24

Abril de 1917

I

Un agradable día de principios de primavera, Walter paseaba con Monika von der Helbard por el jardín de la casa que tenían los padres de ella en Berlín. Era un edificio magnífico y el jardín era muy grande, con pabellón de tenis, campo de bochas, un picadero para ejercitarse con los caballos y un parque infantil con columpios y un tobogán. Walter recordaba haber ido allí de niño y pensar que era el paraíso. Solo que ya no era un parque idílico. Todos los caballos, salvo los más viejos, habían acabado en el ejército. Las gallinas rebuscaban entre las losas de la amplia terraza. La madre de Monika estaba engordando a un cerdo en el pabellón de tenis. Por el campo de bochas pastaban las cabras, y se rumoreaba que la Gräfin en persona las ordeñaba.

Sin embargo, los viejos árboles empezaban a recuperar su follaje, el sol brillaba y Walter iba en chaleco y mangas de camisa, con la americana echada sobre un hombro. Su madre no habría aprobado semejante informalidad, pero la mujer estaba dentro de la casa, chismorreando con la condesa. Greta, la hermana de Walter, también había estado paseando con ellos dos, pero les había puesto una excusa y los había dejado solos; otra cosa que su madre no habría visto con buenos ojos, al menos en teoría.

Monika tenía un perro al que llamaba Pierre. Era como todos los caniches, elegante y de patas largas, con muchísimo pelo rizado de color herrumbre y ojos castaño claro. Walter, a pesar de lo hermosa que era Monika, no podía evitar pensar que perro y dueña se parecían.

Le gustaba cómo trataba la joven a su perro. No le dedicaba mimos ni le daba de comer sobras, y tampoco le hablaba igual que si fuera un niño pequeño, como hacían algunas chicas. Ella solo dejaba que caminara a sus pies, y de vez en cuando le lanzaba una pelota de tenis vieja para que fuera a buscarla.

—Qué decepcionante ha resultado lo de Rusia —comentó la muchacha.

Walter asintió con la cabeza. El gobierno del príncipe Lvov había anunciado que seguirían adelante con la guerra. El frente oriental de Alemania no quedaría liberado, así que no podrían enviar refuerzos a Francia. La contienda se alargaría más aún.

—Ahora, nuestra única esperanza es que el gobierno de Lvov caiga y la facción pacifista se haga con el poder —repuso él.

—¿Lo crees probable?

—Es difícil de decir. Los revolucionarios de izquierdas siguen exigiendo pan, paz y tierra. El gobierno ha prometido unas elecciones democráticas para formar una Asamblea Constituyente… pero ¿quién ganará?

Recogió una rama del suelo y se la lanzó a Pierre. El perro saltó a por ella y se la trajo de vuelta con orgullo. Walter se agachó para darle unas palmaditas en la cabeza y, al erguirse de nuevo, Monika estaba muy cerca de él.

—Me gustas, Walter —dijo, mirándolo muy fijamente con sus ojos color ámbar—. Tengo la sensación de que nunca nos quedamos sin tema de conversación.

Él sentía lo mismo, y también sabía que, si intentaba besarla en ese momento, ella se lo permitiría.

Se apartó.

—También tú me gustas a mí —aseguró—. Y me gusta tu perro. —Se echó a reír para hacer notar que hablaba desenfadadamente.

Aun así, vio que sus palabras habían herido a Monika, que se mordió el labio y se volvió de espaldas. Acababa de rozar el límite del atrevimiento que una muchacha de buena educación no podía rebasar, y él la había rechazado.

Siguieron paseando. Tras un largo silencio, Monika dijo:

—Me pregunto qué secreto guardas.

«Dios mío —pensó él—. Qué lista es.»

—No guardo ningún secreto —mintió—. ¿Y tú?

—Ninguno que valga la pena contar. —Levantó una mano y se la pasó a él por el hombro, como quitándole algo—. Una abeja —dijo.

—Es todavía muy pronto para que haya abejas.

—A lo mejor es que este año el verano se va a adelantar.

—No hace tanto calor.

Ella fingió sentir un escalofrío.

—Tienes razón, hace fresco. ¿Querrías ir a buscarme un chal? Si vas a la cocina y se lo pides a la doncella, te dará uno.

—Desde luego.

No hacía frío, pero un caballero nunca se negaba a atender una petición así, por muy antojadiza que fuera. Era evidente que Monika quería estar unos momentos a solas.

Walter caminó de vuelta a la casa. Estaba obligado a rechazar las insinuaciones de ella, pero le dolía herirla. Era cierto que hacían muy buena pareja (sus madres tenían mucha razón en eso) y estaba claro que Monika no lograba comprender por qué Walter no hacía más que apartarse de ella.

Entró en la casa y bajó al sótano por la escalera trasera. Allí encontró a una anciana criada vestida de negro y con cofia de encaje que fue a buscarle un chal.

Walter esperó en el vestíbulo. Aquella casa tenía una moderna decoración Jugendstil, que había puesto fin a las florituras rococó que tanto adoraban los padres de él y que se decantaba por las salas bien iluminadas y de colores suaves. El vestíbulo con columnas era todo él de un frío mármol gris, y con alfombras color champiñón.

