Marzo de 1918
Walter se encontraba de pie en el tejado de una pequeña iglesia medieval de Villefranche-sur-Oise, un pueblo cercano a San Quintín. Durante algún tiempo había sido una zona de descanso y ocio para la intendencia alemana, y los habitantes franceses, aprovechando las circunstancias, se dedicaron a vender a sus conquistadores tortillas y vino, cuando conseguían provisiones. «Malheur la guerre —decían—. Pour nous, pour vous, pour tout le monde.» Maldita guerra; para nosotros, para vosotros, para todo el mundo. Desde entonces, los discretos avances de los aliados habían ahuyentado a los residentes franceses, arrasado la mitad de los edificios y acercado el pueblo a la primera línea; en esos momentos era ya una zona de reunión.
Más abajo, en la angosta carretera que cruzaba el centro del pueblo, soldados alemanes marchaban en columna de cuatro en fondo. Llevaban haciéndolo horas, miles de ellos habían desfilado ya. Parecían cansados pero alegres, aunque debían de saber que se dirigían a la primera línea. Habían sido trasladados desde el frente oriental. Francia en marzo era mejor que Polonia en febrero, supuso Walter, al margen de lo que les aguardara.
Lo que veía le alegró el alma. Aquellos hombres habían sido liberados por el armisticio entre Alemania y Rusia. En los últimos días, los negociadores de Brest-Litovsk habían firmado un tratado de paz. Rusia había abandonado la guerra definitivamente. Walter había participado en su consecución, apoyando a Lenin y a los bolcheviques, y la escena que tenía frente a sí era el triunfal resultado.
El ejército alemán contaba ya con 192 divisiones en Francia, frente a las 129 del año anterior; la mayor parte de este incremento lo componían unidades desplazadas desde el frente oriental. Por primera vez tenían allí a más hombres que los aliados, con 173 divisiones, según los servicios secretos alemanes. En numerosas ocasiones a lo largo de los tres años y medio anteriores, al pueblo alemán se le había dicho que estaba a un paso de la victoria. Walter pensó que esta vez era verdad.
No compartía la creencia de su padre de que los alemanes eran una especie humana superior, pero por otra parte veía que el dominio de Europa por parte de sus compatriotas sería positivo. Los franceses poseían muchas aptitudes destacables —la gastronomía, la pintura, la moda, el vino—, pero no tenían mano para gobernar. Los oficiales franceses se consideraban una especie de aristocracia, y creían que era perfectamente lícito hacer esperar a los ciudadanos. Una dosis de eficacia alemana les iría de maravilla. Y lo mismo podía decirse de los indisciplinados italianos. La Europa oriental sería la que más se beneficiaría. El antiguo Imperio ruso seguía anclado en la Edad Media, con campesinos harapientos muriendo de hambre en casuchas y mujeres azotadas por haber cometido adulterio. Alemania reportaría orden, justicia y técnicas agrícolas modernas. Habían creado el primer servicio aéreo regular. Los aviones cubrían el trayecto entre Viena y Kiev en ambas direcciones como si fueran trenes. Habría una red de vuelos por toda Europa después de que Alemania ganase la guerra. Y Walter y Maud criarían a sus hijos en un mundo pacífico y bien ordenado.
Pero esa oportunidad de vencer en el campo de batalla no habría de durar mucho. Los norteamericanos habían empezado a llegar en grandes cantidades. Habían tardado casi un año en organizar un buen ejército, pero en esos momentos había trescientos mil soldados estadounidenses en Francia, y seguían llegando más a diario. Alemania tendría que ganar pronto, conquistar Francia y empujar a los aliados hacia el mar antes de que los refuerzos estadounidenses inclinaran la balanza.
El inminente asalto había recibido el nombre de Kaiserschlacht, la batalla del Káiser. De un modo u otro, sería la última ofensiva de Alemania.
Habían vuelto a destinar a Walter al frente. Alemania necesitaba a todos sus hombres en el campo de batalla, sobre todo habiendo muerto tantos oficiales. Se le había asignado el mando de un Sturmbataillon —tropas de asalto—, y tanto él como sus hombres habían recibido un curso de adiestramiento sobre las últimas tácticas. Algunos eran veteranos curtidos; otros, muchachos y ancianos reclutados a la desesperada. Walter había llegado a apreciarlos durante el curso, pero tenía que cuidarse de no sentir excesivo afecto por hombres a quienes podría verse obligado a enviar a la muerte.
Al mismo curso había asistido Gottfried von Kessel, antiguo rival de Walter en la embajada alemana de Londres. Pese a su mala vista, Gottfried era capitán en el batallón de Walter. La guerra no había hecho mella en su fanfarronería.
Walter inspeccionó el territorio aledaño con los binoculares. Era un día frío y despejado, con buena visibilidad. En el sur, el ancho río Oise fluía entre marismas. Al norte, la fértil tierra estaba salpicada de caseríos, granjas, puentes, huertos y pequeñas arboledas. A algo más de un kilómetro al oeste se encontraba el entramado de trincheras alemanas, y más allá, el campo de batalla. Aquel mismo paisaje agrícola había sido devastado por la guerra. Los yermos trigales lucían cráteres similares a los de la Luna; todos los pueblos estaban reducidos a pilas de piedras; los huertos estaban arrasados, y los puentes, destrozados. Si enfocaba bien los binoculares, alcanzaba a ver los cadáveres en descomposición de hombres y caballos, y los armazones de acero de tanques abrasados.
