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Diciembre de 1918-febrero de 1919

I

El recuento de los votos se realizó tres días después de Navidad. Eth y Bernie Leckwith fueron al ayuntamiento de Aldgate para escuchar los resultados; Bernie en el estrado con su mejor traje, Eth entre el público.

Bernie perdió.

Él lo encajó con estoicismo, pero Ethel lloró. Para él era el final de un sueño. A lo mejor había sido un sueño tonto, pero de todas formas se sentía herido, y ella sufría por él.

El candidato liberal respaldó la coalición de Lloyd George, de modo que no había habido ningún candidato conservador. Por lo tanto los conservadores habían votado a los liberales y la unión de ambas fuerzas había sido demasiado para que los laboristas los vencieran.

Bernie felicitó a su oponente ganador y bajó del estrado. Los demás miembros del Partido Laborista tenían una botella de whisky escocés y querían celebrar un velatorio, pero Bernie y Ethel se fueron a casa.

—No estoy hecho para esto, Eth —dijo Bernie mientras ella ponía agua a hervir para preparar un chocolate.

—Tú has hecho tu trabajo —lo consoló ella—. Ese maldito Lloyd George ha sido más listo que nosotros.

Bernie sacudió la cabeza.

—No soy un líder —dijo—. Soy un pensador y un planificador. Todo este tiempo he intentado hablar con la gente igual que lo haces tú y encenderlos de entusiasmo por nuestra causa, pero nunca lo he logrado. Cuando tú hablas, te adoran. Esa es la diferencia.

Ethel sabía que tenía razón.

A la mañana siguiente, los periódicos mostraron que los resultados de Aldgate se habían reflejado en todo el país. La coalición había conseguido 525 de los 707 escaños, una de las mayorías más amplias de la historia del Parlamento. La gente había votado al hombre que había ganado la guerra.

Ethel estaba amargamente decepcionada. Los hombres de siempre seguían gobernando el país. Los mismos políticos que habían propiciado millones de muertes, de pronto lo celebraban como si hubieran hecho algo maravilloso. Pero ¿qué habían conseguido? Dolor, hambre y destrucción. Diez millones de hombres y niños habían muerto sin razón alguna.

El único ápice de esperanza era que el Partido Laborista había mejorado su posición. Habían logrado sesenta escaños, más que los cuarenta y dos de antes.

Eran los liberales contrarios a Lloyd George quienes más habían sufrido. Solo habían ganado en treinta circunscripciones, y el mismísimo Asquith había perdido su escaño.

—Podría ser el fin del Partido Liberal —dijo Bernie durante la comida, echándose salsa en el pan—. Le han fallado al pueblo, y ahora los laboristas somos la oposición. Puede que sea nuestro único consuelo.

Justo antes de que se fueran a trabajar, llegó el correo. Ethel comprobó las cartas mientras Bernie le ataba a Lloyd los cordones de los zapatos. Había una de Billy, escrita en su código, así que se sentó a la mesa de la cocina para descifrarlo.

Subrayó las palabras clave con un lápiz y las escribió en una libreta. A medida que iba descifrando el mensaje, su fascinación aumentaba.

—Ya sabes que Billy está en Rusia —le dijo a Bernie.

—Sí.

—Bueno, pues dice que nuestro ejército está allí para luchar contra los bolcheviques. Y que el ejército americano también.

—No me sorprende.

—Sí, pero escucha, Bern —dijo ella—, sabemos que los blancos no pueden derrotar a los bolcheviques… pero ¿y si se les unieran ejércitos extranjeros? ¡Podría pasar cualquier cosa!

Bernie parecía meditabundo.

—Podrían restablecer la monarquía.

—La gente de este país no lo permitiría.

—La gente de este país no sabe lo que está pasando.

—Pues será mejor que se lo expliquemos —repuso Ethel—. Voy a escribir un artículo.

—¿Quién lo publicará?

—Ya veremos. A lo mejor el Daily Herald. —El Herald era de izquierdas—. ¿Llevarás a Lloyd con la niñera?

—Sí, por supuesto.

Ethel reflexionó unos instantes y luego escribió en lo alto de una hoja de papel:

¡RUSIA NO SE TOCA!

