Noviembre-diciembre de 1918
Ethel despertó temprano la mañana siguiente al día del armisticio. De pie en el suelo de piedra de la cocina, tiritando mientras esperaba a que la tetera rompiera a hervir sobre los antiguos fogones, tomó la decisión de ser feliz. Había muchos motivos para sentirse dichosa. La guerra había terminado y ella iba a tener otro hijo. Tenía un marido fiel que la adoraba. Las cosas no habían salido exactamente como ella hubiese querido, pero no dejaría que eso la hiciera desgraciada. Decidió que pintaría la cocina de un amarillo alegre. Los colores vivos en la cocina eran una nueva moda.
Sin embargo, primero tenía que intentar arreglar su matrimonio. Bernie se había aplacado con la rendición de ella, pero Ethel aún sentía rencor, y el ambiente en casa seguía viciado. Estaba furiosa, pero no quería que su distanciamiento fuera permanente. Se preguntó si podrían volver a ser amigos.
Llevó dos tazas de té al dormitorio y se metió en la cama. Lloyd todavía dormía en su cuna del rincón.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó a Bernie cuando este se sentó y se puso las gafas.
—Mejor, creo.
—Guarda cama un día más, asegúrate de que te has curado del todo.
—Puede que lo haga. —Su tono era neutro, ni cálido ni hostil.
Ethel dio unos sorbos de té caliente.
—¿Qué preferirías, un niño o una niña?
Bernie no dijo nada, y al principio ella creyó que se negaba a contestar, enfurruñado; pero lo cierto es que solo lo estaba pensando un momento, como solía hacer antes de responder a una pregunta. Al cabo, dijo:
—Bueno, ya tenemos un niño, así que estaría bien tener uno de cada.
Ella sintió un arrebato de afecto por él. Siempre hablaba de Lloyd como si fuera hijo suyo.
—Tenemos que asegurarnos de que este sea un buen país para que los niños crezcan en él —dijo Ethel—. Un país donde puedan recibir una buena educación y conseguir un trabajo y una casa digna para criar a sus propios hijos. Y que no haya más guerras.
—Lloyd George convocará elecciones anticipadas.
—¿Tú crees?
—Es el hombre que ha ganado la guerra. Querrá ser reelegido antes de que eso se olvide.
—Yo creo que, aun así, a los laboristas no nos irá mal.
—Al menos tenemos una oportunidad en lugares como Aldgate.
Ethel dudó.
—¿Te gustaría que te llevara yo la campaña?
Bernie no parecía convencido.
—Le he pedido a Jock Reid que sea mi consejero.
—Jock puede ocuparse de los documentos legales y las finanzas —dijo Ethel—. Yo organizaré los mítines y todo eso. Puedo hacerlo mucho mejor. —De pronto sintió que estaba hablando de su matrimonio, no solo de la campaña.
—¿Estás segura de querer hacerlo?
—Sí. Jock solo te enviaría a dar discursos. Eso tendrás que hacerlo, desde luego, pero no es tu punto fuerte. Brillas más sentado con unas cuantas personas, no muchas, charlando con una taza de té. Yo te llevaré a fábricas y almacenes, donde podrás hablar con los hombres de manera informal.
—Seguro que tienes razón —repuso Bernie.
Ethel se terminó el té y dejó la taza y el platito en el suelo, junto a la cama.
—Bueno, ¿te encuentras mejor?
—Sí.
Le cogió la taza y el platito y los dejó en el suelo, después se quitó el camisón por la cabeza. Sus pechos ya no eran tan lozanos como lo habían sido antes de que se quedara embarazada de Lloyd, pero seguían firmes y redondos.
—¿Cuánto mejor? —preguntó.
Él se quedó mirándola.
—Mucho.
No habían hecho el amor desde aquella tarde en que Jayne McCulley había propuesto a Ethel como candidata. Ethel lo echaba muchísimo de menos. Se sostuvo los pechos con las manos. El aire frío de la habitación le había erguido los pezones.
—¿Sabes qué es esto?
—Me parece que son tus pechos.
—Hay quien los llama tetas.
—Pues yo digo que son preciosas. —Su voz se había vuelto algo ronca.
—¿Te gustaría jugar con ellas?
—Todo el día.
