25

Mayo y junio de 1917

I

El Monte Carlo, el club nocturno de Buffalo, tenía un aspecto horrible a plena luz del día, pero aun así a Lev Peshkov le gustaba. La carpintería estaba rayada, la pintura desconchada, la tapicería manchada, y había colillas de cigarrillo por toda la moqueta; sin embargo, Lev lo consideraba el paraíso. Cuando entró le dio un beso a la chica del guardarropa, un puro al portero, y le dijo al camarero que tuviera cuidado al levantar una caja.

El trabajo de gerente de club nocturno era ideal para él. Su principal responsabilidad era cerciorarse de que nadie robaba. Puesto que él mismo era ladrón, sabía cómo hacerlo. Por lo demás, tan solo debía asegurarse de que hubiera suficiente bebida en la barra y un grupo decente en el escenario. Aparte de su sueldo, tenía cigarrillos gratis y todo el alcohol que pudiera beber sin caerse al suelo. Siempre llevaba un traje de noche formal, que lo hacía sentirse como un príncipe. Josef Vyalov le permitía dirigir el negocio sin meter baza. Mientras hubiera beneficios, su suegro no mostraba un gran interés por el club, tan solo aparecía de vez en cuando con sus compinches para ver la actuación.

Lev únicamente tenía un problema: su mujer.

Olga había cambiado. Durante unas cuantas semanas, en el verano de 1915, se había comportado como una viciosa, siempre tenía ganas de sentir su cuerpo. Pero ahora sabía que aquel comportamiento fue la excepción, no la regla. Desde que se habían casado, todo lo que él hacía la disgustaba. Ella quería que se bañara a diario, que usara cepillo de dientes y dejara de tirarse pedos. A Olga no le gustaba bailar ni beber, y le pidió que no fumara. Nunca iba al club. Dormían en camas separadas. Le decía que era un hombre de clase baja.

—Soy de clase baja —le dijo Lev un día a su mujer—. Por eso era el chófer. —Su respuesta no satisfizo a Olga.

De modo que contrató a Marga.

Su antiguo amor estaba en el escenario, ensayando un nuevo número con el grupo, mientras dos mujeres negras con pañuelos en la cabeza limpiaban las mesas y barrían el suelo. Marga llevaba un vestido ceñido y pintalabios rojo. Lev le había dado trabajo como bailarina, sin tener ni idea de si era buena o no. Al final, resultó que no solo era buena, sino que era toda una estrella. Ahora estaba cantando a pleno pulmón una canción muy sugerente sobre una mujer que esperaba a que llegara su hombre toda la noche.

Aunque me consume la frustración,

el anhelo de la espera

aviva nuestra relación

cuando me devora entera.

Lev sabía exactamente a qué se refería.

Observó su actuación hasta que acabó. Marga bajó del escenario y le dio un beso en la mejilla. Lev cogió dos botellas de cerveza y la siguió hasta el camerino.

—Ha sido una gran actuación —dijo, cuando entró.

—Gracias. —Se llevó la botella a la boca y la inclinó. Lev miró sus labios rojos alrededor del cuello de la botella. Marga tomó un gran sorbo. Se dio cuenta de que Lev la miraba, tragó la cerveza y sonrió—. ¿Esto te recuerda algo?

—Y que lo digas.

La abrazó y deslizó las manos por su cuerpo. Al cabo de unos minutos, ella se arrodilló, le desabrochó los pantalones y se la empezó a chupar. Era muy buena, la mejor que había conocido. O bien le gustaba mucho, o era la mejor actriz de Estados Unidos. Lev cerró los ojos y lanzó un suspiro de placer.

De repente se abrió la puerta y entró Josef Vyalov.

—¡De modo que es cierto! —gritó con furia.

Lo siguieron dos de sus matones, Ilya y Theo.

Lev se llevó un susto de muerte. Intentó abrocharse el pantalón a toda prisa y disculparse al mismo tiempo.

Marga se puso en pie rápidamente y se limpió la boca.

—¡Estáis en mi camerino!

—Y tú en mi club nocturno —replicó Vyalov—. Pero por poco tiempo. Estás despedida. —Se volvió hacia Lev—. ¡Cuando estás casado con mi hija, no te puedes follar al personal!

—No me estaba follando, Vyalov —dijo Marga en tono desafiante—. ¿Es que no te has dado cuenta?

Vyalov le dio un puñetazo en la boca. Ella gritó y cayó de espaldas, con el labio ensangrentado.

—Estás despedida —le repitió—. Que te den por culo.

La cantante agarró su bolso y se fue.

Vyalov miró a Lev.

—Eres un imbécil —le dijo—. ¿Acaso no he hecho bastante por ti?

—Lo siento, padre.

Su suegro lo aterraba. Era capaz de todo: quien lo contrariaba corría el peligro de ser azotado, torturado, mutilado o asesinado. No tenía piedad ni miedo de la ley. A su manera, era tan poderoso como el zar.

—No me digas que es la primera vez —espetó Vyalov—. He oído estos rumores desde que te puse al mando del negocio.

Lev no abrió la boca. Los rumores eran ciertos. Había habido otras, pero no desde que contrató a Marga.

—Voy a trasladarte —dijo Vyalov.

—¿A qué se refiere?

—Que voy a apartarte del club. Hay demasiadas chicas por aquí, joder.

A Lev se le cayó el alma a los pies. Le encantaba el Monte Carlo.

—Pero ¿qué haré?

—Tengo una fundición en el puerto, donde no trabaja ninguna mujer. El gerente se ha puesto enfermo, está en el hospital. Dirígela por mí.

