23

Marzo de 1917

I

Ese invierno en Petrogrado estuvo marcado por el frío y la hambruna. El termómetro que había fuera de los barracones del 1.er Regimiento de Artillería señalaba quince grados bajo cero desde hacía todo un mes. Los panaderos habían dejado de hacer pasteles, tartas, repostería y cualquier cosa que no fuera pan, pero aun así no había suficiente harina. La puerta de la cocina de los barracones estaba protegida por guardias armados, porque muchísimos soldados intentaban mendigar o robar un poco de comida extra.

Un día de crudo frío de principios de marzo, Grigori consiguió un permiso de tarde y decidió ir a ver a Vladímir, que estaría al cuidado de la casera mientras Katerina trabajaba. Se puso su capote militar y salió a las calles heladas. En la avenida Nevski, cruzó una mirada con una pequeña mendiga, una niña de unos nueve años que estaba de pie en una esquina, a merced del viento ártico. La pequeña tenía algo que lo inquietó, y arrugó la frente al pasar de largo. Un minuto después se dio cuenta de qué era lo que le había llamado la atención. La mendiga le había dirigido una mirada de invitación sexual. Se quedó tan atónito que detuvo sus pasos. ¿Cómo podía una niña de esa edad ofrecerse como prostituta? Se volvió con la intención de preguntárselo, pero ya no estaba.

Siguió caminando con ánimo preocupado. Desde luego, sabía que había hombres que buscaban el contacto sexual con niños: lo había descubierto aquella vez en que el pequeño Lev y él habían acudido a un sacerdote en busca de ayuda, hacía ya muchísimos años. Pero, de algún modo, la imagen de esa niña de nueve años imitando patéticamente una sonrisa insinuante le partía el corazón. Hacía que le dieran ganas de echarse a llorar por su país. «Estamos convirtiendo a nuestras niñas en putas —pensó—, ¿acaso puede empeorar más la situación?»

Estaba de un humor muy funesto cuando llegó a su antiguo alojamiento. En cuanto entró en la casa, oyó berrear a Vladímir, así que fue directo a la habitación de Katerina y encontró al niño solo, con toda la cara colorada y crispada por el llanto. Lo cogió y lo acunó entre sus brazos.

La habitación estaba limpia y recogida, olía a Katerina. Grigori iba allí casi todos los domingos. Ya se había convertido en una costumbre: salían por la mañana, después regresaban a casa y hacían la comida con alimentos que Grigori compraba en los barracones cuando conseguía encontrar algo. Después, mientras Vladímir dormía la siesta, hacían el amor. Los domingos en que tenían suficiente para comer, Grigori estaba radiante de felicidad.

Los gritos de Vladímir se convirtieron en una cantinela de lloros de descontento. Con el niño en brazos, Grigori fue a buscar a la casera, que se suponía que debía estar cuidando de él. La encontró en el lavadero, una construcción de techo bajo añadida a la parte de atrás de la casa, pasando sábanas mojadas por un rodillo escurridor. Era una mujer de unos cincuenta años que llevaba el pelo cano recogido con un pañuelo. Había sido regordeta allá por 1914, cuando Grigori se marchó para alistarse en el ejército, pero se le había quedado un cuello escuálido y tenía los carrillos descolgados. Incluso las caseras pasaban hambre últimamente.

La mujer se sobresaltó y puso cara de culpabilidad al ver a Grigori.

—¿No ha oído llorar al niño? —preguntó este.

—No puedo pasarme el día acunándolo —respondió la mujer a la defensiva, y siguió dando vueltas a la manivela del rodillo.

—A lo mejor tiene hambre.

—Ya se ha tomado su leche —se apresuró a decir la mujer.

La respuesta fue sospechosamente rápida, y Grigori imaginó que la leche debía de habérsela bebido ella. Sintió ganas de estrangularla.

En la fría atmósfera del lavadero sin estufa, advirtió que la suave piel de bebé de Vladímir irradiaba calor.

—Me parece que tiene fiebre —dijo—. ¿No se ha dado cuenta de que le ha subido la temperatura?

—¿Ahora también tengo que ser médico?

Vladímir dejó de llorar y cayó en un estado de lasitud que a Grigori le pareció aún más preocupante. Normalmente era un niño despierto y activo, curioso y algo destructivo, pero de pronto yacía inerte en sus brazos; el rostro sonrojado, la mirada fija.

Volvió a meterlo en su cama, que ocupaba un rincón de la habitación de Katerina. Cogió una jarra de la estantería de ella y salió de la casa para ir corriendo hasta la calle de al lado, donde había una tienda. Compró algo de leche, un poco de azúcar en un cucurucho de papel y una manzana.

Cuando volvió, Vladímir seguía igual.

Calentó la leche, disolvió en ella el azúcar y deshizo un mendrugo de pan duro en la mezcla; después, le fue dando al niño bocados de pan mojado. Recordaba que eso era lo que le daba su madre al pequeño Lev cuando estaba enfermo. Vladímir engullía como si estuviera hambriento y sediento.

Cuando el niño se terminó todo el pan y toda la leche, Grigori sacó la manzana. La cortó en trozos con su navaja y peló una de las tajadas. Él se comió la peladura y le ofreció el resto a Vladímir, diciendo: «Una para mí, una para ti». En el pasado, al pequeño le había divertido ese juego, pero esta vez parecía indiferente y dejó que la manzana se le cayera de la boca.

No había ningún médico cerca, y de todas formas Grigori no podía permitirse sus honorarios, pero sí tenían a una comadrona a tres calles de allí. Era Magda, la bella mujer de Konstantín, el viejo amigo de Grigori, secretario del Comité Bolchevique de Putílov. Grigori y Konstantín jugaban al ajedrez siempre que tenían oportunidad; solía ganar Grigori.

Le puso un pañal limpio a Vladímir, después lo arropó en la manta de la cama de Katerina y tan solo le dejó la nariz y los ojos al descubierto. Salieron al frío de la calle.

Konstantín y Magda vivían en un apartamento de dos habitaciones con la tía de ella, que cuidaba de sus tres niños pequeños. Grigori temía que Magda hubiera salido a traer al mundo a algún bebé, pero tuvo suerte y la encontró en casa.

Magda sabía mucho y tenía buen corazón, aunque era algo enérgica. Le palpó la frente a Vladímir y dijo:

—Tiene una infección.

—¿Es grave?

—¿Tose?

—No.

—¿Cómo hace las deposiciones?

—Líquidas.

Desnudó al pequeño.

—Supongo que los pechos de Katerina no tienen leche —dijo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Grigori, sorprendido.

—Es muy habitual. Una mujer no puede alimentar a su hijo a menos que ella esté bien alimentada. Nada sale de la nada. Por eso el niño es tan delgadito.

Grigori no sabía que Vladímir fuera delgadito.

Magda le dio unos golpecitos en la tripa y le hizo llorar.

—Tiene los intestinos inflamados —dictaminó.

—¿Se pondrá bien?

—Es probable. Los niños pasan infecciones continuamente, y suelen sobrevivir.

—¿Qué podemos hacer?

—Mojadle la frente con agua tibia para bajarle la temperatura. Dadle mucho de beber, todo lo que quiera. No os preocupéis de si come o no. Que Katerina se alimente bien, para que pueda darle el pecho. Lo que necesita es leche materna.

Grigori se llevó a Vladímir a casa. Compró más leche por el camino y, al llegar, la calentó al fuego y se la fue dando con una cucharita al pequeño, que se la bebió toda. Después calentó un cazo de agua y le mojó toda la cara a Vladímir con un paño. Parecía que funcionaba: el niño perdió el rubor y la mirada fija y empezó a respirar con normalidad.

Grigori ya estaba menos angustiado cuando Katerina llegó a casa a las siete y media. Estaba cansada y tenía mucho frío. Había comprado col y unos cuantos gramos de manteca de cerdo, y Grigori los puso en una cacerola para hacer un guiso mientras ella descansaba. Le contó lo de la fiebre de Vladímir, la negligencia de la casera y la prescripción de Magda.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó Katerina con voz de desesperación y agotamiento—. Tengo que ir a la fábrica. No hay nadie más para cuidar a Volodia.

Grigori le dio al niño el caldo del guiso y después lo puso a dormir. Cuando Grigori y Katerina hubieron comido, se tumbaron juntos en la cama.

—No me dejes dormir mucho rato —dijo Katerina—. Tengo que ir a hacer la cola del pan.

—Iré yo por ti —propuso él—. Tú descansa. —Volvería tarde a los barracones, pero seguro que se libraría del castigo: últimamente los oficiales tenían demasiado miedo de que estallara un motín, así que no armaban mucho revuelo por faltas leves.

Katerina le tomó la palabra y se quedó profundamente dormida.

Cuando oyó el reloj de la iglesia dar las dos, Grigori se puso las botas y el capote. Vladímir parecía dormir con normalidad, y él salió de casa y fue andando hasta la panadería. Se sorprendió al ver que ya había una larga cola, y se dio cuenta de que había salido un poco tarde. Había un centenar de personas en la fila, bien abrigados y dando fuertes pisotones sobre la nieve. Algunos se habían llevado sillas o taburetes. Una emprendedora joven con un brasero vendía gachas y lavaba los cuencos en la nieve cuando la gente había terminado. Una docena de personas se unieron a la cola detrás de Grigori.

Mientras esperaban, chismorreaban y rezongaban. Por delante de él, dos mujeres discutían sobre quién tenía la culpa de la escasez de pan: una decía que los alemanes de la corte; la otra, que los judíos que acaparaban la harina.

—¿Quién gobierna? —les preguntó Grigori—. Si un tranvía vuelca, se le echa la culpa al conductor, porque es quien está al mando. Los judíos no nos gobiernan. Los alemanes tampoco. Son el zar y la nobleza. —Ese era el mensaje bolchevique.

—Y ¿quién gobernaría si no tuviéramos zar? —adujo con escepticismo la más joven de las dos. Llevaba un sombrero de fieltro amarillo.

—Yo creo que deberíamos gobernarnos nosotros mismos —afirmó Grigori—. Igual que hacen en Francia y América.

—No sé —dijo la mayor—. Esto no puede seguir así.

La panadería abrió a las cinco. Un minuto después, por la cola llegó la noticia de que las existencias estaban racionadas a una hogaza por persona.

—¡Toda la noche, solo para una hogaza! —exclamó la mujer del sombrero amarillo.

Tardaron otra hora en avanzar hasta el principio de la cola. La mujer del panadero iba dejando pasar a los clientes de uno en uno. La mayor de las dos mujeres que estaban delante de Grigori entró, y entonces la panadera dijo:

—Se acabó. Ya no hay más pan.

—¡No, por favor! ¡Solo una hogaza más! —exclamó la mujer del sombrero amarillo.

La panadera tenía una expresión glacial. Seguramente aquello ya le había sucedido antes.

—Si mi marido tuviera más harina, haría más pan —dijo—. Se ha vendido todo, ¿me oye? No puedo venderle pan si ya no me queda nada.

La última clienta salió de la panadería con su hogaza de pan bajo el abrigo y se alejó corriendo.

La mujer del sombrero amarillo se echó a llorar.

La panadera cerró la puerta de golpe.

Grigori dio media vuelta y se alejó.

II

La primavera llegó a Petrogrado el jueves 8 de marzo, pero el Imperio ruso seguía aferrándose obstinadamente al calendario juliano, de manera que para ellos era el 23 de febrero. El resto de Europa llevaba ya trescientos años utilizando el calendario moderno.

El aumento de las temperaturas coincidió con el Día Internacional de la Mujer, y las trabajadoras de las fábricas textiles se declararon en huelga y marcharon desde los suburbios industriales hacia el centro de la ciudad para protestar por las colas del pan, la guerra y el zar. El racionamiento del pan había sido algo anunciado, pero parecía haber empeorado más aún la escasez.

El 1.er Regimiento de Artillería, igual que todas las unidades militares que había en la ciudad, estaba allí destacado para ayudar a la policía y a la caballería cosaca a mantener el orden. ¿Qué sucedería si los soldados recibían órdenes de disparar contra las manifestantes?, se preguntó Grigori. ¿Obedecerían, o volverían los fusiles contra sus oficiales? En 1905 habían obedecido las órdenes y habían disparado a los obreros. Sin embargo, desde entonces el pueblo ruso había padecido una década de tiranía, represión, guerra y hambre.

Con todo, no se produjo ningún altercado y, esa noche, Grigori y su sección regresaron a los barracones sin haber disparado un solo tiro.

El viernes, más trabajadores se declararon en huelga.

El zar estaba en el cuartel general del ejército en Mogilev, a unos seiscientos cuarenta kilómetros de allí. Al mando de la ciudad se encontraba el comandante del Distrito Militar de Petrogrado, el general Jabálov, quien decidió mantener a los manifestantes alejados del centro destacando a los soldados en los puentes. La sección de Grigori estaba apostada cerca de los barracones, protegiendo el puente Liteini, que cruzaba el río Neva hacia la avenida Liteini. Pero el agua todavía estaba congelada y el hielo era firme, así que los manifestantes frustraron el empeño del ejército marchando sencillamente sobre el río… para gran alegría de los soldados que los contemplaban, la mayoría de los cuales, igual que Grigori, simpatizaban con ellos.

Ningún partido político había organizado la huelga. Los bolcheviques, así como los demás partidos revolucionarios de izquierdas, se encontraron siguiendo a la clase trabajadora, en lugar de liderándola.

Una vez más, la sección de Grigori no tuvo que entrar en acción, pero no sucedió lo mismo en todas partes. Cuando volvió a los barracones el sábado por la noche, se enteró de que la policía había atacado a los manifestantes delante de la estación del ferrocarril, al final de la avenida Nevski. Sorprendentemente, los cosacos habían defendido a los trabajadores contra la policía. Los hombres hablaban ya de los «camaradas cosacos». Grigori se mostraba escéptico. Los cosacos nunca habían sido leales de verdad a nadie más que a sí mismos, pensó; solo les apasionaba luchar.