II

A Maud, pasear por París la hacía llorar. En los amplios bulevares había montañas de escombros donde habían caído los obuses alemanes. Las ventanas rotas de los grandes edificios estaban reparadas con tablones, y así le recordaban dolorosamente a su apuesto hermano con su ojo desfigurado. Las avenidas de árboles estaban malogradas por los huecos surgidos al sacrificar un viejo castaño o un noble plátano por su madera. La mitad de las mujeres vestían de negro por el luto, y en muchas esquinas había soldados tullidos que mendigaban unas monedas.

Maud también lloraba por Walter. No había recibido respuesta a su carta. Había preguntado si se podía viajar a Alemania, pero era imposible. Ya le había sido bastante difícil conseguir permiso para llegar a París. Ella había esperado que Walter acompañara a la delegación alemana, pero no había tal delegación: los países vencidos no estaban invitados a la conferencia de paz. Los victoriosos aliados se proponían llegar a un acuerdo entre sí y luego presentarles a los perdedores el tratado para que lo firmaran.

Mientras tanto, escaseaba el carbón y en todos los hoteles hacía un frío de muerte. Ella tenía una suite en el Majestic, donde estaba situado el cuartel general de la delegación británica. Para protegerse de posibles espías franceses, los británicos habían sustituido a todo el personal por sus propios trabajadores. Por eso la comida era espantosa: gachas para desayunar, verduras demasiado cocidas y un café malísimo.

Arrebujada en un abrigo de pieles de antes de la guerra, Maud fue a encontrarse con Johnny Remarc en el Fouquet’s, en los Campos Elíseos.

—Gracias por conseguirme el permiso para venir a París —le dijo.

—Por ti, cualquier cosa, Maud. Pero ¿por qué tenías tanto interés en venir?

No iba a decirle la verdad, y menos aún a alguien a quien le encantaban los chismorreos.

—Para ir de compras —respondió—. Hace cuatro años que no me compro un vestido nuevo.

—Ay, perdóname, pero no hay casi nada que comprar, y lo que queda cuesta un dineral. ¡Mil quinientos francos por un vestido! Incluso Fitz habría puesto reparos. Me parece a mí que debes de tener un mon chéri francés.

—Ojalá fuera así. —Maud cambió de tema—. He encontrado el coche de Fitz. ¿Sabes dónde puedo conseguir gasolina?

—Veré qué puedo hacer.

Pidieron la comida.

—¿Crees que de verdad vamos a obligar a los alemanes a pagar miles de millones en reparaciones de guerra? —preguntó Maud.

—No están en muy buena situación para negarse —dijo Johnny—. Después de la guerra franco-prusiana obligaron a Francia a pagar cinco mil millones de francos… lo cual los franceses consiguieron hacer en tres años. Y el marzo pasado, en el Tratado de Brest-Litovsk, Alemania hizo prometer a los bolcheviques seis mil millones de marcos, aunque, desde luego, ahora ya no los pagarán. De cualquier forma, la justificada indignación alemana tiene el sonido huero de la hipocresía.

Maud detestaba que la gente hablara con dureza de los alemanes. Era como si el hecho de que hubieran perdido los convirtiera en unas bestias. «¿Y si los perdedores hubiésemos sido nosotros? —sintió ganas de replicar Maud—. ¿Nos habríamos visto obligados a decir que la guerra había sido culpa nuestra y pagar por ello?»

—Pero nosotros les estamos pidiendo mucho más: veinticuatro mil millones de libras, les requerimos, y los franceses hablan del doble.

—Es difícil discutir con los franceses —dijo Johnny—. A nosotros nos deben seiscientos millones de libras, y más aún a los americanos; pero, si les negamos las reparaciones de Alemania, dirán que no pueden pagarnos.

—¿Pueden pagar los alemanes lo que les pedimos?

—No. Mi amigo Pozzo Keynes dice que podrían pagar más o menos una décima parte, unos dos mil millones de libras, aunque eso podría paralizar su país.

—¿Te refieres a John Maynard Keynes, el economista de Cambridge?

—Sí. Nosotros le llamamos Pozzo.

—No sabía que fuera uno de tus… amigos.

Johnny sonrió.

—Pues sí, querida, muchísimo.

