicho en corto: querían comprarlo.
—O chantajearlo —repuso ella—. De una u otra forma, lo cierto es que la misión del Dei Gloria, del capitán Elezcano y de los dos jesuitas, era traer algo que cambiaría el curso de los acontecimientos.
—¿De La Habana?
—Eso es.
—¿Y qué pinta Cuba en todo esto?
—No lo sé. Pero allí embarcaron algo que podía convencer a Aranda para manipular la Pesquisa Secreta… Algo que detendría la tormenta que iba a descargar sobre la Compañía.
—Podría tratarse de dinero —opinó Coy—. El famoso tesoro.
Sonreía para quitar importancia a sus palabras, pero sintió un estremecimiento al pronunciar la palabra tesoro. Tánger seguía mirando al frente como una esfinge.
—Podría, en efecto —dijo ella al cabo de un instante—… Pero no siempre es dinero lo que anda de por medio.
—Y eso es lo que pretendes averiguar.
Continuaba volviéndose de vez en cuando para observarla, sin apartar del todo su atención de la carretera, antes de mirar de nuevo al frente. Ella mantenía los ojos fijos en el asfalto.
—Pretendo localizar el Dei Gloria, en primer lugar. Y luego, saber lo que transportaba… Lo que, por azar o por cálculo de los enemigos de la Compañía, nunca llegó a su destino.
Coy redujo la marcha ante una curva cerrada. Al otro lado de una acerca había toros de verdad, pastando bajo un cartel con un inmenso toro negro de mentira.
—¿Quieres decir que ese jabeque corsario no apareció allí por casualidad?
—Cualquier cosa es posible. Tal vez el otro bando estaba al corriente de la operación y quiso adelantarse. Quizá el mismo Aranda jugaba con dos barajas… O, si el Dei Gloria traía algo utilizable contra él, pudo querer neutralizarlo.
—Pues según lo que sea, es posible que no resista dos siglos y medio en el fondo del mar. Lucio Gamboa dijo…
—Recuerdo perfectamente lo que dijo.
—Pues ya sabes. Tesoros, tal vez. Otra cosa, olvídate.
La carretera descendía ahora entre prados insólitamente verdes, antes de ascender de nuevo. Había un pueblo blanco arriba y a la derecha, colgado del pico de una montaña. Vejer de la Frontera, leyó Coy en un cartel indicador. Otra flecha señalaba hacia el mar: cabo Trafalgar, 16 kilómetros.
—Ojalá sea un tesoro —dijo—. Oro español. Plata en lingotes… Quizá ese Aranda era sobornable de verdad —se quedó un rato pensativo, mordiéndose el labio inferior—… ¿Cómo podríamos sacarlo sin que nadie se enterase?
Sonreía, divertido con la idea. El tesoro de los jesuitas. Barras de oro amontonándose en una bodega. Desembarcos nocturnos en una playa, entre el rumor de las piedras arrastradas por la resaca. Doblones, Deadman’s Chest y una botella de ron. Terminó riendo en voz alta. Tánger guardaba silencio, y él se volvió otras veces a mirarla, sin perder de vista la carretera por el rabillo del ojo.
—Seguro que ya tienes un plan —añadió—. Tú eres del tipo de gente que siempre tiene un plan.
Había rozado incidentalmente su mano al cambiar de marcha, y esta vez ella la retiró. Parecía irritada.
—Tú no sabes qué tipo de gente soy.
Él rió de nuevo. La idea del tesoro, de puro absurda, lo había puesto de buen humor. Rejuvenecía treinta años: Jim Hawkins le hacía muecas desde un estante lleno de libros, en la Posada del Almirante Benbow.
—A veces creo saberlo —dijo, sincero—, y a veces no lo sé. En cualquier caso, no te quito la vista de encima… Con tesoro o sin él. Y espero que hayas pensado en reservar mi parte. Socia.
—No somos socios. Trabajas para mí.
—Ah, coño. Lo había olvidado.
Coy silbó unos compases de Body and Soul. Todo estaba en regla. Ella orquestaba el canto de las sirenas, el doblón de oro español relucía clavado en el mástil ante los ojos del marino sin barco, y mientras tanto el Renault alquilado dejaba atrás Tarifa, su viento perenne y las fantasmales aspas giratorias de sus torres de energía eólica. El motor se calentaba demasiado en las cuestas, así que se detuvieron en un mirador sobre el estrecho. El día era claro, y al otro lado de la franja azul divisaban la costa marroquí, y algo más lejos, a la izquierda, el monte Hacho y la ciudad de Ceuta. Coy observaba la lenta progresión de un petrolero que navegaba hacia el Atlántico: se había desviado un poco del dispositivo de separación de tráfico que regulaba en dos direcciones el paso, y sin duda tendría que alterar su rumbo para maniobrarle a un carguero que se acercaba por la proa, de vuelta encontrada. Imaginó al oficial de guardia en el puente —a esa hora sería el tercero de a bordo—, atento a la pantalla de radar, apurando hasta el último minuto por si tenía suerte y el otro se desviaba antes.
—Además, tú vas demasiado rápido, Coy. Yo nunca hablé de tesoros.
Había permanecido callada al menos cinco minutos. Ahora estaba fuera del coche, a su lado, mirando el mar y la cercana costa de África.
—Cierto —concedió él—. Pero se te acaba el tiempo. Tendrás que contarme el resto de la historia cuando estemos allí.
Abajo, en el Estrecho, la estela blanca del petrolero trazaba una leve curva hacia la orilla europea. El oficial de guardia había creído prudente darle resguardo al mercante próximo. Diez grados a estribor, calculó a ojo Coy. Ningún oficial tocaba las máquinas si no lo autorizaba el capitán; pero corregir diez grados y luego volver a rumbo resultaba razonable.
—Todavía —dijo ella en voz baja— no estamos allí.
Las oficinas de Deadman’s Chest Ltd. se hallaban en el número 42b de Main Street, en la planta baja de un edificio de aspecto colonial, con paredes blancas y ventanas pintadas de azul. Coy miró la placa atornillada en la puerta, y tras una breve vacilación pulsó el timbre que había debajo. No las tenía todas consigo, pero Tánger se negaba a entrevistarse con Nino Palermo en su despacho. Así que él estaba encargado de la misión exploratoria, y de establecer, si los signos eran favorables, una cita posterior aquel mismo día. Tánger le había dado instrucciones precisas, tan detalladas como para una operación militar.
—¿Y si me parten la cara? —había preguntado, acordándose de la rotonda del Palace.
—Palermo antepone los negocios a las cuestiones personales —fue la respuesta—. No creo que pretenda ajustar cuentas. No todavía.
Así que allí estaba él, mirándose la cara mal afeitada en la placa de latón, aspirando aire como si se dispusiera a una zambullida peligrosa.
—Me espera el señor Palermo.
El bereber parecía peor encarado a la luz del día, al otro lado de la puerta abierta, con aquellos ojos fúnebres que diseccionaban a Coy, reconociéndolo, antes de hacerse a un lado para franquearle el paso. El vestíbulo era pequeño, forrado de maderas nobles, con algunos toques navales. Contenía una rueda de timón enorme, una escafandra de buzo, la maqueta de una trirreme romana en urna de cristal. También una mesa de diseño moderno que tenía al otro lado a la secretaria que Coy recordaba de la subasta de Barcelona y de la rotonda del Palace. También había una butaca y una mesita baja con las revistas Yachting y Bateaux, y una silla en un rincón. En la silla estaba sentado Horacio Kiskoros.
