Mayo-septiembre de 1918
Gus Dewar no se adaptó fácilmente a la vida de soldado. Era un hombre desgarbado y de aspecto torpe, y le costaba un gran esfuerzo marchar, hacer el saludo militar y desfilar dando fuertes pisotones en el suelo, al más puro estilo del ejército. En cuanto al ejercicio físico, no había vuelto a hacer flexiones desde sus tiempos en la escuela. Sus amigos, que sabían de su afición por tener siempre un centro de flores en la mesa del comedor y sábanas de hilo en la cama, estaban seguros de que el ejército supondría para él una terrible conmoción. Chuck Dixon, que había asistido al entrenamiento militar con él, le dijo:
—Gus, pero si en casa ni siquiera corres para tomar el autobús…
Sin embargo, Gus sobrevivió. A los once años sus padres lo habían enviado a un internado, de manera que ser perseguido por una panda de bravucones o recibir órdenes de superiores estúpidos no supuso una gran novedad para él. Era blanco de un buen número de burlas a causa de su origen adinerado y sus exquisitos modales, pero lo sobrellevaba con paciencia y estoicismo.
En el momento de la acción, tal como Chuck comprobó bastante sorprendido, Gus se distinguió, pese a su aspecto desgarbado, haciendo gala de cierta gracia y aplomo, cualidades que hasta entonces solo había revelado en la cancha de tenis.
—Pareces una puñetera jirafa —dijo Chuck—, pero es que también corres como si lo fueras.
A Gus también se le daba bien el boxeo, debido a su gran envergadura, aunque su sargento instructor le dijo, con aire pesaroso, que carecía de instinto asesino.
Por desgracia, resultó ser desastroso como tirador.
Quería salir airoso de su paso por el ejército, en parte porque sabía que había quienes pensaban que no aguantaría la presión. Necesitaba demostrarles a esas personas, y quizá también a sí mismo, que no era ningún blandengue. Pero también tenía otra razón: creía en la causa por la que luchaba.
El presidente Wilson había pronunciado un discurso, ante el Congreso y el Senado, que había dado la vuelta al mundo. Había hecho un llamamiento reivindicando un nuevo orden mundial, ni más ni menos. «Es necesario crear una alianza general de naciones bajo pactos específicos con el fin de otorgar garantías mutuas de independencia política e integridad territorial a todos los Estados, grandes y pequeños, por igual.»
Una Sociedad de las Naciones era un sueño para Wilson, para Gus y para muchos otros, entre los que se incluía, de forma harto sorprendente, sir Edward Grey, quien había concebido la idea cuando era secretario del Foreign Office británico.
Wilson había expuesto su programa en catorce puntos: había hablado de reducción de armamento, del derecho de los pueblos coloniales a hacer oír su voz respecto a su propio futuro, y de la libertad para los países balcánicos, Polonia y los súbditos del Imperio otomano. El discurso había pasado a ser conocido como los Catorce Puntos de Wilson. Gus sentía envidia de los hombres que habían ayudado al presidente a redactarlo. En los viejos tiempos, él mismo habría colaborado en su elaboración.
—Un principio manifiesto recorre la totalidad del programa —había dicho Wilson—. Es el principio de la justicia para con todos los pueblos y las nacionalidades, y el derecho de estos a vivir disfrutando de la misma libertad y seguridad los unos respecto a los otros, ya sean fuertes o débiles. —Al leer esas palabras, las lágrimas habían aflorado a los ojos de Gus—. El pueblo de Estados Unidos no podría regirse por ningún otro principio —había afirmado el presidente.
¿De verdad era posible que los países pudiesen solucionar sus conflictos sin necesidad de recurrir a una guerra? Aunque pudiera parecer paradójico, lo cierto es que era algo por lo que merecía la pena luchar.
Gus y Chuck y su batallón de ametralladoras se embarcaron en Hoboken, New Jersey, a bordo del Corinna, antaño un transatlántico de lujo reconvertido en buque de transporte para las tropas. La travesía duró dos semanas. En calidad de tenientes segundos, compartieron un camarote en la cubierta superior. A pesar de que ambos habían rivalizado por el amor de Olga Vyalov, se habían convertido en grandes amigos.
El buque formaba parte de un convoy, con escolta de la Armada, y el viaje transcurrió sin contratiempos, salvo por el hecho de que varios hombres murieron víctimas de la gripe española, una nueva enfermedad que estaba causando estragos entre la población mundial. La alimentación era más bien deficiente, y los hombres decían que los alemanes habían abandonado la guerra submarina y ahora pretendían derrotarlos envenenando su comida.
El Corinna permaneció atracado durante un día y medio en el puerto de Brest, en el extremo noroccidental de Francia. Desembarcaron en un muelle abarrotado de hombres, vehículos y provisiones, dominado por el bullicio de las órdenes a voz en grito y los motores en marcha, amén del ajetreo de los oficiales impacientes y los sudorosos estibadores. Gus cometió el error de preguntar a uno de los sargentos que había en el muelle cuál era el motivo del retraso.