—¿Una fundición? —preguntó Lev con incredulidad—. ¿Yo?

—Trabajaste en la fábrica Putílov.

—¡En los establos!

—Y en la mina de carbón.

—Haciendo lo mismo.

—De modo que conoces el entorno.

—¡Y lo odio!

—¿Te he preguntado lo que te gusta? Joder, acabo de pillarte con los pantalones bajados. Aún has tenido suerte.

Lev se calló.

—Sal y métete en el maldito coche —le ordenó Vyalov.

Lev salió del camerino y atravesó el club, seguido de Vyalov. No podía creer que se fuera para siempre. El camarero y la chica del guardarropa lo miraron fijamente, con el presentimiento de que algo iba mal.

—Iván, esta noche estás tú al mando —le dijo Lev al camarero.

—Sí, jefe.

El Packard Twin Six de Vyalov se encontraba aparcado en la acera. Junto al coche había un chófer nuevo, un muchacho de Kiev, que esperaba con actitud orgullosa. El portero se apresuró a abrir la puerta trasera a Lev. «Al menos aún puedo ir en el asiento de atrás», pensó Lev.

Vivía como un noble ruso, cuando no mejor, se recordó a sí mismo para consolarse. Olga y él disponían de toda el ala infantil de la casa campestre para ellos. Los norteamericanos ricos no tenían tantos criados como los rusos, pero sus casas estaban más limpias y eran más luminosas que los palacios de Petrogrado. Tenían baños modernos, congeladores y calefacción central. La comida era muy buena. Vyalov no compartía la pasión por el champán de la aristocracia rusa, pero siempre había whisky en el aparador. Y Lev tenía seis trajes.

Cuando se sentía oprimido por su suegro intimidador, pensaba en los viejos tiempos en Petrogrado: la habitación que compartía con Grigori, el vodka barato, el pan negro y basto y el estofado de nabo. Se recordaba a sí mismo, cuando le parecía que era un lujo ir en tranvía en lugar de tener que caminar a todas partes. Estiró las piernas en el asiento posterior de la limusina de Vyalov, miró sus calcetines de seda y zapatos negros brillantes, y se dijo a sí mismo que debía ser más agradecido.

Vyalov subió al coche después de él y se dirigieron a la orilla del río. La fundición de su suegro era una versión en pequeño de la fábrica Putílov: los mismos edificios ruinosos con las ventanas rotas, las mismas chimeneas altas y el humo negro, los mismos trabajadores anodinos con el rostro sucio. A Lev se le cayó el alma a los pies.

—Se llama Metalurgia Buffalo, y solo se fabrica una cosa —dijo Vyalov—: ventiladores. —El coche pasó por la estrecha verja—. Antes de la guerra perdía dinero. La compré y les bajé el sueldo a los trabajadores para no cerrarla. Últimamente el negocio vuelve a ir bien. Tenemos una larga lista de pedidos de hélices de avión y barco y de ventiladores para motores de vehículos blindados. Ahora los hombres quieren un aumento, pero tengo que recuperar una parte de lo que he gastado antes de empezar a regalar dinero.

A Lev le aterraba trabajar allí, pero el temor que le inspiraba Vyalov era mayor, y no quería fracasar. Decidió que no sería él quien les concedería el aumento a los trabajadores .

Vyalov le mostró la fábrica. Lev habría preferido no llevar su esmoquin. Sin embargo, el lugar no era como la fábrica Putílov por dentro. Estaba mucho más limpio. No había niños corriendo. Aparte de los hornos, todo funcionaba con electricidad. Allí donde los rusos tenían que recurrir a doce hombres para tirar de una cuerda y levantar la caldera de una locomotora, ahí era una grúa eléctrica la que levantaba la enorme hélice de un barco.

Vyalov señaló a un hombre calvo que llevaba camisa de cuello y corbata bajo el mono de trabajo.

—Ese es tu enemigo —dijo—. Brian Hall, secretario de la filial local del sindicato.

Lev miró fijamente a Hall. El hombre estaba ajustando una troqueladora, apretando una tuerca con una llave inglesa larga. Tenía un aire agresivo y, cuando alzó los ojos y vio a Lev y Vyalov, les lanzó una mirada desafiante, como si estuviera a punto de preguntarles si habían ido a buscar problemas.

Vyalov alzó la voz para hacerse oír a pesar del estruendo de la trituradora.

—Ven aquí, Hall.

El hombre se tomó su tiempo: dejó la llave inglesa en la caja de herramientas y se limpió las manos con un trapo antes de acercarse a Vyalov.

—Este es tu nuevo jefe, Lev Peshkov.

—¿Qué tal? —le dijo Hall a Lev, y se volvió hacia Vyalov—. Esta mañana Peter Fisher se ha hecho un corte muy feo en la cara por culpa de una esquirla de acero. Hemos tenido que llevarlo al hospital.

—Siento lo que ha sucedido —dijo Vyalov—. La metalurgia es una industria peligrosa, pero no obligamos a nadie a trabajar aquí.

—No le dio en el ojo de milagro —replicó Hall, indignado—. Deberíamos llevar gafas protectoras.

—Desde que estoy aquí nadie ha perdido un ojo.

Hall se enfureció rápidamente.

—¿Tenemos que esperar a que alguien se quede ciego para comprar gafas?

—¿Cómo voy a saber, si no, que las necesitáis?

—Un hombre a quien nunca han robado no deja de poner por ello un cerrojo en la puerta de su casa.

—Pero lo paga de su bolsillo.

Hall asintió como si no hubiera esperado una respuesta mejor y, con un aire de resignada sabiduría, regresó a su máquina.

