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Febrero-diciembre de 1920

I

La prisión militar de Aldershot era un lugar desolador, pensó Billy, pero era mejor que Siberia. Aldershot era una ciudad militar situada a sesenta kilómetros al sudoeste de Londres. La cárcel era un edificio moderno con galerías de tres pisos, llenos de celdas, alrededor del atrio. Estaba muy bien iluminado gracias a un techo de cristal, que le dio su apodo de «El invernadero». Gracias a las tuberías de la calefacción y a la iluminación de gas era un lugar más cómodo que la mayoría de los sitios en los que había dormido Billy durante los últimos cuatro años.

Aun así, no dejaba de ser un edificio inhóspito. Hacía más de un año que había finalizado la guerra y, sin embargo, aún estaba en el ejército. La mayor parte de sus amigos lo habían dejado, ganaban un buen sueldo e iban al cine con chicas. Billy todavía llevaba el uniforme y tenía que hacer el saludo militar, dormía en una cama del ejército y se alimentaba de comida del ejército. Trabajaba todo el día haciendo esteras, que era la principal actividad de la prisión. Lo peor de todo era que nunca podía ver a una mujer. En algún lugar ahí fuera, Mildred lo estaba esperando, probablemente. Todo el mundo conocía la historia de algún soldado que había vuelto a casa y había descubierto que su mujer o su novia se había largado con otro hombre.

No podía comunicarse con Mildred ni con nadie del exterior. Normalmente los presos —o «soldados condenados», esa era su denominación oficial— podían enviar y recibir correspondencia, pero Billy era un caso especial. Puesto que lo habían condenado por revelar secretos del ejército en sus cartas, su correo era confiscado por las autoridades. Aquello formaba parte de la venganza del ejército. Obviamente ya no podía revelar ningún secreto. ¿Qué demonios iba a contarle a su hermana? «La patata hervida siempre está un poco cruda.»

¿Sabían sus padres y su abuelo que lo habían sometido a un consejo de guerra? Los familiares más cercanos del soldado debían ser informados, pensó, pero no estaba seguro y nadie respondía a sus preguntas. De todos modos, lo más probable era que Tommy Griffiths se lo hubiera contado. Esperaba que Ethel les hubiera explicado lo que había hecho en realidad.

No recibía visitas. Sospechaba que su familia ni tan siquiera sabía que había vuelto de Rusia. Le habría gustado recurrir la prohibición de recibir correo, pero no tenía forma alguna de ponerse en contacto con un abogado, ni dinero para pagarlo. Su único consuelo era una vaga sensación de que aquella situación no podía prolongarse de manera indefinida.

Gracias a los periódicos tenía conocimiento de las noticias del mundo exterior. Fitz había vuelto a Londres y se dedicaba a pronunciar discursos en los que pedía más ayuda militar para los rusos blancos. Billy se preguntó si aquello significaba que los Aberowen Pals habían regresado a casa.

Los discursos de Fitz no sirvieron de mucho. La campaña «Rusia no se toca» de Ethel había recibido un gran apoyo y había sido refrendada por el Partido Laborista. A pesar de los acalorados discursos antibolcheviques del ministro de Guerra, Winston Churchill, Gran Bretaña había retirado sus tropas de la Rusia ártica. A mediados de noviembre, los rojos habían expulsado al almirante Kolchak de Omsk. Todo lo que Billy había dicho sobre los blancos, y que Ethel había repetido en su campaña, resultó ser cierto; todo lo que contaron Fitz y Churchill era falso. Sin embargo, Billy estaba en la cárcel y Fitz, en la Cámara de los Lores.

Tenía poco en común con los otros internos. No eran presos políticos. La mayoría había cometido delitos de verdad, robo, agresión y homicidio. Eran hombres duros, pero Billy también y no les tenía miedo. Lo trataban con una deferencia cautelosa ya que, al parecer, tenían la sensación de que su delito estaba por encima del suyo. Él se dirigía a ellos en un tono amistoso, pero los demás presos no tenían ningún interés en política. No veían nada de malo en la sociedad que los había encarcelado; tan solo estaban decididos a vencer al sistema en la siguiente oportunidad.