—No estoy muy segura de que se pueda —replicó ella—. Pero podríamos empezar, y ya veremos hasta dónde llegamos.
—Muy bien.
Ethel suspiró de alegría. Qué simples eran los hombres…
Una hora después, dejó a Lloyd con Bernie y se fue a trabajar. No había mucha gente en las calles: Londres estaba de resaca esa mañana. Llegó a las oficinas del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección y se sentó a su escritorio. Mientras pensaba en la jornada que tenía por delante, se dio cuenta de que la paz traería consigo nuevos problemas para la industria. Millones de hombres dejarían el ejército y buscarían empleo, y querrían apartar de un codazo a las mujeres que llevaban cuatro años haciendo su trabajo. Pero esas mujeres necesitaban sus salarios. No todas tenían a un hombre que volvía a casa desde Francia: muchos maridos se habían quedado allí enterrados. Necesitaban su sindicato, y necesitaban a Ethel.
Cuando llegaran las elecciones, naturalmente, el sindicato haría campaña por el Partido Laborista. Ethel pasó casi todo el día planeando reuniones.
Los periódicos de la tarde traían sorprendentes noticias sobre las elecciones. Lloyd George había decidido extender el gobierno de coalición a los tiempos de paz. No haría campaña como líder de los liberales, sino como cabeza de la coalición. Esa mañana se había dirigido a doscientos parlamentarios liberales en Downing Street y había conseguido su apoyo. Al mismo tiempo, Bonar Law había convencido a sus parlamentarios conservadores para que respaldaran la idea.
Ethel estaba perpleja. ¿Para qué se suponía que tenía que votar la gente?
Cuando llegó a casa, encontró a Bernie furioso.
—Esto no son elecciones, es una puñetera coronación —exclamó—. Su Majestad David Lloyd George. El muy traidor. Tiene la oportunidad de conseguir un gobierno de izquierda radical y ¿qué hace? ¡Se queda con sus amigotes conservadores! Es un chaquetero de mierda.
—No nos rindamos todavía —dijo Ethel.
Dos días después, el Partido Laborista se retiró de la coalición y anunció que haría campaña contra Lloyd George. Cuatro diputados laboristas que eran ministros del gobierno se negaron a dimitir y fueron elegantemente expulsados del partido. La fecha de las elecciones estaba prevista para el 14 de diciembre. Para dar tiempo a que los votos de los soldados fueran enviados desde Francia y recontados, los resultados no se anunciarían hasta después de Navidad.
Ethel empezó a elaborar el plan de campaña de Bernie.
El día después del armisticio, Maud le escribió a Walter en el papel de carta con emblema de su hermano y echó el sobre al buzón rojo de la esquina.
No tenía ni idea de cuánto tardaría en restablecerse el servicio postal normal, pero, cuando sucediera, quería que su sobre estuviera en lo alto del montón. Había redactado su carta con sumo cuidado por si todavía había censura: no mencionaba su matrimonio, sino que decía simplemente que esperaba que pudieran retomar su antigua relación ahora que sus países habían firmado la paz. Tal vez la carta fuese arriesgada de todas formas, pero ella estaba desesperada por saber si Walter seguía con vida y, en tal caso, por verlo.
Temía que los victoriosos aliados quisieran castigar al pueblo alemán, pero el discurso de Lloyd George ante los parlamentarios liberales de ese mismo día había sido tranquilizador. Según los periódicos de la tarde, había dicho que el tratado de paz con Alemania debía ser justo y recto. «No debemos permitirnos ningún sentimiento de venganza, ningún espíritu de codicia, ningún deseo avaricioso de pasar por alto los principios fundamentales de la rectitud.» El gobierno se opondría decididamente a lo que él había llamado «una idea de venganza y avaricia miserable, sórdida, básica». Eso la animó. La vida para los alemanes, de todas formas, ya sería bastante dura.
Sin embargo, a la mañana siguiente se horrorizó al abrir el Daily Mail en el desayuno. El artículo principal llevaba el título de «Los hunos deben pagar». El artículo argumentaba que había que enviar ayuda alimentaria a Alemania… solo porque «si Alemania muriera de hambre, no podría pagar lo que debe», y añadía que había que procesar al káiser por crímenes de guerra. El periódico avivaba las llamas de la venganza publicando en lo alto de su sección de cartas al director una diatriba de la vizcondesa Templetown titulada «Fuera los hunos».
