Octubre-noviembre de 1917
Walter, airado, dijo:
—El almirante Von Holtzendorff nos prometió que los británicos morirían de hambre en cinco meses. De eso hace ya nueve.
—Cometió un error —contestó su padre.
Walter reprimió una réplica sarcástica.
Se encontraban en el despacho de Otto, en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín. Otto estaba sentado a su gran escritorio en una silla de madera tallada. En la pared, tras él, colgaba un lienzo del káiser Guillermo I, abuelo del monarca, de su proclamación como emperador alemán en el Salón de los Espejos de Versalles.
A Walter le enfurecían las excusas infundadas de su padre.
—El almirante dio su palabra de oficial de que ningún estadounidense llegaría a Europa —dijo—. Nuestros servicios de espionaje afirman que en junio desembarcaron catorce mil en Francia. ¡Suerte que era la palabra de un oficial!
Aquel comentario escoció a Otto.
—Hizo lo que consideraba lo mejor para su país —replicó, irritado—. ¿Qué más puede hacer un hombre?
Walter alzó la voz.
—¿Y usted me pregunta qué más puede hacer un hombre? Puede evitar las falsas promesas. Puede evitar decir algo que no sabe a ciencia cierta. Puede decir la verdad, o mantener su estúpida boca cerrada.
—Von Holtzendorff aconsejó lo mejor que pudo.
La debilidad de esos argumentos lo sacaba de quicio.
—Tal humildad habría sido apropiada antes. Pero no la hubo. Usted estuvo allí, en el castillo de Pless; usted sabe lo que pasó. Von Holtzendorff dio su palabra. Engañó al káiser. Fue él quien hizo entrar en la guerra a Estados Unidos. ¡Difícilmente podría un hombre servir peor a su monarca!
—Supongo que quieres que dimita, pero, en tal caso, ¿quién ocuparía su lugar?
—¿Dimitir? —Walter empezaba a ceder a la ira—. ¡Quiero que se meta el cañón del revólver en la boca y apriete el gatillo!
Otto le dirigió una mirada grave.
—Eso que has dicho es perverso.
—Su muerte sería una ínfima compensación por todos los que han perecido a causa de su engreída insensatez.
—Los jóvenes no tenéis sentido común.
—¿Se atreve a hablarme de sentido común? Usted y su generación llevaron Alemania a una guerra que nos ha traumatizado y ha matado a millones de personas; una guerra que, tres años después, aún no hemos ganado.
Otto desvió la mirada. No podía negar que Alemania aún no había ganado la guerra. Los bandos opuestos estaban atascados en un punto muerto en Francia. La guerra submarina sin restricciones había fracasado en su objetivo de cortar los suministros a los aliados. Mientras tanto, el bloqueo naval británico mataba de hambre lentamente al pueblo alemán.
—Tenemos que esperar y ver qué ocurre en Petrogrado —dijo Otto—. Si Rusia abandona la guerra, la balanza se decantará.
—Exacto —repuso Walter—. Todo depende ahora de los bolcheviques.
A principios de octubre, Grigori y Katerina fueron a visitar a la comadrona.
Grigori pasaba ya la mayor parte de las noches en el apartamento de una habitación próximo a la fábrica Putílov. Ya no hacían el amor, a ella le resultaba demasiado incómodo. Tenía el vientre enorme, con la piel tensa como un balón de fútbol y el ombligo protuberante. Grigori nunca había mantenido relaciones con una mujer embarazada, y le resultaba tan aterrador como emocionante. Sabía que todo era normal, pero al mismo tiempo le producía pavor pensar en la cabeza de un bebé dilatando cruelmente el estrecho pasaje que él tanto amaba.
Se encaminaron hacia la casa donde vivía la comadrona, Magda, esposa de Konstantín. Grigori llevaba a Vladímir a hombros. El pequeño ya tenía casi tres años, pero Grigori seguía cargando con él sin esfuerzo. La personalidad del pequeño empezaba a emerger; sin dejar de ser infantil, era inteligente y juicioso, más como Grigori que como su encantador y díscolo padre, Lev. Un bebé era como una revolución, pensó Grigori: era posible iniciarla, pero no controlar qué derrotero tomaba.
La contrarrevolución del general Kornílov había sido sofocada antes incluso de comenzar. El Sindicato de Ferroviarios se había asegurado de que la mayoría de los soldados de Kornílov quedaran atascados en vías muertas a kilómetros de Petrogrado. Los que, pese a ello, consiguieron aproximarse a la ciudad, se encontraron con los bolcheviques, que los desalentaron sencillamente desvelándoles la verdad, como había hecho Grigori en el patio de aquella escuela. Los soldados se sublevaron entonces contra los oficiales que participaban en la conspiración y los ejecutaron. El propio Kornílov fue detenido y encarcelado.
Grigori empezó a ser conocido como el hombre que había repelido al ejército de Kornílov. Él lo consideraba una exageración, pero su modestia solo consiguió aumentar su talla. Fue elegido miembro del Comité Central del partido bolchevique.
Trotski salió de prisión. Los bolcheviques ganaron las elecciones municipales de Moscú con el 51 por ciento de los votos. El partido alcanzó la cifra de 350.000 afiliados.
Grigori tenía la embriagadora sensación de que cualquier cosa podía ocurrir, incluida la catástrofe absoluta. Cualquier día la revolución podía fracasar. Eso era lo que más temía, pues en tal caso su hijo crecería en una Rusia que no sería mejor que aquella. Grigori pensó en los momentos trascendentales de su propia infancia: el ahorcamiento de su padre, la muerte de su madre frente al Palacio de Invierno, el sacerdote que le bajó los pantalones al pequeño Lev, el trabajo extenuante en la fábrica Putílov. Quería una vida distinta para su hijo.
—Lenin está pidiendo un levantamiento armado —le dijo a Katerina mientras caminaban hacia la casa de Magda.
