Diciembre de 1916
Fitz trabajaba en el Almirantazgo, en Whitehall. No era el puesto que deseaba. Ansiaba volver con los Fusileros Galeses a Francia. Por mucho que detestara la suciedad y la incomodidad de las trincheras, no podía sentirse bien estando a salvo en Londres mientras los demás arriesgaban la vida. Lo horrorizaba que lo consideraran cobarde. No obstante, los médicos insistieron en que aún no tenía la pierna lo bastante fuerte y que el ejército no le permitiría reincorporarse.
Dado que Fitz hablaba alemán, Smith-Cumming, de los servicios secretos —el hombre que se hacía llamar «C»—, lo había recomendado al servicio de espionaje de la Royal Navy, y lo habían destinado de forma temporal a un departamento conocido como Sala 40. Lo último que quería era un trabajo de despacho, pero, para su sorpresa, descubrió que su función era trascendental para el esfuerzo bélico.
El primer día de la guerra, un barco de correos llamado CS Alert zarpó en el mar del Norte, dragó del lecho marino todos los resistentes cables de telecomunicaciones alemanes y los cortó. Con ese astuto golpe, los británicos obligaron al enemigo a transmitir por radio la mayoría de los mensajes. Las señales de radio podían interceptarse, pero los alemanes no eran necios y enviaban todos los mensajes codificados. La Sala 40 era el lugar donde los británicos trataban de descifrar los códigos.
Fitz trabajaba con diversas personas —algunas de ellas ciertamente extrañas, la mayoría no muy militares— que pugnaban por interpretar los galimatías interceptados en estaciones de escucha repartidas por la costa. A Fitz no se le daba bien el desafío que suponía el rompecabezas de la decodificación —nunca había conseguido siquiera deducir quién era el asesino en ningún caso de Sherlock Holmes—, pero sí podía traducir al inglés los mensajes decodificados y, lo que era más decisivo, su experiencia en el campo de batalla lo capacitaba para juzgar cuáles eran importantes y cuáles no.
Aunque eso tampoco cambiaba demasiado las cosas. A finales de 1916, el frente occidental apenas se había movido de la posición que ocupaba al empezar el año, pese a los tremendos esfuerzos efectuados por ambos bandos: el implacable asalto alemán en Verdún y el ataque británico en el Somme, aún más costoso. Los aliados necesitaban perentoriamente un estímulo. Si Estados Unidos entraba en guerra, podría inclinar la balanza, pero por el momento no había indicios de que eso fuera a ocurrir.
Los comandantes de todos los ejércitos emitían sus órdenes entrada la noche o a primera hora de la mañana, por lo que Fitz empezaba temprano y trabajaba sin respiro hasta el mediodía. El miércoles, después de la cacería, salió del Almirantazgo a las doce y media y volvió a casa en taxi. El paseo cuesta arriba desde Whitehall hasta Mayfair, si bien corto, era excesivo para él.
Las tres mujeres con las que vivía —Bea, Maud y tía Herm— acababan de sentarse a almorzar. Fitz tendió el bastón y la gorra del uniforme a Grout y se reunió con ellas. Procedente del entorno funcional del despacho, disfrutaba de la calidez de su hogar: el opulento mobiliario, los silenciosos sirvientes, la loza francesa sobre el mantel níveo.
Preguntó a Maud por las novedades políticas. Asquith y Lloyd George estaban librando una batalla. El día anterior, Asquith había dimitido histriónicamente como primer ministro, algo que preocupó a Fitz: no admiraba al liberal Asquith, pero ¿y si su sustituto era seducido por la solución simplista de las conversaciones de paz?
—El rey se ha visto con Bonar Law —dijo Maud.
Andrew Bonar Law era el jefe de los conservadores. El último bastión del poder regio en la política británica era el derecho del monarca a nombrar a un primer ministro, aunque el candidato que elegía tenía que obtener el apoyo del Parlamento.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Fitz.
—Bonar Law ha rehusado ser primer ministro.
Fitz se refrenó.
—¿Cómo ha podido rechazar la propuesta del rey? —Fitz creía que un hombre debía obedecer a su monarca, especialmente un conservador.
—Considera que tiene que serlo Lloyd George, pero el rey no quiere a este en el cargo.
—Confío en que así sea —intervino Bea—. Ese hombre no es mejor que un socialista.
—En efecto —convino Fitz—, pero su agresividad supera a la de todos los demás juntos. Cuando menos inyectará algo de energía al esfuerzo bélico.
—Me temo que no aprovecharía ninguna oportunidad de paz.
—¿Paz? —dijo Fitz—. No creo que debas preocuparte demasiado por eso. —Intentó no parecer airado, pero la cháchara derrotista sobre la paz le hacía pensar en todas las vidas que se habían perdido: el pobre teniente segundo Carlton-Smith, muchos otros jóvenes de Aberowen que habían combatido con los Fusileros Galeses, incluso el desdichado Owen Bevin, muerto a manos de un pelotón de fusilamiento. ¿Iba a ser en vano su sacrificio? La mera idea le parecía blasfema. Obligándose a hablar con un tono coloquial, añadió—: No habrá paz hasta que uno u otro bando haya ganado.
Aunque la ira refulgió en los ojos de Maud, también ella se controló.
—Debemos aprovechar lo mejor de los dos mundos: el liderazgo enérgico de la guerra por parte de Lloyd George como presidente del Consejo de Guerra, y un primer ministro con talante de estadista como Arthur Balfour para negociar la paz si decidimos que es eso lo que queremos.
—Hum. —A Fitz no le gustaba en absoluto esa idea, pero Maud tenía una forma de plantear las cosas que hacía difícil discrepar con ella. El conde cambió de tema—: ¿Qué tenéis previsto hacer esta tarde?
—Tía Herm y yo vamos a ir al East End. Hemos creado un Club de Viudas de Soldados. Les damos té y pastel… sufragados por ti, Fitz, lo cual te agradecemos, e intentamos ayudarlas con sus problemas.
—¿Como por ejemplo?
Fue tía Herm quien contestó:
—Conseguir un lugar decente donde vivir y encontrar niñeras de fiar son los más habituales.
A Fitz le hizo gracia aquello.
—Me sorprende, tía. Antes reprobaba las aventuras de Maud en el East End.
—Estamos en guerra —replicó lady Hermia, desafiante—. Tenemos que hacer todo cuanto podamos.
En un arrebato, Fitz contestó:
—Quizá vaya con vosotras. Será positivo para ellas ver que a los condes nos disparan con la misma facilidad que a los estibadores.
Maud se quedó perpleja, pero dijo:
—Bien, por supuesto, si te apetece…
Él advirtió su falta de entusiasmo. Era evidente que en su club se debatían estupideces típicas de la izquierda: el derecho a voto de las mujeres y paparruchas por el estilo. Sin embargo, ella no podía negarse a que las acompañara, pues era él quien lo sufragaba.
Cuando acabaron de almorzar, fueron a arreglarse. Fitz se dirigió al vestidor de su esposa. La doncella de pelo cano de Bea, Nina, la ayudaba a quitarse el vestido que había llevado en el almuerzo. Bea musitó algo en ruso y Nina le respondió en el mismo idioma; Fitz se sintió irritado al considerar que la intención de ambas era excluirlo. Habló en ruso, confiando en que creyeran que lo había entendido todo:
—Déjanos solos, por favor —le dijo a la doncella.
Ella hizo una reverencia y se ausentó.
—No he visto a Boy. —Había salido de casa temprano—. Tengo que ir a verlo antes de que lo saquen a pasear.
—De momento, no sale —contestó Bea, ansiosa—. Está un poco acatarrado.
Fitz frunció el entrecejo.
—Necesita aire fresco.
Para su sorpresa, vio que ella estaba al borde del llanto.
—Temo por él —dijo—. Arriesgando tú y Andréi vuestras vidas en la guerra, podría ser lo único que me quede.