No era una parroquia como para sonreír con el buenos días; así que Coy ni sonrió ni dijo buenos días, ni hizo otra cosa que permanecer quieto en el vestíbulo, a la expectativa, mientras el bereber cerraba la puerta a su espalda. Los tres pares de ojos fijos en él no transmitían excesivo calor humano. El bereber se le acercó por detrás, estólido, sin gestos amenazadores, y de modo mecánico y eficiente se inclinó hasta sus tobillos, haciéndole un rápido cacheo.
—Nunca lleva armas —adelantó Kiskoros desde su silla, en tono casi amable.
Y ahora es cuando empiezan a sacudirme, pensó Coy, recordando en sus costillas la sólida eficacia del bereber. Ahora empiezan a darme las mías y las del pulpo, tunda, tunda, hasta ponerme a punto para la parrilla, y me van a sacar de aquí, si es que salgo, con los dientes en un cucurucho hecho con papel de periódico. LDLDLT: Ley de Donde Las Dan Las Toman. Seguro que hasta ésa de las bragas negras me la tiene jurada.
—Vaya —dijo una voz.
Nino Palermo estaba en la puerta que acababa de abrirse al otro lado. Pantalón marrón, camisa a rayas azules con las mangas vueltas y sin corbata. Mocasines caros.
—He de reconocer… —dijo, y observaba a Coy con sorpresa—. Por Dios. Tiene usted un par de huevos.
—¿La esperaba a ella?
—Claro que la esperaba a ella.
La mirada bicolor del cazador de naufragios era adusta, con la fijeza de una serpiente. Coy observó que la nariz conservaba una leve hinchazón, con tenues cercos oscuros debajo de los ojos. Sintió a la espalda los pasos suaves del bereber y la ojeada que Palermo le dirigía sobre su hombro, y tensó involuntariamente los músculos. En la nuca, pensó. Ese cabrón me va a sacudir en la nuca.
—Pase —dijo Palermo.
Pasó, y su anfitrión cerró la puerta y fue a apoyarse en el borde de una mesa de caoba cubierta de libros, papeles y cartas náuticas llenas de anotaciones a lápiz que cubrió discretamente con el Gibraltar Chronicle. Había también, como pisapapeles, un lingote de plata antiguo, de un par de kilos. Coy se quedó de pie, mirando, por mirar algo que no fuese la cara de Palermo, el óleo colgado en la pared: una batalla naval entre un buque norteamericano y otro inglés. Dos fragatas cañoneándose con el aparejo destrozado. Tenía una placa en la parte inferior del marco. Combate de la Java y la Constitución, leyó. El humo del cañoneo iba hacia el lado apropiado, acorde con las nubes, las olas y la orientación de las velas. Era un buen cuadro.
—¿Por qué lo manda solo a usted?… Ella debería estar aquí.
El ojo verde y el ojo pardo lo observaban con más curiosidad que rencor. Coy no sabía a qué ojo dirigirse, así que terminó decidiéndose por el pardo. Le parecía menos inquietante.
—No se fía. Por eso he venido yo. Antes de verlo quiere saber qué pretende.
—¿Está en Gibraltar?
—Está donde debe estar.
Palermo negó despacio con la cabeza. Había cogido una pequeña pelota de goma de encima de la mesa y la apretaba una y otra vez.
—Yo tampoco me fío de ella.
—Aquí nadie se fía de nadie.
—Usted es un… Por Dios —la mano izquierda, lastrada con los anillos y el enorme reloj de oro, tensaba a cada gesto los músculos del antebrazo—. Un idiota, eso es lo que es. Ella lo maneja como a un títere.
Coy seguía pendiente del ojo pardo.
—Métase en sus asuntos —dijo.
—Éste es mi asunto. Lo era, y sólo mío, hasta que esa zorra se entrometió. Mi buena voluntad…
—Deje de tocarme los cojones con su buena voluntad —Coy decidió pasar al ojo verde—. Vi lo que su enano le hizo al perro de ella.
Palermo dejó de abrir y cerrarla mano con la pelota y cambió de postura en el borde de la mesa. De pronto parecía incómodo.
—Le aseguro que yo, nunca… Por Dios. Horacio se extralimitó. Él está acostumbrado a modales… Allí, en Argentina… Bueno —se quedó mirando la pelota, como si de pronto le desagradara, y la dejó otra vez sobre la mesa, junto a un abrecartas de marfil cuyo mango era una mujer desnuda—. Creo que se le fue un poco la mano… Después hubo lo de Malvinas. Horacio salió en la portada de la revista Time con los ingleses prisioneros. Está muy orgulloso de esa portada, y siempre lleva encima una copia en color… Cuando la democracia, tuvo que… Imagine. Demasiada gente lo había reconocido, gracias a la dichosa foto, como el que les ponía electrodos en los genitales.
Se calló y después hizo un leve encogimiento de hombros, dando a entender que en aquella época Kiskoros no era asunto suyo. Coy asintió. El otro no le había ofrecido asiento, y seguía en pie.
—Y usted le dio trabajo.
—Era buen buzo —admitió Palermo—. Y ahí donde lo ve, tan pequeñito, un tío muy eficaz para cierta clase de… Bueno —volvió a cambiar de postura en el borde de la mesa, y tintinearon las cadenas de oro y las medallas—. Qué le voy a contar que usted no sepa. Además, siempre preferí contratar a asalariados eficientes antes que a voluntarios entusiastas… Un mercenario al que pagas bien no te deja en la estacada.
—Depende de quién pague más.
—Yo pago más.
Hizo una pausa para contemplarse la moneda de oro que llevaba en el anillo de la mano derecha. Después la frotó con gesto maquinal contra la camisa.
—Horacio es un completo hijo de puta —prosiguió—. Un ex militar argentino de padre griego y madre italiana, que habla español y que se cree inglés… Pero es un hijo de puta muy correcto. Y a mí me gusta la gente correcta. Hasta tiene a su anciana madre en Río Gallegos, y le manda dinero cada mes, a la viejita. Como en los tangos, ¿verdad?… Qué cosas.
Alzó unos milímetros la mano, como si fuera a tocarse la cara, pero detuvo el gesto apenas iniciado.
—Y en cuanto a usted…
Ahora el ojo pardo encerraba rencor, y el verde amenaza. Pero aquello duró sólo un instante.
—Escuche —prosiguió—. Todo esto se ha desbordado de un modo absurdo. Estamos llegando demasiado lejos, ¿vale?… Todos. Ella. Yo mismo, tal vez. Hasta Horacio mata perros, que ya es… Por Dios. El colmo. Y usted, desde luego. Usted…
El buscador de naufragios se quedó de nuevo en suspenso, intentando dar con un término que definiese el papel de Coy en aquel embrollo.