Durante el receso de media hora del almuerzo, leía el periódico. La mayoría de los internos eran analfabetos. Un día abrió el Daily Herald y vio una fotografía de una cara familiar. Tras un momento de sorpresa se dio cuenta de que era una fotografía suya.

Recordó cuándo se la tomaron. Mildred lo había arrastrado a un fotógrafo de Aldgate para que le hiciera una foto vestido con el uniforme. «Todas las noches la rozaré con los labios», le había dicho. Billy había pensado a menudo en aquella ambigua promesa mientras estuvo alejado de ella.

El titular decía: «¿Por qué está en la cárcel el sargento Williams?». Billy leyó con una emoción cada vez mayor.

William Williams, del 8.º Batallón de los Fusileros Galeses (los «Aberowen Pals») está cumpliendo una pena de diez años en una cárcel militar, condenado por traición. ¿Es este hombre un traidor? ¿Acaso traicionó a su país, desertó y se unió al enemigo o huyó de la batalla? Al contrario. Luchó con valentía en el Somme y siguió sirviendo en Francia durante dos años, donde fue ascendido a sargento.

Billy estaba emocionado. «¡Soy yo! —pensó—. ¡Salgo en el periódico y dicen que luché con valentía!»

Luego fue destinado a Rusia. No estamos en guerra con ese país. Tal vez el pueblo británico no apruebe el régimen bolchevique, pero no atacamos a todos los regímenes con los que no estamos de acuerdo. Los bolcheviques no representan una amenaza para nuestro país ni para nuestros aliados. El Parlamento nunca ha aprobado que se lleven a cabo acciones militares contra el gobierno de Moscú. Existe una seria posibilidad de que nuestra misión en Rusia sea una violación de las leyes internacionales.

De hecho, durante unos meses, el pueblo británico no tuvo conocimiento de que su ejército estuviera combatiendo en Rusia. El gobierno realizó declaraciones engañosas, en las que aseguraba que nuestras tropas solo estaban protegiendo nuestra propiedad, organizando una retirada ordenada, o en estado de alerta. De todo ello solo cabía deducir que nuestros hombres no habían entrado en combate con las fuerzas rojas.

El hecho de que se descubriera la mentira se debe, en gran parte, a William Williams.

—Eh —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. Mirad esto. Gracias a William Williams.

Los hombres de su mesa se arremolinaron junto a él para leer por encima de su hombro. Su compañero de celda, un bestia llamado Cyril Parks, dijo:

—¡Es una fotografía tuya! ¿Qué haces en el periódico?

Billy leyó el resto de la noticia en voz alta.

Su delito fue decir la verdad, en las cartas a su hermana, escritas en un sencillo código para eludir la censura. El pueblo británico tiene una deuda de gratitud con él.

Sin embargo, su acción disgustó a aquellos miembros del ejército y del gobierno responsables de utilizar en secreto a los soldados británicos para sus propios fines políticos. Williams fue sometido a un consejo de guerra y recibió una condena de diez años.

No es el único. Un gran número de militares que se negaron a formar parte del intento de contrarrevolución fueron sometidos a una serie de juicios de dudosa legalidad en Rusia y recibieron unas condenas escandalosamente largas.

William Williams y otros han sido las víctimas de unos hombres vengativos que ocupan cargos de poder. Hay que poner fin a esta situación. Gran Bretaña es un país donde existe la justicia, que es, a fin de cuentas, por lo que luchamos.

—¿Qué te parece? —preguntó Billy—. Dicen que soy la víctima de unos hombres poderosos.

—Yo también —dijo Cyril Parks, que había violado a una chica belga de catorce años en un granero.

De repente le arrancaron el periódico de las manos. Billy alzó la mirada y vio la estúpida cara de Andrew Jenkins, uno de los celadores más desagradables.

—Tal vez tengas amigos en las putas altas instancias, Williams —dijo el hombre—. Pero aquí no eres más que un jodido preso del montón, así que regresa al trabajo de una maldita vez.

—Ahora mismo, señor Jenkins —dijo Billy.