—¿Durante cuánto tiempo se supone que debemos seguir odiándonos? —le preguntó Maud a tía Herm—. ¿Un año? ¿Diez? ¿Para siempre?
Sin embargo, Maud no debería haberse sorprendido. El Mail ya había orquestado una campaña de odio contra los treinta mil alemanes que vivían en Gran Bretaña al inicio de la guerra; la mayoría residían en el país desde hacía años y lo consideraban su hogar. A consecuencia de ello se habían roto familias, y miles de personas inofensivas habían pasado años en campos de concentración británicos. Era estúpido, pero la gente necesitaba odiar a alguien y los periódicos siempre estaban dispuestos a avivar el fuego del rencor.
Maud conocía al propietario del Mail, lord Northcliffe. Igual que todos los grandes hombres de la prensa, creía sinceramente en las tonterías que publicaba. Su talento era el de expresar los prejuicios más ignorantes y necios de sus lectores como si tuvieran sentido, de modo que lo vergonzoso parecía respetable. Por eso compraban el periódico.
También sabía que Lloyd George había desairado personalmente a Northcliffe no hacía mucho. El engreído lord de la prensa se había propuesto a sí mismo como miembro de la delegación británica para la próxima conferencia de paz, y se había sentido ofendido al recibir el rechazo del primer ministro.
Maud estaba preocupada. En política, a veces había que consentir a gente despreciable, pero Lloyd George parecía haberlo olvidado. Se preguntó con inquietud cuál sería el efecto de la malévola propaganda del Daily Mail en las elecciones.
Lo descubrió pocos días después.
Fue a un mitin electoral en una sala municipal del East End de Londres. Eth Leckwith estaba entre el público, y su marido, Bernie, subido al estrado. Maud no había hecho las paces con Ethel desde su pelea, aunque hacía años que eran amigas y compañeras de trabajo. De hecho, Maud todavía temblaba de furia al recordar cómo Ethel y otros habían alentado al Parlamento a aprobar una ley que seguía dejando a las mujeres en desventaja respecto a los hombres en las elecciones. De todas formas, echaba en falta el buen ánimo de Ethel y su pronta sonrisa.
Durante las presentaciones, los asistentes se movían inquietos en sus asientos. Seguían siendo en gran parte hombres, aunque algunas mujeres ya podían votar. Maud suponía que la mayoría de las mujeres todavía no se habían acostumbrado a la idea de que era necesario que se interesaran por las discusiones políticas. Sin embargo, también tenía la sensación de que las desalentaría el tono de esos mítines políticos, donde los hombres se subían a un estrado y despotricaban mientras el público los aclamaba o los abucheaba.
Bernie fue el primero en hablar. Maud vio enseguida que no era un gran orador. Habló sobre la nueva constitución del Partido Laborista, en concreto sobre la cuarta cláusula, que exhortaba a la propiedad pública de los medios de producción. Maud pensó que aquello era interesante, ya que trazaba una clara línea entre los laboristas y los liberales que estaban a favor del libre comercio y la propiedad privada; pero enseguida se dio cuenta de que se encontraba en minoría. El hombre que estaba sentado a su lado empezó a agitarse y al final gritó:
—¿Echaréis a los alemanes de este país?
Bernie se vio en un apuro. Masculló algo unos instantes y luego dijo:
—Yo haría cualquier cosa que beneficiase al hombre trabajador. —Maud se preguntó por la mujer trabajadora, y supuso que Ethel debía de estar pensando lo mismo. Bernie prosiguió—: Pero no veo que una acción contra los alemanes de Gran Bretaña sea una prioridad.
Eso no caló bien; de hecho, despertó unos cuantos abucheos aislados.
—Pero, volviendo a temas más importantes… —dijo Bernie.
—Y del káiser ¿qué? —gritó alguien desde el otro extremo de la sala.
Bernie cometió el error de responder al espontáneo con una pregunta.
—¿Qué, del káiser? —replicó—. Ha abdicado.
—¿No habría que procesarlo en un juicio?