Walter tenía la sensación de que Maud estaba a un millón de kilómetros, en otro planeta. Y así era, en cierto modo, puesto que el mundo de antes de la guerra no volvería jamás. Hacía casi tres años que no veía a su mujer ni recibía noticias suyas, y existía la posibilidad de que nunca volvieran a estar juntos. Aunque su recuerdo no se había desvanecido (jamás olvidaría la pasión que habían compartido ambos), le angustiaba darse cuenta de que sí le resultaba muy difícil rememorar los delicados detalles de los momentos que habían pasado juntos: qué vestido había llevado puesto ella, dónde habían estado cuando se habían besado o se habían dado la mano, qué habían comido o bebido o comentado cuando coincidían en aquellas interminables veladas londinenses, que eran todas iguales. A veces se le cruzaba por la cabeza que la guerra los había divorciado, por así decir. Sin embargo, enseguida desterraba ese pensamiento: era vergonzosamente desleal.

La criada le entregó un chal de cachemir amarillo. Walter volvió con Monika y la encontró sentada en el tocón de un árbol, con Pierre a sus pies. Le dio el chal y ella se lo echó sobre los hombros. Ese color le sentaba bien, hacía que sus ojos relucieran y su piel brillara.

La chica tenía una extraña expresión en el rostro, y entonces le entregó a Walter su cartera.

—Debe de habérsete caído de la americana —dijo.

—Vaya, gracias. —Él volvió a guardarla en el bolsillo interior de su americana, que todavía llevaba echada sobre un hombro.

—Volvamos dentro —añadió Monika.

—Como desees.

El ánimo de la muchacha había cambiado. A lo mejor sencillamente había decidido darse por vencida. Aparte de eso, ¿qué más podía haber sucedido?

A Walter se le pasó por la cabeza una idea espantosa. ¿De verdad se le había caído la cartera de la americana? ¿O se la había hurtado ella, con mano de carterista, cuando le había apartado del hombro aquella improbable abeja?

—Monika —dijo. Se detuvo y se volvió hacia ella—. ¿Has curioseado en mi cartera?

—Has dicho que no tenías secretos —contestó la joven, que se puso muy colorada.

Debía de haber visto el recorte de periódico que llevaba encima: «Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda».

—Eso ha sido muy descortés por tu parte —le espetó Walter enfadado.

Estaba furioso sobre todo consigo mismo. No debería conservar esa foto incriminatoria. Si Monika era capaz de adivinar su significado, también otros podrían hacerlo y, entonces, caería en desgracia y lo expulsarían del ejército. Puede que lo acusaran de alta traición y lo encarcelaran, o que lo ejecutaran incluso.

Había sido un necio. Sin embargo, sabía que jamás se desharía de esa fotografía. Era todo lo que tenía de Maud.

Monika le puso una mano en el brazo.

—Nunca había hecho nada semejante en toda mi vida, y me avergüenzo de ello. Pero debes comprender lo desesperada que me encontraba. Ay, Walter, me sería tan fácil enamorarme de ti… Y veo que también tú podrías amarme… Lo veo, en tus ojos y por la forma en que sonríes cuando me ves. ¡Pero no me decías nada! —Se le saltaban las lágrimas—. Me estaba volviendo loca.

—Lo siento mucho. —Ya no podía sentirse indignado. Monika había sobrepasado las fronteras del decoro y le había abierto su corazón. Se sentía muy triste por ella, triste por los dos.

—Tenía que comprender por qué no haces más que apartarte de mí. Ahora lo veo, desde luego. Es muy guapa. Incluso se parece un poco a mí. —Se secó las lágrimas—. Ella te encontró antes que yo, nada más. —Se quedó mirándolo con esos penetrantes ojos ámbar—. Supongo que estáis prometidos.

Walter no podía mentirle a alguien que estaba siendo tan sincero con él. No sabía qué decir.

Ella adivinó el motivo de su titubeo.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. Estáis casados, ¿verdad?

Aquello era un desastre.

—Si se llegara a saber, me vería en serios apuros.

—Ya lo sé.

—¿Puedo confiar en ti para que guardes mi secreto?

—¿Cómo puedes preguntarlo? —replicó ella—. Eres el mejor hombre que he conocido jamás. No haría nada que pudiera perjudicarte. No diré una sola palabra.

—Gracias. Sé que mantendrás tu promesa.

Monika apartó la mirada e intentó contener las lágrimas.

—Vayamos dentro.

Ya en el vestíbulo, le dijo:

—Ve tú delante. Tengo que lavarme la cara.

—Está bien.

—Espero… —Su voz se deshizo en un sollozo—. Espero que sepa lo afortunada que es —murmuró. Después dio media vuelta y entró en una sala auxiliar.

Walter se puso la americana y se serenó antes de subir la escalera de mármol. La sala de estar estaba decorada en ese mismo estilo sobrio, con madera rubia y unas cortinas de un turquesa pálido. Decidió que los padres de Monika tenían mejor gusto que los suyos.

Su madre lo miró y al instante supo que algo iba mal.

—¿Dónde está Monika? —preguntó con brusquedad.

Él la miró enarcando una ceja. No era propio de ella hacer una pregunta cuya respuesta podía ser «Ha ido al baño». Era evidente que estaba tensa.