El hermano de Bea, Andréi, estaba casado pero no tenía hijos. Si Andréi y Fitz morían, Boy sería toda la familia que tendría Bea. Eso explicaba su actitud sobreprotectora para con el niño.
—De todos modos, no le hará ningún bien que lo mimemos.
—No sé qué significa esa palabra —dijo ella, malhumorada.
—Creo que ya sabes a lo que me refiero.
Bea se quitó la enagua. Su figura era más voluptuosa que antes. Fitz la miró mientras ella se desenlazaba las cintas que sostenían sus calzones. Se imaginó mordiendo la carne blanda del interior de sus muslos.
Ella captó su mirada.
—Estoy cansada —dijo—. Tengo que dormir una hora.
—Podría dormir contigo.
—Creía que ibas a visitar los suburbios con tu hermana.
—No tengo por qué ir.
—Necesito descansar, de veras.
Él se irguió para marcharse, pero cambió de opinión. Se sentía airado y rechazado.
—Hace mucho tiempo que no me acoges en tu cama.
—No he contado los días.
—Yo sí, y han sido semanas, no días.
—Lo siento. Estoy muy preocupada por todo. —Volvía a estar al borde de las lágrimas.
Fitz sabía que temía por su hermano, y comprendía su impotente inquietud, pero millones de mujeres estaban sufriendo ese mismo calvario, y la nobleza tenía el deber de mantenerse estoica.
—Tengo entendido que has empezado a asistir a misa en la embajada rusa mientras yo he estado en Francia.
En Londres no había ninguna iglesia ortodoxa rusa, pero la embajada disponía de una capilla.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Eso no importa. —Había sido tía Herm—. Antes de casarnos, te pedí que te convirtieras a la Iglesia anglicana, y lo hiciste.
Ella evitó su mirada.
—Creí que ir a una o dos misas no me haría ningún daño —contestó con voz pausada—. Siento haberte disgustado.
Fitz recelaba de los clérigos extranjeros.
—¿Te ha dicho ese sacerdote que es un pecado disfrutar yaciendo con tu esposo?
—¡Por supuesto que no! Pero cuando no estás y me siento sola, tan lejos de todo aquello con lo que crecí… me reconforta escuchar los himnos y las oraciones rusas.
Fitz sintió lástima por ella. Debía de ser difícil. Para él era impensable instalarse de forma permanente en otro país. Y sabía, por conversaciones que había mantenido con otros hombres casados, que no era insólito que la mujer se opusiera a las insinuaciones de su marido después de tener un bebé.
Sin embargo, se obligó a no ceder a la compasión. Todo el mundo debía hacer sacrificios. Bea podía sentirse afortunada de no tener que correr entre el fuego de ametralladoras.
—Creo que hasta ahora he cumplido con mi deber —dijo—. Cuando nos casamos, saldé las deudas de tu familia. Reuní a expertos rusos e ingleses para planificar la reorganización de las propiedades. —Habían aconsejado a Andréi que avenara las ciénagas para generar más tierra de cultivo y que realizara prospecciones en busca de carbón y otros minerales, pero ellos nunca hicieron nada—. No es culpa mía que Andréi malgastara todas las oportunidades.
—Sí, Fitz —dijo ella—. Hiciste todo lo que habías prometido.
—Pues te pido que también cumplas con tus obligaciones. Tienes que engendrar herederos. Si Andréi muere sin tener hijos, el nuestro pronto heredará dos propiedades inmensas. Será uno de los mayores terratenientes del mundo. Debemos tener más hijos por si, Dios no lo quiera, le ocurre algo a Boy.
Ella mantuvo la mirada agachada.
—Conozco mis obligaciones.
Fitz se sintió deshonesto. Hablaba de un heredero —y todo cuanto decía era cierto—, pero no le confesaba que se moría por ver su cuerpo desnudo y receptivo sobre las sábanas, blanco sobre blanco, y su cabello derramado sobre la almohada. Trató de reprimir esa imagen.
—Si conoces tus obligaciones, cúmplelas. La próxima vez que venga a tu dormitorio espero que me recibas como el esposo cariñoso que soy.
—Sí, Fitz.
El conde se marchó. Se alegraba de haberse plantado, pero también tenía la incómoda sensación de que había hecho algo mal. Era ridículo: había expuesto a Bea lo errado de su comportamiento, y ella lo había aceptado. Así debían ser las cosas entre un hombre y su esposa. Pero no conseguía sentirse tan satisfecho como cabía esperar.
Apartó a Bea de sus pensamientos cuando se encontró con Maud y tía Herm en el salón. Se caló la gorra del uniforme, se miró en el espejo y apartó rápidamente la mirada. Esos días procuraba no pensar demasiado en su apariencia. La bala le había dañado los músculos del lado izquierdo de la cara, y tenía el párpado semicerrado. Era un defecto ínfimo, pero su vanidad jamás se recuperaría. Se dijo que debía sentirse agradecido de conservar la visión del ojo.
El Cadillac azul seguía en Francia, pero se las había arreglado para conseguir otro. El chófer conocía el camino; era obvio que ya había llevado antes a Maud al East End. Media hora después, aparcaron frente al Calvary Gospel Hall, una pequeña y humilde capilla con tejado de calamina, que debían de haber trasladado allí desde Aberowen. Fitz se preguntó si el pastor sería galés.
La merienda ya había comenzado y el lugar estaba repleto de mujeres jóvenes con sus hijos. La estancia olía peor que en los cuarteles, y Fitz tuvo que resistir la tentación de taparse la nariz con un pañuelo.
Maud y tía Herm se pusieron a trabajar de inmediato, Maud atendiendo a las mujeres, una a una, en el despacho situado en la parte trasera, y tía Herm organizándolas. Fitz fue de mesa en mesa renqueante, preguntando a las mujeres si sus maridos estaban en servicio y qué experiencias habían tenido, mientras sus hijos jugaban en el suelo. Las mujeres jóvenes a menudo se mostraban tímidas y retraídas cuando el conde se dirigía a ellas, pero aquel grupo no se amedrentaba con tanta facilidad. Le preguntaron en qué regimiento servía y cómo se había hecho aquellas heridas.
Llevaba ya la mitad de la ronda cuando vio a Ethel.
Había observado que en la parte posterior del local había dos despachos; uno era de Maud, pero no se había preguntado quién ocupaba el otro. Casualmente alzó la mirada cuando la puerta se abrió y Ethel asomó por ella.
Llevaba dos años sin verla, pero no había cambiado mucho. Sus rizos morenos oscilaban con su andar, y su sonrisa era un rayo de sol. Llevaba un vestido sencillo y raído, como la ropa de todas aquellas mujeres a excepción de Maud y tía Herm, pero conservaba la figura esbelta, y él no pudo evitar pensar en aquel cuerpo menudo que tan bien había llegado a conocer. Sin siquiera mirarlo, consiguió hechizarlo. Era como si el tiempo no hubiera pasado desde que habían yacido juntos, rodando entre risas y besos en la cama de la Suite Gardenia.
Hablaba con el único otro hombre presente en la sala, una figura encorvada con un terno largo y gris de tela gruesa, que estaba sentado a una mesa y tomaba notas en un libro de contabilidad. Llevaba unas gafas de gruesos vidrios, pero pese a ello Fitz alcanzó a captar la admiración en sus ojos cuando miraba a Ethel. Ella le hablaba con actitud relajada y cordial, y Fitz se preguntó si estarían casados.
Ethel se dio la vuelta y vio a Fitz. Arqueó las cejas y la sorpresa dibujó una «O» en su boca. Retrocedió un paso, nerviosa, y tropezó con una silla. La mujer sentada en ella la miró irritada.
—Perdón —musitó Ethel sin mirarla.
