Finales de marzo-abril de 1918
El fin de semana de Pascua, Fitz celebró una fiesta en Ty Gwyn, aunque lo cierto es que tenía un motivo adicional para celebrar aquel encuentro, además de la señalada fecha: los hombres a los que había invitado se oponían con tanta ferocidad como él al nuevo régimen en Rusia.
Su invitado estrella era Winston Churchill. Miembro del Partido Liberal, habría sido lógico esperar que simpatizase con los revolucionarios, pero también era nieto de un duque, y tenía cierta vena autoritaria. Hacía ya tiempo que Fitz lo consideraba un traidor a los de su clase, pero lo cierto es que se sentía inclinado a perdonarlo dado su enconado odio hacia los bolcheviques.
Winston llegó el Viernes Santo, y Fitz envió el Rolls-Royce a la estación de Aberowen para ir a recogerlo. Entró con gran ímpetu en la sala de estar, una figura menuda con el pelo rojo y la tez rosada. Tenía las botas empapadas de agua, y llevaba un traje de buen corte de tweed de color pajizo, y una pajarita del mismo azul que sus ojos. Tenía cuarenta y tres años, pero todavía conservaba cierto aire juvenil que se ponía aún más de manifiesto mientras saludaba con la cabeza a quienes ya conocía y estrechaba las manos de las personas que le iban presentando.
Mirando a su alrededor, a los frisos de madera tallada, el papel pintado de las paredes, la chimenea de piedra labrada y los muebles de roble oscuro, exclamó:
—¡Tu casa está decorada igual que el palacio de Westminster, Fitz!
Tenía razones para estar exultante, pues había vuelto al gobierno. Lloyd George lo había nombrado ministro de Municiones. Habían circulado numerosos rumores acerca de por qué el primer ministro había recuperado a un colega tan problemático e impredecible, y la conclusión era que prefería tener a Churchill dentro del gobierno, despotricando contra los de fuera.
—Tus mineros del carbón apoyan a los bolcheviques —dijo Winston, entre divertido y escandalizado, mientras tomaba asiento y acercaba las botas mojadas al calor del fuego—. Había banderas rojas ondeando en la mitad de las casas por las que he pasado.
—No tienen ni idea de a qué están brindando su apoyo —repuso Fitz con sumo desprecio, aunque bajo su fachada desdeñosa se escondía una profunda inquietud.
Winston aceptó una taza de té de Maud y tomó un bollo de mantequilla de una bandeja que le ofrecía un lacayo.
—Tengo entendido que has sufrido una pérdida personal.
—Los campesinos han matado a mi cuñado, el príncipe Andréi, y a su mujer.
—Lo siento mucho.
—Bea y yo estábamos casualmente allí y escapamos por los pelos.
—Sí, eso había oído…
—Los aldeanos se han apropiado de sus tierras, una finca muy extensa que corresponde legítimamente en herencia a mi hijo, y el nuevo régimen ha respaldado el robo.
—Eso me temo. Lo primero que hizo Lenin fue aprobar el decreto sobre la tierra.
—Para hacerle justicia —intervino Maud—, Lenin también ha anunciado una jornada de ocho horas para los trabajadores y educación universal y gratuita para sus hijos.
Fitz estaba enfadado; Maud no tenía ningún tacto, porque, desde luego, aquel no era el momento más oportuno para defender a Lenin.
Sin embargo, para su hermana, Winston era justo la horma de su zapato.
—Y también un decreto sobre la prensa que prohíbe a los periódicos hacer oposición al gobierno —replicó él—. Bienvenida la libertad socialista.
—El derecho natural de mi hijo no es la única razón, ni siquiera la razón principal por la que estoy tan preocupado —explicó Fitz—. Si los bolcheviques se salen con la suya en Rusia, ¿quién será el siguiente? Los mineros galeses ya creen que el carbón que hay varios metros bajo tierra en realidad no pertenece al propietario de las tierras de la superficie, y cualquier sábado por la noche se oye cantar La bandera roja en la mitad de los pubs de Gales.
—Habría que arrancar de raíz ese régimen bolchevique —sentenció Winston, y se quedó pensativo—. Arrancar de raíz… —repitió, complacido con la expresión.
Fitz trató de dominar su impaciencia. A veces Winston creía haber ideado una estrategia política él solo cuando lo único que había hecho era acuñar una frase.
—¡Pero no estamos haciendo nada! —exclamó Fitz, exasperado.