—Siempre andan pidiendo cosas —le explicó Vyalov a Lev.

Lev dedujo que su suegro quería que tuviera mano dura. Pues bien, sabía cómo hacerlo. Era el modo en que se dirigían todas las fábricas de Petrogrado.

Salieron de la fábrica y tomaron Delaware Avenue. Lev supuso que volvían a casa a cenar. A Vyalov jamás se le pasaría por la cabeza preguntarle si le parecía bien. Era un hombre que tomaba decisiones por todo el mundo.

Al llegar a casa Lev se quitó los zapatos, que estaban sucios debido a la visita a la fundición, se puso un par de zapatillas bordadas que Olga le había regalado en Navidad y se fue a la habitación del bebé, donde encontró a Lena, la madre de Olga, con Daisy.

—¡Mira, Daisy, tu padre está aquí!

La hija de Lev tenía ya catorce meses y empezaba a dar sus primeros pasos. Cruzó la habitación tambaleándose para dirigirse a su padre, sonriendo, se cayó y se puso a llorar. Lev la tomó en brazos y le dio un beso. Jamás había mostrado el menor interés por los bebés o los niños, pero Daisy le había robado el corazón. Cuando se ponía tozuda y no quería irse a la cama, y nadie era capaz de calmarla, Lev la acunaba, le murmuraba palabras cariñosas y le cantaba fragmentos de canciones populares rusas, hasta que se le cerraban los ojos, su pequeño cuerpo se relajaba y caía dormida en los brazos de su padre.

—¡Se parece a su padre y es tan guapa como él! —dijo Lena.

Lev creía que su hija simplemente parecía un bebé, pero no contradijo a su suegra. Lena lo adoraba. Coqueteaba con él, lo manoseaba y lo besaba cuando se le presentaba la menor oportunidad. Estaba enamorada de él, aunque, sin duda, la mujer creía que no mostraba nada más que afecto familiar.

En el otro lado de la habitación había una chica rusa llamada Polina. Era la niñera, pero no trabajaba demasiado: Olga y Lena pasaban gran parte del tiempo cuidando de Daisy. Lev le dio el bebé a Polina. Cuando se la entregó, la niñera lo miró a los ojos. Era la típica belleza rusa, rubia y con los pómulos altos. Por un instante, Lev se preguntó si podría tener una aventura con ella sin que lo descubrieran. La chica tenía un pequeño dormitorio. ¿Podría entrar en él sin que nadie lo viera? Quizá valía la pena correr el riesgo: la mirada que le había lanzado estaba preñada de ansia.

Olga entró y lo hizo sentirse culpable.

—¡Qué sorpresa! —exclamó cuando lo vio—. Creía que no volverías hasta las tres de la madrugada.

—Tu padre me ha asignado otra tarea —dijo agriamente—. Ahora dirijo la fundición.

—Pero ¿por qué? Creía que estabas haciendo un buen trabajo en el club.

—No lo sé —mintió Lev.

—Quizá es por el llamamiento a filas —dijo Olga. El presidente Wilson había declarado la guerra contra Alemania y estaba a punto de decretar el reclutamiento obligatorio—. La fundición será clasificada como una industria de guerra esencial. Papá quiere mantenerte fuera del ejército.

Lev sabía por los periódicos que las juntas locales de reclutamiento serían las encargadas de llevar a cabo el proceso. Vyalov estaba seguro de que tenía al menos un amigo en la junta que sería capaz de solucionar cualquier cuestión que le planteara. Así era como funcionaba esa ciudad. Sin embargo, Lev no sacó a Olga de su equívoco. Necesitaba una tapadera que no implicara a Marga, y Olga había inventado una.

—Claro —dijo—. Supongo que debe de haber sido por eso.

—Papá —balbuceó entonces Daisy.

—¡Qué niña tan lista! —exclamó Polina.

—Estoy segura de que harás un buen trabajo al mando de la fundición —lo animó Olga.

Lev le lanzó su mejor sonrisa tímida americana.

—Lo haré tan bien como sepa —dijo.

II

Gus Dewar tenía la sensación de que la misión europea que le había encomendado el presidente había sido un fracaso. «¿Un fracaso? —preguntó Woodrow Wilson—. ¡Claro que no! Lograste que los alemanes presentaran una oferta de paz. No es culpa tuya que los británicos y los franceses les dijeran que se fueran al diablo. Puedes acompañar a un caballo hasta el agua, pero no puedes obligarlo a beber.» Aun así, lo cierto era que Gus ni tan siquiera había logrado un acercamiento entre ambas partes para que iniciaran unas negociaciones preliminares.

De modo que estaba ansioso por tener éxito en la nueva tarea que Wilson le había encargado.

—La Metalurgia Buffalo ha cerrado por huelga —dijo el presidente—. Tenemos barcos, aviones y vehículos militares parados en las cadenas de producción esperando las hélices y los ventiladores que fabrican. Tú eres de Buffalo, ve allí y haz que regresen al trabajo.

En la primera noche en su ciudad, Gus fue a cenar a casa de Chuck Dixon, su rival en el pasado en la lucha por el corazón de Olga Vyalov. Chuck y su reciente esposa, Doris, tenían una mansión victoriana en Elmwood Avenue, calle que discurría paralela a Delaware Avenue; él tomaba el tren de Belt Line todas las mañanas para ir a trabajar al banco de su padre.

Doris era una chica guapa que se parecía un poco a Olga, y mientras Gus observaba a los recién casados se preguntó hasta qué punto le gustaría aquella vida hogareña. En el pasado había soñado con despertarse cada mañana junto a Olga, pero aquello había sido dos años atrás, y como los efectos de la fascinación se habían desvanecido, creía que prefería su apartamento de soltero de la calle Dieciséis de Washington.