Fitz se levantó de su asiento, lo cual no le resultó fácil con la pierna herida, sin dejar de mirar fijamente a Ethel. Ella temblaba visiblemente, indecisa entre acercarse a él o refugiarse en la seguridad de su despacho.
—Hola, Ethel —dijo él. El bullicio de la sala ahogó sus palabras, pero probablemente ella le habría leído los labios y adivinado lo que él le había dicho.
Ethel se decidió y se encaminó hacia él.
—Buenas tardes, lord Fitzherbert —dijo, y con su acento galés cantarín aquel saludo rutinario se convirtió en una melodía. Le tendió una mano y él se la estrechó y notó su piel áspera.
Fitz correspondió al formalismo:
—¿Cómo está, señora Williams?
Ella acercó una silla y se sentó. Mientras él hacía lo propio, cayó en la cuenta de la habilidad con que ella los había colocado de inmediato en un plano de igualdad, pero sin intimidad.
—Lo vi en el oficio religioso de Aberowen —dijo ella—. Lamento mucho… —Se le quebró la voz. Agachó la mirada y comenzó de nuevo—: Lamento mucho ver que lo han herido. Espero que ya esté mejor.
—Poco a poco. —Fitz advirtió que su interés era genuino. Ella no lo odiaba, al parecer, pese a todo lo sucedido. Se sintió conmovido.
—¿Cómo lo hirieron?
Fitz narraba aquel episodio con tanta frecuencia que ya le resultaba tedioso.
—Era el primer día del Somme. Apenas presencié el combate. Subimos a la cima, cruzamos nuestra alambrada y nos internamos en tierra de nadie, y lo siguiente que recuerdo es que me transportaban en una camilla y sentía un terrible dolor.
—Mi hermano lo vio caer.
Fitz recordaba al insubordinado cabo William Williams.
—¿De veras? ¿Qué fue de él?
—Su sección tomó una trinchera alemana, y luego tuvo que abandonarla al quedarse sin munición.
Fitz no había visto ningún informe, pues estaba en el hospital.
—¿Le concedieron una medalla?
—No. El coronel le dijo que debía haber defendido su posición hasta la muerte. A lo que Billy le respondió: «¿Sí? ¿Como hizo usted?», y lo arrestaron.
A Fitz no le sorprendió. Williams era problemático.
—Y bien, ¿qué hace aquí?
—Trabajo con su hermana.
—No me lo había dicho.
Ethel lo miró con serenidad.
—Debe de dar por hecho que a usted no le interesará recibir noticias de sus antiguos sirvientes.
Era una pulla, pero él la obvió.
—¿A qué se dedica?
—Soy directora editorial de The Soldier’s Wife. Organizo la impresión y la distribución, y edito la página de cartas. Y también me encargo del dinero.
Fitz estaba impresionado. Era un paso considerable desde su condición de ama de llaves. Pero su capacidad de organización siempre había sido extraordinaria.
—Mi dinero, supongo.
—No lo creo. Maud es muy escrupulosa. Sabe que a usted no le importa sufragar el té y el pastel, y los cuidados médicos de los hijos de los soldados, pero no invertiría su dinero en propaganda antibélica.
Él siguió dándole conversación por el mero placer de contemplar su rostro mientras hablaba.
—¿Es eso lo que publica el periódico? —preguntó—. ¿Propaganda antibélica?
—Comentamos públicamente aquello de lo que ustedes solo hablan en privado: la posibilidad de la paz.
Tenía razón. Fitz sabía que los políticos veteranos de los dos partidos mayoritarios habían estado hablando de la paz, y eso lo enojaba. Pero no quería discutir con Ethel.
—Su héroe, Lloyd George, está a favor de intensificar la lucha.
—El rey no lo quiere, pero podría ser el único candidato capaz de unir al Parlamento.
—Me temo que prolongaría la guerra.
Maud salió del despacho y Fitz advirtió que la merienda llegaba a su fin, pues las mujeres fregaban las tazas y los platos y recogían a sus hijos. Le maravilló ver a tía Herm cargando con una pila de platos sucios. ¡Cómo cambiaba la guerra a las personas!
Volvió a mirar a Ethel. Seguía siendo la mujer más atractiva que había conocido nunca. Fitz cedió a un impulso. Bajando el tono de voz, le preguntó:
—¿Quieres que nos veamos mañana?
Ella se quedó atónita.
—¿Para qué? —preguntó con discreción.
—¿Sí o no?
—¿Dónde?
—Estación Victoria. A la una en punto. En el acceso al andén tres.
Antes de que ella pudiera contestar, el hombre de las gruesas gafas se acercó a ellos y Ethel lo presentó.
—Conde Fitzherbert, le presento al señor Bernie Leckwith, secretario del Partido Laborista Independiente de Aldgate.
Fitz le estrechó la mano. Leckwith tendría algo más de veinte años. Fitz dedujo que su mala visión le había impedido alistarse en las fuerzas armadas.
—Lamento ver que lo han herido, lord Fitzherbert —dijo Leckwith con acento londinense.
—Solo soy uno entre miles, y tengo la suerte de seguir vivo.
—Con la perspectiva del tiempo, ¿considera que hay algo que podríamos haber hecho de otro modo en el Somme y que hubiese cambiado de forma radical el resultado?
Fitz meditó un momento. Era una pregunta condenadamente buena. Mientras este reflexionaba, Leckwith añadió:
—¿Habríamos necesitado más hombres y munición, como aseguran los generales? ¿O tal vez tácticas más flexibles y mejores sistemas de comunicación, como sostienen los políticos?
Fitz contestó con precaución:
—Todo eso habría ayudado, pero, francamente, no creo que nos hubiera permitido obtener la victoria. El asalto estaba condenado desde el comienzo, pero eso es algo que no podíamos saber de antemano. Teníamos que intentarlo.
Leckwith asintió, dando a entender que se había confirmado su punto de vista.
—Agradezco su franqueza —dijo, como si Fitz acabara de hacerle una confesión.
Salieron de la capilla. Fitz acompañó a tía Herm y a Maud hasta el coche; luego subió él y el chófer se los llevó.
Fitz se sorprendió al notar que tenía la respiración agitada. Había sufrido una leve conmoción. Tres años antes Ethel se dedicaba a contar fundas de almohada en Ty Gwyn. En esos momentos era directora editorial de un periódico que, si bien de pequeña tirada, era considerado por los ministros más veteranos una espina para el gobierno.
¿Qué relación la unía a aquel muchacho sorprendentemente astuto llamado Bernie Leckwith?
—¿Quién es Leckwith? —preguntó a Maud.
—Un político local importante.
—¿Es el marido de Williams?
Maud se rió.
—No, aunque todo el mundo cree que debería serlo. Es un hombre inteligente que comparte sus ideales, y se desvive por su hijo. No sé por qué Ethel no se casó con él hace mucho tiempo.
—Quizá no le acelere el pulso.
Maud arqueó las cejas, y Fitz comprendió que había sido peligrosamente franco, por lo que se apresuró a añadir:
—Esa clase de chicas buscan el amor romántico, ¿no? Se casará con un héroe de guerra, no con un bibliotecario.
—Ella no es de «esa clase de chicas» ni de ninguna otra —repuso Maud con cierta frialdad—. En todo caso, es excepcional. Es imposible conocer a dos como ella en toda una vida.
Fitz desvió la mirada. Sabía que era cierto.
Se preguntó cómo sería el niño. Cayó en la cuenta de que debía de haber sido alguno de los pequeños que jugaban en el suelo de la capilla con la cara sucia. Probablemente había visto a su hijo aquella tarde sin ser consciente de ello. Aquel pensamiento lo conmovió de un modo extraño. Y, por algún motivo, lo puso al borde del llanto.
El coche cruzaba Trafalgar Square. Le indicó al chófer que parase.
—Será mejor que pase por la oficina —le dijo a Maud.
