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Marzo-abril de 1919

I

Cuando la nieve se derritió y la tierra rusa, dura como el hierro, se convirtió en un fango húmedo y fértil, los ejércitos blancos realizaron un descomunal esfuerzo por librar a su país de la maldición del bolchevismo. La fuerza de cien mil hombres del almirante Kolchak, pertrechada a medias con uniformes y armamento británicos, salió atropelladamente de Siberia y atacó a los rojos en un frente que se extendía a lo largo de 1.125 kilómetros de norte a sur.

Fitz seguía a los blancos unos cuantos kilómetros por detrás. Estaba al mando de los Aberowen Pals, así como de algunos canadienses y unos cuantos intérpretes. Su trabajo consistía en respaldar a Kolchak supervisando las comunicaciones, los servicios secretos y el aprovisionamiento.

Fitz tenía grandes esperanzas. Puede que encontraran dificultades, pero era inimaginable que los blancos permitieran que Lenin y Trotski les robaran Rusia.

A principios de marzo se encontraba en la ciudad de Ufa, en el lado europeo de los Urales, leyendo una pila de periódicos británicos de hacía una semana. Las noticias de Londres eran contradictorias. Fitz estaba encantado con que Lloyd George hubiera nombrado a Winston Churchill ministro de Guerra. De los principales políticos, Winston era el más firme defensor de la intervención en Rusia. Sin embargo, algunos periódicos defendían la opinión contraria. A Fitz no le sorprendió del Daily Herald y el New Statesman, que, a su parecer, de todas formas ya eran publicaciones más o menos bolcheviques. Pero incluso el conservador Daily Express llevaba un titular que decía «Retírense de Rusia».

Por desgracia, también contaban con detalles muy precisos de lo que estaba sucediendo. Sabían incluso que los británicos habían ayudado a Kolchak con el golpe que había abolido el directorio y lo había convertido a él en gobernante supremo. ¿De dónde sacaban la información? Levantó la mirada del periódico. Estaba acuartelado en la Escuela de Comercio de la ciudad, y su edecán ocupaba el escritorio que había frente al suyo.

—Murray —dijo—, la próxima vez que haya una tanda de correo de los hombres para enviar a casa, tráigamela antes a mí.

Aquello era irregular, y Murray parecía tener dudas.

—¿Señor?

Fitz pensó que sería mejor explicarlo.

—Sospecho que está saliendo información desde aquí. El censor debe de estar dormido al volante.

—A lo mejor creen que pueden aflojar ahora que la guerra en Europa ha terminado.

—Sin duda. De todos modos, quiero ver si la filtración procede de nuestra parte de la cañería.

La contraportada del periódico traía una fotografía de la mujer que encabezaba la campaña de «Rusia no se toca», y Fitz se quedó mudo de asombro al ver que era Ethel. En Ty Gwyn había sido doncella, pero ahora, según decía el Express, era la secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección.

Fitz se había acostado con muchas mujeres desde entonces; la última, en Omsk, una rubia rusa espectacular, la amante aburrida de un general zarista que estaba demasiado borracho y era demasiado vago para tirársela él mismo. Pero Ethel aún brillaba en su recuerdo. Se preguntó cómo sería su hijo. El conde seguramente tenía media docena de bastardos repartidos por todo el mundo, pero el de Ethel era el único del que conocía su existencia.

Y era ella la que estaba azuzando la protesta contra la intervención en Rusia. De pronto, Fitz supo de dónde procedía la información. Ese condenado hermano de Ethel era sargento de los Aberowen Pals. Siempre había sido un alborotador, y a Fitz no le cabía ninguna duda de que era él quien le estaba enviando información. «Bueno —pensó Fitz—, lo atraparé, y entonces se armará una buena.»

En el transcurso de las siguientes semanas, los blancos siguieron avanzando a toda velocidad y espantando ante sí a los sorprendidos rojos, que habían creído que el gobierno siberiano era una fuerza muerta. Si los ejércitos de Kolchak lograban conectar con sus partidarios de Arcángel, en el norte, y con el Ejército Voluntario de Denikin, en el sur, formarían una fuerza semicircular, una curva cimitarra oriental de más de mil kilómetros de largo que avanzaría implacablemente hacia Moscú.

Pero entonces, a finales de abril, los rojos contraatacaron.

En aquel momento, Fitz se encontraba en Buguruslán, una ciudad tristemente empobrecida de un territorio boscoso unos ciento sesenta kilómetros al este del río Volga. Las ruinas de algunas iglesias de piedra y edificios municipales asomaban por encima de los tejados de las bajas casas de madera como malas hierbas en un vertedero. El conde estaba sentado en una gran sala del ayuntamiento junto a la unidad de los servicios secretos, cribando informes de interrogatorios de prisioneros. No sabía que algo fuera mal hasta que miró por la ventana y vio a los harapientos soldados del ejército de Kolchak ocupando toda la carretera principal que atravesaba la ciudad y avanzando en la dirección equivocada. Envió a un intérprete norteamericano, Lev Peshkov, para preguntar a los hombres que se batían en retirada.

