Mayo y junio de 1919
El primero de mayo, Walter von Ulrich le escribió una carta a Maud y la envió en la ciudad de Versalles.
No sabía si estaba viva o muerta. No había tenido noticias suyas desde su encuentro en Estocolmo. Todavía no había servicio postal entre Alemania y Gran Bretaña, así que era la primera oportunidad que tenía de escribirle en dos años.
Walter y su padre habían viajado a Francia el día anterior junto con ciento ochenta políticos, diplomáticos y funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, como parte de la delegación alemana de la conferencia de paz. Los ferrocarriles franceses habían reducido la marcha de su tren especial hasta hacerlos cruzar el paisaje devastado del nordeste de Francia a una velocidad de a pie.
—Como si nosotros fuéramos los únicos que dispararon obuses aquí —comentó Otto, malhumorado.
Desde París los habían llevado en autobús hasta la pequeña ciudad de Versalles y los habían dejado en el Hôtel des Réservoirs. Su equipaje fue descargado en el patio, donde de bastante mala manera les dijeron que lo entraran ellos mismos. Walter pensó que estaba claro que los franceses no iban a ser magnánimos en la victoria.
—No han ganado, eso es lo que les pasa —dijo Otto—. Puede que tampoco hayan perdido, o no del todo, porque los británicos y los norteamericanos los han salvado… pero de eso no pueden alardear mucho. Los hemos vencido, y ellos lo saben, por eso se sienten heridos en su descomedido orgullo.
El hotel era frío y lúgubre, pero los magnolios y los manzanos de fuera estaban en flor. Los alemanes tenían permiso para pasear por las tierras del gran château y visitar las tiendas. Siempre había un pequeño corrillo frente al hotel. La gente normal no era tan maligna como los funcionarios. En ocasiones los abucheaban, pero la mayoría de las veces simplemente sentían curiosidad por ver al enemigo.
Walter le escribió a Maud el primer día. No mencionó su matrimonio; no estaba convencido de que fuera seguro y, de todas formas, era difícil romper la costumbre del secretismo. Le dijo dónde estaba, describió el hotel y sus alrededores y le pidió que le contestara. Fue andando a la ciudad, compró un sello y envió la carta.
Esperaba la respuesta con anhelante impaciencia. Si seguía viva, ¿lo amaría aún? Estaba casi seguro de que sí. Sin embargo, habían pasado dos años desde que Maud lo abrazara con ansia en aquella habitación de hotel de Estocolmo. El mundo estaba lleno de hombres que habían regresado de la guerra y se habían encontrado con que sus novias o sus esposas se habían enamorado de otro durante los largos años de separación.
Unos cuantos días después, los jefes de las delegaciones fueron convocados en el hotel Trianon Palace, al otro lado del parque, donde se les hizo entrega con gran ceremonia de copias impresas del tratado de paz esbozado por los victoriosos aliados. Estaba en francés. De vuelta en el Hôtel des Réservoirs, las copias fueron entregadas a los equipos de traductores. Walter era el jefe de uno de estos. Dividió su trabajo en secciones, las repartió y se sentó a leer.
Era aún peor de lo que había esperado.
El ejército francés ocuparía la región fronteriza de Renania durante quince años. La región alemana del Sarre se convertiría en protectorado de la Sociedad de las Naciones y los franceses controlarían sus minas de carbón. Alsacia y Lorena serían devueltas a Francia sin plebiscito: el gobierno francés temía que la población votara por seguir siendo alemana. El nuevo estado de Polonia era tan vasto que abarcaba los hogares de tres millones de alemanes y los yacimientos de carbón de Silesia. Alemania perdería todas sus colonias: los aliados se las habían repartido como ladrones dividiendo el botín. Y los alemanes tendrían que acceder a pagar una cantidad sin especificar en concepto de reparaciones: dicho de otro modo, firmarían un cheque en blanco.
Walter se preguntó qué clase de país querían que fuera Alemania. ¿Tenían en mente un gigantesco campo de esclavos donde todo el mundo viviría de raciones de campaña y se mataría a trabajar para que los caciques se quedaran con la producción? Si él mismo iba a ser un esclavo en esas condiciones, ¿cómo podía plantearse formar un hogar con Maud y tener hijos?
Sin embargo, lo peor de todo era la cláusula de la culpabilidad de la guerra.
El artículo 231 del tratado decía: «Los gobiernos aliados y asociados afirman, y Alemania acepta, que Alemania y sus aliados son responsables de haber causado todas las pérdidas y los daños a los que se han visto sujetos los gobiernos aliados y asociados, así como sus ciudadanos, como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados».
—Eso es mentira —dijo Walter con enfado—. Una maldita mentira atroz, perversa, ignorante y estúpida.
Alemania no era inocente, lo sabía, y él lo había discutido mucho con su padre, una y otra vez. Pero había vivido en primera persona las crisis diplomáticas del verano de 1914, conocía hasta el último paso del camino que había conducido a la guerra, y no había ninguna nación que fuera culpable. La principal preocupación de los mandatarios de ambos lados había sido proteger sus países, y ninguno de ellos había tenido intención de abocar al mundo a la mayor guerra de la historia: ni Asquith, ni Poincaré, ni el káiser, ni el zar, ni el emperador austríaco. Incluso Gavrilo Princip, el asesino de Sarajevo, se había sentido horrorizado, por lo visto, al darse cuenta de lo que había empezado. Sin embargo, ni siquiera él era responsable de «todas las pérdidas y los daños».
