Enero y febrero de 1917
Walter von Ulrich soñaba que iba de camino a encontrarse con Maud en un carro tirado por caballos. El carro iba cuesta abajo y empezó a coger una velocidad peligrosa y a traquetear sobre la superficie irregular de la carretera. Él gritaba: «¡Frene! ¡Frene!», pero el cochero no podía oírlo por encima de la trápala de los cascos de los animales, que, curiosamente, sonaba igual que el rugido del motor de un coche. A pesar de esa anomalía, a Walter lo aterrorizaba que el carro descontrolado pudiera estrellarse y él no llegara a ver a Maud. De nuevo intentó ordenarle al cochero que fuera más despacio, y el esfuerzo de gritar lo despertó.
En realidad iba en un automóvil, un Mercedes 37/95 Double Phaeton con chófer, que viajaba a una velocidad moderada por una carretera de Silesia llena de baches. Su padre estaba sentado a su lado, fumando un puro. Habían salido de Berlín a primera hora de la mañana, ambos envueltos en abrigos de piel —era un coche abierto—, y se dirigían al cuartel general oriental del alto mando.
El sueño era fácil de interpretar. Los aliados habían rechazado con desdén la oferta de paz que Walter tanto se había esforzado por sacar adelante. Ese rechazo había fortalecido la posición del ejército alemán, que deseaba reanudar la guerra submarina sin restricciones y hundir todas las embarcaciones que se encontraran en zona de guerra (militares o civiles, de pasajeros o de carga, combatientes o neutrales) para conseguir la capitulación de Gran Bretaña y Francia haciendo que murieran de hambre. Los políticos, y el canciller en particular, temían que ese camino los llevara a la derrota, puesto que era probable que hiciera entrar a Estados Unidos en el conflicto, pero los defensores de la guerra submarina iban ganando la discusión. El káiser ya había demostrado por qué bando se decantaba al ascender al agresivo Arthur Zimmermann a ministro de Asuntos Exteriores. Y Walter soñaba que se precipitaba cuesta abajo, directo al desastre.
Estaba convencido de que Estados Unidos era el mayor peligro para Alemania. El objetivo de la política alemana debía ser mantener a los norteamericanos fuera de la guerra. Cierto, Alemania estaba muriendo de inanición a causa del bloqueo naval de las fuerzas aliadas, pero los rusos no podrían aguantar mucho más y, en cuanto capitularan, Alemania invadiría las ricas regiones del oeste y el sur del Imperio ruso, con sus extensos campos de cereales y sus insondables pozos petrolíferos; el ejército alemán podría concentrar entonces todo su poder en el frente occidental. Esa era la única esperanza.
Sin embargo, ¿lo vería así también el káiser?
La decisión final se tomaría ese mismo día.
Una mortecina luz invernal despuntaba sobre el paisaje salpicado de nieve. Walter se sentía como un haragán, tan lejos de la batalla.
—Debería haber regresado al frente hace semanas —dijo.
—Es evidente que el ejército te quiere en Alemania —replicó Otto—. En los servicios secretos se te valora como analista.
—Alemania está llena de hombres mayores que yo que podrían hacer ese trabajo al menos igual de bien. ¿Ha movido usted los hilos?
Otto se encogió de hombros.
—Me parece que, si te casaras y tuvieras un hijo, podrías conseguir que te trasladaran a donde quisieras.
—¿Me está usted reteniendo en Berlín para conseguir que me case con Monika von der Helbard? —preguntó Walter con incredulidad.
—Conseguir eso no está en mi mano, pero puede que en el alto mando haya hombres que comprendan la necesidad de preservar las líneas de sangre de la nobleza.
Aquello era falso, y cuando Walter tenía la protesta en la punta de la lengua, el coche abandonó la carretera principal, cruzó una verja ricamente ornamentada y enfiló un largo camino de entrada que estaba flanqueado por árboles pelados y un césped cubierto de nieve. Al final de ese camino se alzaba una construcción enorme, la mayor que Walter había visto jamás en Alemania.
—¿El castillo de Pless? —inquirió.
—En efecto.
—Es gigantesco.
—Trescientas salas.
Bajaron del coche y entraron en un vestíbulo tan grande como una estación de ferrocarril. Las paredes estaban decoradas con cabezas de jabalíes enmarcadas en seda roja, y una enorme escalera de mármol subía hacia las magníficas salas del primer piso. Walter había pasado la mitad de la vida en edificios formidables, pero aquel era excepcional.
Se les acercó un general, y Walter reconoció a Von Henscher, un compañero de su padre.
—Tenéis tiempo de lavaros y adecentaros si os dais prisa —les dijo con afable apremio—. Os esperan en el comedor de mandatarios dentro de cuarenta minutos. —Miró a Walter—. Este debe de ser tu hijo.
—Está en el servicio secreto —dijo Otto.
Walter le dirigió un enérgico saludo.
—Ya lo sé. Yo puse su nombre en la lista. —El general se dirigió a Walter—: Tengo entendido que conoces Estados Unidos.
—Pasé tres años en nuestra embajada de Washington, señor.
—Bien. Yo nunca he estado en América. Como tampoco tu padre, ni la mayoría de los que estamos aquí, de hecho… con la notable excepción de nuestro nuevo ministro de Exteriores.
Veinte años atrás, Arthur Zimmermann había regresado de China a Alemania pasando por Estados Unidos, cruzando en tren desde San Francisco hasta Nueva York, y sobre la base de esa experiencia se lo consideraba todo un experto en Norteamérica. Walter no hizo ningún comentario.
—Herr Zimmermann me ha pedido que os consulte una cosa a ambos —dijo Von Henscher. Walter se sintió halagado aunque perplejo. ¿Por qué querría conocer su opinión el nuevo ministro de Asuntos Exteriores?—. Pero ya habrá tiempo para eso más tarde. —Llamó a un lacayo vestido con una anticuada librea, que los acompañó hasta un dormitorio.
