Agosto-octubre de 1919
Gus y Rosa regresaron a Washington al mismo tiempo que el presidente. En agosto, se las ingeniaron para que les concedieran permiso a ambos simultáneamente y volvieron a casa, a Buffalo. Al día siguiente a su llegada, Gus llevó a Rosa a la residencia de sus padres para que la conocieran.
Estaba nervioso, porque lo que más deseaba en este mundo era que a su madre le gustase Rosa. Sin embargo, la mujer tenía una opinión demasiado idealizada de lo atractivo que resultaba su hijo para las mujeres, y siempre había encontrado defectos a todas las chicas a las que él había mencionado a lo largo de su vida. Ninguna era lo bastante buena para él, sobre todo socialmente. Si hubiese querido casarse con la hija del rey de Inglaterra, seguramente su madre le habría dicho: «Hijo mío, ¿es que no puedes encontrar una chica americana de buena familia?».
—Lo primero que te llamará la atención de ella es que es muy guapa —dijo Gus durante el desayuno esa mañana—. En segundo lugar, verás que solo tiene un ojo. Al cabo de unos minutos, te darás cuenta de que es muy lista, y cuando llegues a conocerla mejor, entenderás que es la muchacha más maravillosa del mundo.
—Estoy segura de que así será —dijo su madre, con su apabullante falta de sinceridad habitual—. ¿Quiénes son sus padres?
Rosa llegó poco después de mediodía, cuando la madre de Gus estaba durmiendo la siesta y el padre todavía no había vuelto de la ciudad. Gus le enseñó la casa y los alrededores.
—¿Te das cuenta de que provengo de una familia más bien humilde? —preguntó ella, nerviosa.
—Te acostumbrarás a esto enseguida —dijo él—. Además, tú y yo no vamos a vivir rodeados de todos estos lujos, aunque es muy posible que nos compremos una casita elegante en Washington.
Jugaron al tenis. La partida no estaba muy igualada: Gus, con aquellas piernas y aquellos brazos tan largos, era demasiado bueno para ella, y la joven no sabía calcular con la necesaria precisión las distancias. Sin embargo, se enfrentó a su contrincante con una gran resolución, yendo a por cada pelota, y llegó a ganar algún set. Además, con aquel vestido de tenis blanco con el dobladillo a la altura de la pantorrilla, siguiendo la última moda, la joven estaba tan atractiva que Gus tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse en los golpes.
Para cuando llegó la hora del té, estaban sudando a mares.
—Haz acopio de todas tus reservas de tolerancia y buena voluntad —dijo Gus al otro lado de la puerta de la sala de estar—. Mamá puede ser una esnob insoportable.
Sin embargo, la madre de Gus estaba absolutamente encantadora; dio dos besos a Rosa en las mejillas y dijo:
—Pero qué aspecto tan sano tenéis los dos, así, tan acalorados después del ejercicio. Señorita Hellman, me alegro mucho de conocerla y espero que nos hagamos grandes amigas.
—Es usted muy amable —dijo Rosa—. Sería un privilegio ser su amiga.
La madre de Gus estaba muy complacida con aquel cumplido: sabía que era una grand dame de la alta sociedad de Buffalo, y consideraba muy apropiado que las mujeres más jóvenes le presentasen sus respetos. Rosa lo había adivinado de inmediato. Una chica muy lista, pensó Gus. Y generosa, además, teniendo en cuenta que, en el fondo, odiaba la autoridad bajo cualquiera de sus formas.
—Conozco a Fritz Hellman, su hermano —dijo la mujer. Fritz tocaba el violín en la Orquesta Sinfónica de Buffalo, y la madre de Gus estaba en la junta—. Tiene mucho talento.
—Gracias. Estamos muy orgullosos de él.
La madre de Gus siguió charlando de cosas triviales y Rosa dejó que llevara la voz cantante en la conversación. Gus no pudo evitar acordarse de la última vez que había llevado a casa a una chica con la que pensaba casarse: Olga Vyalov. La reacción de su madre en aquella ocasión había sido distinta: se había mostrado cortés y amigable, pero Gus sabía que no estaba siendo del todo sincera. Ese día parecía hablar con franqueza.