Se encaminó renqueante hacia el antiguo edificio del Almirantazgo y subió las escaleras. Su escritorio se encontraba en la sección diplomática, que ocupaba la Sala 45. El teniente segundo Carver, estudiante de latín y griego que se había desplazado allí desde Cambridge para ayudar a decodificar mensajes alemanes, le dijo que no se habían interceptado demasiados durante la tarde, como era habitual, y que no había nada de lo que tuviera que ocuparse. Sí había, no obstante, una noticia de cariz político.
—¿Se ha enterado? —le preguntó Carver—. El rey ha convocado a Lloyd George.
La mañana siguiente, Ethel decidió que no acudiría a su cita con Fitz. ¿Cómo se atrevía a proponerle algo así? Durante más de dos años no había sabido nada de él. Y al encontrarse, ni siquiera le había preguntado por Lloyd, ¡su propio hijo! Seguía siendo el mismo impostor egoísta y desconsiderado de siempre.
Sin embargo, ella se había visto arrastrada a un torbellino. Fitz la había mirado con aquellos ojos verdes e intensos, le había preguntado por su vida y la había hecho sentirse importante para él… contra todo pronóstico. Ya no era perfecto, el hombre divino que había sido: su hermoso rostro se había echado a perder con un ojo semicerrado, y caminaba encorvado sobre el bastón. Pero su debilidad solo había inspirado en ella el deseo de cuidarle. Se dijo que era una idiota. Él ya tenía todo el cuidado que el dinero podía comprar. No, no acudiría a la cita.
A las doce salió de la sede de The Soldier’s Wife —dos salas pequeñas situadas sobre una imprenta y compartidas con el Partido Laborista Independiente— y tomó un autobús. Maud no había ido al despacho aquella mañana, lo que le ahorró a Ethel tener que inventar una excusa.
El trayecto en autobús y en metropolitano desde Aldgate hasta Victoria era largo, y Ethel llegó al lugar de encuentro varios minutos después de la una. Se preguntó si Fitz se habría impacientado y marchado, y esa posibilidad la angustió levemente; pero él estaba allí, con un traje de tweed, como a punto de partir a la campiña, y ella se sintió mejor al instante.
Fitz sonrió.
—Temía que no fueras a venir —dijo.
—No sé por qué lo he hecho —respondió ella—. ¿Por qué me lo pediste?
—Quiero enseñarte algo. —La tomó de un brazo.
Salieron de la estación. Ethel se sentía complacida como una tonta al caminar al lado de Fitz. Le sorprendía su temeridad. Él era una figura fácilmente reconocible. ¿Y si se encontraban con alguno de sus amigos? Supuso que ambos fingirían no verse. En la clase social de Fitz, nadie esperaba que el hombre que llevaba casado varios años fuera fiel a su esposa.
Recorrieron en autobús varias paradas y se apearon en una zona de Chelsea famosa por su vida disoluta, una barriada de renta baja de artistas y escritores. Ethel se preguntó qué querría mostrarle. Caminaron por una calle llena de pequeñas villas.
—¿Has presenciado alguna vez un debate en el Parlamento? —le preguntó Fitz.
—No —contestó ella—, pero me encantaría.
—Hay que ser invitado por un parlamentario o un lord. ¿Quieres que lo organice?
—¡Sí, por favor!
Él pareció alegrarse de que ella aceptara.
—Me informaré de cuándo va a haber algo interesante. ¿Te gustaría ver a Lloyd George en acción?
—¡Sí!
—Hoy está formando su equipo de gobierno. Imagino que esta noche besará la mano del rey como primer ministro.
Ethel observó aquel entorno con aire pensativo. En ciertas zonas, Chelsea seguía pareciendo el pueblo rural que había sido siglos atrás. Los demás edificios eran casas de campo o de labranza con grandes jardines y huertos. No había mucha vegetación en diciembre, pero aun así el barrio desprendía un agradable aire semirrural.
—La política tiene algo de gracioso —comentó ella—. He querido que Lloyd George fuera primer ministro desde que tuve edad para leer los periódicos, pero ahora que por fin lo es estoy preocupada.
—¿Por qué?
—Es la figura veterana más beligerante del gobierno. Su nombramiento podría acabar con cualquier posibilidad de paz. Además…
Fitz parecía intrigado.
—¿Qué?
—Es el único hombre que podría acceder a las conversaciones de paz sin ser crucificado por los sanguinarios periódicos de Northcliffe.
—Cierto —dijo Fitz, con aire abatido—. Si lo hiciera cualquier otro, los titulares clamarían: «¡Destituid a Asquith (o a Balfour, o a Bonar Law) y traed a Lloyd George!». Pero si atacan a Lloyd George, no queda nadie más.
—Así que quizá haya una esperanza de que se alcance la paz.
Fitz permitió que su voz delatara la irritación que sentía:
—¿Por qué no depositas más esperanzas en la victoria que en la paz?
—Porque así fue como nos metimos en este desastre —contestó ella con serenidad—. ¿Qué vas a enseñarme?
—Esto.
Fitz descorrió el cerrojo de una cancela y la abrió. Entró en el recinto de una casa individual de dos plantas. El jardín estaba lleno de maleza y el lugar necesitaba una capa de pintura, pero era un hogar acogedor de tamaño mediano, el tipo de hogar propio de un músico, imaginó Ethel, o tal vez de un actor famoso. Fitz sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Ambos entraron y él cerró la puerta y la besó.
Ethel se entregó a él. Nadie la había besado en mucho tiempo y se sintió como una viajera sedienta en el desierto. Acarició el largo cuello de Fitz y apretó sus senos contra su pecho. Notó que él estaba tan desesperado como ella. Antes de perder por completo el control, lo apartó de sí.
—Para —dijo, casi sin aliento—. Para.
—¿Por qué?
—La última vez que hicimos esto acabé hablando con tu maldito abogado. —Se alejó unos pasos de él—. Ya no soy tan inocente como antes.
—Esta vez será diferente —afirmó él, jadeante—. Fui un idiota dejándote marchar. Yo también era joven.
Tratando de calmarse, Ethel echó un vistazo a las habitaciones. Estaban llenas de muebles viejos y anticuados.
—¿De quién es esta casa? —le preguntó.
—Tuya —contestó él—. Si la quieres.
Ella lo miró fijamente. ¿Qué quería decir con eso?
—Podrías vivir aquí con el niño —añadió él—. Durante años la habitó una anciana que había sido ama de llaves de mi padre. Murió hace unos meses. Podrías redecorarla y comprar muebles nuevos.
—¿Vivir aquí? —preguntó ella—. ¿En condición de qué?
Fitz no tenía arrestos de decirlo.
—¿De amante?
—Podrías tener una niñera, un par de criadas y un jardinero. Incluso un coche a motor con chófer, si te seduce la idea.
Lo que la seducía de todo aquello era él.
Fitz malinterpretó su mirada reflexiva.
—¿Es demasiado pequeña? ¿Preferirías una casa en Kensington? ¿Quieres un mayordomo y un ama de llaves? Te daré todo lo que quieras, ¿no lo entiendes? Mi vida está vacía sin ti.
Era sincero, ella lo percibía. O, al menos, lo era en ese momento, en que estaba excitado e insatisfecho. Ethel sabía por amarga experiencia lo deprisa que podía cambiar.
El problema era que ella lo deseaba con el mismo ardor.
Él debió de verlo en su cara, pues volvió a abrazarla. Ella alzó el rostro para recibir su beso. «Quiero más», pensó.
Pero volvió a zafarse de sus brazos antes de perder el control.
—¿Y bien?
Ethel no podía tomar una decisión sensata mientras él la besaba.
—Necesito estar sola —dijo. Se obligó a apartarse de él antes de que fuera demasiado tarde—. Me voy a casa —decidió. Abrió la puerta—. Necesito tiempo para pensar. —Vaciló en el umbral.