Media hora después estaban en el comedor, convertido en sala de reuniones para la ocasión. Al mirar en derredor, Walter se quedó atónito cuando vio que casi todos los hombres mínimamente relevantes de Alemania estaban presentes, inclusive el canciller, Theobald von Bethmann-Hollweg, con su cortísimo pelo casi blanco ya a la edad de sesenta años.
La mayoría de los altos cargos militares de Alemania estaban sentados a una larga mesa. Para hombres de menor graduación, Walter entre ellos, habían dispuesto unas hileras de duras sillas contra la pared. Un edecán repartió unas cuantas copias de un memorando de doscientas páginas. Walter miró el documento por encima del hombro de su padre. Vio gráficos del tonelaje que entraba y salía de los puertos británicos, tablas de índices de flete y espacio de carga, el valor calorífico de las comidas británicas, e incluso un cálculo de cuánta lana se necesitaba para tejer una falda de señora.
Esperaron dos horas y entonces llegó el káiser Guillermo, vestido con uniforme de general. Todos se pusieron en pie atropelladamente. Su Majestad estaba pálido y parecía malhumorado. Faltaban solo unos días para que cumpliera cincuenta y ocho años. Como siempre, llevaba su atrofiado brazo izquierdo inmóvil a un lado del cuerpo, intentando que no llamara la atención. A Walter le resultó difícil evocar esa emoción de jubilosa lealtad que con tanta facilidad lo embargaba cuando era pequeño. Ya no podía seguir fingiendo que el káiser era el padre de su pueblo. Se había hecho demasiado evidente que Guillermo II era un hombre que no tenía nada de extraordinario y que se había visto superado por los acontecimientos. Incompetente, desconcertado y tristemente desgraciado, era un argumento viviente en contra de la monarquía hereditaria.
El káiser miró alrededor y saludó con la cabeza a uno o dos validos especiales, Otto entre ellos; después se sentó y le dirigió un gesto a Henning von Holtzendorff, el barbicano jefe del Estado Mayor del Almirantazgo.
El almirante empezó a hablar, citando su propio memorando: la cantidad de submarinos que la Armada podía tener desplegados en alta mar en un momento dado, el tonelaje de flete requerido por los aliados para mantenerse con vida y la velocidad a la que podían reemplazar las embarcaciones que les hundieran.
—Calculo que podemos hundir seiscientas mil toneladas de transporte al mes —anunció.
La puesta en escena era impresionante; cada una de sus afirmaciones estaba respaldada por una cifra. Walter, sin embargo, se mostraba escéptico precisamente porque el almirante era demasiado exacto, hablaba con demasiada seguridad: una guerra, sin duda, no podía ser tan predecible.
Von Holtzendorff señaló un documento atado con cinta que había sobre la mesa y que debía de ser la orden imperial para lanzar la guerra submarina sin restricciones.
—Si Su Majestad aprueba hoy mi plan, garantizo que los aliados capitularán dentro de cinco meses exactamente. —Se sentó.
El káiser miró al canciller. «Ahora —pensó Walter— oiremos una valoración más realista.» Bethmann llevaba siete años en el cargo de canciller y, al contrario que el monarca, comprendía la complejidad de las relaciones internacionales.
Bethmann habló con pesimismo sobre la entrada estadounidense en la guerra y sobre los incontables recursos de que disponía Estados Unidos, tanto en efectivos como en provisiones y capital. A su favor citó las opiniones de todo alto cargo alemán con cierto conocimiento sobre Estados Unidos. Sin embargo, para decepción de Walter, parecía que estuviera cumpliendo con una mera formalidad. Debía de creer que el káiser ya había decidido. ¿Se había convocado aquella reunión únicamente para ratificar una decisión que estaba tomada de antemano? ¿Habían condenado ya a Alemania?
El káiser tenía muy poca capacidad de atención para cualquiera que no le agradara y, mientras su canciller peroraba, él no se estaba quieto, gruñía con impaciencia y ponía muecas de reprobación. Bethmann empezó a titubear.
—Si las autoridades militares consideran imprescindible la guerra de submarinos, no estoy en situación de contradecirlas. Por otra parte…
No llegó a decir lo que sucedía por otra parte. Von Holtzendorff se puso en pie bruscamente y lo interrumpió.
—¡Les doy mi palabra de oficial de la Armada de que ningún estadounidense pondrá un pie en este continente! —exclamó.
Walter pensó que eso era absurdo. ¿Qué tenía que ver su palabra de oficial de la Armada con nada de todo aquello? Sin embargo, esa promesa caló mucho mejor que todas sus estadísticas. Al káiser se le iluminó la cara, y muchos de los demás hombres asintieron con aprobación.
Bethmann pareció rendirse. Su cuerpo se desplomó en la silla, la tensión abandonó su rostro y habló con voz derrotada:
—Si estamos llamados al éxito, debemos ir tras él —dijo.
El káiser hizo un gesto y Von Holtzendorff empujó el documento atado con cinta sobre la mesa.
«¡No —pensó Walter—, no podemos tomar una decisión tan fatídica sobre una base tan inadecuada!»
El káiser cogió una pluma y firmó: «Wilhelm I. R.».
Dejó la pluma y se puso en pie.
Toda la sala hizo lo mismo enseguida.
«Esto no puede ser el final», pensó Walter.
El káiser abandonó la estancia. La tensión desapareció y estalló un rumor de conversaciones. Bethmann permanecía sentado sin apartar la mirada de la mesa. Parecía un condenado a muerte. Estaba mascullando algo, y Walter se acercó para oírlo. Era una frase en latín: Finis Germaniae, el final de los alemanes.
El general Von Henscher le dijo a Otto:
—Si eres tan amable de acompañarme, comeremos en privado. Tú también, joven. —Los llevó a una sala auxiliar en la que habían servido un bufet frío.