Walter se encontró con su padre algo pasada la medianoche, cuando los dos se estaban dando un pequeño descanso, tomando un café para permanecer despiertos y seguir trabajando.
—¡Esto es indignante! —bramó Otto—. Accedimos a un armisticio basado en los Catorce Puntos de Wilson… ¡pero este tratado no tiene nada que ver con ello!
Por una vez, Walter estaba de acuerdo con su padre.
Por la mañana ya se habían impreso copias de la traducción y se enviaron a Berlín con un mensajero especial: un ejercicio clásico de la eficiencia alemana, pensó Walter, a quien le resultaba más fácil ver las virtudes de su país ahora que lo estaban denigrando. Demasiado agotado para dormir, decidió ir a pasear hasta que se sintiera lo bastante relajado para acostarse.
Salió del hotel y fue al parque. Los rododendros estaban brotando. Era una mañana buena para Francia; sombría para Alemania. ¿Qué efecto causarían las propuestas en el apurado gobierno socialdemócrata alemán? ¿Se desesperaría la gente y abrazarían el bolchevismo?
Estaba solo en el gran parque, salvo por una mujer que llevaba un ligero abrigo de primavera y que estaba sentada en un banco, bajo un castaño. Absorto en sus pensamientos, Walter se llevó la mano al borde del sombrero de fieltro con educación al pasar junto a ella.
—Walter —dijo la mujer.
Se le detuvo el corazón. Conocía esa voz, pero no podía ser ella. Se volvió y la miró fijamente.
La mujer se levantó.
—Oh, Walter —dijo—. ¿No me has reconocido?
Era Maud.
La sangre de Walter parecía cantar al recorrer sus venas. Dio dos pasos hacia ella y Maud se lanzó a sus brazos. La estrechó con fuerza. Hundió su rostro en la curva del cuello de Maud e inhaló su fragancia, todavía tan familiar a pesar de los años transcurridos. Le besó la frente, las mejillas y luego la boca. Le hablaba y la besaba a la vez, pero ni las palabras ni los besos podían expresar todo lo que guardaba en su corazón.
Al final, fue ella quien habló.
—¿Todavía me quieres? —preguntó.
—Más que nunca —respondió él, y volvió a besarla.
Maud pasó las manos por el torso desnudo de Walter mientras estaban tumbados en la cama después de haber hecho el amor.
—Estás muy delgado —dijo.
El vientre de Walter formaba una curva cóncava, y los huesos de las caderas le sobresalían. Ella quería engordarlo a base de cruasanes con mantequilla y foie gras.
Estaban en una habitación de una fonda a algunos kilómetros de París. La ventana permanecía abierta, y una suave brisa primaveral hacía ondear las cortinas amarillo pálido. Maud había descubierto aquel lugar hacía muchos años, cuando Fitz lo había usado para sus citas con una mujer casada, la comtesse de Cagnes. El establecimiento, poco más que una casa grande en un pueblo pequeño, ni siquiera tenía nombre. Los hombres hacían una reserva para la comida y cogían una habitación para la tarde. Tal vez hubiera lugares así en las afueras de Londres, pero, en cierta forma, aquel sistema parecía muy francés.
Se registraron como el señor y la señora Wooldridge, y Maud se puso la alianza de boda que había escondido durante casi cinco años. Sin duda, la discreta propietaria dio por supuesto que solo fingían estar casados. Eso no les importaba, siempre que no sospechara que Walter era alemán, lo cual podría traerles problemas.
Maud no podía quitarle las manos de encima. Estaba tan agradecida de que hubiera vuelto a ella con su cuerpo intacto… Le recorrió la larga cicatriz de la espinilla con las yemas de los dedos.
—Me la hicieron en Château-Thierry —explicó Walter.
—Gus Dewar estuvo en esa batalla. Espero que no fuera él quien te disparó.
—Tuve suerte de que curase bien. Muchos hombres murieron de gangrena.
Hacía tres semanas que se habían reencontrado. Durante ese tiempo, Walter había estado trabajando día y noche en la respuesta alemana al borrador del tratado, y solo salía una media hora al día para dar un paseo con ella por el parque o a sentarse en la parte de atrás del Cadillac azul de Fitz mientras el chófer conducía dando vueltas.
Maud estaba tan asombrada como Walter por las duras condiciones que les habían ofrecido a los alemanes. El objeto de la conferencia de París era crear un nuevo mundo justo y pacífico; no permitir que los ganadores se vengaran de los perdedores. La nueva Alemania debía ser democrática y próspera. Ella quería tener hijos con su marido, y estos serían alemanes. A menudo pensaba en ese pasaje del Libro de Rut que empezaba diciendo: «Dondequiera que vayas, iré yo». Tarde o temprano tendría que decirle eso a Walter.
