Mediados de junio de 1917
Ethel jamás había pensado en los derechos de las mujeres hasta que se encontró en la biblioteca de Ty Gwyn, soltera y embarazada, mientras el abogado Solman, hombre tan repugnante, le exponía su situación real. Iba a pasar los mejores años de su vida luchando por alimentar y criar al hijo de Fitz, pero el padre del bebé no tenía obligación de ayudarla en ningún sentido. Esa injusticia había hecho que sintiera deseos de asesinar a Solman.
Su ira se había acrecentado aún más al buscar trabajo en Londres. Solo podría acceder a un empleo si había sido rechazado previamente por un hombre y, en ese caso, le ofrecerían la mitad del salario de aquel o incluso menos.
Sin embargo, su feminismo más airado se había fortalecido como el acero durante los años que había vivido junto a las mujeres curtidas, trabajadoras y más que pobres del East End londinense. Los hombres solían contar el cuento de la distribución de tareas en la familia: ellos salían a ganarse el pan y las mujeres se ocupaban de la casa y de los niños. La realidad era muy distinta. La mayoría de las mujeres que conocía Ethel trabajaba doce horas diarias y además cuidaba de la casa y de los niños. Pese a estar mal alimentadas, explotadas en el trabajo, a pesar de vivir en chabolas y vestir harapos, les quedaba ánimo para cantar canciones, reír y amar a sus hijos. En opinión de Ethel, una sola de esas mujeres tenía más derecho al voto que diez hombres juntos.
Había defendido la causa durante tanto tiempo que sintió algo muy raro cuando el voto femenino se convirtió en una posibilidad real a mediados de 1917. De pequeña había preguntado: «¿Cómo será el cielo?», y jamás había recibido una respuesta satisfactoria.
El Parlamento accedió a debatir la cuestión a mediados de junio.
—Es el resultado de dos compromisos —dijo Ethel, emocionada, a Bernie mientras leía la noticia en The Times—: la Conferencia Parlamentaria, que Asquith creó para esquivar el problema, estaba desesperada por evitar que se armase demasiado revuelo.
Bernie estaba dando a Lloyd el desayuno: tostadas mojadas en té con azúcar.
—Supongo que el gobierno teme que las mujeres vuelvan a encadenarse a las vías del tren.
Ethel asintió en silencio.
—Y si los políticos se dedican a solucionar un lío como ese, el pueblo empezará a decir que no se concentran en ganar la guerra. Así que el comité ha recomendado otorgar el voto solo a las mujeres mayores de treinta años que sean propietarias de una casa o esposas de propietarios. Lo que significa que soy demasiado joven.
—Ese es el primer compromiso —dijo Bernie—. ¿Y el segundo?
—Según Maud, el gabinete estaba dividido. —El gabinete de guerra estaba formado por cuatro hombres más el primer ministro, Lloyd George—. Curzon está en nuestra contra, por supuesto. —El conde Curzon, líder de la Cámara de los Lores, se enorgullecía de su misoginia. Era presidente de la Liga para la Oposición al Sufragio Femenino—. Y también Milner. Pero Henderson nos apoya. —Arthur Henderson era el presidente del Partido Laborista, cuyos diputados apoyaban a las mujeres, aunque muchos hombres laboristas no lo hicieran—. Bonar Law está de nuestro lado, aunque no demuestra demasiado interés.
—Dos a favor, dos en contra, y Lloyd George, como siempre, queriendo contentar a todo el mundo.
—El compromiso es que existirá el voto libre. —Eso significaba que el gobierno no ordenaría a sus partidarios que votaran en uno u otro sentido.
—De esa forma, ocurra lo que ocurra, no será culpa del gobierno —observó Bernie.
—Nadie ha dicho que Lloyd George no fuera ocurrente.
—Pero os ha dado una oportunidad.
—Eso es todo, una oportunidad. Todavía nos queda hacer bastante trabajo de campaña —repuso Ethel.