—Tómate todo el tiempo que necesites —contestó él—. Esperaré.
Ethel cerró la puerta y echó a correr.
Gus Dewar se encontraba en la National Gallery, en Trafalgar Square, contemplando el Autorretrato a la edad de sesenta y tres años de Rembrandt, cuando una mujer que estaba a su lado comentó:
—Un hombre extraordinariamente feo.
Gus se volvió hacia ella y se sorprendió al encontrarse con Maud Fitzherbert.
—¿Rembrandt o yo? —preguntó, y se echó a reír.
Pasearon juntos por el museo.
—Qué deliciosa coincidencia —dijo él—. Encontrarla aquí.
—En realidad, lo he visto y lo he seguido hasta aquí. —Bajó el tono de voz—. Quería preguntarle por qué los alemanes aún no han hecho la propuesta de paz que me dijo que iba a llegar.
Él ignoraba la respuesta.
—Podrían haber cambiado de opinión —contestó, apesadumbrado—. Allí, como aquí, hay una facción a favor de la paz y otra a favor de la guerra. Tal vez la facción favorable a la guerra se haya impuesto y haya conseguido hacer cambiar de opinión al káiser.
—¡Pero tienen que estar viendo que las batallas ya no deciden nada! —dijo, exasperada—. ¿Ha leído esta mañana en los periódicos que los alemanes han tomado Bucarest?
Gus asintió. Rumanía había declarado la guerra en agosto, y durante algún tiempo los británicos habían confiado en que su nuevo aliado pudiera asestar un poderoso golpe, pero Alemania había invadido el país en septiembre y la capital rumana había caído ya.
—De hecho, es algo bueno para Alemania, que ahora dispone del petróleo de Rumanía.
—Exacto —convino Maud—. Seguimos avanzando un paso y retrocediendo otro. ¿Cuándo aprenderemos?
—El nombramiento de Lloyd George como primer ministro no es alentador —comentó Gus.
—Ah. Podría equivocarse.
—¿Eso cree? Se ha fraguado una reputación como político de ser más agresivo que nadie. Le resultaría difícil firmar la paz después de eso.
—No esté tan seguro. Lloyd George es impredecible. Podría cambiar radicalmente de parecer. Y eso solo sorprendería a los que son lo bastante ingenuos para haberlo considerado sincero.
—Bueno, es esperanzador.
—En cualquier caso, desearía que tuviéramos una primera ministra.
Gus no creía que eso fuera a ocurrir nunca, pero no lo verbalizó.
—Quiero preguntarle algo más —dijo Maud, y se detuvo.
Gus se volvió para mirarla de frente. Debido tal vez a que los cuadros lo habían sensibilizado, se sorprendió admirando su rostro. Observó las líneas definidas de su nariz y su mentón, los pómulos altos, el cuello esbelto. La angulosidad de sus rasgos quedaba suavizada por sus labios carnosos y sus grandes ojos verdes.
—Lo que quiera —dijo él.
—¿Qué le contó Walter?
Los pensamientos de Gus retrocedieron hasta aquella sorprendente conversación en el bar del hotel Adlon de Berlín.
—Dijo que se veía obligado a compartir un secreto conmigo, aunque no me dijo cuál era el secreto.
—Creyó que lo deduciría.
—Supuse que está enamorado de usted. Y, a juzgar por su reacción cuando le di su carta en Ty Gwyn, supe que su amor es correspondido. —Gus sonrió—. Si me permite decirlo, es un hombre con suerte.
Ella asintió, y Gus advirtió algo similar al alivio en su semblante. Debía de haber más de un secreto, comprendió; por eso necesitaba ella averiguar cuánto sabía. Se preguntó qué más estarían ocultando. Tal vez estuvieran prometidos.
Siguieron caminando. «Entiendo por qué te ama —pensó Gus—. Yo podría enamorarme de ti en un segundo.»
Ella volvió a sorprenderle.
—¿Alguna vez ha estado enamorado, señor Dewar? —le preguntó a bote pronto.
Era una pregunta indiscreta, pero aun así Gus contestó.
—Sí. Dos veces.
—Pero ahora ya no lo está.
Él sintió la necesidad de confiarse a ella.
—El año en que estalló la guerra, yo fui lo bastante perverso como para enamorarme de una mujer casada.
—¿Lo amaba ella?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Le pedí que abandonara a su marido por mí. Fue un gran error por mi parte, y le sorprenderá, lo sé. Pero ella era mejor persona que yo y rechazó mi propuesta inmoral.
—No me sorprendo tan fácilmente. ¿Cuándo fue la segunda vez?
—El año pasado me prometí con alguien en mi ciudad natal, Buffalo, pero ella se casó con otro.
—¡Oh! Lo lamento mucho. Quizá no debería haber preguntado. He reavivado recuerdos dolorosos.
—Extremadamente dolorosos.
—Discúlpeme si le digo que eso me hace sentir mejor. Ahora sé que conoce el dolor que el amor puede provocar.
—Sí, lo conozco.
—Pero quizá después de todo habrá paz, y mi dolor pronto cesará.
—Espero de corazón que así sea, lady Maud —dijo Gus.
La propuesta de Fitz atormentó a Ethel durante días. Aterida de frío en el patio trasero, mientras escurría la colada con el rodillo, se imaginó en aquella preciosa casa de Chelsea, con Lloyd corriendo por el jardín y vigilado por una atenta niñera. «Te daré todo lo que quieras», le había dicho Fitz, y ella sabía que era verdad. Pondría la casa a su nombre. La llevaría a Suiza y al sur de Francia. Bien pensado, podía obligarlo a que le concediera una renta vitalicia y así dispondría de ingresos hasta su muerte, aunque él se cansara de ella… Sin embargo también sabía que podía asegurarse de que él nunca se cansara.
Era ignominioso y repugnante, se dijo en tono severo. Sería una mujer pagada a cambio de sexo, ¿y qué otro significado tenía la palabra «prostituta»? Nunca podría invitar a sus padres a su escondrijo de Chelsea, ellos sabrían de inmediato lo que aquello significaba.
¿Le importaba eso? Tal vez no, pero había otras cosas. Deseaba algo más en la vida aparte de comodidades. Como amante de un millonario, difícilmente podría proseguir con la campaña a favor de las mujeres trabajadoras. Su vida política habría acabado. Perdería el contacto con Bernie y Mildred, y le resultaría incómodo incluso ver a Maud.
Pero ¿quién era ella para pedirle tanto a la vida? Era Ethel Williams, ¡y había nacido en la casa de un minero! ¿Cómo podía hacerle ascos a una vida plácida? «¡Ya quisieras!», se dijo, empleando uno de los dichos de Bernie.
Y allí estaba Lloyd. Tendría una institutriz, y después Fitz le pagaría una escuela de postín. Crecería entre la élite y llevaría una vida de privilegios. ¿Tenía derecho Ethel a privarlo de eso?
Aún no había tomado una decisión cuando abrió los periódicos en el despacho que compartía con Maud y supo de otra oferta trascendental: el 12 de diciembre, el canciller alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, proponía conversaciones de paz a los aliados.
Ethel estaba eufórica. ¡La paz! ¿En verdad era posible? ¿Podría volver a casa Billy?
El primer ministro francés se apresuró a describir la nota como un movimiento astuto, y el ministro de Exteriores ruso denunció las «propuestas embusteras» de los alemanes, pero Ethel creía que era la reacción británica la que contaría.
Lloyd George no estaba pronunciando discursos públicos de ningún tipo, con el pretexto de estar aquejado de un dolor de garganta. En Londres y en diciembre, la mitad de la población contraía catarros y constipados, pero aun así Ethel sospechaba que Lloyd George tan solo quería tiempo para pensar. Lo interpretó como una buena señal. Una respuesta inmediata habría sido un rechazo; cualquier alternativa era esperanzadora. Cuando menos, estaba considerando la vía de la paz, pensó con optimismo.
