Octubre de 1918
Maud estaba almorzando en el Ritz con su amigo lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Johnny llevaba un chaleco nuevo de color lavanda. Cuando atacaban el pot-au-feu, ella le preguntó:
—¿De veras está a punto de acabar la guerra?
—Eso piensa todo el mundo —respondió Johnny—. Los alemanes han sufrido setecientas mil bajas este año; no pueden seguir.
Maud se preguntó, angustiada, si sería Walter una de aquellas setecientas mil víctimas. Podía estar muerto, lo sabía, y aquella posibilidad era como una losa fría que le pesaba en el pecho, en el lugar donde tenía el corazón. No había vuelto a recibir noticias suyas desde su segunda e idílica luna de miel en Estocolmo. Imaginaba que su trabajo ya no lo llevaba a países neutrales desde los que poder escribirle cartas. La terrible verdad era que, seguramente, habría vuelto al campo de batalla para llevar a cabo la última y definitiva ofensiva de Alemania.
Eran pensamientos morbosos, pero realistas a fin de cuentas. Muchas mujeres habían perdido a sus seres más queridos: maridos, hermanos, hijos, prometidos… Todos habían vivido cuatro años en los que esa clase de tragedias sucedían a diario. A esas alturas, era imposible ser demasiado pesimista: el luto era la norma.
Apartó su plato de caldo a un lado.
—¿Hay alguna otra razón que avale la esperanza de que la paz esté próxima?
—Sí. Alemania tiene un nuevo canciller, y este le ha escrito al presidente Wilson proponiéndole un armisticio basado en sus famosos Catorce Puntos.
—¡Eso sí es esperanzador! ¿Y Wilson ha accedido?
—No. Ha dicho que, antes, Alemania debe retirarse de todos los territorios ocupados.
—¿Qué piensa nuestro gobierno?
—Lloyd George está furioso. Los alemanes tratan a los estadounidenses como si fueran sus socios en la alianza… y el presidente Wilson actúa como si pudiesen firmar la paz sin consultarnos a nosotros.
—¿E importa eso?
—Me temo que sí. Nuestro gobierno no está necesariamente de acuerdo con los Catorce Puntos de Wilson.
Maud asintió con la cabeza.
—Supongo que estamos en contra del punto cinco, que aboga por el derecho de los territorios coloniales a tener voz y voto en su autogobierno.
—Exacto. ¿Qué pasa entonces con Rodesia, Barbados y la India? No pueden esperar de nosotros que pidamos permiso a los nativos antes de civilizarlos. Los norteamericanos son demasiado liberales. Y estamos completamente en contra del punto dos, la absoluta libertad de navegación en la paz y en la guerra. La hegemonía británica se asienta sobre la Marina. No habríamos podido doblegar a los alemanes si no hubiéramos tenido la capacidad de establecer un bloqueo sobre su comercio marítimo.
—¿Y qué opinan los franceses?
Johnny sonrió.
—Clemenceau dijo que Wilson estaba tratando de superar al Todopoderoso: «Al mismísimo Dios solo se le ocurrieron diez puntos», dijo.
—Tengo la impresión de que, en Gran Bretaña, a la mayor parte del pueblo llano le gustan Wilson y sus puntos.
Johnny asintió con la cabeza.
—Y los jefes de Estado europeos no pueden decirle al presidente de Estados Unidos que cese en sus intentos de firmar la paz.
Maud tenía tantas ganas de creerlo que se asustó, y se dijo que debía tranquilizarse, que no debía alegrarse todavía. La vida aún podía depararle una gran decepción.
Un camarero les trajo unos filetes de lenguado a la Waleska y lanzó una mirada de admiración al chaleco de Johnny.
Maud desvió la conversación hacia su otro asunto de mayor preocupación.
—¿Qué sabes de Fitz? —La misión de su hermano en Siberia era confidencial, pero él había confiado en ella y Johnny le transmitía los partes.
—Ese líder cosaco ha resultado ser un fiasco: Fitz hizo un pacto con él y estuvimos pagándole durante un tiempo, pero en realidad, no era más que un señor de la guerra, sinceramente. Sin embargo, Fitz se va a quedar allí, con la esperanza de alentar a los rusos a que se revuelvan contra los bolcheviques. Entretanto, Lenin ha trasladado su gobierno de Petrogrado a Moscú, donde se siente más seguro para defenderse de una invasión.
—Aunque los bolcheviques fueran depuestos, ¿existe alguna posibilidad de que el nuevo régimen reanudara la guerra contra Alemania?
—En términos realistas, no. —Johnny tomó un sorbo de Chablis—. Pero un buen número de personas muy poderosas dentro del gobierno británico detesta a los bolcheviques.