Lenin se había mantenido oculto fuera de la ciudad, pero enviaba un torrente constante de cartas furibundas exhortando al partido a que pasara a la acción.
—Creo que hace bien —contestó Katerina—. Todo el mundo está harto de gobiernos que hablan de democracia pero no hacen nada para que baje el precio del pan.
Como era habitual, Katerina decía lo que la mayoría de los obreros de Petrogrado opinaban.
Magda los esperaba y preparó té.
—Lo siento, no tengo azúcar —dijo—. Llevo semanas intentando conseguir un poco.
—Qué ganas tengo de que se acabe esto —comentó Katerina—. Estoy agotada de cargar con este peso.
Magda le palpó el vientre y dijo que aún le quedaban unas dos semanas.
—Cuando nació Vladímir fue horrible —dijo Katerina—. No tenía amigos y la comadrona era una arpía siberiana, una caradura; se llamaba Ksenia.
—Conozco a Ksenia —dijo Magda—. Es competente, pero un poco ruda.
—¡Ya lo creo!
Konstantín se marchaba en ese momento al instituto Smolni. Aunque el Sóviet no celebraba sesiones diarias, sí había reuniones constantes de los comités generales y especiales. El gobierno provisional de Kérenski estaba ya tan debilitado que el Sóviet adquirió autoridad por defecto.
—He oído que Lenin ha vuelto a la ciudad —le dijo Konstantín a Grigori.
—Sí, volvió anoche.
—¿Dónde se aloja?
—Es secreto. La policía todavía pretende detenerlo.
—¿Qué es lo que le ha hecho volver?
—Lo sabremos mañana. Ha convocado una reunión del Comité Central.
Konstantín salió y tomó un tranvía en dirección al centro de la ciudad. Grigori acompañó a Katerina a casa. Cuando estaba a punto de irse al cuartel, ella le dijo:
—Me quedo más tranquila sabiendo que Magda estará conmigo.
—Bien. —A Grigori seguía pareciéndole más peligroso un parto que un levantamiento armado.
—Y tú también estarás conmigo —añadió Katerina.
—Bueno, no en la misma sala —repuso Grigori, nervioso.
—No, claro. Pero sí fuera, caminando arriba y abajo, y eso me hará sentir segura.
—Bien.
—Estarás, ¿verdad?
—Sí —contestó él—. Pase lo que pase, estaré.
Al llegar al cuartel, una hora después, lo encontró sumido en la confusión. En la plaza de armas, los oficiales intentaban cargar armamento y munición en camiones, aunque con poco éxito: todos los comités de batallón estaban reunidos o bien preparando reuniones urgentes.
—¡Kérenski lo ha hecho! —le informó Isaak, exultante—. ¡Está intentando enviarnos a todos al frente!
A Grigori se le cayó el alma a los pies.
—¿Enviarnos… a quién?
—¡A toda la guarnición de Petrogrado! Ya se ha expedido la orden. Tenemos que reemplazar a los soldados que están en el frente.
—¿Qué motivos aducen?
—Dicen que es por el avance alemán.
Los alemanes habían tomado las islas del golfo de Riga y avanzaban hacia Petrogrado.
—¡Tonterías! —dijo Grigori, irritado—. Es un intento de minar al Sóviet. —Y era un intento astuto, comprendió al meditarlo. Si los soldados apostados en Petrogrado eran reemplazados por los que venían del frente, se precisarían días, quizá semanas, para formar y organizar nuevos comités de soldados y elegir otros delegados al Sóviet. Peor aún: aquellos hombres carecerían de su experiencia en las batallas políticas de los últimos seis meses, que deberían volver a librarse—. ¿Qué opinan los soldados?
—Están furiosos. Quieren que Kérenski negocie la paz, en vez de enviarlos a la muerte.
—¿Se negarán a abandonar Petrogrado?
—No lo sé. Ayudaría que el Sóviet los respaldara.
—Me encargaré de eso.
Grigori subió con dos guardaespaldas a un carro blindado y cruzó el puente Liteini en dirección al edificio Smolni. Aquello parecía un revés, pensó, pero podría transformarse en una oportunidad. Hasta el momento, no todos los soldados habían apoyado a los bolcheviques, pero la tentativa de Kérenski de enviarlos al frente podría decantar a los indecisos. Cuanto más pensaba en ello, tanto más creía que aquel podría ser el gran error de Kérenski.
El Smolni era un edificio espléndido que había albergado una escuela para las hijas de los ricos. Dos artilleros del regimiento de Grigori custodiaban la entrada. Miembros de la Guardia Roja trataban de verificar la identidad de todos los visitantes, pero Grigori observó con desasosiego que el gentío que entraba y salía era tan numeroso que el control de ningún modo podía ser riguroso.
El patio era escenario de una actividad frenética. Carros blindados, motocicletas, camiones y coches iban y venían constantemente compitiendo por el espacio. Una amplia escalinata conducía a una arcada y una columnata clásica. En una sala de la planta alta, Grigori encontró reunido al comité ejecutivo del Sóviet.
Los mencheviques apelaban a que los soldados de la guarnición se preparasen para ir al frente. Como de costumbre, pensó Grigori asqueado, se rendían sin luchar, y lo invadió de pronto el pánico a que la revolución se le estuviera escapando de las manos.
Hizo corrillo con los demás bolcheviques del ejecutivo para elaborar una moción más combativa.
—La única forma de defender Petrogrado de los alemanes es movilizar a los obreros —dijo Trotski.
—Como hicimos con el golpe de Estado de Kornílov —añadió Grigori, entusiasmado—. Necesitamos otro Comité para la Lucha que se encargue de la defensa de la ciudad.
Trotski redactó un borrador a toda prisa y se puso en pie para presentar la moción.
Los mencheviques estaban indignados.