El castillo de Pless se utilizaba como residencia del káiser, de modo que la comida era muy buena. Walter estaba furioso y deprimido, pero, como todo el mundo en Alemania, también tenía hambre, así que llenó su plato hasta arriba de fiambre de pollo, ensalada de patata y pan blanco.
—El ministro de Exteriores Zimmermann ya había anticipado la decisión de hoy —dijo Von Henscher—. Quiere saber qué podemos hacer para disuadir a los americanos.
«Pocas probabilidades hay —pensó Walter—. Si hundimos sus embarcaciones y hacemos que ciudadanos estadounidenses mueran ahogados, a duras penas podremos amortiguar el golpe.»
El general prosiguió:
—¿Podríamos, por ejemplo, fomentar un movimiento de protesta entre el millón trescientos mil estadounidenses que nacieron aquí, en Alemania?
Walter rezongó para sí.
—De ninguna manera —contestó—. Eso es un cuento de hadas estúpido.
—Ten cuidado. A ver cómo les hablas a tus superiores —espetó su padre.
Von Henscher hizo un gesto para apaciguarlo.
—Deja que el chico nos dé su parecer, Otto. Estaría bien contar con su sincera opinión. ¿Qué me dices, comandante?
—No aman a la patria. ¿Por qué cree que se marcharon? Puede que coman Wurst y beban cerveza, pero son americanos y lucharán por Estados Unidos —contestó Walter.
—¿Y los de origen irlandés?
—Lo mismo. Odian a los británicos, desde luego, pero cuando nuestros submarinos maten estadounidenses, nos odiarán a nosotros más aún.
—¿Cómo va a declararnos la guerra el presidente Wilson? ¡Si acaba de conseguir la reelección por ser el hombre que ha mantenido a Estados Unidos fuera de la contienda! —terció Otto, indignado.
Walter se encogió de hombros.
—En cierta forma, eso lo hace más fácil. La gente creerá que no ha tenido alternativa.
—¿Qué podría impedírselo? —preguntó Von Henscher.
—Protección para las embarcaciones de países neutrales…
—Descartado —interrumpió su padre—. Sin restricciones significa sin restricciones. Eso es lo que pedía la Armada, y eso es lo que les ha concedido Su Majestad.
—Si no es probable que Wilson se vea incomodado por discrepancias en el seno de su país, ¿hay alguna posibilidad de distraerlo mediante conflictos internacionales en su propia área de influencia? —dijo Von Henscher, y se volvió hacia Otto—. ¿México, por ejemplo?
Otto sonrió. Parecía satisfecho.
—Estás pensando en el Ypiranga. Debo admitir que fue un pequeño triunfo de la diplomacia agresiva.
Walter nunca había compartido la euforia de su padre respecto al incidente del cargamento de armas que Alemania había enviado a México. Otto y su camarilla habían conseguido que el presidente Wilson pareciera un necio, y puede que no tardaran en lamentarlo.
—¿Y bien? —insistió Von Henscher.
—La mayor parte del ejército de Estados Unidos está o bien en México o desplegado en la frontera —dijo Walter—. Su pretexto es que persiguen a un bandido llamado Pancho Villa, cuyas incursiones abarcan suelo de ambos países. El presidente Carranza está que no puede más de indignación ante tales infracciones fronterizas de su territorio soberano, pero no puede hacer demasiado por evitarlo.
—Si contara con nuestra ayuda, ¿cambiaría eso en algo?
Walter lo pensó. Ese estilo de diplomacia alborotadora le parecía arriesgado, pero su deber era responder a las preguntas con toda la exactitud posible.
—Los mexicanos sienten que les han robado Texas, Nuevo México y Arizona. Sueñan con recuperar esos territorios, un sueño muy parecido a la quimera francesa de recuperar Alsacia y Lorena. Puede que el presidente Carranza sea tan estúpido como para pensar que podría conseguirlo.
—¡En cualquier caso, al intentarlo seguro que consigue que Estados Unidos deje de prestar atención a Europa! —dijo Otto con entusiasmo.
—Durante un tiempo —convino Walter, muy a su pesar—. Pero, a largo plazo, nuestra interferencia podría dar más peso a los norteamericanos que quieren entrar en la guerra del lado de los aliados.
—Lo que nos interesa es el corto plazo. Ya has oído a Von Holtzendorff: nuestros submarinos conseguirán que los aliados hinquen la rodilla dentro de cinco meses. Lo único que hay que lograr es mantener a los estadounidenses ocupados durante todo ese tiempo.
—¿Y Japón? ¿Hay alguna posibilidad de convencer a los japoneses para que ataquen el canal de Panamá, o incluso California? —preguntó Von Henscher.
—Siendo realistas, no —respondió Walter con firmeza.
La discusión se estaba aventurando cada vez más en el terreno de la fantasía.
Pero Von Henscher insistía.
—Aun así, la mera amenaza podría conseguir que los norteamericanos destacaran más tropas en la costa Oeste.
—Supongo que sí.
Otto se dio unos toquecitos con la servilleta en los labios.
—Esto es de lo más interesante, pero debo ir a ver si Su Majestad me necesita.
Todos se pusieron en pie.
—Si me permite decirlo, general… —repuso Walter.
Su padre suspiró, pero Von Henscher lo animó:
—Por favor.
—Creo que todo esto es muy peligroso, señor. Solo con que corra el rumor de que los altos cargos alemanes han estado hablando de fomentar un conflicto con México y alentar una agresión japonesa en California, la opinión pública americana se sentiría tan indignada que la declaración de guerra llegaría muchísimo antes, cuando no inmediatamente. Discúlpeme si estoy diciendo obviedades, pero esta conversación debería mantenerse en el más absoluto secreto.
—Completamente de acuerdo —dijo Von Henscher, y le sonrió a Otto—. Tu padre y yo somos de una generación mayor, desde luego, y no nacimos ayer. Puedes confiar en nuestra discreción.