—Creo que descubrirás que la actitud en general ha cambiado —anunció Bernie con optimismo—. El gobierno está desesperado por conseguir que las mujeres entren en la industria a sustituir a los hombres enviados a Francia, así que están generando montones de propaganda para ensalzar la grandeza de las mujeres como conductoras de autobuses y fabricantes de armamento. Eso hace más difícil que la gente alegue que las mujeres son inferiores.
—Espero que tengas razón —dijo Ethel con fervor.
Llevaban cuatro meses casados, y Ethel no se arrepentía. Bernie era inteligente, interesante y amable. Creían en las mismas cosas y luchaban juntos por conseguirlas. Seguramente, Bernie sería el candidato laborista por Aldgate en las siguientes elecciones generales, se celebrasen cuando se celebrasen; como casi todo, los comicios tenían que esperar a que finalizara la guerra. Bernie sería un buen diputado, trabajador e inteligente. No obstante, Ethel no sabía si el Partido Laborista podría ganar en Aldgate. El diputado de la localidad en ese momento era del Partido Liberal, pero habían cambiado muchas cosas desde los comicios de 1910. Aunque no se admitiese la cláusula sobre el voto para las mujeres, las demás propuestas de la Conferencia Parlamentaria darían el voto a muchos más hombres de la clase trabajadora.
Bernie era un hombre bueno, pero, aunque a Ethel le avergonzase reconocerlo, todavía recordaba con nostalgia a Fitz, que no era inteligente, ni interesante, ni amable, y cuyas creencias estaban totalmente en contra de las suyas. Cuando pensaba en él estaba convencida de no ser mejor que esos hombres que babean al ver a las chicas que bailaban cancán. Esos individuos se excitaban al ver las medias, las combinaciones y las bragas con volantes; se sentía hipnotizada por las suaves manos de Fitz, por su forma de hablar cortante y por su aroma a limpio y ligeramente perfumado.
Sin embargo, ahora era Eth Leckwith. Todos hablaban de Eth y Bernie como si dijeran «sal y pimienta», «té con leche».
Puso los zapatos a Lloyd y lo llevó a casa de la cuidadora; luego se dirigió a la oficina de The Soldier’s Wife. El tiempo era agradable y se sentía animada. «Sí que podemos cambiar el mundo—pensó—. No es fácil, pero sí posible. El periódico de Maud conseguirá respaldo para la aprobación de la ley entre las mujeres de la clase trabajadora, y garantizará que todas las miradas estén puestas en los diputados cuando estos voten.»
Maud ya se encontraba en la diminuta oficina, pues había llegado temprano; sin duda, por las noticias. Estaba sentada en una vieja mesa manchada, llevaba un vestido de verano de color lila y un sombrerito con solapa delantera y trasera, con una llamativa y larguísima pluma que atravesaba la visera. La mayor parte de su ropa era de preguerra, pero seguía vistiendo con elegancia. Parecía alguien con demasiada clase para aquel lugar, como un purasangre en una granja.
—Tenemos que sacar una edición especial —anunció al tiempo que tomaba notas en una libreta—. Estoy escribiendo la primera plana.
A Ethel la invadió una oleada de emoción. Eso era lo que a ella le gustaba: la acción. Se sentó del otro lado de la mesa y dijo:
—Me aseguraré de que el resto de las páginas estén listas. ¿Qué te parece una columna en la que hablemos de cómo pueden colaborar las lectoras?
—Sí. Que vengan a nuestras reuniones, que presionen a su diputado, que escriban una carta a algún periódico, esa clase de cosas.
—Haré un borrador. —Tomó un lápiz y una libreta de un cajón.
—Tenemos que movilizar a las mujeres en contra de esta propuesta de ley —dijo Maud.
Ethel se quedó de piedra, con el lápiz paralizado en la mano.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Has dicho «en contra»?
—Por supuesto. El gobierno solo va a fingir que da el voto a las mujeres, pero seguirá negándonoslo a la mayoría.
Ethel miró al otro lado de la mesa y leyó el titular que Maud había escrito: «¡Votemos en contra de esta farsa!».
—Un segundo. —Ella no lo consideraba una farsa—. Puede que esto no sea lo que todas queremos, pero peor es nada.
Maud la miró, enfadada.
