Noviembre-diciembre de 1916
Ethel Williams examinó con inquietud la lista de bajas en el periódico. Aparecían varios Williams, pero ningún cabo William Williams de los Fusileros Galeses. Dando las gracias al cielo en silencio, dobló el periódico, se lo dio a Bernie Leckwith y puso a calentar agua para hacer chocolate.
No podía estar segura de que Billy siguiera con vida. Podrían haberlo matado en los últimos días u horas. La acosaba el recuerdo del día de los telegramas en Aberowen, y los rostros de las mujeres, crispados por el miedo y el dolor; unos rostros que lucirían de por vida las marcas dejadas por las noticias de aquella jornada. Se avergonzó de sí misma por alegrarse de que Billy no estuviera entre los fallecidos.
Los telegramas siguieron llegando a Aberowen. La batalla del Somme no concluyó aquel primer día. A lo largo de todo julio, agosto, septiembre y octubre, el ejército británico arrojó a sus jóvenes soldados a una tierra de nadie para que las ametralladoras segaran sus vidas. Una y otra vez, los periódicos proclamaban una victoria, pero los telegramas narraban una historia bien distinta.
Bernie estaba en la cocina de Ethel, como hacía la mayoría de las tardes. El pequeño Lloyd se había encariñado con el «tío» Bernie. Solía sentarse en su regazo, y Bernie le leía el periódico. El niño apenas entendía lo que significaban aquellas palabras, pero aun así parecía disfrutar. Esa noche, no obstante, por algún motivo Bernie estaba nervioso y no le prestó atención.
Mildred bajó de la planta superior con una tetera.
—¿Me prestas una cucharada de té, Eth? —preguntó.
—Sírvete tú misma, ya sabes dónde está. ¿Prefieres una taza de chocolate?
—No, gracias. El chocolate me da gases. Hola, Bernie. ¿Cómo va la revolución?
Bernie alzó la mirada del periódico y sonrió. Le caía bien Mildred. Como a todo el mundo.
—La revolución ha quedado ligeramente aplazada —contestó.
Mildred vertió las hojas del té en la tetera.
—¿Tienes noticias de Billy?
—Ninguna, últimamente —dijo Ethel—. ¿Y tú?
—Nada desde hace un par de semanas.
Ethel recogía el correo del suelo del recibidor por la mañana, por lo que sabía que Mildred recibía frecuentes cartas de Billy. Ethel sospechaba que se trataba de cartas de amor; ¿por qué, si no, iba a escribir un chico a la inquilina de su hermana? Al parecer, Mildred correspondía a los sentimientos de Billy: le preguntaba por él de forma regular, adoptando un aire de despreocupación que no conseguía ocultar su inquietud.
También a Ethel le caía bien Mildred, pero se preguntaba si Billy, con dieciocho años, estaría preparado para hacerse cargo de una mujer de veintitrés y con dos hijastras. Cierto era que Billy siempre había sido extraordinariamente maduro y responsable para su edad, y que aún podían pasar años antes de que acabara la guerra. En cualquier caso, Ethel quería que volviera vivo a casa. Después de eso, nada importaría demasiado.
—Su nombre no figura en la lista de bajas del periódico de hoy, gracias a Dios.
—Me pregunto cuándo le concederán un permiso.
—Solo lleva cinco meses fuera.
Mildred dejó la tetera.
—Ethel, ¿puedo pedirte algo?
—Por supuesto.
—Estoy pensando en trabajar por mi cuenta… Como costurera, quiero decir.
Ethel se quedó sorprendida. Mildred era ya supervisora en el taller de Mannie Litov, y en consecuencia cobraba un jornal mejor.
—Tengo una amiga que podría conseguirme un trabajo de confección de sombreros —prosiguió Mildred—; se trataría de coserles el velo, lazos, plumas y cuentas. Es un trabajo cualificado y se cobra más que cosiendo uniformes.
—Parece fantástico.
—El único inconveniente es que tendría que trabajar en casa, al menos al principio. Más adelante me gustaría contratar a otras chicas y alquilar un local pequeño.
—¡Vaya, pues sí que miras hacia el futuro!
—Tengo que hacerlo, ¿no crees? Cuando acabe la guerra, ya no querrán más uniformes.
—Es verdad.
—Entonces, ¿no te importa que utilice la planta de arriba como taller durante algún tiempo?
—Por supuesto que no. ¡Te deseo mucha suerte!
—Gracias. —En un acto impulsivo, Mildred le dio un beso en la mejilla, y luego cogió la tetera y se marchó.
Lloyd bostezó y se frotó los ojos. Ethel lo agarró en brazos y lo acostó en la habitación de al lado. Lo contempló enternecida un par de minutos mientras el pequeño se dormía. Como siempre, su indefensión la conmovía. «Este será un mundo mejor cuando crezcas, Lloyd —le prometió en silencio—. Nosotros nos encargaremos de que así sea.»
Cuando volvió a la cocina, intentó distraer a Bernie para que se le pasara el mal humor.
—Debería haber más libros para niños —comentó.
Él asintió.
—Me gustaría que en todas las bibliotecas hubiese una sección de libros infantiles. —Bernie hablaba sin levantar la vista del periódico.
—Quizá si vosotros, los bibliotecarios, animarais a los editores a que publiquen más…
—Confío en que lo hagan.
Ethel echó más carbón al fuego y sirvió chocolate para ambos. No era habitual que Bernie se mostrara tan retraído. Por lo general disfrutaba de aquellas veladas cálidas. Eran dos forasteros, una chica galesa y un judío, aunque en Londres no faltaban galeses ni judíos. Fuera cual fuese el motivo, en los dos años que llevaba viviendo en Londres él se había convertido en un buen amigo para ella, junto con Mildred y Maud.
Ethel dedujo lo que consternaba a Bernie. La noche anterior, un ponente de la Sociedad Fabiana había pronunciado un discurso para la delegación del Partido Laborista sobre el «Socialismo de posguerra». Ethel había debatido con él, y era evidente que el hombre se había prendado de ella. Después del mitin, él coqueteó con ella, aunque todos los presentes sabían que estaba casado, y ella disfrutó con sus atenciones, sin tomarlas en serio en absoluto. Pero tal vez Bernie estuviera celoso.
Decidió respetar su silencio, si era eso lo que necesitaba. Se sentó a la mesa de la cocina y abrió un sobre grande lleno de cartas de soldados que estaban en primera línea. Lectoras de The Soldier’s Wife enviaban al periódico cartas destinadas a sus esposos, que pagaba un chelín por cada una que se publicara. Las cartas proporcionaban una imagen más real de la vida en el frente que todas las crónicas que publicaba la prensa generalista. Maud redactaba la práctica totalidad del contenido de The Soldier’s Wife, pero las cartas habían sido idea de Ethel y ella editaba esa página, que se había convertido en la sección más popular del periódico.
Le habían ofrecido un empleo mejor remunerado, como organizadora a jornada completa para el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección, pero lo había rechazado porque quería continuar al lado de Maud y seguir haciendo campaña.
Leyó media docena de cartas. Cuando acabó, suspiró y miró a Bernie.
—Era de esperar que la gente se pronunciara contra la guerra —dijo.
—Pero no lo han hecho —replicó él—. Mira los resultados de las elecciones.
El mes anterior, en Ayrshire, se habían celebrado unas elecciones extraordinarias, en una sola circunscripción, debido al fallecimiento del representante parlamentario. El conservador Hunter-Weston, un teniente general que había combatido en el Somme, se enfrentó a un candidato por la paz, el reverendo Chalmers. El oficial del ejército había obtenido una victoria abrumadora: 7.149 votos contra 1.300.
—Son los periódicos —dijo Ethel con frustración—. ¿Qué pueden hacer nuestras pequeñas publicaciones para promover la paz frente a la propaganda que lanza la sanguinaria prensa de Northcliffe? —Lord Northcliffe, un fanático militarista, era propietario de The Times y del Daily Mail.
—No son solo los periódicos —replicó Bernie—. Es el dinero.
Bernie prestaba mucha atención a las finanzas gubernamentales, algo insólito en un hombre que nunca había tenido más de unos pocos chelines. Ethel vio una oportunidad para arrancarlo de su abatimiento y le preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Antes de la guerra, nuestro gobierno se gastaba medio millón de libras al día en total: el ejército, los juzgados y las prisiones, la educación, las pensiones, la gestión de las colonias… todo.