—Vendrá dentro de unos minutos —respondió en voz baja.

—Mira esto —dijo su padre, agitando una hoja de papel—. Me lo acaban de enviar del despacho de Zimmermann para que les mande mi opinión. Esos revolucionarios rusos quieren enfurecer a Alemania. ¡Qué descaro! —Se había tomado un par de copitas de licor y estaba de un humor eufórico.

—¿A qué revolucionarios se refiere, padre? —repuso Walter con educación. En realidad no le importaba, pero agradecía tener un tema de conversación.

—¡A los de Zurich! Mártov, Lenin y esa gente. Se supone que en Rusia hay libertad de expresión ahora que el zar ha sido derrocado, así que quieren volver a su país. ¡Pero no pueden llegar hasta allí!

—Imagino que no es posible. No hay forma de viajar de Suiza a Rusia sin pasar por Alemania… Cualquier otra ruta por tierra supondría atravesar la línea de batalla. Pero todavía hay vapores que van de Inglaterra a Suecia cruzando el mar del Norte, ¿verdad? —replicó con ánimo meditabundo el padre de Monika, Konrad von der Helbard.

—Sí, pero esa gente no se arriesgará a viajar vía Gran Bretaña. Los británicos han detenido a Trotski y a Bujarin. Y Francia o Italia sería peor —dijo Walter.

—¡Conque están atrapados! —exclamó Otto, triunfal.

—¿Qué le aconsejará hacer al ministro de Exteriores Zimmermann, padre? —preguntó Walter.

—Que se niegue, desde luego. No queremos que esa chusma contamine a nuestro pueblo. ¿Quién sabe qué clase de alborotos tramarían esos demonios en Alemania?

—Lenin y Mártov —repitió Walter, con aire distraído—. Mártov es menchevique, pero Lenin es bolchevique. —Los servicios secretos alemanes estaban muy interesados en los revolucionarios rusos.

—Bolcheviques, mencheviques, socialistas, revolucionarios, son todos iguales —comentó Otto.

—No, no lo son —replicó Walter—. Los bolcheviques son los de línea más dura.

—¡Razón de más para no dejarlos pasar por nuestro país! —exclamó la madre de Monika, exaltada.

Walter no hizo caso de su comentario.

—Y, lo que es más importante, los bolcheviques del extranjero suelen ser más radicales que los que están en su país. Los bolcheviques de Petrogrado respaldan al gobierno provisional del príncipe Lvov, pero sus camaradas de Zurich no.

—¿Cómo sabes tú esas cosas? —preguntó Greta, su hermana.

Walter lo sabía porque había leído informes secretos de espías alemanes en Suiza que interceptaban el correo de los revolucionarios. Sin embargo, respondió:

—Lenin pronunció un discurso en Zurich hace unos días en el que repudiaba al gobierno provisional.

Otto profirió un gruñido desdeñoso, pero Konrad von der Helbard se inclinó hacia delante en su sillón.

—¿En qué estás pensando, joven?

—Al negarles a los revolucionarios el permiso para atravesar Alemania, estamos protegiendo a Rusia de sus ideas más subversivas —aclaró Walter.

Su madre puso cara de perplejidad.

—Explícate, por favor.

—Estoy sugiriendo que deberíamos ayudar a esos hombres peligrosos a llegar a su país. En cuanto estén allí, o bien intentarán minar al gobierno ruso y menoscabarán su capacidad para librar una guerra, o bien se harán con el poder y querrán firmar la paz. De uno u otro modo, Alemania saldría ganando.

Se produjo un momento de silencio mientras todos ellos lo reflexionaban. Después, Otto soltó una fuerte carcajada y dio una palmada.

—¡Mi propio hijo! —dijo—. ¡Al final resulta que sí ha heredado un poco de su padre!

II

Queridísima mía:

Zurich es una ciudad fría que se encuentra junto a un lago [escribió Walter], pero el sol brilla sobre el agua, en las boscosas laderas que lo rodean y en los Alpes, a lo lejos. Las calles están proyectadas en forma de cuadrícula, sin ninguna curva: ¡los suizos son todavía más ordenados que los alemanes! Ojalá estuvieras aquí, mi estimada amiga. ¡¡¡Ojalá estuvieras conmigo allá adonde voy!!!

Los signos de exclamación estaban pensados para que el censor postal se llevara la impresión de que la remitente era una muchacha exaltada. Aunque Walter se encontraba en la Suiza neutral, de todos modos llevaba mucho cuidado para que el texto de la carta no identificara ni al remitente ni al destinatario.

Me pregunto si sufres el bochorno de recibir la atención no deseada de pretendientes a quienes todos consideran buenos partidos. Eres tan hermosa y encantadora que seguro que sí. Yo tengo el mismo problema. No cuento con tu belleza ni tu encanto, pero, a pesar de eso, sí que recibo atenciones. Mi madre ha escogido a alguien para casarme, una antigua amistad de mi hermana, una persona a la que conozco de siempre y que siempre me ha gustado. Durante un tiempo me resultó muy difícil, pero me temo que al final esa persona ha descubierto que tengo una amistad que impide mi matrimonio. Sin embargo, me parece que nuestro secreto está a salvo.