—No, nada no es peor. Esta propuesta de ley solo aspira a la igualdad para las mujeres mayores.
Maud estaba siendo demasiado teórica. Por supuesto que estaba mal el discriminar, por principio, a las mujeres más jóvenes. Pero, en ese preciso instante, no tenía importancia. Era un asunto de realidad política.
—Verás, algunas veces, las reformas tienen que hacerse paso a paso —replicó Ethel—. Poco a poco, todos los hombres han ido consiguiendo el derecho al voto. Incluso ahora, solo la mitad de ellos puede votar…
Maud la interrumpió con brusquedad.
—¿Has pensado en quiénes son las mujeres excluidas?
Era un defecto de Maud el poder parecer, de vez en cuando, prepotente. Ethel intentó no sentirse ofendida. Con calma, respondió:
—Bueno, yo soy una de ellas.
Maud no suavizó el tono.
—La mayoría de las mujeres que se dedican a la fabricación de armamento, y que son esenciales para la campaña de guerra, serán demasiado jóvenes para votar. Y también la mayoría de las enfermeras que han arriesgado su vida al cuidar a los heridos en Francia. Las viudas de los soldados no pueden votar, pese al terrible sacrificio que han hecho, si resulta que viven en casas de alquiler. ¿Es que no te das cuenta de que el objetivo de esta propuesta de ley es convertir a las mujeres en una minoría?
—¿Y por eso quieres hacer campaña en contra de la propuesta de ley?
—¡Por supuesto!
—Es una locura. —Ethel se sintió sorprendida y molesta por estar en tan rotundo desacuerdo con alguien que había sido su amiga y su colega durante tanto tiempo—. Lo siento, pero no veo cómo vamos a pedir a los diputados que voten en contra de algo que hemos exigido durante décadas.
—¡Eso no es lo que vamos a hacer! —Maud se enfadó aún más—. Hemos estado haciendo campaña por la igualdad, y esto no es igualdad. Si caemos en esta trampa, ¡nos quedaremos al margen durante otra generación!
—No se trata de caer o no en una trampa —dijo Ethel, irascible—. A mí no me están tomando el pelo. Entiendo lo que dices… no has sido muy sutil. Pero te equivocas en la valoración.
—¿Ah, sí? —respondió Maud, dándose aires de importancia, y de pronto Ethel le vio el parecido con Fitz: los hermanos defendían los argumentos contrarios con la misma tozudez.
—¡Tú piensa en la propaganda que sacarán los de la oposición! —replicó Ethel—. «Siempre hemos sabido que las mujeres no saben decidirse», dirán. «Por eso no pueden votar.» Volverán a burlarse de nosotras.
—Nuestra propaganda tiene que ser mejor que la suya —respondió Maud, airada—. Solo tenemos que explicar la situación a todos con mucha claridad.
Ethel sacudió la cabeza.
—Te equivocas. Estos temas tocan la fibra sensible. Durante años hemos hecho campaña en contra de la ley que prohibía el voto a las mujeres. Esa es la barrera. Una vez que se ha derribado, la gente verá las demás cuestiones como simples tecnicismos. Será relativamente fácil conseguir el voto para las mujeres más jóvenes y las demás restricciones ya se relajarán. Tienes que entenderlo.
—No, no lo entiendo —replicó Maud con frialdad. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer—. Esta propuesta de ley es un retroceso. Cualquiera que la apoye es un traidor.
Ethel se quedó mirando a Maud. Se sintió herida.
—No puedes decirlo en serio —espetó.
—Por favor, no me digas qué puedo y qué no puedo decir.
—Hemos trabajado y hecho campaña juntas durante dos años —dijo Ethel, y le brotaron las lágrimas—. ¿De verdad crees que si estoy en desacuerdo contigo soy desleal con la causa del sufragio femenino?
Maud se mostró implacable.
—Por supuesto que sí.
—Muy bien —respondió Ethel; y, sin saber qué otra cosa podía hacer, salió de allí.
