VII. El doblón de Ahab

Eso dirán en la resurrección, cuando lleguen a pescar este viejo mástil y encuentren un doblón de oro metido en él.

Herman Melville. Moby Dick

Cuando el camarero del bar-restaurante Terraza puso la cerveza sobre la mesa, Horacio Kiskoros se la llevó a los labios y dio un prudente sorbo, mirando de reojo a Coy. La espuma le blanqueaba el bigote.

—Tenía sed —dijo.

Después echó un vistazo satisfecho a la plaza. La catedral estaba ahora iluminada, y sus torres blancas y la gran cúpula del crucero destacaban en la oscuridad del cielo. Todavía quedaba gente paseando bajo las palmeras o sentada en las terrazas próximas. Un grupo de jóvenes bebía cerveza y tocaba la guitarra en la escalinata, bajo la estatua de fray Domingo de Silos. La música parecía interesar a Kiskoros, que de vez en cuando observaba al grupo y movía la cabeza, el aire nostálgico.

—Una noche magnífica —añadió.

Coy conocía su nombre desde hacía sólo un cuarto de hora, y resultaba difícil creer que estuviesen allí sentados los tres, bebiendo como viejos amigos. En ese breve espacio de tiempo, el enano melancólico había adquirido nombre, origen y carácter propio. Se llamaba Horacio Kiskoros, era de nacionalidad argentina, y tenía, según dijo en cuanto le fue posible hacerlo, un asunto urgente que plantear a la dama y al caballero. Todos esos detalles no surgieron de inmediato, pues su aparición inesperada bajo el arco de los Guardiamarinas precedió a una reacción de Coy que hasta el más favorable testigo habría calificado de violenta. Para ser exactos, cuando la oscilación de la sombra bajo los faros del automóvil le permitió reconocer al personaje, se había ido derecho a él sin más trámite, sin vacilar; ni siquiera cuando oyó a Tánger pronunciar su nombre a la espalda.

—Coy, por favor —llamaba ella—. Espera.

No esperó. En realidad no deseaba esperar, ni saber por qué diablos debía esperar, sino hacer exactamente lo que hizo: caminar ocho o diez pasos bombeando adrenalina, respirar hondo de camino unas cuantas veces, agarrar al otro por las solapas y llevárselo a rastras contra la pared más próxima, a la luz amarilla de la farola. Necesitaba con urgencia hacer eso, y no otra cosa. Necesitaba machacarle la cara a puñetazos antes de que se esfumara igual que en la gasolinera de Madrid. Por eso, ignorando las palabras de Tánger, obligó al otro a levantarse de puntillas, casi perdido el contacto con el suelo, y aplastándolo contra la pared con una mano levantó la otra, cerrado el puño, dispuesto a estrellárselo en la cara. Una cara donde, entre el brillo del pelo engominado hacia atrás y el espeso bigote negro, un par de ojos oscuros y saltones lo estudiaban con fijeza. Ya no parecían los de una ranita simpática. Había sorpresa en aquellos ojos, pensó. Incluso un apenado reproche.

—¡Coy! —volvió a llamar ella.

Oyó el clic de la navaja automática abajo, a la izquierda, y al mirar vio el reflejo de acero desnudo junto a su costado. Un desagradable cosquilleo recorrió sus ingles: una puñalada de abajo arriba, a esa distancia, era la peor forma de terminar aquello. En semejante postura, suponía el argumento definitivo para soltar amarras sin viaje de vuelta. Pero a Coy ya habían querido apuñalarlo otras veces; de modo que, por instinto, antes siquiera de verse reflexionando sobre eso, hurtó el cuerpo y dio un manotazo en el brazo del otro, como si hubiera salido una cobra de su bolsillo.

—Ven aquí, cabrón —dijo.

Manos desnudas frente a la navaja; aquello sonaba bien. Por supuesto que jugaba de farol, pero estaba lo bastante irritado para sostenerlo. Se había quitado la chaqueta al modo que una vez, en Puerto Príncipe, le enseñó el Torpedero Tucumán: enrollándosela con un par de vueltas en torno al brazo izquierdo, y aguardaba a su adversario ligeramente encorvado el cuerpo hacia adelante, el brazo con la chaqueta extendido para protegerse el vientre, y el otro listo para golpear. Estaba furioso, y sentía los músculos de los hombros y la espalda anudados, tensos, duros de sangre batiendo rápida y acompasada en su interior. Como en los viejos tiempos.

—Ven aquí —repitió—. Para que te rompa los cuernos.

El otro sostenía la navaja y no le quitaba la vista de encima, pero parecía desconcertado. Con su baja estatura, el pelo y la ropa descompuestos en la escaramuza y empalidecido por aquella luz amarilla, se situaba a medio camino entre lo siniestro y lo grotesco. Sin navaja, decidió Coy, no tendría ni media hostia. Vio cómo el fulano se arreglaba un poco la chaqueta, tironeando el faldón, antes de pasarse una mano por el pelo, alisándolo hacia atrás. Después se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro, irguió un poco el cuerpo y bajó la mano armada.

—Negociemos —dijo.

Coy calculó distancias. Si lograba acercarse lo bastante para darle una patada en la entrepierna, el enano iba a negociar con su puta madre. Se movió un poco hacia un lado, y el otro retrocedió un paso, prudente. La hoja metálica seguía reluciendo en su mano.

—Coy —dijo Tánger.

Se había acercado por detrás y ahora estaba a su lado. La voz sonaba serena.

—Lo conozco —añadió ella.

Coy asintió con un gesto breve de la cabeza, sin dejar de vigilar al otro, y en el mismo instante lanzó la patada que estaba preparando y que el de la navaja sólo encajó a medias, pues previno el movimiento a la mitad y se estaba apartando para eludirla. Aun así resultó alcanzado en una rodilla y trastabilló, antes de girar sobre sí mismo y apoyarse en la pared. Entonces Coy aprovechó para ir sobre él, primero con el brazo envuelto en la chaqueta por delante, luego con un puñetazo que alcanzó al adversario en la base del cuello, haciéndolo caer de rodillas.

—¡Coy!