Al final de aquel erial se encontraban los británicos.
Un repentino estruendo lo hizo mirar hacia el este. Nunca antes había visto el vehículo que se aproximaba, pero había oído hablar de él. Era una pieza de artillería autopropulsada, con un cañón gigantesco y un mecanismo de disparo montado sobre un bastidor y un motor de cien caballos. Lo seguía de cerca un resistente camión cargado, presumiblemente, con munición de tamaño proporcional. A continuación, iban dos cañones más. Sus ocupantes, artilleros, saludaron con las gorras al pasar, como si se encontraran en un desfile celebrando la victoria.
Walter se sintió eufórico. Se podría reposicionar rápidamente aquellos cañones en cuanto comenzara la ofensiva. Supondrían un refuerzo mejor para la infantería en su avance.
Von Ulrich había oído que un cañón aún más grande estaba bombardeando París desde una distancia de casi cien kilómetros. Apenas le parecía verosímil.
A los cañones los seguía un Mercedes 37/95 Double Phaeton que le resultó conocido. El coche abandonó la carretera y aparcó en la plaza situada frente a la iglesia, y de él se apeó el padre de Walter.
«¿Qué está haciendo aquí?»
Walter cruzó la entrada baja que daba acceso a la torre y bajó a toda prisa la escalera de caracol. La nave de aquella iglesia abandonada se había convertido en un dormitorio comunitario. Se abrió paso entre los petates y las cajas que los hombres utilizaban a modo de mesas y sillas.
Fuera, el camposanto estaba atestado de rampas de trinchera, plataformas prefabricadas de madera que permitirían a la artillería y a los camiones de abastecimiento cruzar las trincheras británicas tomadas para alcanzar a las tropas de asalto. Estaban ocultas entre las lápidas, como para impedir que se vieran desde el aire.
El torrente de hombres y vehículos que cruzaban el pueblo desde el este hacia el oeste se había reducido ya a apenas un goteo. Algo ocurría.
Otto iba uniformado y saludó formalmente. Walter vio que su padre era presa de la emoción.
—¡Viene una visita especial! —le dijo Otto de inmediato.
De modo que era eso.
—¿Quién?
—Ya lo verás.
Walter supuso que se trataba del general Ludendorff, que en esos momentos ostentaba el cargo de comandante en jefe.
—¿Qué pretende hacer?
—Dirigirse a los soldados, por supuesto. Por favor, reúne a los hombres delante de la iglesia.
—¿Cuándo?
—No tardará en llegar.
—De acuerdo. —Walter miró a su alrededor—. ¡Sargento Schwab! Venga aquí. Usted y el cabo Grunwald… y el resto de sus hombres, vengan aquí. —Envió mensajeros a la iglesia, al comedor que se había improvisado en un granero grande y al campamento que se había montado sobre una loma situada al norte—. Quiero que todos los hombres, convenientemente vestidos, formen delante de la iglesia en quince minutos. ¡Enseguida!
Todos se pusieron en marcha a toda prisa.
Walter recorrió todo el pueblo para informar a oficiales, ordenar a los hombres que acudieran a la plaza y vigilar mientras tanto el sector oriental de la carretera. Encontró a su comandante, el Generalmajor Schwarzkopf en una vieja granja que desprendía un fuerte olor a queso, terminando su desayuno de pan con sardinas de lata.
En un cuarto de hora se habían reunido dos mil hombres y, diez minutos más tarde, todos ellos presentaban un aspecto decente, con el uniforme abrochado y la gorra bien puesta. A continuación llevó un camión de plataforma a la plaza y lo aparcó frente a ellos. Con cajas de munición, improvisó unos escalones junto a la parte trasera.
Otto sacó del Mercedes una alfombra roja y la extendió frente a la escalinata.
Walter se llevó aparte a Grunwald. El cabo era un hombre alto, con grandes manos y pies. Walter le ordenó que subiera al tejado con los binoculares y un silbato.
Y esperaron.
Pasó media hora, y después una hora más. Los hombres se inquietaban, se salían de las filas y empezaban a charlar.
Al cabo de otra hora, Grunwald hizo sonar el silbato.
—¡Preparaos! —bramó Otto—. ¡Ya llega!
Estalló un alboroto de órdenes. Los hombres se pusieron firmes rápidamente. Una caravana de vehículos llegó a la plaza.
La portezuela de un carro blindado se abrió, y un hombre ataviado con uniforme de general se apeó de él. Sin embargo, no se trataba del calvo Ludendorff. El visitante especial se movía con torpeza, con la mano izquierda en el bolsillo de la guerrera, como si tuviera el brazo herido.
Instantes después, Walter cayó en la cuenta de que era el mismísimo káiser.
El Generalmajor Schwarzkopf se acercó a él y lo saludó.
Cuando los hombres vieron quién era el visitante, los murmullos y las reacciones fueron aumentando rápidamente hasta convertirse en un estallido de vítores. El Generalmajor pareció enojarse en un primer momento ante aquella muestra de indisciplina, pero el káiser esbozó una sonrisa benévola y Schwarzkopf recompuso de inmediato un semblante de aprobación.