Fitz se alegraba de que la propuesta de paz alemana hubiese sido despreciada y estaba orgulloso del papel que había desempeñado él en la decisión. Sin embargo, cuando todo hubo terminado, lo asaltaron las dudas.
Meditaba sobre ello la mañana del 17 de enero, mientras caminaba —o, mejor dicho, cojeaba— por Piccadilly hacia su despacho del Almirantazgo. Las conversaciones de paz habrían resultado ser una artimaña encubierta de los alemanes para consolidar sus conquistas y legitimar así su control sobre Bélgica, el nordeste de Francia y parte de Rusia. La participación británica en esas conversaciones habría equivalido a admitir una derrota. Con todo, Gran Bretaña tampoco había ganado todavía.
Las palabras de Lloyd George sobre una victoria fulminante habían calado bien en los periódicos, pero cualquier persona sensata sabía que no eran más que fantasías. La guerra continuaría; quizá durante un año, quizá incluso más. Y, si los estadounidenses seguían manteniéndose neutrales, puede que al final sí hubiera que recurrir a unas conversaciones de paz. ¿Y si nadie era capaz de ganar la guerra? Otro millón de hombres moriría en vano. La idea que obsesionaba a Fitz era que Ethel, después de todo, tuviera razón.
¿Y si Gran Bretaña perdía? Se produciría una crisis económica, tendrían desempleo e indigencia. Los hombres de la clase trabajadora harían suyo el grito del padre de Ethel y dirían que nunca les habían permitido votar para declarar esa guerra. La furia de la población contra sus dirigentes no conocería límites. Las protestas y las marchas se convertirían en disturbios. Solo algo más de un siglo antes, los parisinos habían ejecutado a su rey y a gran parte de la nobleza. ¿Harían lo mismo los londinenses? Fitz se imaginó a sí mismo atado de pies y manos mientras lo transportaban en un carro hacia el patíbulo y la muchedumbre le escupía y lo abucheaba. Peor aún, vio cómo les sucedía eso a Maud, a tía Herm y a Bea, y también a Boy. Desterró esa pesadilla de su mente.
Menuda fiera estaba hecha Ethel, pensó con una mezcla de admiración y pesar. Había querido que se lo tragara la tierra de vergüenza cuando habían expulsado a su invitada de la galería durante el discurso de Lloyd George, pero al mismo tiempo se había sentido todavía más atraído por ella.
Desgraciadamente, Ethel había arremetido contra él, que la siguió fuera y la alcanzó en el vestíbulo central. Allí lo reprendió, echándole la culpa a él y a los suyos de prolongar la guerra. Por la forma en que habló, casi parecía que todos y cada uno de los soldados que habían perdido la vida en Francia habían muerto a manos del propio Fitz.
Ese día fue el final de su plan de Chelsea. Le había enviado a Ethel un par de mensajes, pero ella no había contestado y la decepción había hecho mella en el conde. Cuando pensaba en las deliciosas tardes que podrían haber pasado en su nido de amor, sentía la pérdida como un dolor físico en el pecho.
Sin embargo, tenía cierto consuelo. Bea se había tomado muy en serio su reprimenda y de pronto lo recibía en su dormitorio, vestida con ropa de dormir bonita, ofreciéndole su cuerpo perfumado como lo había hecho cuando estaban recién casados. Al fin y al cabo, era una aristócrata que había recibido una buena educación y sabía muy bien para qué servía una esposa.
Pensando aún en la dócil princesa y en la activista irresistible, entró en el edificio del Viejo Almirantazgo, donde se encontró con un telegrama alemán descifrado a medias sobre su escritorio.
El encabezamiento decía:
Berlin zu Washington. W.158. 16 de enero de 1917.
Fitz miró automáticamente al pie del mensaje para ver quién lo enviaba. El nombre que aparecía al final era:
Zimmermann.
Se le despertó el interés. Se trataba de un mensaje del ministro de Exteriores alemán a su embajador en Estados Unidos. Fitz fue escribiendo la traducción a lápiz, incluyendo garabatos y signos de interrogación en las partes en que el código no había sido descifrado.
Alto secreto, para información personal de Su Excelencia y para que sea entregado al embajador del Imperio en (¿México?) con xxxx por ruta segura.
Los signos de interrogación indicaban signos en clave cuyo significado no estaba del todo claro. Los especialistas en descodificación ofrecían una posible interpretación. Si estaban en lo cierto, ese mensaje era para el embajador alemán de México. Simplemente lo estaban enviando a través de la embajada de Washington.
«México —pensó Fitz—. Qué extraño.»
La siguiente frase había sido descifrada por completo.
Nos proponemos empezar una guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero.
—¡Dios mío! —exclamó Fitz en voz alta.
Era algo que se esperaba con temor, pero ahí tenía la confirmación… ¡y con fecha! La noticia sería todo un éxito para la Sala 40.
Al hacerlo sin embargo intentaremos conseguir neutralidad por parte de Estados Unidos xxxx. En caso de no lograrlo proponemos a (¿México?) una alianza sobre la siguiente base: librar la guerra, alcanzar la paz.
—¿Una alianza con México? —se preguntó Fitz—. Esto es algo verdaderamente serio. ¡Los americanos van a ponerse hechos una furia!
Su Excelencia debería por la presente informar al presidente en secreto de que la guerra con los Estados Unidos de América xxxx y al mismo tiempo negociar entre nosotros y Japón xxxx nuestros submarinos obligarán a Inglaterra a aceptar la paz dentro de unos meses. Acuse de recibo.
Fitz levantó la mirada y se encontró con los ojos del joven Carver, que (tal como vio entonces) estaba pletórico.
—Debe de estar leyendo el mensaje interceptado de Zimmermann —dijo el teniente segundo.
—Lo poco que hay —contestó Fitz con calma. Estaba tan eufórico como Carver, pero se le daba mejor disimularlo—. ¿Por qué está tan deshilvanada la descodificación?
—Se trata de un nuevo código que aún no hemos descifrado por completo. De todas formas, el mensaje es material candente, ¿verdad?