Cuando se sentaron para comer el filete con puré de patatas, Doris preguntó:

—¿Qué ha sucedido con la promesa del presidente Wilson de mantenernos al margen de la guerra?

—Hay que confiar en él —dijo Gus con suavidad—. Durante tres años ha hecho campaña a favor de la paz. Lo que ocurre es que no lo han escuchado.

—Eso no significa que debamos entrar en combate.

—¡Cariño, los alemanes están hundiendo barcos estadounidenses! —espetó Chuck con impaciencia.

—¡Pues entonces que les digan a los barcos estadounidenses que se alejen de la zona de guerra!

Doris parecía enfadada, y Gus supuso que no era la primera vez que mantenían esa discusión. Sin duda, su ira se alimentaba del temor a que llamaran a filas a Chuck.

Gus opinaba que aquellos temas tenían demasiados matices como para caer en declaraciones apasionadas sobre lo que estaba bien y mal.

—Bueno, es una alternativa —dijo sin perder la compostura—, y el presidente la tuvo en cuenta. Pero eso implicaría aceptar que Alemania tiene el poder para decirnos a dónde pueden ir los barcos estadounidenses y a dónde no.

—¡No podemos permitir que Alemania ni ningún otro país nos intimide de ese modo! —exclamó Chuck, indignado.

Doris se mostraba inflexible.

—Si con ello se pueden salvar vidas, ¿por qué no?

—La mayoría de los norteamericanos comparte la opinión de Chuck.

—Eso no significa que esté bien.

—Wilson cree que un presidente debe hacer frente a la opinión pública como un velero al viento: debe aprovecharse de ella, pero nunca ir directamente en contra de ella.

—Entonces, ¿por qué tiene que haber reclutamiento obligatorio? Eso convierte a los hombres de nuestro país en esclavos.

Chuck volvió a meter baza.

—¿No crees que todos deberíamos ser responsables por igual de la defensa de nuestro país?

—Tenemos un ejército profesional. Al menos esos hombres se enrolaron de forma voluntaria.

—Tenemos un ejército de ciento treinta mil hombres, una cifra insignificante en esta guerra. Necesitaremos al menos un millón.

—Para que mueran muchos hombres más —dijo Doris.

—Puedo asegurarte que en el banco estamos encantados. Hemos prestado mucho dinero a compañías estadounidenses que están pertrechando a los aliados. Si ganan los alemanes, y los británicos y los gabachos no pueden pagar sus deudas, nos veremos en problemas.

—No lo sabía —admitió Doris, pensativa.

Chuck le dio unas palmaditas en la mano.

—No te preocupes, cariño. No va a suceder. Los aliados ganarán, sobre todo si los Estados Unidos de América los ayudan.

—Hay otra razón para que entremos en combate —dijo Gus—. Cuando se acabe el conflicto bélico, Estados Unidos podrá tomar parte como igual en los acuerdos de posguerra. Tal vez no parezca algo muy importante, pero Wilson sueña con crear una Sociedad de las Naciones para solucionar futuros conflictos sin matarnos unos a otros. —Miró a Doris—. Imagino que estarás a favor de eso.

—Sin duda.

Chuck cambió de tema.

—¿Qué te trae a casa, Gus? Aparte del deseo de explicarnos las decisiones del presidente a la gente de la calle.

Les habló de la huelga. Comentó el tema sin darle mucha importancia, ya que se trataba de una conversación en mitad de la cena, pero, en realidad, estaba preocupado. La Metalurgia Buffalo desempeñaba un papel vital en el esfuerzo bélico, y no sabía cómo lograr que los hombres regresaran a su puesto de trabajo. Wilson había puesto fin a una huelga nacional del ferrocarril poco antes de su reelección y parecía pensar que la intervención en los conflictos industriales era un elemento natural de la vida política. A Gus le parecía una gran responsabilidad.

—Sabes quién es el amo, ¿verdad? —preguntó Chuck.

—Vyalov. —Gus se había informado.

—¿Y quién la dirige por él?

—No.

—Su nuevo yerno, Lev Peshkov.

—Oh —dijo Gus—. No lo sabía.

III

Lev estaba furioso a causa de la huelga. El sindicato intentaba aprovecharse de su inexperiencia. Creía que Brian Hall y los demás trabajadores lo consideraban un hombre débil, pero estaba decidido a demostrarles que se equivocaban.

Había intentado ser razonable.

—El señor V necesita recuperar parte del dinero que perdió en la época de vacas flacas —le había dicho a Hall.

—¡Y los hombres tienen que recuperar parte del dinero que perdieron cuando les bajaron el sueldo! —replicó Hall.

—No es lo mismo.

—No, no lo es —admitió Hall—. Usted es rico y ellos, pobres. Es más duro para ellos. —El hombre era tan agudo que lo sacaba de quicio.

Lev estaba desesperado por volver a recuperar la confianza de su suegro. Era peligroso dejar que un hombre como Josef Vyalov estuviera disgustado con uno durante mucho tiempo. El problema era que el encanto era la única baza de Lev, y este no surtía efecto alguno en Vyalov.

Sin embargo, su suegro le había dado su apoyo en el asunto de la fundición.

—A veces hay que dejar que vayan a la huelga —le había dicho—. No conviene ceder. Hay que aguantar. Entran en razón cuando empiezan a tener hambre. —Pero Lev sabía que Vyalov podía cambiar de opinión rápidamente.

No obstante, Lev tenía su propio plan para precipitar el fin de la huelga: iba a utilizar el poder de los medios de comunicación.