—¿Tanto? —Ethel le brindó una sonrisa afectuosa—. Esa es la clase de estadísticas que mi padre sabía siempre.
Él se tomó el chocolate y dijo:
—Adivina cuánto gasta ahora.
—¿El doble? ¿Un millón al día? Parece imposible.
—Ni te has acercado. La guerra cuesta cinco millones de libras al día. Eso es un coste diez veces superior al del gobierno del país.
Ethel estaba perpleja.
—¿De dónde sale el dinero?
—Ese es el problema: lo pedimos prestado.
—Pero hace ya más de dos años que estamos en guerra. Debemos de haber pedido… ¡casi cuatro mil millones de libras!
—Sí, más o menos. El gasto de veinticinco años.
—Pero ¿cómo vamos a devolver eso?
—Nunca podremos devolverlo. Si un gobierno tratara de crear suficientes impuestos para devolver el préstamo provocaría una revolución.
—Entonces, ¿qué ocurrirá?
—Si perdemos la guerra, nuestros acreedores, principalmente estadounidenses, se arruinarán. Y si ganamos, haremos que paguen los alemanes. «Reparaciones» es la palabra que utilizan para referirse a eso.
—¿Cómo se las arreglarán?
—Morirán de hambre. Pero a nadie le importa lo que sea de los perdedores. En cualquier caso, los alemanes les hicieron lo mismo a los franceses en 1871. —Bernie se levantó y llevó la taza al fregadero—. ¿Ves por qué no podemos hacer las paces con Alemania? ¿Quién pagaría entonces la factura?
Ethel no daba crédito a lo que oía.
—Y por eso tenemos que seguir enviando muchachos a morir a las trincheras, porque no podemos pagar la factura. Pobre Billy. Qué mundo tan perverso.
—Pero vamos a cambiarlo.
«Eso espero», pensó Ethel. Bernie creía que para conseguirlo se necesitaría una revolución. Ella había leído acerca de la Revolución francesa y sabía que esas cosas no siempre resultaban como la gente pretendía. Pese a ello, estaba decidida a que Lloyd tuviera una vida mejor.
Guardaron silencio un rato, y entonces Bernie se levantó. Se dirigió a la puerta, como para marcharse, pero cambió de idea.
—El ponente de anoche era interesante.
—Sí —convino ella.
—E inteligente.
—Sí, era inteligente.
Bernie se sento de nuevo.
—Ethel… Hace dos años me dijiste que querías una amistad, no un idilio.
—Siento mucho haber herido tus sentimientos.
—No lo sientas. Nuestra amistad es lo mejor que me ha ocurrido nunca.
—Yo también la aprecio.
—Aseguraste que pronto olvidaría todo ese sentimentalismo, y que seríamos amigos sin más. Pero te equivocabas. —Bernie se inclinó hacia delante en la silla—. A medida que he ido conociéndote mejor, he llegado a amarte más que nunca.
Ethel advirtió el anhelo en sus ojos, y lamentó desesperadamente no poder corresponder a sus sentimientos.
—Yo también te tengo mucho cariño —dijo—, pero no esa clase de cariño.
—¿Qué sentido tiene que estemos solos? Nos apreciamos. ¡Formamos un gran equipo! Tenemos los mismos ideales, los mismos propósitos en la vida, opiniones similares… Estamos hechos el uno para el otro.
—En el matrimonio hay más que eso.
—Lo sé. Y deseo abrazarte. —Movió un brazo, como a punto de alargar una mano y tocarla, pero ella cruzó las piernas y se volvió de lado en la silla. Él retiró la mano y una sonrisa amarga nubló su semblante habitualmente cordial—. Sé que no soy el hombre más atractivo que has conocido. Pero, créeme, nadie te ha amado nunca como te amo yo.
En eso tenía razón, pensó Ethel apesadumbrada. Muchos hombres la habían pretendido, y uno la había seducido, pero nadie le había dado muestras de la paciente devoción de Bernie. Si se casaba con él, sin duda sería para siempre. Y, en algún recoveco de su alma, era eso lo que deseaba.
Percibiendo su vacilación, Bernie dijo:
—Cásate conmigo, Ethel. Te amo. Consagraré mi vida a hacerte feliz. Es lo único que quiero.
¿Necesitaba ella todo eso? No era infeliz. Lloyd constituía una alegría constante, con su torpe caminar, sus balbuceos y su curiosidad sin límites. Él le bastaba.
—El pequeño Lloyd necesita un padre —dijo Bernie.
Aquello le provocó una punzada de culpa. Bernie ya estaba desempeñando esa función a tiempo parcial. ¿Debía casarse con él por el bien de Lloyd? Aún no era demasiado tarde para que empezara a llamarlo «papá».
Eso significaría renunciar a las pocas esperanzas que le quedaban de volver a encontrar la pasión arrolladora que había sentido con Fitz. La añoranza seguía asaltándola cada vez que pensaba en ello. Pero se preguntó, intentando pensar con objetividad pese a sus sentimientos: «¿Qué gané yo con aquella aventura? Fitz me decepcionó, mi familia me rechazó y tuve que dejar mi ciudad. ¿Por qué iba a volver a querer eso?».
No obstante, por mucho que lo intentaba, no conseguía reunir el valor para aceptar la proposición de Bernie.
—Deja que lo piense —dijo.
A él se le iluminó la cara. Era sin duda una respuesta más positiva de la que se había atrevido a esperar.
—Piénsalo tanto tiempo como quieras —declaró él—. Esperaré.
Ethel abrió la puerta de la calle.
—Buenas noches, Bernie.
—Buenas noches, Ethel. —Se inclinó hacia ella y la joven lo besó en la mejilla. Los labios de él se demoraron un instante sobre la piel de Ethel, y ella se retiró de inmediato. Él la tomó de una muñeca—: Ethel…
—Que duermas bien, Bernie —dijo.
Él dudó, y asintió.
—Tú también —repuso, y se marchó.
La noche de las elecciones, en noviembre de 1916, Gus Dewar estaba seguro de que su trayectoria política había llegado a su fin.
Estaba en la Casa Blanca, filtrando llamadas telefónicas y transmitiendo mensajes al presidente Wilson, que se encontraba en Shadow Lawn, la nueva Casa Blanca de verano, en New Jersey, con su segunda esposa, Edith. Todos los días se le enviaban los periódicos desde Washington por medio del servicio de correos estatal, pero a veces el presidente necesitaba recibir las noticias con mayor celeridad.
A las nueve de esa noche se sabía ya que el republicano, un magistrado del Tribunal Supremo llamado Charles Evans Hughes, había ganado en cuatro estados trascendentales: Nueva York, Indiana, Connecticut y New Jersey.
Pero la realidad no se hizo evidente para Gus hasta que un mensajero le llevó las primeras ediciones de los periódicos de Nueva York y vio el titular:
HUGHES, PRESIDENTE ELECTO
Se quedó paralizado. Creía que Woodrow Wilson iba ganando. Los electores no habían olvidado la destreza de Wilson al abordar la crisis del Lusitania: había conseguido endurecer su postura para con los alemanes y seguir siendo neutral. El eslogan de la campaña de Wilson había sido: «Él nos mantuvo fuera de la guerra».
Hughes había acusado a Wilson de fracasar al preparar a Estados Unidos para la guerra, pero le había salido el tiro por la culata. Los estadounidenses estaban más decididos que nunca a que su país no se implicara en el conflicto tras la brutal represión del Alzamiento de Pascua en Dublín por parte de Gran Bretaña. El trato que los británicos habían brindado a los irlandeses no había sido mejor que el que los alemanes habían exhibido con los belgas, de modo que ¿por qué iba Estados Unidos a tomar partido?
Cuando acabó de leer los periódicos, Gus se aflojó la corbata y dormitó en el sofá del estudio adyacente al Despacho Oval. Lo agobiaba la perspectiva de dejar la Casa Blanca. Trabajar para Wilson se había convertido en la base de su existencia, comprendió en ese momento. Su vida sentimental era un fracaso, pero al menos sabía que el presidente de Estados Unidos lo valoraba.
Su inquietud no era solo egoísta. Wilson estaba decidido a crear un orden internacional en el que fuera posible evitar las guerras. Del mismo modo en que los vecinos ya no saldaban a tiros sus disputas por los límites de sus propiedades, debía llegar el día en que también los países sometieran sus conflictos a un juicio independiente. El secretario del Foreign Office, sir Edward Grey, había empleado las palabras «Liga de Naciones» en una carta remitida a Wilson, y al presidente le había gustado aquella frase. Si Gus podía contribuir a hacerla realidad, su vida tendría sentido.