El káiser subió los escalones, se apostó en la plataforma del camión y agradeció la ovación. Cuando el bullicio cesó al fin, empezó a hablar.
—¡Alemanes! —dijo—. ¡Ha llegado la hora de la victoria!
Todos lo aclamaron de nuevo, y esta vez Walter se sumó a ellos.
A la una de la madrugada del jueves 21 de marzo, la brigada ocupaba ya su puesto en la vanguardia, preparada para el ataque. Walter y los oficiales de su batallón se sentaron en un refugio subterráneo, en la trinchera de la primera línea. Charlaban para aliviar la tensión de la espera.
Gottfried von Kessel exponía la estrategia de Ludendorff.
—Esta ofensiva hacia el oeste abrirá una cuña entre los británicos y los franceses —dijo, con la falsa seguridad de que solía hacer gala cuando trabajaban juntos en la embajada alemana de Londres—. Después girará hacia el norte, rodeará a los británicos por el flanco derecho y los llevará hacia el canal de la Mancha.
—No, no —opinó el teniente Von Braun, un hombre entrado en años—. La opción más astuta es que, en cuanto hayamos penetrado en su primera línea, vayamos directos hacia la costa atlántica. Imaginen una línea alemana prolongándose por todo el centro de Francia y separando a los franceses de sus aliados…
Von Kessel discrepó:
—¡Pero entonces tendríamos enemigos al norte y al sur!
Un tercer hombre, el capitán Kellerman, se sumó a la conversación.
—Ludendorff girará hacia el sur —predijo—. Tenemos que tomar París. Eso es lo único que cuenta.
—¡París solo es simbólico! —repuso Von Kessel con desdén.
Especulaban; nadie sabía nada a ciencia cierta. Walter se sentía demasiado tenso para escuchar una discusión sin sentido, por lo que decidió salir. Los hombres estaban sentados en el suelo de la trinchera, aún tranquilos. Las horas previas a la batalla eran un tiempo de reflexión y rezo. La sopa de cebada que habían cenado llevaba ternera, un lujo escaso. Los ánimos eran buenos, todos presentían que el final de la guerra se acercaba.
Era una noche clara y estrellada. Las cocinas de campaña repartían el desayuno: pan negro y café aguado con sabor a colinabo. Había llovido un poco, pero la lluvia había cesado ya y el viento prácticamente también. Eso significaba que podrían dispararse bombas de gas tóxico. Los dos bandos utilizaban gas, pero Walter había oído que en esa ocasión los alemanes emplearían una mezcla nueva: el temible fosgeno y gas lacrimógeno. El gas lacrimógeno no era mortal, pero podía traspasar las máscaras antigás reglamentarias de los británicos. En teoría, la irritación producida por el gas lacrimógeno haría que los soldados se quitaran las máscaras para frotarse los ojos, y entonces inhalarían el fosgeno y morirían.
Los grandes cañones fueron dispuestos a lo largo del límite más próximo de aquella tierra de nadie. Walter nunca había visto tanta artillería junta. Los artilleros apilaban la munición. Detrás de ellos, una segunda línea de cañones y caballos estaban ya preparados para avanzar: constituirían la siguiente barrera de fuego.
A las cuatro y media todo seguía en calma. Las cocinas de campaña desaparecieron; los artilleros se sentaron en el suelo a esperar; los oficiales, de pie en las trincheras, escrutaban la oscuridad que los separaba del otro extremo del erial, donde el enemigo dormía. Incluso los caballos estaban calmados. «Esta es nuestra última oportunidad de vencer», pensó Walter. Se preguntó si debía rezar.
A las cuatro y cuarenta minutos un fulgor blanco estalló en el cielo apagando las titilantes estrellas. Instantes después, el cañón más próximo a Walter escupió una llamarada y produjo un estallido tan fuerte que lo hizo trastabillar hacia atrás, como si alguien lo hubiera empujado. Pero eso no era nada. En cuestión de segundos, toda la artillería empezó a disparar. El estruendo era mucho mayor que el de una tormenta. Los fogonazos iluminaban el rostro de los artilleros, que manipulaban los pesados proyectiles y las cargas de cordita. El humo empezó a saturar el aire, y Walter trató de respirar solo por la nariz. La tierra temblaba bajo sus pies.
Pronto vio explosiones y llamaradas en el bando británico provocadas por el impacto de las bombas alemanas en depósitos de munición y tanques de combustible. Sabía lo que era estar bajo fuego de artillería, y sintió compasión por el enemigo. Confiaba en que Fitz no se encontrara allí.
Los cañones alcanzaron tal temperatura que abrasaban la piel de todo aquel que fuera lo bastante imprudente para tocarlos. El calor deformaba los cilindros hasta el punto de malograr su precisión, por lo que los artilleros trataban de enfriarlos con la ayuda de sacos húmedos. Los soldados de Walter se ofrecieron voluntarios para llevar cubos de agua desde los cráteres más cercanos para que no les faltaran. La infantería siempre estaba dispuesta a ayudar a los artilleros antes de un asalto, pues cada soldado enemigo que los cañones mataran era un hombre menos al que ellos tendrían que disparar cuando avanzaran.