—¿Por qué?
—El régimen de Lenin es brutal.
—También lo era el del zar, y Winston Churchill nunca tramó ningún complot contra él.
—En el fondo, tienen miedo de que si el movimiento bolchevique triunfa allí, el próximo lugar donde surja sea aquí.
—Bueno, pero si es un éxito, ¿por qué no?
Johnny se encogió de hombros.
—No puedes esperar que las personas como tu hermano lo vean del mismo modo.
—No —repuso Maud—. Me pregunto cómo estará…
—¡Estamos en Rusia! —exclamó Billy Williams cuando el barco atracó y oyó las voces de los estibadores—. ¿Se puede saber qué diablos hacemos en la puñetera Rusia?
—¿Cómo podemos estar en Rusia? —preguntó Tommy Griffiths—. Rusia está en el este, y llevamos semanas navegando en dirección oeste.
—Hemos dado la vuelta al mundo y hemos aparecido por el otro lado.
Tommy no estaba muy convencido; inclinó el cuerpo por la borda, observando.
—Esta gente parece un poco achinada —señaló.
—Pero hablan ruso. Hablan como ese encargado de los ponis, Peshkov, el que timó a los hermanos Ponti a las cartas y luego se largó.
Tommy siguió escuchando.
—Sí, tienes razón. Pues no lo entiendo.
—Tiene que ser Siberia —dijo Billy—. Con razón hace este frío de cojones.
Al cabo de unos minutos descubrieron que estaban en Vladivostok.
La gente apenas reparó en los Aberowen Pals desfilando por la ciudad, pues allí ya había miles de soldados de uniforme. La mayoría eran japoneses, pero también había estadounidenses, checos y de otras nacionalidades. La ciudad contaba con un puerto importante, con tranvías que recorrían amplios bulevares, con teatros y hoteles modernos y centenares de tiendas. Era como Cardiff, se dijo Billy, solo que hacía más frío.
Cuando llegaron a sus barracones se encontraron con un batallón de londinenses de avanzada edad que habían llegado allí procedentes de Hong Kong. Tenía sentido, pensó Billy, enviar a aquellos vejestorios a aquel agujero, pero los Pals, pese a haber sufrido numerosas bajas, estaban formados por un importante núcleo de veteranos curtidos en el campo de batalla. ¿Quién habría movido los hilos para hacer que se retiraran de Francia y acabaran en la otra punta del mundo?
No tardaría en averiguarlo. Tras la cena, el general de brigada, un hombre de aspecto relajado que, a todas luces, estaba a las puertas de la jubilación, les dijo que iban a recibir instrucciones del coronel, el conde Fitzherbert.
El capitán Gwyn Evans, el dueño de los grandes almacenes, trajo una caja de madera que había contenido latas de manteca y Fitz se encaramó a ella, no sin dificultad a causa de su pierna malherida. Billy lo observó con mirada hostil. Se reservaba su compasión para Pugh el Retaco y los muchos otros antiguos mineros tullidos que habían quedado lisiados extrayendo el carbón del conde. Fitz era un hombre arrogante y pagado de sí mismo, un explotador de hombres y mujeres humildes. Era una lástima que los alemanes no le hubiesen acertado en el corazón en lugar de dispararle a la pierna.
—Nuestra misión tiene cuatro vertientes —empezó a decir Fitz, alzando la voz para dirigirse a seiscientos hombres—. En primer lugar, estamos aquí para defender nuestras posesiones. Saliendo de los muelles, al pasar por las vías muertas del ferrocarril, tal vez se hayan fijado en un enorme depósito de suministros custodiado por soldados. Esa extensión de cuatro hectáreas contiene seiscientas mil toneladas de municiones y otras piezas de equipamiento militar que Gran Bretaña y Estados Unidos enviaron aquí cuando los rusos eran nuestros aliados. Ahora que los bolcheviques han firmado la paz con Alemania, no queremos que el armamento sufragado por nuestros países caiga en sus manos.
—Eso no tiene sentido —dijo Billy, lo bastante alto para que Tommy y todos cuantos había a su alrededor lo oyesen—. En lugar de traernos hasta aquí, ¿por qué no han enviado la intendencia a casa en barco?
Fitz lanzó una mirada irritada en dirección al alboroto, pero siguió hablando.
—En segundo lugar, en este país hay muchos checos nacionalistas, algunos de ellos prisioneros de guerra y otros que ya trabajaban aquí antes de la guerra y que se han agrupado bajo la Legión Checa y que intentan embarcarse en Vladivostok para sumarse a nuestras fuerzas en Francia. Los bolcheviques los están hostigando, por lo que nuestra tarea consiste en ayudarlos a conseguir embarcar. Los cabecillas locales de la comunidad cosaca nos brindarán su apoyo.