Maud sufrió un arrebato de celos por el alegre libertinaje de Johnny. Ella había reprimido con fiereza su necesidad de amor físico. Hacía casi dos años desde la última vez que un hombre la había tocado con cariño. Se sentía como una monja vieja, arrugada y seca.

—¡Qué mirada más triste! —A Johnny no se le escapaban muchas cosas—. Espero que no estuvieras enamorada de Pozzo.

Maud rió, y luego encaminó la conversación hacia la política.

—Si sabemos que los alemanes no pueden pagar, ¿por qué insiste tanto Lloyd George?

—Yo mismo le hice esa pregunta. Lo conozco bastante bien, desde que era ministro de Municiones. Dice que todos los países beligerantes acabarán pagando sus propias deudas, y que nadie hablará de reparaciones de ningún tipo.

—Entonces, ¿por qué esta farsa?

—Porque, al final, serán los contribuyentes de cada país quienes paguen la guerra… pero el político que les diga eso jamás volverá a ganar ningunas elecciones.

III

Gus asistía a las reuniones diarias de la Comisión de la Sociedad de las Naciones, el grupo que estaba encargado de redactar el pacto que constituiría la sociedad. El propio Woodrow Wilson presidía el comité, y tenía prisa.

Wilson había dominado por completo el primer mes de la conferencia. Había conseguido dejar de lado el orden del día francés, que tenía como máxima prioridad las reparaciones alemanas y relegaba la sociedad al último punto, y había insistido en que la sociedad debía formar parte de cualquier tratado firmado por él.

La Comisión de la Sociedad de las Naciones se reunía en el lujoso hotel Crillon, en la plaza de la Concordia. Los ascensores hidráulicos eran viejos y lentos, y a veces se paraban entre dos pisos mientras se restablecía la presión del agua; Gus pensaba que se parecían mucho a los diplomáticos europeos, que de nada disfrutaban más que de una discusión pausada, y no tomaban una decisión a menos que se vieran obligados. Observó divertido, aunque sin dar muestras de ello, que tanto diplomáticos como ascensores hacían que el presidente de Estados Unidos se inquietara y mascullara con furiosa impaciencia.

Los diecinueve comisionados se sentaban alrededor de una gran mesa cubierta con un mantel rojo; sus intérpretes detrás, susurrándoles al oído; sus ayudantes repartidos por la sala, con expedientes y cuadernos. Gus vio que a los europeos les impresionaba la capacidad de su jefe de avanzar con el orden del día. Algunos habían dicho que la redacción del pacto se alargaría durante meses, cuando no años; otros decían que las naciones jamás llegarían a un acuerdo. Sin embargo, para deleite de Gus, al cabo de diez días ya estaban muy cerca de terminar un primer borrador.

Wilson tenía que marcharse a Estados Unidos el 14 de febrero. Regresaría pronto, pero estaba decidido a tener un borrador del pacto que llevarse a casa.

Por desgracia, la tarde antes de partir, los franceses presentaron un importante escollo. Propusieron que la Sociedad de las Naciones tuviera su propio ejército.

Wilson, desesperado, cerró los ojos.

—Imposible —refunfuñó.

Gus sabía por qué. El Congreso no permitiría que nadie más controlara las tropas estadounidenses.

El delegado francés, el antiguo primer ministro Léon Bourgeois, argumentó que la sociedad no tendría poder real a menos que contara con una forma de obligar a que sus decisiones se cumplieran.

Gus compartía la frustración de Wilson. La Sociedad de las Naciones tenía otras maneras de presionar a los países canallas: diplomacia, sanciones económicas y, como último recurso, un ejército ad hoc, formado para llevar a cabo una misión específica y desmantelado cuando el trabajo se hubiera terminado.

Sin embargo, Bourgeois decía que nada de eso habría protegido a Francia de Alemania. Los franceses no podían concentrarse en nada más. A lo mejor era comprensible, pensó Gus, pero no era forma de crear un nuevo orden mundial.

Lord Robert Cecil, quien había realizado gran parte de la redacción, alzó un dedo huesudo para pedir la palabra. Wilson asintió: le gustaba Cecil, que era un férreo defensor de la sociedad. No todo el mundo pensaba igual: Clemenceau, el primer ministro francés, decía que, cuando Cecil sonreía, se parecía a un dragón chino.