II

Fitz se indignó, ese verano de 1920, cuando una delegación comercial rusa fue a Londres y fue recibida por el primer ministro, David Lloyd George, en el Número Diez de Downing Street. Los bolcheviques aún estaban en guerra con Polonia, país recién reconstituido, y Fitz opinaba que Gran Bretaña debía alinearse con los polacos, pero su propuesta apenas halló apoyo. Los estibadores de Londres fueron a la huelga para no cargar barcos con fusiles para el ejército polaco, y el congreso de sindicatos amenazó con una huelga general si el ejército británico intervenía.

Fitz se resignó a no tomar posesión de las propiedades del difunto príncipe Andréi. Sus hijos, Boy y Andrew, habían perdido su herencia rusa, y tenía que aceptarlo.

Sin embargo, no pudo permanecer callado cuando supo lo que tramaban los rusos, Kámenev y Krassin, en su viaje por Gran Bretaña. La Sala 40 aún existía, aunque bajo una forma distinta, y los servicios secretos británicos interceptaban y descifraban los telegramas que los rusos enviaban a casa. Lev Kámenev, el presidente del Sóviet de Moscú, se dedicaba a hacer circular propaganda revolucionaria de forma descarada.

Fitz estaba tan encendido que reprendió a Lloyd George, a principios de agosto, en una de las últimas cenas de la temporada londinense.

Fue en la casa que lord Silverman tenía en Belgrave Square. La cena no fue tan opípara como las que había celebrado antes de la guerra. Hubo menos platos, se devolvió menos comida sin probar a la cocina y la decoración de la mesa fue más sencilla. El banquete fue servido por doncellas, en lugar de lacayos: nadie quería ser lacayo en esos días. Fitz supuso que aquellas fiestas eduardianas derrochadoras se habían acabado para siempre. Sin embargo, Silverman aún era capaz de atraer a los hombres más poderosos del país a su casa.

Lloyd George preguntó a Fitz por su hermana, Maud.

Aquel era otro tema que enfurecía al conde.

—Lamento decir que se ha casado con un alemán y que se ha ido a vivir a Berlín —explicó. No añadió que ya había dado a luz a su primer hijo, un niño llamado Eric.

—Lo entiendo —dijo Lloyd George—. Tan solo me preguntaba cómo se encontraba. Una muchacha encantadora.

El gusto del primer ministro por las muchachas encantadoras era de sobra conocido, por no decir notorio.

—Me temo que la vida en Alemania es dura —dijo Fitz.

Maud le había escrito para suplicarle que le concediera una asignación, pero él se negó en redondo. Ella no le había pedido permiso para casarse, así pues, ¿cómo podía esperar que la ayudara?

—¿Dura? —se preguntó Lloyd George—. Tal y como debería ser, después de lo que han hecho. Aun así, lo siento por ella.

—Cambiando de tema, primer ministro —dijo Fitz—, ese tipo, Kámenev, es un bolchevique judío, debería deportarlo.

El primer ministro se mostraba afable, con una copa de champán en la mano.

—Estimado Fitz —repuso en tono amable—, al gobierno no le preocupa en exceso la desinformación rusa, que es burda y violenta. Le ruego que no subestime a los trabajadores británicos: reconocen los disparates cuando los oyen. Créame, los discursos de Kámenev están haciendo más para desacreditar al bolchevismo que nada de lo que podamos decir usted y yo.

Fitz creía que aquello era un montón de sandeces displicentes.

—¡Incluso le ha dado dinero al Daily Herald!

—Es un gesto descortés, lo admito, que un gobierno extranjero financie uno de nuestros periódicos, pero, de verdad, ¿tenemos miedo del Daily Herald? No se puede decir que nosotros los liberales y los conservadores no tengamos nuestros propios periódicos.

—Pero se están poniendo en contacto con los grupos revolucionarios más radicales del país, ¡con unos maníacos que pretenden acabar con nuestro estilo de vida!

—A los británicos, menos les gusta el bolchevismo cuanto más lo conocen, recuerde mis palabras. Solo parece formidable cuando se observa desde lejos, a través de una niebla impenetrable. Casi se podría decir que el bolchevismo es una salvaguarda para la sociedad británica, ya que contagia a todas las clases el terror de lo que podría suceder si se destruye la organización actual de la sociedad.

—No me gusta.

