19

Julio-octubre de 1916

I

Kovel era un nudo ferroviario en el territorio de Rusia que en el pasado había pertenecido a Polonia, cerca de la antigua frontera con Austria-Hungría. El ejército ruso se agrupó a unos treinta kilómetros al este de la ciudad, a orillas del río Stokhod. Toda la región era un cenagal, centenares de kilómetros cuadrados de tremedal surcado por veredas. Grigori encontró un pequeño terreno algo más seco y ordenó a su pelotón que acampara allí. No disponían de tiendas: el comandante Azov las había vendido tres meses antes a una fábrica de corte y confección de Pinsk. Dijo que los hombres no necesitaban tiendas en verano, y que para cuando llegara el invierno ya estarían todos muertos.

Por obra de algún milagro, Grigori seguía vivo. Era sargento y su amigo Isaak, cabo. Los que quedaban de la quinta de 1914 eran ya en su mayor parte suboficiales. El batallón de Grigori había sido diezmado, trasladado, reforzado y de nuevo diezmado. Los habían enviado a todas partes excepto a casa.

En los últimos dos años, Grigori había matado a muchos hombres, con fusil, bayoneta y granadas de mano, a la mayoría desde una distancia lo bastante corta para verlos morir. Era algo que provocaba pesadillas a algunos de sus compañeros, particularmente a los mejor educados, pero no a Grigori. Había nacido en la brutalidad de un pueblo rural y había sobrevivido, huérfano, en las calles de San Petersburgo; la violencia no le alteraba el sueño.

Lo que lo había horrorizado era la estupidez, la insensibilidad y la corrupción de los oficiales. Vivir y luchar al lado de la clase gobernante lo había transformado en un revolucionario.

Tenía que seguir con vida. No había nadie más que pudiera cuidar de Katerina.

Le escribía con regularidad, y de cuando en cuando recibía una carta suya, escrita con una pulcra caligrafía de colegiala, con numerosas faltas y tachaduras. Las conservaba todas, cuidadosamente atadas en un fajo que llevaba siempre en el petate, y cuando pasaba algún tiempo sin recibir ninguna, releía las antiguas.

En la primera ella le decía que había dado a luz a un niño, Vladímir, que en ese momento tenía ya dieciocho meses: el hijo de Lev. Grigori anhelaba verlo. Recordaba vívidamente a su hermano de bebé. ¿Tendría Vladímir la sonrisa irresistible y mellada de Lev?, se preguntaba; claro que ya debía de tener dientes, y andar, y farfullar algunas palabras. Grigori quería que el niño aprendiera a decir «tío Grishka».

A menudo recordaba la noche en que Katerina había ido a su cama. En sus fantasías a veces cambiaba el curso de los acontecimientos de modo que, en lugar de rechazarla, la abrazaba, besaba su generosa boca y le hacía el amor. Pero sabía que en la vida real ella pertenecía a su hermano.

Grigori no había tenido noticias de Lev desde que se había marchado, hacía ya más de dos años. Temía que algo terrible le hubiera ocurrido en América. Sus flaquezas lo metían en frecuentes aprietos, aunque daba la impresión de que siempre era capaz de salir airoso de ellos. Su tendencia a buscarse problemas era fruto del modo en que Lev había crecido, viviendo al día sin una disciplina adecuada, y tan solo con Grigori como precaria figura suplente de un padre. Grigori deseaba haber podido hacerlo mejor, pero a la sazón no era más que un niño.

La consecuencia final de todo ello era que Katerina no tenía a nadie que la cuidara, y tampoco a su hijo, excepto Grigori. Él estaba firmemente decidido a conservar la vida, pese a la caótica ineficacia del ejército ruso, para poder regresar algún día al lado de Katerina y de Vladímir.

El comandante de la zona era el general Brusílov, un soldado profesional, a diferencia de muchos de los generales, que no eran sino cortesanos. A las órdenes de Brusílov, los rusos habían ganado terreno en junio, haciendo retroceder a los austríacos, presa de la confusión. Grigori y sus hombres luchaban con ahínco cuando las órdenes tenían alguna lógica. De lo contrario, consagraban sus energías a permanecer fuera de la línea de fuego. Grigori había llegado a dominar esa táctica, y de este modo se había granjeado la lealtad de su pelotón.