Mientras tanto, el presidente Wilson puso el peso de Estados Unidos en el lado de la balanza favorable a la paz. Propuso que, como preliminar a las conversaciones de paz, todos los poderes enfrentados expusieran sus objetivos: lo que trataban de conseguir por medio de la lucha.
—Eso los ha avergonzado —dijo Bernie Leckwith aquella tarde—. Han olvidado por qué comenzaron esto. Ahora solo están luchando porque quieren ganar.
Ethel recordó lo que la señora de Dai Ponis había dicho sobre la huelga: «Esos hombres. En cuanto se meten en pelea, lo único que les importa es ganar. No cederán, sea cual sea el precio que tienen que pagar». Se preguntó cómo habría reaccionado una primera ministra a la propuesta de paz.
Pero Bernie tenía razón, comprendió Ethel con el transcurso de los días. La propuesta del presidente Wilson fue recibida con un extraño silencio. Ningún país respondió de forma inmediata. Eso la irritaba aún más. ¿Cómo iban a poder seguir adelante si ni siquiera sabían por qué luchaban?
Al final de la semana, Bernie organizó un mitin público para debatir la nota alemana. El día del mitin, Ethel se despertó y vio a su hermano junto a su cama ataviado con el uniforme caqui.
—¡Estás vivo!
—Y con un permiso de una semana —dijo él—. Anda, levántate, vaca gandula.
Ethel bajó de la cama de un salto, se puso una bata encima del camisón y lo abrazó.
—¡Oh, Billy! ¡Me alegro tanto de verte! —Reparó en los galones que lucía en una manga—. ¿Ahora eres sargento? ¿Sí?
—Sí.
—¿Cómo has entrado en casa?
—Mildred me abrió la puerta. En realidad, llegué anoche.
—¿Dónde has dormido?
Él se azoró.
—Arriba.
Ethel esbozó una sonrisa pícara.
—Un tipo con suerte.
—Me gusta de verdad, Eth.
—Y a mí —dijo Ethel—. Mildred es una joya. ¿Vas a casarte con ella?
—Sí, si sobrevivo a la guerra.
—¿No te importa la diferencia de edad?
—Tiene veintitres años. No es como si fuera vieja de verdad, como si tuviera treinta o así.
—¿Y sus hijas?
Billy se encogió de hombros.
—Son buenas niñas, pero aunque no lo fueran las aguantaría por ella.
—La amas de verdad.
—No es difícil hacerlo.
—Ha montado un pequeño negocio, ya debes de haber visto todos esos sombreros en su dormitorio.
—Sí. Dice que le va bien.
—Muy bien. Trabaja con ahínco. ¿Está Tommy contigo?
—Vino en el mismo barco que yo, pero ha ido a Aberowen en tren.
Lloyd se despertó, vio a un extraño en la habitación y rompió a llorar. Ethel lo cogió en brazos y lo tranquilizó.
—Ven a la cocina —le dijo a Billy—. Haré el desayuno para los tres.
Billy se sentó y leyó el periódico mientras ella preparaba las gachas. Momentos después exclamó:
—¡Joder!
—¿Qué?
—Por lo que veo, el maldito Fitzherbert ya ha abierto la bocaza. —Miró de reojo a Lloyd, como si el crío pudiera haberse ofendido con la desdeñosa referencia a su padre.
Ethel miró por encima de su hombro y leyó:
PAZ: LA SÚPLICA DE UN SOLDADO
«¡No nos fallen ahora!»
Habla un conde herido
Ayer se pronunció un conmovedor discurso en la Cámara de los Lores contra la actual propuesta de conversaciones de paz realizada por parte del canciller alemán. El orador fue el conde Fitzherbert, oficial de los Fusileros Galeses, que se encuentra en Londres recuperándose de las heridas que sufrió en la batalla del Somme.
Lord Fitzherbert dijo que hablar de paz con los alemanes supondría una traición a todos los hombres que han sacrificado su vida en la guerra. «Creemos que estamos ganando y podemos alcanzar la victoria total si no nos fallan ahora», declaró.
Uniformado, con un parche en el ojo y apoyado en un bastón, el conde fue una presencia imponente en la cámara. Se le escuchó en absoluto silencio, y fue vitoreado cuando se sentó.
El artículo proseguía en la misma línea. Ethel se quedó horrorizada. No eran más que paparruchas, pero podían resultar eficaces. Fitz no solía llevar el parche; debía de habérselo puesto por puro efectismo. El discurso predispondría a mucha gente contra el plan de paz.
Tras desayunar con Billy, vistió a Lloyd, se arregló y salieron. Billy pasaría el día con Mildred, pero prometió asistir al mitin por la tarde.
Cuando Ethel llegó a la sede de The Soldier’s Wife, vio que todos los periódicos se hacían eco del discurso de Fitz. Varios lo habían elegido como tema del editorial. Lo presentaban desde diferentes puntos de vista, pero convenían en que había asestado un potente golpe.
—¿Cómo puede nadie estar en contra de una mera discusión sobre la paz? —le preguntó a Maud.
—Vas a poder preguntárselo directamente a él —contestó Maud—. Lo he invitado al mitin de esta noche, y ha aceptado.
Ethel se quedó perpleja.
—¡Tendrá un cálido recibimiento!
—Eso espero.
Las dos mujeres pasaron el día trabajando en una edición especial del periódico, en cuya portada aparecería el titular: LEVE PELIGRO DE PAZ. A Maud le gustaba la ironía, pero Ethel consideraba que era demasiado sutil. A última hora de la tarde Ethel recogió a Lloyd, que estaba con la niñera, lo llevó a casa, le dio la cena y lo acostó. Lo dejó al cuidado de Mildred, que no tenía por costumbre asistir a mítines políticos.
El Calvary Gospel Hall empezaba a llenarse cuando Ethel llegó, y pronto todos los asientos quedaron ocupados. Entre los asistentes había numerosos soldados y marineros uniformados. Bernie presidía el mitin. Lo inauguró con un discurso propio que consiguió ser tedioso, aunque también breve; no era buen orador. A continuación cedió la palabra al primer ponente, un filósofo de la Universidad de Oxford.
Ethel conocía los argumentos a favor de la paz mejor que el filósofo, y mientras él hablaba escrutó a los dos hombres que la cortejaban y que en ese momento compartían la tarima. Fitz era el producto de centenares de años de riqueza y cultura. Como siempre, iba vestido con elegancia, con el cabello corto, las manos blancas y las uñas limpias. Bernie procedía de una tribu de nómadas perseguidos que sobrevivían siendo más astutos que aquellos que los atormentaban. Llevaba el único traje que tenía, el terno gris de tela gruesa. Ethel nunca lo había visto con otra ropa: cuando hacía calor, sencillamente se quitaba la chaqueta.
El público escuchaba en silencio. El movimiento laborista estaba dividido en lo referente a la paz. Ramsay MacDonald, que se había pronunciado contra la guerra en el Parlamento el 3 de agosto de 1914, había renunciado como líder del Partido Laborista cuando, dos días después, se declaró la guerra, y desde entonces el parlamentario había respaldado la guerra, como la mayoría de sus votantes. Pero los partidarios laboristas solían ser los más escépticos de la clase obrera, y había una fuerte minoría a favor de la paz.
Fitz empezó hablando de las orgullosas tradiciones británicas. Durante siglos habían mantenido el equilibrio de poder en Europa, por lo general poniéndose de parte de países más débiles para asegurarse de que ninguno fuera predominante.
—El canciller alemán no ha dicho nada de los términos de un acuerdo de paz, pero cualquier discusión debería partir del statu quo —afirmó—. Ahora, la paz implica que Francia sea humillada y se le arrebaten territorios, y que Bélgica se convierta en un satélite. Alemania dominaría el continente gracias a su fuerza militar. No podemos permitir que eso ocurra. Tenemos que luchar por la victoria.