—¿Retraso, señor? —le espetó, pronunciando la palabra «señor» con un marcado desdén, de manera que sonó como un insulto—. Ayer desembarcamos a cinco mil hombres, con sus coches, armas, tiendas y hornillos, y los transferimos al transporte por ferrocarril y carretera. Hoy procederemos a desembarcar a otros cinco mil, y lo mismo mañana. De manera que no, señor, no hay ningún retraso. Esto es un desembarco puñeteramente rápido.
Chuck dedicó una sonrisa a Gus y murmuró:
—Te está bien empleado.
Los estibadores eran soldados de color. Cada vez que los soldados blancos y los negros tenían que compartir las mismas instalaciones, siempre se armaba jaleo, provocado normalmente por los reclutas blancos del Sur, de modo que el ejército había acabado rindiéndose a la evidencia, y en lugar de mezclar las razas en el frente, el ejército asignaba a los regimientos de color tareas de poca importancia en la retaguardia. Gus sabía que los soldados negros se quejaban con amargura ante esas condiciones, puesto que querían luchar por su país como todos los demás.
La mayor parte del regimiento abandonó Brest por tren. No les habían asignado vagones de pasajeros, sino que iban apretujados a bordo de un furgón para el ganado. Gus arrancó las risas de los hombres traduciendo el letrero que aparecía en el lateral de uno de los vagones: «Cuarenta hombres u ocho caballos». Sin embargo, el batallón de ametralladoras disponía de sus propios vehículos, de modo que Gus y Chuck fueron por carretera a su campamento al sur de París.
En Estados Unidos habían hecho prácticas de la guerra de trincheras con fusiles de madera, pero ahora tenían armas y munición de verdad. Por su condición de oficiales, a Gus y a Chuck les habían hecho entrega de una pistola semiautomática Colt M1911 con cargador de siete balas. Antes de abandonar el país, se habían deshecho de sus gorros de piel como los que llevaba la policía montada y los habían sustituido por gorras más prácticas con un ribete distintivo que recorría toda la prenda. También tenían cascos de acero con la misma forma de cuenco para la sopa que los británicos.
En ese momento, unos instructores franceses de uniforme azul los estaban entrenando para luchar en colaboración con la artillería pesada, una táctica que el ejército de Estados Unidos no había necesitado hasta entonces. Gus sabía hablar francés, por lo que no tardaron en asignarle las tareas de enlace. Las relaciones entre ambas nacionalidades eran buenas, aunque los franceses se quejaban de que el precio del coñac había subido en cuanto habían llegado los soldaditos.
La ofensiva alemana había proseguido con éxito a lo largo de todo el mes de abril. Ludendorff había avanzado con tanta rapidez en Flandes que el general Haig declaró que los británicos se hallaban entre la espada y la pared, una frase que provocaba escalofríos entre los norteamericanos.
Gus no tenía ninguna prisa por ver la acción, pero a Chuck lo devoraba la impaciencia en el campo de entrenamiento. ¿Qué narices estaban haciendo, quería saber él, ensayando batallas de pacotilla cuando deberían estar enfrentándose en luchas reales? La sección más cercana del frente alemán se hallaba en la ciudad de Reims, al nordeste de París, famosa por su champán; pero el oficial al mando de Gus, el coronel Wagner, le dijo que los servicios de espionaje de los aliados estaban seguros de que no habría ofensiva alemana en ese sector.
Aunque con esa predicción, los servicios de espionaje de los aliados se equivocaban de medio a medio.
Walter se sentía exultante. Las bajas eran muy numerosas, pero la estrategia de Ludendorff estaba funcionando. Los alemanes atacaban en los puntos más débiles de la línea enemiga, con penetraciones rápidas y dejando los principales focos de resistencia para más adelante. Pese a algunas maniobras defensivas muy inteligentes por parte del general Foch, el nuevo comandante en jefe de los ejércitos aliados, los alemanes estaban ganando territorio con mucha más rapidez que en cualquier otro momento desde 1914.
El mayor problema era que el avance se detenía cada vez que los soldados alemanes se topaban con provisiones de alimentos. Se paraban allí y se ponían a comer, sin más, y a Walter le resultaba imposible obligarlos a seguir adelante hasta que tenían el estómago lleno. Era una estampa muy curiosa ver a los hombres sentados en el suelo, sorbiendo huevos crudos, atiborrándose de pastel y jamón al mismo tiempo, o bebiéndose botellas enteras de vino, mientras una lluvia de proyectiles caía a su alrededor y las balas surcaban el aire por encima de sus cabezas. Sabía que a otros oficiales les ocurría lo mismo; algunos optaban por amenazar a sus hombres con sus pistolas, pero ni siquiera eso los persuadía para soltar la comida y ponerse en marcha.