El día amaneció con niebla. Cerca de los cañones, la explosión de las cargas consumía el vapor, pero era imposible ver nada en la distancia. Walter se inquietó. Los artilleros tendrían que apuntar «sobre mapa». Afortunadamente, disponían de planos detallados y precisos de las posiciones británicas, la mayoría de las cuales habían sido alemanas tan solo un año antes. Pero nada podía reemplazar a la rectificación por observación. Era un mal comienzo.
La bruma se mezcló con el humo de las explosiones. Walter se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo que se ató a la nuca. Los británicos no disparaban, al menos a su sector. Eso lo alentó. Tal vez la artillería enemiga ya estuviera destruida. La única baja alemana que Walter tenía cerca era un operador de mortero; posiblemente, un proyectil había explosionado en el cañón de su arma. Los camilleros se llevaron su cuerpo mientras un equipo médico vendaba las heridas de los soldados alcanzados por la metralla.
A las nueve de la mañana Von Ulrich ordenó a sus hombres que ocuparan sus puestos: los soldados de las tropas de asalto se tendieron en el suelo detrás de los cañones, la infantería regular se apostó en las trincheras. Tras ellos se concentraba la siguiente tanda de artillería, los equipos médicos, los telefonistas, los abastecedores de munición y los mensajeros.
Los soldados de las tropas de asalto iban equipados con el moderno casco «cubo de carbón». Habían sido los primeros en abandonar el antiguo Pickelhaube, con púa. Iban armados con la carabina Mauser K98. Su cañón corto le restaba precisión en distancias largas, pero era menos torpe y pesada que los fusiles de mayor longitud en la lucha cuerpo a cuerpo en las trincheras. Todos los hombres llevaban una bolsa cruzada sobre el pecho que contenía una docena de granadas de palo. Los soldados rasos británicos las llamaban tatermashers, por el utensilio que empleaban sus esposas para triturar las patatas. Por lo visto, había uno en todas las cocinas británicas. Walter lo sabía por los interrogatorios a los prisioneros de guerra; en realidad, nunca había estado en una cocina británica.
Walter se colocó la máscara antigás e indicó a sus hombres que hicieran lo propio para que no les afectaran los gases que lanzaba su propio bando cuando alcanzaran el frente enemigo. Después, a las nueve y media, se puso en pie. Se cruzó el fusil a la espalda y cogió una granada de palo con cada mano, lo cual era el procedimiento correcto en el avance de las tropas de asalto. No podía gritar órdenes, pues nadie las oiría, de modo que hizo un gesto con una mano y echó a correr.
Sus hombres lo siguieron por el erial.
El suelo era firme y seco; no había llovido en abundancia en varias semanas. Era algo positivo para los atacantes, pues facilitaba el desplazamiento de los hombres y los vehículos.
Avanzaban a toda prisa semiagachados. Los cañones alemanes disparaban sobre sus cabezas. Los hombres de Walter eran conscientes del peligro que corrían de ser alcanzados por los proyectiles que caían antes de alcanzar su objetivo, más aún con niebla, cuando los observadores no podían rectificar la dirección en la que apuntaban los artilleros. Pero el riesgo merecía la pena. De ese modo conseguirían acercarse tanto a las trincheras enemigas que, cuando cesara el bombardeo, los británicos no tendrían tiempo de reposicionarse y montar las ametralladoras antes de que las tropas de asalto cayeran sobre ellos.
Mientras seguían corriendo por tierra de nadie, Walter confió en que la alambrada del otro bando hubiera sido destruida por la artillería. De lo contrario, sus hombres se demorarían cortándola.
Walter oyó una explosión a su derecha, seguida de un grito. Instantes después, un destello en el suelo llamó su atención: era un cable trampa. Aquel campo estaba minado y ellos no lo sabían. Le asaltó el pánico al comprender que podría morir en una explosión con el siguiente paso que diera. Pero enseguida se recompuso.
—¡Cuidado con donde pisáis! —gritó, pero sus palabras se perdieron en el estruendo de las bombas.
Continuaron avanzando; a los heridos hubo que dejarlos a la espera de los equipos médicos, como siempre.
Poco después, a las nueve y cuarenta minutos, los cañones enmudecieron.
Ludendorff había abandonado la antigua táctica consistente en disparar fuego de artillería durante varios días antes de un ataque, pues eso concedía al enemigo demasiado tiempo para obtener refuerzos. Se calculaba que cinco horas bastaban para confundirlo y desmoralizarlo sin permitirle reorganizarse.
«En teoría», pensó Walter.
Se irguió y apuró el paso. Su respiración era agitada pero estable; apenas transpiraba, estaba alerta pero sereno. Faltaban pocos segundos para establecer contacto con el enemigo.
Alcanzó la alambrada británica. No estaba destruida pero presentaba huecos, y penetró por uno de ellos seguido de sus hombres.
Los comandantes de compañía y pelotón ordenaron a los hombres que volvieran a dispersarse, más con gestos que con palabras; el enemigo podía estar lo bastante cerca para oírlos.
La bruma era en esos momentos su aliada, los ocultaba del enemigo, pensó Walter, y se estremeció de alegría. En ese punto esperaban enfrentarse ya al infierno de las ametralladoras enemigas. Pero los británicos no podían verlos.