—Además —prosiguió Lloyd George—, si los echamos tal vez tengamos que explicar cómo sabemos lo que traman; y si se llegara a divulgar que los espiamos, la noticia podría encender a la clase trabajadora y ponerla en contra de nosotros con una mayor efectividad que todos sus rimbombantes discursos.

Fitz no quería que le dieran lecciones sobre la realidad política, aunque lo hiciera el primer ministro, pero insistió en su argumentación porque se sentía muy furioso.

—¡Pero no es necesario que hagamos negocios con los bolcheviques!

—Si nos negáramos a mantener relaciones comerciales con todos aquellos que utilizan sus embajadas de Londres con fines propagandísticos, no nos quedarían muchos socios. ¡Venga, Fitz, hacemos negocios con los caníbales de las islas Salomón!

Fitz no estaba muy seguro de que fuera cierto, ya que los caníbales de las islas Salomón no tenían mucho que ofrecer, pero pasó la cuestión por alto.

—¿Tan grave es nuestra situación que tenemos que tratar con esos asesinos?

—Me temo que sí. He hablado con muchos hombres de negocios y me han asustado bastante con sus perspectivas sobre los próximos dieciocho meses. No están llegando pedidos. Los clientes no compran. Podríamos estar a punto de entrar en la peor época de desempleo que todos hayamos conocido jamás. Pero los rusos quieren comprar… y pagan con oro.

—¡Yo no aceptaría su oro!

—Ah, pero Fitz —dijo Lloyd George—, usted ya tiene de sobra.

III

Hubo fiesta en Wellington Row, cuando Billy llevó a su esposa a Aberowen.

Era un sábado soleado y, por una vez, no llovía. A las tres de la tarde Billy y Mildred llegaron a la estación con las niñas de Mildred, las nuevas hijastras de Billy, Enid y Lillian, de ocho y siete años. Para entonces los mineros habían salido del pozo, se habían dado su baño semanal y se habían puesto sus trajes de domingo.

Los padres de Billy esperaban en la estación. Habían envejecido y parecían haber encogido, ya no sobresalían entre la gente que los rodeaba. Papá le estrechó la mano a Billy y dijo:

—Estoy orgulloso de ti, hijo. Te enfrentaste a ellos, tal y como te enseñé.

Billy estaba contento, aunque no se consideraba uno más de los éxitos en la vida de su padre.

Los padres de Billy habían conocido a Mildred en la boda de Ethel. David le estrechó la mano y la madre la besó.

—Es un placer verla de nuevo, señora Williams. ¿Puedo llamarla mamá? —preguntó Mildred.

Era lo mejor que podría haber dicho, y Cara se sentía encantada. Billy estaba convencido de que su padre llegaría a quererla, siempre que ella se abstuviera de decir palabras malsonantes.

Las preguntas insistentes de los parlamentarios en la Cámara de los Comunes, alimentadas con la información de Ethel, habían obligado al gobierno a anunciar la reducción de las condenas de varios soldados y marineros sometidos a consejos de guerra en Rusia acusados de amotinamiento y otros delitos. La pena de cárcel de Billy se había reducido a un año y lo habían liberado y desmovilizado. De modo que se casó con Mildred en cuanto pudo.

Aberowen le resultaba un lugar extraño. No había cambiado mucho, pero sus sentimientos eran distintos. Era una ciudad pequeña y gris, y las montañas que la rodeaban parecían muros destinados a retener a la gente. Ya no estaba seguro de que fuera su hogar. Como le sucedió cuando se puso el traje antes de partir a la guerra, le parecía que, a pesar de que todavía encajaba, ya no se sentía a gusto. Se dio cuenta de que nada de lo que sucediera allí cambiaría el mundo.

Subieron la cuesta de Wellington Row y vieron las casas decoradas con banderitas: la Union Jack, el Dragón Galés y la bandera roja. Había también un gran cartel que cruzaba la calle y decía: «Bienvenido a casa, Billy Doble». Todos los vecinos habían salido a la calle. Había mesas con jarras de cerveza y teteras, y bandejas con pasteles, tartas y bocadillos. Cuando vieron a Billy cantaron «We’ll Keep a Welcome in the Hillsides».

Billy lloró.

