27

Junio-septiembre de 1917

I

Walter von Ulrich salió trepando de la trinchera y, jugándose la vida, echó a andar por tierra de nadie.

En los cráteres abiertos por los obuses empezaban a brotar hierba y flores silvestres. Era una tarde templada de verano en una región que en el pasado había pertenecido a Polonia, después a Rusia y que en ese momento estaba parcialmente ocupada por tropas alemanas. Walter llevaba un abrigo de paisano sobre el uniforme de cabo. Se había embadurnado de tierra la cara y las manos para resultar más verosímil. Llevaba una gorra blanca, a modo de bandera de tregua, y una caja de cartón al hombro.

Se recordó que no había motivo para tener miedo.

Las posiciones rusas apenas eran visibles a la tenue luz del crepúsculo. Habían pasado semanas sin que se oyera un disparo, y Walter creyó que su aproximación sería considerada con más curiosidad que recelo.

Si se equivocaba, estaba muerto.

Los rusos preparaban una ofensiva. Los aviones y las patrullas de reconocimiento alemanes habían informado que en las primeras líneas del frente se estaban desplegando nuevos contingentes y descargando camiones de munición. Lo habían confirmado rusos famélicos que habían cruzado las líneas y se habían rendido con la esperanza de que sus captores alemanes les dieran algo de comer.

Las pruebas de una ofensiva inminente supusieron una gran decepción para Walter. Confiaba en que el nuevo gobierno ruso fuera incapaz de seguir luchando. En Petrogrado, Lenin y los bolcheviques clamaban categóricamente por la paz, y editaban un sinfín de periódicos y panfletos… sufragados con dinero alemán.

El pueblo ruso no quería la guerra. El anuncio de Pável Miliukov, el ministro de Asuntos Exteriores, de que Rusia seguía aspirando a una «victoria decisiva» había llevado de nuevo a las calles a obreros y soldados ultrajados. El joven e histriónico ministro de la Guerra y de la Armada, Kérenski, responsable de la nueva ofensiva prevista, había reinstaurado la flagelación en el ejército y restituido la autoridad de los oficiales. Pero ¿regresarían al combate los soldados rusos? Eso era lo que los alemanes necesitaban saber, y averiguarlo era el motivo por el que Walter estaba poniendo en peligro su vida.

Las señales eran ambiguas. En algunas secciones del frente, los soldados habían izado banderas blancas y declarado el armisticio de forma unilateral. En otras parecía reinar la calma y la disciplina; era una de ellas la que Walter había decidido visitar.

Al fin había conseguido alejarse de Berlín. Probablemente Monika von der Helbard les habría dicho ya abiertamente a sus padres que no habría boda. En cualquier caso, Walter volvía a estar en el frente, recabando información para los servicios secretos.

Se recolocó la caja sobre el hombro. En ese instante atisbó decenas de cabezas asomando por el borde de la trinchera. Llevaban gorras; los soldados rusos no disponían de cascos. Lo miraban fijamente pero no lo apuntaban con las armas, de momento.

Pensó en la muerte con ánimo fatalista. Creía que ya podía morir feliz después de la gloriosa noche que había compartido con Maud en Estocolmo, pero, obviamente, prefería vivir. Quería formar un hogar con Maud y tener hijos. Y esperaba poder hacerlo en una Alemania próspera y democrática. Pero eso significaba ganar la guerra, lo que a su vez significaba arriesgar su vida, de modo que no tenía elección.

Pese a ello, sintió un nudo en el estómago al adentrarse en el radio de alcance de los fusiles. Para cualquiera de aquellos soldados, era muy fácil apuntarle con el arma y apretar el gatillo… A fin de cuentas, estaban allí para eso.

No llevaba fusil, y confiaba en que los otros reparasen en ello. Sí llevaba una pistola Luger 9 mm sujeta al cinturón, a la espalda, pero ellos no podían verla. Lo que sí podían ver era la caja que cargaba. Confiaba en que pareciera inofensiva.

Cada paso que daba le hacía sentirse agradecido por seguir vivo, pero era consciente de que también lo acercaba un poco más al peligro. «Podría pasar en cualquier momento», pensó filosóficamente. Se preguntó si un hombre oiría el disparo que lo mataba. Lo que más temía Walter era que lo hirieran y se fuera desangrando lentamente hasta morir, o sucumbir a una infección en algún hospital de campaña inmundo.

Empezó a distinguir las caras de los rusos, y en sus semblantes vio regocijo, asombro y alegre desconcierto. Ansioso, buscó con la mirada indicios de miedo: ese era el mayor peligro. Un soldado asustado podía disparar tan solo para aliviar la tensión.

Al fin le quedaban diez metros para llegar, después nueve, ocho… Alcanzó el borde de la trinchera.

—Hola, camaradas —dijo en ruso, y dejó la caja en el suelo.

Tendió una mano al soldado que tenía más cerca. Automáticamente, el hombre hizo lo propio y lo ayudó a bajar a la trinchera. Un reducido grupo se congregó a su alrededor.

—He venido a preguntaros algo —dijo.

Los rusos mejor educados chapurreaban el alemán, pero los soldados eran campesinos y pocos entendían ningún idioma aparte del suyo. De niño, Walter había aprendido ruso como parte de su formación, rígidamente impuesta por su padre, para labrarse una carrera en el ejército y el Ministerio de Asuntos Exteriores. No lo hablaba a menudo, pero creyó que recordaría lo suficiente para esa misión.

—Antes, un trago —añadió.

Bajó la caja a la trinchera, rasgó la parte superior, la abrió y sacó una botella de aguardiente. La descorchó, tomó un trago, se secó los labios y ofreció la botella al soldado que tenía al lado, un cabo espigado de unos dieciocho o diecinueve años. El joven sonrió, bebió y pasó la botella a sus compañeros.

Walter observó el entorno con disimulo. La trinchera era precaria, con las paredes inclinadas y sin puntales de madera. El suelo era irregular y carecía de pasaderas, de modo que incluso entonces, en verano, estaba enlodado. Ni siquiera seguía una línea recta… aunque probablemente fuera mejor así, ya que también carecía de los travesaños que ayudaban a contener la onda expansiva de las bombas. El olor era nauseabundo; obviamente, los hombres no siempre se molestaban en desplazarse a las letrinas. ¿Qué les pasaba a esos rusos? Todo cuanto hacían era chapucero y caótico, y para colmo lo dejaban a medias.

Mientras la botella pasaba de mano en mano, apareció un sargento.

—¿Qué ocurre aquí, Fiódor Igoróvich? —preguntó, dirigiéndose al espigado cabo—. ¿Por qué estás hablando con un enculavacas alemán?

Fiódor era joven, pero lucía un mostacho poblado, largo y rizado. Por alguna razón, llevaba una gorra de marinero ladeada con aire desenfadado. Desprendía una confianza en sí mismo rayana en la arrogancia.

—Tome un trago, sargento Gávrik.

El sargento también bebió de la botella, pero sin la despreocupación de sus hombres. Dirigió a Walter una mirada recelosa.

—¿Qué cojones estás haciendo aquí?

Walter tenía preparada la respuesta.

—De parte de los obreros, los soldados y los campesinos alemanes, vengo a preguntar por qué combatís contra nosotros.

Tras un instante de silencio atónito, Fiódor dijo:

—¿Por qué combatís vosotros contra nosotros?

Walter también había preparado una respuesta para eso.

—No tenemos elección. Nuestro país sigue estando gobernado por el káiser, aún no hemos hecho una revolución. Pero vosotros sí. El zar se ha ido, y Rusia ahora está gobernada por su pueblo. Por eso he venido a preguntaros a vosotros, el pueblo: ¿por qué combatís contra nosotros?

Fiódor miró a Gávrik y exclamó:

—¡Eso es lo que nos preguntamos nosotros a todas horas!

Gávrik se encogió de hombros. Walter supuso que era un tradicionalista y que, como tal, se reservaba prudentemente sus opiniones.

Varios hombres más se acercaron por la trinchera y se unieron a ellos. Walter abrió otra botella. Miró a aquellos hombres delgados, harapientos y sucios que empezaban ya a achisparse.

—¿Qué quieren los rusos?

Varios hombres contestaron:

—Tierra.

—Paz.

—Libertad.

—¡Más alcohol!

Walter sacó otra botella de la caja. Lo que en verdad necesitaban, pensó, era jabón, comida en abundancia y botas nuevas.

—Yo quiero irme a mi pueblo. Están repartiendo la tierra del príncipe y tengo que asegurarme de que mi familia reciba una porción justa —dijo Fiódor.

—¿Apoyáis a algún partido político? —preguntó Walter.

—¡A los bolcheviques! —contestó un soldado, y los demás lo aclamaron.

Walter estaba satisfecho.

—¿Estáis afiliados al partido?

Todos negaron con la cabeza.

—Yo antes apoyaba a los socialistas revolucionarios, pero nos han defraudado —intervino Fiódor—. Kérenski ha vuelto a instaurar la flagelación.

—Y ha ordenado una ofensiva en verano —añadió Walter. Frente a él veía una pila de cajas de munición, pero no hizo referencia a ellas por temor a desviar la atención de los rusos hacia la obvia posibilidad de que fuera un espía—. Lo hemos visto desde los aviones —añadió.

—¿Por qué necesitamos atacar? ¡Podríamos firmar la paz ahora mismo! —le reprochó Fiódor a Gávrik.