Walter llegó a un tramo que había sido completamente arrasado por las bombas alemanas. Al principio no vio sino cráteres y montículos de tierra, pero enseguida atisbó una trinchera y comprendió que había llegado a la línea británica. Sin embargo, la trinchera estaba destrozada; la artillería había hecho un buen trabajo.
¿Había alguien dentro? Nadie había disparado desde ella, pero era mejor asegurarse. Walter arrancó el pasador de una granada y la arrojó a la trinchera como precaución. Después de la explosión, se asomó por el parapeto. Varios hombres yacían en el suelo, ninguno de ellos se movía. A los que no hubiera matado la artillería, los había aniquilado la granada.
«Hasta ahora has tenido suerte —pensó Walter—. No esperes que dure mucho.»
Corrió a lo largo de la línea para comprobar los progresos de su batallón. Vio cómo media docena de británicos abandonaba las armas y se rendía, con las manos sobre sus cascos de acero con forma de cuenco. Parecían bien alimentados en comparación con sus captores alemanes.
El teniente Von Braun apuntaba con el fusil a los cautivos, pero Walter no quería que sus oficiales malgastaran tiempo haciendo prisioneros. Se quitó la máscara antigás; los británicos no llevaban.
—¡Moveos! —les dijo en inglés—. Por allí, por allí. —Señaló hacia las líneas alemanas. Los británicos echaron a andar, ansiosos por alejarse del combate y salvar la vida—. ¡Déjelos marchar! —gritó a Von Braun—. La intendencia se encargará de ellos. Tenemos que seguir avanzando. —Esa era la función primordial de las tropas de asalto.
Se puso en marcha. A lo largo de varios centenares de metros, el escenario siguió siendo el mismo: trincheras destrozadas, bajas enemigas, ausencia de resistencia. Entonces oyó una ráfaga de ametralladora. Instantes después topó con un pelotón que se había puesto a cubierto en cráteres abiertos por las bombas. Se tiró al suelo al lado del sargento, un bávaro llamado Schwab.
—No podemos ver el emplazamiento —dijo Schwab—. Estamos disparando en dirección al ruido.
Schwab no había comprendido la táctica. Las tropas de asalto debían sobrepasar puntos fuertes y después dejarlos atrás para que a continuación los barriera la infantería.
—¡Siga avanzando! —le ordenó Walter—. Rodee la ametralladora. —En cuanto se produjo una pausa en el fuego, se puso en pie e hizo gestos a los hombres—. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba!
Todos obedecieron. Walter los alejó del fuego y cruzaron una trinchera vacía.
Volvió a topar con Gottfried. El teniente llevaba una lata de galletas y se las embutía en la boca mientras corría.
—¡Increíble! —gritó—. ¡Tendrías que probar la comida británica!
Walter golpeó la caja y la tiró al suelo.
—¡Estás aquí para luchar, no para comer, maldito idiota! —vociferó—. ¡Sigue avanzando!
De pronto, lo sobresaltó algo que pasó corriendo sobre sus pies. Bajó la mirada y vio un conejo desapareciendo en la niebla. Sin duda, la artillería había destruido su madriguera.
Consultó la brújula para asegurarse de que se dirigían al oeste. No sabía si las trincheras que estaba encontrando eran de comunicación o de abastecimiento, por lo que su orientación no le proporcionó mucha información.
Sabía que los británicos habían emulado a los alemanes en la creación de múltiples líneas de trincheras. Poco después de dejar atrás la primera, se encontró con otra bien defendida a la que llamaron Línea Roja, y luego otra, situada a poco menos de dos kilómetros hacia el oeste, a la que asignaron el nombre de Línea Marrón.
Después de eso, no vio sino campo abierto hasta la costa oeste.
Las bombas caían sobre esa zona. ¿Podía estar seguro de que no eran británicas? No era posible, estarían atacando a sus propias defensas. Debía de tratarse de la siguiente barrera de fuego alemana. Él y sus hombres corrían el riesgo de sobrepasar a su propia artillería. Se giró. Afortunadamente, la mayoría de sus hombres estaban detrás de él. Alzó los brazos.
—¡A cubierto! —gritó—. ¡Corred la voz!
Apenas fue necesario hacerlo, pues todos habían llegado a esa misma conclusión. Retrocedieron corriendo unos metros y saltaron a varias trincheras vacías.
Walter se sintió eufórico. Todo iba sorprendentemente bien.
En el suelo de la trinchera yacían tres soldados británicos. Dos no se movían, el tercero gruñía. ¿Dónde estaban los demás? Tal vez hubieran huido. O quizá esos tres soldados formaban parte de un pelotón suicida; tal vez los hubieran dejado allí para que defendieran una posición imposible de defender y dar así a sus camaradas en retirada más probabilidades de sobrevivir.
Uno de los británicos muertos era un hombre insólitamente alto, con las manos y los pies muy grandes. Grunwald se apresuró a quitarle las botas.
—¡Son de mi talla! —le dijo a Walter a modo de justificación. Von Ulrich no tuvo arrestos de impedírselo, las botas de Grunwald estaban llenas de agujeros.
Se sentó para recuperar el aliento. Repasando aquella primera fase, pensó que nada podía haber ido mejor.
Una hora después, los cañones alemanes volvieron a enmudecer. Walter reunió a sus hombres y siguió avanzando.