—Discúlpenme por ser tan directo —dijo Cecil—. La delegación francesa parece decir que, puesto que la sociedad a lo mejor no será tan fuerte como ellos esperaban, la rechazarán por completo. Permítanme señalar con toda franqueza que, en tal caso, es casi seguro que se produzca entre Gran Bretaña y Estados Unidos una alianza bilateral que no le ofrecería nada a Francia.

Gus reprimió una sonrisa. «Eso sí que es decir las cosas», pensó.

Bourgeois puso cara de espanto y retiró su enmienda.

Wilson le dirigió una mirada de gratitud a Cecil, al otro lado de la mesa.

El delegado japonés, el barón Makino, quería la palabra. Wilson asintió y consultó su reloj.

Makino se refirió a una cláusula ya acordada del pacto, la cual garantizaba la libertad de culto. Deseaba añadir una enmienda a efecto de que todos los miembros trataran a los ciudadanos de los demás países de forma igualitaria, sin discriminaciones raciales.

A Wilson se le heló la expresión.

El discurso de Makino era elocuente, aun en su traducción. Las diferentes razas habían luchado en la guerra codo con codo, señaló.

—Se ha establecido un vínculo común de simpatía y gratitud.

La sociedad sería una gran familia de naciones. ¿No habrían de tratarse, sin duda, como iguales?

Gus estaba preocupado, aunque no sorprendido. Los japoneses llevaban hablando de ello una o dos semanas, y ya había causado consternación entre los australianos y los californianos, que querían mantener a Japón fuera de sus territorios. A Wilson lo había desconcertado, ya que ni por un instante creía que los negros estadounidenses fueran sus iguales. Pero sobre todo había molestado a los británicos, que gobernaban sin ninguna clase de democracia sobre cientos de millones de personas de diferentes razas y no querían que pensaran que eran igual de buenos que sus caciques blancos.

De nuevo, fue Cecil quien habló.

—Vaya por Dios, se trata de un asunto muy controvertido —dijo, y Gus casi podía haberse creído su tristeza—. La mera sugerencia de que pudiera discutirse ya ha generado discordancias.

Se produjo un murmullo de aquiescencia en toda la mesa.

Cecil prosiguió:

—En lugar de retrasar el acuerdo de un borrador del pacto, quizá deberíamos posponer la discusión de… hmmm… la discriminación racial a una fecha posterior.

El primer ministro griego tomó la palabra:

—Toda esta cuestión de la libertad religiosa también es un asunto peliagudo. A lo mejor deberíamos dejarlo correr de momento.

—¡Mi gobierno jamás ha firmado un tratado que no apelara a Dios! —exclamó el delegado portugués.

Cecil, un hombre profundamente religioso, replicó:

—Puede que esta vez todos tengamos que arriesgarnos.

Se oyeron algunas risas, y Wilson, con evidente alivio, dijo:

—Si estamos de acuerdo, sigamos adelante.

IV

A la mañana siguiente, Wilson fue al Ministerio de Asuntos Exteriores francés, en el Quai d’Orsay, y leyó el borrador en una sesión plenaria de la conferencia de paz, en el famoso Salón del Reloj, bajo unas enormes arañas de luz que parecían estalactitas en una cueva del Ártico. Esa noche regresaba a su país. El día siguiente era un sábado, y por la noche Gus salió a bailar.

París, puesto el sol, era una fiesta. La comida seguía escaseando, pero parecía haber litros y litros de alcohol. Los jóvenes dejaban abiertas las puertas de sus habitaciones de hotel para que las enfermeras de la Cruz Roja pudieran entrar siempre que necesitaran compañía. Era como si la moralidad convencional hubiera quedado en suspenso. La gente no intentaba ocultar sus aventuras amorosas. Los afeminados abandonaron toda pretensión de masculinidad. Larue’s se convirtió en el restaurante de las lesbianas. Corría el rumor de que la escasez de carbón era un mito inventado por los franceses para que todo el mundo se mantuviera caliente por la noche durmiendo con sus amigos.