Sonó el gong que anunciaba el momento de cambiarse de ropa para la cena. Fitz no insistió más en la conversación, pues disponía de todo el fin de semana para exponer sus opiniones.
De camino al vestidor se dio cuenta de que, en contra de lo habitual, no habían traído a Boy a la sala de estar a la hora del té, por lo que antes de vestirse, echó a andar por el alargado pasillo que conducía al ala infantil.
Boy tenía tres años y tres meses de edad, y ya no era ningún bebé, sino un niño que ya sabía andar y hablar, con los ojos azules y los tirabuzones rubios de Bea, su madre. Estaba sentado cerca de la chimenea, arropado con una manta, y la niñera Jones, joven y guapa, le leía un cuento. El legítimo señor de millares de hectáreas de tierras de labranza rusas se estaba chupando el pulgar. Al ver a su padre, no se levantó de un salto ni echó a correr hacia Fitz como hacía normalmente.
—¿Qué le pasa? —preguntó Fitz.
—Le duele la barriguita, milord.
La niñera Jones le recordaba un poco a Ethel Williams, aunque no era tan avispada.
—Trata de ser más precisa —le ordenó Fitz con impaciencia—. ¿Qué le pasa a su estómago?
—Tiene diarrea.
—¿Y cómo demontre ha cogido eso?
—No lo sé. El retrete del tren no estaba muy limpio…
Eso implicaba que la culpa era de Fitz, por haber arrastrado a su familia hasta allí abajo, hasta Gales, para su fiesta. Contuvo una blasfemia.
—¿Has llamado a un médico?
—El doctor Mortimer está de camino.
Fitz se dijo que no debía preocuparse tanto, que los niños sufrían infecciones de poca importancia a todas horas. ¿Cuántas veces si no había enfermado él mismo del estómago en su infancia? Aunque lo cierto era, pese a todo, que en ocasiones los niños llegaban a morir de gastroenteritis.
Se arrodilló delante del sofá, poniéndose a la misma altura que su hijo.
—¿Cómo está mi soldadito?
Boy contestó con tono aletargado.
—Tengo cagalera.
Sin duda debía de haber aprendido aquella expresión malsonante de los sirvientes, y de hecho, se detectaba el deje cantarín galés en la forma en que lo había dicho, pero Fitz decidió pasarlo por alto en ese momento.
—El médico no tardará en llegar —dijo—. Él hará que te encuentres mejor, ya lo verás.
—No quiero bañarme.
—A lo mejor hoy no hace falta que te bañes. —Fitz se levantó—. Que me avisen cuando llegue el médico —le indicó a la niñera—. Me gustaría hablar con él directamente.
—Muy bien, milord.
Salió de la habitación y se dirigió a su vestidor. Su ayuda de cámara le había dejado preparada la ropa de etiqueta, con las tachuelas de diamantes en la parte delantera de la camisa y los gemelos a juego en las mangas, un pañuelo limpio de hilo en el bolsillo de la levita y sendos calcetines de seda en el interior de cada uno de los zapatos de charol.
Antes de cambiarse, se asomó a la habitación de Bea. Su mujer estaba embarazada de ocho meses, y él no la había visto en estado tan avanzado en su embarazo anterior, con Boy, porque se había ido a Francia en agosto de 1914, cuando ella solo estaba de cuatro o cinco meses, y no había vuelto hasta mucho después del nacimiento de su hijo. No había presenciado hasta ese momento aquella espectacular plenitud, ni se había maravillado ante la impactante capacidad del cuerpo de transformarse y dilatarse.
Bea estaba sentada ante su tocador, pero no se miraba al espejo, sino que estaba recostada hacia atrás, con las piernas separadas y las manos apoyadas en el abultado vientre. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida.
—Es que no hay manera de que me sienta cómoda —se quejó—. Ni de pie, ni sentada, ni tumbada… todo me duele.
—Deberías ir al cuarto de juegos a ver cómo está nuestro hijo.
—¡Lo haré en cuanto consiga reunir las fuerzas! —le espetó—. No debería haber venido al campo. Es absurdo que sea la anfitriona de una reunión social en este estado.
Fitz sabía que tenía razón.
—Pero necesitamos el apoyo de estos hombres si queremos hacer algo con respecto a los bolcheviques.
—¿Aún tiene problemas de barriga el pobrecillo?
—Sí. Va a venir un médico.