Fitz encargó a su sastre que le confeccionara seis trajes nuevos. Todos los que tenía le quedaban grandes a su nueva y delgada figura y lo envejecían. Se puso su nueva ropa de fiesta: esmoquin negro, chaleco blanco y cuello de camisa de esmoquin con pajarita blanca. Se miró en el espejo de cuerpo entero de su habitación y pensó: «Así está mejor».
Bajó a la sala. Dentro de casa, podía moverse sin bastón. Maud le sirvió una copa de madeira.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó tía Herm.
—Los médicos dicen que la pierna está recuperándose, aunque es un proceso lento.
Fitz había regresado al frente a principios de año, pero el frío y la humedad habían resultado demasiado duros para él, y había regresado en el grupo de convalecientes; estaba trabajando para el servicio secreto.
—Sé que preferirías estar allí —dijo Maud—, pero no lamentamos que te hayas perdido los combates de esta primavera.
Fitz asintió en silencio. La ofensiva Nivelle había resultado un fracaso, y el general francés Nivelle había sido destituido. Los soldados franceses se habían amotinado: defendían las trincheras pero se negaban a cumplir la orden de avanzar. Hasta ese momento, había sido otro mal año para los aliados.
Sin embargo, Maud se equivocaba al pensar que Fitz habría preferido estar en el frente. El trabajo que hacía en la Sala 40 era seguramente más importante que la contienda en Francia. Muchas personas temían que los submarinos alemanes obstaculizaran las líneas de abastecimiento de Gran Bretaña. Pero en la Sala 40 se averiguaba dónde se encontraban los submarinos y se prevenía a los buques de guerra. Esa información, combinada con la táctica de enviar barcos en convoy escoltados por destructores, hacía que los submarinos resultasen mucho menos efectivos. Era una victoria, pese a que muy pocas personas estaban al tanto.
En ese momento, el peligro se encontraba en Rusia. El zar había sido depuesto, y podía ocurrir cualquier cosa. Hasta entonces, los moderados habían mantenido el control de la situación, pero ¿hasta cuándo podrían aguantar? No solo la familia de Bea y la herencia de Boy estaban en peligro. Si los extremistas tomaban el gobierno ruso podían declarar la paz con Alemania y liberar a cientos de miles de soldados alemanes para luchar en Francia.
—Al final no hemos perdido Rusia —comentó Fitz.
—De momento —dijo Maud—. Los alemanes están deseando que triunfen los bolcheviques. Todo el mundo lo sabe.
Mientras Maud hablaba, había entrado la princesa Bea, llevando un vestido de falda corta de seda plateada y un conjunto de joyas de diamantes. Fitz y Bea iban a una cena y luego a un baile: era la temporada londinense. Bea había escuchado el comentario de Maud y dijo:
—No subestimes a la familia real rusa. Todavía puede producirse una contrarrevolución. Al fin y al cabo, ¿qué ha ganado el pueblo ruso? Los trabajadores todavía se mueren de hambre, los soldados siguen muriendo y los alemanes continúan avanzando.
Grout entró con una botella de champán. La abrió sin hacer ruido y sirvió una copa a Bea. Como siempre, ella tomó un sorbo y la dejó.
—El príncipe Lvov ha anunciado que las mujeres podrán votar en las elecciones para la Asamblea Constituyente —dijo Maud.
—Si es que eso llega a ocurrir alguna vez —advirtió Fitz—. El gobierno provisional está haciendo muchas promesas, pero ¿alguien está escuchando? Por lo que yo sé, en las aldeas, todos crean un sóviet y se autogobiernan.
—¡Imagínatelo! —exclamó Bea—. ¡Esos campesinos supersticiosos y analfabetos pretendiendo gobernar!
—Es muy peligroso —convino Fitz, enfadado—. La gente no tiene ni idea de lo fácil que es caer en la anarquía y la barbarie. —El tema lo enfurecía.
—¡Qué irónico sería que al final Rusia acabara siendo más democrática que Gran Bretaña! —exclamó Maud.
—El Parlamento está a punto de debatir la cuestión del voto para las mujeres —comentó Fitz.
—Solo para las mujeres mayores de treinta años que sean propietarias, o para las esposas de propietarios.