El grito aumentó su cólera. Tánger quiso agarrarlo por un brazo y él se sacudió, violento. Al carajo. Alguien tenía que pagar, y aquel tipo era la persona adecuada. Después ella podría dar cuantas explicaciones quisiera: unas explicaciones que no estaba seguro de querer oír. Mientras luchara no habría oportunidad de palabras; así que le tiró una segunda patada al fulano; pero el otro se revolvió en un palmo de terreno, y Coy sintió la navaja rozarle como un rayo el brazo envuelto en la chaqueta. Había infravalorado al enano, comprendió de pronto. Era rápido, el tío. Y muy peligroso. De modo que retrocedió dos pasos y se tomó un respiro, considerando la situación. Tranquilo, marinero. Serénate, o ni siquiera el bote de espinacas te sacará de ésta. No importa la estatura: cualquier tipo, por bajito que sea, es bastante alto para seccionar una arteria. Y además, en cierta ocasión había visto a un enano de verdad, uno auténtico, escocés, enganchado con los dientes a la oreja de un estibador enorme que corría dando alaridos por el muelle de Aberdeen sin podérselo quitar de encima, como si fuera una garrapata. Así que mucho tiento, se dijo. No hay enemigo pequeño ni puñalada que no joda. Respiraba sofocado, y entre inhalación y exhalación escuchaba el resuello agitado del otro. Entonces lo vio alzar la navaja, como para mostrársela, y levantar también despacio la zurda, la palma abierta, el gesto conciliador.

—Traigo un mensaje —dijo el enano.

—Pues te lo puedes meter en el ojete.

El otro movió un poco la cabeza. No me has entendido bien, decía el gesto.

—Un mensaje del señor Palermo.

Así que era eso. Reunión de viejos conocidos. El club social de los buscadores de naufragios al completo. Aquello explicaba unas cuantas cosas y oscurecía otras. Inspiró aire una, dos veces, y dio un paso hacia su adversario, el puño otra vez listo para golpear.

—Coy.

De pronto Tánger se interponía cerrándole el paso, y lo miraba con fijeza. Estaba muy seria; dura y firme como no la había visto nunca. Coy abrió la boca para protestar; pero se quedó así, contemplándola estúpidamente. Abrumado de pronto. Indeciso, porque ella le tocaba la cara como quien intenta tranquilizar a un animal furioso, o a un niño fuera de sí. Y, por encima del hombro de la mujer, tras las puntas doradas de su cabello, vio que el enano melancólico cerraba la navaja.

Coy no tocó su cerveza. Con la chaqueta sobre los hombros, las manos en los bolsillos y recostado en el respaldo de la silla, miraba beber al hombre sentado frente a él.

—Tenía mucha sed —repitió el otro.

En el camino desde el callejón hasta la plaza, después que Tánger hubiera sujetado a Coy hasta lograr serenarlo y él terminase por acceder mecánicamente, con la sensación de estar moviéndose en una niebla irreal, el enano melancólico se había alisado de nuevo el pelo y retocado la indumentaria. Aparte de un leve desgarro en el bolsillo superior de la americana, que había descubierto con ojos doloridos y una mueca acusadora, volvía a tener una apariencia respetable, siempre algo excéntrica, con aquel aspecto meridional y estrafalariamente inglés.

—Traigo una propuesta del señor Palermo. Una propuesta razonable.

Su acento porteño era tan intenso que parecía adrede. Horacio Kiskoros, había dicho cuando las aguas volvieron a su cauce. Horacio Kiskoros, a su servicio. Esto último subrayado con una leve inclinación de cabeza, en un tono cortés desprovisto de ironía, cuando él y Coy estaban recobrando aliento tras la refriega. Se expresaba en el español concienzudo y algo anacrónico hablado por ciertos hispanoamericanos, con palabras que a este lado del Atlántico hacía tiempo que estaban fuera de uso. Utilizaba mucho señor, y disculpe, y sería tan amable de. El caso es que había dicho eso: a su servicio, mientras se repasaba la ropa descompuesta y ajustaba la pajarita que los zarandeos le habían torcido a un lado del cuello. Bajo la americana llevaba unos curiosos tirantes con franjas verticales: dos azules a los lados y una blanca en el centro.

—El señor Palermo quiere llegar a un acuerdo.

Coy se volvió a Tánger. Había caminado con ellos callada todo el tiempo, y ahora seguía sin pronunciar palabra. Evitaba, comprobó él, mirarlo a la cara que sólo unos minutos antes le había tocado por primera vez; quizá para no verse obligada a dar explicaciones ineludibles.

—Un acuerdo —matizó Kiskoros— en términos razonables para todos —estudió a Coy e hizo un gesto hacia arriba con el pulgar, señalándose la nariz para recordarle la escena del Palace—. Sin rencores.

—No hay ninguna razón para acordar nada con nadie.

Ella había hablado por fin. Tan fría, observó Coy, como si la voz se le filtrara entre cubitos de hielo. Miraba directamente a los ojos saltones y tristes de Kiskoros, con la mano derecha apoyada en la mesa; el reloj de acero daba una insólita apariencia masculina a los dedos largos, de uñas irregulares y cortas.

—Él no lo cree así —respondió el argentino—. Dispone de recursos de los que ustedes carecen: medios técnicos, experiencia… Plata.

Un camarero trajo una fuente con calamares a la romana y huevas de pescado fritas, y el enano melancólico le dio las gracias con mucha educación.

—Bastante plata —repitió, comprobando el contenido de la fuente con interés.

—¿Y qué espera a cambio?

Kiskoros había cogido un tenedor y pinchaba delicadamente un aro de calamar.

—Usted ha investigado mucho —masticó el bocado con deleite, hasta que dejó de tener la boca llena—. Posee datos valiosos, ¿verdad?… Detalles que el señor Palermo no ubica del todo. Eso le ha hecho pensar que una asociación sería bien piola para ambas partes.

—No me fío de él —dijo Tánger.

—Tampoco él se fía de usted. Podrán combinarse.

—Ni siquiera sabe qué estoy buscando.

Kiskoros parecía tener apetito. Había probado suerte con las huevas, y ahora volvía a los calamares entre sorbo y sorbo de cerveza. Se volvió un instante a medias, escuchando la música de guitarra que venía de la escalinata de la catedral, y después sonrió, complacido.

—Quizá conozca más de lo que cree —dijo—. Pero esos detalles deben discutirlos con él. Yo sólo soy un mensajero, como usted sabe.