Lev era socio del Club Náutico de Buffalo, gracias a su suegro, que había logrado que lo aceptaran. La mayoría de los hombres de negocios más prominentes de la ciudad también eran socios, incluido Peter Hoyle, director del Buffalo Advertiser. Una tarde, Lev abordó a Hoyle en la sede del club, situado en Porter Avenue.

El Advertiser era un periódico conservador que siempre exigía estabilidad y culpaba a los extranjeros, a los negros y a los socialistas alborotadores de todos los males. Hoyle, un tipo imponente que lucía un bigote negro, era amigo de Vyalov.

—Hola, joven Peshkov —dijo, con voz fuerte y áspera, como si estuviera acostumbrado a gritar para hacerse oír por encima del ruido de una rotativa—. He oído que el presidente ha enviado a la ciudad al hijo de Cam Dewar para que solucione vuestra huelga.

—Eso creo, pero aún no he tenido noticias suyas.

—Lo conozco. Es un chico ingenuo. No tienes de qué preocuparte.

Lev se mostró de acuerdo. Le había robado un dólar a Gus Dewar en Petrogrado en 1914, y el año anterior le había robado a su prometida con la misma facilidad.

—Quería hablar con usted sobre la huelga —repuso, sentándose en el sillón de cuero que había frente a Hoyle.

—El Advertiser ya ha condenado a los huelguistas como socialistas y revolucionarios antiamericanos —dijo Hoyle—. ¿Qué más podemos hacer?

—Llámenlos agentes infiltrados —respondió Lev—. Han interrumpido la producción de los vehículos que nuestros chicos van a necesitar cuando lleguen a Europa, ¡pero los trabajadores de la fábrica están exentos del reclutamiento!

—Es una forma de verlo. —Hoyle frunció el entrecejo—. Pero aún no sabemos cómo se va a organizar el reclutamiento.

—Seguro que excluirá a las industrias bélicas.

—Eso es cierto.

—Y, a pesar de todo, siguen pidiendo más dinero. Mucha gente aceptaría un sueldo menor por un trabajo que le permitiera librarse de ser llamada a filas.

Hoyle sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta y empezó a escribir.

—Aceptar un sueldo más bajo por un trabajo que los eximiera del reclutamiento —murmuró.

—Quizá quiera preguntar: ¿y ellos en qué bando están?

—Suena a titular.

Lev se sorprendió y se dio por satisfecho. Había sido fácil.

Hoyle levantó la mirada de la libreta.

—Supongo que el señor V sabe que estamos manteniendo esta conversación.

Lev no había esperado que le hicieran esa pregunta. Sonrió para disimular su confusión. Se dio cuenta de que si decía que no, Hoyle dejaría aquel asunto de inmediato.

—Sí, por supuesto —mintió—. De hecho, ha sido idea suya.

IV

Vyalov le pidió a Gus que se reuniera con él en el Club Náutico, mientras que Brian Hall propuso una reunión en la sede de Buffalo del sindicato. Cada uno quería celebrar el encuentro en su propio territorio, en un lugar donde se sintiera seguro y al frente de la situación, de modo que Gus reservó una sala de reuniones en el hotel Statler.

Lev Peshkov había atacado a los huelguistas acusándolos de prófugos, y el Advertiser se había hecho eco de sus diatribas publicándolas en portada, con el titular de «¿En qué bando están?». Cuando Gus vio el periódico se quedó consternado: unos comentarios tan agresivos solo conseguirían echar más leña al fuego. Sin embargo, a Lev le había salido el tiro por la culata, porque los periódicos de esa mañana informaban de una oleada de protestas por parte de los trabajadores en otras fábricas relacionadas con la industria bélica, indignados ante la propuesta de recibir salarios más bajos a cambio de su condición privilegiada por no ser llamados a filas, y furiosos porque los hubiesen llamado «prófugos», como si quisieran eludir sus responsabilidades. La torpeza de Lev alentó a Gus, pero sabía que su verdadero enemigo era Vyalov, y eso lo ponía muy nervioso.

Gus se llevó todos los periódicos consigo al Statler y los depositó en una mesa auxiliar en la sala de reuniones. En una posición destacada colocó un periodicucho popular con un titular que decía: «¿Y tú, Lev? ¿Te vas a alistar?».

Gus le había pedido a Brian Hall que llegase allí un cuarto de hora antes que Vyalov, y el jefe sindical apareció puntual como un reloj. Gus reparó en que llevaba un traje elegante y sombrero de fieltro gris. Una buena táctica, porque era un error parecer inferior, aunque fuese el representante de los trabajadores. Hall era tan extraordinario, a su manera, como Vyalov.

Hall vio los periódicos y sonrió.

—El joven Lev ha cometido un error —dijo con satisfacción—. Se ha metido él solito en un buen lío.

—Manipular a la prensa es un juego peligroso —convino Gus. A continuación, fue directo al grano—: Sus hombres piden un aumento de un dólar al día.

—Solo son diez céntimos más de lo que cobraban mis hombres antes de que Vyalov comprara la fábrica, y…

—Eso da igual —lo interrumpió Gus, mostrando más audacia de la que sentía realmente—. Si le consigo cincuenta centavos, ¿lo aceptará?

Hall parecía tener sus reservas.

—Tendría que discutirlo con los hombres…

—No —dijo Gus—. Tiene que decidirlo ahora. —Esperaba que no se le notase el nerviosismo.

Hall empezó a dar rodeos.

—¿Lo ha aceptado Vyalov?