El domingo, Grigori se despertó a las cinco de la madrugada, mucho antes de las primeras luces del alba. Durante el desayuno corrió el rumor de que el zar había dado órdenes al general Jabálov de que pusiera fin a las huelgas y las manifestaciones valiéndose de toda la fuerza que fuese necesaria. Grigori pensó que esa era una frase muy agorera: «toda la fuerza que fuese necesaria».

Después de desayunar, los sargentos recibieron sus órdenes. Cada pelotón tenía que proteger un punto diferente de la ciudad: no solo los puentes, sino también los cruces, las estaciones de ferrocarril y las oficinas de correos. Los piquetes estarían comunicados mediante teléfonos de campo. La capital del país tenía que salvaguardarse como si fuera una ciudad enemiga capturada. Y lo peor de todo: el regimiento tenía que apostar ametralladoras en los puntos conflictivos más probables.

Cuando Grigori transmitió las órdenes a sus hombres, quedaron horrorizados.

—¿De verdad piensa el zar ordenar al ejército que ametralle a su propio pueblo? —preguntó Isaak.

—Si lo hace, ¿le obedecerán los soldados? —preguntó Grigori a su vez.

Su creciente alteración iba acompañada por un miedo equiparable. Se sentía alentado por las huelgas, ya que sabía que el pueblo ruso tenía que desafiar a sus gobernantes. De no ser así, la guerra se alargaría, la gente moriría de hambre y no habría ninguna esperanza de que Vladímir pudiera conseguir una vida mejor que la de Grigori y Katerina. Fue esta convicción lo que hizo que se uniera al Partido. Por otro lado, abrigaba la secreta esperanza de que, si los soldados sencillamente se negaban a obedecer las órdenes, la revolución podría estallar sin un gran derramamiento de sangre. No obstante, cuando su propio regimiento recibió instrucciones de apostar ametralladoras en las esquinas de las calles de Petrogrado, empezó a sentir que esa esperanza había sido una necedad.

¿Era posible siquiera que el pueblo ruso lograra escapar de la tiranía de los zares? A veces no le parecía más que una fantasía. Sin embargo, otras naciones habían vivido su revolución y habían derrocado a sus opresores. Incluso los ingleses habían matado una vez a su rey.

Petrogrado era como una olla de agua puesta al fuego, pensó Grigori: de ella salían algunos remolinos de vapor y unas cuantas burbujas de violencia, la superficie cabrilleaba a causa del intenso calor, pero el agua parecía titubear y, como decía la sabiduría popular, la olla observada no arrancaba nunca a hervir.

Enviaron a su pelotón al Palacio de Táurida, la inmensa residencia estival de Catalina II en la ciudad, reconvertida en sede del Parlamento títere de Rusia, la Duma. La mañana fue tranquila: incluso a los muertos de hambre les gustaba dormir hasta tarde los domingos. Sin embargo, el tiempo seguía soleado y al mediodía empezó a llegar gente desde los barrios de la periferia, a pie y en tranvía. Algunos se reunieron en el amplio jardín del palacio. No todos ellos eran trabajadores de las fábricas, comprobó Grigori. Había hombres y mujeres de clase media, estudiantes y unos cuantos empresarios de aspecto próspero. Algunos habían llevado también a sus hijos. ¿Se estaba formando una manifestación política, o solo habían salido a pasear por el parque? Grigori supuso que ni ellos mismos lo sabían.

En la entrada del palacio vio a un joven bien vestido, cuyo apuesto rostro le resultó conocido de haberlo visto en las fotografías de los periódicos, y reconoció entonces al diputado trudovique Aleksandr Fiódorovich Kérenski. Los trudoviques eran una facción moderada disidente de los Socialistas Revolucionarios. Grigori le preguntó qué estaba sucediendo dentro.

—Hoy el zar ha disuelto formalmente la Duma —le explicó Kérenski.

Grigori sacudió la cabeza con disgusto.

—Una reacción muy típica —dijo—. Reprimir a los que protestan, en lugar de ocuparse de sus quejas.

Kérenski le lanzó una mirada severa. Tal vez no había esperado semejante análisis por parte de un soldado.

—Ciertamente —repuso—. De todas formas, los diputados no estamos acatando el edicto del zar.

—¿Qué sucederá?

—La mayoría de la gente cree que las manifestaciones se irán apagando en cuanto las autoridades consigan restablecer el suministro de pan —dijo Kérenski, y entró.

Grigori se preguntó qué hacía creer a los moderados que eso iba a suceder. Si las autoridades fueran capaces de restablecer el suministro de pan, ¿no lo habrían hecho ya, en lugar de racionarlo? Sin embargo, los moderados siempre parecían fiarse más de las esperanzas que de los hechos.

A primera hora de la tarde, Grigori se sorprendió al ver los rostros sonrientes de Katerina y Vladímir. Siempre pasaba el domingo con ellos, pero había supuesto que ese día no los vería. Para gran alivio de Grigori, el niño tenía muy buen aspecto y se lo veía feliz. Era evidente que se había recuperado de la infección. Hacía una temperatura lo suficientemente buena para que Katerina llevara el abrigo abierto, dejando ver su voluptuosa figura. Él deseó poder acariciarla. Ella le sonrió, y le hizo pensar en cómo le besaría la cara cuando estuvieran tumbados en la cama, y Grigori sintió una punzada de anhelo que le resultó casi insoportable. Detestaba perderse esos abrazos del domingo por la tarde.

—¿Cómo sabías que estaría aquí? —le preguntó.

—He acertado de casualidad.

—Me alegro de verte, pero es peligroso que estés en el centro de la ciudad.

Katerina miró a la marea de gente que paseaba por el parque.

—A mí me parece bastante seguro.

Grigori no podía discutírselo. No había indicio alguno de que fueran a producirse disturbios.

Madre e hijo se fueron a pasear por el lago helado. Grigori contuvo el aliento al ver a Vladímir dar unos pasitos y, casi de inmediato, caer al suelo. Katerina lo recogió, lo consoló y siguieron caminando. Se los veía muy vulnerables. ¿Qué sería de ellos?

Cuando regresaron, Katerina dijo que se llevaba a Vladímir a casa para que durmiera la siesta.

—Ve por calles secundarias —aconsejó Grigori—. Aléjate del gentío. No sé lo que podría pasar.

—De acuerdo.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

Grigori no vio ningún derramamiento de sangre ese día, pero en los barracones, por la noche, oyó contar una historia muy diferente a otros grupos. En la plaza Znamenskaia, los soldados habían recibido órdenes de disparar contra los manifestantes, y habían muerto cuarenta personas. Grigori sintió que una mano fría le aferraba el corazón. ¡Podrían haber matado a Katerina, caminando por la calle!

En el comedor había otros que también estaban indignados, y los sentimientos empezaron a exaltarse. Al percibir el ánimo de los hombres, Grigori se subió a una mesa y se hizo cargo de la situación, llamando al orden e invitando a los soldados a que hablaran por turnos. La cena se convirtió rápidamente en una asamblea masiva. Primero llamó a Isaak, que era muy conocido por ser la estrella del equipo de fútbol del regimiento.

—Yo me alisté en el ejército para matar alemanes, no rusos —dijo Isaak, y sus palabras fueron recibidas con un rugido de aprobación—. Los manifestantes son nuestros hermanos y nuestras hermanas, nuestras madres y nuestros padres… ¡y el único delito que han cometido es pedir pan!

Grigori conocía a todos los bolcheviques del regimiento y llamó a muchos de ellos para que hablaran, pero tuvo cuidado de señalar también a otros, para no parecer demasiado parcial. Normalmente, los hombres eran muy cautelosos a la hora de expresar sus opiniones por miedo a que sus comentarios llegaran a sus superiores y recibieran un castigo, pero ese día no parecía importarles.

El orador que causó más sensación fue Yákov, un hombre alto y con las espaldas de un oso. Subió a la mesa, junto a Grigori, con lágrimas en los ojos.

—Cuando nos han ordenado disparar, no he sabido qué hacer —dijo. Parecía incapaz de levantar la voz, y en la sala se hizo el silencio mientras los demás se esforzaban por oírlo—. Me he dicho: «Dios, por favor, guíame tú», y he escuchado la voz de mi corazón, pero Dios no me ha enviado ninguna respuesta. —Los hombres seguían guardando silencio—. He levantado el fusil —prosiguió—. El capitán gritaba: «¡Disparad! ¡Disparad!». Pero ¿a quién iba a disparar? En Galitzia sabíamos quiénes eran nuestros enemigos porque disparaban contra nosotros. Pero hoy, en la plaza, nadie nos estaba atacando. Casi toda aquella gente eran mujeres, algunas con niños. Ni siquiera los hombres iban armados.

Se quedó callado. Los soldados permanecían inmóviles, como estatuas; como si temieran que cualquier movimiento pudiera romper el hechizo. Al cabo de un momento, Isaak lo ayudó a seguir.

—¿Qué ha pasado entonces, Yákov Davídovich?

—He apretado el gatillo —confesó Yákov, y derramó unas lágrimas que se deslizaron hacia su poblada barba negra—. Ni siquiera he apuntado a ningún sitio. El capitán me gritaba y yo he disparado solo para que se callara, pero le he dado a una mujer. Una niña, en realidad, de unos diecinueve años, supongo. Llevaba un abrigo verde. Le he dado en el pecho, y la sangre le ha salpicado por todo el abrigo, rojo sobre verde. Entonces ha caído. —A esas alturas ya estaba llorando sin reservas y hablaba entre gimoteos—. He bajado el arma y he intentado acercarme para ayudarla, pero la gente se me ha tirado encima, dándome puñetazos y patadas, aunque yo casi no me daba ni cuenta. —Se enjugó la cara con la manga—. Ahora me he metido en un lío, porque he perdido el fusil. —Se produjo otra larga pausa—. Diecinueve —dijo—. Creo que no debía de tener más de diecinueve años.

Grigori no había advertido cuándo se había abierto la puerta, pero de repente el teniente Kirílov estaba allí.

—Baja de esa maldita mesa, Yákov —gritó, y miró a Grigori—. Tú también, Peshkov, alborotador. —Se volvió y les habló a los hombres que estaban sentados en los bancos que había a lo largo de las mesas de caballetes—. Regresad a los barracones —ordenó—. Todo el que siga sentado en esta sala dentro de un minuto será azotado.

Nadie se movió. Los hombres miraban al teniente con cara de mal humor. Grigori se preguntó si era así como empezaba un motín.

Sin embargo, Yákov estaba demasiado inmerso en su desgracia para darse cuenta del dramático momento que había creado; bajó torpemente de la mesa y la tensión se disipó. Algunos hombres de los que estaban más cerca de Kirílov se levantaron, sombríos pero asustados. Grigori permaneció de pie sobre la mesa unos instantes más, en actitud desafiante, pero sintió que sus compañeros no estaban lo bastante furiosos para volverse en contra de un oficial, así que al final también él bajó. Los soldados empezaron a salir del comedor. Kirílov se quedó donde estaba, fulminándolos a todos con la mirada.

Grigori volvió a los barracones y pronto sonó la señal de apagar las luces. Como sargento, él tenía el privilegio de dormir en una alcoba separada por cortinas al final del dormitorio de su pelotón. Desde allí oía a los hombres hablando en voz baja.

—No pienso disparar contra mujeres —decía uno.

—Ni yo.

—¡Si no lo hacéis, alguno de esos oficiales hijos de mala madre os disparará por desobediencia! —dijo una tercera voz.

—Pues apuntaré mal adrede —replicó otra voz.

—Podrían darse cuenta.

—Solo tienes que apuntar un poco por encima de las cabezas de la gente. Nadie puede estar seguro de lo que estás haciendo.

—Eso es lo que haré yo —dijo alguien más.

—Y yo.

—Y yo.

«Ya veremos», pensó Grigori mientras se quedaba dormido. Era fácil pronunciar palabras valientes en la oscuridad. La luz del día podía contar una historia muy diferente.

III

El lunes, el pelotón de Grigori recorrió la escasa distancia que había hasta el puente Liteini marchando por la avenida Samsonievski; tenían órdenes de impedir que los manifestantes cruzaran el río para dirigirse al centro de la ciudad. El puente tenía unos trescientos cincuenta metros de largo y descansaba sobre unos macizos pilares de piedra clavados en el río helado como si fueran rompehielos encallados.

Se trataba del mismo cometido que habían recibido el viernes, pero las órdenes eran distintas. Fue el teniente Kirílov quien informó a Grigori. Últimamente hablaba como si estuviera de perpetuo mal humor, y quizá así fuera: era probable que a los oficiales les disgustara tanto como a los soldados rasos tener que formar filas contra sus compatriotas.

—Ningún manifestante debe cruzar el río, ya sea por el puente o por el hielo, ¿entendido? Dispara a todo el que desacate las órdenes.

Grigori ocultó su desdén.

—¡Sí, excelencia! —dijo con presteza.

Kirílov repitió las órdenes y después desapareció. Grigori pensó que el teniente estaba asustado. No cabía duda de que temía que lo considerasen responsable de lo que sucediera, tanto si sus órdenes eran acatadas como si se contravenían.

Grigori no tenía intención de obedecer. Permitiría que los cabecillas de la marcha entablaran conversación con él mientras sus seguidores cruzaban el hielo, exactamente como había sucedido el viernes.

Sin embargo, a primera hora de la mañana un destacamento de la policía se unió a su pelotón. Grigori vio con horror que estaban comandados por su antiguo enemigo Mijaíl Pinski. Ese hombre no parecía estar sufriendo la escasez de pan: su cara redonda mostraba un aspecto más rollizo que nunca, y el uniforme de policía le quedaba estrecho y le tiraba en la barriga. Llevaba un megáfono. A ese adlátere suyo con cara de rata, Kozlov, no se lo veía por ninguna parte.