Fitz volvió a leer su traducción. Carver no exageraba. Aquello se parecía mucho a una intentona de que México se aliara con Alemania en contra de Estados Unidos. Era sensacional.
Puede que incluso hiciera enfadar lo bastante al presidente estadounidense como para que declarara la guerra a Alemania.
A Fitz se le aceleró el pulso.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Y voy a llevárselo directamente a Guiños Hall. —El capitán William Reginald Hall, director de los servicios secretos de la Royal Navy, tenía un tic facial crónico, de ahí el apodo; pero su cerebro funcionaba perfectamente—. Me hará preguntas, y necesito tener algunas respuestas preparadas. ¿Qué posibilidades hay de conseguir una descodificación completa?
—Nos llevará varias semanas dominar el nuevo código.
Fitz soltó un bufido de exasperación. La reconstrucción de códigos nuevos desde cero era una tarea meticulosa que no podía acometerse con prisas.
—Pero me he fijado en que el mensaje tiene que seguir viaje de Washington a México —prosiguió Carter—. En esa ruta todavía utilizan un viejo código diplomático que desciframos hace más de un año. A lo mejor podríamos conseguir una copia del telegrama que envíen desde allí.
—¡A lo mejor sí! —dijo Fitz con impaciencia—. Tenemos un agente en la oficina de telégrafos de Ciudad de México. —Se adelantó ya con el pensamiento—. Cuando le revelemos esto al mundo…
—No podemos hacerlo —repuso Carver, angustiado.
—¿Por qué no?
—Los alemanes sabrían que estamos leyendo sus comunicaciones.
Fitz comprendió que tenía razón. Era el eterno problema de la información secreta: cómo utilizarla sin comprometer las fuentes.
—Pero esto es tan importante que quizá deberíamos estar dispuestos a arriesgarnos —replicó.
—Lo dudo. Este departamento ha suministrado demasiada información fiable. No lo pondrán en peligro.
—¡Maldita sea! ¡Pero es que no podemos haber dado con algo como esto y luego vernos impotentes a la hora de usarlo!
Carver se encogió de hombros.
—Así es este trabajo.
Fitz no estaba dispuesto a aceptarlo. La entrada de Estados Unidos en la guerra podía significar la victoria. Estaba claro que eso merecía cualquier sacrificio. Sin embargo, sabía lo suficiente sobre el ejército para darse cuenta de que había hombres más dispuestos a mostrar valor e ingenio para proteger su departamento que para defender una plaza fuerte. Debía tomar muy en serio la objeción de Carver.
—Necesitamos una tapadera —dijo.
—Digamos que el telegrama lo han interceptado los estadounidenses —propuso Carver.
Fitz asintió con la cabeza.
—Deben enviarlo de Washington a México, así que podríamos decir que el gobierno de Estados Unidos lo ha conseguido de Western Union.
—Puede que a Western Union no le guste…
—Al cuerno con ellos. Bueno: ¿cómo debemos utilizar exactamente esta información para obtener el máximo efecto? ¿Realiza el anuncio nuestro gobierno? ¿Se lo damos a los estadounidenses? ¿Buscamos a algún tercero que desafíe a los alemanes?
Carver levantó las manos en un gesto de rendición.
—Yo ya no doy más de mí.
—Pero yo sí —dijo Fitz, inspirado de pronto—. Y conozco precisamente a la persona que nos ayudará.
Fitz se encontró con Gus Dewar en un pub del sur de Londres llamado The Ring.
Le sorprendió saber que Dewar era un amante del boxeo. De adolescente había entrenado con regularidad en un cuadrilátero de los muelles de Buffalo y, en sus viajes por toda Europa, allá por 1914, había asistido a combates de boxeo en todas las capitales. Fitz, con malicia, pensó que llevaba su afición muy discretamente: el boxeo no era un tema de conversación demasiado popular en las residencias de Mayfair a la hora del té.
No obstante, en The Ring estaban representadas todas las clases sociales. Caballeros vestidos de etiqueta se mezclaban con estibadores de abrigos desgarrados. Corredores ilegales aceptaban apuestas en todos los rincones mientras los camareros trajinaban bandejas llenas de pintas. El ambiente estaba cargado por el humo de los puros, las pipas y los cigarrillos. No había asientos y tampoco mujeres.
Encontró a Gus enfrascado en una conversación con un londinense de nariz rota. Discutían sobre el boxeador estadounidense Jack Johnson, el primer campeón del mundo de los pesos pesados negro, cuyo matrimonio con una blanca había provocado que los pastores cristianos exhortaran a su linchamiento. El londinense había instigado a Gus mostrándose de acuerdo con el clero.
Fitz abrigaba la secreta esperanza de que el norteamericano acabara enamorándose de Maud. Harían buena pareja. Los dos eran intelectuales, los dos eran liberales, los dos se lo tomaban todo tremendamente en serio y siempre estaban leyendo libros. Los Dewar provenían de lo que los americanos llamaban «dinero de familia», lo más parecido que tenían a una aristocracia.
Además, tanto Gus como Maud estaban a favor de la paz. Fitz no lograba hacerse una idea de por qué Maud siempre había demostrado tan extraño apasionamiento por el fin de la contienda. Gus, por su parte, reverenciaba a su jefe, Woodrow Wilson, que en un discurso pronunciado hacía un mes había hecho un llamamiento por la «paz sin victoria», una frase que había enfurecido a Fitz y a la mayoría de los altos cargos británicos y franceses.
Sin embargo, la compatibilidad que veía el conde entre Gus y Maud no había llegado a ninguna parte. Fitz amaba a su hermana, pero se preguntaba qué era lo que le sucedía. ¿Acaso quería acabar siendo una solterona?
Cuando logró separar a Gus del hombre de la nariz rota, el conde sacó a colación el tema de México.