No obstante, le había reconfortado saber que no era la única a quien no le parecían bien las propuestas del tratado. Había más gente del lado de los aliados que creía que la paz era más importante que la venganza. Doce miembros de la delegación estadounidense habían dimitido en señal de protesta. En Gran Bretaña, en unas elecciones para cubrir un escaño que había quedado vacío, había ganado el candidato que abogaba por una paz no vengativa. El arzobispo de Canterbury había declarado públicamente que se sentía «muy incómodo» y decía hablar en nombre de un silencioso cuerpo de opinión que no estaba representado en los periódicos «antihunos».
El día anterior, los alemanes habían presentado su contrapropuesta: más de un centenar de páginas rigurosamente argumentadas que se basaban en los Catorce Puntos de Wilson. Esa mañana, la prensa francesa estaba que echaba humo. Indignados hasta más no poder, dijeron que el documento era un monumento a la insolencia y una payasada detestable.
—Nos acusan de arrogancia… ¡los franceses! —exclamó Walter—. ¿Cómo es ese dicho de un puchero?
—Apártate que me tiznas, dijo la sartén al cazo —contestó Maud.
Walter se tumbó de lado y empezó a jugar con el vello púbico de ella. Era oscuro, rizado y exuberante. Maud se había ofrecido a recortárselo, pero él le dijo que le gustaba tal como estaba.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. Es romántico verse en un hotel y acostarse por la tarde, como dos amantes ilícitos, pero no podemos seguir así para siempre. Tenemos que decirle al mundo que somos marido y mujer.
Maud estaba de acuerdo. También ella esperaba con impaciencia el día que pudiera dormir con él todas las noches, aunque no lo decía: le daba un poco de vergüenza lo mucho que le gustaba disfrutar del sexo con él.
—Podríamos formar un hogar, simplemente, y dejar que sacaran sus propias conclusiones.
—No me sentiría cómodo con eso —dijo Walter—. Parecería que los dos nos avergonzamos.
Ella sentía lo mismo. Quería anunciar su felicidad a los cuatro vientos, no ocultarla. Estaba orgullosa de Walter: era guapo, valiente y tenía una inteligencia fuera de lo común.
—Podríamos volver a casarnos —propuso—. Nos prometemos, lo anunciamos, organizamos una ceremonia, y nunca le diremos a nadie que ya llevábamos casados casi cinco años. No es ilegal casarse dos veces con la misma persona.
Walter lo meditó bien.
—Mi padre y tu hermano se opondrían. No podrían detenernos, pero sí hacérnoslo todo muy desagradable… lo cual marchitaría la felicidad de la ocasión.
—Tienes razón —dijo ella, entristecida—. Fitz diría que puede que algunos alemanes sean hombres de bien, pero que de todas maneras a nadie le gusta que se casen con su hermana.
—De modo que debemos anunciarles un hecho consumado.
—Podemos contárselo, y luego lo publicamos en la prensa —dijo Maud—. Diremos que es un símbolo del nuevo orden mundial. Un matrimonio angloalemán al mismo tiempo que el tratado de paz.
Él parecía dudarlo.
—¿Cómo podríamos conseguirlo?
—Hablaré con el director de la revista Tatler. Me tienen en estima; les he proporcionado muchísimo material.
Walter sonrió y dijo:
—Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda.
—¿Qué dices?
Walter cogió su billetera de la mesilla de noche y sacó un recorte de periódico.
—La única fotografía que tenía de ti —dijo.
Maud se la arrebató. Estaba desgastada por los años y su color se había desvanecido hasta quedar arenoso. Miró la foto con atención.
—Es de antes de la guerra.
—Y ha estado conmigo desde entonces. Como yo, ha sobrevivido.
Los ojos de Maud se llenaron de lágrimas y la imagen se emborronó más aún.
—No llores —dijo él, abrazándola.
Maud apretó su rostro contra el torso desnudo de Walter y siguió llorando. Había mujeres que lloraban por cualquier cosa, pero ella nunca había sido de esas. En ese momento, sin embargo, gimoteaba sin poder contenerse. Lloraba por los años perdidos, por los millones de jóvenes que yacían en su tumba y por el desperdicio estúpido e inútil que había supuesto la guerra. Estaba derramando todas las lágrimas reprimidas durante cinco años de autocontrol.
Cuando terminó y se le secaron los ojos, lo besó con avidez y volvieron a hacer el amor.
El 16 de junio, el Cadillac azul de Fitz recogió a Walter en el hotel y lo llevó al centro de París. Maud había decidido que la revista Tatler querría una fotografía de ellos dos. Walter llevaba puesto un traje de tweed confeccionado en Londres antes de la guerra. Le venía demasiado ancho en la cintura, pero todos los alemanes iban por ahí con ropa que les quedaba grande.
Walter había montado un pequeño departamento de los servicios secretos en el Hôtel des Réservoirs, y desde allí hacían un seguimiento de los periódicos franceses, británicos, estadounidenses e italianos, además de recopilar todos los chismes de los que se enteraba la delegación alemana. Sabía que había enconadas discusiones entre los aliados sobre las contrapropuestas alemanas. Lloyd George, un político que pecaba de flexible, estaba dispuesto a reconsiderar el borrador de tratado. Pero el primer ministro francés, Clemenceau, decía que ya había sido bastante generoso y resoplaba de indignación ante cualquier insinuación de enmienda. Sorprendentemente, Woodrow Wilson también se mostraba obstinado. Creía que el borrador era un acuerdo justo, y siempre que tomaba una decisión hacía oídos sordos a cualquier crítica.