—Yo me encargo de Vyalov. Cincuenta centavos, lo toma o lo deja. —Gus venció el impulso de secarse el sudor de la frente.

Hall miró a Gus durante largo rato, pensativamente. Gus sospechaba que tras aquel aspecto belicoso se ocultaba una inteligencia muy astuta. Hall habló al fin.

—Lo aceptamos… de momento.

—Gracias. —Gus logró reprimir a tiempo un largo suspiro de alivio—. ¿Le apetece un café?

—De acuerdo.

Gus se volvió, agradeciendo poder ocultar el rostro, y llamó a un camarero.

Josef Vyalov y Lev Peshkov entraron en la sala. Gus no les estrechó la mano.

—Siéntense —dijo con brusquedad.

La mirada de Vyalov se desplazó a los periódicos que había encima de la mesa y una expresión de irritación le ensombreció el rostro. Gus supuso que esos titulares ya le habían causado más de un problema a Lev.

Evitó mirarlo directamente: aquel era el chófer que había seducido a la prometida de Gus… pero no podía permitir que eso le nublase el juicio. Le habría gustado darle un puñetazo a Lev en la cara, pero si aquella reunión salía según lo planeado, eso sería más humillante para Lev que un puñetazo… y mucho más gratificante para Gus.

Apareció un camarero y Dewar dijo:

—Traiga café para estos señores, por favor, y un plato de bocadillos de jamón. —No les preguntó qué querían tomar a propósito. Había visto a Woodrow Wilson obrar del mismo modo con la gente cuando pretendía intimidarla.

Se sentó y abrió una carpeta que contenía una hoja de papel en blanco y fingió leerla.

Lev tomó asiento y dijo:

—Bueno, Gus, así que el presidente te ha enviado hasta aquí para negociar con nosotros…

En ese momento, Gus sí se permitió mirar a Lev: se quedó mirándolo largo rato, fijamente, sin hablar. Era atractivo, sí, pensó, pero también una persona débil en la que no se podía confiar. Cuando Lev empezaba a sentirse incómodo, Gus habló al fin.

—¿Es que estás mal de la puñetera cabeza?

Lev se quedó tan perplejo que separó la silla de la mesa como si temiese que fuese a golpearlo.

—Pero ¿qué demonios…?

Gus endureció el tono de voz.

—Estados Unidos está en guerra —dijo—. El presidente no va a «negociar» contigo. —Miró a Brian Hall—. Ni con usted —dijo, a pesar de que había cerrado un trato con Hall apenas diez minutos antes. Al final, miró a Vyalov—. Ni siquiera con usted —concluyó.

Vyalov le sostuvo la mirada. A diferencia de su yerno, no se amilanaba fácilmente. Sin embargo, había perdido el gesto de estudiado desdén con el que había llegado a la reunión. Tras una larga pausa, respondió:

—Entonces, ¿qué haces tú aquí?

—Estoy aquí para decirle lo que va a suceder —dijo Gus en el mismo tono de voz—. Y cuando termine, usted lo aceptará.

—¡Ja! —exclamó Lev.

—Cállate, Lev. Adelante, Dewar.

—Va a ofrecer a los hombres un aumento de cincuenta centavos al día —anunció Gus. Se dirigió a Hall—: Y usted va a aceptar esa oferta.

Hall mantuvo el rostro impertérrito y dijo:

—¿Ah, sí?

—Y quiero que sus hombres vuelvan al trabajo hoy a mediodía.

—¿Y por qué diablos deberíamos hacer lo que nos dice? —inquirió Vyalov.

—Porque no querrán la alternativa.

—¿Cuál es esa alternativa?

—El presidente enviará a un batallón de hombres armados a la fundición para hacerse con el control de las instalaciones, garantizar la seguridad, hacer entrega de todos los productos terminados al cliente y seguir adelante con la producción con la labor de los ingenieros del ejército. Después de la guerra, es posible que la devuelva a sus manos. —Se volvió hacia Hall—. Y entonces tal vez sus hombres puedan recuperar sus puestos de trabajo también. —Gus pensó que ojalá le hubiese comentado aquello a Woodrow Wilson antes, pero ya era demasiado tarde.

—¿Tiene derecho a hacer una cosa así? —exclamó Lev, sin salir de su asombro.

—Bajo la legislación de guerra, sí —afirmó Gus.

—Eso lo dirás tú —repuso Vyalov con aire escéptico.

—Pues denúncienos ante los tribunales —le sugirió Gus—. ¿Cree que va a haber algún juez en este país que vaya a ponerse de su lado… y del de los enemigos de nuestro pueblo?

Se recostó en la silla y los miró con una arrogancia que no sentía en absoluto. ¿Surtirían efecto sus palabras? ¿Lo creerían? ¿O pensarían que era un farol, se reirían de él y abandonarían la sala?

Siguió un largo silencio. Al rostro de Hall no asomaba ninguna expresión, Vyalov estaba pensativo y Lev tenía mala cara.

Al final, Vyalov se dirigió a Hall.

—¿Están dispuestos a aceptar cincuenta centavos?

—Sí —fue la lacónica respuesta de Hall.

Vyalov volvió a mirar a Gus.

—En ese caso, nosotros aceptamos también.

—Gracias, caballeros. —Gus cerró la carpeta, intentando dominar el temblor de sus manos—. Se lo comunicaré al presidente.

V

El sábado amaneció soleado y cálido. Lev le dijo a Olga que lo necesitaban en la fundición y luego se dirigió en coche a casa de Marga, quien vivía en una pequeña habitación en Lovejoy. Se abrazaron, pero cuando Lev empezó a desabrocharle la blusa, la joven dijo:

—Vayamos a Humboldt Park.

