11 de noviembre de 1918
A las dos en punto de la madrugada, sonó el teléfono en la casa de Fitz de Mayfair.
Maud todavía estaba despierta, sentada en el salón con una vela; los retratos de difuntos antepasados la observaban desde las paredes; las cortinas corridas, como mortajas; el mobiliario que la rodeaba apenas visible, como fieras en un campo nocturno. Durante los últimos días apenas había dormido. Un presentimiento supersticioso le decía que matarían a Walter antes del fin de la guerra.
Estaba sola, con una taza de té frío en las manos, mirando cómo ardía el carbón, preguntándose dónde estaría él y qué estaría haciendo. ¿Se encontraría durmiendo en alguna húmeda trinchera, o preparándose para la batalla del día siguiente? ¿Habría muerto ya? Puede que Maud se hubiera quedado viuda, habiendo pasado solo dos noches con su marido en cuatro años de matrimonio. De lo único que podía estar segura era de que no había caído prisionero de guerra. Johnny Remarc le hacía el favor de comprobar por ella todas las listas de oficiales capturados. Johnny no conocía su secreto: creía que solo estaba preocupada por Walter porque había sido un amigo muy querido de Fitz antes de la guerra.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Al principio pensó que la llamada podía ser por Walter, pero enseguida comprendió que no tenía sentido. La noticia de que un amigo había caído prisionero podía esperar hasta la mañana siguiente. Debía de ser por Fitz, pensó angustiada: ¿lo habrían herido en Siberia?
Salió corriendo al vestíbulo, pero Grout llegó antes que ella. Con una punzada de culpabilidad, Maud se dio cuenta de que había olvidado darle permiso al servicio para que se acostaran.
—Preguntaré si lady Maud está en casa, milord —dijo Grout al aparato. Cubrió el auricular con la mano y le dijo a su señora—: Lord Remarc, del Ministerio de Guerra, milady.
Ella le arrebató el teléfono y preguntó:
—¿Es Fitz? ¿Está herido?
—No, no —dijo Johnny—. Tranquilízate. Son buenas noticias. Los alemanes han aceptado las condiciones del armisticio.
—¡Oh, Johnny, gracias a Dios!
—Están todos en el bosque de Compiègne, al norte de París, en dos trenes aparcados en una vía muerta. Los alemanes acaban de entrar en el vagón restaurante del tren francés. Están dispuestos a firmar.
—Pero ¿todavía no lo han hecho?
—No, aún no. Están poniendo pegas por la redacción del texto.
—Johnny, ¿volverás a llamarme cuando hayan firmado? Esta noche no me acostaré.
—Te llamaré. Adiós.
Maud le devolvió el auricular al mayordomo.
—Puede que la guerra acabe esta noche, Grout.
—Me alegra mucho oír eso, milady.
—Pero tú deberías irte a la cama.
—Con el permiso de milady, me gustaría seguir levantado hasta que lord Remarc vuelva a llamar.
—Desde luego.
—¿Le apetece otra taza de té, milady?
Los Aberowen Pals llegaron a Omsk muy temprano por la mañana.
Billy siempre recordaría hasta el último detalle de ese viaje de más de seis mil trescientos kilómetros desde Vladivostok, a lo largo de la línea del ferrocarril Transiberiano. Habían tardado veintitrés días, aun con un sargento armado apostado en la locomotora para asegurarse de que el conductor y el fogonero mantenían la velocidad máxima. Billy pasaba frío durante todo el día: la estufa que había en el centro del vagón apenas si ahuyentaba el rigor de las mañanas siberianas. Vivían a base de pan negro y carne en conserva, pero para Billy cada jornada era una revelación.
No sabía que en el mundo existieran lugares tan hermosos como el lago Baikal. De extremo a extremo, el lago era más largo que todo Gales, les había explicado el capitán Evans. Desde el raudo tren veían salir el sol sobre las inmóviles aguas azules e iluminar las cimas de las montañas de miles de metros de altitud que quedaban al otro lado, tiñendo de oro la nieve de sus cumbres.
Durante toda su vida atesoraría el recuerdo de una interminable caravana de camellos que había visto avanzar paralela a la vía del tren: las bestias cargadas, dando pesados y pacientes pasos en la nieve, hacían oídos sordos al siglo XX, que pasaba junto a ellas traqueteando velozmente, convertido en un estruendo de hierro y un chillido de vapor. «Estoy una barbaridad de lejos de Aberowen», pensó en ese momento.