—¡Estaríais creando un segundo centro de mando militar al margen del ya existente del ejército! —dijo Mark Broido—. Ningún hombre puede servir a dos patronos.
Para repulsa de Grigori, la mayoría de los miembros del comité convinieron con eso. La moción de los mencheviques fue aceptada y Trotski fue derrotado. Grigori, desesperado, abandonó la reunión. ¿Podía la lealtad de los soldados al Sóviet sobrevivir a tal desaire?
Aquella tarde, los bolcheviques se reunieron en la Sala 36 y decidieron que no podían aceptar esa decisión. Acordaron volver a presentar su moción ese mismo día, en la reunión que celebraría el Sóviet al completo.
En esa segunda ocasión, los bolcheviques ganaron el voto.
Grigori se sintió aliviado. El Sóviet había respaldado a los soldados y creado un mando militar alternativo.
Habían dado un gran paso más hacia el poder.
Al día siguiente, lleno de optimismo, Grigori y los demás líderes bolcheviques se escabulleron sigilosamente del Smolni de forma individual y en parejas, con cuidado de no llamar la atención de la policía secreta, y se dirigieron al apartamento de una camarada, Galina Flakserman, para asistir a la reunión del Comité Central.
Grigori estaba inquieto por la reunión y llegó antes de la hora. Dio la vuelta a la manzana, en busca de sospechosos que deambularan por la zona y que pudieran ser espías de la policía, pero no encontró ninguno. Ya dentro del edificio inspeccionó los diferentes accesos —había tres— y averiguó cuál de ellos proporcionaría una salida más rápida.
Los bolcheviques se sentaron alrededor de una mesa de comedor grande, muchos con el abrigo de cuero que empezaba a convertirse en una especie de uniforme entre ellos. Lenin aún no había llegado y empezaron sin él. Grigori estaba muy preocupado —podrían haberlo detenido—, pero Lenin llegó a las diez en punto, disfrazado con una peluca que le resbalaba constantemente y le confería un aspecto casi ridículo.
Sin embargo, no hubo nada gracioso en la resolución que propuso, llamando a un levantamiento armado liderado por los bolcheviques para derrocar al gobierno provisional y hacerse con el poder.
Grigori se sintió eufórico. Todos querían un levantamiento armado, por supuesto, pero la mayoría de los revolucionarios arguyeron que aún no era el momento oportuno. Al fin, el más poderoso de todos ellos decía «ahora».
Lenin habló durante una hora. Como de costumbre, lo hizo con estridencia, dando puñetazos en la mesa, gritando e insultando a quienes discrepaban de él. Su estilo jugaba en su contra: daban ganas de no votar a alguien tan grosero. Pero, pese a ello, resultaba persuasivo. Sus conocimientos eran vastos; su instinto político, infalible, y pocos hombres conseguían mantenerse firmes bajo la lógica aplastante de sus argumentos.
Grigori estuvo de parte de Lenin desde el principio. Creía que lo importante era hacerse con el poder y poner fin a los titubeos. El resto de los problemas podrían solventarse después. Pero ¿opinarían lo mismo los demás?
Zinóviev se pronunció en contra. Era un hombre apuesto, pero también él había modificado su apariencia para despistar a la policía. Se había dejado barba y cortado al rape la mata de pelo negro y rizado. Consideraba que la estrategia de Lenin era demasiado arriesgada. Temía que un alzamiento proporcionara a la derecha una excusa para perpetrar un golpe militar. Quería que el partido bolchevique se concentrara en ganar las elecciones a la Asamblea Constituyente.
Ese tímido argumento enfureció a Lenin.
—¡El gobierno provisional nunca celebrará unas elecciones generales! —dijo—. Quien crea lo contrario es idiota e ingenuo.
Trotski y Stalin eran partidarios del levantamiento, pero Trotski irritó a Lenin diciendo que debían esperar a que se llevara a cabo el Congreso Panruso de los Sóviets, programado para diez días después.
A Grigori le pareció una buena idea —Trotski siempre era razonable—, pero Lenin lo sorprendió al bramar:
—¡No!
—Es probable que seamos mayoría entre los delegados… —repuso Trotski.
—¡Si el congreso forma gobierno, tendrá que hacerlo en coalición! —replicó Lenin, exasperado—. Los bolcheviques que lo compongan serán centristas. ¿Quién querría eso… sino un traidor contrarrevolucionario?
Trotski se ruborizó por el insulto, pero no dijo nada.
Grigori comprendió que Lenin tenía razón: como de costumbre, había pensado a más largo plazo que ningún otro. En una coalición, la primera exigencia de los mencheviques sería que el primer ministro fuera un moderado… y probablemente no se decantarían por Lenin.
Grigori concluyó, y supuso que también lo estaba haciendo el resto del comité, que la única manera de que Lenin llegara a ser primer ministro era por medio de un golpe.
La discusión se prolongó hasta la madrugada. Al final, decidieron, por diez votos a dos, llevar a cabo un levantamiento armado.
Cuando la reunión acabó, Galina preparó un samovar y sacó queso, salchichas y pan para los hambrientos revolucionarios.
Siendo niño, en la hacienda del príncipe Andréi, Grigori presenció en una ocasión el apogeo de una cacería de venados. Los perros habían derribado a un ciervo justo a las afueras del pueblo, y todos fueron a mirar. Cuando Grigori llegó, el animal agonizaba y los perros ya devoraban sus entrañas con voracidad, derramando sus intestinos destrozados mientras los cazadores, a lomos de caballos, lo celebraban con tragos de brandy. Incluso entonces la desgraciada bestia hizo un último intento de defenderse. Embistió con su poderosa cornamenta y ensartó a un perro y tajó a otro, y por un instante dio la impresión de que conseguiría ponerse en pie; luego se desplomó de nuevo sobre el charco de sangre y cerró los ojos.