Peshkov volvió con una historia lamentable. Los rojos habían atacado con fuerza desde el sur y habían golpeado el esforzado flanco izquierdo del avance del ejército de Kolchak. Para evitar que su frente se viera partido en dos, el comandante blanco local, el general Belov, les había ordenado retirarse y reagruparse.

Unos minutos después le llevaron a un desertor rojo para que lo interrogara. Había sido coronel del ejército del zar. Lo que tenía que decir consternó a Fitz. Explicó que a los rojos les había sorprendido la ofensiva de Kolchak, pero que enseguida se habían reagrupado y habían vuelto a abastecerse. Trotski había declarado que el Ejército Rojo debía continuar la ofensiva en el este.

—Trotski cree que, si los rojos titubean, los aliados reconocerán a Kolchak como gobernante supremo y, en cuanto lo hagan, enviarán a Siberia grandes cantidades de hombres y suministros.

Era exactamente lo que Fitz esperaba. Y con su fuerte acento ruso, preguntó:

—Entonces, ¿qué ha hecho Trotski?

La respuesta fue rápida, y Fitz no entendió lo que decía hasta que oyó la traducción de Peshkov.

—Trotski realizó levas especiales de reclutas del partido bolchevique y de los sindicatos. Su respuesta fue asombrosa. Veintidós provincias enviaron destacamentos. ¡El Comité Provincial de Novgorod movilizó a la mitad de sus miembros!

Fitz intentó imaginar a Kolchak obteniendo una respuesta así de sus partidarios. Jamás sucedería.

Volvió a sus dependencias para empaquetar su equipo. Casi no le dio tiempo: los Pals salieron justo antes de que llegaran los rojos, y algunos hombres incluso se quedaron atrás. Aquella misma noche, el Ejército Occidental de Kolchak estaba batiéndose en retirada total y Fitz se encontraba en un tren, regresando hacia los Urales.

Dos días después, estaba de vuelta en la Escuela de Comercio de Ufa.

En el transcurso de esos dos días, el ánimo de Fitz se oscureció. Se sentía amargado y embargado por la ira. Llevaba cinco años en la guerra y era capaz de reconocer el cambio de la marea; conocía las señales. La guerra civil rusa estaba prácticamente acabada.

Los blancos eran demasiado débiles y no había más que hacer. Los revolucionarios ganarían. A menos que se produjera una invasión aliada, nada podría volver las tornas… y eso no iba a suceder: Churchill ya tenía bastantes problemas con lo poco que estaba haciendo. Billy Williams y Ethel se estaban asegurando de que los ansiados refuerzos nunca llegaran a enviarse.

Murray le llevó una saca de correo.

—Me pidió usted ver las cartas que los hombres envían a casa, señor —dijo, con un deje de reprobación en la voz.

Fitz no hizo caso de los escrúpulos de Murray y abrió la saca. Buscó una carta del sargento Williams. Al menos podría castigar a alguien por la catástrofe.

Encontró lo que quería. La carta del sargento Williams iba dirigida a E. Williams, su apellido de soltera: sin duda, temía que al usar el de casada llamaría la atención sobre su carta traidora.

Fitz la leyó. La letra de Billy era grande y de trazo seguro. A primera vista, el texto parecía inocente, aunque algo extraño. Sin embargo, Fitz había trabajado en la Sala 40 y sabía de códigos. Se sentó a descifrar aquel.

—En otro orden de cosas, señor, ¿ha visto al intérprete americano, Peshkov, este último par de días? —preguntó Murray.

—No —dijo Fitz—. ¿Qué le ha pasado?

—Parece que lo hemos perdido, señor.

II

Trotski estaba cansadísimo, pero no abatido. Las arrugas de tensión que se veían en su rostro no apagaban el brillo de esperanza de sus ojos. Grigori, con admiración, pensaba que se sustentaba gracias a una creencia inamovible en lo que estaba haciendo. Sospechaba que todos ellos la tenían; también Lenin, y Stalin. Estaban convencidos de saber qué era lo correcto, fuera cual fuese el problema, desde la reforma agraria hasta las tácticas militares.

Grigori no era así. Con Trotski intentaba idear la mejor forma de combatir a los ejércitos blancos, pero nunca se sentía seguro de haber tomado la decisión correcta hasta conocer los resultados. Tal vez por eso Trotski era famoso en todo el mundo y Grigori no era más que otro comisario.

Igual que muchas otras veces, Grigori estaba sentado en el tren personal de Trotski con un mapa de Rusia sobre la mesa.

—Prácticamente no tenemos que preocuparnos por los contrarrevolucionarios del norte —dictaminó Trotski.