—La situación es desastrosa —dijo Gus—. Wilson ha retirado al general Pershing y sus tropas con la intención de satisfacer al presidente Carranza, pero no ha funcionado: Carranza no quiere ni oír hablar de patrullas fronterizas. ¿Por qué lo preguntas?
—Te lo contaré más tarde —respondió Fitz—. Ya empieza el siguiente combate.
Mientras veían a un púgil llamado Benny el Judío machacarle los sesos a Albert Collins el Calvo, Fitz decidió no tocar el tema de la propuesta de paz alemana. Sabía que el estadounidense estaba muy afligido por el fracaso de la iniciativa de Wilson. Gus no dejaba de preguntarse si no podría haber conducido mejor la situación, o haber hecho algo más para respaldar el plan de su presidente. Fitz creía que ese plan había estado condenado al fracaso desde un principio porque, en realidad, ninguno de los dos bandos deseaba la paz.
En el tercer asalto, Albert el Calvo cayó y ya no volvió a levantarse.
—Me has llamado justo a tiempo —dijo Gus—. Estoy a punto de regresar a casa.
—Debes de tener muchas ganas.
—Eso si logro llegar. A lo mejor me hunde algún submarino por el camino.
Los alemanes habían reanudado la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero, exactamente como había predicho el mensaje interceptado de Zimmermann. Esa decisión había encolerizado a los estadounidenses, pero no tanto como había esperado Fitz.
—La reacción del presidente Wilson al anuncio de la guerra submarina fue sorprendentemente comedida —dijo.
—Ha roto las relaciones diplomáticas con Alemania. Eso no es comedimiento —replicó Gus.
—Pero no ha declarado la guerra.
Fitz había quedado desolado. Él se había opuesto con todas sus fuerzas a las conversaciones de paz, pero Maud, Ethel y sus amigos pacifistas tenían razón al decir que no había esperanza de lograr una victoria en el futuro inmediato… sin un poco de ayuda extra de alguien más. Fitz había estado convencido de que la guerra submarina sin restricciones haría entrar a los americanos en juego, pero de momento no había sido así.
—Con franqueza, creo que al presidente Wilson lo ha enfurecido la decisión de los submarinos y que ahora sí estaría dispuesto a declarar la guerra. Ya ha intentado todo lo demás, por el amor de Dios. Sin embargo, consiguió ser reelegido por ser el hombre que nos ha mantenido fuera del conflicto. La única forma de poder darle la vuelta a eso sería que se viera arrastrado a la guerra por una marea de entusiasmo público —comentó Gus.
—En ese caso —dijo Fitz—, creo que tengo algo que podría ayudarlo.
Gus enarcó una ceja.
—Desde que me hirieron, he estado trabajando en una unidad que descodifica mensajes radiotelegráficos alemanes. —Fitz sacó de su bolsillo una hoja de papel cubierta por su propia caligrafía—. Tu gobierno recibirá esto oficialmente en los próximos días. Te lo estoy enseñando ahora porque necesitamos consejo sobre cómo llevar el asunto. —Le dio el papel.
El espía británico de Ciudad de México se había hecho con el mensaje retransmitido en código antiguo, y la hoja que Fitz le entregó a Gus contenía el descifrado completo del mensaje interceptado de Zimmermann. En su totalidad, decía:
De Washington a México, 19 de enero de 1917.
Hemos previsto comenzar la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero. A pesar de ello, intentaremos por todos los medios conseguir que Estados Unidos siga manteniéndose neutral. En caso de no conseguirlo, ofrecemos a México una propuesta de alianza en los siguientes términos:
Juntos en la guerra.
Juntos en la paz.
Por nuestra parte, una generosa ayuda económica y nuestro compromiso con México para que reconquiste los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona. Los detalles del acuerdo son cosa suya.
Informe al presidente Carranza de todo lo anterior con el máximo secreto en cuanto el estallido de la guerra con Estados Unidos sea seguro, y sugiérale también que él, por iniciativa propia, debería invitar a Japón a adherirse inmediatamente al acuerdo y, al mismo tiempo, mediar entre los japoneses y nosotros.
Por favor, llame la atención del presidente sobre el hecho de que el uso implacable de nuestros submarinos ofrece ahora la perspectiva de obligar a Inglaterra a aceptar la paz dentro de unos meses.
Gus leyó unas cuantas líneas bajo la tenue luz del cuadrilátero, acercándose mucho el papel a los ojos.
—¿Una alianza? ¡Dios mío! —exclamó.
Fitz miró en derredor. Había empezado un nuevo combate y el estruendo del público era demasiado fuerte para que los hombres que tenían cerca pudieran oír nada de lo que decían.
Gus siguió leyendo.
—¿Reconquistar Texas? —preguntó con incredulidad. Y luego, enfadado, añadió—: ¿Cómo que invitar a Japón? —Alzó la mirada del papel—. ¡Esto es un escándalo!
Esa era precisamente la reacción que había esperado Fitz, así que tuvo que contener su euforia.
—Un escándalo, tú lo has dicho —repuso con forzada solemnidad.
—¡Los alemanes están ofreciéndose a pagar a México para que invada Estados Unidos!
—Sí.
—¡Y le están pidiendo a México que intente implicar también a Japón!
—Sí.
—¡Espera a que esto se sepa!
—De eso quería hablar contigo. Nos gustaría asegurarnos de que salga a la luz de una forma que le sea favorable a tu presidente.
—¿Por qué no se lo revela al mundo el gobierno británico y ya está?
Fitz se dio cuenta de que Gus no lo estaba meditando lo suficiente.
—Por dos razones —dijo—. En primer lugar, no queremos que los alemanes sepan que leemos sus comunicaciones. En segundo, nos podrían acusar de haber falsificado esta interceptación.
Gus asintió con la cabeza.
—Discúlpame. Estoy demasiado furioso para pensar. Analicémoslo fríamente.
—Si es posible, nos gustaría que dijerais que el gobierno de Estados Unidos ha conseguido una copia del telegrama de manos de Western Union.