Grigori pensó que el primer ministro, Kérenski, líder del gobierno provisional, era como aquel ciervo: todos sabían que estaba acabado… excepto él.
A medida que el gélido frío del invierno ruso se cerraba como un puño sobre Petrogrado, la crisis alcanzó un punto crítico.
En el Comité para la Lucha, pronto renombrado como Comité Militar Revolucionario, predominaba la carismática figura de Trotski. No era un hombre atractivo, con su nariz y su frente prominentes, y unos ojos saltones que miraban a través de unas lentes al aire, pero era cautivador y persuasivo. Donde Lenin gritaba e intimidaba, Trotski razonaba y seducía. Grigori sospechaba que Trotski era tan duro como Lenin, pero más capaz de disimularlo.
El lunes 5 de noviembre, dos días antes del inicio del Congreso Panruso de los Sóviets, Grigori asistió a una concentración masiva, organizada por el Comité Militar Revolucionario, de todos los soldados designados en la Fortaleza de Pedro y Pablo. La concentración comenzó al mediodía y se prolongó toda la tarde, con centenares de soldados debatiendo sobre política en la plaza situada frente a la fortaleza, mientras que sus oficiales rabiaban de impotencia. Entonces llegó Trotski, que fue recibido con un aplauso atronador, y después de escucharlo todos votaron por obedecer al comité y no al gobierno, a Trotski y no a Kérenski.
Mientras se alejaba de la plaza, Grigori pensó que el gobierno no podía tolerar que una unidad militar clave declarase su lealtad a otro. Los cañones de la fortaleza quedaban justo enfrente del Palacio de Invierno, situado al otro lado del río y donde el gobierno provisional había instalado su sede. Sin duda, concluyó, Kérenski admitiría la derrota y dimitiría.
Al día siguiente, Trotski anunció medidas para prevenir un posible golpe contrarrevolucionario por parte del ejército. Ordenó a la Guardia Roja y a las tropas leales al Sóviet que tomaran los puentes, las estaciones ferroviarias y las comisarías de policía, además de la oficina de correos y la de telégrafos, la central de telefonía y el banco estatal.
Grigori respaldaba a Trotski, transformando el caudal interminable de órdenes del gran hombre en instrucciones precisas para unidades militares específicas y despachándolas por toda la ciudad por medio de mensajeros a caballo, bicicleta y coche. Pensó que las «medidas de precaución» de Trotski se parecían bastante a un golpe de Estado.
Para su asombro y deleite, la resistencia fue mínima.
Un espía infiltrado en el palacio Marinski informó de que el primer ministro Kérenski había solicitado un voto de confianza al Preparlamento, el organismo que tan lamentablemente había fracasado en su cometido de crear la Asamblea Constituyente. El Preparlamento lo denegó. Nadie se hizo demasiado eco. Kérenski era historia, tan solo un incompetente más que había intentado gobernar Rusia y había fracasado. Regresó al Palacio de Invierno, donde su impotente gabinete seguía fingiendo que gobernaba.
Lenin vivía de incógnito en el apartamento de una camarada, Margarita Fofanova. El Comité Central le había ordenado que no anduviera por la ciudad, temiendo que pudieran detenerlo. Grigori era una de las pocas personas que conocían su paradero. A las ocho en punto de la tarde, Margarita llegó al Smolni con una nota de Lenin en la que ordenaba a los bolcheviques que organizaran de inmediato una insurrección armada. Trotski, irritado, exclamó:
—¿Qué imagina que estamos haciendo?
Pero Grigori creía que Lenin estaba en lo cierto. Pese a todo, los bolcheviques no se habían hecho con el poder. En cuanto se reuniera, el Congreso Panruso de los Sóviets detentaría toda la autoridad, y entonces, aunque los bolcheviques tuvieran mayoría, el resultado sería otro gobierno de coalición pactado.
Estaba previsto que el congreso comenzara al día siguiente, a las dos en punto. Solo Lenin parecía comprender la perentoriedad de la situación, pensó Grigori con cierta desesperación. Se le necesitaba allí, en el centro mismo de todo.
Grigori decidió ir a buscarlo.
Era una noche gélida, con un viento del norte que parecía atravesar el abrigo de cuero que Grigori llevaba sobre el uniforme de sargento. El centro de la ciudad presentaba un aspecto sorprendentemente normal: ciudadanos de clase media, bien vestidos, entraban y salían de los teatros y acudían a restaurantes profusamente iluminados, mientras los mendigos los acosaban por una moneda y las prostitutas les sonreían desde las esquinas. Grigori saludó con la cabeza a un camarada que vendía un panfleto elaborado por Lenin y titulado: «¿Podrán los bolcheviques retener el poder?». Grigori no lo compró. Ya conocía la respuesta a esa pregunta.
El piso de Margarita se encontraba en el extremo septentrional del barrio de Viborg. Grigori no podía llegar allí en coche por temor a llamar la atención sobre el escondrijo de Lenin. Fue andando hasta la estación de Finlandia y allí tomó un tranvía. El trayecto era largo, y dedicó gran parte de él a preguntarse si Lenin se negaría a asistir.
Sin embargo, para su alivio, no fue preciso insistirle.
—Sin usted, no creo que los demás camaradas den el paso final y decisivo —dijo Grigori, y eso bastó para persuadir a Lenin de la importancia de su asistencia.
Lenin dejó una nota sobre la mesa de la cocina para que Margarita no imaginara que lo habían detenido. Decía: «He ido a donde no querías que fuera. Adiós, Iliich». Los miembros del partido lo llamaban Iliich, su segundo nombre.
Grigori inspeccionó su revólver mientras Lenin se ponía la peluca, una gorra de obrero y un abrigo raído, y después salieron.
El joven sargento caminó vigilante, temeroso de toparse con un destacamento de la policía o una patrulla armada que reconociera a Lenin. Decidió que, en lugar de permitir que lo detuvieran, dispararía sin vacilar.