Pero en esos momentos daba la impresión de que ese sueño no iba a materializarse, pensó, y se sumió en un sueño frustrado.
Lo despertó por la mañana, temprano, un cable que afirmaba que Wilson había ganado en Ohio —un estado obrero que aprobaba la postura del presidente frente a la jornada laboral de ocho horas—, y también en Kansas. Wilson volvía a estar en la carrera. Poco después ganó en Minnesota por menos de mil votos.
No todo estaba perdido, advirtió Gus, y se le levantó el ánimo.
El miércoles por la noche Wilson iba por delante con 264 votos electorales contra 254, una ventaja de diez. Pero un estado, California, aún no había comunicado el resultado, y equivalía a trece votos electorales. Quien ganara en California sería presidente.
El teléfono de Gus enmudeció. A él no le quedaba mucho que hacer. El recuento en Los Ángeles era lento. Las urnas sin abrir eran custodiadas por demócratas armados que creían que la manipulación les había robado una victoria presidencial en 1876.
El resultado seguía pendiendo de un hilo cuando llamaron a Gus desde el vestíbulo para informarle de que tenía una visita. Para su sorpresa, era Rosa Hellman, la antigua directora del Buffalo Anarchist. Gus se alegró de verla; siempre resultaba interesante hablar con Rosa. Recordó que un anarquista había asesinado al presidente McKinley en Buffalo en 1901. Pero el presidente Wilson estaba en New Jersey, lejos de allí, así que condujo a Rosa al estudio y le ofreció una taza de café.
Rosa llevaba un abrigo rojo. Gus, que era más alto que ella, la ayudó a quitárselo y percibió el aroma de un perfume ligeramente floral.
—La última vez que nos vimos me dijiste que era un maldito idiota por haberme comprometido con Olga Vyalov —comentó Gus mientras colgaba el abrigo de Rosa en el perchero.
Ella pareció azorarse.
—Te ruego que me disculpes.
—Ah, tenías razón. —Cambió de tema—. De modo que ahora trabajas para una agencia de noticias, ¿no es así?
—Exacto.
—Como corresponsal en Washington.
—No, soy la ayudante tuerta del corresponsal.
Nunca antes había mencionado su defecto. Gus dudó unos instantes, y luego dijo:
—Antes me preguntaba por qué no llevabas un parche, pero ahora me alegro de que no lo hagas. Eres una mujer muy guapa con un ojo cerrado.
—Gracias. Tú eres un hombre muy amable. ¿Qué clase de trabajo haces para el presidente?
—Además de atender el teléfono cuando suena… leo los comedidos informes del Departamento de Estado y después le digo la verdad a Wilson.
—¿Por ejemplo?
—Nuestros embajadores en Europa afirman que la ofensiva del Somme está alcanzando algunos de sus objetivos pero no todos, con cuantiosas bajas en ambos bandos. Es casi imposible demostrar que eso sea falso… y al presidente no le aporta nada, así que le digo que el Somme está siendo un desastre para los británicos. —Se encogió de hombros—. O lo hacía. Es probable que mi trabajo haya terminado. —Ocultaba sus verdaderos sentimientos. La perspectiva de que Wilson pudiera perder lo aterraba.
Ella asintió.
—Están repitiendo el recuento en California. Han votado casi un millón de personas, y la diferencia es de unos cinco mil votos.
—Cuánto depende de la decisión de una pequeña cantidad de personas con escasa educación…
—Eso es la democracia.
Gus sonrió.
—Una forma espantosa de gobernar un país, pero los demás sistemas son peores.
—Si Wilson gana, ¿cuál será su máxima prioridad?
—¿Extraoficialmente?
—Por supuesto.
—La paz en Europa —contestó Gus sin vacilar.
—¿De veras?
—En realidad nunca ha acabado de sentirse cómodo con el eslogan «Él nos mantuvo fuera de la guerra». El asunto no está solo en sus manos. Podríamos vernos arrastrados a la guerra, queramos o no.
—Pero ¿qué puede hacer él?
—Presionará a los dos bandos para que lleguen a un acuerdo.
—¿Podría conseguirlo?
—No lo sé.
—Es evidente que no pueden seguir matándose de esa forma salvaje como han hecho en el Somme.
—Sabe Dios. —Volvió a cambiar de tema—. Cuéntame novedades de Buffalo.
Ella le dirigió una mirada franca.
—¿Quieres saber de Olga, o te resulta demasiado bochornoso?
Gus desvió la mirada. ¿Qué podía ser más bochornoso? Primero había recibido una nota de Olga, anulando el compromiso. En ella se deshacía en disculpas, pero no daba ninguna explicación. Gus no estaba dispuesto a aceptarlo y le escribió para pedirle que se vieran y lo hablaran en persona. Pero ese mismo día su madre descubrió, por medio de un entramado de amigas chismosas, que Olga iba a casarse con el chófer de su padre. «Pero ¿por qué?», preguntó Gus atormentado, y su madre respondió: «Mi querido muchacho, solo hay un motivo por el que una chica se case con un chófer». Él la miró desconcertado, y su madre finalmente le dijo: «Tiene que estar embarazada». Fue el momento más humillante de su vida, e incluso un año después seguía estremeciéndose de dolor cada vez que lo recordaba.
Rosa interpretó su semblante.
—No debería haberla mencionado. Lo siento.
Gus consideró que debía saber lo que ya sabían los demás. Le acarició la mano.
—Gracias por ser tan franca. Lo prefiero. Y, sí, siento curiosidad por Olga.
—Bien. Se casaron en una iglesia ortodoxa rusa de Ideal Street, y la recepción tuvo lugar en el hotel Statler. Hubo seiscientos invitados, y Josef Vyalov reservó el salón de baile y el comedor, e hizo servir caviar para todos. Fue la boda más espléndida de la historia de Buffalo.
—¿Y cómo es su marido?
—Lev Peshkov es atractivo, encantador y muy poco de fiar. Basta con mirarlo para saber que es un granuja. Y ahora es yerno de uno de los hombres más ricos de Buffalo.
—¿Y el niño?
—La niña, Daria, pero ellos la llaman Daisy. Nació en marzo. Y Lev ya no es chófer, claro. Creo que dirige uno de los clubes nocturnos de Vyalov.
Charlaron durante una hora, y luego Gus la acompañó abajo y avisó a un taxi para que la llevara a casa.
A primera hora de la mañana siguiente, Gus recibió un cable con el resultado de California. Wilson había ganado por 3.777 votos. Había sido reelegido presidente.
Gus se sintió eufórico. Otros cuatro años para tratar de conseguir lo que todos se proponían. Podrían cambiar el mundo en cuatro años.
Mientras releía el telegrama, sonó el teléfono. Descolgó y oyó decir al operador de la centralita:
—Tiene una llamada de Shadow Lawn. El presidente quiere hablar con usted, señor Dewar.
—Gracias.
Instantes después, Gus oyó la voz familiar de Wilson.
—Buenos días, Gus.
—Enhorabuena, señor presidente.
—Gracias. Haz la maleta. Quiero que vayas a Berlín.
Cuando Walter von Ulrich volvió de permiso a casa, su madre organizó una fiesta.
No se celebraban muchas fiestas en Berlín. Resultaba difícil comprar comida, incluso para una mujer acaudalada con un esposo influyente. Susanne von Ulrich no estaba bien: había perdido mucho peso y tenía una tos recurrente. Pese a ello, deseaba fervientemente hacer algo por Walter.
Otto tenía una bodega llena de vinos exquisitos que había comprado antes de la guerra. Susanne se decantó por una recepción vespertina para no tener que ofrecer una cena completa. Sirvió aperitivos ligeros de pescado ahumado y queso sobre triángulos de pan tostado, y compensó lo magro de la comida con una provisión ilimitada de mágnums de champán.
Walter se sentía agradecido por el detalle, pero en realidad no quería una fiesta. Tenía por delante dos semanas lejos del campo de batalla, y lo único que deseaba era una cama blanda, ropa seca y la oportunidad de holgazanear todo el día en el elegante salón de la casa que sus padres poseían en la ciudad, mirar por la ventana pensando en Maud o sentarse al piano de cola Steinway y tocar el Frühlingsglaube de Schubert: «Ahora todo, todo debe cambiar».