A media ascensión de una larga pendiente oyó voces. Alzó una mano para detener a los hombres que le seguían de cerca. Frente a él, alguien dijo en inglés:
—No veo un carajo.
Algo en aquella voz le resultó conocido. ¿Era australiano? Aunque más bien parecía indio…
Otra dijo, con el mismo acento:
—¿De qué coño te quejas? ¡Si no pueden verte, no pueden dispararte!
En ese instante, Walter se vio transportado de vuelta a 1914, a la gran casa de Fitz, en Gales. Así era como hablaban sus sirvientes. Los hombres que tenía frente a él, allí, en aquel campo francés arrasado, eran galeses.
El cielo pareció iluminarse un poco.
El sargento Billy Williams escrutó la niebla. El fuego de artillería había cesado, gracias a Dios, pero eso solo significaba que los alemanes se estaban acercando. ¿Qué debía hacer?
No tenía órdenes. Su pelotón había ocupado un reducto, un puesto defensivo situado en un promontorio a cierta distancia de la primera línea. Con un tiempo normal, aquella posición proporcionaba una amplia panorámica de una pendiente larga y regular a cuyos pies había una montaña de escombros, que antaño debían de haber pertenecido a las edificaciones de una granja. Una trinchera los comunicaba con otra montaña de escombros, que en esos momentos sí eran visibles. Las órdenes solían llegar desde la retaguardia, pero ese día no había llegado ninguna. El teléfono guardaba silencio; las bombas debían de haber cortado la línea.
Los hombres aguardaban de pie o sentados en la trinchera. Habían salido del refugio subterráneo al cesar el bombardeo. A veces, a media mañana, la cocina de campaña enviaba a la trinchera una carreta con una tetera grande llena de té caliente, pero ese día no había indicios de que fueran a recibir ningún refrigerio, y ya habían agotado las raciones en el desayuno.
El pelotón disponía de una ametralladora ligera Lewis de diseño estadounidense. Estaba colocada en el muro posterior de la trinchera, sobre el refugio subterráneo. La manipulaba George Barrow, un chico de diecinueve años salido de un correccional, un buen soldado con una educación tan pobre que creía que el último invasor de Inglaterra se llamaba Normando el Conquistador. George estaba sentado detrás del arma, protegido de las balas perdidas por la recámara de acero, y fumaba una pipa.
También tenían un mortero Stokes, un arma muy práctica capaz de disparar una bomba de 7,6 centímetros de diámetro a una distancia de hasta ochocientos metros. El cabo Johnny Ponti, hermano de Joey Ponti, que había muerto en el Somme, poseía un dominio letal del arma.
Billy trepó hasta la ametralladora y se apostó al lado de George, pero no podía ver nada.
—Billy, ¿tienen otros países imperios, como nosotros? —le preguntó George.
—Sí —contestó Billy—. Los franceses poseen la mayor parte del norte de África, y también están las Indias Orientales holandesas, el sudeste de África, que es alemán…
—Vaya —dijo George, desilusionado—. Lo había oído, pero no creía que fuera verdad.
—¿Por qué no?
—Bueno, ¿qué derecho tienen a gobernar otros pueblos?
—¿Qué derecho tenemos nosotros a gobernar Nigeria y Jamaica y la India?
—Pero nosotros somos británicos.
Billy asintió. George Barrow, que obviamente nunca había visto un atlas, se sentía superior a Descartes, Rembrandt y Beethoven. Y no era el único. Durante años, en la escuela, todos habían soportado el bombardeo de la propaganda que informaba de todas las victorias militares pero de ninguna de las derrotas. Les enseñaban la democracia de Londres, pero no les hablaban de la tiranía de El Cairo. Cuando aprendían algo sobre la justicia británica, no oían ninguna mención a la flagelación en Australia, el hambre en Irlanda o las matanzas en la India. Aprendían que los católicos quemaban a los protestantes en la hoguera, y se horrorizaban cuando los protestantes hacían lo mismo con los católicos en cuanto se les presentaba la ocasión. Pocos de ellos tenían un padre como el de Billy que les dijera que el mundo que les describían sus maestros en la escuela era una fantasía.
Pero ese día Billy no tenía tiempo para aclararle las cosas a George. Tenía otras preocupaciones.
El cielo se iluminó levemente y a Billy le pareció que la niebla empezaría a disiparse; entonces, de pronto, la bruma se levantó por completo.
—¡Joder! —exclamó George.
Un segundo después, Billy vio lo que lo había sobresaltado. A unos cuatrocientos metros, subiendo por la pendiente en dirección a ellos, había varios centenares de soldados alemanes.
Billy saltó a la trinchera. Algunos hombres habían avistado ya al enemigo y sus exclamaciones de sorpresa alertaron a los demás. Billy atisbó por una ranura de un panel de acero adosado al parapeto. Los alemanes estaban tardando más en reaccionar, quizá porque, en la trinchera, los británicos eran menos visibles. Un par se detuvieron, pero la mayoría siguió corriendo.