Le dieron una pinta de cerveza. Una multitud de jóvenes admiradores se arremolinó en torno a Mildred. Para ellos era una mujer exótica, con sus vestidos de Londres, su acento cockney y un sombrero con una gran ala que ella misma había adornado con flores de seda. Incluso cuando hacía gala de sus mejores modales no podía evitar decir cosas atrevidas como: «No podía dejar que se me pudriera en el pecho».

El abuelo parecía mayor, y caminaba encorvado, pero aún tenía la cabeza en su sitio. Se ocupó de Enid y Lillian, les dio unos caramelos que sacó de los bolsillos del chaleco y les enseñó cómo era capaz de hacer desaparecer un penique.

Billy tuvo que hablar con todas las familias de sus compañeros muertos: Joey Ponti, Jones el Profeta, Llewellyn el Manchas y los demás. Se reencontró con Tommy Griffiths, a quien había visto por última vez en Ufa, Rusia. El padre de Tommy, Len, el ateo, estaba demacrado por culpa del cáncer.

Billy iba a bajar de nuevo a la mina el lunes, y todos los mineros querían explicarle los cambios que había habido bajo tierra desde que se había ido: se habían abierto nuevos túneles que se ahondaban aún más en la mina, había más luces eléctricas y mejores medidas de seguridad.

Tommy se subió a una silla y pronunció un discurso de bienvenida, y luego tomó la palabra Billy.

—La guerra nos ha cambiado a todos —dijo—. Recuerdo cuando la gente decía que Dios había puesto a los ricos en la tierra para gobernarnos a nosotros, a la gente inferior. —La frase fue recibida con risas de desdén—. Muchos hombres dejaron de llamarse a engaño cuando tuvieron que luchar bajo las órdenes de unos oficiales de clase alta a los que ni tan siquiera se les debería confiar la organización de una excursión de domingo de un grupo de catequesis. —Los demás veteranos asintieron en un gesto cómplice—. La guerra se ganó gracias a hombres como nosotros, hombres de a pie, sin educación pero no estúpidos.

Todos se mostraron de acuerdo, y se oyeron varios «tiene razón» y «sí».

—Ahora podemos votar, y también una parte de las mujeres, aunque no todas, tal y como os dirá enseguida mi hermana Eth. —Hubo una pequeña ovación por parte de las mujeres—. Este es nuestro país, y debemos tomar el control de él, tal y como han hecho los bolcheviques en Rusia y los socialdemócratas en Alemania. —Los hombres lo vitorearon—. Tenemos un partido de la clase trabajadora, el Partido Laborista, y somos suficientes para lograr que nuestro partido forme gobierno. Lloyd George nos jugó una mala pasada en las últimas elecciones, pero no volverá a salirse con la suya.

Alguien gritó:

—¡No!

—Ahora voy a deciros por qué he vuelto. Los días de Perceval Jones como parlamentario por Aberowen están a punto de llegar a su fin. —Hubo una ovación—. ¡Quiero ver que un candidato laborista nos represente en la Cámara de los Comunes! —Billy miró a su padre, que estaba rebosante de alegría—. Gracias por vuestra fantástica bienvenida. —Bajó de la silla y todo el mundo aplaudió con entusiasmo.

—Buen discurso, Billy —lo felicitó Tommy Griffiths—. Pero ¿quién va a ser el candidato laborista?

—¿Sabes qué, Tommy? —dijo Billy—. Te doy tres oportunidades para que lo adivines.

IV

El filósofo Bertrand Russell fue a Rusia ese año y escribió un breve libro titulado Teoría y práctica del bolchevismo, que estuvo a punto de provocar el divorcio de los Leckwith.

Russell se mostró en contra de los bolcheviques con gran vehemencia. Y, lo que es peor aún, lo hizo desde un punto de vista de izquierdas. A diferencia de los críticos conservadores, él no afirmaba que el pueblo ruso no tuviera derecho a deponer al zar, a repartir las tierras de los nobles entre los campesinos y a dirigir sus propias fábricas. Al contrario, se mostraba conforme con todo aquello. Sin embargo, atacó a los bolcheviques, no por tener los ideales equivocados, sino por tener los ideales correctos pero ser incapaces de vivir de acuerdo con ellos. De modo que sus conclusiones no podían desecharse de plano por ser propaganda.