En julio, el avance de los rusos se había ralentizado, como siempre, por la falta de suministros. Pero acababa de llegar el refuerzo del Ejército de Guardias. Los Guardias eran un grupo de élite, formado por los más altos y fuertes de los soldados rusos. A diferencia del resto del ejército, disponían de buenos uniformes —de color verde oscuro con galones dorados— y botas nuevas. Pero estaban a las órdenes de un comandante pésimo, el general Bezobrázov, otro cortesano. Grigori creía que Bezobrázov no conseguiría tomar Kovel, por muy altos que fueran los Guardias.

Fue el comandante Azov quien dictó las órdenes al amanecer. Era un hombre espigado y fornido, ataviado con un uniforme ceñido; como era habitual por las mañanas, tenía los ojos enrojecidos. Le acompañaba el teniente Kirílov; este convocó a los sargentos y Azov les dijo que debían vadear el río y seguir los senderos que transcurrían por la ciénaga en dirección al oeste. Los austríacos estaban emplazados allí, aunque no atrincherados: la tierra era demasiado húmeda para cavar trincheras.

Grigori se dio cuenta de que aquel plan iba a acabar en desastre. Los austríacos aguardarían agazapados, a cubierto, en posiciones que habrían podido escoger con esmero. Los rusos estarían concentrados en las veredas y no podrían desplazarse con rapidez por aquel suelo cenagoso. Serían masacrados.

Además, les quedaba poca munición.

—Excelencia, necesitamos un envío de municiones —dijo Grigori.

Azov se movió con presteza pese a su sobrepeso. Sin previo aviso, asestó un puñetazo a Grigori en la boca, que sintió una punzada de dolor abrasador en los labios y cayó de espaldas.

—Eso te mantendrá callado un rato —dijo Azov—. Tendrás la munición cuando tus superiores consideren que la necesitas. —Se volvió hacia los demás—. Formad en filas y avanzad cuando oigáis la señal.

Grigori se puso en pie con el sabor de la sangre en la boca. Se palpó la cara con cautela, y advirtió que había perdido un incisivo. Maldijo su falta de tacto. En un descuido se había acercado en exceso a un oficial. Debería haber sido más prudente: hacían restallar el látigo a la menor provocación. Había tenido suerte de que Azov no fuera armado con un fusil, porque de lo contrario habría sido la culata lo que le hubiese estampado en la cara.

Convocó a su pelotón y les hizo formar en una fila irregular. Tenía previsto rezagarse y dejar que fueran los otros quienes avanzaran, pero Azov hizo marchar enseguida a su compañía, y el pelotón de Grigori quedó en la vanguardia.

Tendría que idear otro plan.

Se dispuso a vadear el río y los treinta y cinco hombres que componían su pelotón le siguieron. El agua estaba fría, pero era un día despejado y cálido, por lo que a ninguno le importó demasiado mojarse. Grigori caminaba despacio, y sus hombres hacían lo propio, permaneciendo tras él, esperando a ver qué haría.

El Stokhod era ancho y somero, y alcanzaron la orilla opuesta sin mojarse más allá de los muslos. Grigori observó con satisfacción que ya los habían rebasado hombres más aplicados.

Cuando alcanzaron la angosta vereda que transcurría entre el cenagal, el pelotón tuvo que seguir el ritmo de los demás, y Grigori no pudo llevar a término su plan de rezagarse. Empezó a inquietarse. No quería que sus hombres formaran parte de aquella aglomeración cuando los austríacos abrieran fuego.

Tras algo más de un kilómetro, el sendero volvió a estrecharse y el ritmo se ralentizó cuando los hombres que iban al frente tuvieron que constreñirse en una fila de a uno. Grigori vio en ello una oportunidad. Fingiendo impacientarse por el retraso, abandonó la vereda y se internó en la ciénaga. El resto de sus hombres lo siguieron prestos. El pelotón que iba detrás de ellos avanzó y enseguida cubrió el hueco.

El agua le llegaba al pecho a Grigori, y el barro era denso. Resultaba arduo y lento caminar por el cenagal y, tal como había previsto, el pelotón se rezagó.

El teniente Kirílov advirtió lo que ocurría y gritó, irritado:

—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Volved al camino!

Grigori le contestó:

—Sí, excelencia. —Pero alejó aún más a sus hombres, como buscando suelo firme.

El teniente renegó y abandonó el intento.

Grigori inspeccionaba el terreno con la misma cautela que los demás oficiales, aunque con distintas intenciones. Los otros buscaban al ejército austríaco; él buscaba un lugar donde esconderse.

Siguió avanzando, y permitiendo que centenares de soldados lo rebasaran. «Los Guardias están muy orgullosos de sí mismos —pensó—. Dejemos que sean ellos quienes luchen.»