Sin embargo, el episodio más memorable fue una visita a un instituto de la ciudad de Chitá. El tren estuvo allí dos días detenido mientras el coronel Fitzherbert parlamentaba con el gobernante local, un cacique cosaco llamado Seménov. Billy se unió a un grupo de estadounidenses para hacer una visita. El director del centro, que hablaba inglés, les explicó que hasta hacía un año solo había tenido alumnos de la próspera clase media, y que a los judíos se les había prohibido la entrada aunque pudieran costearse la cuota. Eso había cambiado por orden de los bolcheviques, y ahora la educación era gratuita para todo el mundo. La consecuencia era evidente. Sus aulas estaban abarrotadas hasta más no poder de niños vestidos con harapos que aprendían a leer, a escribir y a contar, y que incluso estudiaban ciencias y arte. Al margen de cualquier otra cosa que hubiera hecho Lenin —y era difícil separar la verdad de la propaganda conservadora—, Billy pensó que al menos se tomaba en serio la educación de los niños rusos.
Lev Peshkov viajaba en ese mismo tren. Había saludado a Billy con calidez y sin dar muestra alguna de sentirse avergonzado, como si se le hubiera olvidado que había salido de Aberowen perseguido por mentiroso y ladrón. Había conseguido llegar a Estados Unidos y allí se había casado con una chica rica, pero había acabado de teniente, destinado como intérprete con los Pals.
La población de Omsk aclamó al batallón al verlos marchar desde la estación del ferrocarril hasta sus barracones. Billy vio en las calles a muchísimos oficiales rusos con sus historiados y anticuados uniformes, aunque por lo visto no tenían ningún cometido militar. También había muchísimas tropas canadienses.
Cuando el batallón pudo retirarse, Billy y Tommy se fueron a pasear por la ciudad. No había mucho que ver: una catedral, una mezquita, una fortaleza de ladrillo y un río muy transitado, con tráfico de mercancías y pasajeros. Les sorprendió ver que muchos de los lugareños llevaban prendas y complementos de uniformes del ejército británico. Una mujer con una guerrera caqui vendía pescado frito caliente en un puesto callejero; un repartidor con su carretilla llevaba unos gruesos pantalones reglamentarios; un colegial muy alto caminaba por la calle con una cartera llena de libros y unas relucientes botas británicas nuevas.
—¿De dónde lo sacarán? —preguntó Billy.
—Proporcionamos uniformes al ejército ruso de aquí, pero Peshkov me ha dicho que los oficiales los venden en el mercado negro —explicó Tommy.
—Nos está bien empleado, puñetas, por apoyar al bando equivocado —dijo Billy.
La Asociación de Jóvenes Cristianos canadiense había abierto un comedor. Muchos de los Pals ya estaban allí: parecía ser el único sitio al que se podía ir. Billy y Tommy pidieron té caliente y dos grandes pedazos de tarta de manzana, que los norteamericanos llamaban «tartaleta».
—Esta ciudad es el cuartel general del gobierno reaccionario antibolchevique —explicó Billy—. Lo he leído en el New York Times. —Los periódicos estadounidenses, que podían encontrarse en Vladivostok, eran más sinceros que los británicos.
Entonces entró Lev Peshkov. Con él iba una guapa joven rusa con un abrigo barato. Todos se quedaron mirándolo. ¿Cómo lo conseguía tan deprisa?
Lev parecía entusiasmado.
—Eh, ¿os habéis enterado del rumor, chicos?
Billy pensó que seguramente Lev siempre era el primero en enterarse de los rumores.
—Sí, he oído decir que te gustan los tíos —dijo Tommy.
Todos se echaron a reír.
—¿Qué rumor? —preguntó Billy.
—Han firmado un armisticio. —Lev hizo una pausa—. ¿No lo captáis? ¡La guerra ha terminado!
—Para nosotros no —replicó Billy.
El pelotón del capitán Dewar estaba atacando un pueblito llamado Aux Deux Églises, al este del río Mosa. Gus había oído el rumor de que se produciría un alto el fuego a las once de la mañana, pero el oficial al mando había ordenado el asalto, así que él lo estaba llevando a cabo. Había apostado sus ametralladoras pesadas en la linde de un bosquecillo, y desde allí estaban disparando hacia los distantes edificios que había al otro lado de una amplia pradera con la intención de darle al enemigo tiempo suficiente para retirarse.
Por desgracia, los alemanes no habían querido aprovechar la oportunidad. Habían dispuesto morteros y ametralladoras ligeras en corrales y huertos, y devolvían el fuego con ganas. Una ametralladora en concreto, que disparaba desde el tejado de un granero, había conseguido inmovilizar a la mitad del pelotón de Gus.
El capitán habló con el cabo Kerry, el mejor tirador de la unidad.