Si algún censor se molestaba en leer hasta ahí, a esas alturas estaría convencido de que aquellas letras se las escribía una lesbiana a su amante. A esa misma conclusión llegaría cualquiera que leyera la carta en Inglaterra. Poco importaba: era evidente que Maud, siendo feminista y estando aparentemente soltera como estaba a la edad de veintiséis años, ya despertaba sospechas de mostrar inclinaciones sáficas.

Dentro de unos días estaré en Estocolmo, otra fría ciudad junto al agua, y podrías mandarme una carta al Grand Hotel de allí. [Suecia, al igual que Suiza, era un país neutral que disponía de servicio postal con Inglaterra.] ¡¡¡Me encantaría recibir noticias tuyas!!!

Hasta entonces, querida mía, recuerda a tu amor,

WALTRAUD

III

Estados Unidos declaró la guerra a Alemania el viernes 6 de abril de 1917.

Walter ya lo había esperado, pero de todas formas acusó el golpe. Estados Unidos era rico, enérgico y democrático: no lograba imaginar un enemigo peor. La única esperanza que les quedaba era que Rusia se viniera abajo y le diera a Alemania ocasión de vencer en el frente occidental antes de que los norteamericanos tuvieran tiempo de organizar sus fuerzas.

Tres días después, treinta y dos revolucionarios rusos exiliados se reunieron en el hotel Zähringerhof de Zurich: hombres, mujeres y un niño, un crío de cuatro años llamado Robert. Desde allí fueron a pie hasta el arco barroco de la estación del ferrocarril para subir a un tren que los llevaría a su hogar.

Walter había temido que no acudieran. Mártov, el líder menchevique, se había negado a partir sin el permiso del gobierno provisional de Petrogrado; una actitud extrañamente deferente para un revolucionario. El permiso no había llegado, pero Lenin y los bolcheviques habían decidido regresar de todos modos. Walter tenía mucho interés en que no se produjera ningún altercado durante el viaje, así que acompañó al grupo hasta la estación, que estaba junto al río, y subió al tren con ellos.

«Esta es el arma secreta de Alemania —pensó—: treinta y dos descontentos e inadaptados que sueñan con derrocar al gobierno de Rusia. Que Dios nos asista.»

Vladímir Iliich Uliánov, conocido como Lenin, tenía cuarenta y seis años. Era un hombre bajo y fornido, bien vestido pero sin elegancia, pues estaba demasiado ocupado para malgastar tiempo preocupándose por su estilo. En su día había sido pelirrojo, pero había perdido mucho pelo siendo aún joven y lucía una reluciente calva rodeada por los vestigios de su cabello y una perilla cuidadosamente recortada, pelirroja y veteada de canas. Al conocerlo, a Walter le había parecido mediocre, sin encanto ni apostura.

Von Ulrich se hizo pasar por un modesto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores al que le habían encargado la tarea de ocuparse de todas las gestiones prácticas necesarias para el viaje de los bolcheviques por Alemania. Lenin le había dirigido una mirada dura e inquisitiva, adivinando a todas luces que en realidad era algún tipo de agente de espionaje.

Viajaron hasta Schaffhausen, en la frontera, donde hicieron transbordo y subieron a un tren alemán. Todos hablaban algo de alemán, ya que habían vivido en la zona germanohablante de Suiza. El propio Lenin lo dominaba bastante. Era un lingüista destacado, según había descubierto Walter. Hablaba francés con fluidez, un inglés aceptable y leía a Aristóteles en griego antiguo. La idea que tenía Lenin de la relajación era sentarse un par de horas con un diccionario de un idioma extranjero.

En Gottmadingen volvieron a cambiar de tren y subieron a uno que tenía un vagón especialmente precintado para ellos, como si fueran portadores de una enfermedad infecciosa. Tres de sus cuatro puertas estaban atrancadas. La cuarta quedaba junto al compartimiento en que dormía Walter. Lo habían dispuesto así para tranquilizar a las preocupadísimas autoridades alemanas, pero no era necesario: los rusos no tenían deseo alguno de escapar, querían regresar a casa.

Lenin y su mujer, Nadia, disfrutaban de una estancia para ellos solos, pero los demás habían tenido que conformarse con un compartimiento para cada cuatro. «Bien por el igualitarismo», pensó Walter con cinismo.

A medida que el tren cruzaba Alemania de sur a norte, Walter empezó a sentir la fortaleza de carácter que se ocultaba bajo el anodino exterior de Lenin. Al bolchevique no le interesaban la comida, la bebida, la comodidad ni los bienes materiales. La política ocupaba todo su día. Siempre estaba discutiendo sobre política, escribiendo sobre política o pensando sobre política y haciendo anotaciones. Walter se fijó en que, en las discusiones, Lenin siempre parecía saber más que sus camaradas y haber reflexionado más y durante más tiempo que nadie… a menos que el tema de la discusión no tuviera nada que ver ni con Rusia ni con la política, en cuyo caso estaba bastante mal informado.

Era un auténtico aguafiestas. La primera noche, un joven con gafas, Karl Rádek, estaba contando chistes en el compartimiento contiguo.