¡Con qué ligereza se habían dicho Maud y él entonces, en agosto de 1914, que volverían a estar juntos en Navidad! Habían pasado ya más de dos años desde la última vez que había visto su encantador rostro. Y probablemente Alemania tardaría otros dos años en ganar la guerra. Walter confiaba en que Rusia se derrumbara, lo que permitiría a los alemanes concentrar sus fuerzas en un ataque masivo definitivo hacia el oeste.
Mientras tanto, a veces le costaba recordar la imagen de Maud y tenía que mirar la fotografía, ya ajada, que había salido publicada en una revista y que siempre llevaba consigo: «Lady Maud Fitzherbert siempre viste a la última moda». No le apetecía asistir a una fiesta sin ella. Mientras se preparaba, deseó que su madre no se hubiera tomado aquella molestia.
La casa tenía un aspecto apagado. No había suficientes sirvientes para mantenerla impecable. Los hombres estaban en el ejército, las mujeres conducían tranvías y repartían el correo, y el personal de mayor edad se esforzaba al máximo por satisfacer el nivel de exigencia de la madre de Walter en cuanto a limpieza y lustre. También estaba fría y sucia. La asignación de carbón no bastaba para mantener en pleno funcionamiento la calefacción central, por lo que su madre había tenido que colocar estufas en el salón, el comedor y la sala de estar, pero eran insuficientes para combatir el frío de noviembre en Berlín.
No obstante, Walter se animó cuando las frías estancias se llenaron de jóvenes y una pequeña banda empezó a tocar en el salón. Su hermana pequeña, Greta, había invitado a todos sus amigos. Walter cayó en la cuenta de cuánto añoraba la vida social. Le gustaba ver a las chicas con hermosos vestidos y a los hombres con trajes inmaculados. Disfrutaba con las bromas, el flirteo y los chismes. Le había fascinado ser diplomático; aquella vida iba con él. Le resultaba fácil ser encantador y charlar con la gente.
La casa de los Von Ulrich no disponía de salón de baile, pero los invitados empezaron a bailar sobre el suelo enlosado del salón. Walter bailó varias veces con la mejor amiga de Greta, Monika von der Helbard, una chica alta, esbelta y con una larga melena pelirroja, rasgos que a él le recordaron los lienzos de aquellos artistas ingleses que se hicieron llamar prerrafaelitas.
Cogió una copa de champán y se sentó al lado de Monika. Ella le preguntó por la vida en las trincheras, como hacían todos. Él solía contestar que era dura, pero que los hombres estaban animados y que al final ganarían. Por alguna razón, a Monika le dijo la verdad.
—Lo peor de todo es que la situación es absurda —le confesó—. Llevamos dos años en las mismas posiciones, con una diferencia de tal vez unos pocos metros, y no veo cómo va a cambiar eso con las decisiones que está tomando el alto mando… o con ninguna de las que vaya a tomar. Pasamos frío y hambre, sufrimos catarros, pie de trinchera y dolor de estómago, y nos aburrimos mortalmente… y todo para nada.
—No es eso lo que leemos en los periódicos —dijo ella—. Es muy triste.
Monika le apretó el brazo con empatía. Su gesto fue como una descarga eléctrica para Walter. Ninguna mujer fuera de su familia le había tocado en dos años. De pronto pensó en lo maravilloso que sería abrazarla, estrechar su cálido cuerpo contra el suyo y besar sus labios. Los ojos ámbar de ella le devolvieron una mirada franca, y al instante comprendió que la joven le había leído los pensamientos. Las mujeres sabían con frecuencia lo que los hombres pensaban, según había llegado a descubrir. Se sintió azorado, pero era evidente que a ella no le importó, y esa idea lo excitó.
Un hombre se acercó a ellos, y Walter alzó la vista irritado, suponiendo que su intención era sacar a bailar a Monika. Pero entonces reconoció su cara.
—¡Dios mío! —exclamó. Recordó su nombre al instante; tenía una excelente memoria para las personas, como todos los buenos diplomáticos—. ¿Eres Gus Dewar? —le preguntó en inglés.
Gus le contestó en alemán.
—Sí, pero podemos hablar en alemán. ¿Cómo estás?
Walter se levantó y le estrechó la mano.
—Te presento a Fraulein Monika von der Helbard. Este es Gus Dewar, asesor del presidente Woodrow Wilson.
—Qué placer conocerle, señor Dewar —dijo ella—. Caballeros, mejor los dejo solos para que puedan hablar.
Mientras ella se alejaba, Walter la observó con pesar y cierta culpa. Por un instante había olvidado que era un hombre casado.
Miró a Gus. El norteamericano le había caído bien en cuanto se conocieron en Ty Gwyn. Gus tenía una apariencia singular, con la cabeza grande y el cuerpo larguirucho y delgado, pero era astuto. Acabado de salir de Harvard en aquel entonces, Gus era un joven de una timidez entrañable, pero en los dos años que llevaba trabajando en la Casa Blanca había adquirido cierto grado de confianza en sí mismo. El estilo informe del terno que los estadounidenses habían empezado a llevar le confería un aire elegante.
—Me alegro de verte —dijo Walter—. Ahora ya no viene mucha gente de vacaciones.
—No son vacaciones, exactamente —repuso Gus.
Walter esperó a que dijera algo más, pero, al ver que no lo hacía, le dio pie a seguir hablando:
—¿Y qué es?
—Algo más parecido a meter un dedo en el agua para ver si está lo bastante caliente para que el presidente pueda nadar en ella.
De modo que era un viaje de trabajo.
—Entiendo.
—Para ser más concretos… —Gus volvió a dudar, y Walter esperó paciente. Al cabo de un instante Gus prosiguió, con un tono de voz más bajo—: El presidente Wilson quiere que los alemanes y los aliados mantengan conversaciones de paz.
Walter notó cómo el corazón se le aceleraba, pero enarcó una ceja, escéptico.
—¿Te ha enviado a ti para que me digas esto precisamente a mí?
—Ya sabes cómo funciona. El presidente no puede arriesgarse a sufrir un rechazo público; eso le haría parecer débil. Obviamente, podría decirle a nuestro embajador en Berlín que hablara con vuestro ministro de Asuntos Exteriores, pero entonces todo el asunto se haría oficial, y más tarde o más temprano saldría a la luz. Por eso pidió a su asesor más joven, yo, que viniera a Berlín y aprovechara algunos de los contactos que hice en 1914.
Walter asintió. Era una táctica muy habitual en el mundo diplomático.
—Si te rechazamos, nadie tiene por qué saberlo.
—E, incluso si la noticia se filtra, se trataría solo de unos hombres de bajo rango actuando por cuenta propia.
Eso tenía lógica, y Walter empezó a emocionarse.
—¿Qué es lo que quiere exactamente el señor Wilson?
Gus respiró hondo.
—Si el káiser escribiera a los aliados proponiendo una conferencia de paz, el presidente Wilson respaldaría públicamente la propuesta.
Walter contuvo un acceso de euforia. Esa inesperada conversación privada podía tener enormes consecuencias. ¿Realmente era posible poner fin a la pesadilla de las trincheras? ¿Y que él pudiera ver a Maud dentro de unos meses en lugar de años? Se esforzó para no dejarse llevar por el entusiasmo. Los tanteos diplomáticos extraoficiales como ese por lo general acababan en nada. Pero no podía evitar sentirse pletórico.
—Esto es trascendental, Gus —dijo—. ¿Estás seguro de que las intenciones de Wilson son firmes?
—Completamente. Fue lo primero que me dijo después de ganar las elecciones.
—¿Cuál es su motivación?
—No quiere llevar a Estados Unidos a la guerra, pero de todos modos existe el peligro de que nos veamos arrastrados a ella. Él desea la paz. Y después pretende que se establezca un nuevo sistema internacional que garantice que nunca vuelva a haber una guerra así.
—Votaré por eso —dijo Walter—. ¿Qué quieres que haga?
—Que hables con tu padre.
—Podría no gustarle esta propuesta.
—Utiliza tus tácticas de persuasión.
—Haré lo que pueda. ¿Te encontraré en la embajada estadounidense?
—No. Estoy de visita privada. Me alojo en el hotel Adlon.
—Ah, claro —dijo Walter sonriente. El Adlon era el mejor hotel de la ciudad y en el pasado había sido considerado el más lujoso del mundo. Sintió nostalgia por aquellos últimos años de paz—. ¿Volveremos a ser algún día dos hombres jóvenes sin más preocupación que llamar al camarero para que nos sirva otra botella de champán?