—Te conozco —le dijo Pinski a Grigori—. Tú trabajabas en la fábrica Putílov.

—Hasta que hiciste que me llamaran a filas —replicó él.

—Tu hermano es un asesino, pero se escapó a América.

—Eso es lo que tú dices.

—Nadie va a cruzar el río por aquí hoy.

—Ya veremos.

—Espero una cooperación total por parte de tus hombres, ¿entendido?

—¿No tienes miedo? —preguntó Grigori.

—¿De la chusma? No seas idiota.

—No, me refería al futuro. Imagina que los revolucionarios se salen con la suya. ¿Qué crees que harán contigo? Te has pasado la vida intimidando a los débiles, dando palizas a la gente, acosando a mujeres y aceptando sobornos. ¿No te da miedo que llegue el día de la represalia?

Pinski señaló a Grigori con un dedo enguantado.

—Pienso denunciarte por ser un maldito subversivo —dijo, y se alejó.

Grigori se encogió de hombros. A la policía ya no le resultaba tan fácil como antes detener a todo el que le apetecía. Isaak y otros podrían amotinarse si encarcelaban a Grigori, y los agentes de policía lo sabían.

El día empezó tranquilo, pero Grigori se dio cuenta de que había pocos trabajadores en las calles. Muchas fábricas habían cerrado porque no podían conseguir combustible para sus motores de vapor y sus hornos. Otras empresas estaban en huelga, sus empleados exigían más dinero para pagar unos precios inflados, o calefacción para los talleres gélidos, o barandillas de seguridad alrededor de la maquinaria peligrosa. Parecía que casi nadie fuese a ir a trabajar ese día. El sol, sin embargo, había salido con alegría y la gente no pensaba quedarse en casa. Claro que no; a media mañana Grigori vio a un gran gentío que avanzaba por la avenida Samsonievski: hombres y mujeres vestidos con característicos harapos de obreros industriales.

Grigori contaba con treinta hombres y dos cabos. Los había apostado en cuatro líneas de a ocho cortando la calle, bloqueando el extremo del puente. Pinski tenía más o menos la misma cantidad de hombres, la mitad a pie y la mitad a caballo, y él los dispuso a ambos lados de la calzada.

Grigori observaba con inquietud la marcha que se aproximaba. No podía predecir lo que sucedería. De haber estado solo, podría haber evitado la carnicería ofreciendo una resistencia puramente simbólica y luego dejando pasar a los manifestantes. Pero no sabía qué haría Pinski.

El gentío se acercaba. Había cientos de personas… no, miles. Eran hombres y mujeres vestidos con casacas azules y sobretodos rasgados, típicos de los trabajadores de las fábricas. La mayoría llevaban brazaletes o cintas rojas. Sus pancartas decían «Abajo el zar» y «Pan, paz y tierra». Grigori llegó a la conclusión de que aquello ya no era una mera protesta: se había convertido en un movimiento político.

A medida que los cabecillas se acercaban, sintió cómo el nerviosismo atenazaba a sus hombres, que aguardaban firmes.

Se adelantó para ir al encuentro de los manifestantes. A su cabeza, para sorpresa suya, iba Varia, la madre de Konstantín. Llevaba el pelo cano recogido con un pañuelo rojo y enarbolaba una bandera, roja también, atada a una gran vara.

—Hola, Grigori Serguéievich —dijo la mujer con afabilidad—. ¿Vas a dispararme?

—No, no voy a hacerlo —respondió él—. Pero no puedo hablar por la policía.

Aunque Varia se detuvo, los demás siguieron la marcha, empujados desde atrás por miles de personas más. Grigori oyó que Pinski ordenaba avanzar a su caballería. La policía montada, los llamados «faraones», era la sección más odiada del cuerpo. Iban armados con látigos y porras.

—Lo único que queremos es ganarnos la vida y dar de comer a nuestras familias. ¿No es eso lo que quieres tú también, Grigori? —preguntó Varia.

Los manifestantes no se enfrentaron a los soldados ni intentaron atravesar su formación para cruzar el puente. En lugar de eso, se estaban dispersando por los terraplenes que había a lado y lado. Los faraones de Pinski hacían avanzar nerviosamente a sus caballos por el camino de sirga intentando cerrar el paso hacia el hielo, pero no eran suficientes para formar una barrera continua. Sin embargo, ningún manifestante quería ser el primero en echar a correr hacia el río, y se produjo un momento de indecisión.

El teniente Pinski se llevó el megáfono a la boca.

—¡Háganse atrás! —gritó. El instrumento no era más que una pieza de hojalata en forma de cono, y solo conseguía amplificar un poco su voz—. No les está permitido entrar en el centro de la ciudad. Vuelvan a sus lugares de trabajo de manera ordenada. Es una orden de la policía. ¡Atrás!

Nadie se hizo atrás (la mayor parte de la gente ni siquiera pudo oírlo), pero los manifestantes empezaron a abuchearlo y a silbar. Desde el grueso de la muchedumbre, alguien lanzó una piedra que le dio a un caballo en la grupa. El animal se sobresaltó. El jinete, pillado por sorpresa, casi cayó al suelo. Furioso, volvió a enderezarse, tiró de las riendas y aguijó al caballo con su látigo. La muchedumbre se rió, lo cual enfureció más aún al policía montado, que aun así logró dominar a su caballo.

Un valiente manifestante aprovechó el momento de diversión, esquivó a uno de los faraones del terraplén y echó a correr por el hielo. Muchos otros, a ambos lados del puente, siguieron su ejemplo. Los faraones sacaron entonces los látigos y las porras, y empezaron a hacer avanzar y retroceder a sus caballos mientras arremetían contra la multitud. Varios manifestantes cayeron al suelo, pero algunos consiguieron pasar y otros se envalentonaron y decidieron intentarlo también. Al cabo de unos segundos, treinta personas o más corrían sobre el río helado.

Para Grigori era un desenlace feliz. Podría decir que había intentado hacer cumplir la prohibición, y que, de hecho, había impedido que la gente cruzara por el puente, pero que la cantidad de manifestantes era demasiado grande y había resultado imposible impedir que la gente cruzara el hielo.

Pinski no lo veía así.

Volvió su megáfono hacia los policías armados y gritó:

—¡Apunten!

—¡No! —exclamó Grigori, pero ya era demasiado tarde.

Los agentes adoptaron la posición de disparo, apoyados en una rodilla, y alzaron los fusiles. Los manifestantes que estaban al frente de la aglomeración intentaron retroceder, pero los miles que tenían detrás los empujaban hacia delante. Algunos corrieron en busca del río, haciendo frente a los faraones.

—¡Fuego! —gritó Pinski.

Se oyó el estruendo de los disparos, como si fueran fuegos de artificio, seguidos de gritos de pánico y chillidos de dolor a medida que los manifestantes caían muertos y heridos.

Grigori sintió que retrocedía doce años. Vio la plaza de delante del Palacio de Invierno, a cientos de hombres y mujeres rezando de rodillas, a los soldados con sus fusiles y a su madre tirada en el suelo mientras su sangre se esparcía sobre la nieve. Mentalmente, oyó al Lev de once años gritar: «¡Está muerta! ¡Mamá está muerta, mi madre está muerta!».

—No —dijo en voz alta—. No dejaré que vuelvan a hacerlo. —Quitó el seguro de su fusil Mosin-Nagant para liberar el cerrojo y después lo afianzó contra su hombro.

La muchedumbre gritaba y corría en todas direcciones, pisoteando a los caídos. Los faraones habían perdido el control de la situación y arremetían a diestro y siniestro. La policía disparaba indiscriminadamente a la multitud.

Grigori apuntó con mucho cuidado a Pinski, intentando darle hacia la mitad del cuerpo. No tenía muy buena puntería, y el policía se encontraba a unos cincuenta metros, pero tenía posibilidades de acertar. Apretó el gatillo.

Pinski siguió gritando por su megáfono.

Grigori había fallado. Bajó la mira (el fusil saltaba un poco hacia arriba al disparar) y volvió a apretar el gatillo.

De nuevo falló.

La matanza seguía, la policía disparaba indiscriminadamente contra una muchedumbre de hombres y mujeres que huían.

El fusil de Grigori tenía cinco cartuchos en el cargador, y él solía dar en el blanco con alguno de los cinco. Disparó una tercera vez.

Pinski profirió un grito de dolor que fue amplificado por el megáfono. Su rodilla derecha pareció doblarse bajo su peso. Tiró el megáfono y cayó al suelo.

Los hombres de Grigori siguieron su ejemplo. Atacaron a la policía, algunos disparando y otros utilizando los fusiles como porras. Los había que tiraban a los faraones de sus caballos. Los manifestantes se armaron de valor y se unieron a ellos. Algunos de los que estaban en el hielo dieron media vuelta y regresaron.

La furia de la turba era espantosa. Durante más tiempo del que nadie podía recordar, los policías de Petrogrado se habían comportado como bestias desdeñosas, indisciplinadas y descontroladas, y de pronto el pueblo se estaba cobrando su venganza. Los agentes que habían caído al suelo recibían patadas y pisotones, los que seguían de pie eran abatidos, y los faraones veían caer sus caballos a disparos. La policía resistió solo unos momentos más; después, los que pudieron huyeron.

Grigori vio a Pinski intentando ponerse en pie. Volvió a apuntar, impaciente por acabar con aquel malnacido, pero un faraón se cruzó en su línea de fuego, subió a Pinski a pulso sobre el cuello de su caballo y se alejó al galope.

Grigori se quedó plantado, mirando cómo huía la policía.

Se dio cuenta de que se había buscado el problema más grave de toda su vida.

Su pelotón se había amotinado. Contraviniendo directamente las órdenes que tenían, habían atacado a la policía, no a los manifestantes. Y él los había dirigido al disparar al teniente Pinski, que había sobrevivido para contar la historia. No tenía forma de encubrir lo que acababa de suceder, ninguna excusa que pudiera ofrecer cambiaría en nada la situación, no había modo de escapar del castigo. Era culpable de traición. Podían formarle un consejo de guerra y ejecutarlo.

A pesar de todo, se sentía feliz.

Varia se abrió camino entre el gentío. Tenía sangre en la cara, pero sonreía.

—¿Y ahora qué, sargento?

Grigori no pensaba resignarse a recibir su castigo. El zar estaba asesinando a su pueblo. Bueno, pues su pueblo contestaría disparando.

—A los barracones —dijo Grigori—. ¡Armaremos a la clase obrera! —Le arrebató a Varia la bandera roja—. ¡Seguidme!

Echó a andar de vuelta por la avenida Samsonievski con paso resuelto. Sus hombres lo siguieron, capitaneados por Isaak, y la multitud se les unió también. Grigori no estaba seguro de qué era lo que iba a hacer exactamente, pero no sentía la necesidad de tener ningún plan: marchaba a la cabeza del gentío con la sensación de que podía conseguir todo lo que se propusiera.

El centinela abrió las puertas de los barracones para los soldados, y después fue incapaz de cerrárselas a los manifestantes. Grigori, que se sentía invencible, encabezó la marcha por la plaza de armas hacia el arsenal. El teniente Kirílov salió del edificio del cuartel general, vio a toda aquella gente y, echando a correr, se enfrentó a ellos.

—¡Soldados! —gritó—. ¡Alto! ¡Deteneos ahí mismo!

Grigori desoyó sus órdenes.

Kirílov se quedó inmóvil y desenfundó su revólver.

—¡Alto! —dijo—. ¡Alto o disparo!

Dos o tres hombres del pelotón de Grigori levantaron sus fusiles y dispararon a Kirílov. Varias balas impactaron en él, que cayó al suelo, sangrando.

Grigori siguió andando.

El arsenal estaba protegido por dos centinelas. Ninguno de los dos intentó detenerlo. Los dos últimos cartuchos de su cargador le sirvieron para volar el cerrojo de las pesadas puertas de madera. La muchedumbre irrumpió en el arsenal, empujándose y dándose codazos para llegar a las armas. Algunos de los hombres de Grigori se hicieron con el mando de la situación, abrieron las cajas de madera de los fusiles y los revólveres y las fueron pasando junto con cajas de munición.

«Ya está —pensó Grigori—. Esto es una revolución.» Estaba pletórico y aterrorizado al mismo tiempo.

Se armó con dos de los revólveres Nagant que recibían los oficiales, recargó su fusil y se llenó los bolsillos de munición. No estaba muy seguro de qué era lo que pretendía hacer, pero ahora que era un criminal, necesitaba armas.

El resto de los soldados de los barracones se unieron al saqueo del arsenal, y pronto todo el mundo fue armado hasta los dientes.

Enarbolando la bandera roja de Varia, Grigori condujo a la multitud fuera de los barracones. Las manifestaciones siempre se dirigían al centro de la ciudad. Con Isaak, Yákov y Varia, marchó cruzando el puente hacia la avenida Liteini, en dirección al acomodado corazón de Petrogrado. Se sentía como si volara, o como si soñara; como si hubiera dado un enorme trago de vodka. Llevaba años hablando de desafiar a la autoridad del régimen, pero ese día lo estaba haciendo realidad, y eso le hacía sentirse un hombre nuevo, una criatura diferente, un ave del cielo. Recordó entonces las palabras del anciano que le había hablado después de que mataran a su madre. «Que tengas una larga vida —había dicho el hombre mientras Grigori se alejaba de la plaza del Palacio de Invierno con el cadáver de su madre en brazos—. Lo bastante larga para vengarte del zar, que tiene las manos manchadas de sangre por todos los crímenes que ha cometido hoy.» «Puede que tu deseo se haga realidad, anciano», pensó, exultante.