Se oyó un murmullo de acuerdo.

—Entonces, ¿qué haréis si os dan la orden de avanzar? —preguntó Walter.

—Habrá que reunir al comité de soldados para debatirlo —contestó Fiódor.

—No digas sandeces —intervino Gávrik—. A los comités de soldados ya no se les permite debatir órdenes.

Se oyó un rumor de descontento, y en uno de los extremos del grupo alguien masculló:

—Eso ya lo veremos, camarada sargento.

La congregación siguió creciendo. Tal vez los rusos tenían la capacidad de oler el alcohol a distancia. Walter ofreció dos botellas más. A modo de explicación a los recién llegados, dijo:

—El pueblo alemán desea la paz tanto como vosotros. Si no nos atacáis, nosotros no os atacaremos.

—¡Brindo por eso! —exclamó uno de los que acababan de unirse a ellos, y se oyeron algunos vítores.

Walter temía que el bullicio atrajera la atención de algún oficial, y se preguntaba cómo podía conseguir que los rusos bajaran la voz pese al aguardiente… pero ya era demasiado tarde. Una voz contundente y autoritaria bramó:

—¿Qué está pasando ahí? ¿Qué os traéis entre manos? —La muchedumbre se abrió para dejar pasar a un hombre corpulento ataviado con uniforme de comandante, que miró a Walter y le preguntó—: ¿Quién demonios eres tú?

A Walter se le encogió el alma. Sin duda, el deber de un oficial era hacerlo prisionero. Los servicios secretos alemanes sabían cómo trataban los rusos a los prisioneros de guerra. Ser apresado por ellos equivalía a ser condenado a morir lentamente de hambre y frío.

Se obligó a sonreír y ofreció al comandante la última botella que quedaba por abrir.

—Tome un trago, comandante.

El oficial no le hizo caso y se volvió hacia Gávrik.

—¿Qué cree que está haciendo?

Gávrik no se amedrentó.

—Los hombres no han cenado hoy, comandante, así que no podía negarles un trago.

—¡Debería haberlo apresado!

—No podemos apresarlo, ahora que nos hemos bebido estas botellas —repuso Fiódor; empezaba a arrastrar las palabras—. ¡No sería justo!

Los demás lo ovacionaron.

El comandante se dirigió a Walter:

—Eres un espía y debería volarte la maldita cabeza. —Se llevó una mano al revólver que llevaba enfundado en el cinturón.

Los soldados protestaron a gritos. El comandante seguía furioso, pero no dijo nada más; era evidente que no quería enfrentarse a sus hombres.

—Será mejor que me vaya —les dijo Walter—. Vuestro comandante es un poco antipático. Además, tenemos un burdel justo detrás de la primera línea, y hay una chica rubia con unas tetas enormes que debe de sentirse un poco sola…

Todos prorrumpieron en risas y vítores. Era una verdad a medias: había un burdel, pero Walter nunca lo había visitado.

—Recordad —añadió—: ¡nosotros no lucharemos si vosotros no lo hacéis!

Salió a trompicones de la trinchera. Ese era el momento de mayor peligro. Se irguió, avanzó unos pasos, se dio media vuelta, se despidió con la mano y siguió andando. Aquellos soldados habían satisfecho su curiosidad y se habían bebido todo el aguardiente, pero quizá entonces empezaran a creer que debían cumplir con su deber de disparar al enemigo. Walter se sintió como si llevara una diana pintada en la espalda.

Anochecía. Pronto desaparecería de su vista. Unos metros más y estaría a salvo. Tuvo que hacer acopio de toda su entereza para no echar a correr, pues creía que si lo hacía provocaría un disparo. Apretando las mandíbulas, caminó a paso regular por entre los restos de proyectiles sin explosionar.

Volvió la mirada fugazmente. Ya no alcanzaba a ver la trinchera. Eso significaba que los otros tampoco podían verlo a él. Estaba a salvo.

Siguió avanzando, con la respiración más relajada. El riesgo había merecido la pena. Había obtenido mucha información. Aunque aquella sección no tenía izada ninguna bandera blanca, los rusos se encontraban en condiciones pésimas para el combate. Era evidente que los hombres estaban descontentos y a un paso de la rebelión, y que los oficiales a duras penas conseguían imponer la disciplina. El sargento, prudente, había procurado no contrariarlos apresando a Walter. Con semejante estado de ánimo, era imposible que sus soldados opusieran excesiva resistencia.

Accedió al campo de visión de la línea alemana. Gritó su nombre y una contraseña previamente acordada. Saltó a la trinchera. El teniente lo saludó.

—¿Una salida fructífera, señor?

—Sí, gracias —contestó Walter—. En realidad, mucho.

II

Katerina yacía en la cama de la antigua habitación de Grigori, vestida solo con una enagua. La ventana estaba abierta y dejaba entrar el cálido aire de julio y el clamor de los trenes que pasaban a apenas unos metros. Estaba embarazada de seis meses.

Grigori dibujó con un dedo el perfil de su cuerpo, partiendo del hombro, ascendiendo sobre su generoso seno, bajando hacia las costillas, ascendiendo de nuevo sobre la suave loma de su vientre y deslizándose hacia el muslo. Nunca había conocido esa dicha relajada. Sus amoríos de juventud habían sido precipitados y efímeros. Para él era una experiencia nueva y emocionante yacer al lado de una mujer después de hacer el amor, acariciando su cuerpo con ternura y cariño, sin apremio ni lujuria. Quizá esa era la esencia del matrimonio, pensó.

—Embarazada eres aún más guapa —le dijo con un hilo de voz para no despertar a Vlad.

Durante dos años y medio había hecho de padre al hijo de su hermano, pero en pocos meses iba a tener un hijo propio. Le habría gustado llamarle Lenin, pero ya tenían a un Vladímir. El embarazo había transformado a Grigori en un político de línea dura. Tenía que pensar en el país en el que crecería su hijo, y quería que aquel niño fuera libre. (Por algún motivo, daba por hecho que sería un varón.) Tenía que asegurarse de que Rusia fuera gobernada en adelante por el pueblo, no por un zar, ni por un Parlamento de clase media, ni por una coalición de empresarios y generales que traerían de vuelta los viejos métodos con nuevas máscaras.

En realidad, Lenin no le gustaba. Era un hombre que vivía permanentemente encolerizado. Gritaba a todo el mundo a todas horas. Cualquiera que discrepara de él era un canalla, un malnacido, un cabrón. Pero trabajaba con mayor ahínco que nadie, pensaba a largo plazo y sus decisiones siempre eran acertadas. En el pasado, toda «revolución» rusa no había conducido más que a la vacilación. Grigori sabía que Lenin no permitiría que eso ocurriera.

El gobierno provisional también lo sabía, y había indicios de que tenía a Lenin entre sus objetivos. La prensa de derechas lo había acusado de hacer de espía para Alemania. Era una acusación ridícula. Sin embargo, sí era cierto que Lenin tenía una fuente de financiación secreta. Grigori, que se contaba entre los que ya eran bolcheviques antes de la guerra, formaba parte de su círculo más próximo y sabía que el dinero procedía de Alemania. Si el secreto se aireaba, despertaría sospechas.

Empezaba a dormirse cuando oyó pasos en el rellano, seguidos de unos golpes fuertes y apremiantes en la puerta. Mientras se ponía los pantalones, gritó:

—¿Quién es?

Vlad se despertó y rompió a llorar.

—¿Grigori Serguéievich? —preguntó una voz masculina.

—Sí.

Grigori abrió la puerta y vio a Isaak.

—¿Qué ha ocurrido?

—Han expedido órdenes de detención para Lenin, Zinóviev y Kámenev.

A Grigori se le heló la sangre.

—¡Tenemos que avisarlos!

—Tengo un coche del ejército fuera.

—Voy a ponerme las botas.

Isaak bajó. Katerina cogió en brazos a Vlad y lo consoló. Grigori acabó de vestirse a toda prisa, los besó a los dos y corrió escaleras abajo.

Subió al coche al lado de Isaak y dijo:

—Lenin es el más importante. —Había motivos de peso para que el gobierno lo tuviera entre sus objetivos. Zinóviev y Kámenev eran dos revolucionarios de peso, pero Lenin era el motor que propulsaba el movimiento—. Debemos avisarlo a él primero. Vamos a casa de su hermana. Conduce tan deprisa como puedas.

Isaak pisó a fondo el acelerador. Grigori se sujetó con fuerza cuando el coche chirrió al doblar una esquina.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó cuando el vehículo volvió a enderezarse.

—Me lo ha dicho un bolchevique del Ministerio de Justicia.

—¿Cuándo se han firmado las órdenes?

—Esta mañana.

—Espero que lleguemos a tiempo.

A Grigori le aterraba la posibilidad de que ya hubieran detenido a Lenin. Nadie más poseía su inflexible determinación. Era un bravucón, pero había transformado a los bolcheviques en el partido mayoritario. Sin él, la revolución podría retroceder e incluso peligrar.

Isaak condujo hasta la calle Shirokaya y aparcó frente a un edificio de apartamentos de clase media. Grigori bajó de un salto, entró corriendo en el inmueble y llamó a la puerta de los Yelizárov. Fue Anna Yelizárova, la hermana mayor de Lenin, quien abrió. Pasaba de los cincuenta; tenía el pelo cano y lo llevaba peinado con la raya al medio. Grigori ya la conocía; trabajaba en el diario Pravda.