—¿Los cabecillas de la comunidad cosaca? —exclamó Billy—. ¿A quién pretende engañar? ¡Pero si no son más que bandidos!
Una vez más, Fitz oyó los murmullos de discrepancia, y esta vez fue el capitán Evans quien, con aspecto contrariado, atravesó el comedor para colocarse junto a Billy y su grupo.
—Aquí en Siberia hay ochocientos mil prisioneros de guerra alemanes y austríacos que han sido puestos en libertad desde la firma del tratado de paz. Debemos impedir que vuelvan al campo de batalla europeo. Por último, sospechamos que los alemanes codician los yacimientos petrolíferos de Bakú, en el sur de Rusia. Tenemos que cortarles el acceso a esos yacimientos.
—Tengo la sensación de que Bakú está bastante lejos de aquí —señaló Billy.
El general de brigada preguntó afablemente:
—¿Alguno de ustedes tiene alguna pregunta?
Fitz lo fulminó con la mirada, pero era demasiado tarde.
—No he leído nada de esto en los periódicos —comentó Billy.
—Como muchas misiones militares —contestó Fitz—, es secreta, y no se les permitirá decir dónde están en las misivas que envíen a casa.
—¿Estamos en guerra con Rusia, señor?
—No, no lo estamos. —Fitz apartó la mirada de Billy deliberadamente. Tal vez se acordaba de cuando Billy lo había dejado en evidencia en el debate sobre la paz en el Calvary Gospel Hall—. ¿Alguien más aparte del sargento Williams tiene alguna pregunta?
Billy insistió.
—¿Estamos intentando derrocar al gobierno bolchevique?
Se oyó un murmullo de indignación entre los soldados, muchos de los cuales simpatizaban con la revolución.
—No hay ningún gobierno bolchevique —sostuvo Fitz con creciente exasperación—. El régimen de Moscú no ha sido reconocido por Su Majestad el rey.
—¿Ha sido autorizada nuestra misión por el Parlamento?
El general de brigada parecía incómodo, pues no esperaba aquella clase de pregunta, precisamente. El capitán Evans decidió intervenir.
—Ya basta, sargento. Deje que los demás formulen sus preguntas.
Sin embargo, Fitz no fue lo bastante inteligente para cerrar la boca. Al parecer, no se le pasó por la cabeza que las dotes como orador de Billy, heredadas del radicalismo inconformista de su padre, podían ser superiores a las suyas propias.
—Las misiones militares las autoriza el Ministerio de Guerra y no el Parlamento —respondió.
—¡De modo que esta misión se ha organizado a espaldas de nuestros representantes electos! —exclamó Billy con indignación.
—Ten cuidado, compañero —murmuró Tommy con angustia.
—Necesariamente —dijo Fitz.
Billy hizo caso omiso del consejo de Tommy; estaba demasiado enfadado. Se levantó y dijo en voz alta y clara:
—Señor, lo que estamos haciendo, ¿es legal?
Fitz se ruborizó y Billy supo que había dado en el blanco.
—Por supuesto que lo es… —empezó a decir el conde.
—Si nuestra misión no ha sido aprobada por el pueblo británico ni por el pueblo ruso —lo interrumpió Billy—, ¿cómo puede ser legal?
—Siéntese, sargento —ordenó el capitán Evans—. No estamos en uno de sus malditos mítines del Partido Laborista. Una palabra más y lo mando al calabozo.
Billy se sentó, satisfecho. Había conseguido lo que quería.
—Hemos sido invitados aquí —dijo Fitz— por el gobierno provisional panruso, cuyo brazo ejecutivo es un directorio de cinco hombres con sede en Omsk, en la frontera occidental de Siberia. Y ahí —terminó— es adonde van a dirigirse a continuación.
Había anochecido. Lev Peshkov esperaba, tiritando de frío, en un almacén de Vladivostok, la parte más infernal del ferrocarril Transiberiano. Llevaba un abrigo del ejército encima de su uniforme de teniente, pero Siberia era el lugar más frío donde había estado en su vida.
Estaba furioso por tener que estar en Rusia. Había tenido mucha suerte escapando de allí, cuatro años antes, y más suerte aún casándose con la heredera de una rica familia americana. Y ahora había vuelto… todo por culpa de una mujer. «¿Se puede saber qué diablos me pasa? —se dijo—. ¿Por qué nunca estoy satisfecho?»
Se abrió una puerta, y un carro tirado por una mula salió del depósito de suministros. Lev se subió de un salto al lado del soldado británico que lo conducía.
—Eh, Sid —lo saludó Lev.
—¿Qué hay? —respondió Sid.