El 1.º de Artillería no era el único regimiento que se había amotinado esa mañana. Cuando Grigori llegó al otro lado del puente, su euforia fue mayor aún al ver que las calles estaban llenas de soldados con el gorro vuelto hacia atrás o el capote desabrochado, desafiando alegremente el reglamento. La mayoría lucían brazaletes rojos o cintas rojas en la solapa para distinguirse como revolucionarios. Coches requisados rugían al pasar, conducidos sin rumbo, con cañones de fusiles y bayonetas que asomaban por las ventanillas y chicas que reían en el regazo de los soldados que iban en el interior. Los piquetes y los controles del día anterior habían desaparecido. El pueblo había tomado las calles.

Grigori vio una bodega con el escaparate hecho añicos y la puerta echada abajo. Un soldado y una chica salieron de dentro con botellas en ambas manos, pisoteando los cristales rotos. Justo al lado, el propietario de una cafetería había sacado una mesa con platos de pescado ahumado y lonchas de embutidos, y estaba de pie junto a las viandas, luciendo una cinta roja en la solapa, sonriendo con nerviosismo e invitando a los soldados a que se sirvieran. Grigori se dio cuenta de que estaba intentando asegurarse de que nadie irrumpiera en su local y lo saqueara, como había sucedido con la bodega.

El ambiente festivo se intensificaba más aún a medida que se acercaban al centro. Había muchos que ya estaban bastante borrachos, aunque solo era mediodía. Las muchachas parecían contentas de besar a todo el que llevara un brazalete rojo, y Grigori vio a un soldado acariciando abiertamente los grandes pechos de una mujer madura sonriente. Algunas chicas se habían vestido con uniformes de soldado y caminaban con paso arrogante por las calles, con sus gorros y esas botas que les venían grandes, sintiéndose a todas luces liberadas.

Un reluciente Rolls-Royce llegó por la calle y la muchedumbre intentó detenerlo. El chófer pisó a fondo el pedal del gas, pero alguien abrió la portezuela y lo sacó del vehículo. La gente se empujaba para intentar subir al automóvil. Grigori vio al conde Maklakov, uno de los directores de la fábrica Putílov, salir peleándose del asiento de atrás. Grigori recordó lo extasiado que se mostró Maklakov con la princesa Bea el día que visitó la fábrica. La multitud abucheó al conde, pero no siguió acosándolo cuando se alejó a toda prisa, subiéndose el cuello de pieles para cubrirse las orejas. Nueve o diez personas se apretaron en su coche y alguien lo puso en marcha y tocó la bocina con alegría.

En la siguiente esquina, un grupito de gente atormentaba a un hombre alto ataviado con el sombrero de ala estrecha y el gastado abrigo de un profesional de clase media. Un soldado lo empujó con el extremo del cañón de su fusil, una anciana le escupió, un joven vestido con sobretodo obrero le lanzó un puñado de inmundicia.

—¡Déjenme pasar! —decía el hombre intentando sonar autoritario, pero los demás solo se reían.

Grigori reconoció la delgada figura de Kanin, supervisor de la sección de fundición de Putílov. Al hombre se le cayó el sombrero, y el joven vio que se había quedado calvo.

Se abrió paso entre la pequeña multitud.

—¡Este hombre no ha hecho ningún mal! —gritó—. Es ingeniero, yo antes trabajaba con él.

Kanin lo reconoció.

—Gracias, Grigori Serguéievich —dijo—. Solo estaba intentando llegar a casa de mi madre, para ver si se encuentra bien.

El sargento se volvió hacia la gente.

—Dejadlo pasar —dijo—. Yo respondo de él.

Vio a una mujer que llevaba un carrete de cinta roja (obtenido probablemente del saqueo de una mercería) y le pidió un largo. Ella cortó un poco con un par de tijeras y Grigori ató la cinta en la manga izquierda de Kanin. La multitud los jaleó.

—Ahora estarás seguro —le dijo Grigori.

Kanin le estrechó la mano y se alejó. Lo dejaron pasar.

El grupo de Grigori desembocó en la avenida Nevski, el amplio bulevar comercial que iba desde el Palacio de Invierno hasta la estación Nikoláievski. Estaba abarrotada de gente bebiendo de botellas, comiendo, besándose y disparando tiros al aire. Los restaurantes que estaban abiertos habían sacado carteles que decían «¡Comida gratis para los revolucionarios!» y «¡Comed lo que queráis, pagad lo que podáis!». Muchas tiendas habían sido saqueadas y los adoquines estaban cubiertos de añicos de cristal. Uno de los odiados tranvías (cuyos billetes eran demasiado caros para que pudieran montar en ellos los trabajadores) había quedado volcado en medio de la calle y alguien había estrellado un automóvil Renault contra él.

Grigori oyó un disparo de fusil, pero era uno entre muchos y por un segundo ni siquiera le prestó atención; pero entonces Varia, que estaba junto a él, se tambaleó y cayó al suelo. Grigori y Yákov se arrodillaron a lado y lado de ella. Parecía inconsciente. Volvieron el pesado cuerpo, no sin dificultades, y enseguida vieron que no habría forma de reanimarla: la bala le había entrado por la frente y sus ojos lucían una mirada fija perdida en la nada.

Grigori no se permitió sentir pena, ni por él mismo ni por el hijo de Varia, su mejor amigo, Konstantín. En el campo de batalla había aprendido a contraatacar primero y a llorar después. Sin embargo, ¿era aquello un campo de batalla? ¿Quién podía querer matar a Varia? Aun así, la herida había acertado en un lugar tan concreto que se hacía difícil creer que hubiera sido víctima de una bala perdida disparada al azar.

Su pregunta fue respondida un momento después. Yákov cayó fulminado, sangrando del pecho. Su pesado cuerpo se desplomó sobre los adoquines e hizo un ruido sordo.

Grigori se alejó de los dos cadáveres.

—Pero ¿qué…? —Se agachó hasta ir en cuclillas, para ser un blanco menos conspicuo, y enseguida miró en derredor buscando algún lugar donde resguardarse.

Oyó otro disparo, y un soldado que pasaba por allí con un pañuelo rojo atado en el gorro cayó al suelo aferrándose la barriga.

Había un francotirador y estaba apuntando a los revolucionarios.

Grigori corrió tres pasos y se lanzó tras el tranvía volcado.

Una mujer gritó, luego otra. La gente vio los cuerpos sangrantes y empezó a correr.

Grigori levantó la cabeza y barrió con la mirada los edificios que los rodeaban. El tirador tenía que ser un fusilero de la policía, pero ¿dónde estaba? Le había parecido que el chasquido del arma procedía del otro lado de la calle, a menos de una manzana de allí. Los edificios relucían bajo la luz de la tarde. Había un hotel, una joyería con las persianas de acero cerradas, un banco y una iglesia en la esquina. No veía ninguna ventana abierta, así que el francotirador tenía que estar apostado en un tejado. Ninguno de los tejados ofrecía un lugar donde estar a cubierto… salvo el de la iglesia, que era un edificio de piedra de estilo barroco con torres, pretiles y una cúpula de bulbo.

Se oyó otro disparo, y una mujer vestida con ropa de trabajadora de fábrica gritó y cayó llevándose una mano al hombro. Grigori estaba seguro de que el sonido había salido de la iglesia, pero no veía humo. Aquello debía de querer decir que la policía había equipado a sus tiradores con munición de pólvora sin humo. Sí que era una guerra.

Toda una manzana de la avenida Nevski se había quedado desierta.

Grigori apuntó su fusil hacia el pretil que discurría por todo lo alto de la pared lateral de la iglesia. Ese era el puesto de tiro que habría escogido él, desde donde se dominaba toda la calle. Observó con atención. Por el rabillo del ojo vio dos fusiles más que apuntaban en la misma dirección que el suyo, empuñados por soldados que estaban a cubierto por allí cerca.

Un soldado y una chica llegaron tambaleándose por la calle, borrachos los dos. La muchacha iba bailando una giga, con la falda del vestido levantada para enseñar las rodillas mientras su novio bailaba un vals a su alrededor, sosteniendo el fusil en el cuello como si tocara el violín. Los dos llevaban brazaletes rojos. Varias personas dirigieron gritos de advertencia a los juerguistas, pero ellos no los oyeron. Cuando, felizmente ajenos al peligro, pasaron por delante de la iglesia, resonaron dos disparos y el soldado y su chica fueron abatidos.

Tampoco esta vez vio Grigori ni una voluta de humo, pero de todas formas disparó con furia hacia el pretil, por encima del pórtico de la iglesia, y vació el cargador. Sus balas desportillaron la mampostería y levantaron nubecillas de polvo. Los otros dos fusiles restallaron, y Grigori vio que estaban disparando en la misma dirección que él, aunque no parecía que ninguno de ellos le hubiera dado a nada.

Era imposible, pensó Grigori mientras recargaba. Estaban disparando contra un blanco invisible. El tirador debía de estar tumbado en el suelo, bien apartado del borde para que ninguna parte de su arma tuviera que sobresalir entre los balaustres.

Pero había que detenerlo. Ya había matado a Varia, a Yákov, a dos soldados y a una chica inocente.

Solo había una forma de alcanzarlo, y era subir a aquel tejado.

Grigori volvió a disparar contra el pretil. Tal como esperaba, eso provocó que los otros dos soldados hicieran lo mismo. Suponiendo que el francotirador debía de haber bajado la cabeza unos segundos, Grigori se levantó, abandonó el refugio del tranvía volcado y corrió hacia el otro lado de la calle, donde se apretó contra el escaparate de una librería: una de las pocas tiendas que todavía no habían sido saqueadas.

Sin salir de la sombra de tarde que proyectaban los edificios, avanzó por la acera en dirección a la iglesia. Una callejuela la separaba del banco que tenía al lado. Esperó pacientemente varios minutos hasta que el tiroteo empezó otra vez, y entonces cruzó la callejuela a todo correr y pegó la espalda al muro este de la iglesia.

¿Lo habría visto correr el tirador? ¿Imaginaría lo que estaba tramando? No había forma de saberlo.

Sin despegarse de la pared, rodeó la iglesia hasta llegar a una puertecilla. No estaba cerrada con llave. Se coló dentro.

Era una iglesia rica, fastuosamente decorada con mármoles amarillos, verdes y rojos. En ese momento no se estaba celebrando ningún oficio, pero había unos veinte o treinta fieles de pie o sentados con la cabeza gacha, rezando en privado sus oraciones. Grigori paseó la mirada por el interior en busca de una puerta que pudiera llevar a una escalera. Se apresuró por el pasillo central, con miedo a que más personas fueran asesinadas a cada minuto que él se retrasara.

Un sacerdote joven y de espectacular apostura, con el cabello negro y la piel muy blanca, vio el fusil de Grigori y abrió la boca para pronunciar una protesta, pero él no le prestó atención y pasó de largo.

En el vestíbulo descubrió una pequeña puerta de madera encajada en la pared. La abrió y vio una escalera de caracol que subía a lo alto. Detrás de él, una voz dijo:

—Detente ahí, hijo mío. ¿Qué estás haciendo?

Se volvió y vio al joven sacerdote.

—¿Esto lleva al tejado?

—Soy el padre Mijaíl. No puedes entrar con esa arma en la casa de Dios.

—Hay un francotirador en su tejado.

—¡Es un agente de policía!

—¿Lo sabía? —Grigori miró al sacerdote con incredulidad—. ¿Se da cuenta de que está matando a personas?

El sacerdote no contestó.

Grigori subió corriendo la escalera.

Un viento frío llegaba desde arriba. Era evidente que el padre Mijaíl estaba de parte de la policía. ¿Había alguna forma de que el sacerdote pudiera advertir al tirador? Ninguna, a menos que saliera corriendo a la calle y le hiciera señas… con lo que seguramente acabaría recibiendo un disparo.

Después de una larga ascensión casi a oscuras, Grigori vio otra puerta.

Cuando sus ojos quedaron a la altura del borde inferior del batiente, de modo que apenas sería un blanco visible, abrió unos centímetros con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía el fusil. La radiante luz del sol entró por la abertura. Abrió del todo.

No se veía a nadie.

Entornó los ojos para evitar que lo deslumbrara el sol y examinó el área que se veía por el pequeño rectángulo del vano. Estaba en el campanario. La puerta se abría hacia el sur. La avenida Nevski quedaba al norte de la iglesia. El francotirador se encontraba al otro lado; a menos que se hubiera desplazado para tenderle una emboscada.

Con cautela, Grigori subió un escalón, luego otro, y asomó la cabeza.

No sucedió nada.

Cruzó la puerta.

Bajo sus pies, el tejado descendía suavemente hacia un canalón que corría paralelo a un pretil decorativo. Unos tablones de enrejado de madera permitían a los obreros moverse por allí sin pisar las tejas. A su espalda, la torre se elevaba hasta lo alto del campanario.

Fusil en mano, la rodeó.

Al llegar a la primera esquina se encontró mirando al oeste, a lo largo de la avenida Nevski. En la clara luz de la tarde vio los Jardines de Alejandro y el Almirantazgo, al fondo. A media distancia, la avenida estaba concurrida, pero en aquel punto seguía vacía. El francotirador debía de estar trabajando aún.

Grigori aguzó el oído, pero no había tiros.

Siguió desplazándose sigilosamente alrededor de la torre hasta que pudo mirar por la siguiente esquina. Entonces vio todo el lado norte del tejado. Estaba convencido de que encontraría al francotirador allí, echado boca abajo, disparando entre los balaustres; pero no había nadie. Más allá del pretil veía la amplia calle de abajo y a la gente acurrucada en portales y tratando de pasar inadvertidos en las esquinas, esperando a ver qué sucedía.

Un momento después, el fusil del francotirador restalló otra vez. Un grito que procedía de la avenida le dijo a Grigori que el hombre había dado en el blanco.

El disparo procedía de por encima de su cabeza.