—Detienen a un hombre por gritar: «¡Nicolás es un imbécil!», y él va y le dice al policía: «Me refería a otro Nicolás, agente, no a nuestro amadísimo zar». Y el policía le contesta: «¡Embustero! ¡Está claro que, si le has llamado imbécil, solo podías referirte al zar!».

Los compañeros de Rádek estaban desternillándose de risa, pero entonces Lenin salió de su compartimiento con cara de muy pocos amigos y les ordenó que bajaran la voz.

Al bolchevique no le gustaba el tabaco. Él lo había dejado, por insistencia de su madre, hacía treinta años. En deferencia a él, la gente fumaba en el aseo que había al final del vagón. Puesto que solo había un lavabo para treinta y dos personas, aquello ocasionaba colas y peleas. Lenin aplicó su notable intelecto a la resolución de ese problema. Cortó unos trocitos de papel y repartió a todo el mundo dos tipos de vales, unos cuantos para uso normal del lavabo y algunos menos para fumar. Así se redujo la cola y se terminaron las discusiones. Walter se quedó asombrado. El sistema funcionaba y todo el mundo parecía contento, pero no se había producido ningún debate, ningún intento de realizar una toma de decisiones colectiva. En ese grupo, Lenin era un dictador benévolo. Si alguna vez conseguía el verdadero poder, ¿dirigiría el Imperio ruso de la misma manera?

Pero ¿lograría hacerse con el poder? En caso contrario, Walter estaba perdiendo el tiempo.

Solo se le ocurría una forma de mejorar las posibilidades de Lenin, y se decidió a hacer lo posible por lograrlo.

En Berlín, bajó del tren diciéndoles a los rusos que volvería a reunirse con ellos para acompañarlos en la última etapa.

—No tarde —le dijo uno—. Partiremos otra vez dentro de una hora.

—Me daré prisa —repuso él.

El tren partiría cuando Walter lo dijera, pero eso los rusos no lo sabían.

El vagón se encontraba en un apartadero de la estación de Potsdamer Platz, y le llevó solo unos minutos llegar a pie desde allí al Ministerio de Asuntos Exteriores, en el número 76 de Wilhelmstrasse, en el corazón del viejo Berlín. El espacioso despacho de su padre tenía un pesado escritorio de caoba, un retrato del káiser y una vitrina con puertas de cristal que contenía su colección de cerámica, donde se encontraba el frutero de loza blanca del siglo XVIII que había comprado en su último viaje a Londres. Tal como había esperado Walter, Otto estaba sentado a su escritorio.

—No hay duda sobre las convicciones de Lenin —le explicó a su padre mientras tomaban un café—. Dice que han acabado con el símbolo de la opresión, el zar, sin transformar la sociedad rusa. Los obreros no han logrado hacerse con el poder: la clase media sigue dirigiéndolo todo. Además de eso, Lenin odia personalmente a Kérenski por alguna razón.

—Pero ¿conseguirá derrocar al gobierno provisional?

Walter extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Es sumamente inteligente y resuelto; un líder nato. Nunca hace nada que no sea trabajar, pero los bolcheviques son solo un pequeño partido político de entre la docena o más que pugnan por el poder, y no hay forma de saber quién llegará a lo alto.

—De modo que todo este esfuerzo puede haber sido en balde.

—A menos que hagamos algo por ayudar a los bolcheviques a imponerse.

—¿Como qué?

Walter inspiró hondo.

—Darles dinero.

—¿Qué? —Otto estaba indignado—. ¿Que el gobierno de Alemania les dé dinero a unos revolucionarios socialistas?

—Recomiendo cien mil rublos, para empezar —prosiguió Walter con frialdad—. Preferiblemente en monedas de oro de diez rublos, si puede usted conseguirlas.

—El káiser nunca accedería a eso.

—¿Acaso tiene que saberlo? Zimmermann podría aprobar la medida valiéndose de su autoridad personal.

—Jamás haría algo así.

—¿Está seguro?

Otto miró a Walter en silencio durante largo rato, pensando.

—Se lo preguntaré —dijo al cabo.

IV

Después de tres días en el tren, los rusos salieron de Alemania. En Sassnitz, en la costa, compraron billetes para cruzar el Báltico hasta el extremo meridional de Suecia en el ferry Queen Victoria. Walter los acompañó. La travesía fue dura y todo el mundo acabó mareado, excepto Lenin, Rádek y Zinóviev, que estaban en cubierta, enfrascados en una violenta discusión política, y no parecían darse cuenta de lo gruesa que estaba la mar.

Cogieron un tren nocturno hacia Estocolmo, donde el borgmästare, el alcalde, que era socialista, les ofreció un desayuno de bienvenida. Allí, Walter se registró en el Grand Hotel con la esperanza de encontrar una carta de Maud aguardándole. No había nada.

Sintió tal decepción que estuvo tentado de arrojarse a las frías aguas de la bahía. Esa había sido la única oportunidad de comunicarse con su esposa en casi tres años, y algo había salido mal. ¿Habría recibido ella su carta?

Aciagas fantasías lo atormentaban. ¿Lo amaría Maud todavía? ¿Se habría olvidado de él? ¿Acaso había un nuevo hombre en su vida? Walter estaba en la más completa ignorancia.