Era un hombre delgado de unos cuarenta años con un cigarrillo siempre en los labios y un rostro surcado prematuramente de arrugas. Un cockney, hablaba inglés con un acento muy distinto del habla del sur de Gales o el norte de Nueva York. Al principio, a Lev le costaba horrores entenderlo.
—¿Traes el whisky?
—Qué va… solo latas de cacao.
Lev se volvió, se inclinó sobre el carro y destapó una esquina de la lona. Estaba casi seguro de que Sid no hablaba en serio. Vio una caja de cartón con la inscripción: «Chocolates y Cacaos Fry’s».
—No debe haber mucha demanda de eso entre los cosacos —comentó.
—Mira debajo.
Lev apartó la caja a un lado y vio una inscripción distinta:
—«Teacher’s Highland Cream: el viejo whisky escocés hecho perfección» —leyó—. ¿Cuántas hay?
—Doce cajas.
Tapó la caja.
—Mejor que el cacao.
Dio instrucciones a Sid para que se alejase del centro de la ciudad. Echaba la vista atrás con frecuencia para asegurarse de que no los seguía nadie, y miraba con aprensión cada vez que veía a algún oficial estadounidense de alto rango, pero ninguno les hizo preguntas. Vladivostok estaba abarrotado de refugiados que huían de los bolcheviques, la mayoría de los cuales habían traído montones de dinero consigo. Se lo gastaban como si no fuesen a ver el día de mañana, lo cual seguramente era cierto para muchos de ellos. Como consecuencia, los comercios estaban siempre atestados de gente y las calles llenas de carros como aquel repartiendo mercancía. Puesto que casi todo escaseaba en Rusia, buena parte de lo que se comercializaba procedía del contrabando de China o, como en el caso del whisky escocés de Sid, eran productos robados a los militares.
Lev vio a una mujer con una niña y se acordó de Daisy. La echaba de menos. Para entonces ya hablaba y caminaba, y estaba explorando el mundo. Cuando hacía pucheros, enternecía a todos hasta derretirles el corazón, incluido el de Josef Vyalov. Llevaba seis meses sin verla. Ya había cumplido los dos años y medio, y debía de haber cambiado en el tiempo que hacía que él estaba fuera.
También echaba de menos a Marga, y era ella quien habitaba sus sueños, su cuerpo desnudo retorciéndose entre las sábanas de la cama. Era por ella por quien se había metido en líos con su suegro y por quien había acabado en Siberia, pero pese a todo, ardía en deseos de volver a verla.
—¿Tienes alguna debilidad, Sid? —le preguntó Lev, quien sentía la necesidad de trabar una amistad más íntima con el taciturno Sid: para ser cómplices de andanzas delictivas se precisaba cierto grado de confianza.
—Qué va —dijo Sid—. Solo el dinero.
—¿Y tu amor por el dinero te lleva a correr grandes riesgos?
—No, solo a robar.
—¿Y nunca te has metido en líos por robar?
—La verdad es que no. Estuve en prisión, una vez, pero eso solo fue durante seis meses.
—Mi debilidad son las mujeres.
—¿Tu debilidad son las mujeres?
Lev ya se había acostumbrado a aquella manía británica de formular la pregunta después de haber dado la respuesta.
—Sí —contestó—. Me resultan irresistibles. No sé entrar en un club nocturno sin ir agarrado del brazo de una chica guapa.
—¿De veras?
—Sí. No lo puedo remediar.
El carro entró en un barrio portuario lleno de calles sin asfaltar y hoteluchos de marineros, lugares que no tenían nombre ni dirección. Sid parecía nervioso.
—Vas armado, ¿verdad? —dijo Lev.
—Qué va —contestó Sid—. Solo llevo esto. —Se destapó el abrigo y dejó al descubierto una enorme pistola con un cañón de un palmo metida en el cinturón.
Lev nunca había visto un arma como aquella.
—¿Qué diablos es eso?
—Una Webley-Mars, la pistola más potente del mundo. Una pieza única.
—No hace falta que aprietes el gatillo, solo tienes que menearla un poco y seguro que todo el mundo se muere de miedo.
En aquella zona, no pagaban a nadie para que limpiase la nieve de las calles, y el carro seguía las huellas de los vehículos anteriores, o se deslizaba sobre el hielo de los carriles menos transitados. Estar en Rusia le hacía pensar en su hermano. No había olvidado su promesa de enviar a Grigori el pasaje a América. Estaba ganando mucho dinero vendiéndoles a los cosacos mercancía militar robada. Con la transacción de ese día, ya habría suficiente para el billete de Grigori.
Había cometido multitud de fechorías en su corta vida, pero si podía compensar a su hermano por todas las malas pasadas, se sentiría mucho mejor consigo mismo.