Los aliados también estaban negociando tratados de paz para los socios de Alemania: Austria, Hungría, Bulgaria y el Imperio otomano. Estaban creando nuevos países como Yugoslavia y Checoslovaquia, y repartiéndose Oriente Próximo en zonas británicas y francesas. También discutían sobre si firmar la paz con Lenin. La gente estaba cansada de la guerra en todos los países, pero quedaban unos cuantos hombres poderosos que aún insistían en luchar contra los bolcheviques. El diario británico Daily Mail había descubierto una conspiración de financieros judíos internacionales que apoyaban al régimen de Moscú: una más de las inverosímiles fantasías de ese periódico.
En el tratado para Alemania, Wilson y Clemenceau habían invalidado la posición de Lloyd George, y ese mismo día, algo antes, el equipo alemán del Hôtel des Réservoirs había recibido un impaciente mensaje que les daba tres días para aceptar.
Walter, sentado en la parte de atrás del coche de Fitz, pensaba en el futuro de su país con pesimismo. Sería como una colonia africana, se dijo, donde los primitivos habitantes no trabajan más que para enriquecer a sus amos extranjeros. No querría educar a sus hijos en un lugar así.
Maud lo esperaba en el estudio del fotógrafo, maravillosa, con un vaporoso vestido veraniego que, según le dijo, era de Paul Poiret, su modisto favorito.
El fotógrafo tenía un fondo pintado en el que se veía un jardín repleto de flores, pero Maud decidió que era de mal gusto, así que posaron frente a las cortinas del comedor, que por suerte eran lisas. Al principio se colocaron uno al lado del otro, sin tocarse, como dos desconocidos. El fotógrafo propuso que Walter se arrodillara frente a Maud, pero aquello resultaba demasiado sentimental. Al final encontraron una postura que les gustó a todos: ellos dos dándose la mano y mirándose a los ojos en lugar de a la cámara.
El hombre prometió que al día siguiente ya tendrían listas las copias de la fotografía.
Se fueron a comer a la fonda.
—Los aliados no pueden ordenar a Alemania que firme y ya está —dijo Maud—. Eso no es una negociación.
—Es lo que han hecho.
—¿Qué pasará si os negáis?
—No lo han dicho.
—Y ¿qué vais a hacer?
—Unos cuantos de la delegación vuelven a Berlín esta noche para consultar con nuestro gobierno. —Suspiró—. Me temo que me han elegido para acompañarlos.
—Entonces, este es el momento para hacer nuestro anuncio. Volveré a Londres mañana, después de recoger las fotografías.
—Está bien —accedió él—. Yo se lo contaré a mi madre en cuanto llegue a Berlín. Ella se lo tomará bien. Después se lo diré a mi padre. Con él será otra cosa.
—Yo hablaré con tía Herm y la princesa Bea, y le escribiré a Fitz a Rusia.
—O sea que esta será la última vez que nos veamos en una temporada.
—Pues acaba de comer y vayamos a la cama.
Gus y Rosa habían quedado en el Jardín de las Tullerías. París empezaba a recobrar la normalidad, pensó Gus con alegría. El sol lucía, los árboles tenían hojas y había hombres con claveles en el ojal que se sentaban a fumar un cigarro y a ver pasar a las mujeres mejor vestidas del mundo. A un lado del parque, la rue de Rivoli bullía de coches, camiones y carros tirados por caballos; al otro, las barcazas de carga navegaban por el Sena. Tal vez el mundo se recuperara, después de todo.
Rosa estaba deslumbrante con su vestido rojo de algodón ligero y un sombrero de ala ancha. «Si supiera pintar —pensó Gus al verla—, la pintaría así.»
Él llevaba una chaqueta azul y un canotier de paja muy de moda. Nada más verlo, Rosa se echó a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Gus.
—Nada. Estás muy guapo.
—Es por el sombrero, ¿verdad?
Ella reprimió otra risilla.
—Estás adorable.
—Me hace parecer estúpido. No puedo evitarlo. Los sombreros me sientan mal. Es porque tengo la misma forma que un martillo de bola.
Ella le dio un beso suave en los labios.
—Eres el hombre más atractivo de todo París.
Lo asombroso era que lo sentía de verdad. «¿Cómo he tenido tanta suerte?», pensó Gus.
La agarró del brazo.
—Vamos a pasear. —Y se la llevó hacia el Louvre.
—¿Has visto el Tatler? —preguntó Rosa.
—¿La revista de Londres? No, ¿por qué?
—Parece que tu íntima amiga lady Maud se ha casado con un alemán.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Cómo lo han descubierto?
—¿Me estás diciendo que ya lo sabías?
—Lo suponía. Vi a Walter en Berlín en 1916 y me pidió que le llevara una carta a Maud. Supuse que eso significaba que, o estaban prometidos, o estaban casados.
—¡Qué discreto eres! Nunca me dijiste nada.
—Era un secreto peligroso.
—Puede que aún lo sea. El Tatler se porta bien con ellos, pero otras publicaciones podrían seguir una línea diferente.
—Maud ya ha sido víctima de la prensa en otras ocasiones. Es bastante dura.