Rádek y los elegantes socialistas suecos se llevaron a Lenin, bastante en contra de su voluntad, a la sección de vestimenta masculina de los almacenes PUB. Las botas de montaña con suela de tacos que llevaba el ruso desaparecieron. Salió de allí con un abrigo de cuello de terciopelo y un sombrero nuevo. Rádek comentó que, al menos, por fin iba vestido como alguien que podía dirigir a su pueblo.

Esa tarde, al anochecer, los rusos fueron a la estación para subir a otro tren, esta vez con destino a Finlandia. Walter se despedía allí del grupo, pero los acompañó hasta la estación. Antes de que el tren partiera, mantuvo una reunión a solas con Lenin.

Se sentaron en un compartimiento, bajo una tenue luz eléctrica que relucía en la calva del ruso. Walter estaba tenso. Aquello tenía que salirle bien. De nada serviría suplicarle ni rogarle a Lenin, estaba convencido. También era evidente que no había forma de intimidar a aquel hombre, así que solo la fría lógica lograría persuadirlo.

Von Ulrich había preparado bien su parlamento.

—El gobierno alemán los está ayudando a regresar a su país —dijo—. Usted sabe que no lo estamos haciendo por buena voluntad.

Lenin lo interrumpió en un alemán muy correcto.

—¡Creen que seremos perjudiciales para Rusia! —bramó.

Walter no lo contradijo.

—Y, aun así, han aceptado nuestra ayuda.

—¡Por el bien de la revolución! Ese es el único baremo de lo bueno y lo malo.

—Imaginaba que diría eso. —Walter había llevado consigo una pesada maleta, y en ese momento la dejó en el suelo del vagón de tren, produciendo un sonoro golpe—. En el falso fondo de esta maleta encontrará cien mil rublos en billetes y monedas.

—¿Qué? —Lenin solía ser imperturbable, pero de pronto parecía sobresaltado—. ¿Para qué son?

—Son para usted.

El bolchevique se sintió ofendido.

—¿Un soborno? —preguntó con indignación.

—De ninguna manera —contestó Walter—. No tenemos ninguna necesidad de sobornarlo. Sus objetivos son los mismos que los nuestros. Usted ha exhortado al derrocamiento del gobierno provisional y el final de la guerra.

—Entonces, ¿por qué?

—Para propaganda. Para colaborar en la difusión de su mensaje. Es el mismo mensaje que también nosotros quisiéramos transmitir. La paz entre Alemania y Rusia.

—¡Para poder ganar su guerra capitalista-imperialista contra Francia!

—Tal como le he dicho, no los estamos ayudando por buena voluntad… y tampoco esperarían ustedes que lo hiciéramos. Se trata de pragmatismo político, nada más. Por el momento, sus intereses coinciden con los nuestros.

Lenin puso la misma cara que cuando Rádek había insistido en que se comprara ropa nueva: aborrecía la idea, pero no podía negar que tenía sentido.

—Les entregaremos más o menos la misma cantidad de dinero una vez al mes… siempre y cuando, desde luego, ustedes continúen haciendo campaña activamente por la paz —dijo Walter.

Se produjo un largo silencio.

—Dice usted que el éxito de la revolución es el único baremo de lo bueno y lo malo. En tal caso, debería aceptar el dinero —añadió después.

Fuera, en el andén, sonó un silbato.

Walter se levantó.

—Debo dejarlos ya. Adiós, y buena suerte.

Lenin se quedó mirando la maleta del suelo y no contestó.

El joven alemán salió del compartimiento y bajó del tren.

Se volvió y echó la mirada atrás, hacia la ventanilla del compartimiento de Lenin. Casi esperaba que se abriera y ver salir la maleta volando por ella.

Se oyó otro silbido y un pitido. Los vagones dieron una sacudida y se pusieron en marcha, y el tren salió de la estación echando vapor, lentamente, con Lenin, los demás exiliados rusos y el dinero a bordo.

Walter se sacó el pañuelo del bolsillo del pecho de su abrigo y se secó la frente. A pesar del frío, estaba sudando.

V

Fue andando desde la estación hasta el Grand Hotel a lo largo de los muelles. Estaba oscuro y soplaba un frío viento del este que venía del Báltico. Debería haber estado exultante: ¡acababa de sobornar a Lenin! Sin embargo, sentía una especie de anticlímax, además de estar más deprimido de lo que debiera a causa del silencio de Maud. Había una docena de razones posibles por las que no le había mandado una carta. No tenía por qué dar por sentado lo peor, pero él había estado peligrosamente cerca de acabar enamorándose de Monika, así que ¿por qué no habría de haberle sucedido a Maud algo parecido? No podía evitar sentir que debía de haberlo olvidado.

Decidió que esa noche se emborracharía.

En recepción le entregaron una nota mecanografiada: «Por favor, pase por la suite 201, donde tienen un mensaje para usted». Supuso que sería algún funcionario de Asuntos Exteriores. Tal vez habían cambiado de opinión acerca de su apoyo a Lenin. En tal caso, llegaban tarde.

Subió por la escalera y llamó a la puerta de la 201.