Llegaron a un callejón y doblaron la esquina de un edificio bajo. Lev abrió una caja de cartón y extrajo una botella de whisky escocés.
—Quédate aquí y vigila la carga —le dijo a Sid—. De lo contrario, habrá desaparecido para cuando salgamos.
—No te preocupes —dijo Sid, pero parecía intranquilo.
Lev hurgó bajo su abrigo para tocar la pistola semiautomática Colt 45, que llevaba enfundada en el cinturón, y acto seguido se coló por la puerta trasera del edificio.
El lugar era lo que en Siberia se consideraba una taberna. Se trataba de una estancia pequeña con unas cuantas sillas y una mesa. No había barra, pero una puerta abierta revelaba la existencia de una cocina sucia con un estante con botellas y un tonel. Había tres hombres sentados junto a la chimenea, vestidos con jirones de pieles. Lev reconoció al de en medio, un hombre al que conocía como Sótnik. Llevaba unos pantalones holgados metidos por dentro de unas botas de montar. Tenía los pómulos muy marcados y los ojos rasgados, y lucía un elaborado bigote además de patillas. La tez se le veía enrojecida y curtida por el clima, y podía tener cualquier edad entre los veinticinco y los cincuenta y cinco años.
Lev estrechó las manos de todos los hombres. Destapó la botella y uno de ellos, supuestamente el dueño del bar, trajo cuatro vasos disparejos. Lev sirvió unas cantidades generosas y todos se pusieron a beber.
—Es el mejor whisky del mundo —dijo Lev en ruso—. Viene de un país donde hace mucho frío, como en Siberia, donde el agua de los arroyos de la montaña es pura nieve derretida. Es una pena que sea tan caro.
La cara de Sótnik era inexpresiva.
—¿Cuánto?
Lev no pensaba dejarle volver a regatear.
—El precio que acordamos ayer —dijo—, todo en rublos de oro, ni más ni menos.
—¿Cuántas botellas?
—Ciento cuarenta.
—¿Dónde están?
—Por aquí cerca.
—Deberías tener cuidado, en este barrio hay muchos ladrones.
Aquello tanto podía ser una advertencia como una amenaza: Lev supuso que la ambigüedad era intencionada.
—Sé moverme entre ladrones —dijo—. Soy uno de ellos.
Sótnik miró a sus dos compañeros y luego, tras una pausa, se echó a reír. Los demás también rieron.
Lev sirvió otra ronda.
—No te preocupes —dijo—. Tu whisky está a salvo… detrás del cañón de un arma. —Eso también era deliberadamente ambiguo: podía ser una garantía para tranquilizarlo o una advertencia para ponerlo nervioso.
—Eso está bien —dijo Sótnik.
Lev se bebió el whisky y luego consultó su reloj.
—Tiene que venir una patrulla militar por esta zona de un momento a otro —mintió—, así que tengo que irme.
—Una última copa —propuso Sótnik.
Lev se levantó.
—¿Quieres el whisky? —Esta vez dejó traslucir su irritación—. Porque puedo vendérselo a otro… —Era verdad, siempre había alguien dispuesto a comprar el alcohol.
—Me lo quedo.
—El dinero, encima de la mesa.
Sótnik recogió unas alforjas del suelo y empezó a contar monedas de cinco rublos. El precio acordado era de sesenta rublos la docena, de modo que Sótnik colocó despacio las monedas en pilas de doce hasta que tuvo doce pilas. Lev supuso que lo que pasaba era que no sabía contar hasta 144.
Cuando Sótnik terminó, miró a Lev, quien asintió con la cabeza. Sótnik devolvió las monedas a la saca.
Salieron a la calle, Sótnik con la bolsa al hombro. Había anochecido, pero brillaba la luna, y se veía con toda claridad. Lev se dirigió a Sid en inglés:
—Quédate en el carro y mantente alerta.
En una transacción ilegal, aquel era siempre el momento más delicado y peligroso: la ocasión en que el comprador podía llevarse la mercancía y quedarse con el dinero. Lev no pensaba correr ningún riesgo con el dinero para el pasaje de su hermano Grigori.
Lev destapó la lona del carro y apartó a un lado tres cajas de cacao para dejar al descubierto el whisky. Sacó una caja del carro y la puso en el suelo, a los pies de Sótnik.
El otro cosaco se acercó al carro y buscó otra caja.
—No —dijo Lev, y miró a Sótnik—. La bolsa.
Se produjo una larga pausa.
En el asiento del conductor, Sid se destapó el abrigo y enseñó su arma. Entonces, Sótnik le dio a Lev la bolsa.