—Aun así, tienes que estar encantada de haber conseguido este avance. He leído un artículo sobre ello firmado por tu camarada Ethel en uno de los periódicos. —Fitz se había quedado sorprendido, mientras estaba sentado en la sala de su club leyendo The New Statesman, al descubrir que estaba leyendo las palabras escritas por su antigua ama de llaves. Le hizo sentir incómodo el hecho de pensar que él no habría sido capaz de redactar un artículo tan claro y bien argumentado—. En su opinión, las mujeres deberían aceptar esta propuesta porque peor es nada.
—Me temo que estoy en desacuerdo —dijo Maud con absoluta frialdad—. No pienso esperar hasta los treinta para que se me considere miembro de la especie humana.
—¿Os habéis peleado?
—Hemos llegado al acuerdo de seguir por caminos distintos.
Fitz se dio cuenta de que Maud estaba furiosa. Como la atmósfera se había tornado demasiado tensa, se volvió hacia lady Hermia.
—Si el Parlamento da el voto a las mujeres, tía, ¿a quién entregará su voto?
—No estoy segura de que votara —respondió tía Herm—. ¿No es un tanto vulgar?
Maud pareció enfadada, pero Fitz sonrió.
—Si las damas de buena familia piensan así, las únicas votantes serán las trabajadoras, y conseguirán que los socialistas suban al poder —dijo.
—¡Oh, cielos! —exclamó la tía Herm—. Pues quizá sí vote.
—¿Daría su voto a Lloyd George?
—¿A un abogado galés? Por supuesto que no.
—Tal vez a Bonar Law, el líder conservador.
—Supongo que sí.
—Pero es canadiense.
—¡Oh, por el amor de Dios!
—Es el problema de tener un imperio. La chusma de todo el mundo cree que forma parte de él.
La niñera entró con Boy. Ya tenía dos años y medio, y era una criatura de mejillas lozanas y abundante pelo rubio. Corrió hacia Bea y se sentó en su regazo.
—¡He comido gachas y a ella se le ha caído el azúcar! —dijo riendo. En eso había consistido el gran acontecimiento del día con la niñera.
Fitz pensó que Bea estaba más radiante que nunca cuando se encontraba con el niño. Se le suavizaba el gesto y se volvía afectuosa, no paraba de acariciarlo y besarlo. Pasados unos minutos, el pequeño saltó del regazo de su madre y se dirigió hacia Fitz.
—¿Cómo está mi soldadito? —preguntó Fitz—. ¿Vas a hacerte mayor para ir a disparar a los alemanes?
—¡Bang! ¡Bang! —exclamó Boy.
Fitz se dio cuenta de que tenía mocos.
—¿Ya se ha resfriado, Jones? —preguntó con sequedad.
La niñera pareció asustada. Era una joven de Aberowen, pero había recibido preparación profesional.
—No, milord, estoy segura, ¡estamos en junio!
—Existen los constipados de verano.
—Ha estado bien todo el día. Simplemente tiene mocos.
—Seguro que es eso. —Fitz sacó un pañuelo de algodón del bolsillo de la pechera de su chaqueta y le limpió la nariz a Boy—. ¿Ha estado jugando con niños de la calle?
—No, señor, en absoluto.
—¿Y en el parque?
—En las zonas que visitamos solo hay niños de buenas familias. Me aseguro siempre de ello.
—Espero que así sea. Este niño heredará el título de los Fitzherbert, y puede que llegue a ser príncipe ruso. —Fitz dejó a Boy en el suelo y el pequeño salió corriendo con su niñera.
Grout reapareció con un sobre en una bandeja de plata.
—Un telegrama, milord —dijo—. Está dirigido a la princesa.
Fitz hizo un gesto para indicar que Grout debía entregar el sobre a Bea. Ella hizo un gesto de impaciencia —en tiempos de guerra, los telegramas ponían a todo el mundo nervioso—, y rasgó el sobre para abrirlo. Leyó rápidamente el papel y lanzó un grito de angustia.
Fitz se levantó de un salto.
—¿Qué ocurre?
—¡Mi hermano!
—¿Está vivo?