—Wilson no querrá valerse de una mentira.
—Pues consigue una copia de Western Union, y ya no será mentira.
Gus asintió.
—Eso debería ser factible. En cuanto al segundo problema, ¿quién podría hacer público el telegrama sin despertar sospechas de falsificación?
—El presidente en persona, supongo.
—Es una posibilidad.
—Pero ¿tienes una idea mejor?
—Sí —dijo Gus en un tono reflexivo—. Creo que sí.
Ethel y Bernie se casaron en Calvary Gospel Hall. Ninguno de los dos tenía una opinión demasiado firme sobre la religión, y a ambos les gustaba el pastor de allí.
Ethel no había vuelto a ponerse en contacto con Fitz desde el día del discurso de Lloyd George. La oposición pública de Fitz a la paz le había hecho recordar duramente la verdadera naturaleza del conde. Defendía todo lo que ella odiaba: la tradición, el conservadurismo, la explotación de la clase trabajadora, el rendimiento del capital. No podía ser la amante de un hombre así, y se avergonzaba de haberse sentido tentada siquiera por esa casita en Chelsea. Se había dado cuenta de que su verdadera alma gemela era Bernie.
Ethel se había puesto el vestido rosa de seda y el sombrero de flores que Walter von Ulrich le había comprado para la boda de Maud Fitzherbert. Como damas de honor tuvo a dos jóvenes amigas, Mildred y Maud. Los padres de Ethel llegaron en tren desde Aberowen. Por desgracia, Billy estaba en Francia y no consiguió que le dieran permiso. El pequeño Lloyd llevaba un traje de paje que Mildred le había cosido especialmente para la ocasión, color azul cielo, con botones de latón y un gorrito.
Bernie sorprendió a Ethel presentándole a una familia de la que nadie sabía nada. Su anciana madre no hablaba más que yídish y se pasó todo el oficio mascullando para sí. Vivía con el próspero hermano mayor de Bernie, Theo, quien —como descubrió Mildred, coqueteando con él— poseía una fábrica de bicicletas en Birmingham.
Después sirvieron té y pastel en el vestíbulo. No hubo bebidas alcohólicas, lo cual satisfizo a los padres de Ethel, y los fumadores tuvieron que salir fuera. Su madre le dio un beso a la recién casada.
—De todas formas, me alegro de verte sentando cabeza por fin —le dijo.
Ethel pensó que ese «de todas formas» contenía una fuerte carga. Significaba: «Enhorabuena, aunque seas una mujer perdida y tengas un hijo ilegítimo a cuyo padre nadie conoce, y aunque te estés casando con un judío, además de vivir en Londres, que viene a ser lo mismo que Sodoma y Gomorra». Pero Ethel aceptó la bendición con reservas de su madre y prometió no decirle nunca esas cosas a su hijo.
Sus padres habían comprado billetes baratos de ida y vuelta en el mismo día, así que se marcharon para no perder el tren. Cuando la mayoría de los invitados se fueron, los que quedaron se dirigieron al Dog and Duck a tomar unas pintas.
Ethel y Bernie volvieron a casa cuando llegó la hora de acostar a Lloyd. Esa mañana, Bernie había metido su escasa ropa y sus numerosos libros en una carretilla y los había transportado desde su habitación alquilada a casa de Ethel.
Para poder disfrutar de una noche a solas, acostaron a Lloyd en el piso de arriba con las hijas de Mildred, algo que el pequeño consideró como un regalo especial. Después, Ethel y Bernie se tomaron un chocolate en la cocina antes de irse a la cama.
Ethel tenía un camisón nuevo. Bernie se puso un pijama limpio. Cuando se metió en la cama junto a ella, los nervios le hicieron empezar a sudar. Ethel le acarició la mejilla.
—Aunque ya conozco la vida, no tengo mucha experiencia —dijo—. Solo mi primer marido, y no fueron más que unas semanas antes de que se fuera. —No le había contado a Bernie lo de Fitz, y nunca lo haría. Solo Billy y el abogado Albert Solman sabían la verdad.
—Ya sabes más que yo —dijo Bernie, pero ella sintió que su marido empezaba a relajarse—. Solo unos cuantos desatinos.
—¿Cómo se llamaban?
—Ay, no quieras saberlo.
Ethel sonrió.
—Claro que quiero. ¿Cuántas mujeres? ¿Seis? ¿Diez? ¿Veinte?
—Madre mía, no. Tres. La primera fue Rachel Wright, en el colegio. Después me dijo que tendríamos que casarnos, y yo la creí. Estaba preocupadísimo.
Ethel soltó una risita.
—¿Qué pasó?
—A la semana siguiente lo hizo con Micky Armstrong, y quedé libre.
—¿Disfrutaste al estar con ella?
—Supongo que sí. Solo tenía dieciséis años, sobre todo quería poder decir que ya lo había hecho.
Ella le dio un beso con ternura y luego preguntó:
—¿Quién fue la siguiente?
—Carol McAllister. Era una vecina. Le pagué un chelín. Fue un tanto breve… Creo que ella sabía lo que tenía que hacer y decir para acabar cuanto antes. Lo que más le gustó fue cuando le di el dinero.
Ethel arrugó la frente en un gesto de reproche; después recordó la casa de Chelsea y comprendió que ella se había planteado hacer lo mismo que Carol McAllister. Sintiéndose algo incómoda, inquirió:
—¿Quién fue la otra?
—Una mujer mayor. Era mi casera. Se metió en mi cama una noche que su marido no estaba en casa.
—¿Y con ella te gustó?
—Mucho. Fue una época muy feliz para mí.
—¿Qué salió mal?
—Su marido empezó a sospechar y tuve que marcharme.
—¿Y después?
—Después te conocí a ti y perdí el interés por las demás mujeres.