Rosa parecía avergonzada.
—Supongo que era de eso de lo que hablabais aquella noche, cuando te vi teniendo aquel tête-à-tête con ella.
—Exacto. Me estaba preguntando si tenía alguna noticia de Walter.
—Me siento boba por haber sospechado que coqueteabas.
—Te perdono, pero me reservo el derecho a recordártelo la próxima vez que me critiques injustificadamente. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Lo que tú quieras, Gus.
—En realidad son tres preguntas.
—Qué mal presagio. Como en un cuento popular. Si no adivino las respuestas, ¿desapareceré?
—¿Sigues siendo anarquista?
—¿Te molestaría?
—Supongo que me pregunto si la política podría separarnos.
—El anarquismo es la creencia de que nadie está legitimado para gobernar. Todas las filosofías políticas, desde el derecho divino de los reyes hasta el contrato social de Rousseau, intentan justificar la autoridad. Los anarquistas creen que todas esas teorías fallan, y que por tanto ninguna forma de autoridad es legítima.
—Irrefutable, en teoría. Imposible de llevar a la práctica.
—Lo pillas todo al vuelo. En efecto, todos los anarquistas se oponen a la clase dirigente, pero difieren muchísimo en su visión de cómo debería funcionar la sociedad.
—Y ¿cuál es tu visión?
—Ya no lo tengo tan claro como antes. Cubrir la información de la Casa Blanca me ha dado una perspectiva diferente de la política, pero todavía creo que la autoridad debe justificarse.
—Me parece que nunca nos pelearemos por eso.
—Bien. ¿Siguiente pregunta?
—Cuéntame lo de tu ojo.
—Nací así. Podría operarme para abrirlo. Detrás del párpado no tengo más que una masa de tejido inútil, pero podría llevar un ojo de cristal. Sin embargo, nunca se cerraría. Supongo que este es el mal menor. ¿Te incomoda?
Gus dejó de caminar y se volvió para mirarla de frente.
—¿Puedo darle un beso?
Ella dudó.
—Está bien.
Se inclinó y le dio un beso en el párpado cerrado. El tacto contra sus labios no tenía nada de extraño. Era igual que darle un beso en la mejilla.
—Gracias —le dijo.
—Nadie lo había hecho nunca —repuso ella en voz baja.
Él asintió. Suponía que podía ser una especie de tabú.
—¿Por qué has querido hacerlo? —le preguntó Rosa.
—Porque me gustas toda tú, y quiero asegurarme de que lo sepas.
—Ah. —Se quedó callada un rato, y él se dio cuenta de que estaba embargada por la emoción; pero entonces sonrió y recuperó ese tono burlón que tanto le gustaba—. Bueno, si hay alguna otra cosa extraña que quieras besar, házmelo saber.
Gus no estaba muy seguro de cómo responder a ese ofrecimiento vagamente incitante, así que lo archivó para futuras reflexiones.
—Tengo una pregunta más.
—Dispara.
—Hace cuatro meses te dije que te quería.
—No se me ha olvidado.
—Pero tú no me has dicho lo que sientes por mí.
—¿No es evidente?
—A lo mejor, pero me gustaría que me lo dijeras. ¿Me quieres?
—Oh, Gus, ¿no lo entiendes? —Su rostro se transformó, parecía angustiada—. No soy lo bastante buena para ti. Tú eras el mejor partido de Buffalo, y yo la anarquista tuerta. Se supone que debes enamorarte de una chica elegante, guapa y rica. Yo soy hija de un médico… mi madre era doncella. No soy la persona adecuada, digna de tu amor.
—¿Me quieres? —preguntó él con tranquila insistencia.
Rosa se puso a llorar.
—Claro que sí, bobo, te quiero con todo mi corazón.
La abrazó.
—Pues eso es lo único que importa —dijo.
Tía Herm dejó el Tatler.
—Ha sido muy poco apropiado por tu parte casarte en secreto —le dijo a Maud. Después sonrió con complicidad—. Pero ¡qué romántico!
Estaban en el salón de la casa de Fitz en Mayfair. Bea la había redecorado después del final de la guerra siguiendo el nuevo estilo art déco, con sillas de aspecto utilitario y baratijas modernistas de plata de Aspreys. Con Maud y tía Herm estaban Bing Westhampton, el granuja amigo de Fitz, y la mujer de este. La temporada de Londres estaba en pleno apogeo y ellos se disponían a ir a la ópera en cuanto Bea estuviese lista. La princesa les estaba dando las buenas noches a Boy, que ya tenía tres años y medio, y a Andrew, de dieciocho meses.
Maud cogió la revista y volvió a mirar el artículo. No es que la fotografía le gustara demasiado. Había imaginado que retrataría a dos personas enamoradas. Por desgracia, semejaba una escena de una película sentimental. Walter parecía depredador, sosteniéndole la mano y mirándola a los ojos como un perverso Lothario, y ella la ingenua a punto de caer víctima de sus artimañas.