Le había preguntado a su madre por la familia Vyalov el día anterior. Habían enviado a Lev Peshkov a Siberia como intérprete del ejército. Olga no acudía a demasiadas reuniones sociales y parecía entregada en cuerpo y alma a la educación de su hijita. Josef había presionado al padre de Gus, el senador, para que enviase más ayuda militar a los rusos blancos.
—Parece ser que cree que los bolcheviques van a perjudicar los negocios familiares de los Vyalov en Petrogrado —le había dicho su madre.
—Es lo mejor que he oído decir sobre los bolcheviques —había contestado Gus.
Después del té, subieron a cambiarse. A Gus le turbaba la idea de pensar que Rosa estaba duchándose en la habitación de al lado. Nunca la había visto desnuda. Habían pasado horas apasionadas en su habitación del hotel de París, pero no habían llegado a mantener relaciones sexuales.
—Siento ser tan anticuada —le había dicho ella entonces, disculpándose—, pero me parece que deberíamos esperar. —En el fondo no era ninguna anarquista, ciertamente.
Los padres de Rosa estaban invitados a cenar. Gus se puso un esmoquin corto y bajó las escaleras. Preparó un whisky escocés para su padre pero no para él, pues presentía que necesitaría tener la cabeza bien despejada esa noche.
Rosa bajó ataviada con un vestido negro, con un aspecto absolutamente arrebatador. Sus padres llegaron a las seis en punto. Norman Hellman apareció vestido de rigurosa etiqueta, con frac, un atuendo no del todo adecuado para una cena familiar, aunque tal vez no tuviese ningún esmoquin. Era un hombre más bien bajito con una sonrisa encantadora, y Gus se dio cuenta de inmediato de que Rosa se parecía a él. Se bebió un par de martinis bastante rápido, el único indicio de que seguramente estaba nervioso, pero luego rechazó seguir tomando más alcohol. La madre de Rosa, Hilda, era una auténtica belleza, y tenía unas manos preciosas de dedos largos y finos. Costaba imaginársela trabajando como sirvienta. Al padre de Gus le gustó inmediatamente.
Cuando se sentaron a cenar, el doctor Hellman preguntó:
—Y dime, Gus, ¿cuáles son tus planes respecto a tu carrera profesional?
Tenía todo el derecho a hacerle aquella pregunta, pues era el padre de la mujer a la que amaba, pero lo cierto es que Gus no tenía una respuesta muy clara.
—Trabajaré para el presidente mientras me necesite —dijo.
—Ahora mismo tiene una tarea muy delicada entre manos.
—Es cierto. El Senado está planteando muchos problemas para aprobar el tratado de paz de Versalles. —Gus intentó que sus palabras no sonaran demasiado amargas—. Al fin y al cabo, fue Wilson quien consiguió persuadir a los europeos para que formaran la Sociedad de las Naciones, así que ahora me cuesta creer que sean los propios norteamericanos los que vayan a dar la espalda a la idea.
—El senador Lodge es un alborotador incorregible.
A Gus le parecía que el senador Lodge era un hijo de puta egocéntrico.
—El presidente decidió no llevarse a Lodge consigo a París, y ahora Lodge se está cobrando su venganza.
El padre de Gus, que era un viejo amigo tanto del presidente como del senador, dijo:
—Woodrow creó la Sociedad de las Naciones como parte del tratado de paz, pensando que, puesto que sería imposible que rechazásemos el tratado, no tendríamos más remedio que aceptar la sociedad. —Se encogió de hombros—. Lodge lo mandó al diablo.
—Para ser justos con Lodge —comentó el doctor Hellman—, creo que el pueblo americano tiene razón al preocuparse por el Artículo Diez. Si nos incorporamos a una sociedad que garantiza la protección de sus miembros frente a una agresión, estamos comprometiendo a las fuerzas estadounidenses a participar en conflictos desconocidos en el futuro.
La respuesta de Gus fue muy rápida.
—Si la sociedad es fuerte, nadie se atreverá a desafiarla.
—Yo no estoy tan seguro de eso como tú.
Gus no quería empezar una discusión con el padre de Rosa, pero lo cierto es que tenía sentimientos muy fuertes con respecto a la Sociedad de las Naciones.