—Será mejor que me examine a mí también, ya que está aquí… aunque no creo que un medicucho del campo pueda saber gran cosa sobre embarazos.
—Se lo diré al servicio. Entonces, deduzco que no bajarás a cenar…
—¿Cómo voy a hacerlo, si me encuentro tan mal?
—Solo era una pregunta. Maud puede presidir la mesa.
Fitz regresó a su habitación. Algunos hombres habían dejado el frac y las pajaritas blancas y se ponían esmoquin y corbatas negras para cenar, apelando a la guerra como excusa, pero Fitz no veía la relación. ¿Por qué iba a obligar la guerra a la gente a vestir de manera informal?
Se vistió con su traje de etiqueta y bajó las escaleras.
Después de cenar, mientras se servía el café en la sala, Winston dijo con afán provocador:
—Bueno, lady Maud, conque al final las mujeres han obtenido el derecho al voto…
—Algunas de nosotras, sí —repuso ella.
Fitz sabía que estaba disgustada porque la ley solo hubiese incluido a las mujeres mayores de treinta años propietarias de una casa o esposas del propietario de una casa. El propio Fitz, por su parte, estaba disgustado porque se hubiese aprobado cualquier ley en ese sentido.
Churchill siguió hablando maliciosamente:
—Debería darle las gracias, en parte, a lord Curzon, aquí presente, quien, sorprendentemente, se abstuvo cuando la ley pasó a la Cámara de los Lores.
El conde Curzon era un hombre brillante cuyo aire de rígida superioridad se acentuaba aún más por el corsé metálico que debía ponerse para su espalda. Hasta había una rima sobre él:
Soy George Nathaniel Curzon
alguien de lo más superior.
Había sido virrey de la India y era ahora presidente de la Cámara de los Lores y uno de los cinco miembros del gabinete de guerra. También era el presidente de la Liga Antisufragio Femenino, de modo que su abstención había causado perplejidad en círculos políticos y decepcionado profundamente a los oponentes al derecho de sufragio femenino, uno de cuyos principales representantes era Fitz.
—La ley había sido aprobada por la Cámara de los Comunes —se defendió Curzon—. Y a mi entender, no podíamos cuestionar a los miembros electos del Parlamento.
Fitz aún seguía muy contrariado por aquello.
—Pero precisamente, la Cámara de los Lores existe para supervisar las decisiones de los comunes, y para templar sus excesos. ¡Sin duda este ha sido un caso ejemplar!
—Si hubiésemos rechazado la ley, me temo que los comunes se habrían sentido ofendidos y nos la habrían vuelto a enviar.
Fitz se encogió de hombros.
—Ya habíamos tenido esa clase de disputas antes.
—Pero por desgracia, la Comisión Bryce está reunida en estos momentos.
—¡Oh! —Fitz no había pensado en eso; la Comisión Bryce estaba considerando la reforma de la Cámara de los Lores—. ¿Así que ya está?
—Tienen que presentar el informe en breve. No podemos permitirnos un enfrentamiento con los comunes antes de entonces.
—No. —A regañadientes, Fitz no tuvo más remedio que darle la razón. Si los lores trataban de desafiar a los comunes, Bryce podía recomendar limitar el poder de la cámara alta—. Habríamos perdido toda nuestra influencia… permanentemente.
—Esa es precisamente la reflexión que me llevó a abstenerme.
A veces a Fitz la política le resultaba deprimente.
Peel, el mayordomo, trajo a Curzon una taza de café y se dirigió a su señor.
—El doctor Mortimer está en el estudio, milord, esperando sus indicaciones.
A Fitz le preocupaba el dolor de estómago de Boy, y agradeció la interrupción.
—Será mejor que vaya a verlo —dijo el conde, que se excusó y salió.
El estudio estaba decorado con piezas que no encajaban en ninguna otra parte de la casa: una incómoda silla tallada de estilo gótico, un paisaje escocés que no gustaba a nadie y la cabeza de un tigre que el padre de Fitz había cazado en la India.
Mortimer era un médico local muy competente que tenía un aire de desmesurada seguridad en sí mismo, como si pensase que, por su profesión, su personalidad pudiese equipararse de algún modo a un conde. Sin embargo, era sumamente cortés.
—Buenas tardes, milord —dijo—. Su hijo padece una infección gástrica de poca importancia que probablemente no le causará ninguna complicación.
—¿Probablemente?