Grigori estaba de acuerdo.

—Según nuestros servicios secretos, allí hay motines entre los soldados y los marineros británicos.

—Y han perdido toda esperanza de conectar con Kolchak. Sus ejércitos están regresando a toda prisa a Siberia. Podríamos perseguirlos hasta el otro lado de los Urales… pero me parece que tenemos asuntos más importantes en otras zonas.

—¿En el oeste?

—Allí la situación pinta bastante mal. Los blancos están reforzados por nacionalistas reaccionarios en Letonia, Lituania y Estonia. Kolchak ha nombrado a Yudénich comandante en jefe y ha respaldado a la flotilla de la armada británica que tiene a nuestra flota inmovilizada en Kronstadt. Pero estoy aún más preocupado por el sur.

—El general Denikin.

—Cuenta con unos ciento cincuenta mil hombres, está apoyado por tropas francesas e italianas y recibe suministros de los británicos. Creemos que está planeando un ataque hacia Moscú.

—Si se me permite decirlo, creo que la clave para derrotarlo sería política, no militar.

Trotski parecía intrigado.

—Sigue.

—Allá adonde va, Denikin se gana enemigos. Sus cosacos roban por todas partes. Cada vez que toma una ciudad, hace una redada de judíos y los ajusticia. Si las minas de carbón no llegan a los objetivos de producción, mata a uno de cada diez mineros. Y, desde luego, ejecuta a todos los desertores de su ejército.

—Nosotros también —replicó Trotski—. Y matamos a los aldeanos que esconden a desertores.

—Y a los campesinos que se niegan a entregarnos su cereal. —Grigori había tenido que endurecer su corazón para aceptar esa brutal necesidad—. Pero conozco a los campesinos; mi padre lo era. Lo que más les importa es la tierra. Muchas de esas personas se hicieron con considerables extensiones de terreno en la revolución y quieren aferrarse a ellas… pase lo que pase.

—¿Y bien?

—Kolchak ha anunciado que la reforma de la tierra debería basarse en el principio de la propiedad privada.

—Lo cual significa que los campesinos tendrían que devolver los campos que le han arrebatado a la aristocracia.

—Y todo el mundo lo sabe. Me gustaría imprimir lo que proclama Kolchak y colgarlo en la puerta de todas las iglesias. No importa lo que hagan nuestros soldados, los campesinos nos preferirán a nosotros, y no a los blancos.

—Hazlo —dijo Trotski.

—Una cosa más. Anunciar una amnistía para los desertores. Durante siete días, cualquiera que regrese a filas eludirá el castigo.

—Otra maniobra política.

—No creo que exhorte a la deserción, porque solo será una semana; pero a lo mejor nos permite recuperar a algunos hombres… sobre todo cuando se den cuenta de que los blancos quieren quitarles la tierra.

—Inténtalo —lo animó Trotski.

Un ayudante entró y saludó.

—Un extraño informe, camarada Peshkov, que he pensado que le gustaría oír.

—Está bien.

—Es sobre uno de los prisioneros que hicimos en Buguruslán. Estaba con el ejército de Kolchak, pero llevaba uniforme estadounidense.

—Los blancos tienen soldados de todo el mundo. Los imperialistas capitalistas apoyan a la contrarrevolución, naturalmente.

—No es eso, señor.

—Entonces, ¿qué?

—Señor, dice que es su hermano.

III

El andén era largo y había una espesa niebla matutina, así que Grigori no veía el extremo final del tren. Seguramente se trataba de un error, pensó; una confusión de nombres o un fallo de traducción. Intentó prepararse para llevarse una decepción, pero no lo consiguió del todo: el corazón le latía más deprisa y parecía tener los nervios a flor de piel. Habían pasado casi cinco años desde la última vez que había visto a su hermano. A menudo había pensado que Lev debía de estar muerto. Esa podía ser aún la terrible realidad.

Caminó despacio, escudriñando la arremolinada neblina con la mirada. Si de verdad se trataba de Lev, era evidente que habría cambiado. En los últimos cinco años, Grigori había perdido un incisivo y la mayor parte de una oreja, y seguramente había cambiado también en otras cosas que él mismo no percibía. ¿Cuánto se habría transformado Lev?

Tras unos momentos, dos figuras salieron de la niebla blanca: un soldado ruso, con uniforme ajado y zapatos de confección casera; y, junto a él, un hombre que parecía estadounidense. ¿Era ese Lev? Llevaba el pelo muy corto, al estilo americano, y se había afeitado el bigote. Tenía ese aspecto de cara redondeada de los soldados estadounidenses bien alimentados, con hombros rollizos bajo el elegante uniforme nuevo. Un uniforme de oficial, comprobó Grigori con creciente incredulidad. ¿Podía ser Lev un oficial estadounidense?