Con esa salvedad, la ofensiva de primavera era un éxito. Walter y sus hombres estaban exhaustos, tras cuatro años de guerra, pero también lo estaban los soldados franceses y británicos que encontraban en el camino.
Después del Somme y de Flandes, Ludendorff había planeado el tercer ataque de 1918 para el sector entre Reims y Soissons, lugar donde los aliados controlaban un macizo montañoso denominado el «Chemin des Dames», el Camino de las Damas, así llamado por la carretera que lo recorría, construida para que las hijas de Luis XV pudiesen ir a visitar a una amiga.
El despliegue final tuvo lugar el domingo 26 de mayo, un día soleado en el que soplaba una fresca brisa del nordeste. Una vez más, Walter sintió una oleada de orgullo al ver las columnas de hombres marchando hacia la línea del frente, los millares de armas tomando posiciones bajo el fuego implacable de la artillería francesa, las líneas telefónicas tendidas desde los refugios subterráneos del puesto de mando hasta las unidades de baterías.
Las tácticas de Ludendorff seguían siendo las mismas: esa noche, a las dos de la madrugada, miles de armas abrieron fuego, disparando gas, metralla y explosivos contra las líneas francesas que ocupaban la cima de la montaña. Walter advirtió con satisfacción que los disparos franceses disminuían de intensidad inmediatamente, señal inequívoca de que la artillería alemana estaba alcanzando sus objetivos. La descarga ofensiva fue breve, en consonancia con la nueva estrategia, y a las cinco y cuarenta minutos de la mañana, cesó por completo.
Los soldados de las tropas de asalto avanzaron terreno.
El avance de los alemanes se producía cuesta arriba, pero a pesar de eso, encontraban escasa resistencia, y para sorpresa y regocijo de Walter, alcanzaron la carretera de lo alto de la montaña en menos de una hora. Bajo la luz del día, vio a los franceses batiéndose en retirada por la pendiente de la ladera.
Las tropas de asalto siguieron avanzando a un ritmo regular, acompañando a la lenta pero implacable batería de la artillería, pero pese a todo llegaron al río Aisne, en el vértice del valle, antes de mediodía. Algunos granjeros habían destruido sus máquinas cosechadoras y quemado las cosechas tempranas acumuladas en sus graneros, pero la mayoría había huido a todo correr, y había abundantes recompensas para las milicias de requisa en la retaguardia de las fuerzas alemanas. Para asombro de Walter, los franceses en retirada ni siquiera habían volado por los aires los puentes que cruzaban el Aisne, lo cual era un indicio muy significativo del estado de pánico en el que habían huido.
Los quinientos hombres de Walter avanzaron por el siguiente puente a lo largo de la tarde y montaron el campamento en la orilla opuesta del río Vesle, tras haber recorrido veinte kilómetros en una sola jornada.
Al día siguiente descansaron, a la espera de refuerzos, pero al tercer día reanudaron de nuevo el avance, y al cuarto día, el jueves 30 de mayo, tras haber recorrido la nada desdeñable extensión de cincuenta kilómetros desde el lunes, alcanzaron la orilla norte del río Marne.
Justo allí, tal como recordó Walter con un negro presentimiento, era donde se había detenido el avance alemán en 1914.
Se juró que eso no volvería a suceder.
El 30 de mayo, Gus se encontraba con las fuerzas expedicionarias estadounidenses en la zona de entrenamiento de Châteauvillain, al sur de París, cuando la 3.ª División recibió órdenes de ayudar en la defensa del río Marne. La mayor parte de la división empezó a embarcar a bordo de los trenes, a pesar de que el maltrecho sistema ferroviario francés podía tardar varios días en llevarlos hasta allí. Sin embargo, Gus y Chuck y las ametralladoras se pusieron en camino por carretera inmediatamente.
Gus estaba entusiasmado y nervioso a la vez. Aquello no era como el boxeo, donde había un árbitro que velaba por el correcto cumplimiento de las reglas y detenía la contienda si la cosa se ponía peligrosa. ¿Cómo reaccionaría cuando alguien le disparase de verdad con un arma? ¿Se daría media vuelta y echaría a correr? ¿Qué le impediría hacer una cosa así? Por lo general, siempre actuaba según la lógica.
Los coches eran tan poco fiables como los trenes, y numerosos vehículos se averiaban o se quedaban sin combustible. Además, sufrían retrasos a causa de los civiles que viajaban en la dirección opuesta, huyendo de la batalla, algunos de ellos conduciendo manadas de ganado, otros con sus pertenencias apiladas en lo alto de carros y carretillas.