—¿Está aquí? —le preguntó.

—Sí. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Grigori sintió un alivio inmenso. No era demasiado tarde. Entró en el apartamento.

—Van a detenerlo.

Anna cerró de un portazo.

—¡Volodia! —gritó, empleando la variante familiar del nombre de pila de Lenin—. ¡Ven! ¡Deprisa!

Lenin apareció, vestido como de costumbre con un traje oscuro y raído con cuello y corbata. Grigori le refirió la situación rápidamente.

—Me marcharé de inmediato —dijo Lenin.

—¿No quieres llevarte una maleta con algunas cosas…? —le preguntó Anna.

—Es demasiado arriesgado. Ya me lo enviarás más adelante. Te informaré de dónde estoy. —Miró a Grigori—. Gracias por avisarme, Grigori Serguéievich. ¿Tienes coche?

—Sí.

Sin decir nada más, Lenin salió al rellano.

Grigori lo siguió hasta la calle y se apresuró a abrir la puerta del coche.

—También han expedido órdenes de detención para Zinóviev y Kámenev —dijo Grigori mientras Lenin subía al vehículo.

—Vuelve al apartamento y llámalos —le indicó Lenin—. Mark tiene teléfono y sabe dónde están.

Cerró la portezuela del coche, se inclinó hacia delante y le dijo a Isaak algo que Grigori no alcanzó a oír. Isaak arrancó el motor y se alejaron.

Así era Lenin. Bramaba órdenes a todo el mundo, y los demás las obedecían porque siempre eran lógicas.

Grigori saboreó el placer de haberse quitado un gran peso de encima. Miró a ambos lados de la calle. Del edificio que había enfrente salió un grupo de hombres. Algunos llevaban traje; otros, uniformes de oficiales del ejército. Grigori se sorprendió al reconocer entre ellos a Mijaíl Pinski. Teóricamente, la policía secreta había sido desmantelada, pero al parecer los hombres como Pinski seguían trabajando en el seno del ejército.

«Esos hombres deben de venir a por Lenin… y no lo han encontrado solo porque se han equivocado de edificio.»

Grigori regresó corriendo al apartamento. La puerta de los Yelizárov seguía abierta. Justo al otro lado estaban Anna, su esposo, Mark, el hijo adoptivo de ambos, Gora, y la criada de la familia, una muchacha de campo llamada Aniuska, todos con aspecto conmocionado. Grigori entró y cerró la puerta.

—Se ha marchado —dijo—, pero la policía está fuera. Tengo que llamar enseguida a Zinóviev y a Kámenev.

—El teléfono está sobre la mesita —le indicó Mark.

Grigori vaciló.

—¿Cómo funciona? —Nunca había utilizado un teléfono.

—Oh, lo siento —se disculpó Mark; rápidamente cogió el aparato, y se llevó una pieza a la oreja y otra a la boca—. También es bastante nuevo para nosotros, pero lo usamos tanto que ya damos por hecho que todo el mundo lo hace. —Pulsó con impaciencia la horquilla que coronaba la base del aparato—. ¿Sí?, por favor, operadora —dijo, y dictó un número.

Se oyeron unos golpes rotundos en la puerta.

Grigori se llevó un dedo a los labios, indicando a los demás que guardaran silencio.

Anna condujo a Aniuska y al niño al fondo de la vivienda.

Mark hablaba precipitadamente por el teléfono. Grigori se apostó junto a la puerta del apartamento.

—¡Abrid o tiraremos la puerta abajo! ¡Traemos una orden de detención!

Grigori contestó a voces:

—¡Un momento! ¡Me estoy vistiendo!

La policía iba a menudo al tipo de edificios en los que él había vivido siempre, y conocía todos los pretextos para hacerla esperar.

Mark volvió a pulsar la horquilla y pidió que le pusieran con otro número.

—¿Quién es? ¿Quién llama a la puerta? —gritó Grigori.

—¡Policía! ¡Abran de inmediato!

—Ya voy… Tengo que encerrar al perro en la cocina.

—¡Dense prisa!

Grigori oyó que Mark decía:

—Dile que se esconda. La policía está llamando a mi puerta ahora mismo. —Colgó el auricular y le hizo un gesto afirmativo a Grigori.

Grigori abrió la puerta y se retiró unos pasos.

Pinski entró en el apartamento.

—¿Dónde está Lenin? —preguntó.

Varios oficiales del ejército entraron tras él.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —contestó Grigori.

Pinski lo escrutó.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le espetó—. Siempre supe que eras un alborotador.

Mark se acercó a ellos y dijo, con voz templada:

—Muéstreme la orden de detención, por favor.

Pinski le tendió el documento a regañadientes.

Mark lo estudió unos instantes y luego dijo:

—¿Alta traición? ¡Eso es ridículo!

—Lenin es un agente alemán —repuso Pinski, y dirigió una mirada ceñuda a Mark—. Tú eres su cuñado, ¿no es así?

Mark le devolvió el documento.

—El hombre al que buscan no está aquí —declaró.

Pinski supo que decía la verdad y se enfureció.

—¿Y por qué diablos no está? —preguntó—. ¡Vive aquí!

—Lenin no está aquí —repitió Mark.

El rostro de Pinski se encendió.

—¿Alguien lo ha avisado? —Agarró a Grigori por las solapas de la guerrera—. ¿Qué haces tú aquí?

—Soy delegado del Sóviet de Petrogrado, representante del 1.er Regimiento de Artillería, y a menos que quieras que el regimiento haga una visita a tus cuarteles, será mejor que quites tus manazas de mi uniforme.

Pinski lo soltó.

—De todos modos, echaremos un vistazo —dijo.

Junto a la mesilla del teléfono había una librería. Pinski sacó de las estanterías media docena de libros y los tiró al suelo. Indicó con gestos a los oficiales que se desplegaran por el interior del piso.

—Destrozadlo —ordenó.

III

Walter fue hasta un pueblo situado en el territorio arrebatado a los rusos y le dio una moneda de oro a un atónito y fascinado campesino a cambio de su ropa: un abrigo de piel de carnero mugriento, un blusón de hilo, unos pantalones holgados y bastos, y unos zapatos de una especie de esparto hecho con corteza de haya. Afortunadamente, no tenía necesidad de comprarle también la ropa interior, ya que el hombre no llevaba.

Walter se cortó el pelo con unas tijeras de cocina y dejó de afeitarse.

En una pequeña ciudad en la que había un mercado compró un saco de cebollas. En el fondo del saco, debajo de las cebollas, escondió una bolsa de cuero que contenía diez mil rublos en monedas y billetes.

Una noche se embadurnó las manos y la cara con tierra y después, ataviado con la ropa del campesino y con el saco al hombro, echó a andar por tierra de nadie, cruzó de incógnito las líneas rusas y se encaminó hacia la estación de tren más próxima, donde compró un billete de tercera clase.

Adoptó una actitud agresiva y gruñía a todo el que le hablara, como temeroso de que quisieran robarle las cebollas, lo cual seguramente era su intención. Llevaba un cuchillo grande, herrumbroso pero afilado, sujeto al cinturón y a la vista, y un revólver Mosin-Nagant, que le había confiscado a un oficial ruso prisionero, oculto bajo el apestoso abrigo. En dos ocasiones, cuando sendos agentes de la policía se dirigieron a él, esbozó una sonrisa bobalicona y les ofreció una cebolla, un soborno tan desdeñable que en ambas ocasiones los agentes rezongaron asqueados y se alejaron. Si alguno de ellos hubiera insistido en inspeccionar el contenido del saco, Walter habría estado dispuesto a matarlo, pero no había sido necesario. Compraba billetes de tren para trayectos cortos, de tres o cuatro paradas a lo sumo, ya que un campesino no se desplazaría centenares de kilómetros para vender sus cebollas.

Estaba tenso y receloso. Su disfraz era precario. Cualquiera que hablara con él advertiría en pocos minutos que no era ruso. El castigo por lo que estaba haciendo era la muerte.

Al principio se sintió asustado, pero el miedo acabó por disiparse y al segundo día ya lo había reemplazado el tedio. No tenía nada en que ocupar sus pensamientos. No podía leer, por descontado; de hecho, debía tener cuidado de no consultar los horarios colgados en las estaciones ni mirar sino fugazmente los anuncios, pues la mayoría de los campesinos eran analfabetos. En los lentos trenes en los que viajaba por los bosques infinitos de Rusia entre traqueteos y sacudidas, empezó a fantasear con los detalles del piso en el que Maud y él vivirían después de la guerra. Tendría una decoración moderna, con madera clara y colores neutros, como la casa de los Von der Helbard, en lugar del aspecto lóbrego y pesado del hogar de sus padres. Todo sería fácil de limpiar y mantener, especialmente la cocina y el lavadero, para reducir el servicio al mínimo. Tendrían un piano muy bueno, un Steinway de cola, ya que a ambos les gustaba tocar. Comprarían uno o dos cuadros modernos y vistosos, tal vez de expresionistas austríacos, para escandalizar a la generación previa y establecerse como una pareja progresista. Su dormitorio sería diáfano y espacioso, y yacerían desnudos en una cama blanda, besándose, charlando y haciendo el amor.

De este modo viajó hasta Petrogrado.