Gus se tomó en serio la pregunta.
—No, no creo que esos tiempos regresen nunca, al menos no mientras nosotros vivamos.
En ese momento apareció la hermana de Walter, Greta. Sus rizos rubios oscilaban de un modo arrebatador cuando movía la cabeza.
—¿A qué se deben esas caras tan largas? —les preguntó con aire jovial—. Señor Dewar, ¡venga a bailar conmigo!
A Gus se le iluminó el semblante.
—¡Encantado! —contestó.
Greta se lo llevó.
Walter volvió a sumarse a la fiesta, pero, mientras charlaba con amigos y parientes, la mitad de sus pensamientos seguían centrados en la propuesta de Gus y en cómo llevarla a término. Cuando hablara con su padre, intentaría no parecer demasiado entusiasta. Su padre podría ser contrario a la idea. Walter encarnaría el papel de mensajero neutral.
Cuando los invitados se marcharon, su madre lo abordó en el salón. La estancia estaba decorada al estilo rococó, el preferido aún por los alemanes chapados a la antigua: espejos ornamentados, mesas con patas finas y curvas, una gran araña de luces…
—Qué muchacha tan agradable es Monika von der Helbard —dijo.
—Sí, es encantadora —convino Walter.
Su madre no llevaba joyas. Era presidenta del comité de recaudación de oro, al que había cedido su bisutería para que la vendieran. Lo único que conservaba era la alianza.
—Tengo que volver a invitarla; la próxima vez, con sus padres. Su padre es el Markgraf Von der Helbard.
—Sí, lo sé.
—Es de muy buena familia. Pertenecen a la Uradel, la antigua nobleza.
Walter se encaminó a la puerta.
—¿A qué hora espera que llegue padre?
—Pronto. Walter, siéntate y charlemos un momento.
Walter comprendió que había evidenciado su voluntad de irse. El motivo era que necesitaba pasar una hora a solas pensando en el mensaje de Gus Dewar. Pero había sido descortés con su madre, a quien quería, y se dispuso a rectificar.
—Será un placer. —Acercó una silla a la de ella—. Suponía que querría descansar, pero, si no es así, me encantará hablar con usted. —Se sentó frente a ella—. Ha sido una fiesta magnífica. Muchas gracias por organizarla.
Ella asintió agradecida, pero cambió de tema.
—No se sabe nada de tu primo Robert —dijo—. Se le perdió la pista durante la ofensiva Brusílov.
—Lo sé. Es probable que los rusos lo hayan hecho prisionero.
—Y también que haya muerto. Y tu padre ya tiene sesenta años. Pronto podrías ser el Graf Von Ulrich.
A Walter no le seducía esa posibilidad. Los títulos aristocráticos cada vez tenían menos relevancia. Quizá se enorgullecería de ser conde, pero quizá resultaría un inconveniente serlo en el mundo de la posguerra.
En cualquier caso, aún no poseía el título.
—No ha habido confirmación de que Robert haya muerto.
—Por supuesto, pero debes prepararte.
—¿En qué sentido?
—Deberías casarte.
—¡Oh! —Walter estaba sorprendido. «Tendría que haberlo previsto», pensó.
—Debes tener un vástago que herede el título cuando tú mueras. Y podrías morir pronto, aunque yo rezo… —Se le quebró la voz y calló. Cerró los ojos un instante para recuperar la compostura—. Aunque yo rezo todos los días para protegerte. Sería conveniente que tuvieras un hijo lo antes posible.
Temía perderlo, pero él también temía perderla a ella. La miró con ternura. Era rubia y hermosa como Greta, y quizá en un tiempo había sido igual de vital. De hecho, en ese preciso instante tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas por la excitación de la fiesta y el champán. Sin embargo, últimamente se fatigaba con solo subir las escaleras. Necesitaba descansar, comer bien y liberarse de las preocupaciones. La guerra la privaba de todo eso. No solo eran los soldados quienes morían, pensó Walter abatido.
—Por favor, piensa en Monika —dijo su madre.
Ansiaba hablarle de Maud.
—Monika es una chica encantadora, madre, pero no la amo. Apenas la conozco.
—¡No hay tiempo para eso! En la guerra pueden obviarse las convenciones. Vuelve a verla. Te quedan diez días de permiso. Ve a visitarla a diario. Podrías proponerle matrimonio el último día.
—¿Y qué hay de sus sentimientos? Puede que no quiera casarse conmigo.
—Le gustas. —Su madre desvió la mirada—. Y lo hará si sus padres se lo piden.
Walter no sabía si sentirse molesto o divertido.
—Usted y su madre han acordado esto, ¿verdad?
—Son tiempos desesperados. Podrías casarte dentro de tres meses. Tu padre se aseguraría de que te concedieran un permiso especial para la boda y la luna de miel.
—¿Lo ha dicho él? —Por lo general, su padre era sumamente reacio a los privilegios especiales para los soldados bien relacionados.
—Comprende la necesidad de un heredero para el título.
Sin duda había hablado al respecto con su padre. ¿Cuánto tiempo le habría llevado? Era un hombre que no cedía con facilidad.
Walter trató de no removerse en la silla. Estaba en una situación imposible. Casado con Maud, ni siquiera podía fingir interés en casarse con Monika… pero no podía explicar por qué.
—Madre, lamento decepcionarla, pero no voy a proponer matrimonio a Monika von der Helbard.
—¿Por qué no? —gritó ella.
Él se sentía mal.
—Lo único que puedo decir es que desearía hacerla feliz a usted.
Ella lo miró con severidad.
—Tu primo Robert no llegó a casarse. A ninguno nos sorprende, en su caso. Confío en que no se trate de un problema de esa naturaleza…
Walter se sintió azorado por la alusión a la homosexualidad de Robert.
—¡Oh, madre, por favor! Sé perfectamente a qué se refiere, y yo no soy como Robert en ese aspecto, de modo que tranquilícese.
Ella apartó la mirada.
—Siento haberlo mencionado. Pero ¿de qué se trata, entonces? ¡Tienes treinta años!
—No es fácil encontrar a la mujer adecuada.
—No exageres.
—Estoy buscando a alguien como usted.
—Y ahora me tomas el pelo… —le espetó, enojada.
Walter oyó una voz masculina fuera del salón. Instantes después, su padre, uniformado, entró frotándose las manos.
—Sigue nevando —dijo. Besó a su esposa y saludó con la cabeza a Walter—. ¿Ha ido bien la fiesta? Me ha sido imposible venir. Toda la tarde de reuniones…
—Ha sido fantástica —contestó Walter—. Madre ha hecho aparecer unos aperitivos deliciosos de la nada, y el Perrier-Jouët, soberbio.
—¿De qué cosecha era?
—De 1899.
—Deberías haber sacado el de 1892.
—No queda mucho.
—Ah.
—He mantenido una conversación interesante con Gus Dewar.
—Lo recuerdo… El chico norteamericano cuyo padre es una figura muy cercana al presidente Wilson.
—Ahora el hijo lo es incluso más. Gus está trabajando en la Casa Blanca.
—¿Y qué ha dicho?
La madre se puso en pie.
—Os dejo que habléis —dijo.
Los dos se levantaron.
—Por favor, piensa en lo que te he dicho, Walter, querido —le pidió mientras salía.
Momentos después, el mayordomo entró con una bandeja en la que llevaba una generosa copa de un coñac de color marrón dorado. Otto cogió la copa.
—¿Te apetece una? —preguntó a Walter.
—No, gracias. He bebido mucho champán.
Otto se tomó el coñac y estiró las piernas hacia el hogar.
—Así que el joven Dewar ha venido… ¿con alguna clase de mensaje?
—Es absolutamente confidencial.
—Por supuesto.
Walter no conseguía sentir mucho afecto por su padre. Sus desavenencias eran demasiado viscerales, y la intransigencia de Otto era excesivamente férrea. Era un hombre estrecho de miras, anticuado y que no atendía a la razón, y persistía en estos defectos con una especie de alegre obstinación que a Walter le resultaba repulsiva. La consecuencia de su estupidez, y de la estupidez de su generación en todos los países europeos, era la matanza del Somme. Walter no podía perdonar eso.
Con todo, se dirigió a él con voz templada y actitud cordial. Quería que aquella conversación fuese lo más amistosa y razonable posible.