El prisionero lo miraba fijamente y, al acercarse, Grigori vio que sí, era su hermano. En efecto, estaba diferente, y no era solo por ese aspecto general de pulcra prosperidad. Era la forma en que se movía, la expresión de su rostro y, sobre todo, la mirada de sus ojos. Había perdido su engreimiento infantil y había adquirido un aire precavido. De hecho, había madurado.

Cuando estuvieron lo bastante cerca para tocarse, Grigori pensó en todas las veces que lo había decepcionado Lev, y a sus labios afluyeron una horda de reproches; pero no pronunció ninguno de ellos y, en lugar de eso, abrió los brazos y abrazó a su hermano. Se dieron dos besos en las mejillas, se dieron palmadas en la espalda con cariño, volvieron a abrazarse y Grigori se sorprendió al verse llorar.

Al cabo de un rato, hizo subir a Lev al tren y lo llevó al vagón que utilizaba como despacho. Grigori le dijo a su ayudante que les trajera té. Se sentaron en dos sillones raídos.

—¿Estás en el ejército? —preguntó Grigori con incredulidad.

—En Estados Unidos el servicio militar es obligatorio —dijo Lev.

Eso tenía sentido. Lev jamás se habría alistado voluntariamente.

—¡Y eres oficial!

—Igual que tú —contestó Lev.

Grigori sacudió la cabeza.

—En el Ejército Rojo hemos abolido los rangos. Soy comisario militar.

—Pero todavía hay hombres que piden té y otros que lo sirven —repuso Lev cuando el ayudante entró con las tazas—. ¿No estaría orgullosa mamá?

—A más no poder. Pero ¿por qué no me escribiste nunca? ¡Pensaba que habías muerto!

—Ay, maldita sea, lo siento —dijo Lev—. Me sentía tan mal por haberme quedado con tu billete que quería escribir y decirte que podía pagarte un pasaje a ti también. No hacía más que retrasar la carta hasta que tuviera el dinero.

Era una excusa endeble, pero muy típica de Lev. No iba a una fiesta a menos que tuviera una chaqueta elegante que ponerse, y se negaba a entrar en un bar si no tenía dinero para invitar a una ronda de copas.

Grigori recordó otra traición.

—No me dijiste que Katerina estaba embarazada cuando te marchaste.

—¡Embarazada! No lo sabía.

—Sí que lo sabías. Le dijiste que no me lo contara.

—Ah. Supongo que lo olvidé. —Lev parecía tonto, pillado en plena mentira, pero no tardó mucho en recuperarse y contraatacar con su propia acusación—: ¡Ese barco en el que me enviaste ni siquiera iba a Nueva York! Me dejaron en tierra en una ciudad de mala muerte llamada Cardiff. Tuve que trabajar durante meses para ahorrar y poder comprar otro billete.

Grigori incluso se sintió culpable un instante; después recordó cómo le había suplicado su hermano ese billete.

—A lo mejor no debería haberte ayudado a escapar de la policía —dijo, arisco.

—Supongo que hiciste lo mejor para mí —repuso Lev a regañadientes. Después le dirigió esa cálida sonrisa con la que siempre conseguía el perdón de Grigori—. Como has hecho siempre —añadió—. Desde que murió mamá.

Grigori sintió un nudo en la garganta.

—De todas formas —dijo, concentrándose en que su voz sonara firme—, deberíamos castigar a la familia Vyalov por engañarnos.

—Yo ya tuve mi venganza —dijo Lev—. Hay un Josef Vyalov en Buffalo. Me follé a su hija y la dejé embarazada, y él tuvo que permitir que me casara con ella.

—¡Dios mío! ¿Ahora formas parte de la familia Vyalov?

—Después lo lamentó, y por eso se encargó de que me llamaran a filas. Espera que me maten en el campo de batalla.

—Joder, ¿todavía piensas con la polla?

Lev se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

También Grigori tenía que darle algunas noticias, y estaba nervioso por cómo hacerlo. Empezó por decir con cautela:

—Katerina tuvo un niño, tu hijo. Lo llamó Vladímir.

Lev parecía satisfecho.

—Ah, ¿sí? ¡Conque tengo un hijo!

Grigori no tuvo valor para revelarle que Vladímir no sabía nada de Lev, y que lo llamaba «papá» a él. En lugar de eso, dijo:

—Yo he cuidado de él.

—Sabía que lo harías.

Grigori sintió una punzada de indignación familiar al ver cómo Lev daba por sentado que otros asumirían las responsabilidades que él iba dejando por el camino.

—Lev —dijo—, me casé con Katerina. —Esperó a ver la reacción de ultraje.

Pero Lev permaneció calmado.

—También sabía que harías eso.

Grigori no salía de su asombro.

—¿Qué?

Lev asintió.

—Siempre estuviste loco por ella, y Katerina necesitaba a un hombre fuerte y digno de confianza para criar a su hijo. Estaba convencido de que sucedería así.