Según el plan, urdido por medio de un socialista revolucionario de la embajada sueca, un bolchevique esperaría en la estación de Varsovia de Petrogrado todos los días entre las seis y las siete de la tarde para recoger el dinero de manos de Walter. Este llegó al mediodía y tuvo oportunidad de dar una vuelta por la ciudad para evaluar la capacidad de lucha del pueblo ruso.

Le conmocionó lo que vio.

En cuanto salió de la estación, lo asaltaron mujeres y hombres, adultos y menores, ofreciéndole sexo. Cruzó un puente sobre un canal y caminó unos tres kilómetros al norte, en dirección al centro de la ciudad. La mayor parte de los comercios estaban cerrados, muchos entablados, otros simplemente abandonados, con los vidrios de los escaparates rotos y esparcidos a la entrada. Vio muchos borrachos y dos peleas a puñetazos. De cuando en cuando, un automóvil o un carruaje tirado por caballos pasaba a toda prisa, ahuyentando a los transeúntes y con sus pasajeros ocultos tras unas cortinas cerradas. Casi todo el mundo estaba demacrado, harapiento y descalzo. La situación era bastante peor que en Berlín.

Vio a muchos soldados, solos y en grupos; la mayoría daba muestras de poca disciplina: se salían de la fila mientras marchaban con el uniforme desabotonado, charlaban con civiles; aparentemente hacían lo que les placía. Walter vio confirmada la impresión que se había llevado cuando visitó la primera línea rusa: aquellos hombres no estaban en disposición de combatir.

Pensó que era una buena noticia.

Nadie se le acercó y la policía no le prestó atención. No era sino otra figura andrajosa más buscándose la vida en una ciudad que se desmoronaba.

Más animado, volvió a la estación a las seis y vio de inmediato a su contacto, un sargento con un pañuelo rojo atado al cañón del fusil. Antes de identificarse, Walter escrutó al hombre. Era un individuo imponente, no alto pero sí corpulento y de espaldas anchas. Le faltaba la oreja derecha, un incisivo y el dedo anular de la mano izquierda. Esperaba con la paciencia de un soldado veterano, pero tenía una mirada azul y perspicaz que no pasaba nada por alto. Aunque Walter trataba de observarlo de incógnito, el soldado lo vio, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, dio media vuelta y se alejó. Tal como se había acordado, Walter lo siguió. Ambos se dirigieron a una sala llena de mesas y sillas, y se sentaron.

—¿Sargento Grigori Peshkov? —preguntó Walter.

Grigori asintió.

—Sé quién eres. Siéntate.

Walter miró a su alrededor. En un rincón siseaba un samovar, y una mujer con chal vendía pescado ahumado y escabechado. A las mesas había sentadas quince o veinte personas. Nadie prestó demasiada atención a un soldado y a un campesino que obviamente confiaba en vender su saco de cebollas. Un joven ataviado con una guerrera azul de obrero de fábrica los siguió y entró en la sala. Walter intercambió una mirada fugaz con él y miró cómo se sentaba, encendía un cigarrillo y abría un ejemplar del Pravda.

—¿Podría comer algo? Estoy hambriento, pero es posible que un campesino no pueda permitirse los precios de este lugar —dijo Walter.

Grigori pidió una ración de pan negro y arenques, y dos vasos de té azucarado. Walter devoró la comida. Después de observarlo unos minutos, Grigori se echó a reír.

—No puedo creer que hayas pasado por un campesino —comentó—. Yo habría sabido al instante que eres un burgués.

—¿Por qué?

—Llevas las manos sucias, pero comes con delicadeza y te limpias la boca con un trapo como si fuera una servilleta de hilo. Un campesino auténtico engulle la comida y sorbe ruidosamente el té antes de tragarla.

A Walter le irritó aquella condescendencia. «A fin de cuentas, he sobrevivido tres días en un maldito tren —pensó—. Ya quisiera verte a ti haciendo lo mismo en Alemania.» Era el momento de recordar a Peshkov que tenía que ganarse el dinero.

—Cuéntame cómo les va a los bolcheviques.

—Peligrosamente bien —contestó Grigori—. Miles de rusos se han afiliado al partido en los últimos meses. León Trotski ha anunciado al fin su apoyo. Deberías oírlo. Casi todas las noches abarrota el Cirque Moderne. —Walter advirtió que Grigori idolatraba a Trotski, aunque los alemanes sabían que su oratoria era hechizadora. Era una buena adquisición para los bolcheviques—. En febrero teníamos diez mil miembros; hoy tenemos doscientos mil —concluyó, ufano.

—Eso está bien. Pero ¿podéis cambiar las cosas? —preguntó Walter.

—Tenemos muchas posibilidades de ganar las elecciones a la Asamblea Constituyente.

—¿Cuándo se celebrarán?

—Se han aplazado mucho…

—¿Por qué?

Grigori suspiró.

—Primero el gobierno provisional convocó un consejo de representantes que, al cabo de dos meses, finalmente accedió a la creación de un segundo consejo con sesenta miembros para redactar la ley electoral…

—¿Por qué? ¿Por qué un proceso tan complicado?

Grigori parecía airado.

—Dicen que quieren que las elecciones sean absolutamente incontestables, pero la verdadera razón es que los partidos conservadores están dando largas, porque saben que pueden perder.

Solo era un sargento, pensó Walter, pero su análisis parecía elaborado.

—Entonces, ¿cuándo se celebrarán las elecciones?

—En septiembre.

—¿Y por qué crees que los bolcheviques ganaréis?

—Aún somos el único grupo firmemente comprometido con la paz. Y todos lo saben… gracias a los periódicos y los panfletos que hemos hecho circular.

—¿Por qué has dicho que os va «peligrosamente bien»?

—Porque eso nos convierte en el principal objetivo del gobierno. Se ha expedido una orden de detención contra Lenin. Ha tenido que esconderse. Pero seguirá dirigiendo el partido.

Walter también creyó esto. Si Lenin había podido mantener el control de su partido desde su exilio en Zurich, sin duda podría hacerlo desde algún lugar secreto dentro de Rusia.

El alemán había efectuado la entrega y recabado la información que precisaba. Había cumplido su misión. Le inundó una sensación de alivio. Lo único que tenía que hacer ya era volver a casa.

Empujó con un pie hacia Grigori el saco que contenía los diez mil rublos. Apuró el té y se puso en pie.

—Que disfrutes de las cebollas —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

Por el rabillo del ojo vio cómo el hombre de la guerrera azul plegaba el Pravda y se levantaba.

Walter compró un billete para Luga y subió al tren. Entró en un vagón de tercera, se abrió paso entre un grupo de soldados que fumaban y bebían vodka, una familia de judíos con todas sus pertenencias atadas en fardos y varios campesinos con jaulas vacías en las que quizá habían transportado las gallinas que acababan de vender. Al llegar al final del vagón, se detuvo y miró atrás.

El hombre de la guerrera azul entró el vagón.

Walter lo observó unos instantes; el desconocido avanzaba entre el resto de los pasajeros apartándolos a codazos sin la menor consideración. Solo un policía haría algo así.

Walter saltó del tren y abandonó la estación a toda prisa. Recordando el paseo exploratorio de la tarde, se dirigió a paso ligero hacia el canal. Era verano, la época del año en que las noches eran más cortas, por lo que aún había claridad. Confió en haber despistado al hombre de la guerrera azul, pero cuando volvió la mirada atrás vio que iba tras él. Probablemente había estado siguiendo a Peshkov y había decidido investigar al amigo campesino que vendía cebollas.

El hombre apuró el paso.

Si apresaban a Walter, lo fusilarían por espía. Solo tenía una salida.

Se encontraba en una barriada humilde. Todo Petrogrado parecía pobre, pero aquel barrio albergaba los hoteles baratos y los bares lúgubres que solían aglomerarse cerca de las estaciones de tren de todo el mundo. Walter echó a correr, y el sujeto de la guerrera azul hizo lo propio.

Von Ulrich llegó a una fábrica de ladrillos, junto al canal. Lo tapiaba un muro alto y una cancela con barrotes de hierro, pero al lado había un almacén abandonado, en ruinas y sin vallar. Walter dobló por esa calle, cruzó corriendo el recinto del almacén hacia el canal, trepó el muro y saltó a la fábrica.

Tenía que haber algún vigilante allí, pero Walter no vio a nadie. Buscó un rincón donde esconderse. Lamentó que aún hubiera tanta luz. El patio disponía de un pequeño embarcadero de madera. A su alrededor, por todas partes, se alzaban pilas de ladrillos de la altura de un hombre, pero Walter necesitaba ver sin ser visto. Fue hacia una pila medio derruida —supuso que parte de sus ladrillos habrían sido ya vendidos— y recolocó varios dejando una pequeña rendija por la que mirar mientras se ocultaba detrás. Se sacó el Mosin-Nagant del cinturón y lo amartilló.

Instantes después vio al hombre de la guerrera azul saltar de lo alto del muro.

Era un individuo de estatura mediana, delgado y con un bigote fino. Parecía asustado; había comprendido ya que no seguía a un mero sospechoso. Estaba metido en una persecución en toda regla, y no sabía si él era el cazador o la presa.

Desenfundó un revólver.

Walter apuntó a la guerrera azul por la rendija, pero no estaba lo bastante cerca para estar seguro de alcanzarle.