—He usado esa palabra con plena conciencia. —Mortimer hablaba con acento galés atenuado por los años de educación—. Nosotros los científicos siempre manejamos probabilidades, nunca certidumbres. Por ejemplo, a sus mineros, que bajan al pozo todas las mañanas, les digo que lo hacen sabiendo que «probablemente» no habrá ninguna explosión.
—Hummm… —Eso a Fitz no le servía de consuelo—. ¿Ha visitado a la princesa?
—Sí, señor. Su condición tampoco reviste gravedad. De hecho, no está enferma en absoluto, solo está dando a luz.
Fitz dio un brinco.
—¿Qué?
—Creía que estaba embarazada de ocho meses, pero el cálculo era erróneo. Está en su noveno mes de embarazo y, felizmente, no seguirá embarazada muchas más horas.
—¿Quién está con ella?
—Está rodeada de todo el servicio. He enviado a una comadrona competente, y yo mismo atenderé el parto si ese es su deseo.
—Es culpa mía —repuso Fitz con amargura—. No debería haberla convencido de que abandonara Londres para venir aquí.
—Fuera de Londres nacen niños perfectamente sanos todos los días.
A Fitz le dio la sensación de que se estaba burlando de él, pero optó por pasarla por alto.
—¿Y si algo sale mal?
—Conozco la reputación de su médico de Londres, el profesor Rathbone. Por supuesto, es un médico muy distinguido, pero creo que puedo decir sin temor a equivocarme que he asistido al parto de más niños que él.
—Niños de mineros.
—La inmensa mayoría, desde luego; aunque en el momento de nacer no hay ninguna diferencia obvia entre ellos y los pequeños aristócratas.
No eran imaginaciones suyas: se estaba burlando de él.
—No me gusta nada su descaro.
Mortimer no se sintió amedrentado.
—Y a mí tampoco me gusta el suyo —replicó—. Ha dejado muy claro, sin el menor intento de parecer cortés, que no me considera el médico adecuado para tratar a su familia, de modo que, con mucho gusto, me marcharé inmediatamente. —Recogió su maletín.
Fitz lanzó un suspiro. Era un enfrentamiento absurdo; con quienes estaba furioso era con los bolcheviques, no con aquel galés susceptible de clase media.
—No sea insensato, hombre.
—Eso es lo que intento. —Mortimer se dirigió a la puerta.
—¿No se supone que debe anteponer los intereses de sus pacientes a los suyos?
Mortimer se detuvo en la puerta.
—Dios mío, tiene usted la cara muy dura, Fitzherbert.
Muy pocas personas osaban dirigirse a él de esa manera, pero Fitz contuvo la cáustica réplica que le vino a la mente en ese momento. Podía tardar horas en encontrar a otro médico, y Bea no se lo perdonaría nunca si dejaba que Mortimer se marchase de allí ofendido.
—Olvidaré que ha dicho eso —repuso Fitz—. De hecho, olvidaré toda esta conversación, si lo hace usted también.
—Supongo que eso es lo más parecido a una disculpa que voy a conseguir de usted.
Lo era, pero Fitz no dijo nada.
—Volveré arriba —repuso el médico.
La princesa Bea no dio a luz en silencio: sus gritos se oían por toda el ala principal de la casa, donde se hallaba su dormitorio. Maud interpretaba piezas de rag al piano a un volumen muy alto, para amenizar la velada a los invitados y, de paso, sofocar los gritos, pero cada pieza se parecía mucho a la siguiente, y se cansó al cabo de veinte minutos. Algunos de los invitados se fueron a la cama pero, cuando llegó la medianoche, unos cuantos hombres se congregaron en la sala de billar. Peel les sirvió coñac.
Fitz ofreció a Winston un habano El Rey del Mundo de Cuba. Mientras Winston lo encendía, el conde comentó:
—El gobierno tiene que hacer algo con los bolcheviques.
Winston echó un rápido vistazo por la habitación, como si quisiera asegurarse de que todos los presentes eran dignos de plena confianza. Luego se recostó en la silla y dijo:
—Esta es la situación: el escuadrón británico del Norte ya se encuentra en aguas rusas, en la costa de Múrmansk. En teoría, su tarea consiste en asegurarse de que los barcos rusos no caigan en manos alemanas. También tenemos una pequeña misión en Arcángel. Estoy presionando para que desembarquen a los soldados en Múrmansk. A largo plazo, allí podría formarse el núcleo de una fuerza contrarrevolucionaria en el norte de Rusia.
—No es suficiente —replicó Fitz de inmediato.