Miró hacia arriba. El campanario estaba perforado por ventanas sin cristales y flanqueado por unas torrecillas abiertas, dispuestas diagonalmente en las esquinas. El tirador estaba escondido en algún sitio de allí arriba, disparando desde una de las numerosas aberturas que tenía a su disposición. Por suerte, Grigori no se había separado lo más mínimo de la pared, donde el hombre no tenía forma de verlo.

Volvió a entrar. En el confinado espacio del hueco de la escalera, su fusil resultaba grande y torpe. Lo dejó y desenfundó uno de sus revólveres. Por su peso, se dio cuenta de que estaba vacío. Renegó: cargar el Nagant M1895 era un proceso lento. Sacó una caja de cartuchos del bolsillo del capote de su uniforme e insertó siete, uno a uno, en la incómoda trampilla de carga del tambor. Después armó el martillo.

Dejando atrás el fusil, subió la escalera de caracol intentando no hacer ruido al pisar. Se movía a un ritmo lento y constante, no quería forzarse demasiado para que su respiración no se hiciera audible. Llevaba el arma en la mano derecha, apuntando hacia lo alto de la escalera.

Un momento después olió a humo.

El francotirador se estaba fumando un cigarrillo, pero el acre olor del tabaco ardiendo podía recorrer una larga distancia, y Grigori no podía estar seguro de a cuánto estaba el hombre.

Por delante y por encima de él veía reflejos de la luz del sol. Se arrastró hacia arriba, preparado para abrir fuego. La luz entraba por una ventana sin cristal. El francotirador no estaba allí.

Grigori siguió subiendo y volvió a ver luz. El olor del humo se hizo más intenso. ¿Eran imaginaciones suyas o sentía la presencia del tirador un poco más adelante en la curva de la escalera? Y, en tal caso, ¿lo habría percibido el hombre a él?

Oyó una brusca inspiración y se sobresaltó tanto que estuvo a punto de apretar el gatillo. Entonces se dio cuenta de que era el ruido que hacía el tirador al dar una calada. Un momento después oyó el sonido más suave, más satisfecho, de la espiración del fumador.

Titubeó. No sabía hacia dónde estaba mirando el francotirador ni hacia dónde apuntaba su arma. Quería oír un disparo del fusil otra vez, ya que eso le confirmaría que la atención del hombre estaba puesta en la calle.

Esperar podía significar otra muerte, otro Yákov u otra Varia sangrando sobre los fríos adoquines. Por otra parte, si Grigori fallaba, ¿cuántas personas más serían abatidas esa tarde?

Se obligó a tener paciencia. Era como encontrarse en el campo de batalla. No se apresuraba uno a salvar a un camarada herido, sacrificando así su vida. Solo se arriesgaba algo cuando los motivos eran aplastantes.

Oyó otra calada, seguida de una larga exhalación, y un momento después una colilla de cigarrillo aplastada cayó escalera abajo, rebotando en la pared y aterrizando a sus pies. Se oyó el ruido de alguien que cambiaba de postura en un espacio reducido. Entonces Grigori percibió unos tenues murmullos cuyas palabras sonaban sobre todo a imprecaciones:

—Cerdos… revolucionarios… judíos apestosos… fulanas infecciosas… retrasados… —El francotirador se estaba preparando para matar otra vez.

Si Grigori lograba detenerlo, salvaría al menos una vida.

Subió un escalón.

El hombre seguía mascullando:

—Ganado… eslavos… ladrones y criminales… —La voz le resultaba vagamente familiar, y Grigori se preguntó si sería alguien a quien ya conocía.

Otro escalón, y entonces vio los pies del hombre, calzados en unas botas de cuero negras, nuevas y relucientes, con la insignia de la policía. Eran unos pies pequeños: el tirador era un hombre minúsculo. Estaba apoyado en una rodilla, la posición más estable para disparar. Grigori vio entonces que se había apostado en el interior de una de las torrecillas de las esquinas, de modo que podía apuntar hacia tres direcciones diferentes.

«Un escalón más —pensó Grigori— y podré matarlo de un tiro.»

Subió otro escalón, pero los nervios le hicieron trastabillar. Tropezó, se cayó y perdió el arma. Al caer, resonó en la piedra.

El francotirador, sobresaltado, profirió una maldición en voz alta y se volvió a mirar.

Sorprendido, Grigori reconoció al compañero de Pinski, Ilia Kozlov.

Grigori quiso recuperar su revólver, pero no lo consiguió. Cayó más aún escalera abajo, con una lentitud agonizante, de escalón en escalón, hasta que se detuvo donde no podría alcanzarlo.

Kozlov hizo amago de volverse, pero no podía hacerlo muy deprisa, arrodillado como estaba.

Grigori recuperó el equilibrio y subió otro escalón.

Kozlov intentó dar media vuelta con su fusil. Era el Mosin-Nagant reglamentario, pero con una mira telescópica añadida. Medía más de un metro, aun sin la bayoneta, y el hombre no logró recolocarlo lo bastante deprisa. Moviéndose con rapidez, Grigori se acercó tanto que el cañón del fusil le golpeó en el hombro izquierdo. Kozlov apretó el gatillo en vano, y la bala rebotó en la curvada pared interior del hueco de la escalera.

Kozlov se puso en pie de un salto, con una agilidad sorprendente. Tenía la cabeza pequeña, una cara mezquina, y una parte de la mente de Grigori le dijo que se había hecho francotirador para vengarse de todos esos niños más altos, y niñas también, que siempre lo habían empujado.

Grigori asió el fusil con ambas manos, y los dos hombres lucharon por hacerse con él, cara a cara en el estrecho espacio de la pequeña torrecilla, junto a la ventana sin cristal. Grigori oyó unos gritos exaltados y se dio cuenta de que la gente de la calle debía de estar viéndolos.

Él era más grande y más fuerte, y sabía que conseguiría hacerse con el arma. Kozlov también lo comprendió y de pronto soltó el fusil. Grigori se tambaleó hacia atrás. Veloz como el rayo, el policía sacó su corta porra de madera, arremetió contra el soldado y le golpeó en la cabeza. Por un momento, Grigori vio las estrellas. También vio, como entre niebla, que Kozlov volvía a alzar la porra. Levantó el fusil y la porra se estrelló contra el cañón. Antes de que el policía pudiera atacar de nuevo, Grigori soltó el arma, agarró a Kozlov con ambas manos por la parte delantera del abrigo y lo levantó.

El hombre era pequeño y pesaba poco. Grigori lo alzó del suelo un momento. Después, con todas sus fuerzas, lo arrojó por la ventana.

Kozlov pareció caer por el aire muy despacio. La luz del sol hacía resaltar las vueltas verdes de su uniforme mientras sobrepasaba el pretil del tejado de la iglesia. Un largo grito de puro terror resonó en el silencio. Después se estrelló contra el suelo con un golpe sordo que se oyó incluso desde el campanario, y el grito quedó bruscamente interrumpido.

Tras un momento de silencio, estallaron los vítores.

Grigori se dio cuenta de que la gente lo aclamaba a él. Habían visto el uniforme de la policía en el suelo y el uniforme del ejército en la torrecilla, y habían comprendido lo que acababa de suceder. Mientras miraba hacia abajo, la gente salía de los portales y de las esquinas y se quedaba de pie en la calle, dirigiendo la vista hacia arriba, hacia él, gritando y aplaudiendo. Era un héroe.

No se sentía cómodo con ello. Había matado a muchos hombres en la guerra y ya no sufría aprensión, pero de todas formas le resultaba difícil celebrar una muerte más, por mucho que Kozlov hubiese merecido morir. Se quedó allí unos instantes, dejando que lo aplaudieran, aunque se sentía a disgusto. Después volvió a esconderse dentro y bajó la escalera de caracol.

Recogió su revólver y su fusil al bajar. Cuando salió a la iglesia, el padre Mijaíl lo estaba esperando con cara de miedo. Grigori lo apuntó con el revólver.

—Debería dispararle —dijo—. Ese francotirador al que ha permitido subir a su tejado ha matado a dos amigos míos y por lo menos a tres personas más, y usted es un demonio asesino por dejar que lo hiciera.

El sacerdote se sobresaltó tanto al oír que lo llamaban demonio que se quedó sin palabras, pero Grigori no encontró valor para disparar a un civil desarmado, así que masculló algo con repugnancia y salió a la calle.

Los hombres de su pelotón lo estaban esperando y rugieron con entusiasmo cuando apareció a la luz del sol. No pudo evitar que lo subieran a hombros y se lo llevaran en procesión.

Desde ese elevado punto de vista, vio que el ambiente de la calle había cambiado. La gente estaba más borracha, y en cada manzana había una o dos personas inconscientes tiradas en algún portal. Se asombró al ver a hombres y mujeres que iban mucho más allá de un simple beso en los callejones. Todo el mundo iba armado: estaba claro que la turba había saqueado otros arsenales, y puede que también fábricas de armamento. En todos los cruces había coches estrellados, algunos con ambulancias y médicos atendiendo a los heridos. Tanto niños como adultos recorrían las calles, y los más pequeños se lo estaban pasando especialmente bien, robando comida, fumando cigarrillos y jugando en los automóviles abandonados.

Grigori vio una tienda de pieles saqueada con una eficiencia que parecía profesional, y reconoció a Trofim, un antiguo socio de Lev, sacando abrigos de la tienda a brazadas y cargándolos en una carretilla mientras otro compinche de Lev, el policía corrupto Fiódor, vestido ese día con un sobretodo de campesino para ocultar su uniforme, supervisaba su trabajo. Los criminales de la ciudad veían la revolución como una oportunidad de negocio.

Al cabo de un rato, los hombres de Grigori lo dejaron en el suelo. La luz de la tarde se iba desvaneciendo, en la calle se habían encendido muchas hogueras. La gente se reunía a su alrededor a beber y cantar canciones.

Grigori se sintió abatido al ver a un niño de unos diez años quitándole la pistola a un soldado que había quedado inconsciente. Era una Luger P08 de cañón largo semiautomática, un arma con las que pertrechaban a las unidades de artillería del ejército alemán: aquel soldado debía de habérsela robado a un prisionero en el frente. El niño la sostuvo con ambas manos, sonriendo, y apuntó con ella al hombre que estaba en el suelo. Cuando Grigori se movió para quitarle la pistola, el niño apretó el gatillo y una bala se hundió en el pecho del soldado borracho. El pequeño gritó, pero, espantado como estaba, mantuvo el gatillo apretado, de manera que la pistola semiautomática siguió disparando. El retroceso del arma hizo que el chico levantara los brazos y que las balas se dispersaran. Le dio a una anciana y a otro soldado, hasta que el cargador de ocho disparos quedó vacío. Entonces bajó el arma.

Antes de que Grigori pudiera reaccionar a ese horror, oyó otro grito y giró en redondo. En el portal de una sombrerería cerrada, una pareja estaba realizando el acto sexual. La mujer tenía la espalda contra la pared y la falda levantada hasta la cintura, las piernas muy separadas y los pies, calzados en botas, plantados con firmeza en el suelo. El hombre, que vestía un uniforme de cabo, estaba entre las piernas de ella, las rodillas dobladas, los pantalones desabrochados, embistiéndola. El pelotón de Grigori se había reunido a su alrededor para animarlos.

El hombre pareció llegar al clímax. Se retiró enseguida, se volvió y se abrochó la bragueta mientras la mujer se bajaba la falda.

—Espera un momento… ¡Ahora me toca a mí! —dijo un soldado llamado Ígor. Le levantó la falda a la mujer y dejó ver sus piernas blancas.

Los demás lo jalearon.

—¡No! —gritó la mujer, e intentó quitárselo de encima. Estaba borracha, pero no indefensa.

Ígor era un hombre bajo y enjuto, pero con una fuerza sorprendente. La empujó contra la pared y la agarró de las muñecas.

—Venga —le dijo—. Todos los soldados son igual de buenos.

La mujer se resistió, pero otros dos la asieron con fuerza y la inmovilizaron.

—¡Eh, dejadla en paz! —dijo su primer compañero.

—Tú ya has tenido lo tuyo, ahora me toca a mí —dijo Ígor, desabrochándose los pantalones.

Grigori sintió repugnancia al ver esa escena.

—¡Parad! —gritó.

Ígor le dirigió una mirada desafiante.

—¿Me estás dando una orden como oficial, Grigori Serguéievich?

—No como oficial… ¡como ser humano! —dijo Grigori—. Vamos, Ígor, ya ves que la chica no quiere estar contigo. Hay muchas otras mujeres.

—Yo quiero a esta. —Ígor miró alrededor—. Todos queremos a esta, ¿verdad, chicos?

Grigori dio un paso al frente y puso los brazos en jarras.

—¿Sois hombres, o perros? —vociferó—. ¡Esta mujer ha dicho que no! —Le pasó un brazo por los hombros a Ígor, que estaba furioso—. Dime una cosa, camarada, ¿hay algún sitio por aquí donde un hombre pueda echarse un trago?

Ígor sonrió con malicia, los soldados vitorearon y la mujer se escabulló.

—Veo un hotelito al otro lado de la calle. ¿Por qué no le preguntamos al propietario si, por casualidad, le queda algo de vodka? —propuso Grigori.

Los hombres volvieron a aclamarlo, y entraron todos en el hotel.

En el vestíbulo, el espantado propietario estaba sirviendo cerveza gratis. Grigori pensó que era listo. Los hombres tardaban más en beber cerveza que vodka, y era menos probable que se pusieran violentos.

Aceptó un vaso y bebió un buen trago. Su euforia se había esfumado. Se sentía como si hubiera estado ebrio y de pronto hubiese recuperado la sobriedad. El incidente con la mujer del portal lo había consternado, y lo del chiquillo disparando la pistola semiautomática había sido espantoso. La revolución no era cuestión simplemente de liberarse de las cadenas. Armar a la gente conllevaba peligros. Dejar que los soldados requisaran los coches de la burguesía era casi igual de mortífero. Incluso la libertad aparentemente inofensiva de besar a quien uno quisiera había desembocado, en cuestión de horas, en la intentona del pelotón de Grigori de cometer una violación en grupo.