—¿Podría lanzar una granada en el tejado de ese granero?
Kerry, un chico de diecinueve años con pecas, respondió:
—Si pudiera acercarme un poco más…
—Ese es el problema.
Kerry inspeccionó el terreno.
—Hay una ligera elevación como a un tercio de la pradera —dijo—. Desde allí podría hacerlo.
—Es arriesgado —replicó Gus—. ¿Quiere ser un héroe? —Consultó su reloj—. La guerra podría acabar dentro de cinco minutos, si los rumores son ciertos.
Kerry sonrió a pesar de todo.
—Quiero intentarlo, capitán.
Gus titubeó, reacio a dejar que Kerry arriesgara la vida; pero así era el ejército, y las órdenes eran las órdenes.
—Está bien —aceptó—. Cuando usted quiera, cabo.
Casi esperó que Kerry se tomara su tiempo, pero el muchacho de inmediato se echó el fusil al hombro y cargó con una caja de granadas.
—¡Fuego a discreción! Cubran a Kerry todo lo que puedan —gritó Gus.
Las ametralladoras restallaron y Kerry echó a correr.
El enemigo lo vio enseguida, y también sus ametralladoras abrieron fuego. El chico corría en zigzag por el campo como una liebre perseguida por perros de caza. Los morteros alemanes explotaban a su alrededor, pero, milagrosamente, fallaban.
La «ligera elevación» de Kerry se encontraba a unos doscientos setenta y cinco metros.
Estuvo a punto de conseguirlo.
El artillero enemigo tenía al cabo en su mira, perfectamente apuntado, y arremetió contra él con una prolongada ráfaga. El chico recibió decenas de impactos en pocos segundos. Levantó los brazos, soltó los morteros y cayó; el impulso lo llevó por el aire hasta que aterrizó a unos cuantos pasos de su elevación. Quedó allí inerte, y Gus pensó que debía de haber muerto antes de llegar al suelo.
Las ametralladoras enemigas callaron. Unos instantes después, también los norteamericanos dejaron de disparar. Gus creyó oír el sonido de unos vítores lejanos. Todos los hombres que tenía cerca se quedaron en silencio, escuchando. Entonces el capitán se dio cuenta de que los alemanes celebraban algo.
Empezaron a aparecer soldados salidos de los refugios del pueblo, al otro lado de la pradera.
Gus oyó el rumor de un motor. Una motocicleta estadounidense de la marca Indian llegó rugiendo por el bosque, conducida por un sargento y con un comandante en el asiento de atrás.
—¡Alto el fuego! —gritaba el comandante. El motociclista lo estaba llevando a lo largo de la línea de batalla, de posición en posición—. ¡Alto el fuego! —volvió a gritar—. ¡Alto el fuego!
El pelotón de Gus rompió a dar gritos de alegría. Los hombres se quitaron los cascos y los lanzaron al aire. Algunos se pusieron a bailar gigas, otros se estrecharon la mano. Gus oyó cantar a alguien.
Él no podía apartar la mirada del cabo Kerry.
Caminó despacio por la pradera y se arrodilló junto al cuerpo del joven. Había visto muchos cadáveres y no tenía ninguna duda de que Kerry estaba muerto. Se preguntó cuál sería el nombre de pila del muchacho. Le dio la vuelta al cadáver. Tenía el pecho lleno de pequeños agujeros de bala. Gus le cerró los ojos y se puso de pie.
—Perdóname —dijo.
Dio la casualidad de que ni Ethel ni Bernie habían ido a trabajar y se encontraban en casa ese día. Bernie estaba en cama con gripe, igual que la niñera de Lloyd, así que Ethel se había quedado a cuidar de su marido y su hijo.
Se sentía muy desanimada. Habían tenido una pelea tremenda por quién de los dos iba a presentarse como candidato al Parlamento. No es solo que hubiera sido la peor discusión de su vida de casados; también había sido la única. Y apenas se habían hablado desde entonces.
Ethel sabía que había tenido motivos de sobra para discutir, pero de todas formas se sentía culpable. Era muy posible que ella resultara mejor parlamentaria que Bernie, pero, aun así, la decisión tendrían que tomarla sus camaradas, no ellos. Bernie llevaba años planeándolo, pero eso no quería decir que el puesto fuese suyo por derecho. Aunque Ethel no se lo había planteado antes, de pronto estaba ansiosa por presentarse. Las mujeres habían conseguido el voto, pero quedaba mucho más por hacer. En primer lugar, había que bajar el límite de edad para que fuera el mismo que el de los hombres. También habría que mejorar sus condiciones de paga y trabajo. En la mayoría de las fábricas, a las mujeres se les pagaba menos que a los hombres, aun cuando hacían exactamente el mismo trabajo. ¿Por qué no habrían de recibir idéntico salario?