Coy, que hasta entonces no había abierto la boca, se dirigió a Tánger.

—¿Desde cuándo conoces a este tío?

Ella tardó tres segundos exactos en volver el rostro hacia él. La mano sobre la mesa había cerrado los dedos. La retiró despacio, llevándola al regazo, sobre la falda.

—Desde hace tiempo —dijo con mucha calma—. La primera vez que Palermo me amenazó, él lo acompañaba.

—Es cierto —confirmó Kiskoros.

—Lo ha estado usando para presionarme.

—Eso también es cierto.

Coy hizo caso omiso del argentino. Seguía pendiente de ella.

—¿Por qué no me lo dijiste?

El suspiro de Tánger apenas fue audible.

—Tú aceptaste jugar según mis reglas.

—¿Qué otras cosas no me has dicho?

Ella contempló la mesa, y luego la plaza. Por fin se volvió de nuevo hacia Kiskoros.

—¿Qué propone Palermo?

—Una entrevista —el argentino observó a Coy antes de proseguir, y éste creyó detectar un toque burlón en sus ojos de rana—. Negociar. En los términos que usted considere adecuados. Él se encuentra estos días en su oficina de Gibraltar —sacó del bolsillo una tarjeta, alargándosela por encima de la mesa—. Pueden ubicarlo allí.

Coy se levantó. Dejó la chaqueta colgada del respaldo, y sin volverse al uno ni a la otra anduvo por la plaza, en dirección a la escalinata de la catedral. Le ardía el cerebro, y crispaba, encolerizado, los puños en los bolsillos. Sin proponérselo anduvo cerca del grupo de chicos que tocaban la guitarra; se pasaban entre ellos una botella de cerveza. Había dos jovencitas y cuatro muchachos, con aspecto de estudiantes. El de la guitarra era flaco y guapo, flamenco, con un cigarrillo consumiéndosele en un extremo de la boca; una de las chicas seguía el compás de la música con movimientos de cintura, apoyada en su hombro. La otra se fijó en Coy, sonriéndole. Los demás lo observaron con recelo cuando ella le pasó la botella. Bebió un trago, dio las gracias y se quedó allí cerca, secándose la boca con el dorso de la mano, sentado en un peldaño de la escalinata; escuchando la música. El guitarrista era torpe, pero la melodía sonaba bien a aquellas horas de la noche, en la plaza medio vacía, con las palmeras y la catedral iluminada sobre sus cabezas. Miró el suelo. Tánger y Kiskoros habían dejado la mesa del bar y se acercaban. Ella traía en los brazos, doblada, la chaqueta de Coy. Menuda mierda, pensó él. Estoy metido hasta el cuello en esta mierda.

—Bonita ciudad —dijo Kiskoros, observando a los jóvenes con una sonrisa—. Me recuerda Buenos Aires.

Tánger estaba callada, en pie junto a Coy. Éste no se levantó.

—Creo que es usted marino, ¿verdad? —prosiguió el otro—… Yo también lo fui. Armada argentina. Suboficial retirado Horacio Kiskoros —fruncía el ceño con nostalgia, como atento a un sonido lejano y familiar que se le escapase—… También estuve en Malvinas, con los buzos tácticos.

—¿Y qué coño haces tan lejos?

Los ojos saltones intensificaron su melancolía. El tipo se había metido una mano en el bolsillo del pantalón, mostrando un poco los tirantes, y de pronto Coy comprendió lo que significaban aquellas franjas azules y blanca: la bandera argentina. Aquel hijo de puta llevaba unos tirantes con la bandera argentina.

—Algunas cosas cambiaron en la patria.

Se había sentado junto a Coy, en el mismo peldaño de la escalinata; antes de hacerlo retiró un poco hacia arriba las rodilleras del pantalón, con mucho cuidado, para no abolsar la raya.

—¿Oyó hablar de la guerra sucia?

Coy hizo una mueca sarcástica.

—Claro. Los tupamaros, y todo eso.

—Los montoneros —Kiskoros puntualizaba alzando un dedo—. Los tupamaros eran en Uruguay.

Lo oyó suspirar, evocador. Imposible establecer si lamentaba o añoraba aquello.

—El caso —añadió al cabo de un momento— es que había una guerra en la Argentina, aunque no fuese oficial. ¿Comprende?… Yo cumplí con mi laburo. Y eso hay quien no lo admite.

—A mí qué me cuentas —dijo Coy.

Kiskoros no parecía desanimarse por la actitud de su interlocutor.

—Me vi obligado a viajar —prosiguió—. Ya dije que tenía currículo como buzo… Conocí al señor Palermo durante los trabajos de rescate del Agamemnon, el barco de Nelson que se hundió en el Plata.

Coy se volvió, con dureza.

—Tu vida me importa un huevo.

Los ojos de ranita parpadearon, dolidos.

—Bueno, señor. Recién hace un rato, en aquel callejón, estuve a punto de matarlo a usted. Creí que…

—Anda y que te follen.

Kiskoros se quedó callado, rumiando la grosería. Coy se puso en pie. Tánger estaba frente a él, observándolo.

—Mató a Zas —dijo ella.

Hubo un largo silencio, mientras Coy evocaba en su brazo el aliento cálido del labrador. Entrevió —apenas había transcurrido una semana— su trufa húmeda y su mirada fiel. Después se interpuso, sombría, la imagen del perro inmóvil sobre la alfombra, los ojos vidriosos y entreabiertos. Aquello lo hizo removerse por dentro; sintió una extraña congoja y oteó alrededor, incómodo, las luces de la catedral y las farolas encendidas. A su lado, las notas de guitarra parecían deslizarse por los peldaños de la escalinata. La jovencita que antes había sonreído besaba a uno de los chicos. Otro puso la botella de cerveza en el suelo.

—Pues sí —Kiskoros se levantaba también, sacudiéndose los pantalones—. Y crea que lo lamento, señor. Aprecio… Se lo aseguro. Aprecio a los animales domésticos. Incluso tuve un dóberman.

Sobrevino más silencio. El argentino puso cara de circunstancias.

—A mi modo —insistió— sigo siendo un milico, ¿comprenden?… Tenía órdenes. Y eso incluía la casa de la señora.