Aquello no podía continuar así.

Tenía que imponerse el orden. Grigori no quería regresar a los viejos tiempos, desde luego. El zar les había dado colas para conseguir pan, una policía cruenta y soldados sin botas. Pero tenía que existir una libertad sin caos.

El sargento masculló como excusa que tenía que ir a mear y se alejó de sus hombres. Regresó caminando por donde había venido, a lo largo de la avenida Nevski. Ese día, el pueblo había ganado la batalla. Los oficiales de la policía y el ejército del zar habían sido derrotados. Sin embargo, si eso solo conducía a una orgía de violencia, no pasaría mucho tiempo antes de que la gente clamara por la restauración del antiguo régimen.

¿Quién estaba al mando? La Duma había desafiado al zar y se había negado a disolverse, según le había explicado Kérenski a Grigori el día anterior. Era un Parlamento prácticamente impotente, pero al menos simbolizaba la democracia. Grigori decidió dirigirse al Palacio de Táurida a ver si allí sucedía algo.

Caminó hacia el norte en dirección al río y luego al este, hacia los Jardines de Táurida. La noche había caído ya cuando llegó. La fachada clásica del palacio contenía decenas de ventanas, y en todas ellas había luz. Varios miles de personas habían tenido la misma idea que Grigori, y el amplio patio de la entrada estaba abarrotado de soldados y trabajadores.

Un hombre con un megáfono estaba haciendo un anuncio, y lo repetía sin cesar. Grigori se abrió paso hasta el frente para poder oírlo.

—El Grupo de Obreros de la Comisión de Industrias de Guerra ha sido liberado de la cárcel de Krestí —voceaba el hombre.

Grigori no estaba muy seguro de quiénes eran esos, pero el nombre le sonaba bien.

—Junto con otros camaradas, han formado el Comité Ejecutivo Provisional del Sóviet de Diputados Obreros.

A Grigori le gustó la idea. Un sóviet era un consejo de representantes. Ya había existido uno en San Petersburgo en 1905, cuando él no tenía más que dieciséis años, pero sabía que aquel sóviet había sido votado por obreros de las fábricas y que había organizado huelgas. Había contado con un líder carismático, León Trotski, exiliado desde entonces.

—Todo ello será anunciado oficialmente en una edición especial del periódico Izvestiia. El Comité Ejecutivo ha formado una Comisión de Suministro de Alimentos para garantizar que los obreros y los soldados tengan qué comer. También ha creado una Comisión Militar para defender la revolución.

No mencionó a la Duma para nada. La muchedumbre lo vitoreaba, pero Grigori se preguntó si los soldados aceptarían órdenes de una Comisión Militar autoerigida. ¿Qué democracia era esa?

Su pregunta fue respondida por la frase final del anuncio:

—¡El comité exhorta a obreros y soldados a escoger representantes para el Sóviet lo antes posible, y que los envíen aquí, al palacio, para que participen en el nuevo gobierno revolucionario!

Eso era lo que quería oír. El nuevo gobierno revolucionario: un sóviet de obreros y soldados. Así sí que habría cambio sin caos. Embargado de entusiasmo, salió del patio y regresó a los barracones. Tarde o temprano, los hombres volverían a la cama. Estaba impaciente por explicarles las novedades.

Y entonces, por primera vez, celebrarían unas elecciones.

IV

A la mañana siguiente, el 1.er Regimiento de Artillería se reunió en la plaza de armas para elegir a su representante al Sóviet de Petrogrado. Isaak propuso al sargento Grigori Peshkov.

Fue elegido por unanimidad.

Grigori se sintió satisfecho. Sabía cómo era la vida de los soldados y los obreros, y llevaría el olor de la grasa de las máquinas de la vida real hasta los pasillos del poder. Jamás olvidaría sus raíces ni se pondría un sombrero de copa. Se aseguraría de que la agitación condujera a mejoras, y no a una violencia aleatoria. Esta vez sí que tenía una posibilidad real de conseguir una vida mejor para Katerina y Vladímir.

Cruzó el puente Liteini a paso rápido, solo en esta ocasión, y se dirigió al Palacio de Táurida. Su prioridad más acuciante debía ser el pan. Katerina, Vladímir y los otros dos millones y medio de habitantes de Petrogrado tenían que comer. En ese momento, al asumir su responsabilidad —al menos en su imaginación—, empezó a sentirse arredrado. Los campesinos y los molineros del campo debían enviar más harina a los panaderos de Petrogrado inmediatamente; pero no lo harían a menos que se les pagara. ¿Cómo iba a garantizar el Sóviet que hubiese suficiente dinero? Empezó a preguntarse si derrocar al gobierno no habría sido más que la parte fácil.

El palacio contaba con una fachada central alargada y dos alas. Grigori descubrió que tanto la Duma como el Sóviet tenían sesión. Muy apropiadamente, la Duma (el antiguo Parlamento de la clase media) se encontraba en el ala derecha, mientras que el Sóviet ocupaba la izquierda. Pero ¿quién estaba al mando? Nadie lo sabía. Eso era lo primero que tendría que resolverse, pensó Grigori con impaciencia, antes de que pudieran empezar a ocuparse de los problemas reales.

En los escalones del palacio, Grigori reconoció la silueta enjuta y la espesa mata de pelo negro de Konstantín. Se sobresaltó al darse cuenta de que ni siquiera había intentado explicarle a su amigo la muerte de Varia, su madre, pero enseguida vio que él ya lo sabía. Además de su brazalete rojo, Konstantín llevaba un pañuelo negro atado alrededor del sombrero.

Grigori le dio un abrazo.

—Vi cómo pasó —dijo.

—¿Fuiste tú el que mató al francotirador de la policía?

—Sí.

—Gracias. Pero su verdadera venganza será la revolución.

Konstantín había sido elegido como uno de los dos diputados de la fábrica Putílov. A lo largo de la tarde, cada vez fueron llegando más representantes hasta que, más o menos al caer el sol, eran tres mil los que se apretaban en la enorme Sala de Catalina. Casi todos ellos eran soldados. Las tropas ya estaban organizadas en regimientos y pelotones, y Grigori supuso que a ellos les había resultado más sencillo celebrar elecciones que a los obreros de las fábricas, a muchos de los cuales ni siquiera se les permitía acceder a su lugar de trabajo. Algunos diputados habían sido elegidos por varias decenas de personas, otros por miles. La democracia no era tan sencilla como parecía.

Unos cuantos propusieron que debían cambiar su nombre por el de Sóviet de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado, y la idea fue aprobada por un atronador aplauso. No había orden del día, no se presentaban ni se secundaban mociones, no había mecanismo de voto. La gente simplemente se ponía en pie y hablaba, a menudo más de uno a la vez. En el estrado, muchos hombres con un sospechoso aspecto de clase media tomaban notas; Grigori supuso que serían los miembros del comité ejecutivo formado el día anterior. Al menos alguien estaba dejando constancia de todo.

A pesar de ese preocupante caos, reinaba un entusiasmo formidable. Todos ellos sentían que habían librado una batalla y la habían ganado. Para bien o para mal, estaban construyendo un mundo nuevo.

Sin embargo, nadie hablaba del pan. Frustrados por la inactividad del Sóviet, Grigori y Konstantín salieron de la Sala de Catalina durante un momento especialmente caótico y cruzaron todo el palacio para ver qué se debatía en la Duma. Por el camino vieron tropas con brazaletes rojos haciendo acopio de provisiones y munición en el pasillo, como si se prepararan para un sitio. «Desde luego —pensó Grigori—, el zar no va a aceptar sin más lo que ha sucedido. En algún momento intentará recuperar el control por la fuerza.» Y eso suponía que atacaría ese edificio.

En el ala derecha se encontraron con el conde Maklakov, uno de los directores de la fábrica Putílov. Era delegado de un partido de centro derecha, pero se dirigió a ellos hablando con bastante educación. Les dijo que se había formado otro comité, el Comité Provisional de Miembros de la Duma para la Restauración del Orden en la Capital y el Establecimiento de Relaciones con Individuos e Instituciones. A pesar de su absurdo título, Grigori tenía la sensación de que era un funesto intento de la Duma por recuperar el control. Se preocupó más aún cuando Maklakov le dijo que el comité había nombrado al coronel Engelhardt como comandante militar de Petrogrado.

—Sí —dijo Maklakov con satisfacción—. Y han ordenado a todos los soldados que regresen a sus barracones y esperen instrucciones.

—¿Qué? —Grigori estaba atónito—. Pero eso acabará con la revolución. ¡Los oficiales del zar se harán de nuevo con el control!

—Los miembros de la Duma no creen que haya ninguna revolución.

—Los miembros de la Duma son unos idiotas —replicó Grigori con enfado.

Maklakov levantó la nariz en un gesto altanero y se marchó.

Konstantín compartía la furia de su amigo.

—¡Esto es una contrarrevolución! —exclamó.

—Y hay que detenerla —contestó Grigori.

Corrieron de vuelta al ala izquierda. En la gran sala, un presidente intentaba poner orden en el debate. Grigori subió de un salto al estrado.

—¡Tengo un anuncio de emergencia que hacer! —gritó.

—Igual que todo el mundo —dijo el presidente con hastío—. Pero ¡qué diablos!, adelante.

—La Duma está ordenando a los soldados que regresen a los barracones… ¡y acepten la autoridad de sus oficiales!

Un grito de protesta se alzó de entre los delegados.

—¡Camaradas! —gritó Grigori, intentando acallarlos—. ¡No vamos a volver a lo de antes!

Los presentes rugieron de asentimiento.

—El pueblo de esta ciudad debe tener pan. Nuestras mujeres deben sentirse seguras en las calles. Las fábricas deben reabrir y los molinos deben girar… pero no como lo hacían en el pasado.

Esta vez le prestaban más atención, sin saber muy bien a dónde quería ir a parar.

—Los soldados debemos dejar de apalear a la burguesía, no seguir acosando a las mujeres en las calles y poner fin a los saqueos de las bodegas. Debemos regresar a nuestros barracones, recuperar la sobriedad y volver a asumir nuestros deberes, pero… —hizo una pausa teatral—… ¡con nuestras propias condiciones!

Se oyó un murmullo de aquiescencia.

—Y ¿qué condiciones serán esas?

—¡Comités electos para dar las órdenes, en lugar de oficiales! —gritó alguien.

—Se acabó lo de «excelencia» e «ilustrísima», habría que llamarlos «coronel» y «general» —dijo otro.

—¡Y nada de saludos! —gritó alguien más.

Grigori no sabía qué hacer. Todo el mundo tenía algo que proponer. Él no podía oír todas las sugerencias, y menos aún recordarlas.

El presidente acudió en su auxilio.

—Propongo que todo el que tenga alguna idea forme un grupo con el camarada Sokolov. —Grigori sabía que Nikolái Sokolov era un abogado de izquierdas. «Eso está bien», pensó. Necesitaban a alguien que redactara sus propuestas en términos legales correctos. El presidente siguió hablando—: Cuando os hayáis puesto de acuerdo sobre lo que queréis, traed vuestra propuesta al Sóviet para que sea aprobada.

—Bien. —Grigori bajó del estrado de un salto.

Sokolov estaba sentado a una mesa pequeña en un lateral de la sala. Grigori y Konstantín se le acercaron junto con una docena de diputados o más.

—Muy bien —dijo el abogado—. ¿A quién va dirigido el documento?

Grigori volvió a quedarse perplejo. Estuvo a punto de decir: «Al mundo», pero un soldado se le adelantó:

—A la guarnición de Petrogrado.

—Y a todos los soldados de la guardia, el ejército y la artillería —dijo otro.

—Y de la marina de guerra —añadió alguien más.

—Muy bien —dijo Sokolov, tomando nota—. Para su ejecución exacta e inmediata, supongo.

—Sí.

—Y ¿que sean informados también los obreros de Petrogrado?

Grigori empezó a impacientarse.

—Sí, sí —dijo—. Bueno, ¿quién había propuesto comités electos?

—He sido yo —dijo un soldado con bigote gris. Estaba sentado en el borde de la mesa, directamente delante de Sokolov. Como si le estuviera dictando, declaró—: Todas las tropas deberán organizar comités con sus representantes electos.

Sokolov, escribiendo aún, añadió:

—En todas las compañías, batallones, regimientos…

—Almacenes, baterías, escuadrones, buques de guerra…

—Todos los que no hayan elegido aún a sus diputados, deben hacerlo —dijo el del bigote gris.

—Bien —intervino Grigori con impaciencia—. Veamos. Todo tipo de armamento, inclusive los carros blindados, quedan bajo el control de los comités de batallones y compañías, no de los oficiales.

Varios de los soldados expresaron su acuerdo.

—Muy bien —dijo Sokolov.

—Toda unidad militar está subordinada al Sóviet de Diputados Obreros y Soldados y a sus comités —siguió dictando Grigori.

Por primera vez, el abogado alzó la mirada.

—Eso querría decir que el Sóviet controla el ejército.

—Sí —repuso Grigori—. Las órdenes de la comisión militar de la Duma se seguirán solo cuando no contradigan las decisiones del Sóviet.

Sokolov no apartaba la mirada de Grigori.

—Eso deja a la Duma tan impotente como siempre. Antes estaba sujeta a los caprichos del zar. Ahora, toda decisión requerirá la aprobación del Sóviet.

—Exacto —convino Grigori.

—De modo que es la cámara suprema.

—Escribe eso.

Sokolov lo escribió.

—Se prohíbe a los oficiales que sean maleducados con los demás rangos —dijo alguien.

—Está bien —dijo Sokolov.

—Y no deben dirigirse a nosotros llamándonos tyi, como si fuéramos animales o niños.