—Yo prefiero follar.

—Luego. Primero llévame al parque, y te enseñaré algo especial cuando volvamos. Algo que no hemos hecho todavía.

A Lev se le secó la garganta.

—¿Y por qué tengo que esperar?

—Es que hace un día tan bonito…

—¿Y si nos ve alguien?

—Pero si habrá un millón de personas.

—Aun así…

—Supongo que tendrás miedo de tu suegro…

—Joder, claro que no… —dijo Lev—. Oye, que soy el padre de su nieta. ¿Qué va a hacerme, pegarme un tiro?

—Deja que me cambie de vestido.

—Te esperaré en el coche. Si me quedo aquí a ver cómo te desvistes, puede que pierda el control.

Tenía un nuevo Cadillac cupé con capacidad para tres personas; no era el coche más despampanante de la ciudad, pero no estaba mal para empezar. Se sentó al volante y se encendió un cigarrillo. Claro que tenía miedo de Vyalov, por supuesto, pero había pasado toda su vida corriendo riesgos. Al fin y al cabo, él no era Grigori, y las cosas no le habían ido tan mal, por el momento, pensó, sentado en su coche, con aquel traje azul ligero de verano, a punto de llevarse a una chica guapa al parque. La vida le sonreía.

Antes de que le diera tiempo a terminarse el cigarrillo, Marga salió del edificio y se sentó a su lado en el coche. Llevaba un atrevido vestido sin mangas y se había recogido el pelo en un moño, según la última moda.

Condujo hasta Humboldt Park, en el East Side, y al llegar, ambos se acomodaron en un banco de listones de madera del parque, disfrutando del sol y observando a los niños jugar en el estanque. Lev no podía dejar de acariciar los brazos desnudos de Marga. Le encantaba percibir las miradas de envidia de los otros hombres. «Es la chica más guapa del parque —pensó—, y está conmigo, ¿qué te parece?»

—Siento lo de tu labio —le dijo.

La muchacha aún tenía el labio inferior inflamado en el lugar donde Vyalov le había pegado. A él le resultaba muy sexy.

—No es culpa tuya —dijo Marga—. Tu suegro es un cerdo.

—Eso es verdad.

—En el Hot Spot me han propuesto trabajo. Quieren que empiece enseguida y lo haré en cuanto pueda volver a cantar.

—¿Te duele?

Probó con una breve cancioncilla.

Paseo por el escenario

juego un poco al solitario

a la espera de que mi millonario

aparezca al fin.

Se tocó la boca rápidamente.

—Sí, aún me duele al cantar —dijo.

Él inclinó el cuerpo hacia ella.

—Deja que te lo bese.

Ella volvió su rostro hacia el de él y Lev la besó con ternura, sin rozarla apenas.

—Puedes apretar un poco más —lo animó ella.

Él sonrió.

—Muy bien, ¿qué te parece esto? —Volvió a besarla, y esta vez, le acarició la parte interna de los labios con la punta de la lengua.

—Así también está bien —dijo ella al cabo de un minuto, y se echó a reír.

—En ese caso…

Esta vez le metió la lengua en la boca por completo, y ella respondió con avidez… como respondía siempre. Las lenguas de ambos se encontraron y ella le puso la mano por detrás de la nuca y le acarició el cuello. Lev oyó a alguien decir: «Qué asco…», y se preguntó si quienes pasaban por su lado repararían en su erección.

Sonriendo a Marga, comentó:

—Estamos escandalizando a los respetables habitantes de esta ciudad. —Levantó la vista para ver si alguien los estaba observando… y se topó con la mirada de su esposa, Olga.

La mujer lo miraba sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos, formando con los labios un círculo perfecto de estupor.

A su lado estaba su padre, con traje y chaleco y un sombrero canotier. Tenía a Daisy en brazos. La hija de Lev llevaba un gorrito blanco para protegerse la cara del sol. La niñera, Polina, estaba detrás de ellos.

—¡Lev! —exclamó Olga—. ¿Qué…? ¿Quién es esa mujer?

Lev pensó que tal vez habría podido salir airoso de aquella situación si Vyalov no hubiese estado allí.

Se puso de pie.

—Olga… No sé qué decir.

Vyalov lo increpó duramente:

—No digas nada, patán.

Olga se echó a llorar.

Vyalov le entregó a Daisy a la niñera.

—Llévate a mi nieta al coche inmediatamente.

—Sí, señor Vyalov.

Vyalov agarró a Olga del brazo y tiró de ella.

—Ve con Polina, cariño.

Olga se tapó los ojos con la mano para ocultar sus lágrimas y siguió a la niñera.

—Maldito hijo de perra —insultó Vyalov a Lev.

Lev apretó los puños con fuerza. Si Vyalov le pegaba, él le devolvería el golpe. Vyalov era fuerte como un toro, pero tenía veinte años más que él. Lev era más alto, y se había curtido en las peleas callejeras de Petrogrado. No pensaba dejar que le dieran una paliza.

Vyalov le leyó el pensamiento.

—No voy a pelear contigo —dijo—. No merece la pena.

Lev quiso decirle: «¿Y entonces, qué vas a hacer?», pero mantuvo la boca cerrada.

Vyalov miró a Marga.

—Debería haberte pegado más fuerte —espetó.

Marga cogió su bolso, lo abrió, metió la mano en él y la dejó allí.

—Si se me acerca aunque solo sea un centímetro, juro por Dios que le pegaré un tiro, maldito cerdo campesino ruso —lo amenazó.

Lev admiró la valentía de la chica: pocas personas tenían las agallas de amenazar a Josef Vyalov.