Bernie lo leyó primero. Como todos los bibliotecarios, no soportaba que la gente escribiera en los libros, pero en este caso hizo una excepción, y garabateó las páginas con comentarios iracundos, subrayó frases y escribió «¡Sandeces!» o «¡Argumento inválido!» con lápiz en los márgenes.

Ethel lo leyó con el bebé en brazos, que ya había cumplido un año. Le pusieron Mildred, pero siempre la llamaban Millie. La Mildred mayor se había trasladado a Aberowen con Billy y ya estaba embarazada del primer hijo de ambos. Ethel la echaba de menos, aunque se alegraba de poder utilizar las habitaciones del piso de arriba de la casa. La pequeña Millie tenía el pelo rizado y, a pesar de su corta edad, una mirada coqueta que recordaba a Ethel a todo el mundo.

Ethel disfrutó del libro. Russell era un escritor ingenioso. Con su aristocrática indiferencia, le había pedido una entrevista a Lenin, y había pasado una hora con el gran hombre. Hablaron en inglés. Lenin le dijo que lord Northcliffe era su mejor propagandista: las historias de terror que el Daily Mail contaba sobre el modo en que los rusos habían saqueado a los aristócratas tal vez aterraban a los burgueses, pero tendrían el efecto contrario en la clase trabajadora británica.

Sin embargo, Russell dejó muy claro que los bolcheviques eran totalmente antidemocráticos. La dictadura del proletariado era una verdadera dictadura, dijo, pero los gobernantes eran intelectuales de clase media como Lenin y Trotski, que solo permitían la ayuda de los proletarios que estaban de acuerdo con sus opiniones.

—Creo que esto es muy preocupante —comentó Ethel cuando acabó el libro.

—¡Bertrand Russell es un aristócrata! —exclamó Bernie, furioso—. ¡Es el tercer conde!

—Eso no implica que sea una mala persona. —Millie dejó de mamar y se quedó dormida. Ethel le acarició sus suaves mejillas con la punta de los dedos—. Russell es socialista. Se queja de que los bolcheviques no están poniendo en práctica el socialismo.

—¿Cómo puede decir algo así? Han aplastado a la nobleza.

—Pero también a la prensa que estaba en su contra.

—Es una necesidad temporal…

—¿Hasta cuándo? ¡La Revolución rusa ya tiene tres años!

—Quien algo quiere, algo le cuesta.

—Dice que hay detenciones y ejecuciones arbitrarias, y que la policía secreta tiene más poder ahora que cuando mandaba el zar.

—Pero actúan para detener a contrarrevolucionarios, no a socialistas.

—El socialismo significa libertad, incluso para los contrarrevolucionarios.

—¡No es cierto!

—Para mí sí.

Sus gritos despertaron a Millie. La niña, que sintió la ira que reinaba en la habitación, se puso a llorar.

—¿Ves? —dijo Ethel con resentimiento—. Mira lo que has hecho.

V

Cuando Grigori regresó a casa de la guerra civil, se fue al confortable apartamento en el que vivían Katerina, Vladímir y Anna, situado en el enclave del gobierno en el antiguo fuerte del Kremlin. Para su gusto, tenía demasiadas comodidades. El país entero sufría escasez de comida y combustible, pero en las tiendas del Kremlin había de sobra. En el complejo disponían de tres restaurantes con cocineros de escuela francesa y, para consternación de Grigori, los camareros daban un taconazo ante los bolcheviques, tal y como habían hecho con los antiguos nobles. Katerina dejaba a los niños en la guardería mientras iba a la peluquería. Por la noche, los miembros del Comité Central iban a la ópera en coches con chófer.

—Espero que no nos estemos convirtiendo en la nueva nobleza —le dijo una noche a Katerina en la cama.

Su mujer soltó una risa de desdén.

—Si lo somos, ¿dónde están mis diamantes?

—Bueno, ya sabes, organizamos banquetes, viajamos en primera clase en el ferrocarril, etcétera.

—Los aristócratas nunca hicieron nada útil. Todos vosotros trabajáis doce, quince, dieciocho horas al día. No se puede esperar que hurguéis en la basura en busca de ramas para quemarlas y no moriros de frío, como hacen los pobres.