Todo era caro, pero Gus tenía dinero. Contaba también con otras ventajas: conocía París y hablaba francés. Fue a las carreras de Saint-Cloud, disfrutó de La Bohème en la Ópera y vio un musical subidito de tono que se titulaba Phi Phi. Como era uno de los hombres cercanos al presidente, lo invitaban a todas las fiestas.

Sin saber cómo, cada vez pasaba más tiempo con Rosa Hellman. Tenía que andarse con cuidado cuando hablaba con ella, decirle solo aquello que no le importara ver impreso, pero la costumbre de la discreción ya había llegado a ser algo automático en él. Rosa era una de las personas más inteligentes a las que había conocido. Le gustaba, pero no había nada más. Siempre estaba dispuesta a salir con él, pero ¿qué reportero rechazaría la invitación de un ayudante del presidente? Gus nunca podría estrecharle las manos, ni intentar darle un beso de buenas noches por si Rosa pensaba que estaba aprovechándose de su cargo, siendo alguien a quien ella no podía permitirse ofender.

Habían quedado en el Ritz para tomar unos cócteles.

—¿Qué es un cóctel? —preguntó Rosa.

—Un licor fuerte camuflado para que parezca más respetable. Te lo prometo, están a la última.

Rosa también estaba a la última. Llevaba el pelo a lo garçon. Su sombrerito le cubría las orejas, igual que el casco de acero de un soldado alemán. Las curvas y los corsés habían quedado anticuados, y el vestido drapeado de Rosa caía recto desde los hombros hasta una cintura asombrosamente baja. Al ocultar sus formas, paradójicamente, el vestido hacía pensar a Gus en lo que había debajo. Rosa llevaba carmín en los labios y polvos de maquillaje, algo que las europeas aún consideraban atrevido.

Tomaron un martini cada uno y luego siguieron camino. Atrajeron muchísimas miradas al cruzar juntos el alargado vestíbulo del Ritz: el desgarbado hombre de cabeza grande y su menudita compañera tuerta; él de etiqueta, ella de seda azul plata. Cogieron un taxi para ir al Majestic, donde los sábados por la noche los británicos celebraban un baile al que iba todo el mundo.

La sala estaba abarrotada. Jóvenes ayudantes de las delegaciones, periodistas de todo el mundo y soldados liberados de las trincheras disfrutaban del jazz junto a enfermeras y mecanógrafas. Rosa enseñó a Gus a bailar el fox-trot, después lo dejó solo y bailó con un apuesto hombre de ojos oscuros de la delegación griega.

Gus, celoso, empezó a pasear por la sala y estuvo charlando con conocidos hasta que se encontró con lady Maud Fitzherbert, que llevaba un vestido morado y zapatos de punta.

—¡Hola! —exclamó con sorpresa.

La joven parecía alegrarse de verlo.

—Tienes muy buen aspecto.

—Me ha favorecido la suerte. Estoy de una pieza.

Ella le tocó la cicatriz de la mejilla.

—Casi.

—Es solo un rasguño. ¿Te apetece bailar?

La estrechó entre sus brazos. Estaba muy delgada: Gus le notaba los huesos a través del vestido. Bailaron un vals lento.

—¿Cómo está Fitz? —preguntó Gus.

—Bien, creo. Está en Rusia. Seguramente se supone que no debo decirlo, pero es un secreto a voces.

—Ya he visto esos periódicos británicos que claman «¡Rusia no se toca!».

—Esa campaña la dirige una mujer a la que conociste en Ty Gwyn, Ethel Williams, ahora Eth Leckwith.

—No la recuerdo.

—Era el ama de llaves.

—¡Dios santo!

—Se está convirtiendo en un personaje de peso en la política británica.

—Cómo ha cambiado el mundo…

Maud lo acercó más hacia sí y bajó la voz:

—Supongo que no tendrás noticias de Walter…

Gus recordó al oficial alemán que le había resultado conocido y al que había visto caer en Château-Thierry, pero no estaba ni mucho menos seguro de que fuera Walter, así que dijo:

—Nada, lo siento. Debe de resultarte difícil.

—De Alemania no llega ninguna información, ¡y no permiten que nadie viaje allí!

—Me temo que tendrás que esperar hasta que se firme el tratado de paz.

—Y eso ¿cuándo será?

Gus no lo sabía.