A las seis de la tarde del viernes, diecisiete ametralladoras llegaron a la pequeña localidad arbolada de Château-Thierry, situada a ochenta kilómetros al este de París. Era un sitio pequeño con mucho encanto bajo la luz del atardecer. Se hallaba a horcajadas sobre el Marne, con dos puentes que unían el distrito del sur con el centro de la ciudad, en el norte. Los franceses resistían en ambas orillas, pero la avanzadilla de las líneas alemanas se había hecho fuerte en los límites del norte de la ciudad.
El batallón de Gus recibió órdenes de instalar el armamento a lo largo de la orilla sur, dominando los puentes. Sus hombres iban equipados con pesadas ametralladoras M1914 Hotchkiss, cada una de ellas montada sobre un robusto trípode, con cintas de alimentación metálicas y articuladas con capacidad para doscientos cincuenta cartuchos. También disponían de granadas de fusil que se disparaban a un ángulo de cuarenta y cinco grados desde un bípode, y unos cuantos morteros de trinchera del modelo Stokes británico.
Al anochecer, Gus y Chuck estaban supervisando la ubicación de sus pelotones entre los dos puentes. Ninguna formación previa los había preparado para tomar aquella clase de decisiones: simplemente, tenían que hacer caso de lo que les dictase su sentido común. Gus escogió un edificio de tres plantas con una cafetería destrozada en la planta baja. Entró por la puerta trasera y subió las escaleras. Desde una de las ventanas del desván había una vista muy despejada de la otra orilla del río y de una calle que subía en dirección norte por el otro lado, de modo que ordenó a un escuadrón de ametralladoras que se instalase allí. Esperó a que el sargento le dijese que aquella idea era una estupidez, pero el hombre se limitó a asentir con la cabeza y se puso manos a la obra.
Gus colocó tres ametralladoras más en emplazamientos similares.
Buscando una cobertura adecuada para los morteros, encontró un cobertizo de ladrillo para guardar los botes en la orilla del río, pero no tenía claro de si estaba en su sector o en el de Chuck, de modo que salió en busca de su amigo para averiguarlo. Vio a su compañero cien metros más allá en la orilla, cerca del puente del este, examinando el otro lado del río con unos prismáticos. Avanzó dos pasos en esa dirección y entonces se oyó una terrible explosión.
Se volvió hacia el lugar de donde provenía el estallido, y en los segundos siguientes tuvieron lugar varias detonaciones ensordecedoras más. Advirtió que la artillería alemana había abierto fuego contra ellos cuando un proyectil aterrizó en el río y propulsó hacia arriba una columna de agua.
Volvió a mirar hacia el lugar donde estaba Chuck, justo a tiempo de ver desaparecer a su amigo bajo una explosión de tierra.
—¡Joder! —exclamó, y echó a correr hacia allí.
La lluvia de obuses y morteros estalló a lo largo de la totalidad de la ribera sur, y los hombres se arrojaron cuerpo a tierra. Gus llegó al sitio donde había visto a Chuck por última vez y miró a su alrededor, presa del desconcierto: no veía más que cúmulos de tierra y piedras. En ese momento, vio un brazo asomando entre los escombros, apartó una piedra y descubrió, horrorizado, que el brazo no iba adherido a ningún cuerpo.
¿Era el brazo de Chuck? Tenía que haber una forma de averiguarlo, pero Gus estaba demasiado conmocionado para pensar cómo. Empleó la punta de sus botas para apartar parte de la tierra suelta sin conseguirlo y, acto seguido, se puso de rodillas y empezó a escarbar con las manos. Vio un cordón de cuero y una chapa metálica marcada con la inscripción «US», y lanzó un gemido de dolor. Rápidamente, desenterró la cara de Chuck. No había pulso, ni latido, ni ningún movimiento.
Trató de recordar qué era lo que se suponía que debía hacer a continuación. ¿Con quién debía ponerse en contacto para comunicar una muerte? Había que hacer algo con el cuerpo, pero ¿qué? Lo normal era llamar a una funeraria…
Levantó la vista y vio a un sargento y dos cabos mirándolo. Un mortero hizo explosión en la calle que había a sus espaldas, y todos agacharon la cabeza a la vez, en un acto reflejo, y luego volvieron a mirarlo. Gus se percató de que aguardaban sus órdenes.
Se levantó bruscamente y recordó algunas nociones básicas de su entrenamiento: no era tarea suya encargarse de los compañeros muertos, ni siquiera de los heridos. Él estaba vivo e incólume, y su deber consistía en luchar. Sintió una oleada de ira irracional contra los alemanes que habían matado a Chuck. «A la mierda —pensó—. Ahora se van a enterar.» Recordó qué era lo que había estado haciendo: asignar la localización de las armas. Tenía que seguir con eso; ahora, además, tendría que hacerse cargo también del pelotón de Chuck.
Señaló al sargento a cargo de los morteros.