Sin embargo, el texto era justo lo que había esperado. El redactor recordaba a los lectores que lady Maud había sido «la moderna sufragista» de antes de la guerra que había fundado la publicación The Soldier’s Wife para luchar por los derechos de las mujeres que se habían quedado en casa y había ido a la cárcel por protestar en defensa de Jayne McCulley. Decía que Walter y ella habían tenido intención de anunciar su compromiso de la manera habitual, pero que el estallido de la guerra se lo había impedido. Su precipitado matrimonio secreto quedaba retratado como un intento desesperado por hacer lo correcto en unas circunstancias que se salían de lo normal.
Maud había insistido en que la citaran textualmente, y la revista había mantenido su promesa. «Sé que hay británicos que odian a los alemanes —había dicho—, pero también sé que Walter y muchos otros compatriotas suyos hicieron cuanto pudieron por evitar la guerra. Ahora que se ha terminado, debemos crear paz y amistad entre los antiguos enemigos, y espero sinceramente que la gente vea nuestra unión como un símbolo del nuevo mundo.»
A lo largo de sus años de campañas políticas, Maud había aprendido que a veces se podía conseguir el apoyo de una publicación dándole una buena historia en exclusiva.
Walter había regresado a Berlín, tal como habían planeado. Los alemanes habían recibido los abucheos de la muchedumbre al salir hacia la estación del ferrocarril para volver a su país. Una secretaria resultó herida por una piedra que lanzó alguien. El comentario francés había sido: «Recordad lo que le hicieron a Bélgica». La secretaria todavía estaba en el hospital. Entretanto, el pueblo alemán se mostraba furiosamente contrario a la firma del tratado.
Bing estaba sentado al lado de Maud en el sofá. Por una vez, no intentaba coquetear con ella.
—Cómo me gustaría que tu hermano estuviera aquí para aconsejarte sobre esto —dijo, señalando la revista con un gesto de la cabeza.
Maud había escrito a Fitz para darle la noticia de su matrimonio, y había incluido el recorte del Tatler para demostrarle que lo que había hecho era aceptado por la sociedad londinense. No tenía idea de cuánto tardaría su carta en llegar a dondequiera que estuviera Fitz, y no esperaba recibir respuesta hasta al cabo de unos meses. Entonces ya sería demasiado tarde para que su hermano protestara. No podría más que sonreír y felicitarla.
Maud se enfureció al oír la insinuación de que necesitaba a un hombre para que le dijera qué hacer.
—Y ¿qué podría decirme Fitz?
—Que, en el futuro inmediato, la vida de la esposa de un alemán va a ser dura.
—No necesito a un hombre para que me diga eso.
—En ausencia de tu hermano, siento cierto grado de responsabilidad.
—Por favor, no te molestes. —Maud intentó no ofenderse. ¿Qué consejo podía darle Bing a nadie, aparte de cómo apostar y beber en los garitos nocturnos de todo el mundo?
Bing bajó la voz:
—Tengo mis dudas al decirte esto, pero… —Miró con intensidad a tía Herm, que captó la indirecta y fue a servirse algo más de café—. Si pudieras decir que el matrimonio nunca se consumó, tal vez podría ser anulado.
Maud pensó en la habitación de las cortinas amarillo pálido y tuvo que contener una sonrisa de felicidad.
—Pero no puedo…
—Por favor, no me expliques nada. Solo quiero asegurarme de que comprendes las opciones que tienes.
Maud reprimió su creciente indignación.
—Sé que lo haces con toda tu buena intención, Bing…
—También existe la posibilidad del divorcio. Siempre hay una forma, ya sabes, de que el hombre le dé motivos a la mujer…
Maud ya no pudo contener más su furia.
—Por favor, deja el tema ahora mismo —dijo alzando la voz—. No tengo el menor deseo de conseguir ni una anulación ni el divorcio. Amo a Walter.
Bing pareció tomárselo a mal.
—Solo intentaba decir lo que creo que Fitz, como cabeza de familia, te diría si estuviera aquí. —Se levantó y le habló a su mujer—: Nos iremos ya, ¿quieres? No hay ninguna necesidad de que lleguemos todos tarde.
Unos minutos después, Bea entró con un vestido nuevo de seda rosa.
—Yo ya estoy lista —dijo, como si la que hubiese estado esperando fuera ella, y no al revés.
Su mirada se dirigió a la mano izquierda de Maud y vio en ella la alianza, pero no hizo ningún comentario. Cuando Maud le había dado la noticia, su respuesta había sido cuidadosamente neutral. «Espero que seas feliz —había dicho sin afabilidad—. Y espero que Fitz sea capaz de aceptar el hecho de que no contaras con su permiso.»
Salieron y subieron al coche. Era el Cadillac negro que Fitz había comprado después de que el azul se quedara abandonado en Francia. Maud pensó que Fitz lo proveía todo: la casa en la que vivían las tres mujeres, los vestidos fabulosamente caros que llevaban, el coche y el palco de la ópera. Sus facturas del Ritz de París habían sido enviadas a Albert Solman, el gestor de los negocios de su hermano, allí en Londres, quien las había pagado sin hacer ninguna pregunta. Fitz nunca se quejaba. Maud sabía que con Walter jamás podría llevar ese estilo de vida. Tal vez Bing estuviera en lo cierto y a ella le costaría pasar sin todos los lujos a los que estaba acostumbrada. Sin embargo, estaría junto al hombre al que amaba.