Sin embargo, quería mucho a Bernie y, al ver en su rostro lo dolido que estaba, enseguida había sentido la tentación de rendirse.
—Esperaba verme atacado por mis enemigos —le había dicho él una noche—. Los conservadores, los liberales de centro, los imperialistas capitalistas, la burguesía. Incluso esperaba oposición por parte de uno o dos personajes envidiosos del partido. Pero había una persona en la que sentía que podía confiar sin ninguna duda, y es ella la que me ha saboteado.
Ethel todavía sentía una dolorosa punzada en el pecho al recordarlo.
A las once en punto le llevó una taza de té. Su dormitorio era cómodo, aunque estaba algo destartalado. Tenía unas cortinas de algodón barato, una mesa para escribir y una fotografía de Keir Hardie en la pared. Bernie dejó a un lado The Ragged Trousered Philanthropists, la novela que también él, igual que todos los socialistas, estaba leyendo.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó con frialdad. La reunión del Partido Laborista era ese día—. ¿Has tomado una decisión?
Sí que la había tomado. Podría habérselo dicho hacía ya dos días, pero no había encontrado el valor para pronunciar las palabras. Esta vez Bernie se lo había preguntado directamente, así que le respondería.
—Debería elegirse al mejor candidato —dijo Ethel con ánimo desafiante.
Bernie parecía herido.
—No sé cómo puedes hacerme esto y, aun así, decir que me quieres.
Ella sentía que era injusto por su parte valerse de semejante argumento. ¿Por qué no funcionaba también en sentido contrario? Pero no se trataba de eso.
—No deberíamos pensar en nosotros, deberíamos pensar en el partido.
—Y nuestro matrimonio ¿qué?
—No voy a ceder ante ti porque sea tu esposa.
—Me has traicionado.
—¡Pero si estoy cediendo ante ti…! —replicó ella.
—¿Qué?
—He dicho que cedo.
El alivio se extendió por su rostro.
—Pero no porque sea tu esposa —prosiguió Ethel—. Y tampoco porque tú seas el mejor candidato.
Él parecía perplejo.
—¿Por qué, entonces?
Ethel suspiró.
—Estoy embarazada.
—¡Caramba!
—Sí. Justo en el momento en que una mujer puede llegar a parlamentaria, me quedo encinta.
Bernie sonrió.
—Bueno, entonces, ¡todo ha salido a pedir de boca!
—Sabía que pensarías eso —dijo Ethel.
En ese momento estaba molesta con Bernie, molesta con el bebé que aún no había nacido y molesta con toda su vida. Entonces se dio cuenta de que sonaba la campana de una iglesia. Miró al reloj que había en la chimenea. Eran las once y cinco. ¿Por qué estaban repicando a esa hora un lunes por la mañana? Después oyó otra. Arrugó la frente y se asomó a la ventana. No veía nada fuera de lo común en la calle, pero más campanas empezaron a tocar. Hacia el oeste, sobre el centro de Londres, vio en el cielo una bengala roja de las que todos llamaban «petardos».
Se volvió de nuevo hacia Bernie.
—Es como si estuvieran repicando las campanas de todas las iglesias de Londres.
—Algo ha pasado —repuso él—. Apuesto a que es el fin de la guerra. ¡Deben de estar tocando por la paz!
—Bueno —dijo Ethel con amargura—, por mi maldito embarazo no es.
Todas las esperanzas de Fitz de lograr el derrocamiento de Lenin y sus secuaces estaban puestas en el gobierno provisional panruso, con sede en Omsk. Fitz no era el único, también los hombres poderosos de casi todos los gobiernos importantes del mundo miraban hacia esa ciudad con el deseo de que estallara la contrarrevolución.
El directorio de cinco hombres estaba alojado en una estación ferroviaria de las afueras de la ciudad. Una serie de vagones blindados y protegidos por tropas de élite contenían, tal como sabía Fitz, lo que quedaba del tesoro imperial: oro por valor de muchos millones de rublos. El zar había muerto, los bolcheviques lo habían asesinado, pero su dinero seguía allí para conceder poder y autoridad a la oposición monárquica.
Fitz sentía que su implicación personal en el directorio había sido profunda. El grupo de hombres influyentes que él mismo había reunido en Ty Gwyn, allá por abril, había formado una discreta red dentro de la política de Gran Bretaña y había conseguido alimentar el clandestino pero decisivo apoyo británico a la resistencia rusa. Eso, a su vez, había traído consigo el respaldo de otros países, o al menos los había disuadido de dar su aprobación al régimen de Lenin, de eso estaba seguro. Sin embargo, los extranjeros no podían hacerlo todo: eran los propios rusos quienes tenían que alzarse.