—Mire —había cogido una llave y abierto un cajón, sacando de él una moneda reluciente de plata que arrojó sobre la mesa—. ¿Sabe qué es eso?… Lo que en mi oficio llamamos un columnario: ocho reales de plata acuñados en Potosí en 1739 por orden del rey Felipe V… Tiene delante… Fíjese. Es una de las famosas «piezas de a ocho» protagonistas de todas las historias de piratas y tesoros…
Sacó otra diferente, más grande, arrojándola junto a la anterior. Esta vez se trataba de una medalla conmemorativa: tres figuras, una de ellas arrodillada, con la inscripción: The pride of Spain humbled by A. Vernon. El orgullo de España humillado, tradujo Coy, tomándola entre los dedos. En el anverso, varios navíos y otra inscripción: They took Carthagena April 1741. Tomaron Cartagena —de Indias, supuso Coy— en abril, etcétera. Puso la medalla en la mesa, junto a la pieza de a ocho.
—Era un farol, porque no la llegaron a tomar —explicó Palermo—. El almirante Vernon se retiró derrotado sin poder saquear la ciudad como pretendía… El supuesto arrodillado de la medalla es el español Blas de Lezo, que nunca llegó a arrodillarse, entre otras cosas porque era manco y cojo. Aun así defendió la ciudad con uñas y dientes, haciéndoles perder a los ingleses seis barcos y nueve mil hombres… Las medallas que Vernon traía ya acuñadas para el acontecimiento hubo que hacerlas desaparecer… Salvo las que se hundieron en la bahía. Difíciles de encontrar.
Metió la mano en el cajón y extrajo un puñado de monedas diversas, que sopesó antes de dejarlas caer otra vez con tintineo metálico. El oro y la plata relucían al derramarse entre sus dedos cargados de anillos.
—Yo saqué ésa de un barco inglés hundido —dijo el cazador de tesoros—… Ésa, éstas y muchas otras: piezas de plata de cuatro y ocho reales, columnarios, macuquinas, doblones de oro, lingotes, joyas… Soy un profesional, ¿comprende?… Conozco palmo a palmo los nueve kilómetros de estanterías que tiene el Archivo de Indias, y también los archivos del Almirantazgo inglés, el palacio de la Inquisición de Cartagena de Indias, Simancas, Viso del Marqués, Medina Sidonia… Y no estoy dispuesto a tolerar que un par de aficionados me… Por Dios. Revienten el trabajo de toda mi vida…
Cogió la pieza de a ocho y la medalla de Vernon, devolviéndolas al cajón. Su sonrisa era tan simpática como la de un tiburón blanco al que acabaran de contarle un chiste de náufragos.
—Por eso voy a ir hasta el final —anunció por fin—. Sin piedad y sin reparos. Voy a ir hasta… Se lo juro. Y cuando termine con esto, esa mujer… Ya verá. En cuanto a usted, debe de estar loco —cerró el cajón y se metió la llave en el bolsillo—. No tiene ni la más remota idea de las consecuencias.
Coy se rascó la cara sin afeitar.
—¿Mandó a ese enano cabrón hasta Cádiz para hacernos venir y decirnos eso?
—No. Los hice llamar para proponerles un último arreglo. La última posibilidad. Pero usted…
Dejó sin terminar la frase, aunque estaba clara. No lo consideraba cualificado para esa negociación. Tampoco Coy se consideraba a sí mismo, y eso lo sabían ambos.
—Sólo he venido para ver cómo están las cosas —dijo—. Ella acepta que se vean.
Palermo entornó los ojos. Una luz de interés relucía tras sus párpados al acecho.
—¿Cuándo y dónde?
—Aquí en Gibraltar le parece bien. Pero no vendrá a la oficina. Prefiere un terreno neutral.
La escueta sonrisa mostró ahora un par de dientes muy sanos y blancos. El tiburón nadaba en aguas propias, pensó Coy. Olfateando.
—¿Y qué entiende ésa por terreno neutral?
—El mirador del Peñón que da sobre el aeropuerto estaría bien.
Palermo reflexionaba.
—¿Old Willis?… Por qué no. ¿A qué hora?
—Hoy, a las nueve.
El otro le echó un vistazo al reloj y meditó un poco más. La sonrisa cruel empezó a despuntar de nuevo.
—Dígale que estaré allí… ¿También irá usted?
—Lo sabrá cuando vaya.
Los ojos poco amistosos estudiaron a Coy de arriba abajo, y el cazador de tesoros se rió de formades agradable. No parecía impresionado en absoluto.
—Te crees un muchacho duro, ¿no es cierto?… —el brusco tuteo hacía el tono mucho más desagradable—. Por Dios. Eres un títere, como todos. Eso es lo que eres. Ellas nos usan como… Usar y tirar, eso es. Así lo hacen. Y tú… Conozco tu situación. Tengo medios para investigar… Bueno. Ya me entiendes. Conozco tu problema. Después de Madrid me ocupé de averiguarlo. Aquel barco en el Índico. Dos años de suspensión es mucho tiempo, ¿verdad? Yo, sin embargo… Quiero decir que tengo amigos con barcos que necesitan oficiales. Podría ayudarte.
Coy frunció el ceño. Todo aquello le causaba la impresión de un intruso revolviendo sus cajones. Volverse hacia la ventana y comprobar que alguien está allí, espiando.
—No necesito ayuda.
—Hum. Ya veo —Palermo lo observaba con mucha atención—. Pero no engañas a nadie, ¿sabes?… Debes de creerte un tipo original, pero… Por Dios. Te he visto ya cien veces antes. Entérate. A ver si te crees el único que leyó libros y fue al cine. Pero éstos no son los puertos de Asia, ni tú eres… Ni siquiera valdrías para una película mediocre. Peter O’ Toole tenía mucha más clase. Y cuando ella… Bueno. Te dejará al garete, como esos barcos fantasmas saqueados y sin tripulantes… En esta novela no hay segundas oportunidades, a ver si te enteras. En este misterio del barco perdido, el capitán pierde el título definitivamente. Y la chica… Joder. Esa perra le escupe a la cara… No, no me mires así. No tengo dotes de adivino. Sólo ocurre que lo tuyo es tan elemental que da risa.
No se rió, sin embargo. Estaba sombrío, todavía en el borde de la mesa, con una mano a cada lado. Los ojos pardo y verde apuntaban más allá de Coy, absortos.
—Las conozco bien —dijo—. Zorras.
Ahora movía la cabeza. Estuvo así un poco, sin abrir la boca. Luego miró alrededor, como reconociendo el lugar en donde estaba. Su propio despacho.
—Juegan con armas —añadió— que nosotros incluso ignoramos que existen. Y son… Por Dios. Son mucho más listas que nosotros. Mientras pasábamos siglos hablando en voz alta y bebiendo cerveza, yéndonos a las Cruzadas o al fútbol con los amigotes, ellas estaban allí atrás, cosiendo, cocinando, observando…
El oro le tintineó mientras iba hasta un armarito y sacaba una botella de Cutty Sark y dos vasos anchos y chatos, de pesado cristal. Puso hielo de una cubitera, echó una generosa porción de whisky encada uno y volvió con ellos.
—Yo comprendo lo que te pasa —dijo.
Conservó un vaso en la mano y puso el otro en la mesa, ante Coy.