—¡Pasé un infierno! —exclamó Grigori. ¿Había sufrido tanto por nada?—. Me torturaba la idea de haberte sido desleal.

—Diablos, no. Yo la dejé en la estacada. Os deseo lo mejor.

Grigori se enfureció al ver que Lev se lo tomaba todo tan a la ligera.

—¿No te preocupábamos ni un poco? —preguntó, dolido.

—Ya me conoces, Grishka.

Por supuesto que Lev no se había preocupado por ellos.

—Casi ni pensabas en nosotros.

—Claro que pensaba en vosotros. No seas tan santurrón. Tú la querías; durante una temporada mantuviste las distancias, puede que unos años; pero al final te la tiraste.

Era la pura verdad. Lev tenía una forma muy molesta de rebajar a todo el mundo a su nivel.

—Tienes razón —dijo Grigori—. De todas formas, ahora tenemos también una niña, Anna. Tiene un año y medio.

—Dos adultos y dos niños. No importa. Tengo bastante.

—¿De qué estás hablando?

—He hecho un poco de dinero vendiéndoles whisky de los almacenes del ejército británico a los cosacos a cambio de oro. He acumulado una pequeña fortuna. —Lev se metió una mano por dentro de la camisa del uniforme, desabrochó una hebilla y sacó una faltriquera—. ¡Aquí hay bastante para pagar los pasajes de los cuatro y que os vengáis a América! —Le dio la faltriquera a su hermano.

Grigori estaba atónito y emocionado. Lev, después de todo, no se había olvidado de su familia. Había ahorrado para un pasaje. Naturalmente, tenía que realizar la entrega del dinero con un gesto ampuloso: así era el carácter de Lev. Pero había mantenido su promesa.

Qué lástima que no sirviera de nada.

—Gracias —dijo Grigori—. Estoy orgulloso de ti al ver que has hecho lo que dijiste. Pero, desde luego, ya no es necesario. Puedo conseguir que te liberen y ayudarte a recuperar una vida normal en Rusia. —Le devolvió el cinturón con el dinero.

Lev lo aceptó y lo sostuvo en las manos sin dejar de mirarlo.

—¿Qué quieres decir?

Grigori vio que Lev estaba ofendido y comprendió que lo había herido al rechazar su regalo. Sin embargo, le preocupaba más otra cosa. ¿Qué sucedería cuando Lev y Katerina se reencontraran? ¿Volvería ella a enamorarse del hermano más atractivo? A Grigori se le heló el corazón al pensar que podía perderla después de todo lo que habían pasado juntos.

—Ahora vivimos en Moscú —dijo—. Tenemos un apartamento en el Kremlin; Katerina, Vladímir, Anna y yo. Me resultará bastante fácil conseguirte uno a ti también…

—Espera un momento —lo interrumpió Lev, y en su rostro apareció una expresión de incredulidad—. ¿Crees que quiero volver a Rusia?

—Ya lo has hecho —repuso Grigori.

—¡Pero no para quedarme!

—No es posible que quieras regresar a América.

—¡Claro que quiero! Y tú deberías venir conmigo.

—¡Pero es que no hay necesidad! Rusia ya no es como antes. ¡El zar ya no está!

—Me gusta América —dijo Lev—. A ti también te gustará, a todos vosotros, sobre todo a Katerina.

—¡Pero aquí estamos haciendo historia! Hemos inventado una nueva forma de gobierno, el sóviet. Esto es la nueva Rusia, el nuevo mundo. ¡Te lo estás perdiendo todo!

—Eres tú el que no lo entiende —replicó Lev—. En América tengo mi propio coche. Hay más alimentos de los que puedas comer. Todo el alcohol que quieras, todos los cigarrillos que puedas fumar. ¡Tengo cinco trajes!

—¿De qué sirve tener cinco trajes? —preguntó Grigori con frustración—. Es como tener cinco camas. ¡Solo se usa uno a la vez!

—No es así como yo lo veo.

Lo que hacía que la conversación resultara tan exasperante era que estaba claro que Lev creía que era Grigori el que no entendía nada. Grigori ya no sabía qué más decir para hacer cambiar de opinión a su hermano.

—¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Cigarrillos, demasiada ropa y un coche?

—Es lo que desea todo el mundo. Será mejor que los bolcheviques lo recordéis bien.

Grigori no pensaba dejar que Lev le diera ninguna lección de política.

—Los rusos quieren pan, paz y tierra.

—De todas formas, en América tengo una hija. Se llama Daisy. Tiene tres años.

Grigori arrugó la frente, dubitativo.

—Sé lo que estás pensando —dijo Lev—. No me ocupé del hijo de Katerina… ¿cómo has dicho que se llamaba?

—Vladímir.