—Sí… herido. —Rompió a llorar—. Le han amputado un brazo, pero está recuperándose. ¡Oh, pobre Andréi!
Fitz cogió el telegrama y lo leyó. La única información adicional era que el príncipe Andréi había sido enviado a su casa en Bulovnir, la localidad en la que había nacido, en la provincia de Tambov, al sudeste de Moscú. Deseó que Andréi realmente estuviera recuperándose. Muchos hombres morían por las heridas infectadas, y la amputación no siempre detenía la propagación de la gangrena.
—Querida, lo siento muchísimo —dijo Fitz. Maud y tía Herm se situaron a ambos lados de Bea para intentar consolarla—. Dice que pronto llegará una carta, pero Dios sabe cuánto tiempo tardará en arribar hasta aquí.
—¡Tengo que saber cómo está! —exclamó Bea entre sollozos.
—Pediré al embajador británico que averigüe todo cuanto pueda —prometió Fitz.
Un conde seguía teniendo privilegios, incluso en aquella época de democracia.
—Permite que te llevemos a tu habitación, Bea —dijo Maud.
Bea asintió y se levantó.
—Será mejor que yo asista a la cena de lord Silverman; Bonar Law estará allí. —Fitz quería convertirse algún día en ministro del gobierno conservador y le alegraba poder tener la oportunidad de charlar con el presidente del partido—. Pero no iré al baile y regresaré directamente a casa.
Bea hizo un gesto afirmativo con la cabeza y dejó que la acompañaran a su cuarto.
Grout entró y anunció:
—El coche está listo, milord.
Durante el breve recorrido hasta Belgrave Square, Fitz pensó en lo ocurrido. El príncipe Andréi jamás había sido un buen administrador de las tierras de la familia. Seguramente utilizaría su lesión como excusa para encargarse aún menos de la gestión del legado. Las propiedades caerían en una decadencia aún mayor. Pero Fitz no podía hacer nada en Londres, a dos mil quinientos kilómetros de distancia. Se sintió frustrado y preocupado. La anarquía estaba a la vuelta de la esquina, y la dejadez por parte de nobles como Andréi era lo que daba a los revolucionarios una oportunidad.
Cuando llegó a la residencia de Silverman, Bonar Law ya estaba allí, y también Perceval Jones, diputado por Aberowen y director de Celtic Minerals. Jones, en el mejor de los casos, era un engreído, y esa noche estaba henchido de orgullo al encontrarse en tan distinguida compañía, hablando con lord Silverman con las manos metidas en los bolsillos; tenía un enorme reloj de oro cuya cadena asomaba por el ancho bolsillo de su chaleco.
Fitz no tendría que haberse sorprendido tanto. Era una cena política, y Jones estaba adquiriendo cada vez más popularidad en el Partido Conservador: sin duda alguna esperaba convertirse en ministro y que Bonar Law llegara a ser primer ministro. De todas formas, era como encontrarse con el jefe de cuadras en el baile de tu club de campo, y Fitz tuvo el horrible presentimiento de que el bolchevismo podía estar llegando a Londres, no con la revolución, sino con sigilo.
Ya en la mesa, Jones sobresaltó a Fitz al declarar que estaba a favor de conceder el voto a las mujeres.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué? —preguntó Fitz.
—Hemos hecho una consulta entre los presidentes y representantes electorales de cada localidad —respondió Jones, y Fitz vio que Bonar Law asentía en silencio—. Dos de cada tres están a favor de la propuesta.
—¿Los conservadores? —preguntó Fitz con incredulidad.
—Sí, milord.
—Pero ¿por qué?
—La propuesta de ley concede el voto solo a las mujeres mayores de treinta años y propietarias o esposas de propietarios. La mayoría de las trabajadoras de las fábricas quedan excluidas, porque suelen ser más jóvenes. Y todas esas horribles intelectuales son solteronas que viven en casas que no son suyas.
Fitz estaba atónito. Siempre había considerado aquello como una cuestión de principios. Pero los principios no contaban para hombres de negocios con ínfulas como Jones. Fitz jamás había pensado en las consecuencias electorales.