Lev miró en el interior, pero decidió no volver a contar el dinero; al fin y al cabo, se habría dado cuenta si Sótnik hubiese sustraído algunas monedas a escondidas. Le dio la bolsa a Sid y luego ayudó a los otros a descargar el carro.
Estrechó las manos de todos y estaba a punto de subirse al carro cuando Sótnik lo detuvo.
—Mira —dijo, señalando a una caja abierta—. Aquí falta una botella.
Esa botella estaba en la mesa de la taberna, y Sótnik lo sabía. ¿Por qué quería provocar una pelea a aquellas alturas? Aquello se ponía peligroso.
—Dame una moneda de oro —le dijo a Sid en inglés.
Sid abrió la bolsa y se la entregó.
Lev hizo equilibrios con la moneda en su puño cerrado y la lanzó al aire. La moneda dio vueltas sobre sí misma y destelló bajo la luz de la luna. Cuando, en un acto reflejo, Sótnik extendió el brazo para atraparla, Lev se subió de un salto al asiento del carro.
Sid hizo restallar el látigo.
—Quedad con Dios —exclamó Lev cuando el carro se puso en movimiento—. Y avísame cuando necesitéis más whisky.
La mula se alejó trotando del patio, enfiló hacia la carretera y Lev respiró aliviado.
—¿Cuánto nos han dado? —dijo Sid.
—Lo que acordamos, trescientos sesenta rublos cada uno. Menos cinco: esa última moneda perdida corre de mi cuenta. ¿Tienes una bolsa?
Sid sacó una bolsa de cuero de gran tamaño. Lev contó setenta y dos monedas y las introdujo en ella.
Se despidió de Sid y se bajó del carro cerca de los alojamientos para los oficiales estadounidenses. Cuando se dirigía a su habitación, lo abordó el capitán Hammond.
—¡Peshkov! ¿Dónde ha estado?
Lev deseó no ir cargado en esos momentos con unas alforjas cosacas con trescientos cincuenta y cinco rublos en su interior.
—He ido a dar una vuelta, señor.
—¡Pero si es de noche!
—Por eso he regresado.
—Lo hemos buscado por todas partes. El coronel quiere verlo.
—Enseguida, señor.
Lev prosiguió su camino hacia su habitación para dejar las alforjas, pero Hammond dijo:
—El despacho del coronel está por el otro lado.
—Sí, señor. —Lev se dio media vuelta.
Al coronel Markham no le caía bien Lev. El coronel era un militar de carrera, no un recluta de guerra, y tenía la impresión de que Lev no compartía su compromiso con la excelencia del ejército de Estados Unidos, y tenía razón… al ciento diez por ciento, tal como habría dicho el propio coronel.
A Lev se le pasó por la cabeza dejar la bolsa en el suelo, al otro lado de la puerta del despacho del coronel, pero luego pensó que era demasiado dinero para dejarlo por ahí.
—¿Dónde diablos se había metido? —dijo Markham en cuanto Lev entró por la puerta.
—Estaba dando una vuelta por la ciudad, señor.
—Voy a reasignarlo a otro destino: nuestros aliados británicos necesitan un intérprete y me han pedido que les envíe a usted con ellos.
Parecía una buena opción.
—Sí, señor.
—Los acompañará a Omsk.
Aquello no era tan bueno: Omsk estaba a seis mil quinientos kilómetros, en el corazón de la Rusia más salvaje.
—¿Para qué, señor?
—Ellos lo pondrán al corriente.
Lev no quería ir: estaba demasiado lejos.
—¿Está pidiéndome que me ofrezca voluntario, señor?
El coronel vaciló unos instantes y Lev se dio cuenta de que ya se daba por supuesto el carácter voluntario de la misión, tal como lo era todo en el ejército.
—¿Es que acaso se niega a llevar a cabo la misión? —exclamó Markham con aire amenazador.
—Solo si es voluntaria, señor, por supuesto.
—Le explicaré la situación, teniente —dijo el coronel—: si usted se ofrece voluntario, yo no le pediré que abra esa bolsa y me muestre qué hay dentro.
Lev maldijo para sus adentros. No podía hacer absolutamente nada, el coronel era demasiado listo… y el pasaje para América de Grigori estaba dentro de aquella bolsa.
«Omsk —pensó—. Mierda…»
—Será un placer acompañarlos, señor —dijo.
Ethel subió al apartamento de Mildred, que tenía un aspecto impoluto aunque no ordenado: había juguetes tirados por todas partes, un cigarrillo consumiéndose en un cenicero y unas bragas secándose frente al fuego.
—¿Podrías cuidar de Lloyd esta noche? —le preguntó Ethel.
Ella y Bernie iban a ir a una reunión del Partido Laborista. Lloyd ya casi tenía cuatro años y era perfectamente capaz de bajarse solito de la cama e irse a dar un paseo por su cuenta si nadie lo vigilaba.