Un minuto después estalló el fuego cruzado de fusiles. Varios alemanes cayeron. El resto se lanzó al suelo, buscando protección en los cráteres de las bombas y detrás de arbustos raquíticos. Sobre la cabeza de Billy, la Lewis empezó a disparar produciendo un ruido similar al clamor de los aficionados en un partido de fútbol. Instantes después, los alemanes comenzaron también a disparar. Parecían no llevar ametralladoras ni morteros, observó Billy aliviado. Oyó gritar a uno de sus hombres; un alemán avispado había visto a alguien mirando indiscretamente por encima del parapeto, tal vez; o, más probablemente, un tirador afortunado había alcanzado a un desafortunado británico en la cabeza.
Tommy Griffiths apareció al lado de Billy.
—Le han dado a Dai Powell —dijo.
—¿Está herido?
—Ha muerto. Le han reventado la cabeza.
—Hijos de puta —masculló Billy.
La señora Powell era una tejedora prodigiosa que enviaba jerséis a su hijo a Francia. ¿Para quién iba a tejer ya?
—He cogido esto de uno de sus bolsillos —dijo Tommy.
Dai llevaba un fajo de postales pornográficas que había comprado a un francés. En ellas aparecían chicas rollizas luciendo sus matas de vello púbico. La mayoría de los hombres del batallón se las habían pedido prestadas en un momento u otro.
—¿Por qué? —le preguntó Billy con aire distraído mientras inspeccionaba al enemigo.
—No quiero que las envíen a su casa de Aberowen.
—Ah, claro.
—¿Qué hago con ellas?
—¡Joder, Tommy! Pregúntamelo más tarde, ¿vale? Ahora mismo tengo que ocuparme de varios centenares de putos alemanes.
—Perdona, Bill.
¿Cuántos alemanes había allí? Era difícil hacer ese tipo de cálculos en el campo de batalla, pero Billy creía que había visto al menos doscientos, y posiblemente hubiera más escondidos. Supuso que se enfrentaba a un batallón. Su pelotón de cuarenta hombres estaba superado abrumadoramente en número.
¿Qué se suponía que tenía que hacer?
Llevaba más de veinticuatro horas sin ver a un oficial. Allí era el hombre de mayor rango. Estaba al mando. Necesitaba un plan.
Hacía ya tiempo que no se enfurecía por la incompetencia de sus superiores, todo formaba parte del sistema de clases que él debía despreciar, tal y como lo habían educado. Pero en las raras ocasiones en que la pesada carga del mando caía sobre él, lo cierto era que no lo disfrutaba. Por el contrario, solo sentía el peso de la responsabilidad, y el miedo de tomar decisiones erróneas y provocar la muerte de sus camaradas.
Si los alemanes atacaban de frente, su pelotón quedaría aplastado. Pero el enemigo no sabía lo débil que era. ¿Podía fingir que contaba con más hombres?
Le cruzó por la mente la idea de retirarse. Pero se suponía que los soldados no se retiraban en cuanto eran atacados. Aquel era un puesto defensivo, y debía tratar de resistir.
Lucharía, al menos de momento.
En cuanto tomó la decisión, los demás lo siguieron.
—¡Dales otra serenata, George! —gritó. Mientras la ametralladora disparaba, corrió por la trinchera—. No dejéis de disparar, chicos. Hacedles creer que somos cientos.
Vio el cuerpo de Dai Powell tendido en el suelo, la sangre que rodeaba el orificio de la cabeza empezaba a ennegrecerse. Dai llevaba uno de los jerséis de su madre debajo de la guerrera del uniforme. Era una prenda marrón y horrenda, pero probablemente abrigaba.
—Descansa en paz, chaval —musitó Billy.
Más adelante encontró a Johnny Ponti.
—Monta el Stokes, Johnny —dijo—. Haz saltar a esos hijos de puta.
—De acuerdo —contestó Johnny, que cogió el soporte del mortero y afianzó sus dos patas en el suelo de la trinchera—. ¿A qué distancia están? ¿Quinientos metros?
El compañero de Johnny era un muchacho de cara rolliza llamado el Seboso Hewitt. Se encaramó al escalón del soporte y contestó:
—Sí, entre quinientos y seiscientos.
Billy estimó la distancia, pero el Seboso y Johnny ya habían trabajado juntos y dejó la decisión en sus manos.
—Vale. Dos aros, a cuarenta y cinco grados —dijo Johnny.
Las bombas autopropulsadas podían complementarse con cargas adicionales de propergol con forma de aro, que ampliaban su alcance.
Johnny subió al escalón del soporte para echar otro vistazo a los alemanes y afinó la puntería. Los soldados que estaban cerca se apartaron. Johnny introdujo la bomba en el cañón; cuando llegó al fondo, un percutor prendió el propergol y se produjo el disparo.
La bomba cayó antes de lo previsto y explotó a cierta distancia de los soldados enemigos más próximos.
—¡Cincuenta metros más, y un poco a tu derecha! —gritó el Seboso.
Johnny hizo los ajustes y volvió a disparar. La segunda bomba impactó en el cráter donde se ocultaban varios alemanes.
—¡Bien hecho! —exclamó el Seboso.
Billy no podía ver si habían alcanzado a algún soldado enemigo, el fuego los estaba obligando a mantener la cabeza agachada.
—¡Envíales una docena como ese! —dijo.
Se apostó detrás de Robin Mortimer, el oficial apartado del servicio, que estaba sobre el escalón disparando rítmicamente. Cuando se detuvo para recargar el arma vio a Billy.