El hombre se quedó inmóvil un momento, barriendo el patio con la mirada, visiblemente indeciso sobre qué era lo que debía hacer. Al rato se dio la vuelta y se dirigió hacia el agua con paso vacilante.

Walter lo siguió. Se habían invertido los papeles.

El hombre fue esquivando las pilas, rastreando el lugar. Walter lo imitó, escondiéndose tras los ladrillos cuando el otro detenía sus pasos y aproximándose cada vez un poco más a él. No quería un tiroteo prolongado, pues podría atraer la atención de otros policías. Tenía que abatir a su enemigo de uno o dos disparos y marcharse de allí a toda prisa.

Cuando el hombre alcanzó la orilla del canal, apenas los separaban diez metros. Miró a un lado y al otro, como creyendo que Walter pudiera haber huido en una barca a remo.

El alemán salió a descubierto y lanzó un guijarro contra la espalda de la guerrera azul.

El hombre se dio la vuelta y miró directamente a Walter.

Y gritó.

Fue un grito agudo, afeminado, de sorpresa y terror. En ese instante, Walter supo que recordaría ese grito el resto de su vida.

Apretó el gatillo, se oyó la detonación del revólver y el grito cesó al instante.

Solo había necesitado un disparo. El policía secreto se desplomó inerte en el suelo.

Walter se inclinó sobre el cuerpo. Los ojos del hombre miraban sin vida al cielo. No tenía pulso, no respiraba.

Von Ulrich arrastró el cuerpo hasta el canal. Le metió ladrillos en los bolsillos del pantalón a modo de plomada. A continuación, lo deslizó sobre el bajo antepecho y lo dejó caer al agua.

El hombre se hundió, y Walter se dio la vuelta y se marchó.

IV

Grigori se encontraba en una sesión del Sóviet de Petrogrado cuando comenzó la contrarrevolución.

Se sintió inquieto, pero no sorprendido. A medida que los bolcheviques ganaban popularidad, las reacciones habían ido tornándose más violentas y crueles. El partido estaba obteniendo buenos resultados en las elecciones locales, adquiriendo el control de un sóviet regional tras otro, y había obtenido el 33 por ciento de los votos al ayuntamiento de Petrogrado. En respuesta, el gobierno —dirigido por Kérenski— detuvo a Trotski y de nuevo retrasó las ya aplazadas elecciones generales a la Asamblea Constituyente. Los bolcheviques no se habían cansado de decir que el gobierno provisional nunca celebraría unas elecciones generales, y este nuevo aplazamiento reforzaba su credibilidad.

Entonces intervino el ejército.

El general Kornílov era un cosaco de cabeza rapada que tenía el corazón de un león y el cerebro de una oveja, según el famoso comentario del general Alexéiev. El 9 de septiembre, Kornílov ordenó marchar a sus tropas sobre Petrogrado.

El Sóviet reaccionó rápidamente. Los delegados decidieron crear el Comité para la Lucha contra la Contrarrevolución.

Un comité no era nada, pensó Grigori con impaciencia. Se puso en pie, conteniendo la ira y el temor. Como delegado del 1.er Regimiento de Artillería, se le escuchaba con respeto, especialmente en lo referente a asuntos militares.

—Un comité no tiene sentido si sus miembros solo se dedican a hacer discursos —dijo, vehemente—. Si los informes que acabamos de oír son ciertos, algunas de las tropas de Kornílov no se encuentran lejos de los límites de la ciudad de Petrogrado. Solo se les puede detener por la fuerza. —Siempre llevaba el uniforme de sargento, junto con el fusil y el revólver—. El comité no servirá de nada a menos que movilice a los obreros y los soldados de Petrogrado contra el motín del ejército.

Grigori sabía que solo el partido bolchevique podría movilizar al pueblo. Y el resto de los delegados también lo sabían, al margen del partido al que pertenecieran. Al final se acordó de que el comité estaría formado por tres mencheviques, tres socialistas revolucionarios y tres bolcheviques, entre ellos Grigori; pero todos tenían claro que los bolcheviques eran los únicos que contaban.

En cuanto se decidió esto, el Comité para la Lucha abandonó la sala de debate. Hacía seis meses que Grigori era político, y ya había aprendido cómo funcionaba el sistema. Obvió la composición formal del comité e invitó a una docena de personas útiles a que se sumaran a él, entre ellos Konstantín, de la fábrica Putílov, e Isaak, del 1.er Regimiento de Artillería.

El Sóviet se había trasladado del Palacio de Táurida al instituto Smolni, una antigua escuela femenina, y el comité se reunió en un aula, tapizada con bordados enmarcados y acuarelas cursis.

—¿Tenemos alguna moción que debatir? —preguntó el presidente.

Era una sandez, pero Grigori llevaba suficiente tiempo siendo delegado para saber sortearla. Reaccionó al instante para hacerse con el control de la reunión y conseguir que el comité se centrara en la acción y no en las palabras.

—Sí, camarada presidente. Con la venia —dijo—. En mi opinión, hay cinco cosas que debemos hacer. —Siempre era una buena idea ofrecer una enumeración, la gente creía que tenía que escuchar hasta el final—. Una: movilizar a los soldados de Petrogrado contra el motín del general Kornílov. ¿Cómo podemos conseguirlo? Propongo que el cabo Isaak Ivánovich elabore un listado con los principales cuarteles y los nombres de líderes revolucionarios de confianza en cada uno de ellos. Habiendo identificado a nuestros aliados, deberíamos enviar una carta con la instrucción de que se pongan a las órdenes de este comité y se preparen para repeler a los amotinados. Si Isaak se pone ahora con ello, podría proporcionarnos el listado y la carta en pocos minutos para que este comité los apruebe.

Grigori hizo una breve pausa para dejar que los presentes asintieran e, interpretando ese gesto como una aprobación, prosiguió.

—Gracias. Proceda, camarada Isaak. Segundo: debemos enviar un mensaje a Kronstadt. —La base naval de Kronstadt, una isla situada a veinte millas de la costa, era funestamente famosa por el trato brutal que dispensaba a los marineros, en especial a los reclutas más jóvenes. Seis meses antes, los marineros se habían rebelado contra sus verdugos, y habían torturado y asesinado a muchos de sus oficiales. El lugar se había transformado en un bastión radical—. Los marineros deben armarse, desplegarse en Petrogrado y ponerse a nuestras órdenes. —Grigori señaló a un delegado bolchevique que sabía próximo a los marineros—. Camarada Gleb, ¿asumirá esa tarea, con el beneplácito del comité?

Gleb asintió.

—Si se me permite, redactaré una carta para que nuestros presidentes la firmen, y después la llevaré a Kronstadt en persona.

—Hágalo, por favor.

Los miembros del comité parecían ya algo desconcertados. Las cosas avanzaban más deprisa de lo habitual. Solo los bolcheviques permanecían impertérritos.

—Tercero: debemos organizar a los obreros de las fábricas en unidades defensivas y armarlos. Podemos conseguir las armas en arsenales del ejército y fábricas de armamento. La mayoría de los obreros precisarán cierto adiestramiento en el uso de armas de fuego y disciplina militar. Recomiendo que esta tarea la lleven a cabo conjuntamente los sindicatos y la Guardia Roja. —La Guardia Roja estaba formada por soldados y obreros revolucionarios armados. No todos eran bolcheviques, pero por lo general obedecían órdenes de los comités bolcheviques—. Propongo que el camarada Konstantín, delegado de la fábrica Putílov, se encargue de esto. Él sabrá cuál es el sindicato mayoritario en cada una de las fábricas principales.

Grigori sabía que estaba convirtiendo a la población de Petrogrado en un ejército revolucionario, y los otros bolcheviques del comité también, pero ¿lo advertirían los demás? Al final de este proceso, asumiendo que la contrarrevolución fuera sofocada, a los moderados les resultaría muy difícil desmantelar la fuerza que habían creado y restaurar la autoridad del gobierno provisional. Si pensaban a tan largo plazo, podrían intentar moderar o cambiar radicalmente lo que Grigori estaba proponiendo. Pero por el momento estaban centrados en prevenir un golpe de Estado. Como era habitual, solo los bolcheviques tenían una estrategia.

—Sí, por supuesto, confeccionaré un listado —dijo Konstantín. Obviamente, favorecería a los líderes sindicalistas bolcheviques, aunque también era cierto que eran los que estaban siendo más eficientes.

—Cuatro —prosiguió Grigori—: el Sindicato de Ferroviarios debe hacer todo cuanto esté en sus manos para obstaculizar el avance del ejército de Kornílov. —Los bolcheviques habían luchado con ahínco por hacerse con el control de ese sindicato, y en esos momentos tenían al menos un partidario en cada cochera. Los sindicalistas bolcheviques siempre se ofrecían voluntarios como tesoreros, secretarios o presidentes—. Aunque algunas tropas ya se encuentran de camino por carretera, el grueso de los hombres y sus suministros tendrán que llegar en tren. El sindicato podría asegurarse de que sean retenidos o desviados de su ruta. Camarada Víktor, ¿puede confiarle el comité esta tarea?

Víktor, delegado del sindicato, asintió.

—Crearé un comité a tal efecto en el seno del sindicato para organizar el desbaratamiento del avance de los amotinados.

—Por último: deberíamos exhortar a otras ciudades a que creen comités como este —dijo Grigori—. La revolución debe ser defendida en todas partes. ¿Desea algún miembro de este comité sugerir con qué ciudades deberíamos ponernos en contacto?