Eran los únicos pasajeros del tranvía. Lenin preguntó a la conductora sobre lo que opinaba al respecto de los últimos acontecimientos políticos.
Mientras se alejaban a pie de la estación de Finlandia, oyeron ruido de cascos y se escondieron de lo que resultó ser una tropa de cadetes leales al gobierno buscando pelea.
Grigori acompañó a Lenin con aire triunfal al interior del Smolni a medianoche.
Lenin fue directo a la Sala 36 y convocó una reunión del Comité Central Bolchevique. Trotski informó que la Guardia Roja controlaba ya muchos de los puntos clave de la ciudad. Pero eso no fue suficiente para Lenin. Por motivos simbólicos, argumentó, los soldados revolucionarios tenían que tomar el Palacio de Invierno y arrestar a los ministros del gobierno provisional. Esa acción sería lo que convencería al pueblo de que el poder había pasado, de forma definitiva e irrevocable, a manos de los revolucionarios.
Grigori sabía que tenía razón.
Y todos los demás también.
Trotski inició la planificación de la toma del Palacio de Invierno.
Aquella noche, Grigori no volvió a casa.
No podía producirse ningún error.
Grigori sabía que la acción final de la revolución tenía que ser decisiva. Se aseguró de que las órdenes fueran claras y llegaran a su destino a tiempo.
El plan no era complejo, pero a Grigori le preocupaba que los plazos establecidos por Trotski fueran demasiado optimistas. El grueso de las fuerzas de ataque estaría formado por marineros revolucionarios. La mayoría procedían de Helsingfors, capital de la región finlandesa, en tren y barco. Zarparon de allí a las tres de la madrugada. Otros llegarían desde Kronstadt, la base naval insular situada a veinte millas de la costa.
Estaba previsto que el ataque comenzara a las doce del mediodía.
Como si de una operación en el campo de batalla se tratase, empezaría con una descarga de artillería: los cañones de la Fortaleza de Pedro y Pablo dispararían sobre el río y derruirían los muros del palacio. A continuación, los marineros y los soldados tomarían el edificio. Trotski calculó que acabarían hacia las dos, hora para la que estaba programado el comienzo del Congreso Panruso de los Sóviets.
Lenin quería personarse en la sesión de apertura y anunciar que los bolcheviques ya habían tomado el poder. Era el único modo de prevenir otro gobierno pactado, indeciso e ineficaz, el único modo de garantizar que Lenin acabara accediendo al poder.
A Grigori le preocupaba que las cosas no progresaran tan deprisa como Trotski confiaba.
La seguridad era débil en el Palacio de Invierno, y al amanecer Grigori envió allí a Isaak para que efectuara un reconocimiento. Isaak comunicó que en el edificio había unos tres mil soldados leales. Si estaban debidamente organizados y luchaban con valentía, la batalla sería temible.
Isaak descubrió también que Kérenski había abandonado la ciudad. Dado que la Guardia Roja controlaba las estaciones ferroviarias, no había podido huir en tren y finalmente lo hizo en un coche requisado.
—¿Qué clase de primer ministro no puede viajar en tren en su propia capital? —se asombró Isaak.
—En cualquier caso, se ha ido —repuso Grigori, satisfecho—. Y no creo que vuelva nunca.
Sin embargo, el ánimo de Grigori se tornó pesimista cuando al mediodía ningún marinero había aparecido aún.
Cruzó el puente en dirección a la Fortaleza de Pedro y Pablo para asegurarse de que los cañones estaban preparados. Para su horror, descubrió que no eran sino objetos de museo, con la mera función de impresionar, y que no podían dispararse. Ordenó a Isaak que buscara artillería en buen estado.
Se apresuró a volver al Smolni para informar a Trotski de que su plan empezaba a acumular retraso. El guardia apostado a la entrada le dijo:
—Alguien lo buscaba, camarada. Algo sobre una comadrona.
—Ahora no puedo ocuparme de eso —contestó Grigori.
Los acontecimientos se desarrollaban muy deprisa. Grigori supo que la Guardia Roja había tomado el palacio Marinski y desmantelado el Preparlamento sin derramamiento de sangre. Los bolcheviques encarcelados habían sido puestos en libertad. Trotski había ordenado a todas las tropas apostadas fuera de Petrogrado que permanecieran en sus puestos, y los soldados estaban obedeciéndolo, no así los oficiales.
Lenin redactaba un manifiesto que comenzaba diciendo: «A los ciudadanos de Rusia: ¡el gobierno provisional ha sido derrocado!».
—Pero el asalto aún no ha comenzado —le dijo abatido Grigori a Trotski—. No creo que podamos conseguirlo antes de las tres.
—No te preocupes —repuso Trotski—. Podemos aplazar el inicio del congreso.
Grigori volvió a la plaza del palacio. A las dos de la tarde, al fin, vio el minador Amur navegando rumbo al Neva con mil marineros de Kronstadt a bordo, y a los obreros de Petrogrado congregados en las riberas para recibirlos con ovaciones.
Si Kérenski hubiera previsto la colocación de minas en el angosto canal, habría impedido que los marineros accedieran a la ciudad y habría sofocado la revolución. Pero no había minas, y los marineros, con sus chaquetas negras, empezaron a desembarcar armados con fusiles. Grigori se preparó para desplegarlos alrededor del Palacio de Invierno.
Pero el plan seguía estando plagado de contratiempos, para inmensa exasperación de Grigori. Isaak encontró un cañón y, con grandes esfuerzos, consiguió que fuera arrastrado hasta un punto estratégico… solo para descubrir que no había munición para hacerlo funcionar. Mientras tanto, los soldados leales construían barricadas en el palacio.
Desquiciado por la frustración, Grigori volvió en coche al Smolni.