—Estoy de acuerdo. Me gustaría que enviásemos tropas a Bakú, en el mar Caspio, para asegurarnos de que los alemanes no invadan esos inmensos yacimientos de petróleo, ni los turcos tampoco, y al mar Negro también, donde ya hay un foco de resistencia antibolchevique en Ucrania. Por último, en Siberia contamos con miles de toneladas de suministros en Vladivostok, valorados quizá en miles de millones de libras, cuyo fin primordial era apoyar a los rusos cuando estos eran nuestros aliados. Tenemos derecho a enviar allí a nuestros soldados para proteger nuestras posesiones.
Fitz habló con una mezcla de esperanza y de aprensión.
—¿Y va a hacer Lloyd George algo de todo eso?
—Públicamente, no —respondió Winston—. El problema son todas esas banderas rojas que ondean en las casas de los mineros. En nuestro propio país hay un inmenso sentimiento de apoyo al pueblo ruso y su revolución, y entiendo por qué, por mucho que deteste a Lenin y a sus secuaces. Con el debido respeto por la familia de la princesa Bea… —Miró al techo justo cuando empezaba a oírse un nuevo grito—. No puede negarse que la clase dirigente rusa actuó con extrema lentitud en el momento de abordar los problemas de su población…
Winston era una curiosa mezcla, pensó Fitz: aristócrata y hombre del pueblo, un administrador brillante incapaz de resistirse a inmiscuirse en los asuntos ajenos, un encantador con gran carisma que provocaba el rechazo de la mayoría de sus colegas políticos.
—Los revolucionarios rusos son unos ladrones y unos asesinos —sentenció Fitz.
—Desde luego, pero tenemos que vivir con el hecho de que no todo el mundo los ve de ese modo. Y por eso, nuestro primer ministro no puede manifestar abiertamente su postura de oposición a la revolución.
—Pues no resulta de mucha utilidad que se oponga a ella únicamente de pensamiento —comentó Fitz con impaciencia.
—Aunque sí se puede hacer algo útil sin que él lo sepa… oficialmente.
—Ya entiendo. —Fitz no sabía si eso significaba mucho o no.
Maud entró en la habitación. Los hombres se pusieron en pie, sobresaltados. En una casa de campo, las mujeres no tenían por costumbre entrar en la sala de billar, pero Maud hacía caso omiso de las reglas que no se adaptaban a su conveniencia. Se acercó a Fitz y le dio un beso en la mejilla.
—Enhorabuena, mi querido Fitz —dijo—. Tienes otro hijo.
Los hombres prorrumpieron en exclamaciones de júbilo, aplaudieron y se arremolinaron en torno al conde para darle palmaditas en la espalda y estrecharle la mano.
—¿Está bien mi mujer? —le preguntó a Maud.
—Exhausta pero orgullosa.
—Gracias a Dios.
—El doctor Mortimer se ha ido, pero la comadrona dice que ahora puedes ir y ver al niño.
Fitz se dirigió a la puerta.
—Subiré contigo —dijo Winston.
Cuando salían de la habitación, Fitz oyó decir a Maud:
—Sírveme un poco de brandy, por favor, Peel.
En voz más baja, Winston dijo:
—Has estado en Rusia, por supuesto, y hablas el idioma.
Fitz se preguntó a dónde querría ir a parar con aquella conversación.
—Un poco —contestó—. No es nada de que alardear, pero me defiendo.
—¿No conocerás por casualidad a un hombre que se llama Mansfield Smith-Cumming?
—Pues da la casualidad de que sí lo conozco. Dirige… —Fitz vaciló antes de mencionar en voz alta el nombre de los servicios secretos—. Dirige un departamento especial. He escrito un par de informes para él.
—Ah, bien. Cuando vuelvas a la ciudad, es posible que tengas unas palabras con él.
Vaya, vaya, aquello se ponía interesante…
—Me reuniré con él cuando quiera, claro —dijo Fitz, tratando de disimular su entusiasmo.
—Le diré que se ponga en contacto contigo. Es posible que tenga otra misión para ti.
Estaban delante de la puerta de los aposentos de Bea, y oyeron el llanto inequívoco de un niño recién nacido, procedente del interior. Fitz sintió vergüenza cuando notó que las lágrimas le humedecían los ojos.
—Será mejor que entre —dijo—. Buenas noches.
—Enhorabuena, y que tengas buenas noches tú también.