—Han sido y son todavía nuestros rehenes, ¿comprendes? —bebió un trago y luego otro, sin dejar de observarlo por encima del vaso—… Eso hace que su moral y la nuestra sean… No sé. Distintas. Tú y yo podemos ser crueles por ambición, por lujuria, por estupidez o ignorancia… Para ellas, sin embargo… Llámalo cálculo, si quieres. O necesidad… Un arma defensiva, a ver si me entiendes. Son malas porque se la juegan, y necesitan sobrevivir. Por eso pelean a muerte, cuando lo hacen. Esas putas no tienen retaguardia.
Había recuperado la sonrisa de escualo. Se apuntó una muñeca con el índice de la otra mano.
—Imagínate un reloj… Un reloj que sea preciso detener. Tú y yo lo pararíamos como cualquier hombre: dándole martillazos. La mujer no. Cuando tiene la oportunidad, lo que hace es desmontarte pieza a pieza. Sacarlo todo a la luz, de modo que nadie vuelva a ser capaz de recomponerlo. Que no vuelva a dar la hora jamás… Por Dios. Las he visto… Sí. Desmontan para siempre el mecanismo de hombres hechos y derechos con un gesto, una mirada o una simple palabra.
Bebió de nuevo, y torcía la boca al hacerlo. Una tintorera rencorosa. Sedienta.
—Ellas te matan y sigues andando y no sabes que estás muerto.
Coy reprimió el impulso de alargar la mano hacia el vaso que seguía intacto sobre la mesa. No por el simple hecho de beber, que era lo de menos, sino para hacerlo con el hombre que tenía delante. La Tripulación Sanders estaba demasiado lejos, el viejo ritual masculino lo tentaba, y después de todo, reflexionó, resultaba lógico que así fuera. En ese momento añoraba otra vez, desesperadamente, bares llenos de tipos que pronunciaban palabras incoherentes con la lengua entumecida por el alcohol, botellas vacías boca abajo en los cubos de hielo, mujeres que no soñaban con barcos hundidos o habían dejado de creer en ellos. Rubias que no eran jóvenes pero sí audaces, como en la canción del Marinero y el Capitán, bailando solas sin que les importara que se las echaran a suertes. Refugios y olvidos a tanto la hora. Mujeres sin fotos de niñas en marcos de plata, cuando la tierra firme se convertía en lugar habitable durante un rato, a modo de escala, esperando el momento de regresar, entre las grúas y los tinglados grises por la madrugada, hasta cualquier barco apunto de largar amarras, mientras los gatos y las ratas jugaban a las cuatro esquinas en el muelle. Bajé a tierra, había dicho una vez en Veracruz el Torpedero Tucumán. Bajé a tierra y sólo llegué hasta el primer bar.
—A las nueve, en el mirador —dijo Coy.
Albergaba una furia desolada, incómoda, dirigida contra sí mismo. Apretó los dientes, sintiendo endurecérsele los músculos de las mandíbulas. Entonces giró sobre sus talones, encaminándose a la puerta.
—¿Crees que te miento? —preguntó Palermo a su espalda—… Por Dios. Pronto verás… Maldita sea. Debiste seguir en el mar. Éste no es sitio para ti. Y lo pagarás, naturalmente —ahora su voz sonaba exasperada—. Todos pagamos tarde o temprano, y te llegará el turno. Pagarás por lo del Palace, y pagarás por no haber querido escucharme. Pagarás por haber creído en esa puta embustera. Y entonces ya no será cuestión de encontrar barco, sino de encontrar un agujero donde meterte… Cuando ella por su parte, y yo por la mía, hayamos terminado contigo.
Coy abrió la puerta. Sólo hay un viaje que harás gratis, recordó. El bereber estaba allí quieto y amenazador, cortándole el paso. La secretaria atisbaba curiosa desde su mesa, y al fondo, sentado en la silla, Kiskoros se pulía las uñas como si nada de aquello fuese con él. Tras consultar a su jefe, inquisitivo y silencioso, el bereber se hizo a un lado. Mientras cruzaba el vestíbulo camino de la calle, Coy todavía oyó las últimas palabras del cazador de tesoros:
—Sigues sin creerme, ¿verdad?… Pues pregúntale por las esmeraldas del Dei Gloria. So imbécil.
Punto de estima, decían los manuales de navegación, era cuando todos los instrumentos de a bordo se iban al diablo, y no había sextante, ni luna, ni estrellas, y era preciso situar la posición del barco mediante la última posición conocida, el compás, la velocidad y las millas recorridas. Dic Sand, el capitán de quince años ideado por Julio Verne, había tenido que gobernar de ese modo la goleta Pilgrim en el transcurso de su accidentado viaje de Auckland a Valparaíso. Pero el traidor Negoro colocó un trozo de hierro en la bitácora, desviando la aguja; y de ese modo el joven Dick, entre furiosos temporales, había pasado junto al cabo de Hornos sin verlo, y confundiendo Tristán da Cunha con la isla de Pascua, terminaba encallado en la costa de Angola creyendo estar en Bolivia. Un error de estima semejante no conocía parangón en los anales del mar; y Julio Verne, había decidido Coy cuando leyó aquel libro siendo alumno de náutica, no tenía ni la más remota idea de la práctica de la navegación. Pero el recuerdo lejano de esa lectura le vino ahora a la cabeza con la fuerza de una advertencia. Navegar a ciegas, basándose en la estima, no planteaba demasiados problemas si el Piloto era capaz de situarse a partir de la distancia recorrida, el abatimiento y la deriva, llevándolos a la carta para establecer el lugar supuesto en que uno se hallaba. El problema, relativo en alta mar, se convertía en grave a la hora de acercarse a tierra: la recalada. A veces los barcos se perdían en el mar, pero mucho más a menudo los barcos y los hombres se perdían en tierra. Uno colocaba el lápiz sobre un punto de la carta, decía estoy aquí, y en realidad estaba allí, sobre un bajo, unos arrecifes, una costa a sotavento, y de pronto escuchaba el crujido del casco abriéndose bajo sus pies. Crac. Y allí terminaba todo.
Por supuesto, había un traidor a bordo. Ella había colocado un trozo de hierro en la bitácora, y una vez más él se había encontrado calculando mal los indicios de que disponía. Pero lo que antes tenía menos importancia, e incluso daba emoción al juego, ahora, en la incertidumbre de la recalada próxima, parecía inquietante. Todas las luces de alarma parpadeaban, rojas, en el instinto marino de Coy mientras caminaba por el pantalán de Marina Bay, entre los yates amarrados en las cercanías de la pista del aeropuerto. Había una brisa de levante que corría sobre el istmo y campanilleaba contra los mástiles en las drizas de los veleros, poniendo fondo a la voz tranquila de Tánger. Ella hablaba de esmeraldas, y lo hacía con una serenidad increíble, tan fría como si aquél fuese un tema corriente que hubieran estado sacando a colación a cada momento. Había escuchado las recriminaciones de Coy en silencio, sin responder a los sarcasmos que éste preparó en la caminata desde la oficina de Nino Palermo hasta el puerto deportivo donde ella aguardaba noticias. Después, cuando él hubo agotado sus argumentos y se quedó mirándola apenas contenido y muy furioso, en demanda de una explicación que le impidiera liar el petate y largarse de allí en el acto, Tánger se había puesto a hablar de esmeraldas con la mayor naturalidad del mundo, como si durante aquellos días sólo hubiera estado esperando la pregunta de Coy para contárselo todo. Aunque vete a saber, pensaba él, si aquel todo era esta vez realmente todo.