—Yo no digo que nunca vaya a haber otra guerra —señaló en tono conciliador—, pero sí creo que las guerras serían menos frecuentes y más cortas, y los agresores obtendrían escasas recompensas.
—Y yo creo que puede que tengas razón, pero muchos votantes dicen: «Me importa muy poco el resto del mundo: a mí solo me interesa Estados Unidos. ¿No corremos el peligro de convertirnos en la policía del mundo?». Es una pregunta razonable.
Gus hizo todo lo posible por disimular su irritación. La Sociedad de las Naciones era la mayor esperanza para la paz que había tenido la humanidad en toda su historia, y corría el peligro de no llegar a ver la luz a causa de aquella estrechez de miras.
—El Consejo de la Sociedad de las Naciones —dijo— tiene que tomar decisiones unánimes para que Estados Unidos nunca se vea arrastrado a luchar en una guerra en contra de su voluntad.
—De todas maneras, no tiene ningún sentido tener la sociedad a menos que esté preparada para luchar.
Los enemigos de la Sociedad de las Naciones eran así: primero protestaban porque tendría que luchar y luego protestaban porque no tendría que hacerlo.
—¡Esos problemas son menores en comparación con la muerte de millones de personas! —exclamó Gus.
El doctor Hellman se encogió de hombros, demasiado cortés para seguir defendiendo su punto de vista frente a un oponente tan apasionado.
—En cualquier caso —dijo—, creo que un tratado extranjero requiere el apoyo de dos tercios del Senado.
—Y ahora mismo ni siquiera contamos con la mitad —repuso Gus en tono apesadumbrado.
Rosa, encargada de escribir sobre aquel asunto para el periódico, comentó:
—Yo he contado cuarenta a favor, incluyéndolo a usted, senador Dewar. Cuarenta y tres tienen sus reservas, ocho están definitivamente en contra y cinco, indecisos.
—¿Y qué piensa hacer el presidente? —le preguntó su padre a Gus.
—Va a dirigirse directamente a la gente, al pueblo al que representan los políticos. Tiene planeado un recorrido de dieciséis mil kilómetros por todo el país. Va a pronunciar más de cincuenta discursos en cuatro semanas.
—Un calendario agotador. Tiene sesenta y dos años y la tensión alta.
Gus advirtió que el doctor Hellman tenía algo de malicioso, pues todo cuanto decía parecía ir con segundas. Saltaba a la vista que sentía la necesidad de poner a prueba el temple del pretendiente de su hija.
—Sí, pero al final —contestó Gus—, el presidente habrá explicado al pueblo norteamericano que el mundo necesita una Sociedad de las Naciones para asegurarnos de que nunca volvamos a tener que intervenir en una guerra como la que acaba de terminar.
—Rezo a Dios por que tengas razón.
—Si hace falta explicar las complejidades políticas al ciudadano de a pie, Wilson es la persona idónea.
Se sirvió champán con el postre.
—Antes de que empecemos, me gustaría decir algo —anunció Gus. Sus padres parecían perplejos, pues él nunca pronunciaba discursos—. Doctor y señora Hellman, saben que amo a su hija, que es la muchacha más maravillosa del mundo. Ya sé que es muy anticuado, pero me gustaría pedirles permiso… —Extrajo del bolsillo una pequeña cajita roja de piel—… permiso para ofrecerle este anillo de compromiso.
Abrió la caja, que contenía un anillo de oro con un único diamante de un quilate. No era un anillo ostentoso, pero era un diamante blanco puro, el color más atractivo, de corte redondo brillante, y tenía un aspecto fabuloso.
Rosa dio un respingo.
El doctor Hellman miró a su mujer y ambos sonrieron.
—Por supuesto, cuenta con nuestro permiso —dijo.
Gus rodeó la mesa y se arrodilló junto a la silla de Rosa.
—¿Quieres casarte conmigo, Rosa? —le preguntó.
—¡Claro que sí, Gus, amor mío! ¡Mañana mismo, si quieres!
Gus extrajo el anillo de la caja y lo deslizó en el dedo de la joven.
—Gracias —dijo él.
Y su madre se echó a llorar.