Llegaron a Covent Garden en el último minuto a causa del retraso de Bea. El público ya había ocupado sus asientos. Las tres mujeres subieron corriendo la escalera de alfombra roja y se dirigieron al palco. Maud recordó de pronto lo que le había hecho a Walter en ese palco durante Don Giovanni. Sintió vergüenza: ¿cómo se le había pasado por la cabeza arriesgarse de tal manera?
Bing Westhampton ya estaba allí con su mujer, y se levantó para sostenerle la silla a Bea. El auditorio permanecía en silencio: la representación estaba a punto de empezar. Observar a la gente era uno de los atractivos de la ópera, y muchas cabezas se volvieron para mirar a la princesa mientras tomaba asiento. Tía Herm se sentó en la segunda fila, pero Bing le sostuvo una silla también a Maud. Un murmullo de comentarios se levantó desde el patio de butacas: la mayoría habrían visto la fotografía y habrían leído el artículo del Tatler. Muchos de ellos conocían personalmente a Maud: así era la sociedad londinense, los aristócratas y los políticos, los jueces y los obispos, los artistas de éxito y los ricos hombres de negocios… y sus mujeres. Maud se quedó un momento de pie para que pudieran mirarla bien y ver lo satisfecha y orgullosa que estaba.
Fue un error.
El sonido que procedía del público cambió. El murmullo creció. No se distinguía ninguna palabra, pero de todas formas las voces adoptaron una nota de reprobación, como el cambio del zumbido de una mosca cuando se topa con una ventana cerrada. Maud se sintió desconcertada. Después oyó otro sonido, el cual se parecía horriblemente a un abucheo. Confundida y consternada, se sentó.
No sirvió de nada. Todo el mundo la estaba mirando. El abucheo se extendió por toda la platea en cuestión de segundos y después empezó también en el primer piso.
—Lo que yo decía —comentó Bing en una débil protesta.
Maud jamás se había enfrentado a un odio semejante, ni siquiera en el apogeo de las manifestaciones de las sufragistas. Sentía en el estómago un dolor, como un calambre. Deseó que empezara la música, pero también el director la estaba mirando y tenía la batuta a un lado.
Intentó devolverles la mirada con orgullo a todos ellos, pero se le saltaron las lágrimas y se le nubló la vista. Comprendió que aquella pesadilla no terminaría por sí sola. Tenía que hacer algo.
Se levantó, y los abucheos se intensificaron.
Las lágrimas le caían por las mejillas. Casi a ciegas, se volvió de espaldas, tiró la silla al suelo y se tambaleó hacia la puerta del fondo del palco. Tía Herm se levantó y dijo:
—Ay, Dios mío, Dios mío, Dios mío.
Bing se levantó también de un salto y abrió la puerta. Maud salió, seguida de cerca por tía Herm. Bing fue tras ellas. Maud oyó cómo los abucheos se desvanecían entre unas cuantas carcajadas, y luego, para horror suyo, el público arrancó a aplaudir, felicitándose por haberse librado de ella. La burla de su aplauso la siguió por el pasillo, escalera abajo y hasta salir del teatro.
El trayecto desde la puerta del parque hasta el palacio de Versalles era de un kilómetro y medio. Ese día estaba flanqueado por cientos de soldados montados de la caballería francesa con su uniforme azul. El sol estival relucía en el acero de sus cascos. Sostenían lanzas con banderines rojos y blancos en la cálida brisa.
A pesar de la vergüenza sufrida en la ópera, Johnny Remarc le había conseguido a Maud una invitación para la firma del tratado de paz, pero había tenido que viajar en la parte de atrás de un camión abierto, apretada con todas las secretarias de la delegación británica como ovejas de camino al mercado.
En cierto momento había parecido que los alemanes se negarían a firmar. El héroe de guerra y mariscal de campo Von Hindenburg había dicho que prefería una derrota honrosa a una paz vergonzosa. El gabinete alemán en pleno había dimitido para no aceptar el tratado. También lo había hecho el jefe de su delegación en París. Al final, la Asamblea Nacional había votado a favor de firmar todo, excepto la bien conocida cláusula de culpabilidad. Los aliados se habían apresurado a decir que incluso eso era inaceptable.
—¿Qué harán los aliados si los alemanes se niegan a firmar? —le había preguntado Maud a Walter en su fonda, donde vivían juntos sin llamar la atención.
—Dicen que invadirán Alemania.
Maud sacudió la cabeza.
—Nuestros soldados no querrán luchar.
—Tampoco los nuestros.
—Estaríamos en un punto muerto.
—Solo que la armada británica no ha levantado el bloqueo, así que Alemania sigue sin suministros. Los aliados sencillamente esperarían a que estallaran disturbios por la comida en todas las ciudades alemanas y entonces podrían entrar sin encontrar resistencia.
—O sea que tendréis que firmar.
—Firmar o morir de hambre —dijo Walter con acritud.
Era 28 de junio, cinco años después del día que asesinaron al archiduque en Sarajevo.
El camión llevó a las secretarias al patio de Versalles, y ellas bajaron todo lo dignamente que pudieron. Maud entró en el palacio y subió la gran escalinata, flanqueada por más soldados franceses de excesiva gala; esta vez la Garde Républicaine, con sus cascos de plata y sus penachos de crin.