¿Hasta dónde podía llegar el directorio? A pesar de ser antibolchevique, su presidente era un revolucionario socialista, Nikolái D. Avksentiev. Fitz le hacía el vacío con toda intención. Los revolucionarios socialistas eran casi tan espantosos como la cuadrilla de Lenin. Las esperanzas del conde estaban puestas en el ala derechista y en el ejército. Eran los únicos en quienes se podía confiar para restaurar la monarquía y la propiedad privada. Fue a ver al general Bóldirev, comandante en jefe del ejército siberiano del directorio.
Los vagones de tren que ocupaba el gobierno estaban amueblados con decadente esplendor zarista: asientos de terciopelo desgastado, marquetería desportillada, lámparas con pantallas manchadas y ancianos sirvientes que vestían los sucios vestigios de las libreas bordadas con cuentas y elaborados galones de la antigua corte de San Petersburgo. En uno de los vagones había una joven con los labios pintados que lucía un vestido de seda y estaba fumando un cigarrillo.
Fitz se sintió desalentado. Quería recuperar los viejos tiempos, pero aquel escenario se le antojaba demasiado atrasado, aun para su gusto. Pensó con rabia en la desdeñosa burla del sargento Williams. «Señor, lo que estamos haciendo, ¿es legal?» Fitz sabía que la respuesta era dudosa. Presa de la ira, decidió que había llegado el momento de hacer callar a Williams para siempre; ese hombre también era prácticamente un bolchevique.
El general Bóldirev era un personaje grandullón y de aspecto torpe.
—Hemos movilizado a doscientos mil hombres —le dijo a Fitz con orgullo—. ¿Puede equiparlos?
—Es impresionante —contestó él, pero contuvo un suspiro. Esa era la clase de mentalidad que había provocado que un ejército ruso de seis millones de soldados acabara derrotado por una cantidad mucho menor de fuerzas alemanas y austríacas. Bóldirev llevaba incluso las absurdas charreteras del viejo régimen, grandes placas redondeadas con unos flecos que más bien lo hacían parecer un personaje de una ópera bufa de Gilbert y Sullivan. Con su ruso de andar por casa, Fitz añadió—: Pero, yo que usted, enviaría a casa a la mitad de los reclutas.
Bóldirev se quedó perplejo.
—¿Por qué?
—Como mucho podremos equipar a cien mil. Y habrá que entrenarlos. Es mejor contar con un ejército pequeño y disciplinado que tener una turba ingente que retroceda o se rinda a las primeras de cambio.
—Eso sería lo ideal, sí.
—Los suministros que les hagamos llegar deben entregarse primero a los hombres de la línea del frente, no a los de la retaguardia.
—Desde luego. Muy sensato.
Fitz tenía la funesta sensación de que Bóldirev accedía a todo sin prestarle atención. Sin embargo, tenía que seguir avanzando.
—Gran parte del material que enviamos acaba extraviándose; demasiado, a juzgar por la cantidad de civiles que he visto en la calle llevando artículos de uniformes del ejército británico.
—Sí, bastante.
—Recomiendo encarecidamente que todos los oficiales que no sean aptos para el servicio queden despojados de sus uniformes y se les pida que vuelvan a casa.
El ejército ruso estaba plagado de aficionados y de diletantes entrados en años que interferían en las decisiones pero se mantenían apartados de la lucha.
—Hmmm.
—Y sugiero que se le dé más poder al almirante Kolchak como ministro de Guerra. —El Foreign Office creía que Kolchak era el más prometedor de los miembros del directorio.
—Muy bien, muy bien.
—¿Está dispuesto a realizar todo lo que le pido? —preguntó Fitz, desesperado por conseguir que el ruso se comprometiera de algún modo.
—Sin lugar a dudas.
—¿Cuándo?
—Cada cosa a su tiempo, coronel Fitzherbert, cada cosa a su tiempo.
Fitz se sentía hundido. Menos mal que hombres como Churchill y Curzon no podían ver lo poco impresionantes que eran las fuerzas que se alineaban contra el bolchevismo, pensó con desaliento. Sin embargo, puede que se pusieran más en forma con un poco de ayuda británica. De cualquier forma, él tenía que hacer todo lo posible con el material del que disponía.
Llamaron a la puerta y su edecán, el capitán Murray, entró con un telegrama en la mano.
—Siento interrumpir, señor —dijo sin aliento—, pero estoy convencido de que querrá leer esta noticia lo antes posible.