—Pero entonces siempre hay una excusa para que la élite tenga sus privilegios especiales.

—Ven aquí —dijo ella—. Voy a darte un privilegio especial.

Después de hacer el amor, Grigori permaneció despierto. A pesar de sus dudas, no podía reprimir un sentimiento de secreta satisfacción al ver que su familia vivía tan bien. Katerina había engordado. Cuando la conoció era una chica de veinte años voluptuosa; ahora era una madre rolliza de veintiséis. Vladímir tenía cinco años y estaba aprendiendo a leer y a escribir en la escuela, junto con los hijos de los demás nuevos gobernantes de Rusia; Anna, a la que llamaban Ania, era una niña traviesa de tres años con el cabello rizado. Su hogar había pertenecido a una de las damas de honor de la zarina. Era un piso cálido, seco y espacioso, que tenía un dormitorio para los niños y también cocina y sala de estar; en el pasado, en Petrogrado, habría servido de alojamiento para veinte personas. Había cortinas en las ventanas, tazas de porcelana para el té, una alfombra frente al fuego y un óleo del lago Baikal sobre la chimenea.

Al final Grigori se durmió y se despertó a las seis cuando alguien llamó a la puerta. La abrió y encontró a una mujer esquelética, vestida con harapos, que le resultaba familiar.

—Siento molestarlo tan pronto, excelencia —dijo, utilizando la forma antigua y respetuosa de tratamiento.

La reconoció enseguida, era la mujer de Konstantín.

—¡Magda! —exclamó, asombrado—. Estás muy distinta, ¡pasa! ¿Qué sucede? ¿Vives en Moscú ahora?

—Sí, nos hemos trasladado aquí, excelencia.

—No me llames así, por el amor de Dios. ¿Dónde está Konstantín?

—En la cárcel.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Por contrarrevolucionario.

—¡Es imposible! —dijo Grigori—. Deben de haber cometido un grave error.

—Sí, señor.

—¿Quién lo ha detenido?

—La Cheka.

—La policía secreta. Bueno, trabajan para nosotros. Averiguaré lo que ha sucedido. Lo investigaré inmediatamente después del desayuno.

—Por favor, excelencia, se lo suplico, haga algo ahora. Van a fusilarlo dentro de una hora.

—¡Diablos! —exclamó Grigori—. Espera mientras me visto.

Se puso el uniforme. Aunque no tenía insignias de rango, era de mucha mejor calidad que el de los soldados rasos, y lo distinguía claramente como comandante.

Al cabo de unos minutos, Magda y él abandonaron el complejo del Kremlin. Estaba nevando. Recorrieron la corta distancia que los separaba de la plaza Lubianka. El cuartel de la Cheka era un enorme edificio barroco de ladrillo amarillo, que antiguamente habían sido las oficinas de una compañía aseguradora. El guardia de la puerta hizo el saludo militar a Grigori, que empezó a gritar en cuanto puso un pie en el edificio.

—¿Quién manda aquí? ¡Traedme al oficial de servicio! Soy el camarada Grigori Peshkov, miembro del Comité Central Bolchevique. Deseo ver al prisionero Konstantín Vorotsintsev de inmediato. ¿A qué esperáis? ¡Poneos manos a la obra! —Había descubierto que aquella era la forma más rápida de hacer las cosas, aunque le traía a la mente el horrible recuerdo del comportamiento irascible de un noble malcriado.

Los guardias echaron a correr, presas del pánico, y entonces Grigori se llevó una gran sorpresa. El oficial de servicio bajó al vestíbulo. Grigori lo conocía. Era Mijaíl Pinski.

Grigori se horrorizó. Pinski había sido un matón y un animal que había pertenecido a la policía zarista: ¿era ahora un matón y un animal al servicio de la revolución?

Pinski esbozó una sonrisa empalagosa.

—Camarada Peshkov —dijo—. Qué honor.

—No dijiste eso cuando te di un puñetazo por molestar a una pobre campesina —replicó Grigori.

—Cómo han cambiado las cosas, camarada… para todos.