Allí estaba a punto de comenzar una sesión de emergencia del Sóviet de Petrogrado. El espacioso salón de la escuela femenina, pintado de un blanco virginal, rebosaba con centenares de delegados. Grigori subió a la tarima y se sentó al lado de Trotski, que estaba a punto de inaugurar la sesión.
—El asalto ha sido aplazado debido a una serie de problemas —comunicó.
Trotski se tomó con serenidad la mala noticia. A Lenin le daría un ataque de histeria.
—¿Cuándo podréis tomar el palacio? —preguntó Trotski.
—Siendo realistas, a las seis.
Trotski asintió, templado, y se puso en pie para dirigirse a la concurrencia.
—En nombre del Comité Militar Revolucionario, ¡declaro que el gobierno provisional ya no existe! —vociferó.
El público estalló en vítores y gritos. «Espero ser capaz de convertir esa mentira en una verdad», pensó Grigori.
Cuando el fragor cesó, Trotski enumeró los logros de la Guardia Roja: la toma durante la noche de las estaciones ferroviarias y de otros edificios clave, y el desmantelamiento del Preparlamento. Anunció asimismo que varios ministros del gobierno habían sido detenidos.
—El Palacio de Invierno aún no ha sido tomado, ¡pero su sino se decidirá de un momento a otro!
Se oyeron más ovaciones.
Un disidente gritó:
—¡Os estáis anticipando a la voluntad de los sóviets!
Era el blando argumento democrático, un argumento que el propio Grigori habría esperado en los viejos tiempos, antes de volverse un hombre realista.
Trotski fue tan raudo en responder que sin duda había previsto aquella crítica.
—La voluntad de los sóviets ya ha sido anticipada por el alzamiento de los obreros y los soldados —replicó.
De pronto, se oyó un murmullo en toda la sala. Los presentes empezaron a ponerse en pie. Grigori miró hacia la puerta, preguntándose por el motivo. Vio entrar a Lenin. Los delegados prorrumpieron en vítores. El bullicio se tornó ensordecedor cuando Lenin subió a la tarima. Él y Trotski se pusieron hombro con hombro, sonrieron y se inclinaron ante el público para agradecerle la ovación, un público que aclamaba un golpe que aún no se había llevado a cabo.
La tensión entre la proclamación de la victoria en el vestíbulo y la realidad del desorden y el retraso fuera era excesiva para Grigori, que, incapaz de soportarla, se marchó.
Los marineros procedentes de Helsingfors aún no habían llegado, y el cañón de la fortaleza todavía no estaba preparado para disparar. Con la caída de la noche empezó a lloviznar. Apostado en un extremo de la plaza, con el Palacio de Invierno delante y los cuarteles del Estado Mayor detrás, Grigori vio una fuerza de cadetes saliendo del palacio. Las insignias de sus uniformes los identificaban como alumnos de la Escuela de Artillería Mijailovski; llevaban cuatro pesadas armas. Grigori los dejó marchar.
A las siete ordenó a una fuerza de soldados y marineros que entraran en los cuarteles generales del Estado Mayor y se hicieran con el control. Los hombres obedecieron sin oponerse.
A las ocho, los doscientos cosacos de guardia en el palacio decidieron regresar a sus cuarteles, y Grigori les dejó franquear el cordón. Comprendió que los irritantes retrasos tal vez no supusieran del todo una catástrofe: las fuerzas a las que tenía que vencer se iban reduciendo con el paso de las horas.
Justo antes de las diez, Isaak informó de que el cañón estaba al fin preparado en la Fortaleza de Pedro y Pablo. Grigori ordenó una ráfaga de fogueo, seguida de una pausa. Como habían esperado, más soldados abandonaron el palacio.
¿Podía ser tan fácil?
Fuera, en el río, una alarma sonó a bordo del Amur. Grigori miró hacia allí en busca de lo que la había causado y vio las luces de otros barcos aproximándose. Se le heló el corazón. ¿Había conseguido Kérenski enviar fuerzas leales para salvar su gobierno en el último momento? Pero instantes después oyó unos vítores procedentes de la cubierta del Amur y supo que los recién llegados eran los marineros de Helsingfors.
Cuando hubieron echado anclas sin contratiempos, Grigori dio la orden de que comenzara el bombardeo… al fin.
Se oyó un tronar de cañones. Algunos proyectiles explotaron en el aire, iluminando los barcos que estaban en el río y el palacio sitiado. Grigori vio un impacto en una ventana esquinera de la tercera planta, y se preguntó si habría alguien en aquella estancia. Para su asombro, los tranvías, bien iluminados, siguieron circulando sin interrupción por los cercanos puentes del Palacio y Troitski.
La escena no era comparable al campo de batalla, por descontado. En el frente centenares de armas disparaban a la vez; allí, tan solo lo hacían cuatro. Largos intervalos separaban un disparo del siguiente, y sorprendía ver cuántos se desperdiciaban, al frenarse su trayectoria o al caer en el río sin producir el menor perjuicio.
Grigori ordenó el alto el fuego y envió pequeños grupos de soldados al interior del palacio para que efectuaran un reconocimiento. A su vuelta, los soldados informaron de que los pocos guardias que quedaban dentro no oponían resistencia.
Poco después de la medianoche, Grigori encabezó un contingente más numeroso. Según la táctica acordada, se dispersaron por el palacio, corriendo por los amplios y oscuros pasillos, neutralizando a los oponentes y buscando ministros del gobierno. El palacio parecía un cuartel indisciplinado, con los colchones de los soldados sobre los suelos de parquet de los dorados salones de gala, y por todas partes había desperdigada basura y colillas, chuscos de pan y botellas vacías con etiquetas francesas que los guardias probablemente se habían llevado de las exquisitas bodegas del zar.