Cuando se abrió el debate, Bernie dijo:
—El conde Fitzherbert ha venido exclusivamente a título personal, no como oficial del ejército, y me ha dado su palabra de honor de que los soldados en servicio aquí presentes no serán sancionados por nada de lo que digan. De hecho, no habríamos invitado al conde a asistir al mitin en ninguna otra calidad.
Fue también Bernie quien planteó la primera cuestión. Y, como de costumbre, fue un buen planteamiento.
—Según su análisis, lord Fitzherbert, si Francia es humillada y pierde territorio, eso desestabilizará Europa. —Fitz asintió—. Mientras que si Alemania pierde los territorios de Alsacia y Lorena, como sin duda ocurrirá, eso estabilizará Europa.
Ethel advirtió que Fitz se quedaba sin palabras. Estaba claro que no contaba con tener que bregar con una oposición tan aguda en el East End. Intelectualmente, no podía competir con Bernie. Ethel lo compadeció un poco.
—¿Por qué esa diferencia? —concluyó Bernie, y se oyó un murmullo de aprobación entre la facción del público partidaria de la paz.
Fitz se recompuso rápidamente.
—La diferencia —dijo— es que Alemania es el agresor, brutal, militarista y cruel, y que si firmamos la paz ahora estaremos recompensando su actitud, ¡y alentándola en el futuro!
La respuesta arrancó vítores en la otra sección del público, y Fitz salvó las apariencias, pero Ethel pensó que era un argumento débil, y Maud se puso en pie para verbalizarlo.
—¡El estallido de la guerra no fue culpa de un solo país! —exclamó—. Culpar a Alemania se ha convertido ya en la opinión generalizada, y nuestros periódicos militaristas fomentan este cuento de hadas. Recordamos la invasión alemana de Bélgica y hablamos como si no hubiese habido ninguna provocación. Hemos olvidado la movilización de seis millones de soldados rusos en la frontera alemana. Hemos olvidado la negativa de Francia a declarar la neutralidad. —Varios hombres la abuchearon. Nadie recibe nunca vítores por decirle a la gente que la situación no es tan sencilla como cree, reflexionó Ethel con ironía—. ¡Yo no digo que Alemania sea inocente! —protestó Maud—. Digo que ningún país lo es. Digo que no estamos luchando por la estabilidad de Europa, o por la justicia para los belgas, o para castigar el militarismo alemán. ¡Estamos luchando porque somos demasiado orgullosos para admitir que cometimos un error!
Un soldado uniformado se puso en pie para intervenir, y Ethel se enorgulleció al ver que se trataba de Billy.
—Yo combatí en el Somme —empezó a decir Billy, y el público guardó silencio—. Quiero explicaros por qué perdimos a tantos hombres allí. —Ethel oía la fuerte voz y la serena convicción de su padre, y cayó en la cuenta de que Billy habría sido un gran predicador—. Nuestros oficiales nos dijeron… —y en este punto alargó una mano y señaló con un dedo acusador a Fitz— que el asalto sería como un paseo por el parque.
Ethel vio cómo Fitz se removía incómodo en la silla.
Billy prosiguió:
—Nos dijeron que nuestra artillería había destruido posiciones enemigas, destrozado sus trincheras y demolido sus refugios subterráneos, y que cuando llegáramos al otro lado no veríamos sino alemanes muertos.
No se dirigía a los hombres que ocupaban la tarima, observó Ethel, sino a todos los demás, al público, con una mirada intensa, asegurándose de que todos los ojos estuvieran puestos en él.
—¿Por qué nos dijeron eso? —añadió Billy, y en ese instante miró directamente a Fitz y habló con deliberado énfasis—: Era todo mentira. —Se oyó un murmullo cómplice en el público.
Ethel advirtió que a Fitz se le crispó el rostro. Sabía que para los hombres de la clase a la que él pertenecía ser acusados de embusteros era el peor de todos los agravios. Billy también lo sabía.
—Las posiciones alemanas no habían sido destruidas, como descubrimos cuando empezaron a ametrallarnos —prosiguió Billy.
La reacción de la concurrencia fue más sonora.
—¡Qué vergüenza! —gritó alguien.
Fitz se puso en pie para hablar, pero Bernie se le adelantó:
—Un momento, por favor, lord Fitzherbert. Deje que el orador concluya su intervención.
Fitz se sentó, sacudiendo la cabeza vigorosamente.
Billy alzó la voz.
—¿Comprobaron nuestros oficiales, por medio de un reconocimiento aéreo y enviando patrullas, el daño real que había ocasionado la artillería en las líneas alemanas? Y si no lo hicieron, ¿por qué?
Fitz volvió a levantarse, furioso. Algunos de los presentes aclamaron a Billy, otros lo abuchearon. Fitz empezó a hablar:
—¡No lo entiendes! —exclamó.
Pero la voz de Billy se impuso.
—Si sabían la verdad —gritó—, ¿por qué nos dijeron otra cosa?
Fitz comenzó a vociferar, y la mitad del público también lo hizo, pero la voz de Billy podía oírse sobre todas las demás.
—¡Tan solo estoy haciendo una pregunta muy sencilla! —bramó—. ¿Son nuestros oficiales imbéciles… o embusteros?
Ethel recibió una carta con la caligrafía grande y segura de Fitz en su lujoso papel de carta con escudo. En ella no mencionaba el mitin de Aldgate, sino que la invitaba a ir al palacio de Westminster al día siguiente, el martes 19 de diciembre, para sentarse en la tribuna de la Cámara de los Comunes y presenciar el primer discurso de Lloyd George como primer ministro. Se sintió emocionada. Nunca había creído que algún día vería el interior del palacio de Westminster, por no hablar de ver y oír a su héroe.
—¿Por qué crees que te ha invitado? —le preguntó Bernie aquella tarde; hacía, como siempre, la pregunta clave.
Ethel no tenía una respuesta convincente. La amabilidad pura y genuina nunca había sido un rasgo del carácter de Fitz; podía ser generoso cuando le convenía. Bernie se preguntaba astutamente si querría algo a cambio.
Bernie era más cerebral que intuitivo, pero aun así había percibido que existía algún vínculo entre Fitz y Ethel, y había reaccionado a ello volviéndose algo más cariñoso. No era nada teatral, pues no era el estilo de Bernie, pero tomaba la mano de Ethel un instante más largo de lo que debiera, se acercaba a ella un ápice más de lo que resultaba cómodo, le daba palmadas en el hombro cuando le hablaba y la tomaba por el codo cuando ella bajaba un escalón. De repente, Bernie se sentía inseguro y hacía gestos de forma instintiva que comunicaban que ella le pertenecía. Por desgracia, Ethel no se estremecía cuando lo hacía. Fitz le había recordado cruelmente lo que ella no sentía por Bernie.
El martes, Maud entró en el despacho a las diez y media, y ambas trabajaron codo con codo toda la mañana. Maud no podía escribir la primera plana de la siguiente edición hasta que Lloyd George hubiese hablado, pero el periódico contenía mucha más información en la que trabajar: ofertas laborales, anuncios solicitando niñeras, consejos de salud para mujeres y niños escritos por el doctor Greenward, recetas y cartas.
—Fitz está rabioso desde el mitin —dijo Maud.
—Ya te dije que se lo harían pasar mal.
—A él eso no le importa —repuso Maud—, pero Billy lo llamó embustero.
—¿Estás segura de que no está así solo porque Billy venció en el debate?
Maud sonrió, arrepentida.
—Quizá.
—Solo espero que no haga sufrir a Billy por esto.
—No lo hará —dijo Maud con firmeza—. Eso significaría romper su palabra.
—Bien.