—Piensas que él no me importó, así que, ¿por qué debería importarme Daisy? Pero es diferente. A Vladímir no llegué a conocerlo. Solo era una cosa diminuta en el vientre de su madre cuando me fui de Petrogrado. Pero a Daisy la quiero y, lo que es más importante, ella me quiere a mí.

Al menos eso sí que lo entendía Grigori. Se alegraba de que Lev tuviera suficiente corazón para sentirse unido a su hija. Y, aunque lo soliviantaba que prefiriese Estados Unidos, en el fondo se sentiría enormemente aliviado si Lev no volvía a casa. Porque seguro que querría conocer a Vladímir y, entonces, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que el niño se enterase de quién era su verdadero padre? Y, si Katerina decidía dejar a Grigori por Lev y llevarse a Vladímir con ella, ¿qué pasaría con Anna? ¿La perdería Grigori también a ella? Para él, pensó con culpabilidad, era mucho mejor que Lev volviera a Estados Unidos solo.

—Creo que estás tomando la decisión equivocada, pero no voy a obligarte —dijo.

Lev sonrió.

—Tienes miedo de que me lleve a Katerina, ¿verdad? Te conozco demasiado, hermano.

Grigori se estremeció.

—Sí —dijo—. Que te la lleves, y luego vuelvas a abandonarla y dejes que sea yo quien recoja los pedazos una segunda vez. También yo te conozco a ti.

—Pero me ayudarás a volver a América.

—No. —Grigori no pudo evitar sentir una punzada de satisfacción al ver la expresión de miedo que asomó al rostro de Lev, pero no prolongó la agonía—. Te ayudaré a volver al ejército blanco. Ellos podrán llevarte a América.

—¿Cómo lo haremos?

—Iremos en coche hasta la línea de batalla, algo más allá. Allí te liberaré en tierra de nadie. Después de eso, estarás solo.

—Podrían dispararme.

—A los dos podrían dispararnos. Esto es una guerra.

—Supongo que tendré que arriesgarme.

—No te pasará nada, Lev —sentenció Grigori—. Nunca te pasa nada.

IV

Llevaron escoltado a Billy Williams a pie por las polvorientas calles de la ciudad desde la cárcel municipal de Ufa hasta la Escuela de Comercio que el ejército británico estaba utilizando como acuartelamiento provisional.

El consejo de guerra tuvo lugar en un aula. Fitz estaba sentado al escritorio del profesor, con su edecán, el capitán Murray, a su lado. También se hallaba presente el capitán Gwyn Evans, con una libreta y un lápiz.

Billy iba sucio y sin afeitar, y había dormido mal junto a los borrachos y las prostitutas de la ciudad. Fitz llevaba un uniforme perfectamente planchado, como siempre. El muchacho sabía que tenía graves problemas. El veredicto era de prever: las pruebas eran claras. Había revelado secretos militares en cartas codificadas a su hermana. Sin embargo, estaba decidido a no dejar que notaran que tenía miedo. Iba a dar una buena imagen de su persona.

Fitz tomó la palabra:

—Esto es un consejo de guerra sumarísimo de campaña, permitido cuando el acusado está en servicio activo en el extranjero y no es posible celebrar el consejo de guerra habitual. Solo se necesitan tres oficiales en el papel de jueces, o dos, si no se dispone de más. Se puede enjuiciar a un soldado de cualquier rango por cualquier tipo de infracción, y tiene potestad para imponer la pena capital.

La única posibilidad de Billy era influir en la sentencia. Entre los posibles castigos estaban el encarcelamiento o la deportación con trabajos forzados y la muerte. Sin duda, Fitz querría enviar a Billy al pelotón de fusilamiento, o al menos condenarlo a muchos años de cárcel. El objetivo del sargento era sembrar en la mente de Murray y Evans suficientes dudas sobre la imparcialidad del juicio para hacerles optar por un breve período de prisión.

—¿Dónde está mi abogado? —preguntó entonces.

—No nos es posible ofrecerle representación legal —respondió Fitz.

—Está seguro de eso, ¿verdad, señor?

—Hable solo cuando se lo digan, sargento.

—Que conste en acta que se me ha negado el acceso a un abogado —dijo Billy. Miró a Gwyn Evans, el único que tenía una libreta. Como Evans no hacía nada, Billy añadió—: ¿O será el acta de este juicio un embuste? —Puso muchísimo énfasis en la palabra «embuste», sabiendo que ofendería al conde. Era parte del código del caballero inglés decir siempre la verdad.

Fitz le hizo un gesto con la cabeza a Evans, que tomó nota.

«Primer punto para mí», pensó Billy, y se alegró un poco.

—William Williams, se le acusa según la Primera Parte de la Ley del Ejército. La acusación consiste en que, a sabiendas y estando de servicio, ha cometido un acto calculado para poner en peligro el éxito de las fuerzas de Su Majestad. La pena es la muerte, o un castigo menor que le imponga este tribunal.