Componía un rictus triste, en plan háganse cargo y todo eso. Mendieta, dijo de pronto. Mi perro se llamaba Mendieta. Mientras tanto, Coy le echaba un vistazo a la botella que seguía cerca de sus pies, en la escalinata. Por un segundo se vio calculando las posibilidades de rompérsela al otro en la cara. Al levantar la vista encontró los ojos melancólicos del argentino.

—Es usted impulsivo, me parece —dijo Kiskoros en tono amable—. Eso trae problemas. La señora, en cambio, parece más dulce de carácter. De cualquier manera, no es bueno que una dama ande en estos quilombos… Recuerdo un caso en Buenos Aires. Una montonera mató a dos de mis compañeros cuando fuimos a buscarla. Esa mina se defendió como una loba, y sólo pudimos ultimarla tirándole granadas. Luego resultó que tenía un bebito oculto bajo el colchón de la cama…

Hizo una pausa y chasqueó la lengua, evocador. Bajo el bigote porteño apuntaba una mueca que tal vez fuera una sonrisa.

—Hay mujeres muy hombres, se lo aseguro —prosiguió—. Aunque luego, en la ESMA, se ablandaban mucho: ya sabe a qué me refiero —analizó a Coy con atención—… No, creo que no lo sabe. Regio. Tal vez sea mejor así.

Los ojos de Coy se encontraron con los de Tánger, pero los de ella miraban sin ver, igual que si acabaran de contemplar horrores remotos. Al cabo de unos instantes parecieron enfocar la realidad, volviendo en sí, y en ellos quedó un vacío oscuro. La vio apretar contra el pecho su chaqueta, como si de pronto sintiera frío.

—La ESMA —dijo ella— era la Escuela de Mecánica de la Armada… El centro de tortura de la Marina, durante la dictadura militar.

—Sí —concedió Kiskoros, oteando alrededor con aire distraído—. Me temo que algunos giles lo llaman de ese modo.

La batería de Shelly Manne había introducido suavemente Man in Love, y Eddie Heywood entraba ya al piano como primer solo. De pie, el torso desnudo, apoyado en la ventana abierta de su habitación del hotel de Francia y París, Coy adelantaba en su mente los compases de la melodía. Llevaba puestos los auriculares y movía un poco la cabeza al confirmar un pasaje esperado y grato. Tres pisos más abajo, la pequeña plaza estaba en sombras, apagadas las dos grandes farolas centrales, oscuras las copas de los naranjos, recogido el toldo del café Parisien. Todo parecía desierto, y se preguntó si Horacio Kiskoros seguiría rondando por allí. Pero en la vida real también los malos descansan, pensó. En la vida real no ocurre como en las novelas y en las películas. Quizá en ese momento el argentino roncaba a pierna suelta, en algún hotel o pensión cercana, con sus tirantes cuidadosamente colgados en una percha. Soñando con tiempos felices de bife de chorizo, Corrientes 348 y corrientes de 1.500 voltios a 50 ciclos en sótanos de la ESMA.

Dong-dong, dong. Terminaba el segundo solo, el del bajo, y Coy aguardó expectante la entrada del tercero, el saxo tenor de Coleman Hawkins, que era lo mejor de aquella pieza con sus tiempos medios y rápidos, fuerte-ligero, fuerte-ligero, y las correspondientes sorpresas rítmicas cuando esa cadencia se rompía de modo esperadamente inesperado. Man in Love. Acababa de caer en la cuenta del título, y eso lo hizo sonreír a las sombras de la plaza antes de echar un vistazo hacia el techo. Tánger estaba allí, en el cuarto piso, en la habitación que quedaba exactamente sobre la suya. Tal vez dormía, y tal vez no. Quizás estaba como él, despierta ante la ventana, o sentada ante la mesa con sus notas, revisando las informaciones que les había proporcionado Lucio Gamboa. Considerando los pros y los contras de la propuesta de Nino Palermo.

Habían hablado antes. Lo hicieron largamente después que Horacio Kiskoros los despidiera con un «hasta la vista» que habría sonado amistoso en quien desconociese la parte de sus antecedentes que ahora conocía Coy. Lo habían dejado viéndolos irse con sus ojillos equívocos de ranita melancólica; y cuando estaban a punto de abandonar la plaza todavía seguía en el mismo sitio, inmóvil ante la catedral, como un turista noctámbulo e inofensivo. Coy se había vuelto a mirar atrás, y luego alzó el rostro para leer el rótulo de la calle por la que se encaminaban: calle de la Compañía. En aquella ciudad, se dijo, todo eran señales y símbolos y marcas, lo mismo que en las cartas náuticas. La diferencia estribaba en que éstas, las que se referían al mar, eran mucho más precisas, con sus veriles coloreados y sus escalas de millas en los márgenes, en lugar de piedras viejas y encuentros en apariencia inesperados y rótulos con singulares nombres de calles en las esquinas. Sin duda señales y peligros estaban en ellas a la vista, como en las cartas impresas sobre papel; pero aquí siempre faltaban códigos para interpretarlas.

—Calle de la Compañía de Jesús —había dicho ella al verlo mirar el nombre—. Ahí estuvo la escuela de navegación de los jesuitas.

Nunca decía nada de modo casual, así que Coy ojeó alrededor, el viejo edificio de la izquierda, la decrépita casa de Gravina atrás, a la derecha. Tenía la sospecha de que más tarde precisaría, por alguna razón, recordar algo de aquello. Después habían caminado un trecho sin decir nada, subiendo despacio hasta la plaza de las Flores. Dos veces se volvió él a observarla, y ella había seguido caminando impávida, fija la vista ante sí, el bolso sujeto contra el costado, acompasados el balanceo de la amplia falda azul y las puntas oscilantes del cabello junto al mentón obstinado, la boca silenciosa, hasta que él la cogió por el brazo, haciéndola detenerse. Para su sorpresa no se resistió; y la encontró de pronto ante su cara, cerca, tras girarse con suavidad, como si sólo hubiera estado esperando ese pretexto.

—Hace tiempo que Kiskoros me vigila por cuenta de Nino Palermo —dijo sin que él tuviera necesidad de preguntar nada—. Es un hombre malo y peligroso…

Calló un instante, como preguntándose si había algo más que decir.

—Hace un rato, en el arco de los Guardiamarinas —añadió— temí por ti.