Grigori oyó varios disparos, pero el combate era ínfimo. No encontró a ningún ministro en la planta baja. Pensó de pronto que tal vez algunos de ellos se hubieran escabullido y sintió una punzada de pánico. No quería tener que informar a Trotski y a Lenin de que los miembros del gobierno de Kérenski se le habían escurrido entre los dedos.
Acompañado de Isaak y de otros dos hombres, subió la amplia escalinata para inspeccionar la primera planta. Irrumpieron por una doble puerta en una sala de reuniones y allí encontraron lo que quedaba del gobierno provisional: un reducido grupo de hombres amedrentados con traje y corbata y los ojos abiertos como platos, sentados en sillones frente a una mesa y por el resto de la sala.
Uno de ellos hizo acopio de la poca autoridad que le quedaba.
—El gobierno provisional está aquí… ¿Qué es lo que queréis?
Grigori reconoció a Aleksandr Konoválov, el acaudalado magnate de la industria textil que era primer ministro en funciones de Kérenski.
—Están todos detenidos —informó Grigori.
Fue un momento agradable, y lo saboreó.
Se volvió hacia Isaak:
—Anota sus nombres. —Los reconoció a todos—. Konoválov, Maliantóvich, Nikitin, Teréschenko… —Cuando la lista estuvo completa, añadió—: Llévalos a la Fortaleza de Pedro y Pablo y enciérralos en las celdas. Yo iré al Smolni y comunicaré la buena noticia a Trotski y a Lenin.
Salió del edificio. Al cruzar la plaza, se detuvo un instante, recordando a su madre. Había muerto en aquel lugar doce años antes, víctima del disparo de la guardia del zar. Se dio la vuelta y contempló el inmenso palacio, con sus hileras de columnas blancas y la luz de la luna destellando en sus centenares de ventanas. En un repentino acceso de rabia, sacudió el puño en dirección al edificio.
—Esto es lo que habéis conseguido, malditos —dijo en voz alta—. Esto es lo que habéis conseguido por matarla.
Esperó hasta que logró calmarse. «Ni siquiera sé a quién le estoy hablando», pensó. Subió al carro blindado de color tierra que aguardaba junto a una barricada desmantelada.
—Al Smolni —indicó al conductor.
Durante el breve trayecto empezó a sentirse eufórico. «Ahora sí que hemos ganado —se dijo—. Somos los vencedores. El pueblo ha derrocado a sus opresores.»
Subió corriendo los escalones que llevaban al Smolni y entró en la sala. Estaba atestada, y Grigori cayó en la cuenta de que el Congreso Panruso de los Sóviets había dado comienzo. Trotski no había conseguido seguir posponiéndolo. Era una mala noticia. Sin duda los mencheviques, y los demás revolucionarios de medio pelo, exigirían un cargo en el nuevo gobierno aunque no hubiesen hecho nada para derrocar al antiguo.
Una bruma de humo de tabaco envolvía las arañas de luces. Los miembros del Presídium estaban sentados en la tarima. Grigori conocía a la mayoría, y estudió la composición del grupo. Los bolcheviques ocupaban catorce de los veinticinco asientos, observó. Eso significaba que el partido tenía el mayor número de delegados. Pero le horrorizó ver que el presidente era Kámenev, ¡un bolchevique moderado que había votado contra el levantamiento armado! Tal como Lenin había advertido, el congreso iba camino de formar otro gobierno de pacto.
Grigori barrió con la mirada a los delegados presentes en la sala y vio a Lenin en la primera fila. Se acercó a él y le dijo al hombre que estaba sentado a su lado:
—Tengo que hablar con Iliich, cédeme tu asiento.
El hombre pareció molestarse, pero al cabo se levantó.
Grigori habló a Lenin al oído.
—El Palacio de Invierno está en nuestras manos —le dijo, y le refirió los nombres de los ministros que habían sido detenidos.
—Demasiado tarde —contestó Lenin, con aire sombrío.
Era lo que Grigori había temido.
—¿Qué está pasando aquí?
Lenin volvió la mirada atrás.
—Mártov ha presentado la moción. —Yuli Mártov era el antiguo enemigo de Lenin. Mártov siempre había querido que el Partido Laborista Social Democrático ruso fuera como el Partido Laborista británico y luchara por la clase obrera con medios democráticos, y su disputa con Lenin sobre esta cuestión había escindido el PLSD en 1903 en dos facciones: los bolcheviques de Lenin y los mencheviques de Mártov—. Ha abogado por el fin de la lucha en las calles seguido de negociaciones para la formación de un gobierno democrático.
—¿Negociaciones? —repitió Grigori, incrédulo—. ¡Pero si hemos tomado el poder!
—Hemos apoyado la moción —repuso Lenin con voz neutra.
Grigori estaba sorprendido.
—¿Por qué?
—Si nos hubiéramos opuesto, habríamos perdido. Tenemos trescientos de los seiscientos setenta delegados. Somos el partido mayoritario por muy poco margen, pero no contamos con mayoría absoluta.
A Grigori le entraron ganas de llorar. El golpe había llegado demasiado tarde. Habría otra coalición cuya composición se decidiría por medio de acuerdos y compromisos, y el gobierno seguiría titubeando mientras los rusos pasaban hambre en sus casas y morían en el frente.
—Pero, de todos modos, nos están atacando —añadió Lenin.
Grigori escuchó al ponente que hablaba en ese momento, alguien a quien no conocía.
—Este congreso ha sido convocado para debatir sobre el nuevo gobierno, pero ¿con qué nos encontramos? —decía el hombre, airado—. ¡Con que se ha llevado a cabo una irresponsable toma de poder y con que un sector se ha adelantado a la voluntad del congreso! Debemos rescatar la revolución de esta empresa demencial.
Entre los delegados bolcheviques estallaron las protestas. Grigori oyó que Lenin decía:
—¡Canalla! ¡Malnacido! ¡Traidor!
Kámenev llamó al orden.