—¿Sí? —dijo desde dentro, en alemán, una voz amortiguada.

—Walter von Ulrich.

—Adelante, está abierto.

Entró y cerró la puerta. La suite estaba iluminada por la luz de unas velas.

—¿Tienen aquí un mensaje para mí? —preguntó Walter, esforzándose por ver en la penumbra.

Una figura se levantó de una silla. Era una mujer y estaba de espaldas, pero en ella vio algo que le hizo dar un vuelco a su corazón. La mujer volvió el rostro hacia él.

Era Maud.

Walter se quedó boquiabierto. Estaba paralizado.

—Hola, Walter.

Pero entonces Maud perdió el control sobre sí misma y se lanzó a los brazos de él.

El familiar aroma de su esposa abrumó su sentido del olfato, y entonces Walter empezó a besarle el pelo y acariciarle la espalda. No podía hablar, por miedo a echarse a llorar. Estrechó el cuerpo de Maud contra el suyo, apenas capaz de creer que de verdad fuera ella, que de verdad la estuviera abrazando y acariciando, algo que tan dolorosamente había ansiado durante casi tres años. La joven alzó la mirada hacia él con los ojos anegados de lágrimas, y él contempló su rostro y se embebió de él. Era la misma pero diferente: estaba más delgada y tenía unas tenuísimas arrugas bajo los ojos, donde antes no las había, pero, aun así, su mirada era penetrante e inteligente como siempre.

—Fijó la vista en mi rostro recorriéndolo con atención, como si hubiese de retratarlo —le dijo Maud en inglés.

Él sonrió.

—No somos Hamlet y Ofelia, así que, por favor, no te metas en un convento.

—Dios mío, cómo te he echado de menos.

—Y yo a ti. Esperaba recibir una carta… pero ¡esto! ¿Cómo te las has ingeniado?

—Dije en la oficina de pasaportes que me proponía entrevistarme con algunos políticos escandinavos para tratar el tema del voto para la mujer. Después coincidí con el ministro del Interior en una fiesta y le susurré algo al oído.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Todavía hay vapores de pasajeros.

—Pero es demasiado peligroso. Nuestros submarinos lo están hundiendo todo.

—Ya lo sé. Me he arriesgado. Estaba desesperada. —Se echó a llorar.

—Ven, siéntate. —Rodeándole todavía la cintura con un brazo, la acompañó al sofá que había al otro lado de la habitación.

—No —dijo ella cuando estaban a punto de sentarse—. Hemos esperado demasiado tiempo, desde antes de la guerra. —Le cogió la mano y se lo llevó hacia el dormitorio por una puerta interior. En la chimenea chisporroteaban varios troncos—. No perdamos más tiempo. Ven a la cama.

VI

Grigori y Konstantín formaban parte de la delegación del Sóviet de Petrogrado que acudió a la estación de Finlandia ya entrada la noche del lunes 16 de abril para darle la bienvenida al país a Lenin.

La mayoría de los delegados nunca habían visto al gran hombre, que, salvo algunos meses, había pasado los últimos diecisiete años en el exilio. Grigori tenía once años cuando Lenin se fue. No obstante, lo conocía por su reputación, igual que lo conocían, por lo visto, los miles de personas que se habían dado cita en la estación para recibirlo. ¿Por qué tantos?, se preguntó Grigori. A lo mejor ellos, igual que él, se sentían descontentos con el gobierno provisional, desconfiaban de los ministros de clase media y estaban furiosos al ver que no habían puesto fin a la guerra.

La estación de Finlandia se encontraba en el distrito de Viborg, cerca de las fábricas textiles y los barracones del 1.er Regimiento de Artillería. Una muchedumbre había tomado la plaza. Grigori no esperaba ningún acto de traición, pero le había dicho a Isaak que desplegara un par de pelotones y varios carros blindados para que montaran guardia, solo por si acaso. En el tejado del edificio había un reflector, y alguien estaba enfocando con él a la masa de personas que esperaban en la oscuridad.

Dentro, la estación estaba abarrotada de obreros y soldados, todos ellos enarbolando banderas y estandartes rojos. Una banda militar tocaba música. Cuando faltaban veinte minutos para las doce, dos unidades de marineros formaron en el andén como guardia de honor. La delegación del Sóviet aguardaba en la grandiosa sala de espera que antiguamente había estado reservada para el zar y la familia real, pero Grigori salió al andén con la muchedumbre.

Rondaba la medianoche cuando Konstantín señaló a donde la vía se perdía de vista, y Grigori, siguiendo la dirección de su dedo, vio las lejanas luces de un tren. Un murmullo de expectación se levantó de entre los que esperaban. La locomotora entró en la estación expulsando vapor y tosiendo humo, y se detuvo con un silbido. Llevaba el número 293 pintado al frente.

Tras una pausa, un hombre bajo y fornido, vestido con un abrigo de lana cruzado y un sombrero de fieltro, bajó del tren. Grigori pensó que no podía tratarse de Lenin; ¿cómo iba a vestir las prendas de la clase dirigente? Una joven se adelantó y le entregó un ramo, que él aceptó frunciendo el entrecejo con descortesía. Sí que era Lenin.