Lo dijo escueta y seca, sin emoción. Y tras decir aquello se quedó otra vez callada, mirando sobre el hombro de Coy en dirección a la plaza, los kioscos de flores cerrados y el edificio de la Telefónica, las mesas de los cafés en las esquinas, donde se demoraban los últimos parroquianos de la jornada.

—Desde que estuvo a verme con Palermo —concluyó al fin—, ese hombre ha sido mi pesadilla.

No pretendía conmover; y tal vez por eso mismo, Coy no pudo evitar sentirse conmovido. Seguía habiendo algo infantil, resolvió, en esa obstinada madurez, en el aplomo con que ella encaraba las consecuencias de su aventura. De nuevo la foto en el marco. De nuevo la copa de plata, la niña rodeada por el brazo protector del hombre desaparecido, la indefensión en los ojos que reían desde el umbral del tiempo donde son posibles todos los sueños. Seguía reconociéndola, a pesar de todo. O para ser más exacto, cuanto más tiempo pasaba junto a ella, la reconocía más.

Reprimió la caricia que le vibraba en la punta de los dedos, y con la misma mano señaló el bar que tenía a la espalda. Los Gallegos Chico, se llamaba. Vinos de la tierra, licores, buen café, se admiten comidas de la calle: todo eso anunciaban sus rótulos sobre la puerta y la ventana; pero en aquel momento a Coy le bastaba con la palabra licores, y comprendió que ella necesitaba una copa tanto como él. De modo que entraron; y una vez allí, de codos sobre el mostrador de zinc, pidió una ginebra con tónica para él —no vio nada azul por ninguna parte— y, sin preguntar, otra para ella. La ginebra le daba reflejos húmedos a la boca cuando lo miró y habló de nuevo, cuando contó minuciosamente la primera visita de Palermo, relajada y amistosa, y la segunda más tarde, ya con las cartas boca arriba y la presencia siniestra de Kiskoros como aderezo, las presiones y las amenazas. Palermo había querido que ella identificara bien al argentino; que conociera su historia y retuviera su aspecto y su rostro para que luego, al encontrarlo al pie de la ventana, caminando por la calle, o en sus malos sueños al cerrar los ojos, recordase siempre en qué embrollo se estaba metiendo. Para que supiera, había dicho el cazador de tesoros, que las niñas malas no pueden cruzar el bosque impunemente, sin exponerse a peligrosos encuentros.

—Eso dijo —la sonrisa vaga, un punto amarga, le endurecía la boca—. Peligrosos encuentros.

En ese momento, Coy, que escuchaba y bebía en silencio, la interrumpió para preguntar por qué no había ido a la policía. Entonces ella rió bajo, con una risa sorda, suavemente ronca, tan llena de desdén como vacía de humor. En realidad, dijo, yo sí soy una chica mala. Intenté engañar a Palermo, y respecto al museo actúo por mi cuenta. Si a estas alturas no has caído en eso, eres más inocente de lo que pensaba.

—No soy inocente —había dicho él, incómodo, haciendo girar el vaso frío entre los dedos.

—De acuerdo —ella se fijaba en sus ojos, y la boca no sonreía pero era menos dura—. No lo eres.

Dejó su bebida sin probarla apenas. Es tarde, dijo tras consultar el reloj. Coy apuró la ginebra, llamó la atención de un camarero y puso un billete sobre la mesa. Uno de los últimos, constató desolado.

—Pagarán por todo lo que han hecho —dijo.

No tenía ni la más remota idea de cómo iba a cumplirse aquel anuncio, ni en qué podía ayudar él; pero creyó adecuado decirlo. Hay cosas, pensó. Frases analgésicas, consuelos, lugares comunes que se dicen en las películas, y en las novelas, y que igual hasta valen para la vida misma. Dirigió una ojeada inquieta de soslayo, temiendo verla burlarse; pero ella mantenía la cabeza inclinada a un lado, absorta en sus propias reflexiones.

—Me da igual que paguen o no. Esto es una carrera, ¿entiendes?… Lo único que me importa es llegar allí antes de que lleguen ellos.

El saxo estaba a punto de entrar. Y Tánger era como el jazz, decidió Coy. Melodía base y variantes inesperadas. Evolucionaba todo el tiempo en torno a una aparente idea fija, como una estructura de temas AABA; pero seguir de cerca esas evoluciones requería una atención constante que no excluía en absoluto la sorpresa. De pronto sonaba AABACBA y entraba un tema secundario que nadie habría imaginado allí. No quedaba otro modo de seguirla que la improvisación, condujera a donde condujese aquello. Seguirla sin partitura. A ciegas.

Un reloj cercano dio tres campanadas en la plaza. Coy las escuchó amortiguadas por los auriculares y la música, y después sintió llegar por fin el saxo de Hawkins: el tercer solo que anudaba de cabo a rabo toda la pieza. Entornó los ojos, complacido por la cadencia de las notas familiares, tranquilizadoras como suele serlo la repetición de lo esperado. Pero Tánger se había introducido en la melodía, alterando su delicada estructura. Perdió el hilo, y un instante después había oprimido el botón del walkman y estaba con los auriculares en la mano, desconcertado. Por un momento creyó oír pasos arriba, del mismo modo que los tripulantes del Pequod escuchaban el sonido de la pierna de hueso de ballena mientras su capitán rumiaba obsesiones a solas, de noche y en cubierta. Se quedó así, inmóvil y atento, acechando. Después arrojó el walkman sobre la cama sin deshacer, el gesto irritado. Aquello no era procedente, y mezclaba sin pudor los géneros. La etapa Melville, como la anterior —la etapa Stevenson—, había quedado atrás hacía mucho tiempo. Teóricamente Coy se hallaba de un modo claro en la etapa Conrad; y todos los héroes autorizados a moverse por ese territorio eran héroes cansados, más o menos lúcidos, conscientes del peligro de soñar con la mano en el timón. Adultos varados en la resignación y el tedio, en cuya duermevela ya no flotaban de dos en dos interminables procesiones de cetáceos escoltando, en medio de todos, a un fantasma encapuchado como un monte de nieve.