—El presidente de Estados Unidos no quiere verse arrastrado a la guerra —empezó a explicarle.
—Bien.
—De hecho, le gustaría que propusiéramos la paz.
—¡Ja! —Fue un grito escarnecedor—. ¡La vía fácil para vencernos! ¡Qué cara dura tiene ese hombre!
Walter se sintió consternado con su inmediato desdén, pero insistió, escogiendo sus palabras con cuidado.
—Nuestros enemigos sostienen que fueron el militarismo y la agresividad alemanas lo que provocó esta guerra, pero obviamente no es así.
—Ciertamente, no —convino Otto—. Nos vimos amenazados por la movilización rusa en nuestra frontera oriental y la de Francia en la occidental. El Plan Schlieffen fue la única solución posible. —Como era habitual, Otto hablaba como si Walter aún tuviera doce años.
Walter replicó pacientemente:
—Exacto. Recuerdo que dijo que para nosotros era una guerra defensiva, una respuesta a una amenaza intolerable. Tuvimos que protegernos.
Si Otto se sorprendió al oír a Walter repitiendo los tópicos para justificar la guerra, no dio muestra de ello.
—Correcto —dijo.
—Y es lo que hemos hecho —añadió Walter, jugando su baza—. Ahora hemos logrado nuestros propósitos.
Su padre estaba perplejo.
—¿A qué te refieres?
—Hemos zanjado la amenaza. El ejército ruso está destruido, y el régimen del zar se tambalea al borde del colapso. Hemos conquistado Bélgica, invadido Francia, y combatido a los franceses y a sus aliados británicos hasta quedar en este punto muerto. Hemos hecho lo que nos propusimos hacer. Hemos protegido Alemania.
—Un triunfo.
—Entonces, ¿qué más queremos?
—¡La victoria absoluta!
Walter se inclinó hacia delante, mirando fijamente a su padre.
—¿Por qué?
—¡Nuestros enemigos deben pagar por sus agresiones! ¡Debe haber reparaciones, quizá ajustes de fronteras, concesiones coloniales!
—Esos no eran nuestros objetivos iniciales.
Otto no cedía ni un ápice de su postura.
—No, pero ahora que hemos invertido tanto esfuerzo y dinero, y las vidas de tantos alemanes jóvenes y brillantes, debemos recibir algo a cambio.
Era un argumento endeble, pero Walter sabía que no era conveniente intentar hacer cambiar de opinión a su padre. Aun así, había insistido en que los objetivos bélicos de Alemania se habían alcanzado. En ese momento decidió cambiar de tercio:
—¿Está seguro de que la victoria absoluta es factible?
—¡Sí!
—En febrero lanzamos un asalto a gran escala contra el bastión francés de Verdún. Fracasamos. Los rusos nos atacaron en el este, y los británicos invirtieron todos sus recursos en la ofensiva del río Somme. Ninguno de esos tremendos esfuerzos por parte de ambos bandos ha conseguido poner fin al punto muerto —dijo, y aguardó la respuesta.
A regañadientes, Otto contestó:
—De momento, no.
—De hecho, nuestro propio alto mando lo ha reconocido. Desde agosto, cuando Von Falkenhayn fue destituido y Ludendorff fue nombrado jefe del Estado Mayor, cambiamos de táctica, del ataque a la defensa en profundidad. ¿Cómo cree que la defensa en profundidad nos llevará a la victoria absoluta?
—¡Guerra submarina sin restricciones! —contestó Otto—. Los aliados se mantienen gracias a los suministros procedentes de Estados Unidos, mientras que nuestros puertos están bloqueados por la Royal Navy. Tenemos que cortar ese cordón umbilical; entonces se rendirán.
Walter no había querido llegar a eso, pero ya que había comenzado tenía que seguir. Apretando las mandíbulas y, con la voz templada, dijo:
—Eso sin duda arrastraría a Estados Unidos a la guerra.
—¿Sabes cuántos hombres componen el ejército de Estados Unidos? —replicó su padre.
—Solo unos cien mil, pero…
—Correcto. ¡Ni siquiera son capaces de pacificar México! No suponen una amenaza para nosotros.
Otto nunca había ido a Estados Unidos. Pocos hombres de su generación lo habían hecho. Sencillamente, no sabían de lo que hablaban.
—Estados Unidos es un país grande y rico —dijo Walter, que, pese a bullir de frustración, mantenía un tono coloquial para tratar de seguir fingiendo una discusión amistosa—. Puede aumentar sus tropas.
—Pero no de inmediato. Tardará al menos un año en hacerlo. Para entonces, los británicos y los franceses se habrán rendido.
Walter asintió.
—Ya hemos tenido esta discusión, padre —dijo con voz conciliadora—. Al igual que todos los expertos en estrategia militar. Ambos bandos tienen sus argumentos.
Difícilmente podía Otto negar eso, de modo que se limitó a emitir un gruñido reprobatorio.
—En cualquier caso, no está en mis manos decidir la respuesta de Alemania al acercamiento informal de Washington —afirmó Walter.
Otto captó la indirecta.
—Ni en las mías, por descontado.
—Wilson dice que si Alemania escribe formalmente a los aliados proponiendo conversaciones de paz, respaldará públicamente la propuesta. Supongo que es nuestro deber transmitir este mensaje a nuestro soberano.
—Por supuesto —convino Otto—. El káiser deberá decidir.
Walter escribió una carta a Maud en una hoja de papel blanco sin membrete.
Amada mía:
Es invierno en Alemania y en mi corazón.
Escribió en inglés. No puso su dirección en el encabezamiento, ni se dirigió a ella por su nombre.
No encuentro las palabras para decirte lo mucho que te amo y te echo de menos.
Resultaba difícil saber qué decir. La carta podría ser leída por algún policía entrometido, y Walter tenía que asegurarse de que nadie pudiera identificar a ninguno de los dos.
Soy uno más del millón de hombres que vivimos separados de la mujer a la que amamos, y el viento del norte azota nuestras almas.
Su intención era redactar la carta que escribiría cualquier soldado alejado de su familia por la guerra.
Este es un mundo frío e inhóspito para mí, como debe de serlo también para ti, pero lo más difícil de soportar es nuestra separación.
Deseó poder hablarle de su trabajo en los servicios secretos del frente, del intento de su madre de casarlo con Monika, de la escasez de comida en Berlín, incluso del libro que estaba leyendo, una saga familiar titulada Los Buddenbrook. Pero temía que cualquier detalle pudiera ponerlos en peligro.
No puedo contarte mucho, pero quiero que sepas que te soy fiel…
Se interrumpió, recordando con cierta culpa el impulso que había sentido de besar a Monika. Pero no había sucumbido a él.
… y a las sagradas promesas que nos hicimos la última vez que estuvimos juntos.
Era la referencia más clara que podía hacer a su matrimonio. No quería arriesgarse a que alguien del entorno de Maud leyera la carta y descubriera la verdad.
Pienso a diario en el momento en que volvamos a encontrarnos, a mirarnos a los ojos y a decirnos: «Hola, mi amor».
Hasta entonces, recuérdame.
No firmó.
Introdujo la carta en un sobre que se guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta.
No había servicio postal entre Alemania e Inglaterra.
Salió de su dormitorio, se caló un sombrero y un abrigo grueso con cuello de pieles, y se internó en las gélidas calles de Berlín.
Se encontró con Gus Dewar en el bar del Adlon. El hotel conservaba un atisbo de su antigua solemnidad, con camareros vestidos de etiqueta y un cuarteto de cuerda, pero no había bebidas de importación —ni whisky escocés, ni coñac, ni ginebra inglesa—, por lo que pidieron aguardiente.
—¿Y bien? —preguntó Gus ansioso—. ¿Cómo ha sido recibido el mensaje?
Walter estaba muy esperanzado, pero sabía que los cimientos del optimismo eran frágiles, y prefirió minimizar su emoción. La noticia que tenía para Gus era positiva, aunque tampoco en exceso.
—El káiser va a escribir al presidente —dijo.
—¡Bien! ¿Qué va a decirle?
—He visto un borrador. Me temo que el tono no es muy conciliador.
—¿Qué quieres decir?
Walter cerró los ojos, recordando, y después citó:
—«La guerra más formidable de la historia lleva ardiendo dos años y medio. En ese conflicto, Alemania y sus aliados han dado prueba de su fuerza indestructible. Nuestras líneas inquebrantables resisten ataques incesantes. Los acontecimientos recientes demuestran que la guerra no puede doblegar nuestra capacidad de resistencia…» Y hay mucho más en esa línea.