Pero el siguiente discurso también fue amargamente hostil contra los bolcheviques y su golpe, y lo siguieron otros en la misma línea. Lev Jinchuk, un menchevique, apeló a negociar con el gobierno provisional, y la reacción indignada de los delegados fue tan violenta que Jinchuk no pudo continuar durante unos minutos. Finalmente, alzando la voz sobre el griterío, dijo:
—¡Abandonamos este congreso! —y se marchó de la sala.
Grigori supo que la táctica que debían seguir era decir que el congreso no tendría autoridad si lo abandonaban.
—¡Desertores! —gritó alguien, y el insulto fue coreado en toda la sala.
Grigori estaba consternado. Llevaban mucho tiempo esperando aquel congreso. Los delegados representaban la voluntad del pueblo ruso. Pero se estaba desmoronando.
Miró a Lenin. Se quedó perplejo al ver que sus ojos refulgían de regocijo.
—Esto es fantástico —dijo—. ¡Estamos salvados! Nunca imaginé que cometerían este error.
Grigori no tenía idea de a qué se refería. ¿Se habría trastornado?
El siguiente orador fue Mijaíl Gendelman, un líder socialista revolucionario, que dijo:
—Teniendo conocimiento de la toma de poder por parte de los bolcheviques, responsabilizándolos de este acto insensato y criminal, y considerando imposible colaborar con ellos, la facción socialista revolucionaria abandona el congreso. —Y se marchó, seguido de todos los socialistas revolucionarios, que recibieron los abucheos y los silbidos del resto de los delegados.
Grigori se sentía abochornado. ¿Cómo podía aquel triunfo haber degenerado tan deprisa en esa clase de desmanes públicos?
Pero Lenin parecía incluso más complacido.
Una serie de soldados delegados hablaron a favor del golpe bolchevique, y Grigori empezó a animarse, pero seguía sin comprender la alegría de Lenin. Iliich garabateaba algo en un cuaderno. A medida que se sucedían los discursos, corregía y reescribía. Finalmente, le tendió dos hojas a Grigori.
—Hay que presentar esto al congreso para su inmediata adopción —dijo.
Era una declaración larga, cargada de la retórica habitual, pero Grigori centró su atención en la frase clave: «Por la presente el congreso decide asumir el poder gubernamental».
Era lo que Grigori quería.
—¿Para que lo lea Trotski? —preguntó Grigori.
—No, Trotski no. —Lenin miró a los hombres, y a la mujer, que ocupaban la tarima—. Lunarcharski —decidió.
Grigori supuso que Trotski ya se había granjeado suficiente gloria.
El joven llevó la proclama a Lunarcharski, que hizo una señal al presidente. Minutos después, Kámenev cedió la palabra a Lunarcharski, que se puso en pie y leyó las palabras de Lenin.
Cada una de las frases fue recibida con una ovación.
El presidente solicitó una votación.
Y en ese momento, al fin, Grigori comprendió por qué Lenin estaba tan contento. Con los mencheviques y los socialistas revolucionarios fuera de la sala, los bolcheviques tenían una mayoría abrumadora. Podían hacer lo que quisieran. No había necesidad de pactar.
Se llevó a cabo una votación. Solo dos delegados votaron en contra.
Los bolcheviques tenían el poder, y también la legitimidad.
El presidente clausuró la sesión. Eran las cinco de la madrugada del jueves 8 de noviembre. La Revolución rusa había vencido. Y los bolcheviques estaban al mando.
Grigori abandonó la sala detrás de Iósif Stalin, el revolucionario georgiano, y de otro hombre. El acompañante de Stalin llevaba un abrigo de cuero y una cartuchera, como muchos otros bolcheviques, pero había algo en él que provocó un chispazo en la memoria de Grigori. Cuando el hombre se volvió para decirle algo a Stalin, el joven lo reconoció, y un espasmo de sorpresa y terror lo sacudió.
Era Mijaíl Pinski.
Se había unido a la revolución.
Grigori estaba exhausto. De pronto cayó en la cuenta de que llevaba dos noches sin dormir. Había habido tanto por hacer que apenas se había apercibido del paso del tiempo. El carro blindado era el vehículo más incómodo en el que había viajado nunca, pero pese a ello se durmió en el trayecto hasta su casa. Cuando Isaak lo despertó, vio que estaban ya frente a la puerta. Se preguntó cuánto sabría Katerina de lo ocurrido. Confiaba en que no fuera demasiado, pues eso le proporcionaría el placer de narrarle con detalle el triunfo de la revolución.
Entró en casa y subió la escalera a trompicones. Vio luz por la rendija inferior de la puerta.
—Soy yo —dijo, y entró en la habitación.
Katerina estaba sentada en la cama con un bebé diminuto en los brazos.
Grigori se sintió arrobado de felicidad.
—¡Ya ha llegado el bebé! ¡Es precioso!
—Es una niña.
—¡Una niña!
—Me prometiste que estarías conmigo —le dijo Katerina con tono reprobatorio.
—¡No lo sabía! —Miró al bebé—. Es morena, como yo. ¿Qué nombre le ponemos?
—Te envié un mensaje.
Grigori recordó al guardia que le había dicho que alguien lo buscaba. «Algo sobre una comadrona», habían sido sus palabras.
—Oh, Dios mío… —se lamentó—. Estaba tan atareado…
—Magda estaba atendiendo otro parto —dijo Katerina—. Tuvo que atenderme Ksenia.
Grigori se sintió acongojado.
—¿Sufriste mucho?
—¡Pues claro que sufrí mucho! —le espetó Katerina.
—Lo siento… Pero ¡escucha! ¡Ha habido una revolución! Una revolución de verdad esta vez… ¡Nos hemos hecho con el poder! ¡Los bolcheviques están formando gobierno! —Se inclinó sobre ella para besarla.
—Eso es lo que suponía —repuso ella, y volvió la cara.