Y sin embargo, el «Si…» condicional en la puerta del oráculo de Delfos, que Coy conocía por Melville, pero que éste habría tomado a su vez de otros libros que él no había leído, seguía vibrando en el aire igual que el temporal toca el arpa en la jarcia, incluso después de que el mar se cerrase sobre el albatros atrapado por el martillo y la bandera, y el Raquel rescatase a otro huérfano. De pronto, para su íntima sorpresa, Coy descubría que las etapas librescas o vitales, se llamen como se llamen, no se cierran nunca de un modo perfecto; y que aunque los héroes hayan perdido la inocencia y estén demasiado exhaustos para creer en barcos fantasmas y en tesoros sumergidos, el mar sigue inalterable, lleno de su propia memoria que sí cree en ella misma. Al mar le da igual que los hombres pierdan la fe en la aventura, la cacería, el barco hundido, el tesoro. Los enigmas y las historias que contiene poseen vida autónoma, se bastan solos y seguirán ahí incluso cuando la vida se haya extinguido para siempre. Por eso, hasta el último instante, siempre habrá hombres y mujeres que interroguen al cachalote agonizante mientras vuelve la cara hacia el sol y expira.

Así que, pese a toda la lucidez posible, allí estaba él, de nuevo llamándose Ismael tras haber sido náufrago y haberse llamado Jim, templando otra vez, a sus años, el arpón con la propia sangre y el viejo grito de rigor: que al último se lo lleven la bebida o el diablo, de modo que vengan el bote desfondado y el cuerpo desfondado, etcétera. Contemplando, fascinado por la certeza de un destino inevitable —por haberlo leído cien veces—, a la mujer de piel moteada clavar su doblón de oro español en la madera del mástil: clic, clac. Y aquello no sólo martilleaba en su imaginación. Se había aproximado otra vez a la ventana, en busca de la brisa del mar cercano, y al oír el ruido volvió a mirar el techo. Ahora sí creía sentir pasos inquietos arriba, en cubierta. Clic, clac. Clic, clac. Por lo visto tampoco ella descansaba, a la caza de sus propios fantasmas blancos, carrozas fúnebres con viejos hierros retorcidos en el lomo. Y él nunca había soñado, en ninguno de sus barcos y libros y puertos y vidas anteriores e inocentes, un Ahab tan seductor arrastrándolo a navegar sobre su tumba.

Fue hasta la cama y se acostó en ella boca arriba. Hasta el último puerto, recordó antes de dormirse, todos vivimos envueltos en estachas de arpón de ballena.

—Hay una conexión directa —dijo Tánger— entre el viaje del Dei Gloria y la expulsión de los jesuitas de España. Una conexión fuera de toda duda.

Era domingo, y desayunaban bajo el toldo del café Parisien, frente al hotel, pan blanco caliente, cacao, café y zumo de naranja. Había una brisa suave, mucha luz, y palomas que paseaban por el rectángulo de sol de la plaza, entre los pies de la gente que salía de misa. Coy tenía en la mano medio mollete untado de aceite de oliva, y a veces, entre bocado y bocado, contemplaba la fachada blanca y almagre y el campanario de la iglesia de San Francisco.

—En 1767 reinaba en España Carlos III, que antes fue rey de Nápoles… Desde el principio de su reinado, los jesuitas le manifestaron aversión, entre otras cosas porque en ese momento se libraba en Europa la batalla de las nuevas ideas, y la compañía ignaciana era la más influyente de todas las órdenes religiosas… Eso le había creado enemigos por todas partes. En 1759 los jesuitas habían sido expulsados de Portugal, y en 1764 de Francia.

Bebía colacao en un vaso grande, y cada vez que se llevaba el vaso a los labios le quedaba una línea de espuma en el labio superior. Había bajado a la calle recién salida de la ducha, el cabello húmedo todavía goteándole sobre la camisa de cuadritos azules y rojos que llevaba por fuera de los tejanos, remangada sobre las muñecas, y el pelo se le secaba ahora un poco ondulado, dándole un aspecto fresco a la piel. A veces Coy miraba la línea del cacao en su boca y se estremecía por dentro. Dulce, pensaba. Labios dulces, y además ella había endulzado el vaso con un sobrecito de azúcar. Se preguntó a qué sabrían aquellos labios en su lengua.

—En España —prosiguió ella— las tensiones entre ignacianos y ministros ilustrados de Carlos III iban en aumento. El cuarto voto de obediencia al Papa situaba a la Compañía en el centro de la polémica entre el poder religioso y el de los reyes. También se la acusaba de manejar mucho dinero e influir demasiado en la enseñanza universitaria y en la Administración. Además, estaba reciente el conflicto de las misiones del Paraguay, y la guerra guaraní —se inclinó hacia Coy sobre la mesa, el vaso entre los dedos—… ¿Viste aquella película de Roland Joffé, La misión?… Los jesuitas haciendo causa común con los indígenas.

Coy se acordaba vagamente de la película: una cinta de vídeo a bordo, de esas que uno terminaba viendo tres o cuatro veces, a trozos, durante una travesía larga. Robert de Niro, creía recordar. Y tal vez Jeremy Irons. Ni siquiera había retenido el hecho de que fueran jesuitas.

—Todo eso —añadió Tánger— había sentado a los ignacianos españoles sobre un barril de pólvora, y sólo faltaba que alguien encendiera la mecha.

No había rastro de Horacio Kiskoros, comprobó Coy echando un vistazo alrededor. En la mesa contigua se sentaba un matrimonio joven: turistas con dos niños rubios, y el mapa desplegado, y la cámara de fotos. Los críos jugaban con tirachinas de plástico, parecidos a los que en su infancia, al escaparse del colegio para vagar entre los muelles, él mismo había fabricado con materiales de fortuna: un trozo de madera en V, tiras de neumáticos viejos, un retal de cuero y un palmo de alambre. Ahora, pensó con nostalgia, esos chismes se vendían en las tiendas y costaban una pasta.

—La mecha —seguía contando Tánger— fue el motín de Esquilache. Aunque no se ha probado la intervención directa de los jesuitas en la algarada, lo cierto es que por esa misma época intentaban boicotear a los ministros ilustrados de Carlos III… Esquilache, que era italiano, propuso entre otras cosas suprimir los sombreros amplios y las capas con que se embozaban los españoles, y ése fue el pretexto de gravísimos desórdenes. Volvió la calma, el ministro fue cesado, pero se apuntó a los jesuitas como instigadores. El rey decidió expulsar a la Compañía e incautarse de sus bienes.