Mildred bajó a mitad del día.
—Vayamos al oeste —le dijo a Ethel. Se refería al West End de Londres—. Todo el mundo va —insistió—. Yo he enviado a mis chicas a casa. —Había contratado a dos jóvenes costureras para su negocio de confección de sombreros—. Todo el East End está cerrando puertas. ¡Es el fin de la guerra!
Ethel estaba deseando ir. El ambiente en casa no había mejorado mucho con su decisión de ceder ante Bernie. Él estaba contento, pero la amargura de ella se había enconado. Le sentaría bien salir de allí.
—Tendré que llevarme a Lloyd —dijo.
—No pasa nada, yo llevaré a Enid y a Lil. Lo recordarán toda su vida: el día que ganamos la guerra.
Ethel le preparó a Bernie un sándwich de queso para la comida, después vistió a Lloyd bien abrigado y salieron. Consiguieron subir a un autobús que no tardó en llenarse hasta los topes, con hombres y niños colgando incluso en la parte de fuera. Parecía que en todas las casas ondeaba una bandera, no solo la del Reino Unido, sino también el dragón rojo de la galesa, las tricolores francesas y las barras y estrellas de la estadounidense. La gente se abrazaba a desconocidos, bailaba por las calles, se besaba. Estaba lloviendo, pero a nadie le importaba.
Ethel pensó en todos los jóvenes que por fin estaban a salvo de quedar malheridos y empezó a olvidarse de sus problemas y a compartir el espíritu de alegría del momento.
Cuando pasaron por delante de los teatros y entraron en el distrito gubernamental, el tráfico redujo la marcha hasta quedar casi parado. Trafalgar Square se había convertido en una masa palpitante de humanidad jubilosa. El autobús ya no pudo avanzar más y ellas bajaron y se abrieron camino por Whitehall hacia Downing Street. No consiguieron acercarse al Número Diez a causa de la aglomeración de gente que esperaba ver, aunque fuera desde lejos, al primer ministro Lloyd George, el hombre que había ganado la guerra. Entraron en el parque de St. James, que estaba lleno de parejas abrazándose entre los arbustos. Al otro lado del parque, miles de personas aguardaban frente al palacio de Buckingham. Estaban cantando «Keep the Home Fires Burning». Cuando la canción terminó, empezaron con «Now Thank We All Our God». Ethel vio que una joven delgada, vestida con un traje de tweed, estaba dirigiendo los cánticos de pie sobre un camión, y pensó que una chica jamás se habría atrevido a hacer algo así antes de la guerra.
Cruzaron la calle hacia Green Park, esperando poder acercarse al palacio. Un joven le sonrió a Mildred y, al ver que ella le correspondía la sonrisa, la rodeó con sus brazos y le dio un beso. Mildred le devolvió el beso con entusiasmo.
—Parece que te ha gustado —comentó Ethel, algo envidiosa, cuando el chico se alejó.
—Pues sí. Y se la habría chupado si me lo hubiese pedido.
—Eso no se lo diré a Billy —repuso Ethel, riendo.
—Billy no es tonto, ya sabe cómo soy.
Rodearon la multitud y llegaron a una calle que se llamaba Constitution Hill. Allí la aglomeración no era tanta, pero estaban en un lateral del palacio de Buckingham, así que no podrían ver al rey si decidía salir al balcón. Ethel se estaba preguntando a dónde más podían ir cuando una compañía de la policía montada llegó por la calzada, obligando a la gente a apartarse de en medio.
Tras ellos iba un carruaje abierto tirado por caballos y, dentro, sonriendo y saludando, el rey y la reina. Ethel los reconoció enseguida porque los recordaba vívidamente de su visita a Aberowen, hacía ya casi cinco años. Apenas podía creer la suerte que habían tenido mientras el carruaje se acercaba lentamente hacia ellos. El rey tenía la barba gris, vio entonces; aún la había lucido oscura aquellos días de Ty Gwyn. Parecía exhausto pero feliz. Junto a él, la reina sostenía un paraguas para que la lluvia no le mojara el sombrero. Su famoso busto parecía aún más generoso que antes.
—¡Mira, Lloyd! —exclamó Ethel—. ¡Es el rey!
El carruaje pasó a pocos centímetros de Ethel y Mildred.
—¡Hola, rey! —gritó Lloyd con fuerza.
El rey lo oyó y sonrió.
—Hola, jovencito —dijo, y el carruaje siguió adelante.