—Olvide el cobertizo para los botes, sargento; demasiado expuesto —dijo. Apuntó al otro lado de la calle, a un estrecho callejón entre una bodega y unas caballerizas—. Coloque tres morteros en ese callejón.
—Sí, señor. —El sargento se fue a toda prisa.
Gus miró a la calle.
—¿Ve ese tejado plano, cabo? Coloque allí una ametralladora.
—Señor, perdóneme, pero eso es un taller de reparación de automóviles, puede que debajo haya un depósito de combustible.
—Maldita sea, tiene razón, cabo. Entonces, en la torre de esa iglesia. Ahí debajo no puede haber nada más que himnarios.
—Sí, señor, mucho mejor; gracias, señor.
—El resto, síganme. Nos pondremos a cubierto mientras pienso dónde colocar todo lo demás.
Los guió al otro lado de la carretera y por un callejón. Un estrecho sendero recorría la parte posterior de los edificios. Un obús aterrizó en el patio de un establecimiento que vendía suministros agrícolas, y lanzó sobre Gus una nube de fertilizante en polvo, como si quisiera recordarle que no estaba fuera de su alcance.
Siguió avanzando a toda prisa por el sendero, tratando, en la medida de lo posible, de protegerse de la lluvia de proyectiles detrás de los muros, dando órdenes a gritos a sus suboficiales, haciendo el despliegue de sus ametralladoras en las estructuras más altas y de aspecto más sólido posible, y sus morteros en los jardines, entre una casa y la contigua. De vez en cuando, los suboficiales le hacían sugerencias o mostraban su disconformidad. Él los escuchaba y luego tomaba las decisiones rápidamente.
No tardó en hacerse de noche, lo que dificultó aún más la tarea. Los alemanes enviaron una ráfaga de artillería por toda la ciudad, buena parte dirigida, con una puntería excelente, a las posiciones estadounidenses en la ribera sur del río. Varios edificios quedaron destruidos, dejando una estampa desoladora de la calle frente a la orilla, que ahora parecía una dentadura mellada. Gus perdió tres ametralladoras por culpa de los proyectiles en las primeras horas del combate.
Hasta medianoche no logró regresar al cuartel general del batallón, en una fábrica de máquinas de coser varias calles más al sur. El coronel Wagner estaba con su homólogo francés, examinando un mapa a gran escala de la ciudad. Gus informó de que todas sus armas y las de Chuck estaban ya en posición.
—Buen trabajo, Dewar —dijo el coronel—. ¿Está usted bien?
—Por supuesto, señor —respondió Gus, sintiéndose perplejo y un poco ofendido, pensando que tal vez el coronel no le creía con el temple necesario para llevar a cabo aquella misión.
—Es que va usted completamente cubierto de sangre.
—¿De veras? —Gus se miró el uniforme y vio que, de hecho, llevaba la parte delantera manchada por una buena cantidad de sangre coagulada—. No sé de dónde habrá salido.
—De su cara, por lo que parece. Se ha hecho usted un buen corte.
Gus se palpó la mejilla y se estremeció de dolor al tocar con los dedos la herida en carne viva.
—No sé cuándo me lo he hecho —repuso.
—Vaya a la enfermería a que se lo limpien.
—No es más que un rasguño, señor. Preferiría…
—Haga lo que le digo, teniente. Será algo mucho más grave si se le infecta. —El coronel le dedicó una leve sonrisa—. No quiero perderlo: parece tener madera de buen oficial.
A las cuatro en punto de la mañana siguiente, los alemanes lanzaron un ataque de gas. Al alba, Walter y sus soldados de asalto se aproximaron al borde septentrional de la ciudad, esperando encontrar la misma resistencia debilitada por parte de los franceses que durante los dos meses anteriores.
Habrían preferido sortear Château-Thierry, pero era imposible, porque la línea férrea hasta París atravesaba la ciudad y había dos puentes absolutamente cruciales. Tenían que invadir la ciudad.
Las granjas y los campos de labranza daban paso a casas y pequeñas fincas para, a continuación, convertirse en calles pavimentadas y jardines. Cuando Walter se acercó a la primera de las casas de dos plantas, una ráfaga de fuego de ametralladora procedente de una ventana en el piso superior agujereó la carretera a sus pies como si fueran gotas de lluvia horadando la superficie de un estanque. Se arrojó al suelo por encima de una valla baja, en un huerto de hortalizas, y fue rodando hasta ponerse a cubierto detrás de un manzano. Imitándolo, todos sus hombres se dispersaron, todos salvo dos caídos en la carretera. Uno permaneció inmóvil, mientras que el otro chillaba y se retorcía de dolor.
Walter miró hacia atrás y vio al sargento Schwab.