—Ve a buscar más munición, taffy —dijo. Como siempre, su tono era hosco aunque su intención fuera la de ayudar—. No querrás que se nos acabe a todos a la vez.
Billy asintió.
—Buena idea. Gracias.
El depósito de la munición se encontraba a unos cien metros, junto a una trinchera de comunicación. Escogió a dos reclutas que, de todos modos, difícilmente iban a disparar bien.
—Jenkins y Nosey, traed más munición. Deprisa.
Los dos chicos se marcharon corriendo.
Billy echó otro vistazo por la mirilla del parapeto. En ese preciso instante, uno de los alemanes se puso en pie. Billy dedujo que sería el oficial al mando, a punto de ordenar el ataque. Se le encogió el alma. Debían de haber concluido que se enfrentaban a no más de varias docenas de hombres y que sería fácil acabar con ellos.
Pero se equivocaba. El oficial ordenó a sus hombres con gestos que retrocedieran, y echó a correr pendiente abajo. Los soldados lo siguieron de inmediato. El pelotón de Billy vitoreó y disparó a discreción contra los hombres en retirada; abatió a varios antes de que quedaran fuera de su alcance.
Los alemanes llegaron a los edificios en ruinas de la antigua granja y se pusieron a cubierto entre los escombros.
Billy no pudo contener una sonrisa. ¡Habían repelido a una fuerza diez veces superior a la suya! «Debería ser un maldito general», pensó.
—¡Alto el fuego! —gritó—. Están fuera de nuestro alcance.
Jenkins y Nosey reaparecieron acarreando cajas de munición.
—Traed más, chicos —les dijo Billy—. Podrían volver.
Pero, cuando miró de nuevo, vio que los alemanes tenían otro plan. Se habían dividido en dos grupos y se encaminaban hacia la derecha y hacia la izquierda de las ruinas, respectivamente. Billy vio cómo empezaban a rodear su posición, permaneciendo fuera de su alcance.
—Serán hijos de puta… —masculló.
Iban a filtrarse entre su posición y los reductos de las proximidades, y después lo atacarían desde ambos flancos. O bien, sobrepasarían su puesto, y lo dejarían a merced de la retaguardia.
En cualquier caso, su posición iba a caer en manos del enemigo.
—Desmonta la ametralladora, George —dijo Billy—. Y tú, Johnny, el mortero. Coged vuestras cosas, chicos. Nos replegamos.
Todos se colgaron a la espalda el fusil y el petate, se dirigieron a toda prisa a la trinchera de comunicación más próxima y echaron a correr.
Billy bajó al refugio subterráneo para asegurarse de que no hubiera nadie dentro. Arrancó la anilla de una granada y la arrojó dentro para no regalar al enemigo los suministros que quedaban.
Después se sumó a sus hombres en la retirada.
Al final de la tarde, Walter y su batallón habían tomado la línea de retaguardia de las trincheras británicas.
Se sentía cansado, pero triunfal. El batallón se había enfrentado a varias escaramuzas pero no había entablado batalla. La táctica de las tropas de asalto había funcionado mejor incluso de lo que había esperado, gracias a la niebla. Habían aniquilado a una oposición débil, sobrepasado puntos fuertes y ganado mucho terreno.
Walter encontró un refugio subterráneo y entró en él. Lo siguieron varios de sus hombres. El lugar tenía un aspecto hogareño, como si los británicos hubiesen vivido varios meses allí: había fotografías de revistas clavadas en las paredes, una máquina de escribir sobre una caja puesta del revés, cubiertos y platos dentro de viejas latas de galletas, e incluso una manta extendida a modo de mantel sobre una pila de cajas. Walter supuso que se trataba del cuartel general del batallón.
Sus hombres encontraron la comida de inmediato. Había galletas saladas, mermelada, queso y jamón. No pudo impedirles que comieran, pero sí les prohibió que abrieran ninguna de las botellas de whisky. Forzaron un armario cerrado con llave y dentro encontraron un tarro con café; uno de los hombres hizo una pequeña hoguera fuera y puso a calentar agua. Después le dio a Walter una taza de café y vertió en ella leche dulce de una lata. Sabía a gloria.
—He leído en los periódicos que los británicos andan escasos de comida, como nosotros —dijo el sargento Schwab, y sostuvo en alto el tarro de mermelada del que estaba comiendo—. ¡Menuda escasez!
Walter se había preguntado cuánto tardarían en averiguarlo. Llevaba tiempo sospechando que las autoridades alemanas estaban exagerando el efecto de la guerra submarina contra el suministro a los aliados. En ese momento supo la verdad, y sus hombres también. En Gran Bretaña se racionaba la comida, pero los británicos no tenían aspecto de estar pasando hambre. Los alemanes sí.
Encontró un mapa imprudentemente abandonado por las fuerzas en retirada. Comparándolo con el suyo, vio que no se encontraban lejos del canal Crozat. Eso significaba que en un día los alemanes habían recuperado todo el territorio que tanto les había costado ganar a los aliados durante los cinco meses de la batalla del Somme, hacía dos años.
Ciertamente, los alemanes tenían la victoria al alcance de la mano.
Walter se sentó frente a la máquina de escribir británica y empezó a redactar un informe.