Grigori estaba sentado en el vagón restaurante del tren blindado y miró al otro lado de la mesa. El hombre que tenía sentado enfrente era el presidente del Consejo de la Guerra Revolucionaria y comisario del pueblo para Asuntos Militares y Navales. Eso quería decir que estaba al mando del Ejército Rojo. Se llamaba Lev Davídovich Bronstein, pero, al igual que la mayoría de los líderes revolucionarios, había adoptado un alias y era conocido como León Trotski. Hacía unos cuantos días que había cumplido los treinta y nueve, y tenía el destino de Rusia en sus manos.
La revolución ya tenía un año de edad, y Grigori nunca había estado tan preocupado por su futuro. El asalto al Palacio de Invierno había parecido un punto y final, pero en realidad había sido el comienzo de la batalla. Los gobiernos más poderosos del mundo eran hostiles a los bolcheviques. El armisticio que acababa de producirse implicaba que podrían centrar toda su atención en destruir la revolución. Y solo el Ejército Rojo podía impedírselo.
A muchos soldados no les gustaba Trotski porque creían que era judío y, además, aristócrata. En Rusia era imposible ser ambas cosas, pero los soldados no pensaban con lógica. Trotski no era aristócrata, aunque su padre sí había sido un próspero granjero y él había recibido una buena educación. De todos modos, sus prepotentes maneras no le hacían ningún favor, y era lo bastante necio para viajar con su propio chef y ataviar a su servicio con botas nuevas y botones de oro. Parecía mayor para la edad que tenía. Su gran mata de pelo rizado seguía siendo negro, pero su rostro ya estaba lleno de arrugas de preocupación.
Trotski había obrado milagros en el ejército.
La Guardia Roja que había derrocado al gobierno provisional había resultado ser menos eficaz en el campo de batalla. Estaba compuesta por borrachos carentes de disciplina. Decidir las tácticas a mano alzada en las reuniones de los soldados había resultado una forma pésima de luchar, peor aún que aceptar órdenes de aristócratas diletantes. Los rojos habían perdido batallas fundamentales a manos de los contrarrevolucionarios, que estaban empezando a llamarse a sí mismos «los blancos».
Trotski había vuelto a introducir el servicio militar obligatorio, a pesar de los alaridos de protesta. Había reclutado a muchos antiguos oficiales zaristas, les había dado el título de «especialistas» y los había devuelto a sus antiguos puestos. También había vuelto a imponer la pena de muerte para los desertores. A Grigori no le gustaban esas medidas, pero comprendía que eran necesarias. Cualquier cosa era mejor que la contrarrevolución.
Lo que mantenía unido al ejército era un núcleo de miembros del partido bolchevique. Estaban cuidadosamente repartidos por todas las unidades para maximizar su impacto. Algunos eran soldados rasos; los había también en puestos de mando; otros, como Grigori, eran comisarios políticos que trabajaban junto a los comandantes militares e informaban al Comité Central Bolchevique de Moscú. Mantenían la moral alta recordando a los soldados que luchaban por la mayor causa de la historia de la humanidad. Cuando el ejército se veía obligado a ser despiadado y cruel, y requisaba el cereal y los caballos de familias de campesinos desesperadamente pobres, los bolcheviques explicaban a los soldados por qué era aquello necesario para el bien supremo. También informaban enseguida a sus superiores de cualquier rumor de descontento, para que pudiera ser aplastado antes de que se extendiera.
Pero ¿bastaría con eso?
Grigori y Trotski estaban inclinados sobre un mapa. Trotski señaló la región transcaucásica que había entre Rusia y Persia.
—Los turcos siguen controlando el mar Caspio con algo de ayuda alemana —dijo.
—Y amenazan los yacimientos de petróleo —masculló Grigori.
—Denikin es fuerte en Ucrania.
Miles de aristócratas, oficiales y burgueses que huían de la revolución habían acabado en Novocherkassk, donde habían formado una fuerza contrarrevolucionaria al mando del renegado general Denikin.
—El llamado Ejército Voluntario —dijo Grigori.
—Exactamente. —El dedo de Trotski se movió hacia el norte de Rusia—. Los británicos tienen una escuadra naval en Múrmansk. Hay tres batallones de infantería estadounidense en Arcángel. Cuentan con refuerzos de casi todos los demás países: Canadá, China, Polonia, Italia, Serbia… sería más rápido hacer una lista de las naciones que no tienen tropas en el helado norte del país.
—Y luego está Siberia.
Trotski asintió.
—Japoneses y norteamericanos tienen fuerzas en Vladivostok. Los checos controlan la mayor parte del ferrocarril Transiberiano. Los británicos y los canadienses están en Omsk, apoyando al llamado gobierno provisional panruso.