—Pero sigo sin entender…
—La mayoría de las nuevas votantes serán mujeres maduras de clase media, madres de familia. —Jones torció el gesto con una mueca burlona—. Lord Fitzherbert, son el mayor grupo conservador del país. Esta ley otorgará seis millones de votos más a nuestro partido.
—¿Así que va a apoyar el sufragio femenino?
—¡Eso debemos hacer! Necesitamos a esas mujeres conservadoras. En las próximas elecciones habrá tres millones más de votantes varones, muchos de ellos vendrán de la guerra y la mayoría no estarán de nuestro lado. Pero nuestras nuevas mujeres los superarán en número.
—Pero ¿y los principios, señor? —protestó Fitz, aunque le dio la sensación de estar perdiendo esa batalla.
—¿Principios? —espetó Jones—. Esta es la realidad política. —Dedicó una sonrisa condescendiente a Fitz que enfureció al conde—. Pero entonces, si me lo permite, siempre ha sido usted un idealista, milord.
—Todos somos idealistas —dijo lord Silverman, intentando suavizar el tono de la discusión, como buen anfitrión—. Por eso estamos metidos en política. Las personas sin ideales no molestan. Aunque también tenemos que enfrentarnos a la realidad de los comicios y a la opinión pública.
Fitz no quería que lo etiquetasen como soñador falto de sentido práctico, así que dijo rápidamente:
—Por supuesto que sí. Aun así, la cuestión del lugar que corresponde a la mujer afecta al núcleo de la vida familiar, cuestión que creía de suma importancia para los conservadores.
—El debate sigue abierto —dijo Bonar Law—. Los diputados tienen libertad de voto. Seguirán el dictado de su conciencia.
Fitz asintió con sumisión, y Silverman empezó a hablar del motín del ejército francés.
El conde permaneció callado durante el resto de la cena. Le parecía escandaloso que aquella propuesta de ley contara con el apoyo tanto de Ethel Leckwith como de Perceval Jones. Existía la peligrosa posibilidad de que fuera aceptada. Creía que los conservadores defenderían los valores tradicionales, no que cambiarían de chaqueta con tanta facilidad por ganar votos; pero había visto con toda claridad que Bonar Law no opinaba lo mismo, y Fitz no había querido expresar que él estaba en desacuerdo. El resultado era que se avergonzaba de sí mismo al no ser del todo sincero, y era una sensación que detestaba.
Abandonó la casa de lord Silverman inmediatamente después que Bonar Law. Regresó a casa y subió a la habitación enseguida. Se desvistió en su vestidor, se puso una bata de seda y fue al dormitorio de Bea.
La encontró sentada en la cama, tomando una taza de té. Se dio cuenta de que había estado llorando, pero se había empolvado la cara y se había puesto su camisón de flores y una mañanita rosa de punto con mangas de globo. Le preguntó cómo se sentía.
—Estoy destrozada —respondió ella—. Andréi es toda la familia que me queda.
—Lo sé. —Los padres de Bea estaban muertos y no tenía otros parientes cercanos—. Resulta preocupante, pero seguramente sabrá salir adelante.
Ella dejó la taza y el platillo.
—He estado pensándolo mucho, Fitz.
No era una frase muy típica de Bea.
—Por favor, toma mi mano —dijo ella.
Le agarró la mano izquierda con ambas manos. Estaba preciosa y, pese al tema de la conversación, sintió cómo afloraba en él el deseo. Notó los anillos que ella llevaba: el anillo de compromiso de diamantes y una alianza de matrimonio de oro. Sintió el deseo de meterse su mano en la boca y mordisquearle el pulgar.
—Quiero que me lleves a Rusia —anunció Bea.
Se quedó tan sorprendido que le soltó la mano.
—¿Cómo?
—No te niegues todavía… piénsalo —dijo ella—. Dirás que es peligroso, ya lo sé. De todas formas, en la actualidad, hay cientos de ingleses en Rusia: diplomáticos en la embajada, hombres de negocios, oficiales del ejército y soldados en nuestras misiones militares en el país, periodistas y otros.