La tarde del miércoles 3 de septiembre, a las siete, Gus estaba a bordo del tren del presidente cuando salió de la estación Union de Washington, DC. Wilson iba vestido con un blazer azul, pantalones blancos y sombrero de paja. Iba acompañado por su esposa, Edith, así como por Cary Travers Grayson, su médico personal. A bordo del tren viajaban también veintiún periodistas, entre los que se encontraba Rosa Hellman.
Gus estaba seguro de que Wilson podía ganar aquella batalla, pues siempre le había gustado el contacto directo con los votantes. Además, había ganado la guerra, ¿verdad?
El tren viajó toda la noche hasta llegar a Columbus, Ohio, donde el presidente dio su primer discurso del recorrido. Desde allí prosiguió la ruta hacia Indianápolis, realizando visitas relámpago en algunas poblaciones del camino, y al llegar a la ciudad, esa misma noche se dirigió a una multitud de veinte mil personas.
Sin embargo, Gus se había quedado un tanto descorazonado al término de la primera jornada. Los discursos de Wilson no habían sido brillantes, y su tono era apagado. Había empleado notas, y eso que siempre se le daba mejor cuando improvisaba, sin tener que recurrir a ellas, y cuando entraba en los tecnicismos del tratado que tantos quebraderos de cabeza habían dado a los participantes de París, el presidente parecía irse por las ramas y perdía la atención de su público. Sufría un dolor de cabeza, eso Gus lo sabía, tan fuerte que a veces se le nublaba la visión.
El joven estaba muy preocupado. No era solo que su amigo y mentor estuviese enfermo, es que había muchas cosas importantes en juego: el futuro de Estados Unidos y del mundo dependía de lo que sucediese a lo largo de las semanas siguientes, y solo el compromiso personal de Wilson podía salvar la Sociedad de las Naciones de sus intransigentes oponentes.
Después de la cena, Gus se dirigió al coche cama de Rosa. Era la única mujer periodista de la comitiva, de modo que disponía de un compartimiento para ella sola. Era casi tan partidaria de la sociedad como Gus, pero dijo:
—Es difícil encontrar algo positivo que decir de lo de hoy.
Se tumbaron un rato en su litera, besándose y acariciándose, luego se dieron las buenas noches y se despidieron. La fecha prevista para su boda era en octubre, después del viaje del presidente. A Gus le habría gustado que fuese antes aún, pero los padres de ambos querían tiempo para encargarse de los preparativos, y la madre de él había mascullado algo acerca de unas prisas indecentes, de modo que el joven había acabado cediendo.
Wilson trabajaba incansablemente tratando de mejorar su discurso, aporreando las teclas de su vieja máquina de escribir Underwood mientras las interminables praderas del Medio Oeste desfilaban por la ventanilla del tren. Sus intervenciones mejoraron a lo largo de las jornadas siguientes, y Gus le aconsejó que intentase hacer que el tratado resultase relevante para cada ciudad. Wilson les dijo a los principales comerciantes de San Luis que el tratado era necesario para la construcción del comercio internacional. En Omaha proclamó que el mundo sin el tratado sería como una comunidad con disputas sobre la propiedad sin resolver, con todos los granjeros apostados en las cercas de sus fincas revólver en mano. En lugar de dar largas explicaciones, trataba de hacer entender los puntos principales con frases cortas y claras.
Gus también recomendó que Wilson apelase a los sentimientos de la gente. Aquello no era meramente un asunto político, dijo, sino que afectaba directamente a los sentimientos que tenían sobre su país. En Columbus, Wilson habló de los muchachos de caqui. En Sioux Falls, dijo que quería compensar el sacrificio de las madres que habían perdido a sus hijos en el campo de batalla. Rara vez se rebajaba a emplear el lenguaje insidioso para referirse a la oposición, pero en Kansas City, hogar del cáustico senador Reed, comparó a sus oponentes con los bolcheviques. Y proclamó el atronador mensaje, una y otra vez, de que si el proyecto de la Sociedad de las Naciones fracasaba, habría otra guerra.
Gus se encargaba de las relaciones con los reporteros que iban a bordo del tren y con la prensa local cada vez que el tren se detenía. Cuando Wilson hablaba sin un discurso redactado previamente, su taquígrafo elaboraba una transcripción inmediata que Gus se encargaba de distribuir. También persuadió a Wilson para que acudiese al vagón cafetería de vez en cuando a charlar de manera informal con los periodistas.