Era una distracción deliberada, y surtió efecto. Alegrándose de tener algo que hacer, los miembros del comité citaron los nombres de ciudades que deberían organizar comités para la lucha. De este modo Grigori se aseguró de que no se detuvieran a analizar sus propuestas más importantes y estas prosperasen, y de que en ningún momento se plantearan las consecuencias a largo plazo de armar a los ciudadanos.

Isaak y Gleb redactaron los borradores de las cartas y el presidente los firmó sin mayor discusión. Konstantín elaboró una lista con los líderes de las fábricas y empezó a enviarles mensajes. Víktor se marchó para organizar a los ferroviarios.

El comité empezó a debatir la redacción de una carta a las ciudades vecinas. Grigori se escabulló. Ya tenía lo que quería. La defensa de Petrogrado, y de la revolución, estaba encaminada. Y los bolcheviques, al cargo de ella.

Lo que necesitaba entonces era información fidedigna sobre el paradero del ejército contrarrevolucionario. ¿Era cierto que había tropas aproximándose a los barrios del sur de Petrogrado? En tal caso, habría que encargarse de ellas deprisa y adelantarse al Comité para la Lucha.

Cruzó el puente y recorrió a pie el breve trecho que distaba entre el instituto Smolni y los cuarteles. Allí encontró a los soldados preparándose ya para combatir a los amotinados de Kornílov. Reunió a un conductor y a tres soldados revolucionarios de confianza, y, a bordo de un carro blindado, cruzaron la ciudad en dirección al sur.

Con la menguante luz de la tarde otoñal, zigzaguearon por el extrarradio en busca del ejército invasor. Tras un par de infructíferas horas, Grigori concluyó que era muy probable que los informes acerca de la progresión de Kornílov fueran exagerados. En cualquier caso, seguramente no iba a encontrar más que alguna avanzadilla. Aun así, era importante inspeccionarla y persistió en su búsqueda.

Finalmente toparon con una brigada de infantería acampada en una escuela.

Grigori sopesó la posibilidad de volver a los cuarteles y regresar con el 1.er Regimiento de Artillería para atacar, pero se le ocurrió una solución mejor. Era arriesgada, pero si funcionaba ahorraría mucho derramamiento de sangre.

Iba a intentar ganar hablando.

Pasaron junto a un apático centinela, accedieron al patio de la escuela y Grigori se apeó del vehículo. Como precaución, desenfundó la bayoneta de pica calzada en el extremo del fusil y la colocó en posición de ataque. Luego se colgó el fusil al hombro. Se sentía vulnerable, pero se obligó a parecer relajado.

Varios soldados se acercaron a él.

—¿Qué está haciendo aquí, sargento? —le preguntó un coronel.

Grigori no le hizo caso y se dirigió a un cabo.

—Necesito hablar con el líder de vuestro comité de soldados, camarada —dijo.

—En esta brigada no hay comités de soldados, camarada. Vuelva al carro y lárguese de aquí —espetó el coronel.

Pero el cabo habló con tono desafiante, aunque nervioso.

—Yo era el líder del comité de mi pelotón, sargento… antes de que se prohibieran los comités, claro.

La ira enturbió el semblante del coronel.

Grigori comprendió que aquello era la revolución en miniatura. ¿Quién se impondría, el coronel o el cabo?

Otros soldados se acercaron para escuchar.

—Entonces, dime —instó Grigori al cabo—, ¿por qué atacáis a la revolución?

—No, no —contestó el cabo—. Estamos aquí para defenderla.

—Alguien te ha mentido. —Grigori se dio la vuelta y alzó la voz para dirigirse a los presentes—: El primer ministro, el camarada Kérenski, ha destituido al general Kornílov, pero Kornílov se niega a marcharse, y por eso os ha enviado a Petrogrado para que ataquéis la ciudad.

Se oyó un murmullo reprobatorio.

El coronel parecía incómodo: Grigori estaba en lo cierto.

—¡Basta de mentiras! —bramó—. ¡Márchese de aquí, sargento, o tendré que dispararle!

—No toque su arma, coronel —repuso Grigori—. Sus hombres tienen derecho a saber la verdad. —Miró a la creciente muchedumbre—. ¿No es así?

—¡Sí! —exclamaron varios.

—No me gusta lo que ha hecho Kérenski —prosiguió Grigori—. Ha restituido la pena de muerte y la flagelación. Pero es nuestro líder en la revolución. Mientras que vuestro general Kornílov quiere destruirla.

—¡Mentiras! —vociferó el coronel, airado—. ¿No lo entendéis? Este sargento es un bolchevique. ¡Todo el mundo sabe que los bolcheviques están a sueldo de los alemanes!

El cabo intervino:

—¿Cómo vamos a saber a quién debemos creer? Usted dice una cosa, sargento, pero el coronel dice otra.

—No nos creáis a ninguno de los dos —dijo Grigori—. Id y averiguadlo vosotros mismos. —Alzó la voz para asegurarse de que todos lo oyeran—: No tenéis por qué esconderos en esta escuela. Id a la fábrica más cercana y preguntad a cualquier obrero. Hablad con los soldados que veáis por la calle. Pronto sabréis la verdad.

El cabo asintió.

—Buena idea.

—No haréis tal cosa —replicó el coronel, furioso—. Os estoy ordenando a todos que no salgáis del recinto de la escuela.

Eso era un gran error, pensó Grigori, y espetó:

—Vuestro coronel no quiere que preguntéis y os informéis. ¿No demuestra eso que os está mintiendo?

El coronel se llevó una mano al revólver y dijo:

—¡Esas son palabras de amotinado, sargento!

Los hombres miraron fijamente al coronel y a Grigori. Era un momento crítico, y la muerte estaba más cerca de Grigori de lo que lo había estado nunca.

De pronto, Grigori cayó en la cuenta de que estaba en desventaja. Se había centrado tanto en sus argumentos que había olvidado prever qué haría después. Portaba el fusil al hombro, pero con el seguro puesto. Le llevaría varios segundos descolgárselo, desengranar la incómoda presilla que bloqueaba el seguro y colocar el arma en posición de ataque. El coronel podía desenfundar y disparar su revólver mucho más deprisa. Grigori sintió un acceso de miedo, y tuvo que reprimir el impulso de dar media vuelta y salir corriendo.

—¿Amotinado? —dijo para ganar tiempo, procurando que el miedo no debilitara el tono asertivo de su voz—. Cuando un general destituido marcha sobre la capital pero las tropas se niegan a atacar a su gobierno legítimo, ¿quién es el amotinado? Yo digo que es el general, y aquellos oficiales que intentan llevar a término sus órdenes desleales.

El coronel desenfundó el revólver.

—Márchese de aquí, sargento. —Se volvió hacia los demás—. Y vosotros, volved a la escuela y reuníos en el vestíbulo. Recordad: la desobediencia es un delito en el ejército, y se ha restituido la pena de muerte. Dispararé a todo el que se niegue a obedecerme.

Apuntó al cabo con el arma.

Grigori vio que los hombres estaban a punto de obedecer a su autoritario oficial, muy seguro de sí mismo y armado. Comprendió, desesperado, que solo quedaba una salida: tenía que matar al coronel.

Vio cómo hacerlo. En realidad, tendría que ser muy rápido, pero creyó que podría conseguirlo.

Si fallaba, moriría.

Se descolgó el fusil del hombro izquierdo y, sin detenerse a pasárselo a la mano derecha, embistió con todas sus fuerzas contra un costado del coronel. La afilada punta de la larga bayoneta rasgó la tela de su uniforme, y Grigori notó cómo penetraba en su blando vientre. El coronel profirió un grito de dolor, pero no se desplomó. A pesar de estar herido, se volvió dibujando un arco en el aire con el revólver. Apretó el gatillo.

Erró el disparo.

Grigori presionó el fusil hacia dentro y arriba, en dirección al corazón. El rostro del coronel se contrajo por la agonía y abrió la boca, pero ningún sonido brotó de ella; instantes después cayó al suelo, sin soltar el revólver.

Grigori arrancó la bayoneta de un tirón.

El revólver se desprendió de los dedos del coronel.

Todos lo miraron perplejos mientras el oficial se retorcía en un tormento mudo sobre el césped agostado del patio. Grigori quitó el seguro al fusil, apuntó al corazón del coronel y disparó dos veces. El hombre quedó inmóvil.

—Como usted bien ha dicho, coronel —declaró Grigori—, es la pena de muerte.

V

Fitz y Bea tomaron un tren en Moscú acompañados solo por la doncella rusa de la princesa, Nina, y el ayuda de cámara del conde, Jenkins, antiguo campeón de boxeo rechazado por el ejército por su incapacidad para ver más allá de diez metros.

Se apearon en Bulovnir, la diminuta estación que daba acceso a la finca del príncipe Andréi. Los expertos de Fitz habían sugerido que Andréi construyera allí una pequeña villa, con un depósito de madera, silos y un molino, pero nada se había hecho, y los campesinos seguían transportando sus productos a caballo o en carreta hasta el mercado de una vieja ciudad situada a unos treinta kilómetros de allí.