El repetido énfasis en la pena de muerte hizo que Billy se estremeciera, pero mantuvo el rostro impertérrito.

—¿Qué tiene que decir?

Billy respiró hondo. Habló con voz clara e imprimió en su tono toda la burla y el desprecio que fue capaz de reunir.

—Tengo que decir que cómo se atreve —espetó—. ¿Cómo se atreve a fingirse un juez imparcial? ¿Cómo se atreve a actuar como si nuestra presencia en Rusia fuese una operación legítima? Y ¿cómo se atreve a acusar de traición a un hombre que ha luchado a su lado durante tres años? Eso es lo que tengo que decir.

—No seas insolente, Billy, muchacho. Así no harás más que empeorar las cosas —intervino Gwyn Evans.

Billy no iba a permitir que Evans fingiera ser benevolente.

—Y yo le aconsejo que se marche ahora y no tenga nada más que ver con este tribunal desautorizado —dijo Billy—. Cuando corra la voz… y, créame, esto saldrá publicado en la portada del Daily Mirror… descubrirá que es usted el que ha caído en desgracia, no yo. —Miró a Murray—. Todo el que haya tenido algo que ver con esta farsa caerá en desgracia.

Evans parecía incómodo. Era evidente que no había pensado que aquello pudiera hacerse público.

—¡Ya basta! —exclamó Fitz con voz imperiosa y airada.

«Bien —pensó Billy—; ya lo he sacado de quicio.»

—Veamos las pruebas, por favor, capitán Murray —prosiguió Fitz.

Murray abrió una carpeta y sacó una hoja de papel. Billy reconoció su letra. Tal como esperaba, era una carta suya para Ethel.

Murray se la enseñó y dijo:

—¿Ha escrito usted esta carta?

—¿Cómo ha llegado a su poder, capitán Murray? —contestó Billy.

—¡Responda la pregunta! —bramó Fitz.

—Fue usted a la escuela de Eton, ¿verdad, capitán? —dijo Billy—. Un caballero jamás leería el correo de otra persona, o eso nos decían. Pero, según tengo entendido, solo el censor oficial tiene derecho a examinar las cartas de los soldados. De manera que doy por hecho que ha llegado a su poder a través del censor. —Hizo una pausa. Tal como esperaba, Murray se resistía a responder. Prosiguió—: ¿O acaso se ha obtenido la carta de manera ilegal?

—¿Ha escrito usted esta carta? —repitió Murray.

—Si se ha obtenido ilegalmente, entonces no puede utilizarse en un juicio. Me parece que eso es lo que diría un abogado. Pero aquí no hay ninguno. Eso es lo que hace que esto sea un tribunal desautorizado.

—¿Ha escrito esta carta?

—Responderé la pregunta cuando me hayan explicado cómo llegó a sus manos.

—Ya sabe que puede ser castigado por desacato al tribunal —dijo Fitz.

«Me estoy enfrentando a una pena de muerte —pensó Billy—; ¡qué estúpido por parte de Fitz amenazarme!» Pero dijo:

—Quiero defenderme llamando la atención sobre la irregularidad de este tribunal y la ilegalidad del proceso. ¿Va a prohibírmelo… señor?

Murray se rindió.

—El sobre lleva escrita la dirección de remite y el nombre del sargento Billy Williams. Si el acusado desea afirmar que no la ha escrito, debería decirlo ahora.

Billy no dijo nada.

—Esta carta es un mensaje codificado —siguió diciendo Murray—. Se puede descifrar leyendo una de cada tres palabras, y la letra mayúscula inicial de títulos de canciones y películas. —Murray le pasó la carta a Evans—. Descodificada así, dice lo siguiente…

La carta de Billy describía la incompetencia del régimen de Kolchak y decía que, a pesar de todo el oro que tenían, no habían llegado a pagar al personal del ferrocarril Transiberiano, de manera que continuaban teniendo problemas de suministro y transporte. También detallaba la ayuda que intentaba ofrecer el ejército británico. La información se había mantenido en secreto para el público de Gran Bretaña, que pagaba al ejército y cuyos hijos estaban arriesgando la vida.

—¿Niega haber enviado este mensaje? —le dijo Murray a Billy.

—No puedo comentar nada sobre una prueba que ha sido obtenida de manera ilegal.

—La destinataria, E. Williams, es de hecho la señora Ethel Leckwith, impulsora de la campaña «Rusia no se toca», ¿verdad?

—No puedo comentar nada sobre una prueba que ha sido obtenida de manera ilegal.

—¿Le ha escrito otras cartas codificadas?

Billy no respondió.

—Y ella ha utilizado la información que le ha dado usted para publicar artículos de prensa hostiles que desacreditan al ejército británico y ponen en peligro el éxito de nuestras acciones aquí.