—¿Por qué habéis detenido a Konstantín Vorotsintsev?

—Por llevar a cabo actividades contrarrevolucionarias.

—Eso es absurdo. Era el moderador del grupo de discusión bolchevique de la fábrica Putílov en 1914. Fue uno de los primeros representantes del Sóviet de Petrogrado. ¡Es más bolchevique que yo!

—¿Es eso cierto? —preguntó Pinski, con un deje de amenaza.

Grigori no le hizo caso.

—Traédmelo.

—Ahora mismo, camarada.

Al cabo de unos minutos apareció Konstantín. Estaba sucio, sin afeitar y olía a pocilga. Magda rompió a llorar y lo abrazó.

—Tengo que hablar con el prisionero en privado —le dijo Grigori a Pinski—. Llévanos a tu despacho.

Pinski negó con la cabeza.

—Mi humilde oficina…

—No discutas —dijo Grigori—. A tu despacho. —Era una forma de realzar su poder. Tenía que mantener dominado a Pinski.

Subieron a una oficina del piso superior con vistas al patio interior. Pinski se apresuró a guardar un puño de acero en un cajón.

Grigori miró por la ventana y vio que amanecía.

—Espera fuera —le ordenó a Pinski.

Se sentaron y Grigori le preguntó a Konstantín:

—¿Qué demonios está sucediendo?

—Vinimos a Moscú cuando se trasladó el gobierno —le explicó su amigo—. Creía que me nombrarían comisario político. Pero fue un error. Aquí no tengo apoyo político.

—Entonces, ¿qué has hecho hasta ahora?

—Busqué un trabajo normal. Estoy en la fábrica Tod, haciendo partes de motores, ruedas dentadas, pistones y cojinetes.

—Pero ¿por qué cree la policía que eres un contrarrevolucionario?

—La fábrica elige a un representante para el Sóviet de Moscú. Uno de los ingenieros anunció que se presentaría como candidato menchevique. Organizó un mitin y fui a escucharlo. Solo asistieron una docena de personas. No hablé, me fui a la mitad y no lo voté. Ganó el candidato bolchevique, por supuesto. Pero, después de las elecciones, todos los que asistimos al mitin menchevique fuimos despedidos. Entonces, la semana pasada, nos detuvieron.

—No podemos hacer esto —dijo Grigori, con desesperación—. Ni tan siquiera en nombre de la revolución. No podemos detener a trabajadores por el mero hecho de que escuchen un punto de vista distinto.

Konstantín lo miró extrañado.

—¿Has estado fuera?

—Por supuesto —respondió Grigori—. Luchando contra los ejércitos contrarrevolucionarios.

—Entonces por eso no sabes lo que está sucediendo.

—¿Te refieres a que ya ha ocurrido antes?

—Grishka, sucede a diario.

—No puedo creerlo.

—Anoche recibí un mensaje —intervino Magda—, de una amiga que está casada con un policía, en el que me decía que Konstantín y los demás serían fusilados a las ocho en punto de la mañana.

Grigori miró su reloj de pulsera del ejército. Ya eran casi las ocho.

—¡Pinski! —gritó.

El policía entró.

—Detén la ejecución.

—Me temo que es demasiado tarde, camarada.

—¿Quieres decir que esos hombres ya han sido fusilados?

—Aún no. —Pinski se acercó a la ventana.

Grigori hizo lo mismo. Konstantín y Magda permanecieron a su lado.

Abajo, en el patio cubierto de nieve, se había reunido ya el pelotón de fusilamiento bajo la tenue luz de los primeros rayos del día. Frente a los soldados, había una docena de hombres con los ojos vendados, que tiritaban de frío a causa de la ropa fina que llevaban. Una bandera roja ondeaba sobre ellos.

Mientras Grigori miraba, los soldados levantaron los fusiles.

Grigori gritó:

—¡Paraos ahora! ¡No disparéis! —Pero su voz quedó amortiguada por la ventana, y nadie lo oyó.

Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de unos disparos.

Los condenados cayeron al suelo. Grigori miró fijamente la escena, aterrado.

Alrededor de los cuerpos desplomados, unas manchas de sangre tiñeron la nieve; de un rojo brillante a juego con la bandera que ondeaba encima.