—¿No te das cuenta de que un juicio supone que tendrá derecho a defenderse? ¿De verdad quieres darle al emperador alemán un estrado para que desde allí proclame su inocencia ante el mundo? —preguntó Bernie con exasperación.
Maud pensó que se trataba de un argumento muy convincente, pero no era lo que el público quería oír. Los abucheos crecieron y se oyeron también gritos de «¡A la horca con el káiser!».
Los votantes británicos eran difíciles cuando se los irritaba, pensó Maud; al menos los hombres. Pocas mujeres querrían asistir jamás a mítines como esos.
—Si colgamos a nuestros enemigos vencidos, seremos unos bárbaros —argumentó Bernie.
El hombre que estaba al lado de Maud volvió a gritar:
—¿Haréis pagar a los hunos?
Esa pregunta fue la que recibió mayor respuesta. Mucha gente se puso a vociferar «¡Que paguen los hunos!».
—Dentro de lo razonable —empezó a decir Bernie, pero no llegó más allá.
—¡Que paguen los hunos! —El grito se extendió y, en cuestión de segundos, todo el mundo voceaba al unísono—: ¡Que paguen los hunos! ¡Que paguen los hunos!
Maud se levantó de su asiento y se fue.
Woodrow Wilson fue el primer presidente estadounidense que salía del país antes del final de su mandato.
Partió desde Nueva York el 4 de diciembre. Nueve días después, Gus lo estaba esperando en el muelle de Brest, en el extremo occidental de la franja de tierra de la Bretaña. A mediodía, la niebla se levantó y el sol salió por primera vez desde hacía días. En la bahía, buques de guerra de las armadas francesa, británica y estadounidense formaban una guardia de honor entre la cual el presidente avanzó en un vapor de transporte de la marina de guerra de Estados Unidos, el George Washington. Se dispararon salvas de bienvenida y una banda tocó el himno estadounidense.
Fue un momento muy solemne para Gus. Su presidente iba allí para asegurarse de que jamás volvía a haber una guerra como la que acababa de terminar. Los Catorce Puntos de Wilson y su Sociedad de las Naciones estaban pensados para cambiar por siempre jamás la forma en que los distintos países resolvían sus conflictos. Era una ambición estratosférica. En la historia de la civilización humana, ningún político había tenido jamás tan altas aspiraciones. Si lo conseguía, sería la formación de un nuevo mundo.
A las tres de la tarde, la primera dama, Edith Wilson, bajó la pasarela del brazo del general Pershing y seguida del presidente, con sombrero de copa.
La ciudad de Brest recibió a Wilson como a un héroe conquistador. «Vive Wilson —decían las pancartas—, Défenseur du Droit des Peuples»: Viva Wilson, defensor de los derechos de los pueblos. En todos los edificios ondeaba la bandera de Estados Unidos. En las aceras se apretaba la muchedumbre; muchas de las mujeres llevaban los altos tocados de encaje tradicionales de la Bretaña. El sonido de las gaitas bretonas se oía por todas partes. Gus habría podido prescindir de las gaitas.
El ministro de Asuntos Exteriores francés pronunció un discurso de bienvenida. Gus estaba entre los periodistas estadounidenses y se fijó en una mujer bajita que llevaba un gran sombrero de pieles. La mujer volvió la cabeza y Gus vio que la belleza de su rostro estaba estropeada por un ojo permanentemente cerrado. Le sonrió con deleite: era Rosa Hellman. Estaba impaciente por oír su opinión sobre la conferencia de paz.
Después de los discursos, toda la comitiva presidencial subió al tren nocturno para realizar el trayecto de seiscientos cuarenta kilómetros hasta París. El presidente le estrechó la mano a Gus.
—Me alegro de tenerte de nuevo en el equipo, Gus —le dijo.
Wilson quería rodearse de colaboradores conocidos durante la conferencia de paz de París. Su principal consejero sería el coronel House, el pálido texano que llevaba años aconsejándole extraoficialmente sobre política exterior. Gus sería el miembro más joven del equipo.