—Esmeraldas —había dicho a modo de introducción, reflexiva, como si la palabra le recordase algo. Y luego estuvo un rato callada, contemplando el mar que se extendía como un semicírculo de ese mismo color por la bahía de Algeciras. Después, antes de que Coy blasfemara por tercera vez, se había puesto a hablar de la más preciosa y la más delicada de las piedras. La más frágil y la que con más dificultad reunía los atributos necesarios: color, limpieza, brillo y tamaño. Aún tuvo tiempo de explicar que con el diamante, el zafiro y el rubí constituía el grupo de las cuatro principales piedras preciosas, y que era, como las otras, carbón convertido en formaciones de cristal inalterable; pero mientras el diamante tenía color blanco, y el zafiro azul, y el rubí rojo, el color de la esmeralda era un verde tan extraordinario y singular que para definirlo era preciso recurrir a su propio nombre.
Después que ella dijo todo eso, Coy se detuvo y fue cuando blasfemó por tercera vez. Una grosera blasfemia de marino, rotunda y seca, que recurría al nombre de Dios en vano.
—Y eres una jodida embustera —añadió.
Se lo quedó mirando fijamente, con mucha atención. Parecía sopesar una a una aquellas cinco palabras. Los ojos eran otra vez duros, no como la frágil piedra que acababa de describir con plena sangre fría, sino como la piedra oscura, afilada como un puñal, que vela entre las rompientes. Después ella miró hacia un lado, al extremo del pantalán, donde el mástil del Carpanta se alzaba entre los otros, con la vela mayor cuidadosamente aferrada en la botavara. Cuando volvieron a Coy, sus ojos eran distintos. La brisa le agitaba el pelo sobre la cara moteada.
—El bergantín transportaba esmeraldas, seleccionadas en las minas que los jesuitas controlaban en los yacimientos colombianos de Muzo y Coscuez… Fueron embarcadas en Cartagena de Indias para La Habana, y después llevadas a bordo con todo secreto.
Coy bajó la vista hacia sus pies, luego al suelo de tablas del pantalán, y dio unos pasos al azar antes de quedarse quieto de nuevo. Miraba el mar. Las proas de los barcos anclados en la bahía borneaban lentamente hacia la brisa del Atlántico. Movió la cabeza a uno y otro lado, como negando algo. Estaba tan asombrado que seguía resistiéndose a admitir su propia estupidez.
—La esmeralda —proseguía ella— tiene dos puntos débiles: su fragilidad, que la hace vulnerable al tallado, y el jardín: zonas opacas, puntos de carbón sin cristalizar que a veces aparecen en su interior, afeando la piedra… Eso significa, por ejemplo, que una pieza de un quilate vale más que una de dos quilates si la primera tiene mejores atributos.
Ahora hablaba con suavidad, casi con dulzura. Igual que quien explica algo complicado a un muchacho torpe. Un avión militar despegó de la cercana pista del aeropuerto, atronando el aire con sus motores. El ruido cubrió unos instantes las palabras de Tánger.
—… Para la talla en facetas que hacen después los joyeros especializados. Y de ese modo, una esmeralda de veinte quilates, desprovista de jardines, es una de las más valiosas y buscadas que existen —hizo una pausa, y añadió—: Puede valer un cuarto de millón de dólares.
Coy todavía contemplaba el mar, sobre el que el avión tomaba lentamente altura. Al otro lado del arco de la bahía humeaban las chimeneas de la refinería de Algeciras.
—El Dei Gloria —dijo Tánger— transportaba doscientas esmeraldas perfectas, de veinte a treinta quilates cada una.
Hizo una nueva pausa. Se movía, colocándose frente a él. Ahora lo miraba muy de cerca.
—Esmeraldas sin tallar —insistió—. Grandes como nueces.
Coy habría podido jurar que esta vez su voz temblaba ligeramente. Grandes como nueces. Fue sólo una impresión pasajera, pues cuando prestó atención la vio tan dueña de sí como siempre. Seguía indiferente a los reproches, sin necesidad de pronunciar una sola palabra de descargo. Era su juego y eran sus reglas. Así fue siempre, desde el principio, y ella sabía que Coy lo sabía. Te mentiré y te traicionaré. En aquella isla de los caballeros y los escuderos, nadie había prometido que el juego fuese limpio.
—Ese cargamento —precisó ella— valía el rescate de un monarca… O, para ser más exactos, el rescate de los jesuitas españoles. El padre Escobar quería comprar al duque de Aranda. Tal vez también al gabinete de la Pesquisa Secreta… Quizás al mismo rey.
Casi a su pesar, Coy sentía que la curiosidad iba ocupando el lugar de su furia. La pregunta surgió antes incluso de que pensara en formularla.
—¿Están allá abajo, en el fondo?
—Pueden estar.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Tenemos que bajar hasta el bergantín para averiguarlo.
Tenemos. Aquel plural sonaba como bálsamo en una herida, y Coy era consciente de ello.
—Te lo iba a contar cuando estuviéramos allí… ¿No lo comprendes?
—No. No lo comprendo.
—Escucha. Tú conoces los riesgos. Con toda esa gente detrás, yo no sabía qué podía ocurrir contigo… Ni siquiera ahora lo sé. No puedes reprocharme eso.
—Nino Palermo lo sabe. Todo cristo parece saberlo.
—Exageras.
—Exagero una mierda. Soy el último en enterarme, como los maridos.
—Palermo piensa que hay esmeraldas, pero ignora cuántas. Tampoco sabe cómo son ni por qué estaban en el bergantín. Sólo ha oído campanas.
—Pues a mí me parece muy bien informado.
—Oye. He pasado años con ese barco en la cabeza, incluso antes de confirmar su existencia. Ni Palermo ni nadie sabe sobre el Dei Gloria lo que yo sé… ¿Quieres que te cuente mi historia?
No quiero que me cuentes otra sarta de mentiras, tuvo Coy a flor de labios. Pero calló, porque realmente quería escuchar. Necesitaba más piezas, nuevas notas que dibujasen con más precisión la melodía extraña que ella trazaba en el silencio. Y de ese modo, inmóvil en el pantalán y con la brisa de levante que soplaba a su espalda y seguía agitando el cabello de la mujer, se dispuso a escuchar la historia de Tánger Soto.
Había una carta, dijo ella. Una simple carta, un folio amarillento escrito por ambas caras. Fue enviada por un jesuita a otro, y luego, olvidada por todos, quedó revuelta con un montón de papeles requisados cuando la disolución de la Compañía de Jesús. La carta estaba escrita en clave e iba con su transcripción, realizada por mano anónima, posiblemente la de un funcionario encargado de indagar en los documentos incautados a la Compañía. Y junto a muchas otras de temas diversos y con similares transcripciones, había dormido un sueño de dos siglos en el fondo de un archivo catalogado como Clero / Jesuitas / Varios n° 356. Ella lo encontró por casualidad, cuando investigaba en el Archivo Histórico Nacional preparando un trabajo universitario sobre la Machinada de Guipúzcoa en 1766. La carta iba firmada por el padre Nicolás Escobar, nombre que en aquel momento no significaba nada para ella, y se dirigía a otro jesuita, el padre Isidro López:
Reverendo Padre:
Desarmados de nuestros auxilios, calumniados ante el Rey y el Santo Padre, y objeto del odio de las fanáticas personas que de sobra conoce Vuestra Paternidad, muy cerca estamos de la bien trazada Catástrofe que con tanto sigilo se industria. Los Eclesiásticos mismos que son adversos a la Compañía no se recatan de ser corredores y proxenetas de las calumnias que circulan impunemente. De ese modo vamos quedando reducidos a nuestras propias fuerzas por quienes todo lo creen lícito para alcanzar sus fines y secuestran la voluntad, no sólo de Nuestro Soberano, que nos es suspicaz por malos avisos, sino también de nuestros antiguos amigos.