El rostro de Vyalov se puso pálido de ira, pero apartó la mirada de Marga y se dirigió a Lev.

—¿Sabes lo que vas a hacer?

¿Qué diablos vendría ahora?

Lev no dijo nada.

—Te vas a alistar en el puñetero ejército —dijo Vyalov.

Lev se quedó paralizado.

—No será en serio…

—¿Cuándo fue la última vez que me oíste decir algo que no fuera en serio?

—No pienso enrolarme en el ejército. ¿Cómo va a obligarme?

—O te presentas voluntario, o te llamarán a filas.

Marga interrumpió la conversación.

—¡No puede hacer eso! —le espetó.

—Sí que puede —dijo Lev, desolado—. Puede hacer lo que quiera en esta ciudad.

— ¿Y sabes qué? —añadió Vyalov—. Puede que seas mi yerno, pero espero con toda mi alma que acabes muerto.

VI

Chuck y Doris Dixon dieron una merienda en su jardín a finales de junio. Gus fue con sus padres. Todos los hombres iban con traje, pero las mujeres llevaban vestidos de verano y exagerados sombreros, y los invitados formaban un grupo muy vistoso. Había sándwiches y cerveza, limonada y tarta. Un payaso repartía caramelos y un maestro en pantalones cortos se encargaba de organizar las actividades de los niños: carreras de sacos, de huevos y cucharas, y con las piernas atadas.

Doris quería hablar con Gus sobre la guerra, otra vez.

—Hay rumores de un motín en el ejército francés —le dijo.

Gus sabía que la verdad era peor que los rumores: había habido motines en cincuenta y cuatro divisiones francesas, y veinte mil hombres habían desertado.

—Supongo que por eso han cambiado su táctica, de ofensiva a defensiva —dijo, en tono neutro.

—Por lo visto, los oficiales franceses no tratan bien a sus hombres. —A Doris le encantaba dar malas noticias sobre la guerra porque eso la reafirmaba en su oposición—. Y la ofensiva Nivelle ha sido un desastre.

—La llegada de nuestras tropas les dará un nuevo impulso. —Ya habían embarcado los primeros soldados norteamericanos rumbo a Francia.

—Pero hasta ahora solo hemos enviado una cantidad simbólica de hombres. Espero que eso signifique que no vamos a desempeñar un papel importante en la contienda —replicó Doris.

—No, no significa eso. Tenemos que reclutar, entrenar y armar al menos a un millón de hombres, y eso no lo podemos hacer de la noche a la mañana, pero el año que viene los enviaremos en centenares de miles.

Doris miró por encima del hombro de Gus y exclamó:

—Dios santo, aquí viene uno de nuestros nuevos reclutas.

Gus se volvió y vio a la familia Vyalov: Josef y Lena con Olga, Lev y una niña pequeña. Lev llevaba el uniforme del ejército. Estaba muy elegante, pero tenía ensombrecido el atractivo rostro.

Gus se sentía incómodo, pero su padre, haciendo gala de su personaje público como senador, estrechó cordialmente la mano de Josef y dijo algo que le hizo reír. Su madre se dirigió cortésmente a Lena y le dedicó arrumacos a la niña. Gus se dio cuenta de que sus padres ya habían previsto aquel encuentro y habían decidido actuar como si él y Olga nunca hubiesen estado prometidos.

Miró a Olga y la saludó educadamente con la cabeza. Ella se ruborizó.

Lev se mostró tan desenvuelto como de costumbre.

—¿Y qué, Gus, está contento contigo el presidente por haber solventado lo de la huelga?

Los demás oyeron la pregunta y se quedaron en silencio, atentos a la respuesta de Gus.

—Está contento con vosotros por mostraros razonables —dijo Gus con delicadeza—. Veo que te has alistado en el ejército.

—Me he presentado voluntario —repuso Lev—. Estoy acudiendo a las sesiones de entrenamiento.

—¿Y qué te parece?

De pronto, Gus advirtió que Lev y él habían congregado a su alrededor a un buen número de asistentes: los Vyalov, los Dewar y los Dixon. Desde que se había roto el compromiso, nadie había vuelto a ver a aquellos dos hombres juntos en público. Todo el mundo sentía curiosidad.

—Me acostumbraré al ejército —dijo Lev—. ¿Y tú?

—¿Y yo, qué?

—¿Vas a presentarte voluntario? Al fin y al cabo, habéis sido tú y tu presidente quienes nos habéis metido en esta guerra.

Gus no dijo nada, pero se sintió avergonzado; Lev tenía razón.

—Siempre puedes esperar a ver si te llaman a filas —añadió Lev, hurgando en la herida—. Nunca se sabe, a lo mejor tienes suerte. Además, si vuelves a Washington, supongo que el presidente puede hacer que te declaren exento. —Se echó a reír.

Gus negó con la cabeza.

—No —dijo—. Lo he estado pensando y tienes razón: formo parte del gobierno que convocó el reclutamiento obligatorio. No podría eludirlo.

Vio a su padre asentir con la cabeza, como si ya esperase aquello, pero su madre protestó:

—Pero Gus, ¡tú trabajas para el presidente! ¿De qué otro modo podrías contribuir mejor al éxito de nuestra intervención en la guerra?

—Supongo que quedaría como un cobarde —dijo Lev.

—Exactamente —dijo Gus—. Así que no volveré a Washington. Esa parte de mi vida ha terminado por el momento.

—¡Gus, no! —oyó decir a su madre.

—Ya he hablado con el general Clarence, de la División de Buffalo —anunció—: voy a alistarme en el ejército.

Su madre se echó a llorar.