Wilson parecía cansado y enseguida se retiró a su compartimiento con Edith. Gus estaba preocupado. Había oído rumores que decían que el presidente tenía mala salud. Allá por 1906, a Wilson le había reventado un vaso sanguíneo en el ojo izquierdo y le había causado una ceguera transitoria; los médicos le habían diagnosticado hipertensión y le habían recomendado que se retirase. Wilson había hecho caso omiso de ese consejo y había continuado su carrera política hasta ser elegido presidente, desde luego… pero últimamente sufría unos dolores de cabeza que podían ser un nuevo síntoma de ese mismo problema de tensión arterial elevada. La conferencia de paz sería agotadora: Gus esperaba que Wilson pudiera soportarlo.
Rosa iba en el tren, y él estaba sentado frente a ella en la tapicería brocada del vagón restaurante.
—Me preguntaba si te vería —dijo la joven. Parecía contenta de que se hubieran encontrado.
—El ejército me ha concedido un permiso —dijo Gus, que todavía llevaba el uniforme de capitán.
—En casa, a Wilson le han llovido críticas por la elección de sus acompañantes. No por ti, claro…
—Yo soy un pez chico.
—Pero hay gente que dice que no debería haber traído a su mujer.
Gus se encogió de hombros. Le parecía un tema banal. Después de haber estado en el campo de batalla, se dio cuenta de que le resultaría difícil tomarse en serio muchas de las cosas que preocupaban a la gente en tiempos de paz.
—Y lo que es más importante, no ha traído a ningún republicano —dijo Rosa.
—En su equipo quiere aliados, no enemigos —replicó Gus con indignación.
—También necesita aliados en su país —arguyó Rosa—. Ha perdido el Congreso.
Gus comprendió que en eso tenía parte de razón, y recordó lo lista que era. Las elecciones a mitad de mandato habían sido un desastre para Wilson. Los republicanos se habían hecho con el control del Senado y la Cámara de Representantes.
—¿Cómo sucedió? —preguntó—. No estoy muy al corriente de los acontecimientos.
—La gente de a pie estaba harta del racionamiento y de los altos precios, y el final de la guerra llegó demasiado tarde para que sirviera de algo. Además, los liberales detestan la Ley del Espionaje. Permitía que Wilson encarcelara a todo el que estuviera en contra de la guerra. Y la puso en práctica… Eugene Debs fue condenado a diez años. —Debs había sido candidato a la presidencia por los socialistas. Rosa parecía enfadada cuando dijo—: No se puede encarcelar a la oposición y seguir fingiendo que crees en la libertad.
Gus recordó lo mucho que le gustaba el toma y daca de las discusiones con Rosa.
—En la guerra a veces hay que comprometer la libertad —dijo.
—Está claro que los votantes americanos no creen eso. Y hay una cosa más: Wilson ha segregado al personal de sus despachos de Washington.
Gus no sabía si los negros llegarían algún día a estar al mismo nivel que los blancos, pero, igual que la mayoría de los estadounidenses liberales, pensaba que la forma de descubrirlo era darles mejores oportunidades en la vida y ver qué sucedía. No obstante, Wilson y su mujer eran sureños, y lo sentían de otra forma.
—Edith no quiso que su doncella los acompañara a Londres por miedo a que la chica se malacostumbrara —comentó Gus—. Dice que los británicos son demasiado educados con los negros.
—Woodrow Wilson ya no es la novia de la América de izquierdas —concluyó Rosa—. Lo cual significa que va a necesitar el respaldo de los republicanos para su Sociedad de las Naciones.
—Supongo que Henry Cabot Lodge se siente despreciado. —Lodge era un republicano de derechas.
—Ya conoces a los políticos —dijo Rosa—. Son tan sensibles como colegialas, y mucho más vengativos. Lodge es el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Wilson tendría que haberlo traído a París.
—¡Pero es que Lodge se opone a la idea misma de una Sociedad de las Naciones! —protestó Gus.
—La capacidad de escuchar a gente inteligente que no está de acuerdo contigo es un talento difícil de encontrar… pero un presidente debe tenerlo. Y, trayendo a Lodge aquí, lo habría neutralizado. Como miembro del equipo, no podría volver a casa y oponerse a cualquier cosa que se acordara aquí en París.
Gus supuso que tenía razón, pero Wilson era un idealista que creía que la fuerza de la rectitud superaba todos los obstáculos. Subestimaba la necesidad de dar coba, engatusar y seducir.