Por fin entró en el Salón de los Espejos. Era una de las salas más imponentes del mundo entero. Tenía el tamaño de tres pistas de tenis puestas en fila. A lo largo de todo un lado, diecisiete altas ventanas daban al jardín; en la pared contraria, las ventanas se reflejaban en diecisiete arcos de espejo. Y, lo que era más importante, se trataba de la misma sala en la que, en 1871, al finalizar la guerra franco-prusiana, los victoriosos alemanes habían coronado a su primer emperador y habían obligado a los franceses a firmar la concesión de Alsacia y Lorena. Esta vez los alemanes serían humillados bajo el mismo techo de bóveda de cañón. Y sin lugar a dudas, algunos de entre ellos soñarían con el momento futuro en que, a su vez, pudieran cobrarse su venganza. «Las vejaciones a las que sometes a los demás regresan, tarde o temprano, para torturarte», pensó Maud. ¿Harían esa misma reflexión los hombres de uno y otro lado en la ceremonia de ese día? Seguramente no.
Maud encontró su sitio en uno de los bancos de felpa roja. Había decenas de reporteros y fotógrafos, y un equipo cinematográfico con enormes cámaras para grabar el acontecimiento. Los gerifaltes entraron de uno en uno y de dos en dos y se sentaron a la larga mesa: Clemenceau, relajado e irreverente; Wilson, fríamente formal; Lloyd George, como un gallito avejentado. Entonces apareció Gus Dewar, que le dijo algo al oído a Wilson antes de acercarse a la sección de la prensa y hablar con una joven y guapa reportera que tenía un solo ojo. Maud recordaba haberla visto antes. Se dio cuenta de que Gus estaba enamorado de ella.
A las tres en punto, alguien llamó al orden y se hizo un silencio reverente. Clemenceau dijo algo, se abrió una puerta y entraron los dos signatarios alemanes. Maud sabía, por Walter, que en Berlín nadie había querido que su nombre figurara en el tratado, así que al final habían enviado al ministro de Asuntos Exteriores y al ministro de Correos. Los dos hombres estaban pálidos y se los veía abochornados.
Clemenceau dio un breve discurso y luego les hizo una señal a los alemanes para que se acercaran. Ambos se sacaron una pluma del bolsillo y firmaron el papel que había en la mesa. Un momento después, a una señal oculta, las armas dispararon en el exterior, comunicándole al mundo que el tratado de paz había sido firmado.
Entonces se acercaron a dejar su firma también los demás delegados, no solo los de las principales potencias, sino los de todos los países que formaban parte del tratado. Aquello llevó su tiempo, y entre los espectadores empezó a surgir la conversación. Los alemanes permanecieron rígidamente sentados hasta que, por fin, todo hubo terminado y los acompañaron para salir.
Maud sentía náuseas de repugnancia. «Predicamos un sermón de paz —pensó—, pero no hacemos más que planear la venganza.» Salió del palacio. Fuera, el público asediaba a Wilson y a Lloyd entre celebraciones. Ella esquivó la muchedumbre, caminó hacia la ciudad y fue al hotel de los alemanes.
Esperaba que Walter no estuviera muy desanimado: había sido un día horrible para él.
Lo encontró haciendo las maletas.
—Nos vamos a Alemania esta noche —le comunicó—. Toda la delegación.
—¡Tan pronto! —Maud casi no había pensado en lo que sucedería después de la firma. Era un acontecimiento de tan enorme importancia simbólica que no había sido capaz de ver más allá.
Walter, por el contrario, sí que lo había contemplado, y tenía previsto un plan.
—Ven conmigo —dijo simplemente.
—No me darán permiso para ir a Alemania.
—¿De quién necesitas permiso? Te he conseguido un pasaporte alemán a nombre de frau Maud von Ulrich.
Estaba desconcertada.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó, aunque no era ni mucho menos la pregunta más importante que tenía en la cabeza.
—No ha sido difícil. Eres la esposa de un ciudadano alemán. Tienes derecho a un pasaporte. Solo he usado mi influencia especial para acelerar el proceso y que fuera cuestión de horas.
Maud se quedó mirándolo. Era tan repentino…
—¿Vendrás? —preguntó él.
En los ojos de Walter vio un miedo terrible. Pensaba que podía echarse atrás en el último momento. Al ver el pánico que tenía Walter de perderla, a Maud le dieron ganas de llorar. Se sintió muy afortunada de que la amara con tanta pasión.
—Sí —dijo—. Sí, iré contigo. Por supuesto que iré.
Walter no estaba convencido.
—¿Estás segura de que es lo que quieres?
Ella asintió.
—¿Recuerdas la historia de Rut, en la Biblia?
—Desde luego. ¿Por qué…?
Maud la había leído muchas veces en las últimas semanas, y en ese momento citó las palabras que tanto la habían emocionado:
—«Dondequiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios; donde tú mueras… —Se detuvo, incapaz de hablar por el nudo que le cerraba la garganta; después, tras un momento, tragó saliva y continuó—: Donde tú mueras, moriré yo, y allí seré enterrada».
Walter sonrió, pero tenía lágrimas en los ojos.
—Gracias —dijo.
—Te quiero —repuso Maud—. ¿A qué hora sale el tren?