A Grigori esas cláusulas le parecían triviales.

—El documento necesita un título —intervino.

—¿Qué propones? —preguntó el abogado.

—¿Cómo has titulado órdenes anteriores promulgadas por el Sóviet?

—No existen órdenes anteriores —dijo Sokolov—. Esta es la primera.

—Pues que así sea —dijo Grigori—. Llamémosla «Orden Número Uno».

V

Grigori sintió una inmensa satisfacción al aprobar su primera norma legislativa como representante electo. En el transcurso de los dos días siguientes hubo muchas más, y él se vio profundamente inmerso en el laborioso trabajo de formar un gobierno revolucionario. Sin embargo, no dejaba de pensar en Katerina y Vladímir ni un solo momento, y el martes por la noche por fin tuvo ocasión de escaparse e ir a ver cómo se encontraban.

Un mal presentimiento pesaba en su corazón mientras caminaba hacia los barrios periféricos del sudoeste. Katerina le había prometido que no se acercaría a los altercados, pero las mujeres de Petrogrado creían que aquella revolución era tan suya como de los hombres. Al fin y al cabo, había estallado el Día Internacional de la Mujer. No era nada nuevo. La madre de Grigori había muerto en la revolución fallida de 1905. Si Katerina hubiera decidido ir al centro de la ciudad con Vladímir apoyado en la cadera para ver lo que sucedía, no habría sido la única madre en hacer lo mismo. Y muchas personas inocentes habían muerto: por un disparo de la policía, pisoteadas por la turba, atropelladas por soldados borrachos en coches requisados o abatidas por balas perdidas. Al entrar en la vieja casa, temió que uno de los inquilinos lo recibiera con cara solemne y lágrimas en los ojos, y que le dijera: «Ha sucedido algo terrible».

Subió la escalera, llamó a la puerta de Katerina y entró. La muchacha se levantó enseguida de la silla y se lanzó a sus brazos.

—¡Estás vivo! —exclamó. Lo besó con ansia—. ¡Estaba preocupadísima! No sé qué haríamos sin ti.

—Siento no haber podido venir antes —dijo Grigori—. Pero es que soy delegado del Sóviet.

—¡Delegado! —Katerina resplandecía de orgullo—. ¡Mi marido! —Lo abrazó.

Grigori se dio cuenta de que la había impresionado de verdad. Era algo que nunca había conseguido.

—Un delegado no es más que un representante de la gente que lo ha elegido —replicó con modestia.

—Pero siempre escogen a los más listos y los más dignos de confianza.

—Bueno, lo intentan.

La habitación estaba pobremente iluminada por una lámpara de aceite. Grigori dejó un paquete en la mesa. Con su nuevo estatus no le había sido difícil conseguir comida de la cocina de los barracones.

—Ahí dentro también tienes algunas cerillas y una manta —dijo.

—¡Gracias!

—Espero que te hayas quedado en casa todo lo que hayas podido. Todavía es peligroso andar por la calle. Algunos estamos organizando una revolución, pero hay otros que simplemente se han vuelto locos.

—Casi no he salido. Estaba esperando noticias tuyas.

—¿Cómo está nuestro chiquillo? —Vladímir dormía en el rincón.

—Echa de menos a su papá.

Se refería a Grigori. No había sido deseo suyo que Vladímir lo llamara «papá», pero había aceptado el capricho de Katerina. No era muy probable que ninguno de ellos volviera a ver a Lev (hacía casi tres años que no tenían noticias suyas), así que el niño nunca sabría la verdad, y quizá fuera lo mejor.

—Siento que esté dormido. Le encanta verte —dijo Katerina.

—Hablaré con él por la mañana.

—¿Puedes quedarte a pasar la noche? ¡Qué maravilla!

Grigori se sentó y Katerina se arrodilló ante él y le quitó las botas.

—Pareces cansado —le dijo.

—Lo estoy.

—Vamos a acostarnos. Ya es tarde.

Empezó a desabrocharle la guerrera y él se reclinó en la silla para dejarse hacer.

—El general Jabálov se está ocultando en el Almirantazgo —comentó—. Nos temíamos que pudiera recuperar el control de las estaciones de ferrocarril, pero ni siquiera lo ha intentado.

—¿Por qué no?

Grigori se encogió de hombros.

—Por cobardía. El zar ordenó a Ivánov que marchara sobre Petrogrado e impusiera una dictadura militar, pero los hombres de Ivánov se amotinaron y la expedición fue cancelada.

Katerina frunció la frente.

—¿Es que la antigua clase gobernante se ha rendido sin luchar?

—Eso es lo que parece. Es extraño, ¿verdad? Pero está claro que no va a haber una contrarrevolución.

Se metieron en la cama; Grigori en ropa interior, Katerina todavía con el vestido puesto. Nunca se había desnudado delante de él. A lo mejor sentía que tenía que ocultarle algo. Era una peculiaridad de ella que Grigori aceptaba, aunque no sin lamentarlo. La estrechó entre sus brazos y la besó. Cuando la penetró, le dijo: «Te quiero», y se sintió el hombre más feliz del mundo.

Después, medio dormida, Katerina preguntó:

—¿Qué pasará ahora?

—Habrá una Asamblea Constituyente, elegida mediante lo que se denomina un sufragio cuatripartito: universal, directo, secreto e igualitario. Mientras tanto, la Duma está formando un gobierno provisional.

—¿Quién será su dirigente?

—Lvov.

Katerina se incorporó.

—¡Un príncipe! ¿Por qué?

—Quieren la confianza de todas las clases.

—¡Al cuerno con todas las clases! —Cuando se indignaba se ponía aún más guapa, le salían los colores a la cara y le brillaban los ojos—. La revolución la hemos hecho los obreros y los soldados, ¿para qué necesitamos la confianza de nadie más?

Esa pregunta también había inquietado a Grigori, pero la respuesta lo había convencido.

—Necesitamos a los empresarios para que reabran las fábricas, a los mayoristas para que reanuden el abastecimiento de la ciudad, a los tenderos para que vuelvan a abrir sus puertas.

—¿Y el zar qué va a hacer?

—La Duma está pidiendo su abdicación. Han enviado dos delegados a Pskov para comunicárselo.

Katerina puso unos ojos como platos.

—¿La abdicación? ¿Del zar? Pero eso sería el final.

—Sí.

—¿Es posible?

—No lo sé —dijo Grigori—. Lo descubriremos mañana.

VI

El debate que se celebró el viernes en la Sala de Catalina del Palacio de Táurida fue poco metódico. Dos o tres mil hombres y unas cuantas mujeres abarrotaban la estancia, cuya atmósfera estaba cargada por el humo del tabaco y el olor a soldados faltos de higiene. Estaban esperando oír lo que haría el zar.

La sesión se veía constantemente interrumpida por anuncios. A menudo no eran ni mucho menos urgentes: un soldado se levantaba para decir que su batallón había formado un comité y había arrestado al coronel, por ejemplo. A veces ni siquiera eran anuncios, sino discursos que exhortaban a la defensa de la revolución.

Sin embargo, Grigori supo que algo había cambiado cuando un sargento de pelo cano, con la cara colorada y sin aliento, subió de un salto al estrado con una hoja de papel en la mano y pidió silencio.

Despacio y en voz bien alta, declaró:

—El zar ha firmado un documento…

Los vítores estallaron ya tras esas palabras.

El sargento alzó la voz:

—… en el que abdica la corona…

Los vítores se convirtieron en un bramido. Grigori estaba exultante. ¿De verdad había sucedido? ¿Se había hecho realidad el sueño?

El sargento levantó una mano para acallar el griterío. Todavía no había terminado.

—… y, a causa de la mala salud de su hijo Alejandro, de diecisiete años, ha nombrado como sucesor al gran duque Miguel, el hermano pequeño del zar.

El bramido se convirtió en un abucheo de protesta.

—¡No! —gritó Grigori, y su voz se perdió entre miles más.

Cuando, varios minutos después, los gritos empezaron a decaer, un estruendo aún mayor llegó desde fuera. La muchedumbre del patio debía de haberse enterado de la misma noticia, y la recibían con igual indignación.

—El gobierno provisional no debe aceptarlo —le dijo Grigori a Konstantín.

—Estoy de acuerdo —repuso este—. Vayamos a decírselo.

Salieron del Sóviet y cruzaron el palacio. Los ministros del recién formado gobierno se reunían en la misma sala que había ocupado el antiguo Comité Provisional; de hecho, era preocupante hasta qué punto se trataba de los mismos hombres. Ya estaban hablando sobre la declaración del zar.

Pável Miliukov estaba en pie. El moderado de monóculo argüía que la monarquía debía preservarse como símbolo de legitimidad.

—Sandeces —masculló Grigori.

La monarquía simbolizaba la ineptitud, la crueldad y la derrota, no la legitimidad. Por suerte, también otros lo sentían así. Kérenski, que se había convertido en ministro de Justicia, propuso ordenar al gran duque Miguel que rechazara la corona, y, para alivio de Grigori, la mayoría estuvo de acuerdo.

El propio Kérenski y el príncipe Lvov recibieron instrucciones de ir a reunirse con Miguel de inmediato. Miliukov miró fijamente a través de su monóculo y exclamó:

—¡Yo iré con ellos, en representación de la opinión de la minoría!

Grigori supuso que esa absurda propuesta sería aplastada, pero los demás ministros asintieron con debilidad. En ese momento, Grigori se levantó.

—Y yo acompañaré a los ministros como observador del Sóviet de Petrogrado —dijo, sin reflexionarlo mucho.

—Muy bien, muy bien —accedió Kérenski con cansancio.

Salieron del palacio por una puerta lateral y subieron a dos limusinas Renault que ya los estaban esperando. El antiguo presidente de la Duma, el orondo Mijaíl Rodzianko, también iba con ellos. Grigori no acababa de creerse que eso le estuviera sucediendo a él. Formaba parte de una delegación que iba a ordenar a un príncipe heredero que se negara a ser coronado zar. Menos de una semana antes, había bajado dócilmente de una mesa porque el teniente Kirílov se lo había ordenado. El mundo cambiaba tan deprisa que era difícil seguirle el paso.

Grigori nunca había estado dentro de la residencia de un acaudalado aristócrata, y fue como entrar en un mundo de ensueño. La enorme casa estaba repleta de riquezas. Allá adonde mirara había jarrones espléndidos, sofisticados relojes, candelabros de plata y adornos con engarces de piedras preciosas. Si hubiera arramblado con un cuenco de oro y hubiese salido corriendo por la puerta principal, podría haberlo vendido por dinero suficiente para comprarse una casa; solo que en esos momentos nadie querría comprar un cuenco de oro, la gente solo quería pan.

Al príncipe Gueorgui Lvov, un hombre de cabello plateado con una enorme barba muy poblada, estaba claro que la decoración no le impresionaba lo más mínimo, como tampoco lo intimidaba la solemnidad de su cometido; todos los demás, sin embargo, sí parecían nerviosos. Esperaron en el salón, bajo la severa mirada de ancestrales retratos, arrastrando los pies sobre las espesas alfombras.

Por fin apareció el gran duque. Era un hombre de treinta y ocho años que estaba quedándose prematuramente calvo y lucía un pequeño mostacho. Para sorpresa de Grigori, se lo veía más nervioso que a la delegación. Parecía tímido y desconcertado, a pesar de que mantenía la cabeza erguida con altivez. Al final reunió suficiente valor para hablar.

—¿Qué tienen que decirme?

—Hemos venido a pedirle que no acepte la corona —contestó Lvov.

—Oh, válgame… —dijo Miguel, que no parecía saber qué hacer a continuación.

Kérenski mantuvo la presencia de ánimo. Habló con voz clara y firme.

—El pueblo de Petrogrado ha reaccionado con indignación a la decisión de Su Majestad el zar —dijo—. Un enorme contingente de soldados ya está marchando hacia el Palacio de Táurida. Se producirá un violento levantamiento, seguido de una guerra civil, a menos que anunciemos de inmediato que se ha negado usted a asumir el gobierno como zar.

—Ay, Dios mío… —dijo Miguel con debilidad.

Grigori vio que el gran duque no era un hombre muy brillante. «¿De qué me sorprendo?», pensó. Si esa gente fuera inteligente, no estarían a punto de perder el trono de Rusia.

—Alteza real, yo represento a la opinión minoritaria del gobierno provisional. A nuestro parecer, la monarquía es el único símbolo de autoridad legítima —dijo Miliukov, siempre con su monóculo.

Miguel parecía más desconcertado aún. Lo último que necesitaba era tener que decidir, comprendió Grigori; eso solo empeoraba las cosas.

—¿Les importaría que hablase un momento en privado con Rodzianko? No, no se vayan todos, nosotros nos retiraremos a una sala contigua —dijo el gran duque.

Cuando el antiguo presidente y el titubeante zar recién designado salieron, los demás se pusieron a hablar en voz baja. Nadie le dijo nada a Grigori. Era el único hombre de clase obrera de la sala y sentía que les daba un poco de miedo, sospechando (y con acierto) que los bolsillos de su uniforme de sargento estaban repletos de armas y munición.

Rodzianko reapareció.

—Me ha preguntado si podríamos garantizar su seguridad personal en caso de que se convirtiera en zar —dijo. Grigori sintió repugnancia, aunque no sorpresa, al ver que al gran duque le preocupaba más su persona que su país—. Le he dicho que no —terminó Rodzianko.

—¿Y…? —preguntó Kérenski.

—Se reunirá con nosotros dentro de un momento.

Se produjo una pausa que pareció interminable y, después, Miguel volvió a entrar. Todos guardaron silencio. Durante un largo momento, nadie dijo nada.

Al cabo, fue Miguel quien tomó la palabra:

—He decidido rechazar la corona.

Grigori sintió que se le detenía el corazón. «Ocho días —pensó—. Hace ocho días que las mujeres de Viborg marcharon por el puente Liteini. Y hoy el reinado de los Romanov ha llegado a su fin.»