Almorzaron en una cafetería de Mile End Road, «Una buena cafetería para los conductores», según rezaba el cartel del local, y de hecho estaba lleno de camioneros. El personal del mostrador saludó a Maud alegremente. Comieron empanada de ternera y ostras; las ostras, baratas, se habían generalizado para camuflar la escasez de ternera.
Después cruzaron Londres en autobús, en dirección al West End. Ethel miró la esfera gigantesca del Big Ben y vio que eran las tres y media. Estaba previsto que Lloyd George hablara a las cuatro. Tenía en sus manos poner fin a la guerra y salvar millones de vidas. ¿Lo haría?
Lloyd George siempre había luchado por la clase obrera. Antes de la guerra había batallado con la Cámara de los Lores y el rey para restablecer las antiguas pensiones. Ethel sabía cuánto significaban para los ancianos depauperados. El primer día en que se pagaron, Ethel vio a mineros jubilados —hombres antaño fuertes ya encorvados y temblorosos— salir de la oficina de correos de Aberowen llorando abiertamente de alegría por dejar de ser indigentes. Fue entonces cuando Lloyd George se erigió en el héroe de la clase obrera. Los lores querían gastarse el dinero en la Royal Navy.
«Yo podría haber escrito su discurso —pensó Ethel—. Diría: “Hay momentos en la vida de un hombre, de un país, en que es correcto afirmar: ‘He hecho cuanto he podido, y no puedo hacer más; por consiguiente, cesaré de esforzarme y buscaré otro camino’. En la última hora he ordenado el alto el fuego en toda la línea británica en Francia. Caballeros, las armas guardan ya silencio”.»
Era posible. Los franceses se enfurecerían, pero tendrían que sumarse al alto el fuego o se arriesgarían a que los británicos pudieran firmar un tratado de paz por su cuenta y abandonarlos a una derrota segura. El acuerdo de paz sería arduo en Francia y en Bélgica, pero no tanto como la pérdida de más millones de vidas.
Sería un acto de gran talla gubernamental. Sería asimismo el final de la trayectoria política de Lloyd George: los electores no podrían votar a un hombre que había perdido la guerra. Pero ¡menuda salida iba a tener!
Fitz esperaba en el vestíbulo central. Gus Dewar lo acompañaba. Sin duda, estaba más ansioso que nadie por saber lo que Lloyd George respondería a la iniciativa de paz.
Subieron la larga escalinata hasta la tribuna y ocuparon sus asientos, que daban a la sala de debate. Ethel quedó sentada entre Fitz, a su derecha, y Gus, a su izquierda. Bajo ellos, las hileras de bancos de cuero verde a ambos lados estaban ya llenas de parlamentarios, salvo los pocos asientos de la primera fila tradicionalmente reservados para el gabinete.
—Todos los parlamentarios son hombres —dijo Maud en voz alta.
Un ujier, ataviado con los bombachos de terciopelo y las medias blancas del uniforme de gala, la mandó callar de forma expeditiva:
—¡Silencio, por favor!
Un parlamentario estaba de pie, pero apenas nadie lo escuchaba. Todos esperaban al nuevo primer ministro. Fitz le susurró a Ethel:
—Tu hermano me insultó.
—Oh, pobrecito —repuso Ethel, con sarcasmo—. ¿Te sientes herido?
—Muchos hombres se retaban a duelo por menos.
—Pero ya hace unos años que estamos en el siglo XX…
Él no se inmutó ante aquella pulla.
—¿Sabe quién es el padre de Lloyd?
Ethel dudó; no quería decírselo pero tampoco quería mentir.
Su vacilación le confirmó lo que quería saber.
—Ya veo —dijo—. Eso explica sus injurias.
—No creo que tengas que buscar motivos ocultos —replicó ella—. Lo que ocurrió en el Somme fue suficiente para enfurecer a los soldados, ¿no crees?
—Debería ser juzgado en consejo de guerra por su insolencia.
—Pero prometiste que no…
—Sí —confirmó, enojado—. Por desgracia, lo hice.
Lloyd George entró en la cámara.
Era una figura menuda y delgada, vestida con chaqué, con el cabello excesivamente largo y algo desaliñado, y un poblado bigote ya completamente blanco. Tenía cincuenta y tres años, pero su paso era ágil y, cuando se sentó y le dijo algo a un diputado, Ethel atisbó su sonrisa, que ya conocía de las fotografías de los periódicos.
Empezó a hablar a las cuatro y diez. Su voz era algo ronca, y se excusó por la afección de garganta. Hizo una pausa y luego dijo:
—Comparezco hoy ante la Cámara de los Lores con la más terrible responsabilidad que puede recaer sobre los hombros de un hombre.
Era un buen comienzo, pensó Ethel. Al menos no iba a despreciar la carta de los alemanes como un truco banal o una táctica de despiste, como habían hecho los franceses y los rusos.
—Cualquier hombre o grupo de hombres que prolongue gratuitamente, o sin motivo suficiente, un conflicto terrible como este, verá su alma mancillada por un crimen que ni todos los océanos podrían lavar.
Era un toque bíblico, pensó Ethel, una referencia baptista al lavado de los pecados.
Pero entonces, como un predicador, hizo la afirmación contraria.
—Cualquier hombre o grupo de hombres que, sin estar exhaustos o desesperados, abandone la lucha sin que se haya alcanzado el elevado propósito por el cual la entablamos será culpable del acto de cobardía más caro jamás perpetrado por ningún hombre de Estado.
Ethel se removió, ansiosa. ¿En qué dirección saltaría? Pensó en el día de los telegramas en Aberowen, y volvió a ver los rostros de los familiares de las víctimas. ¿Iba a permitir Lloyd George —de entre todos los políticos— que ese terrible dolor prosiguiera si él podía evitarlo? Si lo hacía, ¿qué sentido tenía en realidad que se dedicara a la política?
Lloyd George citó a Abraham Lincoln:
—Aceptamos esta guerra por un objetivo, un objetivo digno, y la guerra no cesará hasta que se logre ese objetivo.
Aquello no presagiaba nada bueno. A Ethel le dieron ganas de preguntarle cuál era el objetivo. Woodrow Wilson había hecho esa misma pregunta y aún no había obtenido respuesta. Tampoco en ese momento se concedió ninguna. Lloyd George prosiguió:
—¿Podemos lograr ese objetivo aceptando la invitación del canciller alemán? Esa es la única cuestión que debemos plantearnos.
Ethel se sintió frustrada. ¿Cómo podía discutirse esa cuestión si nadie conocía cuál era el objetivo de la guerra?
Lloyd George alzó la voz, como un predicador a punto de hablar sobre el infierno:
—Participar en una conferencia a invitación de Alemania, que se proclama vencedora, y sin conocer las propuestas que prevé hacer… —hizo una pausa y barrió la cámara con la mirada, primero a los liberales, sentados a su derecha y detrás, y después a los conservadores, sentados en el lado opuesto— ¡equivaldría a ponernos una soga al cuello, cuyo extremo está en manos de Alemania!
Un intenso rumor de aprobación se alzó entre los parlamentarios.
Estaba rechazando la oferta de paz.
Gus Dewar hundió la cara entre las manos.
—¿Y qué hay de Alun Pritchard, muerto en el Somme? —gritó Ethel.
El ujier la reprendió:
—¡Silencio!
Ethel se puso en pie.
—El sargento Elijah el Profeta Jones, ¡muerto! —vociferó.
—¡Por el amor de Dios, cállate y siéntate! —le dijo Fitz.
Abajo, en la cámara, Lloyd George siguió hablando, aunque un par de parlamentarios miraban hacia la tribuna.
—¡Clive Pugh! —gritó Ethel con todas sus fuerzas.
Dos ujieres se acercaron a ella, uno por cada lado.
—¡Arthur Llewellyn el Manchas!
Los ujieres la agarraron por los brazos y se la llevaron por la fuerza.
—¡Joey Ponti! —chilló ella, y los dos ujieres la arrastraron al otro lado de la puerta.