—Pues claro —respondió Mildred. Con frecuencia cuidaban mutuamente de sus respectivos hijos por las noches—. He recibido carta de Billy —añadió.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, pero me parece que no está en Francia; no dice nada de las trincheras.
—Debe de estar en Oriente Próximo, entonces. Me pregunto si habrá visto Jerusalén. —La ciudad santa había sido tomada por las fuerzas británicas a finales del año anterior—. Nuestro padre se alegrará si la ha visto.
—Manda un mensaje para ti. Dice que ya te escribirá más adelante, pero quiere que te diga… —Rebuscó en el bolsillo del delantal—. Te lo quiero leer tal como está escrito: «Creo que estoy mal informado, aquí, sobre novedades en política de Rusia». Un mensaje un poco extraño, la verdad.
—Está en código —dijo Ethel—. Solo hay que contar la tercera palabra de cada tres, así que el mensaje dice, en realidad: «Estoy aquí en Rusia». ¿Qué estará haciendo allí?
—No sabía que nuestro ejército estuviese en Rusia.
—Ni yo tampoco. ¿Menciona alguna canción, o el título de un libro?
—Sí… ¿cómo lo sabías?
—Eso también está en lenguaje codificado.
—Dice que te recuerde una canción que se titula «Estoy con Freddie inaugurando tu zoo». Nunca había oído hablar de esa canción.
—Ni yo tampoco. Son las iniciales de cada palabra: «Freddie inaugurando tu zoo» significa… Fitz.
En ese momento entró Bernie, que lucía una corbata roja.
—Está dormido —dijo, refiriéndose a Lloyd.
—Mildred ha recibido una carta de Billy —le contó Ethel—. Parece ser que está en Rusia con el conde Fitzherbert.
—¡Ajá! —exclamó Bernie—. Me preguntaba cuánto tiempo tardarían.
—¿A qué te refieres?
—Hemos enviado soldados a combatir contra los bolcheviques. Sabía que tarde o temprano ocurriría.
—¿Estamos en guerra con el nuevo gobierno de Rusia?
—Oficialmente no, claro. —Bernie consultó su reloj—. Tenemos que irnos. —Detestaba llegar tarde.
Una vez en el autobús, Ethel señaló:
—No podemos estar en guerra «extraoficialmente»: o estamos en guerra o no lo estamos.
—Churchill y esa gente saben que el pueblo británico no apoyará una guerra contra los bolcheviques, así que están tratando de hacerla en secreto.
—Estoy decepcionada con Lenin… —dijo Ethel con aire reflexivo.
—¡Solo hace lo que tiene que hacer! —Bernie la interrumpió. Era un defensor acérrimo de los bolcheviques.
Ethel siguió hablando:
—Lenin podría convertirse en un tirano igual que el zar…
—¡Eso es absurdo!
—… pero a pesar de eso, tendrían que darle la oportunidad de demostrar lo que puede hacer por Rusia.
—Bueno, al menos estamos de acuerdo en eso.
—Aunque no estoy segura de lo que podemos hacer al respecto.
—Necesitamos más información.
—Billy me escribirá pronto; él me dará más detalles.
Ethel estaba indignada con la guerra secreta del gobierno, si verdaderamente era eso, pero sentía una gran preocupación por Billy. Su hermano no sabía mantener la boca cerrada; si pensaba que el ejército no estaba haciendo lo correcto, lo diría y se metería en un lío.
El Calvary Gospel Hall estaba lleno a rebosar: el Partido Laborista había ganado popularidad durante la guerra, gracias en parte a que su líder, Arthur Henderson, había estado en el gabinete de guerra de Lloyd George. Henderson había empezado a trabajar en una fábrica de locomotoras a la edad de doce años, y su labor como ministro del gabinete había destrozado el argumento de los conservadores de que no se podía confiar el gobierno de un país a los trabajadores.
Ethel y Bernie se sentaron junto a Jock Reid, un hombre de rostro rubicundo, natural de Glasgow, que había sido el mejor amigo de Bernie cuando era soltero. El encargado de presidir el acto era el doctor Greenward. El punto principal del orden del día eran las siguientes elecciones generales. Circulaban rumores de que Lloyd George convocaría elecciones nacionales en cuanto acabase la guerra. Aldgate necesitaba un candidato laborista, y Bernie era el favorito para el puesto.
Propusieron su nombre y los demás secundaron la propuesta. Alguien sugirió al doctor Greenward como alternativa, pero el médico dijo que su deber era limitarse al ámbito de la medicina.