Recordó las palabras de su madre el día en que muriera: «No descansaré hasta que Rusia sea una república». «Descansa ahora, madre», pensó él.

Kérenski le estrechaba la mano al gran duque mientras le decía algo grandilocuente, pero Grigori no lo estaba escuchando.

«Lo hemos conseguido —pensó—. Hemos organizado una revolución.»

«Hemos derrocado al zar.»

VII

En Berlín, Otto von Ulrich descorchó una mágnum de champán Perrier-Jouët de 1892.

Los Von Ulrich habían invitado a los Von der Helbard a comer. El padre de Monika, Konrad, era Graf, o conde, y su madre era, por tanto, Gräfin, o condesa. Gräfin Eva von der Helbard era una mujer formidable, con una melena cana recogida en un complicado peinado alto. Antes de comer, se llevó a Walter aparte y le explicó que Monika era una virtuosa violinista y que había sido la primera de su clase en todas las materias. De soslayo, Walter vio que su padre estaba hablando con Monika, y supuso que le estaba ofreciendo un informe académico sobre él.

Estaba furioso con sus padres por verlos insistir tanto en endilgarle a la muchacha, y el hecho de que se sintiera fuertemente atraído por ella no hacía más que empeorar las cosas. Era inteligente además de bella. Siempre llevaba el cabello muy bien peinado, pero él no podía evitar imaginar que le quitaba las horquillas por la noche y se lo alborotaba para liberar sus rizos. Últimamente, a veces le resultaba difícil recordar el rostro de Maud.

Otto alzó entonces su copa.

—¡Adiós al zar! —exclamó.

—Me sorprende usted, padre —dijo Walter, molesto—. ¿De verdad está celebrando el derrocamiento de una monarquía legítima a manos de una turba de obreros de fábrica y soldados amotinados?

A Otto se le congestionó el rostro. La hermana de Walter, Greta, le dio unas palmaditas a su padre en el brazo para tranquilizarlo.

—No haga caso —dijo—. Walter solo dice esas cosas para importunarlo.

—Llegué a conocer al zar Nicolás cuando estuve en nuestra embajada de Petrogrado —terció Konrad.

—¿Y qué impresión se llevó, señor? —preguntó Walter.

Monika respondió por su padre.

—Papá solía decir que, si el zar hubiese nacido con otra condición social, podría haber llegado a ser, no sin cierto esfuerzo, un cartero competente —dijo, dirigiéndole a Walter una sonrisa de complicidad.

—Esa es la tragedia de la monarquía hereditaria. —Walter se volvió hacia su padre—. Pero, sin duda, desaprobará usted la democracia de Rusia.

—¿Democracia? —repitió Otto con desdeñosa burla—. Ya veremos. Todo lo que sabemos es que el nuevo primer ministro es un aristócrata liberal.

—¿Crees que el príncipe Lvov intentará alcanzar la paz con nosotros? —le preguntó Monika a Walter.

Era la pregunta del momento.

—Eso espero —contestó él, intentando no mirarle los pechos—. Si todas nuestras tropas del frente oriental pudieran trasladarse a Francia, superaríamos a los aliados.

Ella levantó su copa y miró a Walter a los ojos por encima del borde.

—Bebamos, entonces, por ello —dijo.

En una trinchera fría y húmeda del nordeste de Francia, el pelotón de Billy bebía ginebra.

La botella la había sacado Robin Mortimer, el oficial retirado del servicio.

—Había reservado esto —dijo.

—Vaya, me dejas patitieso —dijo Billy, usando una de las expresiones de Mildred. Mortimer era un tacaño y nunca se le había visto invitar a nadie a tomar un trago.

Sirvió el licor en los platos de campaña.

—Por la maldita revolución —dijo, y todos bebieron.

Después volvieron a tender los platos para que Mortimer se los llenara otra vez.

Billy estaba de muy buen humor, ya lo había estado antes de beber la ginebra. Los rusos habían demostrado que todavía era posible derrocar a los tiranos.

Estaban cantando «La roja bandera» cuando el conde Fitzherbert rodeó la barrera de protección cojeando y chapoteando en el fango. Lo habían ascendido a coronel y se había vuelto más arrogante que nunca.

—¡Silencio, hombres! —gritó.

Los cánticos se fueron apagando.

—¡Estamos celebrando el derrocamiento del zar de Rusia! —dijo Billy.

—Era un monarca legítimo, y quienes lo han depuesto no son más que criminales. Basta de canciones —replicó Fitz, furioso.

El desprecio de Billy por el conde aumentó un poco más.

—Era un tirano que asesinó a miles de sus súbditos. Hoy, todos los hombres civilizados tienen un motivo de alegría.

Fitz lo miró más detenidamente. Ya no llevaba el parche, pero el párpado izquierdo le había quedado caído, aunque no parecía que le afectara a la visión.

—Sargento Williams… Tendría que haberlo adivinado. Te conozco… a ti y a tu familia.

«Y que lo digas», pensó Billy.

—Tu hermana es una agitadora pacifista.

—Igual que la suya, señor —contestó Billy, y Robin Mortimer rió a carcajadas, aunque calló enseguida.

—Como digas una sola palabra insolente más, quedarás arrestado —le dijo Fitz a Billy.

—Lo siento, señor —dijo Billy.

—Y ahora, calmaos. Todos. Y se acabaron las canciones. —Fitz se alejó.

—Larga vida a la revolución —dijo Billy en voz baja.

Fitz fingió no oírlo.

En Londres, la princesa Bea gritó:

—¡No!

—Intenta tranquilizarte —dijo Maud, que acababa de darle la noticia.

—¡No pueden! —gritó Bea—. ¡No pueden obligar a abdicar a nuestro amado zar! ¡Es el padre de su pueblo!

—Puede que sea lo mejor…

—¡No te creo! ¡Es una horrenda mentira!

Se abrió la puerta y Grout asomó la cabeza con aspecto preocupado.

Bea agarró un jarrón japonés que contenía un arreglo de hierbas secas y lo lanzó al otro lado de la estancia. Se hizo añicos al estrellarse contra la pared.

Maud le dio unas palmaditas en el hombro a su cuñada.

—Ya está, ya está —dijo.

No estaba muy segura de qué más podía hacer. Ella se sentía encantada con el derrocamiento del zar, pero aun así se compadecía de Bea, a quien acababan de destruirle toda una forma de vida.

Grout le hizo señas con un dedo a una criada, y la chica entró. El mayordomo le señaló el jarrón roto y la doncella empezó a recoger los añicos.

Los enseres del té estaban ya dispuestos en una mesita: tazas, platitos, teteras, jarritas de leche y nata, azucareros. Bea lo lanzó todo al suelo violentamente.

—¡Esos revolucionarios van a matar a todo el mundo!

El mayordomo se arrodilló y se puso a recoger el estropicio.

—No te exaltes —le pidió Maud.

Bea se echó a llorar.

—¡La pobre zarina! ¡Y sus hijos! ¿Qué será de ellos?

—A lo mejor deberías echarte un rato. Vamos, te acompañaré a tu dormitorio. —Cogió a Bea del codo, y la princesa dejó que se la llevara de allí.

—Es el fin de todo —dijo entre sollozos.

—No te preocupes —repuso Maud—. A lo mejor es un nuevo comienzo.

Ethel y Bernie estaban en Aberowen. Era una especie de luna de miel. A Ethel le estaba gustando mostrarle a Bernie los lugares de su infancia: la bocamina, el templo, el colegio. Incluso se lo llevó a visitar Ty Gwyn —Fitz y Bea no estaban en la casa—, aunque no le enseñó la Suite Gardenia.

Dormían en casa de la familia Griffiths, que habían vuelto a ofrecerle a Ethel la habitación de Tommy, con lo que evitaban molestar al abuelo. Estaban en la cocina de la señora Griffiths cuando su marido, Len, socialista ateo y revolucionario, irrumpió agitando un periódico en la mano.

—¡El zar ha abdicado! —exclamó.

Todos lo aclamaron y aplaudieron. Llevaban una semana oyendo hablar de los disturbios de Petrogrado, y Ethel se había preguntado en qué terminarían.

—¿Quién se ha hecho con el poder? —preguntó Bernie.

—Un gobierno provisional encabezado por el príncipe Lvov —contestó Len.

—Entonces no es tan gran triunfo para el socialismo —dijo Bernie.

—No.

—Animaos, hombre. ¡Cada cosa a su tiempo! Vayamos al Two Crowns a celebrarlo. Dejaré a Lloyd un rato con la señora Ponti —dijo Ethel.

Las mujeres se pusieron el sombrero y todos salieron hacia el pub. Al cabo de una hora, el local estaba abarrotado. Ethel se quedó de piedra al ver entrar a su madre y a su padre. La señora Griffiths también los vio.

—¿Qué demonios hacen estos aquí? —preguntó.

Unos minutos después, el padre de Ethel se subió a una silla y pidió silencio.

—Sé que algunos de vosotros os sorprendéis de verme aquí, pero las ocasiones especiales requieren actos especiales. —Les mostró una pinta—. No voy a cambiar las costumbres de toda una vida, pero el dueño ha sido tan amable de darme un vaso de agua del grifo. —Todos rieron—. Estoy aquí para compartir con mis vecinos el triunfo que ha tenido lugar en Rusia. —Alzó su vaso—. Un brindis: ¡por la revolución!

Todos lo vitorearon y bebieron.

—¡Bueno…! —dijo Ethel—. ¡Mi padre en el Two Crowns! Nunca imaginé que llegaría a ver este día.

En la modernísima casa campestre de Josef Vyalov en Buffalo, Lev Peshkov se sirvió una bebida del mueble bar. Ya no bebía vodka. Desde que vivía con su adinerado suegro, había empezado a sentir predilección por el whisky escocés. Le gustaba como lo bebían los americanos, con cubitos de hielo.

A Lev no le entusiasmaba vivir con sus suegros. Habría preferido que Olga y él tuvieran casa propia, pero ella lo había querido así, y su padre lo pagaba todo. Hasta que Lev lograra acumular unos ahorros, se encontraba atado de manos.

Josef leía el periódico y Lena estaba cosiendo. Lev levantó su vaso hacia ellos.

—¡Larga vida a la revolución! —exclamó con euforia.

—Cuidado con lo que dices —comentó Josef—. Será malo para los negocios.

Olga entró.

—Sírveme una copita de jerez, por favor, cariño —dijo.

Lev reprimió un suspiro. A Olga le encantaba pedirle que realizara pequeños servicios, y delante de sus padres él no podía negarse. Le sirvió jerez dulce en una copita y se lo dio, inclinándose como un camarero. Ella lo obsequió con una sonrisa encantadora, sin captar la ironía.

Lev dio un trago de whisky, paladeando su sabor y disfrutando de su ardor.

—Lo lamento por la pobre zarina y sus hijos. ¿Qué harán ahora? —dijo la señora Vyalov.

—No me extrañaría que la turba los matara a todos —contestó Josef.

—Pobrecillos. ¿Qué les ha hecho el zar a esos revolucionarios para merecer esto?

—Yo puedo contestar esa pregunta —dijo Lev. Sabía que debería callar, pero no podía, sobre todo porque el whisky le caldeaba las entrañas—. Cuando tenía once años, la fábrica donde trabajaba mi madre se declaró en huelga.

La señora Vyalov chasqueó la lengua en un gesto de desaprobación. No creía en las huelgas.

—La policía se llevó en una redada a todos los hijos de los huelguistas. Jamás lo olvidaré. Estaba aterrorizado.

—¿Por qué habrían de hacer algo así? —preguntó la señora Vyalov.

—La policía nos azotó a todos —explicó Lev—. En las nalgas, con bastones. Para darles una lección a nuestros padres.

La mujer se quedó blanca. No soportaba la crueldad con los niños ni con los animales.

—Eso fue lo que el zar y su régimen me hizo a mí, madre —dijo Lev. El hielo sonó cuando movió su vaso—. Por eso brindo por la revolución.

—¿Tú qué piensas, Gus? —preguntó el presidente Wilson—. Eres el único de por aquí que ha llegado a estar en Petrogrado. ¿Qué es lo que sucederá?

—Detesto parecer un funcionario del Departamento de Estado, pero la situación podría decantarse en cualquier dirección —respondió Gus.

El presidente rió. Se encontraban en el Despacho Oval; Wilson tras su escritorio, Gus de pie delante de él.

—Venga —dijo el presidente—. Aventura algo. ¿Se retirarán los rusos de la guerra o no? Es la pregunta del año.

—De acuerdo. Todos los ministros del nuevo gobierno pertenecen a partidos políticos que espantan, con «socialista» y «revolucionario» en el nombre, pero la verdad es que son empresarios y profesionales de clase media. Lo que quieren en realidad es una revolución burguesa que les dé libertad para fomentar la industria y el comercio. Pero la gente quiere pan, paz y tierra: pan para los obreros de las fábricas, paz para los soldados y tierra para los campesinos. Nada de eso les dice nada a hombres como Lvov y Kérenski. De modo que, respondiendo a su pregunta, me parece que el gobierno de Lvov intentará promover cambios graduales. En concreto, creo que seguirán adelante con la guerra. Pero los obreros no quedarán satisfechos.

—Y ¿quién ganará al final?

Gus recordó su viaje a San Petersburgo, y al hombre que le había enseñado cómo se fabricaba una rueda de locomotora en una fundición sucia y medio en ruinas de la fábrica Putílov. Después, Gus había visto a ese mismo hombre peleándose con un policía por una chica. No recordaba el nombre de aquel obrero, aunque sí su aspecto: sus anchos hombros, sus fuertes brazos y su dedo cortado, pero, sobre todo, la implacable determinación de su fiera mirada de ojos azules.

—El pueblo ruso —dijo Gus—. Son ellos quienes ganarán al final.