Todo presagia, Reverendo Padre, un golpe contra nuestra Orden al modo nefasto en que se realizó el crimen en Francia y en el Portugal del impío Pombal. Por conducto seguro y directísimo el abate G. nos ha confirmado la nómina conocida por V.P. sobre los individuos que preparan la maniobra y de qué modo se artificia su especie. Pero en ese vasto negocio, disfrazado de Averiguación Secreta, queda un resquicio de esperanza. Os escribo la presente, que os llegará por el conducto seguro que nos es habitual, a fin de alentaros a resistir mientras realizamos la empresa que tal vez disponga en nuestra justicia la voluntad de los más poderosos.
Previa consulta con nuestros superiores, y en atención al designio que V.P. ya conoce, me dispongo a viajar en la esperanza de que, Ad Maiorem Dei Gloriam (con ese nombre y ese amparo me dispongo a embarcar), el viento sople en las buenas direcciones. Doscientos argumentos a modo de llamas de fuego verde sin tallar, perfectas y grandes como nueces (iris del Diablo, los llama el buen abate), esperan en Cartagena de Indias bajo custodia del padre José Luis Tolosa, que es joven seguro y muy de fiar. Yo estaré en La Habana, con la ayuda de Dios, para finales de mes; y del mismo modo espero regresar a Nuestro Puerto lo antes posible, con tanto sigilo y tan directamente como los privilegios de la Compañía nos permitan, evitando peligrosas escalas intermedias. Nuestro dilecto don P.P. ha prometido al abate esperar, y pese a todo y a sus nuevas disposiciones y ambición, todavía podemos considerarlo individuo favorable; pues mucho es lo que tiene por beneficio en este negocio.
Añadiré a V.P. la feliz nueva de que ayer he sabido por nuestro querido abate que algunos amigos próximos al círculo de la llorada Reina Madre siguen siéndonos tan propicios como también lo son el digno V. y también H.; aunque de este último no podamos nunca fiar del todo por su naturaleza intrigante. En cuanto al abate, sigue en el favor de las personas reales y moviendo en nuestro beneficio los hilos del negocio, y nos cuenta que don P.P. se mantiene muy receptivo a lo que nos ocupa. Hasta mi regreso, por tanto, no queda sino Tacere et Fidere. Y que la Divina Providencia disponga.
Reciba Vuestra Paternidad el más respetuoso saludo de su hermano en Cristo
Nicolás Escobar Marchamalo, S.J.
En el puerto de Valencia, a primero de noviembre, A.D. de 1776
Con el tiempo, Tánger había identificado a todos los personajes citados en la carta. La reina madre Isabel Farnesio, muy favorable a la Compañía de Jesús, había muerto medio año antes. El destinatario de la carta era el padre Isidro López: el más influyente de los jesuitas españoles, que gozó de excelente posición en la corte de Carlos III y fallecería en Bolonia dieciocho años después de extinguida la Compañía, sin haber podido volver del destierro. En cuanto a las iniciales, éstas no planteaban dificultad para alguien acostumbrado a manejar libros de Historia: P.P. era Pedro Pablo Abarca, conde de Aranda. Tras la inicial H. se ocultaba apenas el nombre de Lorenzo Hermoso, un indiano de Caracas afincado en España, intrigante y conspirador, que estuvo implicado en el motín de Esquilache, y que tras la caída de los jesuitas terminó preso y luego desterrado, después que el fiscal pidiese para él tormento tanquam in cadavere. La persona designada como V. era Luis Velázquez de Velasco, marqués de Valdeflores, literato e íntimo de la Compañía, que habría de pagar esa amistad con diez años de cárcel en los presidios de Alicante y Alhucemas. Y la inicial G. aludía al abate Gándara, conocido en la corte de Carlos III como el principal apoyo de los jesuitas cerca del rey, a quien acompañaba como escopetero en sus partidas de caza. El nombre real era Miguel de la Gándara, y su desdichado personaje podría haber inspirado El Conde de Montecristo o La Máscara de Hierro: apresado poco antes de la caída de la Orden, vivió en prisión los dieciocho años que le quedaban de vida, y murió en la cárcel de Pamplona sin que nadie estableciera con claridad los motivos de su condena.
El personaje del abate Gándara había fascinado a Tánger, hasta el punto de que terminó haciendo sobre él su tesis de licenciatura. Eso la llevó a investigar todos los papeles sobre sus procesos y prisión, conservados en la sección Gracia y Justicia del archivo nacional de Simancas. Incluso estableció el nombre del barco jesuita que no se mencionaba más que veladamente en la carta: Dei Gloria. De ese modo pudo comprobar que la despedida del padre Nicolás Escobar al padre López, donde mencionaba a Gándara, fue escrita un día antes de la detención de éste, realizada el 2 de octubre de 1766: la misma fecha en que Escobar zarpaba para América a bordo del bergantín con el que desaparecería en el mar durante el viaje de regreso. La tesis de Tánger se llamó El abate Gándara, conspirador y víctima, y le valió una excelente calificación académica para su licenciatura en Historia. Abundaba en datos sobre la larga prisión, los interrogatorios y los procesos judiciales del abate, encerrado en Batres y luego en Pamplona, donde quedaría recluido hasta su muerte, sin que nadie lograra nunca aclarar las razones del ensañamiento que le dedicaron Aranda y los otros ministros de Carlos III; salvo su amistad con la Compañía de Jesús, cuyos miembros —entre ellos el destinatario de la famosa carta— fueron detenidos seis meses después de la prisión del abate, desterrados a Italia y extinguida la Orden. En cuanto al viaje a La Habana del padre Escobar, y aquellas doscientas llamas de fuego verde a las que crípticamente aludía, nunca se obtuvo respuesta de Gándara, pese a que algunos interrogatorios mencionaban el tema. El secreto del Dei Gloria murió con él.