Coy asintió mecánicamente. Tánger hablaba más que de costumbre, como quien ha preparado el asunto durante la noche. Resultaba lógico, se dijo. Con la aparición en escena de Kiskoros y la cita ofrecida por Nino Palermo, no tenía otro remedio que compensarlo con más información. A medida que se acercaban al objetivo, ella comprendía que ya no iba a conformarse con migajas. Sin embargo, avara en el fondo, seguía administrando su capital con cuentagotas. Quizá por eso, y para decepción de Coy, él no lograba aquella mañana sentir el interés de otras veces. También había tenido una larga noche para reflexionar. Demasiados datos, pensaba ahora. Demasiado prolija, y sin embargo pocas cosas concretas. Todo lo que me cuentas, guapita de cara, lo estudié hace veintitantos años en el cole. Pretendes torearme con farfolla histórica sin ir al grano. Aparentas mostrar con una mano lo que escondes en el puño.

Estaba harto, y se despreciaba a sí mismo por seguir allí. Y sin embargo, aquella línea de espuma sobre el labio superior, el reflejo de luz de la mañana luminosa en el azul marino de sus iris, las puntas húmedas del cabello rubio enmarcándole las pecas, obraban un efecto singular, casi sedante. Cada vez que miraba a esa desconocida, Coy tenía la certeza de que había ido demasiado lejos; que se adentraba tanto en la parte oscura de la carta náutica de su vida, que ya era imposible desandar el camino antes de conocer las respuestas. Caballeros y escuderos: te mentiré y te traicionaré. En realidad el misterio del barco perdido le traía sin cuidado. Era ella, su tesón, su búsqueda, todo lo que estaba dispuesta a emprender por un sueño, lo que lo mantenía a rumbo, pese a escuchar el inequívoco rumor del mar en las rocas peligrosamente próximas. Quería acercarse a ella cuanto pudiera, ver su expresión dormida, sentirla despertar y mirarlo, tocar aquella piel tibia y reconocer en ella, en la hondura de esa piel y de la carne que recubría, a la niña sonriente en la foto del marco de plata.

Había dejado de hablar y lo estudiaba suspicaz, preguntándole sin palabras si seguía prestando atención a lo que decía. No sin esfuerzo, Coy alejó los pensamientos, temeroso de que pudiera leerlos en su cara, y echó otro vistazo a las palomas. Entre ellas, un palomo muy seguro de sí y muy galán sacaba pecho entre las marujillas plumíferas, que hacían corros y lo observaban de reojo, bucheando, o zureando, o como se llamase lo que hacían las palomas. Y en ese momento, los niños de la mesa contigua se lanzaron dando alaridos de guerra contra las pacíficas aves. Coy observó al padre, ocupado con mucha calma en el periódico. Luego a la madre, para comprobar que deslizaba una ojeada lánguida por la plaza. Por fin se volvió de nuevo a Tánger. De espaldas a la escena, ésta proseguía su relato:

—Todo se preparó en Madrid con el mayor secreto. Por orden directa del rey se formó un reducido grupo que excluía a cualquiera que fuese partidario de la Compañía, o simplemente imparcial. El objetivo era reunir evidencias y preparar el decreto de expulsión… El resultado de lo que se llamó Pesquisa Secreta fue un dictamen fiscal donde se acusaba a los ignacianos de conspiración, defensa de la doctrina del tiranicidio, moral relajada, afán de riqueza y poder, y actividades ilegítimas en América.

Lo de la Pesquisa Secreta sonaba bien, y Coy sintió estimulado su interés mientras volvía a observar a los niños. Al palomo lo acababan de pillar descuidado en pleno cortejo, y de una pedrada le habían cortado en seco el idilio y la digestión de las miguitas picoteadas al pie de las mesas. Alentados por el éxito, los críos disparaban a las palomas con precisión letal de francotiradores serbios.

—En enero de 1767 —siguió contando Tánger—, reunido de forma secretísima, el Consejo de Castilla aprobó la expulsión. Y entre la noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril, en una eficaz operación militar, las ciento cuarenta y seis casas de los jesuitas en España fueron rodeadas… Se les embarcó a todos, Roma tuvo que hacerse cargo de ellos, y seis años más tarde Clemente XIV disolvió la Compañía.

Hizo una pausa para terminar su colacao, y luego se enjugó la boca con una mano. Se había vuelto a medias para asistir con indiferencia a la algarabía de niños y palomas, antes de encarar de nuevo a Coy. No me la imagino con niños, se dijo éste. Y sé que, pase lo que pase, nunca envejeceré junto a ella. Sólo puedo imaginarla llegando a vieja entre libros y papeles, delgada y elegante pese a las uñas roídas. Solterona con clase y con arrugas en torno a los ojos, sacando recuerdos del baúl: un guante largo y rojo, una vieja carta náutica, un abanico roto, un collar de azabache, un disco de canciones italianas de los años cincuenta, la foto de un antiguo amante. Mi foto, aventuró. Ojalá esa foto fuera mi foto.

Prestó atención, pues ella seguía hablando. Lo ocurrido tras la expulsión de los jesuitas de los dominios de la corona de España ya no les interesaba ni a ella ni a él, dijo. El período importante era el año transcurrido entre el domingo de Ramos de 1766, día del comienzo del motín de Esquilache, y la noche del 31 de marzo de 1767, en que se aplicó el decreto de expulsión de los ignacianos españoles. En ese tiempo, de un modo que recordaba lo ocurrido con los templarios en el siglo XIV, la Compañía pasó de ser una potencia respetada, temible y poderosa, a proscrita y prisionera…

—¿No te parece interesante?

—Mucho.

Ella lo estudió valorativa, como si hubiera captado la ironía del comentario. Coy mantuvo el rostro impasible. En algún momento, pensaba, terminará por contarme algo que de veras valga la pena. Miró sobre el hombro de Tánger. Los niños volvían sudorosos, vencedores; traían a modo de trofeo plumas de la cola del palomo, que a esas horas, calculó, debía de volar a ciento ochenta kilómetros por hora camino de Ciudad El Cabo. Quizás, se dijo, no todo lo que degolló Herodes fuera inocencia.