Lo llamaron Andrew Alexander Murray Fitzherbert. Era un pedacito minúsculo de vida con una mata de pelo tan negro como el de Fitz. Lo llevaron a Londres envuelto en arrullos, a bordo del Rolls-Royce y seguidos de otros dos coches por si se producía alguna avería por el camino. Se pararon a desayunar en Chepstow y almorzaron en Oxford, de manera que llegaron a su casa en Mayfair a tiempo para la cena.
Al cabo de unos días, una apacible tarde de mediados de abril, Fitz caminaba por la orilla del río Támesis, contemplando sus aguas enfangadas, en dirección a un encuentro con Mansfield Smith-Cumming.
Los servicios secretos se habían mudado de su sede en Victoria, que se había quedado pequeña. El hombre llamado «C» había trasladado su organización, en expansión constante, a un edificio victoriano con mucha solera llamado Whitehall Court, justo al lado del río y con vistas al Big Ben. Un ascensor privado llevó a Fitz a la planta superior, donde el jefe del espionaje ocupaba dos apartamentos comunicados por una pasarela en el tejado.
—Llevamos años observando a Lenin —explicó C—. Si no conseguimos derrocarlo, será uno de los peores tiranos que haya conocido la historia.
—Creo que tiene razón. —Fitz sintió un gran alivio al ver que C compartía su parecer con respecto a los bolcheviques—. Pero ¿qué podemos hacer?
—Hablemos de lo que puede hacer usted. —C cogió de su escritorio un compás de puntas como los que se usaban para medir la distancia en los mapas. Con aire distraído, se clavó una punta en la pierna izquierda.
Fitz logró contener el grito de sorpresa que acudió a sus labios: lo estaba poniendo a prueba, por supuesto. Recordó que C tenía una pierna de madera a consecuencia de un accidente de coche. Sonrió.
—Buen truco —dijo—. He estado a punto de caer como un tonto.
C dejó el compás y lanzó una mirada grave a Fitz a través de su monóculo.
—Hay un líder cosaco en Siberia que ha derrocado al régimen bolchevique local —dijo—. Necesito saber si merece la pena que lo apoyemos.
Fitz se quedó muy sorprendido.
—¿Abiertamente?
—Por supuesto que no, pero dispongo de fondos secretos. Si logramos mantener el germen de un gobierno contrarrevolucionario en el este, valdría la pena dedicar un gasto de, pongamos, diez mil libras al mes.
—¿Nombre?
—Capitán Seménov, veintiocho años de edad. Tiene su base de operaciones en Manchuli, localidad situada en las proximidades del lugar donde el Transiberiano empalma con el Ferrocarril del Este de China.
—De modo que ese tal capitán Seménov controla una línea de ferrocarril y podría controlar otra más.
—Exactamente. Y odia a los bolcheviques.
—Entonces, tenemos que averiguar más cosas sobre él.
—Momento en que usted entra en juego.
A Fitz le entusiasmaba la idea de formar parte de un plan para derrocar a Lenin. Se le ocurrían numerosas preguntas: ¿cómo iba a encontrar a Seménov? Ese hombre era un cosaco, y eran famosos por disparar primero y hacer preguntas después: ¿hablaría con Fitz o lo mataría? Por supuesto, Seménov le aseguraría que era perfectamente capaz de acabar con los bolcheviques, pero ¿cómo iba Fitz a analizar la realidad para saber si eso era verdad? ¿Había algún modo de asegurarse de que el dinero británico que iba a gastar estaba bien empleado?
Y al final, la pregunta que formuló fue la siguiente:
—¿Soy yo el hombre adecuado para esa misión? Perdóneme, pero soy un personaje más bien conocido, incapaz de diluirme en el anonimato, ni siquiera en Rusia…
—Con franqueza, lo cierto es que no tenemos mucha elección. Necesitamos a alguien de alto nivel por si llegamos a la etapa de entablar negociaciones con Seménov, y no hay muchos hombres dignos de toda confianza capaces de hablar ruso. Créame, es usted el mejor candidato disponible.
—Ya entiendo.
—Será una misión arriesgada, por supuesto.
Fitz recordó la muchedumbre de campesinos moliendo a palos a Andréi hasta matarlo… Eso mismo podía pasarle a él. Reprimió un escalofrío de miedo.
—Me hago cargo del peligro —dijo con voz serena.
—Entonces, dígame: ¿irá a Vladivostok?
—Por supuesto —respondió Fitz.