—El pacto de la Sociedad de las Naciones está prácticamente terminado, pero todavía queda mucho para llegar a un acuerdo sobre cuánto debe pagar Alemania en reparaciones.

—Es estúpido —dijo Maud con acritud—. Necesitamos que los alemanes sean prósperos para que las fábricas británicas puedan venderles coches, estufas y cepillos mecánicos para las alfombras. Si paralizamos su economía, Alemania se hará bolchevique.

—La gente clama venganza.

—¿Te acuerdas de 1914? Walter no quería la guerra. Igual que la mayoría de los alemanes. Pero el país no era una democracia. El káiser fue incitado por los generales y, en cuanto los rusos se movilizaron, no les quedó otra opción.

—Claro que lo recuerdo. Pero la mayoría de la gente no.

El baile terminó. Rosa Hellman se acercó y Gus presentó a las dos mujeres. Estuvieron hablando un minuto, pero Rosa estuvo muy poco amable (algo rarísimo en ella) y Maud los dejó enseguida.

—Ese vestido cuesta una fortuna —dijo Rosa, refunfuñando—. Es de Jeanne Lanvin.

Gus estaba perplejo.

—¿No te ha caído bien Maud?

—A ti sí, es evidente.

—¿Qué quieres decir?

—Bailabais muy pegaditos.

Rosa no sabía nada de Walter, pero a Gus de todas formas le sentó mal que lo acusaran falsamente de coquetear.

—Quería hablarme de algo bastante confidencial —dijo, con un deje de indignación.

—Me figuro que sí.

—No sé por qué te pones así —replicó Gus—. Tú te has ido con ese griego empalagoso.

—Es muy guapo, y no tiene nada de empalagoso. ¿Por qué no habría de bailar con otros hombres? Ni que estuvieras enamorado de mí.

Gus se quedó mirándola.

—Ay —dijo—. Ay, madre mía. —De pronto se sentía confundido e inseguro.

—Y ahora ¿qué te pasa?

—Acabo de darme cuenta de algo… creo.

—Y ¿vas a contarme qué es?

—Supongo que no tengo más remedio —dijo él, titubeante, y se quedó callado.

Rosa esperó a que hablara.

—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.

—Que estoy enamorado de ti.

Ella le devolvió la mirada en silencio. Al cabo de un largo rato, inquirió:

—¿Lo dices en serio?

Aunque la idea lo había pillado por sorpresa, Gus no tenía ninguna duda.

—Sí. Te quiero, Rosa.

Ella sonrió con debilidad.

—Imagínate…

—Creo que a lo mejor llevo enamorado de ti sin saberlo desde hace bastante tiempo.

Rosa asintió, como si le hubieran confirmado una sospecha. La banda empezó a tocar una canción lenta. Se le acercó.

Gus la estrechó automáticamente entre sus brazos, pero estaba demasiado nervioso para bailar bien.

—No estoy seguro de poder seguir…

—No te preocupes. —Ella sabía lo que estaba pensando—. Finge que sí.

Gus arrastró los pies durante unos cuantos pasos. Tenía la mente agitada. Rosa no había dicho nada acerca de sus propios sentimientos. Por otro lado, tampoco se había alejado de él. ¿Había alguna posibilidad de que le correspondiera su amor? Estaba claro que le gustaba, pero eso no era ni mucho menos lo mismo. ¿Se estaría preguntando en ese mismo instante qué era lo que sentía? ¿O estaba intentando elaborar una suave disculpa de rechazo?

Rosa lo miró, y él pensó que estaba a punto de darle una respuesta.

—Llévame a algún otro sitio, por favor, Gus —dijo entonces.

—Desde luego.

Ella recogió su abrigo. El portero les paró un taxi Renault rojo.

—A Maxim’s —dijo Gus.

El trayecto era corto y lo recorrieron en silencio. Gus anhelaba saber qué estaba pensando Rosa, pero no quería atosigarla. Pronto tendría que decírselo.

El restaurante estaba lleno hasta los topes, las pocas mesas que quedaban libres estaban reservadas para clientes que llegarían más tarde. El maître estaba désolé. Gus buscó su cartera, sacó un billete de cien francos y dijo:

—Una mesa tranquila en un rincón. —Una tarjeta que decía Réservée desapareció y ellos se sentaron.