Andréi había enviado un carruaje a recogerlos, con un hosco conductor que se dedicó a mirar mientras Jenkins cargaba los baúles en la parte posterior del vehículo. Mientras avanzaban por un camino de tierra que discurría entre labrantíos, Fitz recordó su anterior visita; la había hecho en condición de esposo de la princesa recién casada, y los aldeanos se acercaron a las márgenes del camino para aclamarlos. Ese día el ambiente era muy distinto. Los hombres que trabajaban en los campos apenas alzaban la mirada cuando el carruaje pasaba, y los habitantes de los pueblos y las aldeas les daban la espalda deliberadamente.

Era algo que irritaba y malhumoraba a Fitz, pero su ánimo mejoró al ver de nuevo las desgastadas piedras de la vieja casa, teñidas de un tono amarillento por el sol bajo de la tarde. Un pequeño tropel de sirvientes con uniformes inmaculados emergieron por la puerta principal como patos acudiendo al abrevadero y se afanaron alrededor del carruaje, abriendo puertas y cargando con el equipaje. El mayordomo de Andréi, Gueorgui, besó la mano de Fitz y recitó una frase en inglés que obviamente había aprendido de memoria:

—Bienvenido de nuevo a su hogar en Rusia, conde Fitzherbert.

Las casas rusas solían ser imponentes, pero acostumbraban a estar deslucidas, y Bulovnir no era una excepción. El vestíbulo de doble altura necesitaba una mano de pintura, la araña de luces, de valor incalculable, estaba cubierta de polvo y un perro había orinado en el suelo de mármol. El príncipe Andréi y la princesa Valeria aguardaban bajo un gran retrato del abuelo de Bea, que los miraba severo y ceñudo.

Bea corrió hasta Andréi y lo abrazó.

Valeria era una belleza clásica, con rasgos uniformes y el cabello negro, que llevaba pulcramente peinado. Le estrechó la mano a Fitz y dijo en francés:

—Gracias por venir. Nos alegramos mucho de veros.

Cuando Bea se separó al fin de Andréi, enjugándose las lágrimas, Fitz le tendió una mano. Andréi le devolvió la izquierda: la manga derecha de la chaqueta colgaba vacía. Estaba pálido y delgado, como si lo aquejara una enfermedad devastadora, y su barba empezaba a lucir trazas grises, aunque solo tenía treinta y tres años.

—No os hacéis una idea de cuánto me alivia veros —dijo.

—¿Algo va mal? —preguntó Fitz. Hablaban en francés, idioma que todos dominaban.

—Ven a la biblioteca. Valeria acompañará arriba a Bea.

Dejaron a las mujeres y entraron en una sala polvorienta repleta de libros encuadernados en cuero, que daban la impresión de no haber sido abiertos en mucho tiempo.

—He pedido que nos sirvan té. Me temo que no tenemos jerez.

—El té será perfecto, gracias. —Fitz se acomodó en una silla. Le dolía la pierna herida, resentida del largo viaje—. ¿Qué ocurre?

—¿Vas armado?

—Sí, en efecto. Llevo mi revólver de servicio en el equipaje. —Fitz tenía un Webley Mark V que le habían asignado en 1914.

—Por favor, tenlo a mano. Yo no me separo del mío. —Andréi se abrió la chaqueta para mostrarle la pistolera que llevaba al cinturón.

—Será mejor que me expliques por qué.

—Los campesinos han creado un Comité de la Tierra. Algunos socialistas revolucionarios han hablado con ellos y les han insuflado ideas estúpidas. Ahora reclaman el derecho de apoderarse de todas las tierras que no estoy cultivando y repartírselas.

—¿Ya había ocurrido antes?

—En los tiempos de mi abuelo. Ahorcamos a tres campesinos y creímos que eso había zanjado el asunto. Pero esas ideas endemoniadas seguían latentes, y han resurgido años después.

—¿Qué has hecho esta vez?

—Les solté un sermón y les mostré que había perdido el brazo defendiéndolos de los alemanes, y se calmaron… hasta hace unos días, cuando media docena de hombres regresaron del frente. Aseguraban que habían sido dados de baja en el ejército, pero estoy seguro de que desertaron. Por desgracia, es imposible comprobarlo.

Fitz asintió. La ofensiva Kérenski había sido un fracaso, y los alemanes y los austríacos habían contraatacado. Los rusos habían sido aplastados, y en esos momentos los alemanes se dirigían a Petrogrado. Miles de soldados rusos habían abandonado el campo de batalla y vuelto a sus pueblos.

—Trajeron consigo los fusiles, y revólveres que debieron de robar a los oficiales o a los prisioneros alemanes. En cualquier caso, están bien armados, y llenos de ideas subversivas. Hay un cabo, Fiódor Igórovich, que parece ser el cabecilla. Le dijo a Gueorgui que no entendía por qué yo seguía reclamando la propiedad de ninguna tierra, y aún menos de las que están en barbecho.

—No comprendo qué les está pasando a los hombres en el ejército —espetó Fitz, exasperado—. Uno piensa que aprenden el valor de la autoridad y la disciplina, pero da la impresión de que está ocurriendo todo lo contrario.

—Me temo que la situación ha alcanzado un punto crítico esta mañana —prosiguió Andréi—. El hermano pequeño del cabo Fiódor, Iván Igórovich, llevó su ganado a pastar en mis campos. Gueorgui se enteró, y fui con él a ver a Iván para aclarar la situación. Empezamos a desviar al ganado hacia el camino. Él intentó cerrar la cancela para impedírnoslo. Yo llevaba una escopeta, y le golpeé en la cabeza con la culata. La mayoría de esos malditos campesinos tienen la cabeza dura como una bala de cañón, pero ese era distinto, y el desgraciado se desplomó y murió. Los socialistas están usando eso como excusa para agitar a todo el mundo.

Fitz ocultó cortésmente su repugnancia. Reprobaba la práctica rusa de golpear a los subordinados, y no le sorprendió que hubiera desembocado en aquella clase de agitación.

—¿Se lo has contado a alguien?

—Envié un mensaje a la ciudad, informando de la muerte del hombre y solicitando un destacamento de policía o de soldados para imponer el orden, pero aún no he recibido respuesta.

—De modo que, de momento, estamos solos.

—Sí. Si las cosas empeoran, me temo que tendríamos que alejar de aquí a las mujeres.

Fitz se sintió desolado. Aquello era mucho peor de lo que había supuesto. Podrían morir todos. Aquella visita había sido un terrible error. Tenía que llevarse a Bea de allí lo antes posible.

Se puso en pie. Sabedor de que los ingleses en ocasiones presumían ante los extranjeros de su frialdad frente a las crisis, dijo:

—Será mejor que vaya a cambiarme para la cena.

Andréi lo acompañó a su dormitorio. Jenkins había sacado ya su ropa de etiqueta y la había planchado. Fitz empezó a desvestirse. Se sentía imprudente. Había puesto en peligro la vida de Bea, y también la suya. Se había formado una valiosa imagen de la situación en Rusia, pero el informe que redactaría apenas compensaba el riesgo que había asumido. Se había dejado convencer por su esposa, y eso siempre era una equivocación. Decidió que tomarían el primer tren de la mañana.

Su revólver descansaba sobre el tocador junto con los gemelos. Lo inspeccionó, lo abrió y lo cargó con cartuchos Webley de calibre 455. No tenía dónde guardarlo en aquel traje. Al final, se lo embutió en el bolsillo de los pantalones, pese a lo antiestético del bulto.

Llamó a Jenkins para que retirase su ropa de viaje y entró en el dormitorio de Bea. Ella, en ropa interior, se miraba en el espejo mientras se probaba un collar. Parecía más voluptuosa de lo habitual, sus senos y caderas algo más carnosos, y Fitz se preguntó súbitamente si acaso estaría embarazada. Había tenido náuseas esa mañana, recordó, en el trayecto en coche por Moscú hacia la estación de tren. Eso le devolvió a la memoria su primer embarazo, y lo llevó de vuelta a una época que ya consideraba dorada, cuando tenía a Ethel y a Bea, y no había guerra.

Estaba a punto de decirle que tendrían que marcharse al día siguiente cuando miró por la ventana un instante y se quedó petrificado.

El dormitorio se hallaba en la parte frontal de la casa y daba al parque y a los campos que la separaban del pueblo más próximo. Lo que atrajo la atención de Fitz fue una muchedumbre. Con un hondo y agorero presentimiento, fue hasta la ventana y escrutó el terreno.

Vio a un centenar aproximado de campesinos cruzando el parque en dirección a la casa. Aunque aún había luz, muchos de ellos llevaban antorchas encendidas. Algunos, según vio, también fusiles.

—Oh, mierda —masculló.

Bea dio un respingo.

—¡Fitz! ¿Has olvidado que estoy aquí?

—Mira esto —le dijo el conde.

La princesa contuvo el aliento.

—¡Oh, no!

—¡Jenkins! ¡Jenkins! ¿Estás ahí? —gritó Fitz. Abrió la puerta que daba a su dormitorio y vio al ayuda de cámara, que, perplejo, colgaba la ropa de viaje en una percha—. ¡Corremos peligro de muerte! Tenemos que marcharnos de aquí inmediatamente. Ve al establo, prepara el carruaje y llévalo a la puerta de la cocina tan deprisa como puedas.

Jenkins dejó caer el traje al suelo y salió disparado.

Fitz se volvió hacia Bea.

—Ponte un abrigo, el que sea, y unos zapatos cómodos. Luego baja a la cocina y espérame allí.