—Ya veo por qué dices que no es muy conciliador.
—Al final aborda la cuestión. —Walter recordó cómo continuaba—: «Conscientes de nuestra fuerza militar y económica y dispuestos a seguir hasta el final, si nos vemos obligados a ello, en esta lucha que nos ha sido impuesta, pero animados al mismo tiempo por el deseo de detener el derramamiento de sangre y poner fin a los horrores de la guerra…». Y aquí viene la parte importante: «proponemos, incluso ahora, entrar en negociaciones de paz».
Gus estaba pletórico.
—¡Es fantástico! ¡Dice que sí!
—¡Discreción, por favor! —Walter miró a su alrededor, nervioso, pero no parecía que nadie los hubiera oído. La música del cuarteto de cuerda amortiguaba sus voces.
—Lo siento —dijo Gus.
—Aunque tienes razón. —Walter sonrió, dejando entrever su optimismo—. El tono es arrogante, combativo y desdeñoso… pero propone conversaciones de paz.
—No sabes lo agradecido que te estoy.
Walter alzó una mano a modo de advertencia.
—Deja que te diga algo con total franqueza: los hombres poderosos próximos al káiser que están contra la paz han respaldado cínicamente esta propuesta, solo para quedar bien a los ojos de tu presidente, con la certeza de que los aliados acabarán rechazándola.
—¡Confiemos en que se equivoquen!
—Así sea.
—¿Cuándo enviarán la carta?
—Siguen discutiendo sobre los términos que emplearán. Cuando convengan en eso, la carta será entregada al embajador de Estados Unidos en Berlín, con la petición de que se la haga llegar a los gobiernos aliados. —Este juego diplomático de intermediarios era necesario porque los gobiernos enemigos no disponían de canales de comunicación oficiales.
—Será mejor que vaya a Londres —dijo Gus—. Quizá pueda ayudarlos a prepararse para la recepción de la carta.
—Confiaba en que dijeras eso. Tengo que pedirte algo.
—¿Después de lo que has hecho por mí? ¡Lo que sea!
—Es estrictamente personal.
—Ningún problema.
—Me obliga a compartir un secreto contigo.
Gus sonrió.
—¡Qué intrigante!
—Me gustaría que le llevaras una carta a lady Maud Fitzherbert.
—Ah. —Gus se quedó pensativo. Sabía que solo podía haber un motivo por el que Walter escribiera en secreto a Maud—. Ya veo que requiere discreción. Pero acepto.
—Si te registran el equipaje cuando salgas de Alemania o entres en Inglaterra, tendrás que decir que es una carta de amor que un norteamericano destacado en Alemania le envía a su prometida, que se encuentra en Londres. En la carta no hay nombres ni direcciones.
—De acuerdo.
—Gracias —dijo Walter fervientemente—. No sabes cuánto significa para mí.
El sábado 2 de diciembre se organizó una cacería en Ty Gwyn. El conde Fitzherbert y la princesa Bea se habían demorado en Londres, por lo que Bing Westhampton, amigo de Fitz, y Maud hicieron las veces de anfitriones.
Antes de la guerra, Maud adoraba las cacerías. Las mujeres no participaban en ellas, por descontado, pero a ella le gustaba tener la casa llena de invitados, el picnic en el que las mujeres se reunían con los hombres, y la chimenea encendida y la comida abundante de las que disfrutaban en casa por la noche. Pero ese día se sentía incapaz de deleitarse con tales placeres cuando los soldados estaban sufriendo en las trincheras. Se dijo que una persona no puede pasarse toda la vida sintiéndose desgraciada, ni siquiera en tiempos de guerra, pero no surtió efecto. Fingió la sonrisa más radiante de que fue capaz, y animó a todos los presentes a comer y a beber, pero cuando oyó los disparos solo pudo pensar en los campos de batalla. Dejó intacto su espléndido plato, y el servicio retiró copas llenas de los inestimables vinos añejos de Fitz sin que siquiera se hubieran catado.
Detestaba estar ociosa esos días, porque lo único que hacía era pensar en Walter. ¿Estaría vivo o muerto? La batalla del Somme había concluido, al fin. Fitz dijo que los alemanes habían perdido a medio millón de hombres. ¿Se encontraría Walter entre ellos? ¿O yacería en algún hospital, lisiado?
Tal vez estuviera celebrando la victoria. Los periódicos apenas conseguían ocultar el hecho de que la mayor campaña de 1916 por parte del ejército británico tan solo había servido para ganar once miserable kilómetros de territorio. Los alemanes estaban legitimados para congratularse. Incluso Fitz decía, con discreción y en privado, que lo mejor a lo que podía aspirar Gran Bretaña en esos momentos era a que Estados Unidos entrara en la guerra. ¿Estaría Walter recreándose en algún burdel de Berlín, con una botella de aguardiente en una mano y alguna fräulein guapa y rubia en la otra? Prefería que estuviera herido, pensó, y al instante se sintió avergonzada de sí misma.
Gus Dewar era uno de los invitados en Ty Gwyn, y a la hora del té buscó a Maud. Todos los hombres llevaban bombachos de tweed abotonados justo por debajo de la rodilla, y el espigado norteamericano parecía algo desubicado entre ellos. Sostenía una taza de té en una mano como buenamente podía, mientras cruzaba la atestada sala de estar hacia donde ella se encontraba.
Maud contuvo un suspiro. Cuando un hombre solo se le acercaba, por lo general lo hacía con la intención de cortejarla, y ella tenía que rechazarlo sin admitir que estaba casada, lo cual en ocasiones resultaba difícil. En esos tiempos, eran tantos los solteros de clase alta que habían muerto en la guerra que hasta los hombres menos atractivos probaban suerte con ella: hijos de magnates arruinados, más jóvenes que ella; clérigos enclenques con mal aliento, incluso homosexuales en busca de una esposa que les diera una pátina de respetabilidad.
Gus, no obstante, tampoco era mal partido. No era atractivo ni poseía la elegancia natural de hombres como Walter y Fitz, pero era perspicaz, albergaba ideales elevados y compartía el interés apasionado de Maud por los asuntos del mundo. Pese a ello, su ligera torpeza, física y social, combinada con una franqueza algo tosca, le confería cierto encanto. De haber estado soltera Maud, habría podido incluso tener una oportunidad.
Gus se sentó a su lado en un sofá tapizado con seda amarilla.
—Es un placer volver a estar en Ty Gwyn —dijo.
—Estuvo aquí poco antes de la guerra —recordó Maud.
Nunca olvidaría aquel fin de semana de enero de 1914, cuando el rey se había alojado allí y se había producido la tragedia en la mina de Aberowen. Lo que recordaba con mayor claridad —le avergonzaba admitir— era su beso con Walter. Deseó poder volver a besarlo en ese momento. ¡Qué tontos habían sido de no ir más allá! Se arrepentía de no haber hecho el amor con él entonces, y de no haberse quedado embarazada, porque ello los habría obligado a casarse con indecorosa precipitación y a exiliarse para vivir en perpetua deshonra en algún lugar temible como Rodesia o Bengala. Todas las consideraciones que los habían cohibido —los padres, la sociedad, la trayectoria profesional— parecían banales en comparación con la terrible posibilidad de que Walter muriera y ella no pudiera volver a verlo.
—¿Cómo pueden ser los hombres tan estúpidos para ir a la guerra —le preguntó a Gus—, y para seguir luchando cuando el coste en vidas humanas hace ya mucho tiempo que empequeñeció cualquier posible ganancia?
—El presidente Wilson cree que ambos bandos deberían considerar la paz sin victoria.
Ella se sintió aliviada de que él no quisiera decirle que tenía los ojos muy bonitos o alguna sandez semejante.
—Estoy de acuerdo con el presidente —dijo Maud—. El ejército británico ya ha perdido a un millón de hombres. Solo en el Somme ha habido cuatrocientas mil bajas.
—Pero ¿qué opina el pueblo británico?
Maud meditó la respuesta.
—La mayoría de los periódicos siguen fingiendo que el Somme ha sido una gran victoria. Cualquier tentativa de hacer una valoración realista se tacha de antipatriótica. Estoy segura de que lord Northcliffe preferiría vivir en una dictadura militar. Pero la mayor parte de nuestro pueblo es consciente de que no estamos progresando mucho.
—Los alemanes podrían estar a punto de proponer conversaciones de paz.