Entonces, Jayne McCulley se puso en pie. Había sido miembro del partido desde que Ethel y Maud protestaron contra la negativa a concederle la prestación por separación y Maud acabó siendo arrastrada a la cárcel en los brazos de un policía. En ese momento, Jayne dijo:
—He leído en el periódico que las mujeres pueden presentarse a las próximas elecciones, y yo propongo que Ethel Williams sea nuestra candidata.
La sala enmudeció de asombro, pero luego todo el mundo quiso hablar a la vez.
Ethel se había quedado estupefacta. En ningún momento se le había pasado por la cabeza algo semejante. Desde que conocía a Bernie, este siempre había querido ser el representante parlamentario local, y ella lo había aceptado desde el principio. Además, nunca hasta entonces había sido posible que una mujer se presentase como candidata, y tampoco estaba segura de que ahora lo fuese. Su primer impulso fue negarse inmediatamente.
Pero Jayne no había terminado. Era una mujer joven y guapa, pero la dulzura de su apariencia física era engañosa, porque también podía ser temible.
—Respeto a Bernie, pero es más bien un hombre de mítines y de organización —dijo—. Aldgate tiene un parlamentario liberal que se ha ganado la simpatía de la gente y que podría ser un hueso muy duro de roer. Necesitamos un candidato que pueda ganar ese escaño para los laboristas, una persona que pueda decirle a la gente del East End: «¡Seguidme a la victoria!», y que lo hagan. Necesitamos a Ethel.
Todas las mujeres empezaron a lanzar vítores, así como algunos hombres, aunque otros permanecieron mudos y sombríos. Ethel se dio cuenta de que iba a tener mucho apoyo si decidía presentarse como candidata.
Y Jayne tenía razón: seguramente Bernie era el hombre más inteligente de la sala, pero no era un líder nato capaz de arrastrar a las multitudes. Podía explicar cómo ocurrían las revoluciones y por qué las empresas se iban a la quiebra, pero Ethel sabía animar a la gente a que se sumara a una cruzada.
Jock Reid se levantó.
—Compañero, tengo entendido que la legislación no permite que se presenten mujeres.
—Puedo responder a esa pregunta —dijo el doctor Greenward—. La ley que se aprobó este año, y que otorgaba el derecho de sufragio a algunas mujeres mayores de treinta años, no consideraba que estas pudiesen presentarse a las elecciones. Sin embargo, el gobierno ha admitido que eso es una anomalía, de modo que ha redactado un anteproyecto de ley que sí tiene en cuenta esa posibilidad.
—Pero tal y como está redactada la ley hoy, se prohíbe la elección de mujeres, por lo que no podemos nombrar candidata a una —insistió Reid.
Ethel esbozó una sonrisa irónica: era curioso que unos hombres que propugnaban una revolución mundial pudiesen insistir tanto en obedecer la ley al pie de la letra.
El doctor Greenward respondió:
—Está previsto, claramente, que la ley que consideraba el derecho de las mujeres a presentarse como candidatas entre en vigor antes de las próximas elecciones generales, de modo que es del todo legal que esta delegación nombre a una mujer.
—Pero Ethel es menor de treinta años.
—Por lo visto, esta nueva ley incluye a las mujeres mayores de veintiún años.
—¿Por lo visto? —preguntó Reid—. ¿Cómo vamos a nombrar a una candidata si no conocemos las reglas?
—Tal vez deberíamos posponer el nombramiento hasta que se haya aprobado la nueva legislación —sugirió el doctor Greenward.
Bernie le susurró algo a Reid al oído y este dijo:
—Preguntémosle a Ethel si quiere presentarse. Si no es así, entonces no hay necesidad de posponer la decisión.
Bernie se volvió hacia Ethel con una sonrisa rebosante de confianza.
—De acuerdo —convino el doctor Greenward—. Ethel, si te nombrasen candidata, ¿aceptarías?
Todas las miradas estaban clavadas en ella.
Ethel vaciló.
Aquel era el sueño de Bernie, y Bernie era su marido. Pero ¿cuál de los dos sería la mejor opción para los laboristas?
A medida que iban pasando los segundos, una expresión de incredulidad fue apoderándose del rostro de Bernie, pues esperaba que su mujer declinase el nombramiento inmediatamente.
Y eso fue lo que la hizo reafirmarse en su decisión.
—Yo nunca… nunca me lo había planteado —dijo—. Y… mmm… tal como ha dicho el presidente, todavía ni siquiera es una posibilidad legal… Así que es una pregunta difícil de responder. Creo que Bernie sería un buen candidato… pero pese a eso, me gustaría disponer de un poco de tiempo para pensarlo, de modo que tal vez deberíamos aceptar la propuesta del presidente de posponer la decisión.
Se volvió hacia Bernie.
Parecía capaz de asesinarla allí mismo.