Después, la vida siguió su curso y Tánger tuvo otras cosas en que ocuparse. Las oposiciones para el Museo Naval y el trabajo centraron su atención, y nuevos asuntos se cruzaron en su vida. Hasta que un día se presentó Nino Palermo. Husmeando en libros y catálogos, el cazador de tesoros había encontrado la referencia a un informe del departamento marítimo de Cartagena, fechado el 6 de febrero de 1767, sobre la pérdida del Dei Gloria en combate con un corsario. El índice se refería a documentos enviados al Museo Naval de Madrid; de modo que Palermo acudió allí en busca de información, y el azar puso a Tánger en su camino. Fue ella la encargada de escuchar las peticiones del gibraltareño. Éste había abordado el tema a la manera de su oficio, camuflado entre pistas falsas, sin darle aparente importancia. Pero de pronto, en plena conversación, ella oyó el nombre del Dei Gloria. Un bergantín perdido, dijo Palermo, en ruta de La Habana a Cádiz. Aquello reavivó los recuerdos de Tánger, creando conexiones precisas entre lo que hasta entonces eran cabos sueltos. Había ocultado su emoción, disimulando cuanto pudo. Después, tras quitarse de encima al cazador de naufragios con vagas promesas, comprobó que el documento por el que se interesaba había sido enviado tiempo atrás al archivo general de marina en el Viso del Marqués. Al día siguiente estaba allí; y en la sección de Corso y Presas encontró el nombre del barco: Relación sobre la pérdida del bergantín Dei Gloria, a 4 de febrero de 1767, en combate con el jabeque corsario que se presume sea el llamado Serguí… Ahí estaba todo cuanto oficialmente se conocía del naufragio, con la declaración del único superviviente. Era la respuesta al misterio, el desenlace de la aventura cuyo inicio ella había vislumbrado años atrás, en la carta del jesuita. Ahí estaba la razón de que el bergantín nunca llegara a puerto, y de que el abate Gándara fuese interrogado hasta su muerte en prisión. Ahí se aclaraba el destino de las doscientas llamas de fuego verde que debían haber convencido a los miembros del gabinete de la Pesquisa Secreta y tal vez al mismo rey de no aniquilar a los ignacianos.
Estaba estupefacta, fascinada y también furiosa. Ella lo había tenido todo ante los ojos, tiempo atrás, y no supo verlo. No se hallaba preparada. Pero inesperadamente, como en un rompecabezas complicado cuya pieza maestra se descubre, todo iba a ocupar su lugar en el paisaje. Tánger volvió atrás, a sus cuadernos y a sus viejas notas de licenciatura, uniéndolas a las nuevas. Ahora, la tragedia del abate Gándara —que ni siquiera el nuncio de Roma pudo explicar al Papa en su correspondencia de la época— estaba clara. El abate sabía qué carga transportaba el Dei Gloria. Su proximidad al rey, su presencia en la corte, lo convertían en intermediario idóneo para la gigantesca operación de soborno que intentaban los jesuitas: él era el encargado de negociar con el conde de Aranda. Pero alguien había querido impedir la maniobra, o hacerse directamente con el botín, y Gándara fue detenido e interrogado. Luego, el corsario Chergui entró en escena de modo casual o premeditado, y todo terminó saliendo mal para todos. Expulsados los jesuitas, hundido el barco en circunstancias imprecisas, Gándara era la pieza clave del asunto. Por eso lo habían mantenido en sus garras durante dieciocho años, interrogándolo sin descanso. Ahora, indicios sueltos entre las actas de los diferentes procesos cobraban sentido: hasta el final quisieron que revelara lo que sabía sobre el bergantín. Pero el abate había callado, llevándose el secreto a la tumba. Sólo alzó una punta del velo en una ocasión: cierta carta interceptada, escrita por él en 1778, once años después de los sucesos, al misionero jesuita Sebastián de Mendiburu, exiliado en Italia: «Preguntan por iris del Diablo grandes y perfectos, con jardines limpios como mi conciencia. Pero yo callo, y siendo yo el atormentado, es eso lo que en su ambición los atormenta».
Con todo ese material, Tánger había podido reconstruir casi paso a paso la historia de las esmeraldas y el viaje del Dei Gloria. El padre Escobar zarpó de Valencia el 2 de noviembre, ignorando, paradójicamente, que ese mismo día el abate Gándara era detenido en Madrid. El bergantín, mandado por el capitán Elezcano —hermano de uno de los superiores de la Compañía—, cruzó el Atlántico, llegando a La Habana el 16 de diciembre. Allí esperaba el padre Tolosa, el jesuita «joven, seguro y muy de fiar» que había sido enviado por delante con la misión de reunir en secreto doscientas esmeraldas procedentes de las minas controladas en Colombia por la Compañía. Se trataba de piedras sin tallar, las más grandes y las mejores en color y pureza. Tolosa había cumplido su misión y embarcado después en Cartagena de Indias a bordo de otro navío. Su viaje se retrasó por vientos contrarios sufridos entre Gran Caimán y la isla de los Pinos, y cuando al fin pudo doblar el cabo de San Antonio y pasar bajo los cañones del castillo del Morro, el Dei Gloria ya aguardaba al ancla en la bahía de La Habana, en un discreto fondeadero entre la ensenada de Barrero y cayo Cruz. El transbordo del cargamento se hizo seguramente de noche, o camuflado entre las mercancías declaradas en el manifiesto de embarque. Los padres Escobar y Tolosa figuraban como pasajeros, con una tripulación de veintinueve hombres que incluía al capitán don Juan Bautista Elezcano, al piloto don Carmelo Valcells, al pilotín de quince años don Ignacio Palau, alumno de náutica y sobrino del armador valenciano Fornet Palau, y a veintiséis marineros. El Dei Gloria zarpó de La Habana el 1 de enero, recorrió la costa de Florida hasta el paralelo 30°, subió cinco grados más de latitud navegando hacia levante entre el sur de Bermudas y las Azores, y en ese trayecto sufrió el temporal que causó daños en la arboladura e hizo necesarias las bombas de achique. El bergantín siguió rumbo hacia el este, evitó el puerto de Cádiz, de cuya escala obligatoria lo ponían a salvo los privilegios aún vigentes de la Compañía, y cruzó frente a Gibraltar entre el 1 y el 2 de febrero. Al día siguiente, cuando ya había doblado el cabo de Gata y arrumbaba al NE en demanda del cabo de Palos y de Valencia, el Chergui le dio caza.
La actuación del jabeque corsario era un enigma que tal vez no se esclareciese nunca. Su acecho en alguna ensenada escondida de la costa andaluza, o tal vez su salida del mismo Gibraltar, pudo ser casual, o pudo no serlo. Estaba documentado que el Chergui navegaba con patentes de corso inglesas o argelinas, según las circunstancias; y que Gibraltar era uno de sus apostaderos habituales, aunque en esas fechas seguía en vigor una precaria paz entre España e Inglaterra. Tal vez eligió el Dei Gloria como presa al azar; pero su tenacidad en la persecución, su presencia en el momento y lugar adecuados eran demasiado oportunas para ser casuales. No era difícil suponerle al corsario un lugar en el complejo juego de intereses y complicidades de la época. El propio conde de Aranda o cualquiera de los miembros del gabinete de la Pesquisa Secreta que ordenaron la detención del abate Gándara —alguno de ellos, adversario político del mismo Aranda—, podían tener datos sobre el asunto, y pretender el tesoro de los jesuitas, incluso antes de que les fuese ofrecido, matando dos piezas de un tiro.