Para alivio de Fitz, su esposa no dio la menor muestra de histeria, sino que se limitó a hacer lo que él le había dicho.

Fitz salió del dormitorio y se dirigió renqueando tan deprisa como pudo hasta el de Andréi. Su cuñado no se encontraba allí, ni tampoco Valeria.

Bajó las escaleras. Gueorgui y otros sirvientes, todos hombres, estaban en el vestíbulo visiblemente asustados. Fitz también lo estaba, pero confiaba en ser capaz de disimularlo.

Encontró al príncipe y a la princesa en la sala de estar. Sobre una mesa había una botella de champán en hielo y dos copas llenas, pero ninguno de los dos bebía. Andréi estaba de pie frente a la chimenea y Valeria, junto a la ventana, observando a la turba, que seguía aproximándose. Fitz se acercó a ella. Los campesinos casi habían llegado a la puerta. Varios iban armados; la mayoría llevaban cuchillos, martillos y guadañas.

—Gueorgui va a intentar razonar con ellos —dijo Andréi—, y si eso falla, tendré que hacerlo yo mismo.

—¡Por el amor de Dios, Andréi! ¡Ya no es momento de hablar! ¡Tenemos que marcharnos ahora mismo! —repuso Fitz.

Antes de que Andréi pudiera contestar, oyeron voces exaltadas en el vestíbulo.

Fitz fue hasta la puerta y abrió una rendija. Vio a Gueorgui discutiendo con un campesino joven, alto y con un poblado bigote que le cruzaba las mejillas: Fiódor Igórovich, dedujo. Estaban rodeados de hombres y varias mujeres, algunos enarbolaban antorchas encendidas. Otros pugnaban por entrar por la puerta principal. Resultaba difícil entender su acento local, pero uno gritó una frase que se repitió varias veces:

—¡Hablaremos con el príncipe!

Andréi también lo oyó y pasó de largo junto a Fitz en dirección al vestíbulo.

—No… —dijo Fitz, pero ya era demasiado tarde.

La muchedumbre abucheó y silbó cuando Andréi apareció vestido de etiqueta.

Alzando la voz, Andréi dijo:

—Si os marcháis todos ahora, es posible que no tengáis más problemas.

—Usted es quien tiene problemas… —le espetó Fiódor—. ¡Ha matado a mi hermano!

Con un movimiento raudo y repentino, Fiódor dio la vuelta al fusil y golpeó a Andréi en la cara con la culata.

Andréi retrocedió a trompicones y se palpó la mejilla.

Los campesinos vitorearon.

—¡Esto es lo que usted le hizo a Iván! —gritó Fiódor.

Fitz se llevó una mano al revólver.

Fiódor alzó el fusil por encima de la cabeza. Por un instante, el largo Mosin-Nagant se cernió en el aire como el hacha de un verdugo. Luego Fiódor lo bajó con fuerza y asestó otro golpe en la cabeza a Andréi. Se oyó un crujido espeluznante, y el príncipe cayó al suelo.

Valeria gritó.

Fitz, de pie junto a la puerta entornada, soltó con el pulgar el seguro del revólver, situado en el lado izquierdo del cañón, y apuntó a Fiódor, pero los campesinos se arracimaron alrededor de su objetivo. Empezaron a dar patadas y golpes a Andréi, que yacía en el suelo inconsciente. Valeria intentó llegar hasta él para ayudarlo, pero no consiguió abrirse paso entre el gentío.

Un campesino que llevaba una guadaña arremetió contra el retrato del severo abuelo de Bea y rasgó el lienzo. Uno de los hombres disparó contra la araña de luces, que cayó y se rompió en mil pedazos. Unas cortinas empezaron a arder: alguien había acercado una antorcha a ellas.

Fitz había estado en el campo de batalla y había aprendido que la gallardía debía templarse con el cálculo frío. Sabía que él solo no podría salvar a Andréi de aquella turba. Pero tenía que conseguir rescatar a Valeria.

Enfundó el revólver.

Salió al vestíbulo. Toda la atención estaba centrada en el príncipe yaciente. Valeria seguía junto a la turba, golpeando en vano las espaldas de los campesinos que tenía delante. Fitz la agarró por la cintura, la levantó y se la llevó en volandas a la sala de estar. Sintió un dolor tremendo en la pierna al cargar con ella, pero apretó las mandíbulas y siguió.

—¡Suéltame! —gritó ella—. ¡Tengo que ayudar a Andréi!

—¡No podemos ayudarlo! —repuso Fitz.

Se acomodó mejor sobre el hombro a su cuñada para aliviar un poco la presión en la pierna. Al hacerlo, una bala pasó lo bastante cerca para que él pudiera oírla. Fitz miró atrás y vio a un soldado uniformado sonriendo y apuntándolo con una pistola.

Oyó un segundo disparo, y notó un impacto. Por un instante creyó que estaba herido, pero no sentía dolor, y echó a correr hacia la puerta que daba al comedor.

Oyó que el soldado gritaba:

—¡Se la llevan!

Fitz cruzó la puerta justo cuando otra bala alcanzó la madera del marco. A los soldados rasos no se les adiestraba en el uso de pistolas y en muchos casos ignoraban que esas armas eran mucho menos precisas que los fusiles. Corriendo tan deprisa como le permitía la pierna herida, pasó junto a la mesa esmeradamente preparada para que cuatro acaudalados aristócratas cenaran en ella, con cubertería de plata y cristalería. Oyó que le seguían varios hombres. Al final del comedor, otra puerta comunicaba con la zona de las cocinas. Accedió a un pasillo estrecho y de allí a la cocina. Un cocinero y varias criadas habían dejado de trabajar y lo miraron, paralizados y aterrados.

Fitz advirtió que los hombres estaban ya demasiado cerca. En cuanto lo tuvieran a tiro, lo matarían. Tenía que hacer algo para impedirles avanzar.

Bajó a Valeria al suelo. Ella se balanceó, y Fitz vio sangre en su vestido. Le había alcanzado una bala, pero seguía con vida y consciente. La sentó en una silla y volvió al pasillo. El sonriente soldado corría tras él, disparando a discreción y seguido por varios hombres más; la estrechez del pasillo los obligaba a ir en fila. Tras ellos, en el comedor y la sala de estar, Fitz vio llamas.

Desenfundó el Webley. Era un revólver de doble acción, por lo que no era preciso amartillarlo. Desplazando todo su peso a la pierna sana, apuntó con cuidado al vientre del soldado que corría hacia él. Apretó el gatillo, se oyó la explosión y el hombre cayó al suelo de piedra delante de él. En la cocina, Fitz oyó gritar a las mujeres, aterrorizadas.

Fitz disparó de inmediato al siguiente hombre, que también cayó. Volvió a disparar al tercero, con el mismo resultado. El cuarto reculó al comedor.

El conde cerró de golpe la puerta de la cocina. Los demás hombres dudarían, y se preguntarían cómo podían averiguar si Fitz los esperaba con la pistola, y eso le proporcionó justo el tiempo que necesitaba.

Cogió a Valeria, que daba la impresión de estar perdiendo el conocimiento. Fitz nunca había estado en las cocinas de aquella casa, pero avanzó hacia la parte trasera. Enfiló otro pasillo y dejó atrás las despensas y los lavaderos. Finalmente abrió una puerta que daba al exterior.

Al salir, jadeante y con un dolor indecible en la pierna, vio que el carruaje estaba ya preparado y aguardaba por ellos, con Jenkins en el asiento del conductor y Bea dentro con Nina, que sollozaba incontroladamente. Un asustado mozo de cuadra sujetaba las riendas de los caballos.

Cargó con Valeria hasta el carruaje, subió a él y gritó a Jenkins:

—¡Vámonos! ¡Vámonos!

Jenkins fustigó a los caballos, el mozo de cuadra se apartó del camino y el carruaje se puso en marcha.

—¿Estás bien? —le preguntó Fitz a Bea.

—No, pero estoy viva e ilesa. ¿Y tú?

—No me han herido, pero temo por la vida de tu hermano. —En realidad, tenía la certeza de que Andréi ya estaría muerto, pero no quería decírselo.

Bea miró a la princesa.

—¿Qué ha pasado?

—Ha debido de alcanzarla una bala. —Fitz la examinó más de cerca. El rostro de Valeria estaba pálido—. Oh, Dios santo —dijo.

—Está muerta, ¿verdad? —preguntó Bea.

—Tienes que ser valiente.

—Seré valiente. —Bea tomó la mano exánime de su cuñada—. Pobre Valeria.

El carruaje se precipitó por el sendero y dejó atrás la pequeña casa donde la madre de Bea había vivido tras el fallecimiento del padre. Fitz volvió la mirada hacia la gran mansión. Frente a la puerta de la cocina había un grupo de hombres que había visto frustrada su persecución. Uno de ellos los apuntaba con un fusil, y Fitz bajó la cabeza de Bea y se agachó.

Cuando volvió a mirar, ya estaban fuera de su alcance. Los campesinos y el servicio salían de la casa por todas sus puertas. Las ventanas desprendían un brillo extraño, y Fitz comprendió que la mansión estaba ardiendo. Siguió mirando y vio que por la puerta principal empezaba a brotar humo, y que una llama asomaba por una ventana e incendiaba la enredadera que tapizaba la fachada.

El carruaje alcanzó lo alto de una loma y descendió entre traqueteos por el otro lado, y la casa desapareció de su vista.