Funcionó. El público respondía cada vez mejor. La cobertura de la prensa seguía siendo poco entusiasta, pero el mensaje de Wilson se repetía de forma constante, aun en los periódicos que se oponían abiertamente a él. Y los informes procedentes de Washington sugerían que la oposición se estaba debilitando.
Sin embargo, para Gus era evidente el desgaste que la campaña le estaba causando al presidente. Sus dolores de cabeza eran ya casi continuos, dormía mal, no podía digerir comida normal y el doctor Grayson le administraba líquidos. Sufrió una infección de garganta que se convirtió en algo similar al asma, y empezó a tener problemas para respirar. Intentó dormir incorporado.
Todo aquello se le ocultaba a la prensa, incluida Rosa. Wilson seguía dando discursos, aunque su voz era débil. Miles de personas lo vitorearon en Salt Lake City, pero parecía demacrado, y apretaba las manos con fuerza repetidas veces, en un ademán extraño que a Gus le evocaba un hombre moribundo.
Entonces, la noche del 25 de septiembre, ocurrió lo que se temía. Gus oyó a Edith llamar al doctor Grayson. Se puso un batín y acudió al coche cama del presidente.
Lo que vio allí le dejó horrorizado y consternado: Wilson tenía un aspecto espantoso. Apenas podía respirar y sufría una especie de tic facial. A pesar de todo, él quería seguir adelante, pero Grayson se mostró inflexible, insistiendo en que debía cancelar el resto de la gira por el país, y al final Wilson cedió.
A la mañana siguiente, Gus anunció ante la prensa, con gran pesar, que el presidente había sufrido una grave crisis nerviosa. Despejaron las vías del ferrocarril para cubrir con mayor rapidez los tres mil kilómetros del trayecto de vuelta a Washington. Se anularon todos los compromisos presidenciales para las dos semanas siguientes, en detrimento, principalmente, de la reunión que debía mantener con los senadores favorables al tratado a fin de planear la estrategia para la defensa de la ratificación.
Esa noche, Gus y Rosa estaban en el compartimiento de ella, mirando por la ventanilla con aire desconsolado. La gente se aglomeraba en cada estación para ver pasar al presidente. El sol se ocultó, pero la muchedumbre seguía acudiendo para presenciar el paso del tren presidencial en la penumbra. Gus se acordó entonces del tren de Brest a París, y de la multitud silenciosa apostada junto a las vías en plena noche. De eso hacía menos de un año, pero sus esperanzas ya habían quedado rotas.
—Hemos hecho todo cuanto hemos podido —dijo Gus—. Pero hemos fracasado.
—¿Estás seguro?
—Cuando el presidente estaba haciendo campaña, aún teníamos posibilidades, pero con Wilson enfermo, es imposible que el Senado ratifique el tratado.
Rosa le tomó la mano.
—Lo siento —dijo—. Por ti, por mí, por el mundo… —Hizo una pausa y luego añadió—: ¿Qué vas a hacer?
—Me gustaría incorporarme a un bufete de abogados de Washington especializado en derecho internacional. A fin de cuentas, tengo algo de experiencia en eso.
—Estoy segura de que ahora todos se pelearán por ofrecerte trabajo. Y puede que algún futuro presidente requiera tu ayuda.
Gus sonrió. A veces Rosa tenía una opinión desmesuradamente elevada de él.
—¿Y tú?
—A mí me encanta lo que hago. Espero poder seguir cubriendo la Casa Blanca.
—¿Te gustaría tener hijos?
—¡Sí!
—Y a mí también. —Gus se puso a mirar por la ventanilla con aire pensativo—. Solo espero que Wilson se equivoque con respecto a ellos.
—¿Con respecto a nuestros hijos? —Percibió la nota de solemnidad en su voz y preguntó en tono asustado—: ¿A qué te refieres?
—Dice que tendrán que luchar en otra guerra mundial.
—No lo quiera Dios… —exclamó Rosa con vehemencia.
En el exterior, se había hecho noche cerrada.