—Tome seis hombres, encuentre la entrada trasera de esa casa y destruya la ametralladora apostada en la planta de arriba —le ordenó. Localizó a sus tenientes—. Von Kessel: vaya una manzana en dirección oeste y entre en la ciudad desde ahí. Von Braun, usted vendrá al este conmigo.
Se mantuvo alejado de las calles, desplazándose a través de los callejones y los patios traseros, pero había ametralladoras y fusileros apostados cada diez casas. Walter advirtió con inquietud que había pasado algo que había devuelto a los franceses su espíritu combativo.
Durante toda la mañana, los soldados de asalto lucharon desplazándose de casa en casa y sufrieron un gran número de bajas. No era así como se suponía que debían avanzar, desangrándose por las esquinas. Estaban entrenados para seguir la línea de menor resistencia, penetrar a fondo detrás de la línea enemiga e interrumpir las comunicaciones para que las fuerzas del frente quedaran desmoralizadas, sin indicaciones claras de la cadena de mando, y se rindiesen rápidamente al regimiento de infantería que venía detrás. Sin embargo, ahora esa táctica había fallado estrepitosamente, y se enfrentaban en una descarnada lucha cuerpo a cuerpo con un enemigo que parecía haber recobrado las energías.
Sin embargo, consiguieron avanzar, y hacia mediodía Walter alcanzó las ruinas del castillo medieval que daba su nombre a la ciudad. La fortaleza se hallaba en la cima de una colina, y el ayuntamiento se encontraba a los pies de esta. Desde allí, la avenida principal se extendía en línea recta a lo largo de unos doscientos cincuenta metros hasta un puente de doble arco que cruzaba el Marne. Al este, quinientos metros río arriba, se hallaba la otra única vía de paso, un puente de ferrocarril.
Podía ver todo eso a simple vista. Se quitó los prismáticos y se centró en las posiciones enemigas de la orilla sur. Los hombres se exhibían despreocupadamente, de modo que debían de ser novatos en la guerra, porque los veteranos siempre permanecían ocultos. Se fijó en que eran jóvenes y vigorosos, y en que estaban bien alimentados e iban bien vestidos… y entonces vio también que sus uniformes no eran azules sino de color tostado.
Eran norteamericanos.
Durante la tarde, los franceses se replegaron en la margen norte del río y Gus logró sacar el máximo rendimiento a sus armas de ataque, disparando los morteros y las ametralladoras por encima de las cabezas de los franceses directamente a la avanzadilla de alemanes. El armamento norteamericano lanzaba torrentes de munición sobre las avenidas rectas que cruzaban Château-Thierry de norte a sur, convirtiéndolas en vías mortíferas. Pero a pesar de todo eso, veía a los alemanes avanzar sin temor desde la orilla del río a un café, desde un callejón a la entrada de una tienda, imponiéndose a los franceses por simple superioridad numérica.
Mientras la tarde daba paso a un anochecer sangriento, Gus observaba el desarrollo de los acontecimientos desde una ventana alta y vio los restos de las diezmadas tropas francesas de uniforme azul replegándose hacia el puente de poniente. Lograron resistir durante un rato en el extremo norte del puente mientras el sol del ocaso, de un rojo intenso, corría a ocultarse tras las colinas del oeste. Luego, en la penumbra, se retiraron al otro lado del puente.
Un pequeño grupo de alemanes se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y se dispuso a darles caza. Gus los vio correr por el puente, apenas visibles en el crepúsculo, gris sobre gris, y justo en ese momento, el puente voló en pedazos: los franceses habían colocado explosivos para hacerlo estallar. Los cuerpos saltaron por los aires y el arco de la parte norte del puente se desplomó, formando un montón de escombros en el agua.
A continuación, todo quedó en silencio.
Gus se echó en un jergón del cuartel general y durmió un poco, la primera vez que lo hacía en casi cuarenta y ocho horas. Lo despertó la cortina de fuego de la artillería alemana del amanecer. Con los ojos aún vidriosos, corrió de la fábrica de máquinas de coser a la orilla del agua. Bajo la luz perlada de la mañana de junio vio que los alemanes habían ocupado la totalidad de la margen norte del río y estaban disparando proyectiles contra las posiciones norteamericanas de la margen sur desde muy cerca, por lo que aquello podía convertirse rápidamente en un infierno.
Gus ordenó que los hombres que habían pasado la noche en vela fuesen relevados por aquellos que hubiesen descansado un poco. A continuación, se desplazó de posición en posición, manteniéndose en todo momento protegido tras los edificios de la orilla del río. Aconsejaba a sus hombres diferentes maneras de cubrirse mejor: trasladando un arma a una ventana más pequeña, utilizando láminas de chapa ondulada para protegerse de los cascotes que surcaban el aire o apilando escombros a uno y otro lado del arma. Sin embargo, el mejor modo de protegerse que tenían sus hombres consistía en hacerle la vida imposible al enemigo.
—¡A freír a tiros a esos cabrones! —los animó.