—Oh, espero que esté en lo cierto.
—Creo que pronto podría alcanzarse una propuesta formal.
Maud lo miró fijamente.
—Discúlpeme —dijo—. Creía que solo estaba charlando conmigo por cortesía. Pero veo que no es así. —Se sentía emocionada. ¿Conversaciones de paz? ¿Cómo podría conseguirse eso?
—No, no hablo por hablar —le confirmó Gus—. Sé que tiene amigos en el gobierno liberal.
—En realidad, ya no es un gobierno liberal —repuso ella—. Es una coalición, con varios ministros conservadores en el gabinete.
—Discúlpeme, no me he expresado bien. Tenía conocimiento de la coalición. De todos modos, Asquith sigue siendo primer ministro, y es liberal, y sé que usted tiene relación con muchos líderes liberales.
—Sí.
—Por eso he venido a pedirle su opinión sobre cómo podría recibirse la propuesta alemana.
Ella reflexionó detenidamente. Sabía a quién representaba Gus. Era el presidente de Estados Unidos quien le hacía esa pregunta. Tenía que ser precisa. Pero se daba la circunstancia de que poseía una información clave.
—Hace diez días el gabinete debatió un informe de lord Lansdowne, antiguo secretario conservador del Foreign Office, en el que afirma que no podemos ganar la guerra.
A Gus se le iluminó la cara.
—¿De veras? Lo ignoraba.
—Es lógico, se hizo en secreto. En cualquier caso, se han propagado rumores, y Northcliffe ha mostrado una actitud fulminante contra lo que él denomina cháchara derrotista sobre la paz negociada.
—¿Y cómo han recibido el informe de Lansdowne? —preguntó Gus ansioso.
—Diría que hay cuatro hombres que podrían ponerse de su parte: el secretario del Foreign Office, sir Edward Grey; el canciller del Exchequer, McKenna; el presidente del Departamento de Comercio, Runciman, y el propio primer ministro.
El sentimiento de esperanza iluminó el rostro de Gus.
—¡Es una facción muy poderosa!
—Y más ahora que el agresivo Winston Churchill ya no está. Nunca se recuperó de la catástrofe de la expedición a los Dardanelos, el proyecto en el que más creía.
—¿Quién está en contra de Lansdowne en el gabinete?
—David Lloyd George, secretario de Guerra, el político más popular del país. Y lord Robert Cecil, ministro de Bloqueo; Arthur Henderson, tesorero general, que también es el jefe del Partido Laborista, y Arthur Balfour, primer lord del Almirantazgo.
—Leí la entrevista a Lloyd George en los periódicos. Dijo que quería ver un combate hasta el KO.
—Por desgracia, la mayoría de la gente conviene con él, aunque tampoco tiene muchas oportunidades de escuchar otro punto de vista, claro está. Aquellos que se muestran contrarios a la guerra, como el filósofo Bertrand Russell, se ven constantemente acosados por el gobierno.
—Pero ¿cuál fue la conclusión del gabinete?
—No hubo conclusión. Las reuniones de Asquith suelen acabar así. La gente se queja de su indecisión.
—Debe de ser frustrante. De cualquier modo, parece que la propuesta de paz no caería en saco roto.
Resultaba alentador, pensó Maud, hablar con un hombre que la tomaba en serio. Incluso aquellos que mantenían con ella conversaciones inteligentes tendían a tratarla con cierta condescendencia. En realidad, Walter era el único otro hombre que conversaba con ella de igual a igual.
En ese instante, Fitz entró en el salón. Llevaba ropa londinense de color negro y gris, y era evidente que acababa de apearse del tren. Lucía un parche en el ojo y caminaba con la ayuda de un bastón.
—Siento haberos defraudado a todos —dijo, dirigiéndose a los invitados—. Anoche tuve que quedarme en la ciudad. Hay mucho revuelo en Londres a consecuencia de los últimos acontecimientos políticos.
—¿Qué acontecimientos? Aún no hemos visto los periódicos de hoy.
—Ayer Lloyd George escribió a Asquith pidiendo un cambio en nuestra forma de conducir la guerra. Quiere un Consejo de Guerra todopoderoso, compuesto por tres ministros que se encargarían de tomar todas las decisiones.
—¿Y Asquith accederá? —preguntó Gus.
—Por supuesto que no. Contestó diciendo que si existiera tal organismo el primer ministro tendría que ser su presidente.
El pícaro amigo de Fitz, Bing Westhampton, estaba sentado junto a una ventana con los pies en alto.
—Eso garantizaría su fracaso —dijo—. Cualquier consejo presidido por Asquith será tan débil e indeciso como el gabinete. —Miró a su alrededor con aire humilde—. Suplico que me disculpen los ministros del gobierno aquí presentes.
—Sin embargo, tienes razón —convino Fitz—. La carta ciertamente supone un desafío al liderazgo de Asquith, más aún cuando Max Aitken, amigo de Lloyd George, ha filtrado la noticia a los periódicos. Ahora ya no hay posibilidad de compromiso. Es un combate hasta el KO., como diría Lloyd George. Si no se sale con la suya, tendrá que dimitir. Y si se sale con la suya, Asquith se marchará… y entonces tendremos que elegir a un nuevo primer ministro.
Maud miró a Gus y supo que ambos estaban pensando lo mismo. Con Asquith en Downing Street, la iniciativa de paz tendría una oportunidad. Si el beligerante Lloyd George ganaba ese combate, todo sería diferente.
El gong sonó en el vestíbulo, informando a los invitados de que había llegado la hora de cambiarse de ropa y vestirse de noche. La reunión se interrumpió. Maud se dirigió a su dormitorio.
Encontró su ropa preparada. El vestido era uno que había adquirido en París para la temporada de Londres de 1914. Desde entonces había comprado muy poca ropa. Se quitó el vestido que había llevado durante el té y se puso un salto de cama de seda. No avisaría aún a su doncella, quería unos minutos para sí. Se sentó al tocador y se miró en el espejo. Tenía veintiséis años, y los aparentaba. Nunca había sido guapa, pero todos la consideraban atractiva. Con la austeridad de los tiempos de guerra había perdido el último atisbo de ternura infantil, y sus facciones se habían vuelto más pronunciadas. ¿Qué pensaría Walter cuando la viera… si es que algún día volvían a verse? Se tocó los senos; al menos conservaban su turgencia. A él le complacería. Al pensar en su marido se le endurecieron los pezones. Se preguntó si tenía tiempo para…
Alguien llamó a la puerta y ella bajó las manos con cierto sentimiento de culpa.
—¿Quién es? —preguntó.
La puerta se abrió, y Gus Dewar entró en su dormitorio.
Maud se puso en pie, se ciñó el salto de cama y dijo con su voz más intimidatoria:
—Señor Dewar, por favor, ¡márchese de inmediato!
—No se asuste —dijo él—. Tengo que verla en privado.
—No se me ocurre ningún motivo…
—Vi a Walter en Berlín.
Maud guardó silencio, petrificada. Miró fijamente a Gus. ¿Cómo podía saber lo suyo con Walter?
—Me dio una carta para usted —añadió Gus. Se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta de tweed y sacó un sobre.
Maud lo cogió con una mano trémula.
—Me dijo que no había escrito su nombre en la carta, por temor a que alguien la leyera en la frontera, pero nadie me registró el equipaje.
Maud sostuvo el sobre con inquietud. Había anhelado saber de él, pero en ese momento temía estar a punto de recibir malas noticias. Walter podía tener una amante y suplicarle en la carta que lo comprendiera. Tal vez se había casado con una chica alemana y le escribía para pedir que guardara silencio eterno sobre su anterior matrimonio. O, lo peor, quizá había iniciado los trámites del divorcio.
Abrió el sobre.
Y leyó:
Amada mía:
Es invierno en Alemania y en mi corazón. No encuentro las palabras para decirte lo mucho que te amo y te echo de menos.
Las lágrimas le anegaron los ojos.
—Oh —exclamó—. Oh, señor Dewar, ¡gracias por traerme esto!
Él dio un paso vacilante hacia ella.
—Tranquila, tranquila —le dijo, dándole suaves palmadas en el brazo.
Ella intentó leer el resto de la carta, pero no conseguía distinguir las palabras escritas en el papel.
—Estoy tan contenta… —sollozó.
Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Gus, y él la abrazó.
—No pasa nada —le dijo él.
Maud cedió a sus sentimientos y rompió a llorar.