—De ninguna manera —replicó Billy—. El ejército ha sido desacreditado por los hombres que nos enviaron en una misión secreta e ilegal sin el conocimiento ni el consentimiento del Parlamento. La campaña «Rusia no se toca» es el primer paso necesario para devolvernos nuestro legítimo papel como defensores de Gran Bretaña, en lugar de ser el ejército privado de una pequeña conspiración de generales y políticos de derechas.

El rostro cincelado del conde estaba congestionado de ira, y Billy se sintió muy satisfecho al verlo.

—Creo que ya hemos oído suficiente —zanjó Fitz—. El tribunal debe deliberar ahora su veredicto. —Murray murmuró algo y Fitz dijo—: Ah, sí. ¿Tiene algo que añadir el acusado?

Billy se levantó.

—Llamo como mi primer testigo al coronel, el conde Fitzherbert.

—No sea ridículo —dijo Fitz.

—Que conste en acta que el tribunal se ha negado a permitirme interrogar a un testigo, aunque estaba presente en el juicio.

—Prosiga de una vez.

—Si no se me hubiera negado mi derecho a llamar a un testigo, le habría preguntado al coronel qué relación tenía con mi familia. ¿Acaso no me guarda un rencor personal a causa del papel de mi padre como líder de los mineros? ¿Cuál fue su relación con mi hermana? ¿No la empleó como su ama de llaves y luego la despachó misteriosamente? —Billy estuvo tentado de decir más acerca de Ethel, pero eso habría sido arrastrar su nombre por el fango y, además, seguramente con la insinuación bastaba—. Le habría preguntado por su interés personal en esta guerra ilegal contra el gobierno bolchevique. ¿No es su mujer una princesa rusa? ¿No es su hijo heredero de propiedades rusas? ¿No está aquí el coronel, en realidad, para defender sus intereses económicos personales? ¿No son todas estas cuestiones la verdadera explicación de por qué ha convocado esta farsa de tribunal? Y ¿no lo descalifica eso completamente para ser juez en este caso?

Fitz lo miraba impertérrito, pero tanto Murray como Evans estaban desconcertados. No sabían nada de todos esos asuntos personales.

—No tengo más que añadir —dijo Billy—. El káiser de Alemania está acusado de crímenes de guerra. Se argumenta que declaró la guerra exhortado por sus generales y en contra de la voluntad del pueblo alemán, tal como expresaron claramente sus representantes en el Reichstag, su Parlamento. Por el contrario, se argumenta que Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania solo tras un debate en la Cámara de los Comunes.

Fitz fingía aburrirse, pero Murray y Evans escuchaban con atención.

—Pensemos ahora en esta guerra de Rusia —prosiguió Billy—. Jamás se ha debatido en el Parlamento británico. Sus hechos se ocultan al pueblo de Gran Bretaña bajo la pretensión de la seguridad operativa… la excusa que se da siempre para los secretos vergonzosos del ejército. Estamos luchando, pero no se ha declarado ninguna guerra. El primer ministro británico y los suyos se encuentran exactamente en la misma situación que el káiser y sus generales. Son ellos los que actúan ilegalmente… no yo. —Billy se sentó.

Los dos capitanes hicieron corrillo con Fitz. Billy se preguntó si había ido demasiado lejos. Había sentido la necesidad de ser mordaz, pero puede que hubiera ofendido a los capitanes, en lugar de ganarse su apoyo.

No obstante, parecía haber divergencia de opiniones entre los jueces. Fitz hablaba con vehemencia y Evans negaba con la cabeza. Murray parecía sentirse violento allí. Billy pensó que eso seguramente era buena señal. De todas formas, estaba más asustado que nunca. Ni cuando se había enfrentado a las ametralladoras en el Somme ni cuando había vivido una explosión en el pozo de la mina había sentido tanto miedo como el que estaba experimentando al ver su vida en manos de unos oficiales malévolos.

Por fin parecían haber llegado a un acuerdo.

Fitz miró a Billy y ordenó:

—Levántese.

Billy se puso de pie.

—Sargento William Williams, este tribunal lo considera culpable de la acusación. —Lo miró fijamente, como confiando ver en su cara la vergüenza de la derrota.

Pero Billy ya esperaba el veredicto de culpabilidad. Era la sentencia lo que temía.

—Queda sentenciado a diez años de trabajos forzados —dijo Fitz.

Billy no pudo seguir manteniendo la inexpresividad de su rostro. No era la pena capital, pero… ¡diez años! Cuando saliera tendría treinta años. Estarían en 1929. Mildred tendría treinta y cinco. Podría haber pasado ya la mitad de sus vidas. Su fachada de desafío se desmoronó y se le saltaron las lágrimas.

Una expresión de profunda satisfacción iluminó el rostro de Fitz.

—Retírese —dijo.

Se llevaron a Billy custodiado para que empezara su sentencia en prisión.