Grigori ya estaba enterado de gran parte de todo eso, pero nunca se había formado una imagen general de la situación.
—¡Caray, si estamos rodeados! —exclamó.
—Exacto. Y ahora que las potencias imperialistas capitalistas han firmado la paz, tendrán millones de tropas disponibles.
Grigori buscó un rayo de esperanza.
—Por otra parte, en los últimos seis meses hemos incrementado el tamaño del Ejército Rojo de trescientos mil hombres a un millón.
—Lo sé. —Trotski no se animó al oír eso—. Pero no es suficiente.
Alemania estaba sumida en una revolución… y a Walter le recordaba muchísimo a la Revolución rusa de hacía un año.
Había empezado con un motín. Los oficiales navales habían ordenado a la flota de Kiel que zarpara y atacara a los británicos en una misión suicida, pero los marineros sabían que se estaba negociando el armisticio y se habían negado. Walter le había hecho ver a su padre que los oficiales estaban yendo en contra de los deseos del káiser, así que los amotinados eran ellos, mientras que los marineros eran leales. Ese argumento había provocado en Otto un ataque de ira.
Después de que el gobierno intentara aplastar a los marineros, la ciudad de Kiel había quedado en manos de un consejo de obreros y soldados muy semejante a los sóviets rusos. Dos días después, Hamburgo, Bremen y Cuxhaven también estaban controladas por sóviets. El káiser había abdicado hacía dos días.
Walter sentía miedo. Quería una democracia, no la revolución. Pero el día de la abdicación, los obreros de Berlín habían marchado a miles ondeando banderas rojas, y el izquierdista radical Karl Liebknecht había declarado Alemania república socialista libre. Walter no sabía cómo terminaría aquello.
El armisticio estaba siendo un momento especialmente malo. Él siempre había creído que la guerra era un terrible error, pero no encontraba ninguna satisfacción en tener razón. Su patria había sido derrotada y humillada, y sus compatriotas morían de hambre. Estaba sentado en el salón de la casa que sus padres tenían en Berlín, hojeando los periódicos, demasiado deprimido para tocar el piano siquiera. El papel de pared estaba desvaído y la moldura de madera de la que colgaban los cuadros, llena de polvo. El viejo parquet del suelo tenía piezas sueltas, pero no quedaban artesanos para repararlo.
Walter solo podía esperar que el mundo aprendiera la lección. Los Catorce Puntos del presidente Wilson ofrecían un rayo de luz que tal vez anunciaran el sol de un nuevo día. ¿Era posible que los gigantes entre naciones encontraran una forma de resolver sus diferencias en la paz?
Se enfureció al leer un artículo de un periódico de derechas.
—Este periodista idiota dice que el ejército alemán jamás ha sido vencido —comentó cuando su padre entró en la sala—. Sostiene que nos han traicionado los judíos y los socialistas de nuestra propia casa. Tenemos que acabar con esta clase de sinsentido.
Otto se mostró airado y desafiante.
—¿Por qué habríamos de hacer eso? —dijo.
—Porque sabemos que no es verdad.
—Yo sí creo que los judíos y los socialistas nos han traicionado.
—¿Qué? —preguntó Walter con incredulidad—. No fueron los judíos ni los socialistas los que nos hicieron retroceder en el Marne, dos veces. ¡La guerra la hemos perdido nosotros!
—Nos debilitó la falta de suministro.
—Eso fue por el bloqueo británico. Y ¿de quién fue la culpa de que los norteamericanos entraran en la guerra? No fueron los judíos ni los socialistas quienes exigieron una guerra submarina sin restricciones y hundieron barcos con pasajeros estadounidenses.
—Son los socialistas los que han aceptado las indignantes condiciones del armisticio de los aliados.
Walter casi había perdido la coherencia a causa de la ira.
—Sabe usted perfectamente bien que fue Ludendorff quien pidió un armisticio. Al canciller Ebert no lo nombraron más que hace dos días, ¿cómo puede culparlo a él?
—Si el ejército siguiera al mando, jamás habríamos firmado el documento de hoy.
—Pero no están al mando, porque han perdido la guerra. Le dijeron ustedes al káiser que podíamos ganarla, y él los creyó, y por eso ha perdido su corona. ¿Cómo vamos a aprender de nuestros errores si dejan que el pueblo alemán crea mentiras como estas?
—Si creen que nos han derrotado, se desmoralizarán.
—¡Es que deberían desmoralizarse! Los dirigentes de Europa hicieron algo infame y necio, y diez millones de hombres han muerto de resultas de ello. ¡Al menos deje que la gente comprenda eso para que nunca permitan que vuelva a pasar!
—No —dijo su padre.