De cualquier modo, los perseguidores no contaban con la tenacidad del capitán Elezcano; a la que tampoco debió de ser ajena la presencia de los dos resueltos jesuitas a bordo. Se trabó combate, ambos barcos se fueron a pique y las esmeraldas quedaron en el fondo del mar. La información suministrada por el pilotín superviviente era satisfactoria, y las autoridades de marina encargadas de la investigación inicial no tenían motivos para indagar demasiado: un barco hundido por un corsario era algo habitual en aquel tiempo. Luego, cuando llegó la orden de Madrid de inquirir más a fondo, el testigo había volado: una desaparición misteriosa y oportuna, organizada por los jesuitas, que entonces todavía gozaban de complicidades entre las autoridades locales. Sin duda la Compañía estudió la posibilidad de un rescate clandestino del bergantín, pero ya era tarde: llegaron el golpe, la prisión y la diáspora. Todo se perdió en el marasmo que siguió a la caída de la Orden y su posterior extinción. El silencio del abate Gándara, el destierro y la muerte de quienes estaban en el secreto, fueron velando más el misterio. Quedó constancia de dos intentos oficiales de buscar el naufragio por parte de las autoridades de marina, todavía con el conde de Aranda en el poder; pero ninguno dio resultado. Después, nuevos acontecimientos sacudieron España y Europa, y el Dei Gloria terminó por ser olvidado. Aparte la escueta mención en el libro La flota negra, escrito por el bibliotecario de San Fernando en 1803, sólo quedó constancia de una última y curiosa propuesta hecha dos años más tarde a Manuel Godoy, primer ministro del rey Carlos IV, para la búsqueda «de cierto barco que con esmeraldas de Cuba se decía hundido», según el propio Godoy citaba en sus Memorias. Pero la idea no prosperó; y en las anotaciones manuscritas al margen de la propuesta, cuyo original había cotejado Tánger en el Archivo Histórico Nacional, se manifestaba el escepticismo de Godoy «por lo inconsistente de la idea y porque, como resulta sabido, en Cuba nunca se dieron esmeraldas». Y después de aquello, durante casi dos siglos, el Dei Gloria se hundió otra vez en el olvido y en el silencio.
Tánger y Coy se habían detenido en una punta del pantalán, junto a la proa de una pequeña goleta. Ella miraba la bahía, a cuyo extremo se destacaban nítidos los edificios de Algeciras. El agua estaba tranquila, de un azul verdoso apenas rizado por la brisa de poniente. Ahora había más nubes en el cielo, moviéndose despacio hacia el Mediterráneo. Frente al puerto, bajo la masa de roca, los barcos fondeados punteaban el agua. Quizá el Chergui había salido de allí mismo para su último viaje, después de aguardar al amparo de las baterías inglesas del Peñón. Un vigía con un catalejo arriba, una vela avistada en el horizonte, en dirección oeste-este, un ancla levada con rapidez y sigilo. Y la caza.
—Nino Palermo sabe que hay esmeraldas —concluyó Tánger—. No cuántas ni cómo son, pero lo sabe. Ha visto algunos de los documentos que he visto yo. Es inteligente, conoce su oficio y sabe atar cabos… Pero ignora todo lo que yo sé.
—Al menos sabe que lo engañaste.
—No seas ridículo. A tipos como él no se les engaña. Te bates contra ellos con sus propias armas.
Se volvió hacia el otro extremo del pantalán, donde estaba amarrado el Carpanta. Entre los mástiles y aparejos de los barcos vecinos, Coy podía ver la cabeza del Piloto trajinando en cubierta. Había llegado por la mañana, soñoliento y sin afeitar, con su piel morena y cuarteada por el sol, las manos rudas, ásperas al estrecharlas, y los ojos que siempre parecían del color del mar en invierno. Tres días de navegación desde Cartagena. Los vapores, contaba —el Piloto siempre llamaba vapores a los mercantes—, no le habían dejado pegar ojo en todo el viaje. Ya iba estando mayor para navegar solo. Demasiado mayor.
—Yo lo averigüé, ¿entiendes? —proseguía Tánger—. Palermo no hizo más que, accidentalmente, producir el clic mental que puso cada cosa en su sitio. Ordenar en mi cabeza cosas que estaban ahí, esperando… Esos datos que, por alguna razón, intuyes que un día significarán algo, y hasta entonces los guardas en un rincón de tu memoria.
Ahora era sincera, y Coy se daba cuenta. Ahora ella había contado su historia real, y aún hablaba sobre eso; y al menos en lo que se refería a hechos concretos, no quedaba nada que ocultar. Él ya poseía las claves, la relación de los sucesos, lo que yacía en el fondo del mar y del misterio. Sin embargo, no estaba del todo tranquilo, ni aliviado. Te mentiré y te traicionaré. Una nota desconocida, sin identificar, vibraba en alguna parte, como el cambio casi imperceptible de revoluciones en un motor diesel o la intervención melódica de un instrumento cuya oportunidad no es posible establecer de inmediato, deliberado o improvisado, misterioso hasta que llega el final y es posible situarlo adecuadamente. Le recordaba una pieza del Thelonius Monk Quartet, un blues clásico que se llamaba precisamente así: Misterioso.
—Intuición, Coy —dijo ella—. Ésa es la palabra… Sueños que tienes la certeza de que un día se materializarán —seguía contemplando el mar como si resumiera aquel sueño, la falda agitándose en la brisa, los pies calzados con sandalias, el pelo sobre la cara—… Yo trabajé en eso, incluso antes de saber adónde me conducía, con un tesón que no puedes imaginar. Me quemé las pestañas. Y de pronto, un día, plaf. Todo cobró sentido.
Se volvió, y había una sonrisa en su boca. Una sonrisa reflexiva, casi expectante, cuando lo miró entornando un poco los ojos por efecto de la luz. Una sonrisa hecha de piel moteada en torno a la boca y los pómulos, tan tibia que podía percibirse su calor expandiéndose por el cuello y los hombros y los brazos, y bajo la ropa.
—Como un pintor —añadió— que llevara un mundo a cuestas, y de pronto una persona, una frase, una imagen fugaz, trazasen todo un cuadro en su cabeza.
Sonreía con aquel gesto de hembra hermosa y sabia, serena por consciente de sí misma. Había carne bajo aquella sonrisa, pensó él, inquieto. Había una curva que enlazaba con otras líneas perfectas, prodigio de complicadas combinaciones genéticas. Una cintura. Unos muslos cálidos que escondían el único de los reales misterios.
—Ésa era mi historia —concluyó Tánger—. Estaba destinada a mí, y toda mi vida, mis estudios, mi trabajo en el Museo Naval, me encaminaban a ella antes de que yo misma lo supiera… Por eso Palermo no es más que un intruso. Para él se trata sólo de un barco, un tesoro posible entre muchos —apartó la vista de Coy para contemplar de nuevo el mar—. Para mí es el sueño de toda una vida.
Él se rascó, torpe, el mentón sin afeitar. Luego se rascó la nuca y al fin se tocó la nariz. Buscaba palabras. Algo común, cotidiano, que alejase de su propia carne la impresión de aquella sonrisa.
—Aunque lo encuentres —apuntó—, no podrás quedarte con el tesoro. Hay leyes. Nadie puede rescatar un naufragio así como así.
Tánger continuaba atenta a la bahía. Las nubes que seguían moviéndose hacia el este agrisaban poco a poco el mar. Una mancha de claridad solar se deslizó sobre ellos antes de alejarse sobre el agua de los muelles, con tonos de esmeralda.
—El Dei Gloria me pertenece —dijo ella—. Y nadie me lo va a quitar. Es mi halcón maltés.