La comida, en honor al presidente, era muy buena. Les sirvieron lenguado fresco del Atlántico con una salsa de mantequilla. Gus no comía tan bien desde antes de la guerra. Le divirtió ver a Rosa atacar su plato con tanto apetito. Era una mujer menuda: ¿dónde metía todo lo que comía?
Al final de la cena, les sirvieron un café fuerte en taza pequeña. Gus pensó que no quería dejar a Rosa y retirarse a su compartimiento dormitorio. Le interesaba muchísimo más seguir hablando con ella.
—De todas formas, Wilson tendrá una posición fuerte en París.
Rosa parecía escéptica.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Bueno, lo primero, porque hemos ganado la guerra por ellos.
La joven asintió.
—Wilson dijo: «En Château-Thierry salvamos al mundo».
—Chuck Dixon y yo estuvimos en esa batalla.
—¿Fue allí donde murió?
—Un impacto directo de un proyectil. La primera baja que vi. Y no la última, por desgracia.
—Lo siento mucho, sobre todo por su mujer. Hace años que conozco a Doris… teníamos el mismo profesor de piano.
—Pero no sé si salvamos al mundo —prosiguió Gus—. Entre los fallecidos hay muchos más franceses, británicos y rusos que norteamericanos. Pero nosotros conseguimos inclinar la balanza. Eso debería significar algo.
Rosa negó con la cabeza, moviendo sus rizos oscuros.
—No estoy de acuerdo. La guerra ha terminado y los europeos ya no nos necesitan.
—Hombres como Lloyd George parecen pensar que el poder militar estadounidense no puede ser desoído.
—Pues se equivoca —dijo Rosa. Gus estaba sorprendido e intrigado al oír a una mujer hablar con tanta vehemencia sobre un tema así—. Supón que los franceses y los británicos simplemente se niegan a seguir a Wilson. ¿Recurriría él al ejército para imponer sus ideas? No. Aunque quisiera, un Congreso republicano no se lo permitiría.
—Tenemos poder económico y financiero.
—No cabe duda de que es cierto que los aliados tienen una gran deuda con nosotros, pero no estoy segura de cuánta influencia nos da eso. Ya sabes lo que dicen: si debes cien dólares, el banco te tiene en su poder; pero si debes un millón, eres tú quien tiene en tu poder al banco.
Gus empezaba a ver que la tarea de Wilson podía ser más complicada de lo que había imaginado.
—Bueno, ¿y la opinión pública? Ya has visto la recepción que ha tenido nuestro presidente en Brest. Los europeos miran hacia él para crear un mundo de paz.
—Esa es su mayor baza. La gente está cansada de tanta carnicería. «Nunca más», es lo que gritan. Solo espero que Wilson pueda darles lo que quieren.
Volvieron a sus compartimientos y se dieron las buenas noches. Gus estuvo un buen rato despierto en la cama, pensando en Rosa y en lo que había dicho. La verdad es que era la mujer más inteligente que conocía. Y también era guapa. En cierta forma, enseguida te olvidabas de su ojo. Al principio parecía una deformidad terrible, pero al cabo de un rato Gus había dejado de verlo.
Rosa, sin embargo, se había mostrado pesimista en cuanto a la conferencia, y todo lo que había dicho era cierto. Gus comprendió entonces que a Wilson le esperaba una buena batalla. Se sentía muy contento de formar parte del equipo, y decidió colaborar con cuanto estuviera en su mano por hacer realidad los ideales del presidente.
Esa noche, ya de madrugada, miró por la ventanilla mientras el tren atravesaba Francia en dirección al este, echando vapor. Al cruzar una ciudad, le sorprendió ver a una muchedumbre en los andenes de la estación y en la carretera que había junto a las vías, mirando al tren. Estaba oscuro, pero se los distinguía claramente bajo la luz de las farolas. Se dio cuenta de que eran miles de personas: hombres, mujeres y niños. No aclamaban a nadie, estaban más bien en silencio. Gus vio que los hombres y los niños se quitaban los sombreros, y ese gesto de respeto lo conmovió tanto que casi lo hizo llorar. Habían esperado hasta altas horas de la noche para ver pasar el tren en que viajaba la esperanza del mundo.