Los hombres respondieron con entusiasmo. La Hotchkiss disparaba cuatrocientos cincuenta cartuchos por minuto, con un alcance de cuatro mil metros, de forma que era extremadamente eficaz al otro lado del río. El mortero Stokes no resultaba tan útil, porque su trayectoria ascendente estaba diseñada para la guerra de trincheras, donde el fuego de línea de mira no tenía ninguna eficacia. Sin embargo, las granadas de fusil eran muy destructivas en las distancias cortas.
Los dos bandos se disparaban mutuamente como boxeadores peleándose a puñetazo limpio con un golpe tras otro, sin parar, y el ruido de la apabullante cantidad de munición que se disparaba era, sencillamente, ensordecedor. Los edificios se desplomaban, los hombres proferían gritos de agonía por las heridas y los camilleros ensangrentados corrían de la orilla del río a la enfermería y luego vuelta a empezar, mientras los mensajeros llevaban más munición y litros de café humeante a los cansados soldados que manejaban las armas.
A medida que iba avanzando el día, Gus se dio cuenta, casi sin pensar, de que, en el fondo, no tenía miedo. No era un pensamiento que se le ocurriese a menudo, porque por regla general, estaba demasiado ocupado. Por un breve instante, en mitad de la jornada, mientras se encontraba en la cantina de la fábrica de máquinas de coser dando sorbos de café con leche dulzón en lugar de almorzar, se quedó asombrado ante el desconocido en que se había convertido. ¿De veras podía ser Gus Dewar ese que iba corriendo de un edificio a otro, bajo la lluvia de la artillería enemiga, gritando a sus hombres que machacasen vivo al enemigo? El mismo hombre que hasta entonces había temido no estar dotado del temple suficiente, el que tenía miedo de perder el valor y darse media vuelta y huir en plena batalla, cuando en realidad, en el momento de la verdad, apenas pensaba en su propia seguridad, sino solo en el peligro que corrían sus hombres. ¿Cómo se había obrado semejante milagro? En ese momento, un cabo fue a comunicarle que su escuadrón había perdido la llave especial que se empleaba para cambiar los cañones recalentados de la Hotchkiss, y apuró de un sorbo el resto del café y corrió a solucionar el problema.
Lo cierto es que sufrió un momento de tristeza esa tarde. Ya había anochecido, y miró por casualidad por la ventana hecha añicos de una cocina hacia el lugar de la margen del río donde había caído Chuck Dixon. Ya no estaba conmocionado por el modo en que Chuck había desaparecido en la explosión, pues había visto mucha más muerte y destrucción en los tres días anteriores. Lo que más le sobrecogía en ese instante, con un grado de intensidad distinto, era pensar que, algún día, tendría que contarles ese terrible momento a los padres de Chuck, Albert y Emmeline, propietarios de un banco de Buffalo; y a su joven esposa, Doris, quien tan enconadamente se había opuesto a la participación de Estados Unidos en la guerra… seguramente por el temor de que ocurriese exactamente lo que había acabado sucediendo. ¿Qué iba a decirles Gus? «Chuck luchó como un valiente.» Chuck no había luchado en ningún momento: había muerto en el primer minuto de su primera batalla, sin disparar ni un solo tiro. Daba igual que hubiese sido un cobarde, el resultado habría sido el mismo. Había sido una muerte inútil.
Mientras permanecía con la mirada fija en aquel lugar, ensimismado en sus pensamientos, un movimiento en el puente del ferrocarril captó su atención.
Se le aceleró el corazón: unos hombres se acercaban al extremo opuesto del puente. Sus uniformes gris militar apenas se distinguían en la penumbra. Corrían con torpeza entre los raíles, tropezándose con las traviesas y la gravilla. Llevaban cascos en forma de cubos para el carbón y se colgaban los fusiles en bandolera: eran alemanes.
Gus corrió a la ametralladora más próxima, tras el muro de un jardín. Sus hombres no habían advertido la presencia de las fuerzas de asalto. Gus llamó la atención del artillero dándole unos golpecitos en el hombro.
—¡Dispare al puente! —le ordenó—. Mire: ¡alemanes!
El artillero desplazó el cañón del arma hacia el nuevo objetivo.
Gus señaló a uno de los soldados que había por allí.
—Corra al cuartel general e informe de una incursión enemiga en el puente del este —gritó—. ¡Rápido, rápido!
Encontró a un sargento.
—Asegúrese de que todos nuestros hombres disparen al puente —dijo—. ¡Ahora mismo!
Se encaminó hacia el oeste. No era fácil desplazar con rapidez las ametralladoras pesadas, y las Hotchkiss pesaban cuarenta kilos contando el trípode, pero ordenó a todos los artilleros a cargo de las granadas de fusil y de los morteros que se desplazasen a nuevas posiciones desde las que defender el puente.