—¿Y Boy?
—Detesto tener que dejarlo, pero la niñera Jones es excelente, Hermia está totalmente volcada en él y Maud puede tomar decisiones difíciles en momentos de crisis.
—Pero necesitaremos visados…
—Podrías llamar a las puertas necesarias. Por el amor de Dios, si acabas de cenar al menos con un miembro del gabinete.
Bea tenía razón.
—El Foreign Office seguramente me pedirá que escriba un informe del viaje, sobre todo porque viajaremos por la zona rural, que es una ruta que nuestros diplomáticos rara vez se arriesgan a seguir.
Ella volvió a agarrarlo de la mano.
—Mi único pariente vivo está gravemente herido y puede morir. Tengo que verlo. Por favor, Fitz. Te lo suplico.
La verdad era que Fitz no tenía tantas reticencias como ella se imaginaba. Su percepción sobre el peligro había quedado alterada en el frente. Al fin y al cabo, la mayoría de las personas sobrevivían a una cortina de fuego. Un viaje a Rusia, pese a ser peligroso, no era nada en comparación con aquello. De todas formas, tenía sus dudas.
—Entiendo lo que me pides —dijo—. Deja que haga algunas averiguaciones.
Bea lo tomó como su consentimiento.
—¡Oh, gracias! —exclamó.
—No me lo agradezcas todavía. Deja que averigüe si es realmente viable.
—Está bien —repuso ella, pero Fitz se dio cuenta de que daba por sentada la respuesta.
Fitz se levantó.
—Voy a prepararme para ir a la cama —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
—Cuando te pongas el pijama… vuelve, por favor. Quiero que me abraces.
Fitz sonrió.
—Por supuesto —convino.
El día en que el Parlamento debatió el voto para la mujer, Ethel organizó una concentración cerca del palacio de Westminster.
Ahora trabajaba para el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección, que se había mostrado muy interesado en contratar a una activista tan conocida. Su función principal era conseguir la adhesión de mujeres al sindicato en las fábricas del East End donde se explotaba a las trabajadoras, aunque la organización creía en la lucha por sus miembros no solo en el lugar de trabajo sino también en el plano de la política nacional.
Ethel estaba triste por haber finalizado su relación con Maud. Quizá siempre hubiera existido algo artificial en esa amistad entre la hermana del conde y su antigua ama de llaves, pero Ethel creía que llegarían a superar esa división de clases. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Maud creía —sin ser siquiera consciente de ello— que ella había nacido para mandar y Ethel para obedecer.
Ethel esperaba que la votación del Parlamento se produjera antes de que finalizara la concentración, para poder anunciar así el resultado, pero el debate se prolongó hasta tarde, y el grupo debía dispersarse a las diez. Ethel y Bernie fueron a un pub de Whitehall del que eran asiduos los diputados del Partido Laborista y esperaron las noticias.
Eran ya más de las once y el pub estaba cerrando cuando dos diputados entraron a todo correr. Uno de ellos vio a Ethel.
—¡Hemos ganado! —gritó el hombre—. Quiero decir, habéis ganado. Las mujeres.
Ethel no podía creerlo.
—¿Han aprobado la ley?
—Por una inmensa mayoría: ¡387 a favor y 57 en contra!
—¡Hemos ganado! —Ethel besó a Bernie—. ¡Hemos ganado!
—Bien hecho —dijo él—. Disfruta de tu victoria. Te lo mereces.
No podrían haber bebido para celebrarlo. Las nuevas normativas de guerra prohibían servir alcohol en los pubs a partir de una hora determinada. Se suponía que era para mejorar la productividad de la clase trabajadora. Ethel y Bernie salieron a Whitehall para tomar el autobús de regreso a casa.
Mientras esperaban en la parada, Ethel estaba eufórica.
—No puedo asimilarlo. Después de todos estos años… ¡el voto para la mujer!
Un viandante la escuchó; era un hombre alto, vestido de etiqueta, que caminaba con un bastón.
Ethel reconoció a Fitz.
—No esté tan segura —le dijo—. Conseguiremos derrotarlas en la Cámara de los Lores.