Empezaron a besarse. Él enseguida le subió la falda del camisón y se colocó encima de ella. Fue cariñoso, le preocupaba hacerle daño, pero la penetró con facilidad. Ella sintió un arrebato de afecto por él, por su bondad, su inteligencia y la devoción que tenía por ella y por su hijo. Lo rodeó con sus brazos y estrechó el cuerpo de él contra su pecho. Bernie no tardó en llegar al clímax. Después, satisfechos, los dos se quedaron tumbados boca arriba y se durmieron.
Gus Dewar se fijó en que las faldas de las mujeres habían cambiado. Ya dejaban ver los tobillos. Hacía diez años, conseguir atisbar un tobillo era excitante; ahora era ramplón. A lo mejor las mujeres cubrían su desnudez para resultar más seductoras, no menos.
Rosa Hellman lucía un abrigo granate bastante moderno que caía en tablas desde el canesú de la espalda. Llevaba ribetes de pieles negras, lo cual debía de agradecerse bastante en el febrero de Washington, supuso él. Su sombrero gris era pequeño y redondo, y tenía una cinta roja y una pluma. No parecía muy práctico, pero ¿desde cuándo se diseñaban los sombreros de las estadounidenses siguiendo criterios de practicidad?
—Es todo un honor para mí que me hayas invitado —dijo Rosa. Gus no estaba muy seguro de que no se estuviera burlando de él—. Acabas de regresar de Europa, ¿verdad?
Habían ido a almorzar al comedor del hotel Willard, dos manzanas al este de la Casa Blanca. Gus la había invitado por un motivo muy concreto.
—Tengo una historia para ti —le dijo en cuanto hubieron pedido.
—¡Ay, qué bien! Déjame adivinar. ¿El presidente va a divorciarse de Edith y se casará con Mary Peck?
Gus arrugó la frente. Wilson había tenido un devaneo con Mary Peck estando casado con su primera mujer. No creía que hubieran llegado a cometer adulterio, pero Wilson había sido lo bastante necio para escribir unas cartas que mostraban más afecto del que resultaba apropiado. Los chismosos de Washington lo sabían todo al respecto, pero no se había publicado nada.
—Estoy hablando de algo grave —repuso Gus con severidad.
—Lo siento —dijo Rosa, y su rostro adoptó una expresión tan solemne que Gus sintió ganas de reír.
—La única condición será que no puedes decir que la información te ha llegado desde la Casa Blanca.
—Trato hecho.
—Voy a enseñarte un telegrama del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su embajador de México.
La mujer se quedó atónita.
—¿De dónde lo has sacado?
—De Western Union —mintió él.
—¿Y no está codificado?
—Los códigos pueden descifrarse. —Le pasó una copia mecanografiada de la traducción inglesa completa.
—¿Esto es extraoficial? —preguntó ella.
—No. Lo único que quiero que te guardes para ti es de dónde lo has sacado.
—De acuerdo. —Empezó a leer. Al cabo de un momento se le abrió la boca de asombro. Lo miró a él—. Gus —dijo—, ¿esto es de verdad?
—¿Cuándo me has visto a mí gastar bromas pesadas?
—La última vez fue… nunca. —Siguió leyendo—. ¿Los alemanes van a pagar a México para que invada Texas?
—Eso es lo que dice herr Zimmermann.
—Esto no es una historia, Gus… ¡Es la primicia del siglo!
Gus se permitió una pequeña sonrisa, intentando que no se notara mucho el triunfalismo que lo embargaba.
—Es lo que pensaba que dirías.
—¿Actúas de forma independiente o en nombre del presidente?
—Rosa, ¿imaginas acaso que haría algo así sin aprobación desde lo más alto?
—Supongo que no. Caray. O sea que esto me llega desde el presidente Wilson.
—Oficialmente, no.
—Pero ¿cómo sé yo que es verdad? No creo que pueda escribir un artículo basándome solo en un pedazo de papel y en tu palabra.
Gus ya había previsto esa pega.
—El secretario de Estado, Lansing, le confirmará personalmente a tu jefe la autenticidad del telegrama, siempre que la conversación sea confidencial.
—Me vale. —Volvió a mirar el papel—. Esto lo cambia todo. ¿Te imaginas lo que dirá el pueblo americano cuando lo lean?
—Creo que estarán más predispuestos a entrar en la contienda y luchar contra Alemania.
—¿Predispuestos? —dijo ella—. ¡Sacarán espuma por la boca! Wilson se verá obligado a declarar la guerra.
Gus no dijo nada.
Un momento después, Rosa interpretó su silencio.
—Ah, comprendo. Por eso estás filtrando el telegrama. El presidente ya desea declarar la guerra.
Tenía muchísima razón. Gus sonrió, disfrutando de ese baile de intelectos con una mujer brillante.
—Yo no lo he dicho.
—Pero este telegrama enfurecerá tanto al pueblo americano que exigirán la guerra, y Wilson podrá decir que no ha renegado de sus promesas electorales… sino que la opinión pública lo ha obligado a cambiar su política.
Gus se dio cuenta de que, en realidad, Rosa era incluso demasiado inteligente para lo que él pretendía.
—No será eso lo que escribas en el artículo, ¿verdad? —preguntó con inquietud.
Ella sonrió.
—Oh, no. Es solo que tengo la costumbre de ponerlo siempre todo en duda. Antes era anarquista, ¿sabes?
—¿Y ahora?
—Ahora soy reportera. Y solo hay una forma de escribir este artículo.
Gus se sintió aliviado.
El camarero trajo la comida: salmón poché para ella, filete con puré de patatas para él. Rosa se levantó.
—Tengo que volver a la redacción.
Gus se sobresaltó.
—¿Y la comida?
—¿Me lo dices en serio? —preguntó ella—. No puedo comer. ¿No entiendes lo que has hecho?
Él creía que sí, pero repuso:
—Dímelo tú.
—Acabas de enviar a Estados Unidos a la guerra.
Gus asintió.
—Lo sé —dijo—. Ve a escribir ese artículo.
—Oye, gracias por escogerme.
Un momento después, ya se había ido.