Tánger se había callado otra vez, como si considerara si valía la pena seguir hablando. Había inclinado el rostro, y sus dedos se movían en el borde de la mesa, con un repiqueteo que tal vez era impaciente.

—¿De veras te interesa lo que te cuento?

—Claro que me interesa.

Por alguna razón, la irritación que ella mostraba lo reconcilió consigo mismo. Se acomodó un poco en la silla, con gesto de escuchar atento; y Tánger, tras una última duda, prosiguió su relato. Cuando Carlos III había decidido crear el gabinete de la Pesquisa Secreta, puso al frente a Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda: un aragonés de Huesca, dos veces grande de España, que había sido militar y diplomático. Era capitán general de Valencia cuando, en pleno motín de Esquilache, el rey lo llamó a Madrid para confiarle el gobierno, la presidencia del Consejo de Castilla y la capitanía general de Castilla la Nueva. Inteligente, culto, ilustrado, pasó a la historia como masón; aunque jamás pudo probarse su pertenencia a logia alguna, y los historiadores modernos negaban su afiliación. Por el contrario, había constancia de que fue hombre ecléctico; y entre todos los componentes del gabinete secreto, tal vez quien mejor conocía a los ignacianos, con los que se había educado y entre quienes conservaba muchos amigos, incluido un hermano jesuita. Comparado con furibundos antijesuitas como el fiscal Campomanes, el ministro de justicia Roda y José Moñino, futuro conde de Floridablanca, Aranda podía calificarse de moderado en su actitud frente a la Compañía. Pero aun así, aceptó dirigir el gabinete y refrendar sus conclusiones. La pesquisa se inició en Madrid el 8 de junio de 1766, presidida por Aranda. Lo acompañaban Roda, Moñino y otros antijesuitas seguros, o como se decía entonces, tomistas, para oponerlos a los proignacianos o amigos del cuarto voto. Y la investigación se llevó a cabo con tal cautela que ni siquiera estuvo al corriente el confesor del rey.

—Sin embargo —prosiguió Tánger— había una conexión importante entre un hombre del gabinete secreto y un destacado ignaciano… Paradójicamente, uno de los mejores amigos del conde de Aranda era un jesuita murciano: el padre Nicolás Escobar. Sus relaciones se habían enfriado un poco; pero lo cierto es que, hasta que Aranda dejó la capitanía general de Valencia llamado por el rey, fueron íntimos. Aunque luego Aranda hizo destruir su correspondencia con el padre Escobar, se conservan algunas cartas que prueban esa relación.

—¿Has visto esas cartas?

—Sí. Hay tres, y están en la biblioteca de la universidad de Murcia, firmadas de puño y letra por Aranda. Conseguí copias gracias al catedrático de Cartografía, Néstor Perona, cuando lo consulté por teléfono sobre las correcciones que debíamos aplicar al Urrutia.

Otro seducido, pensó Coy. Imaginaba el efecto de Tánger, incluso vía teléfono, en un catedrático de lo que fuera. Devastador.

—Debo reconocer que has trabajado a fondo.

—Nunca sabrás hasta qué punto. Por eso no estoy dispuesta a que nadie me lo quite de las manos.

Aquello, admitió Coy, empezaba a mostrar indicios interesantes. La historia salía de los manuales, adentrándose en la letra pequeña. Cartas de aquel fulano, Aranda. Quizá después de todo, con su banal historia de gabinetes secretos y reyes implacables, ella realmente lo estaba dirigiendo hacia alguna parte.

—Nicolás Escobar —continuó Tánger— era un jesuita importante, relacionado con los círculos de poder y con el seminario de Nobles, que se movía entre Roma, Madrid, Valencia y Salamanca. Dos décadas atrás había sido director del colegio ignaciano de esa última ciudad, plaza fuerte de la Compañía, en cuyas prensas, y ésta es sólo una de las coincidencias, fue impreso…

Se quedó callada. Adivina la sorpresa, etcétera. Coy no pudo menos que sonreír. Se lo había puesto demasiado fácil, y era imposible decepcionarla. Un equipo, de acuerdo. Tú y yo somos un equipo. Tú lo dices y yo me lo creo.

—El Urrutia —dijo.

Ella asintió, satisfecha.

—Eso es. El Atlas Marítimo de Urrutia, impreso en el colegio de los jesuitas de Salamanca en 1751 bajo la protección de otro ministro amigo, el marqués de la Ensenada, impulsor de la marina y los estudios de náutica en España. Y en la época en que se forma el gabinete secreto, el padre Escobar, amigo de marinos ilustres como Jorge Juan y Antonio de Ulloa, se encuentra en Valencia. ¿Adivinas dónde?…

—No. Me temo que esta vez no adivino nada.

—En casa de un viejo conocido tuyo y mío. Sobre todo mío: Luis Fornet Palau, amigo del cuarto voto, testaferro de la flota de los jesuitas y armador del Dei Gloria.

Se detuvo, complacida por la expresión de Coy. Luego se inclinó hacia él poco a poco, sobre la mesa, mirándolo intensamente a los ojos, y él pudo vislumbrar allí adentro una ambición dura y neta como un trozo de piedra oscura, pulida, muy brillante. El sueño había dejado de serlo hacía tiempo, comprendió. Ahora había una obsesión sólida, concreta. Mientras ella acercaba una mano, poniéndola sobre la suya, buscó desesperadamente el término adecuado para definirla. Sintió el peso de la mano cálida, los dedos que se entrelazaban con los suyos. Tibieza suave, firme, tan segura de sí que el gesto parecía el más natural del mundo. Aquella mano no pretendía consolarse, ni alentar, ni fingir. En ese instante era sincera: compartía. Y la palabra de la obsesión, que él halló por fin, era implacable.

—El Dei Gloria, Coy —dijo en voz baja, inclinada sobre la mesa, la mano en la suya—. Estamos hablando del bergantín que sale de Valencia rumbo a América el 2 de octubre, cuando el gabinete secreto lleva cinco meses reunido, y regresa a las costas españolas pocas semanas antes de que a los jesuitas se les aseste el golpe final —la presión de sus dedos se hizo más firme—. ¿Atas algunos cabos?… El resto, o sea, qué o quién pudo viajar a bordo y para qué, te lo contaré camino de Gibraltar. O como decían los viejos folletines, en el próximo capítulo.