Escogieron una cena ligera, y Gus pidió una botella de champán.

—Has cambiado mucho —comentó Rosa.

Él se sorprendió.

—No lo creo.

—Eras un joven muy diferente, allá en Buffalo. Creo que incluso te sentías cohibido conmigo. Ahora te paseas por París como si fueras el dueño.

—Ah, vaya… eso suena arrogante.

—No, solo seguro de ti mismo. A fin de cuentas, has trabajado para un presidente y has luchado en una guerra… esas cosas lo cambian a uno.

Les sirvieron la cena, pero ninguno de los dos comió mucho. Gus estaba demasiado tenso. ¿En qué estaba pensando Rosa? ¿Lo quería o no? Tenía que saberlo, ¿verdad? Dejó el cuchillo y el tenedor, pero, en lugar de preguntarle lo que lo tenía preocupado, dijo:

—Tú siempre has parecido muy segura de ti misma.

Rosa se echó a reír.

—¿No es asombroso?

—¿Por qué?

—Supongo que me sentí segura hasta que cumplí unos siete años. Y entonces… bueno, ya sabes cómo son las niñas del colegio. Todas quieren ser amigas de la más guapa. Yo tuve que jugar con las niñas gordas y las feas, y las que se vestían con ropa heredada. Así llegué a la adolescencia. Incluso trabajar para el Buffalo Anarchist fue algo típico de inadaptada. Cuando me hicieron directora, sin embargo, empecé a recuperar la autoestima. —Dio un sorbo de champán—. Tú me ayudaste.

—¿Yo? —Gus estaba sorprendido.

—Fue por cómo me hablabas, como si yo fuera la persona más lista y la más interesante de todo Buffalo.

—Seguramente lo eras.

—Salvo por Olga Vyalov.

—Ah. —Gus se sonrojó. Al recordar cómo se había encaprichado con Olga se sintió tonto, pero no quería decirlo, ya que eso habría sido como criticarla, lo cual habría sido muy poco caballeroso.

Cuando terminaron los cafés y Gus pidió la cuenta, todavía no sabía qué sentía Rosa por él.

En el taxi, le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—Oh, Gus, eres una joya —dijo ella.

Gus no sabía qué quería decir con eso. Sin embargo, Rosa tenía el rostro vuelto hacia él de una forma que casi parecía expectante. ¿Quería que él…? Se armó de valor y la besó en la boca.

Se produjo un gélido momento en el que ella no respondió, y él pensó que se había equivocado al obrar así. Después, Rosa suspiró con alegría y separó los labios.

«Oh —pensó Gus, feliz—. Entonces va todo bien.»

La rodeó con sus brazos y se besaron hasta que llegaron al hotel. El trayecto resultó demasiado corto. De repente, un portero abrió la portezuela del coche.

—Límpiate los labios —le dijo Rosa mientras bajaba.

Gus sacó un pañuelo y se frotó la cara a toda prisa. La tela blanca acabó roja del pintalabios de ella. Él lo dobló con cuidado y se lo volvió a guardar en el bolsillo.

La acompañó hasta la puerta.

—¿Puedo verte mañana? —preguntó.

—¿Cuándo?

—Temprano.

Rosa rió.

—Nunca finges nada, ¿verdad, Gus? Me encanta eso de ti.

Aquello estaba bien. «Me encanta eso de ti» no era lo mismo que «Te quiero», pero era mejor que nada.

—Pues hasta mañana temprano —dijo.

—¿Qué haremos?

—Es domingo. —Gus dijo lo primero que se le pasó por la cabeza—. Podríamos ir a la iglesia.

—De acuerdo.

—Deja que te lleve a Notre Dame.

—¿Eres católico? —preguntó Rosa, sorprendida.

—No, episcopaliano, si es que soy algo. ¿Y tú?

—Lo mismo.

—Está bien, podemos sentarnos al fondo. Me enteraré de a qué hora hay misa y te llamaré al hotel.

Ella le tendió la mano y se la estrecharon como dos amigos.

—Gracias por una velada tan bonita —dijo Rosa con formalidad.

—Ha sido un placer. Buenas noches.

—Buenas noches —repuso ella, dio media vuelta y desapareció en el vestíbulo de su hotel.