Los alemanes empezaron a caer pero, con férrea determinación, no cejaron en su empeño de conquistar el puente. A través de los prismáticos, Gus vio a un hombre alto con uniforme de comandante que le resultaba familiar. Se preguntó si no sería alguien a quien hubiese conocido antes de la guerra. Mientras Gus lo miraba, el comandante recibió el impacto de una bala y cayó al suelo.
Los alemanes contaban con el apoyo de la implacable batería de fuego de su propia artillería. Era como si todas las armas de la margen norte del río hubiesen enfocado sus miras a la orilla sur del puente del ferrocarril, donde se había agrupado la defensa norteamericana. Gus veía a sus hombres caer uno tras otro, pero sustituía a cada artillero herido o muerto por otro, y apenas había pausa en los disparos.
Los alemanes dejaron de correr y empezaron a tomar posiciones, utilizando los cadáveres de los compañeros muertos para cubrirse. Los más audaces seguían avanzando, pero no había donde esconderse, por lo que caían rápidamente.
Anocheció, pero todo siguió igual: los disparos prosiguieron con una intensidad máxima por parte de ambos bandos. El enemigo se convirtió en unas siluetas imprecisas iluminadas por los destellos de los disparos y de los obuses al estallar. Gus trasladó algunas de las ametralladoras más pesadas a posiciones nuevas, con la certeza casi absoluta de que aquella incursión no era ninguna maniobra de distracción para tratar de cruzar el puente por otro sitio.
Habían llegado a un punto muerto, y al fin los alemanes se percataron de ello e iniciaron la retirada.
Al ver los grupos de camilleros en el puente, Gus ordenó el alto el fuego.
Como respuesta, la artillería alemana enmudeció.
—Dios santo… —exclamó Gus, sin dirigirse a nadie en particular—. Creo que los hemos derrotado.
Una bala norteamericana le había roto a Walter la espinilla. Permaneció tendido sobre la línea ferroviaria transido de dolor, pero se sintió aún peor cuando vio a sus hombres batirse en retirada y oyó enmudecer las armas. Supo entonces que había fracasado.
Gritó de dolor cuando lo subieron a la camilla. Para la moral de los hombres era perjudicial oír gritar a los compañeros heridos, pero no pudo evitarlo. Lo llevaron a trompicones por la vía y a través de la ciudad en dirección a la enfermería, donde alguien le suministró morfina, y se desmayó.
Se despertó con la pierna entablillada. Preguntaba a todo aquel que pasaba por su lado por el avance en la batalla, pero nadie le dio ninguna información hasta que Gottfried von Kessel se acercó a regodearse en su sufrimiento: el ejército alemán había cesado en su intento de atravesar el Marne por Château-Thierry, le contó Gottfried. Tal vez debían intentarlo por otra parte.
Al día siguiente, justo antes de que lo subieran en un tren de vuelta a casa, se enteró de que el cuerpo principal de la 3.ª División de Estados Unidos había llegado y tomado posiciones a lo largo de la totalidad de la ribera sur del Marne.
Un compañero herido le habló de una cruenta batalla en un bosque en las proximidades de una ciudad llamada Bois de Belleau. Había habido muchísimas bajas en ambos bandos, pero los norteamericanos habían ganado.
Una vez de vuelta en Berlín, los periódicos seguían hablando de las victorias alemanas, pero las líneas de los mapas no se acercaban a París, y Walter llegó a la amarga conclusión de que la ofensiva de primavera había fracasado. Los estadounidenses habían llegado demasiado pronto.
Le dieron el alta del hospital para que pudiese pasar la convalecencia en su antigua habitación en casa de sus padres.
El 8 de agosto, un ataque de los aliados en Amiens utilizó casi quinientos de los nuevos tanques. Los vehículos acorazados presentaban multitud de problemas, pero podían ser imparables, y los británicos avanzaban unos trece kilómetros en un solo día.
Solo eran trece kilómetros, pero Walter sospechaba que se habían vuelto las tornas, y adivinaba, por la expresión de la cara de su padre, que el anciano pensaba lo mismo. Ahora nadie en Berlín hablaba de ganar la guerra.
Una noche, a finales de septiembre, Otto llegó a casa con el ánimo de alguien que acaba de asistir a un funeral. No quedaba ni rastro de su vitalidad natural, y Walter se preguntó incluso si no iba a echarse a llorar.
—El káiser ha vuelto a Berlín —anunció.
Walter sabía que el káiser Guillermo había estado en el cuartel general del ejército en una población de las montañas de Bélgica llamada Spa, famosa por sus aguas medicinales.
—¿Y por qué ha vuelto?
Otto bajó el tono de voz hasta hablar casi en un susurro, como si no pudiera soportar decir en voz alta lo que tenía que decir:
—Ludendorff quiere un armisticio.