Detrás de él bajó Lev Kámenev, a quien el Comité Central Bolchevique había enviado para reunirse con el cabecilla ya en la frontera, por si había algún problema; aunque, de hecho, nadie había puesto ninguna pega al regreso de Lenin. Kámenev le indicó entonces con un gesto que debían dirigirse a la sala de espera real.

Sin embargo, Lenin le volvió la espalda con bastante brusquedad y se dirigió a los marineros:

—¡Camaradas! —exclamó—. ¡Os han engañado! Vosotros habéis hecho la revolución… ¡y los traidores del gobierno provisional os han robado sus frutos!

Kámenev se quedó blanco. Casi todas las personas de izquierdas habían adoptado la política de respaldar al gobierno provisional, al menos por el momento.

Grigori, no obstante, estaba encantado. Él no creía en la democracia burguesa. En 1905, el Parlamento tolerado por el zar había sido una farsa y había quedado despojado de todo poder en cuanto los disturbios terminaron y todo el mundo volvió a trabajar. Este otro gobierno provisional iba camino de correr la misma suerte.

Y, de repente, alguien tenía las agallas de decirlo.

Grigori y Konstantín siguieron a Lenin y a Kámenev a la sala de recepción. La muchedumbre intentó apretarse para entrar tras ellos, pero en la estancia pronto no cupo ni un alfiler. El presidente del Sóviet de Petrogrado, Nikolái Chjeidze, con sus grandes entradas y su cara de rata, dio un paso al frente. Le estrechó la mano a Lenin y dijo:

—En nombre del Sóviet de Petrogrado y de la revolución, celebramos tu llegada a Rusia. Pero…

Grigori miró a Konstantín y enarcó las cejas. Ese «pero» parecía inapropiado, tan al principio de un discurso de bienvenida. El delgado Konstantín se encogió de hombros.

—Pero creemos que el principal cometido de la democracia revolucionaria consiste ahora en defender nuestra revolución contra todo ataque… —Chjeidze hizo una pausa y luego, con énfasis, añadió—: ya sea procedente del interior o del exterior.

—Esto no es una bienvenida, es una advertencia —murmuró Konstantín.

—Creemos que, para conseguirlo, no es la desunión, sino la unidad, lo que necesitamos por parte de todos los revolucionarios. Esperamos que, de acuerdo con nosotros, tú también persigas nuestros mismos objetivos.

Se produjo un educado aplauso entre algunos hombres de la delegación.

Lenin esperó antes de contestar. Observó los rostros que tenía alrededor y miró a la magnífica decoración del techo. Después, con un gesto que pareció un insulto deliberado, le volvió la espalda a Chjeidze y habló para el público:

—¡Camaradas, soldados, marineros y obreros! —vociferó, excluyendo abiertamente a los parlamentarios de clase media—. Os saludo como la vanguardia del Ejército Proletario del Mundo. Hoy, o tal vez mañana, puede que todo el imperialismo europeo se derrumbe. La revolución que vosotros habéis logrado ha iniciado una nueva época. ¡Larga vida a la Revolución Socialista Mundial!

Lo aclamaron. Grigori estaba algo espantado. La revolución solo había salido adelante en Petrogrado… y su resultado todavía era bastante dudoso. ¿Cómo podían pensar en una revolución mundial? Sin embargo, la idea lo entusiasmó de todas formas. Lenin tenía razón: toda la gente debería volverse en contra de los dirigentes que habían enviado a tantos hombres a morir en esa guerra mundial que carecía de sentido.

Lenin echó a andar alejándose de la delegación y salió a la plaza.

Un rugido se levantó en la muchedumbre que esperaba allí. Las tropas de Isaak subieron a Lenin al techo reforzado de un carro blindado. El reflector lo enfocaba. Se quitó el sombrero.

Su voz era un bramido monótono, pero sus palabras desprendían electricidad.

—¡El gobierno provisional ha traicionado la revolución! —gritó.

Todos lo vitorearon. Grigori no salía de su asombro: no se había dado cuenta de la cantidad de gente que pensaba igual que él.

—Esta guerra es una guerra imperialista y depredadora. No queremos formar parte de esta vergonzosa carnicería humana imperialista. ¡Con el derrocamiento del capital podemos alcanzar una paz democrática!

Esa frase arrancó un rugido aún mayor.

—¡No queremos las mentiras ni los fraudes de un Parlamento burgués! La única forma de gobierno posible es un Sóviet de Diputados Obreros. Debemos tomar todos los bancos y someterlos al control del Sóviet. Toda la propiedad privada debe ser confiscada. ¡Y todos los oficiales del ejército deben ser electos!

Eso era exactamente lo que pensaba Grigori, y vitoreó y alzó su mano igual que todos los demás de aquel gentío.

—¡Larga vida a la revolución!

La muchedumbre enloqueció.

Lenin bajó como pudo de lo alto del vehículo y entró en el carro blindado, que arrancó y avanzó al paso. La multitud lo rodeó y lo siguió, agitando banderas rojas. La banda militar se unió al desfile, tocando una marcha.

—¡Este es el hombre que quiero! —exclamó Grigori.

—¡Y yo! —repuso Konstantín.

Y siguieron el desfile.