A media mañana oyó los primeros disparos al frente. La vanguardia había abierto combate con el enemigo. Había llegado el momento de refugiarse.

Grigori llegó a una pequeña loma donde la tierra estaba más seca. El resto de la compañía del comandante Azov estaba ya lejos, fuera de su campo de visión. Desde lo alto de la loma, Grigori gritó:

—¡A cubierto! ¡Emplazamiento enemigo al frente y a la izquierda!

No había ningún emplazamiento enemigo, y sus hombres lo sabían, pero se agazaparon detrás de arbustos y árboles, y apuntaron con los fusiles al otro lado de la pendiente. Grigori disparó una ráfaga a una mata de vegetación situada a unos quinientos metros, solo por si habían tenido la mala fortuna de elegir un punto donde sí hubiera algunos austríacos, pero no hubo respuesta.

Estarían a salvo mientras permanecieran allí, pensó Grigori satisfecho. Con el transcurso del día, la situación solo podría tener dos desenlaces posibles. Lo más probable era que en pocas horas los soldados rusos retrocedieran renqueantes por el cenagal cargando con los heridos y perseguidos por el enemigo, en cuyo caso el pelotón de Grigori se sumaría a ellos. De no ser así, al caer la noche Grigori concluiría que los rusos habían ganado la batalla y haría avanzar a su grupo para sumarse a la celebración de la victoria.

Mientras tanto, el único problema era obligar a los hombres a seguir fingiendo un combate con un emplazamiento enemigo. Resultaba tedioso yacer en tierra una hora tras otra, con la mirada al frente, como rastreando el terreno en busca de soldados enemigos. Los hombres solían ponerse a comer y a beber, a fumar, a jugar a las cartas e incluso a dormitar, lo cual daba al traste con la farsa.

Pero antes de que tuvieran tiempo para acomodarse, el teniente Kirílov apareció a unos doscientos metros a la derecha de Grigori, al otro extremo de una charca. Grigori gruñó: aquello podía estropearlo todo.

—¿Qué estáis haciendo?

—¡Al suelo, excelencia! —gritó Grigori.

Isaak disparó el fusil al aire y Grigori se agachó. Kirílov hizo lo propio y luego retrocedió por donde había llegado.

Isaak chasqueó la lengua.

—Siempre funciona.

Grigori no estaba seguro. Kirílov parecía molesto, no complacido, como si supiera que lo estaban engañando pero fuera incapaz de hacer nada al respecto.

El joven escuchó el estruendo, el estrépito y el fragor de la batalla que se desataba más allá, calculó que a algo menos de un kilómetro y sin desplazarse en ninguna dirección.

El sol siguió alzándose en el cielo y le secó la ropa húmeda. Grigori empezó a acusar el hambre y pellizcó un trozo de pan seco de la fiambrera, procurando evitar la zona dolorida de la boca, donde Azov le había asestado el puñetazo.

Cuando la bruma se dispersó, vio los aviones alemanes volando bajo a unos dos kilómetros al frente. A juzgar por el sonido, estaban ametrallando a los soldados que había en tierra. Los Guardias, apiñados en las estrechas veredas o vadeando por el barro, debían de constituir un objetivo terriblemente fácil. Grigori se alegró aún más de no encontrarse allí con sus hombres.

Hacia la media tarde, el fragor de la batalla pareció aproximarse. Los rusos se estaban viendo obligados a retroceder. Se preparó para ordenar a su pelotón que se sumara a las tropas en su huida… pero aún no. No quería llamar la atención. Retirarse despacio era casi tan importante como avanzar despacio.

Vio a varios hombres desperdigados a izquierda y derecha, chapoteando en el cenagal camino del río, algunos de ellos obviamente heridos. La retirada había comenzado, pero todavía no era total.

Desde algún lugar próximo oyó un relincho. La presencia de un caballo significaba la presencia de un oficial. Grigori disparó de inmediato a austríacos imaginarios. Sus hombres lo emularon al instante y hubo ráfagas de fuego disperso. A continuación, miró a su alrededor y vio al comandante Azov a lomos de un gran caballo de caza gris, trotando por el barro. Azov gritaba a un grupo de soldados en retirada, ordenándoles que reanudaran la lucha. Ellos le replicaron hasta que él sacó un revólver Nagant —igual que el de Lev, pensó Grigori, sin que viniera al caso— y los apuntó con él, tras lo cual los hombres dieron media vuelta y, a regañadientes, empezaron a deshacer el camino andado.

Azov enfundó el arma y trotó hasta la posición de Grigori.

—¿Qué estáis haciendo aquí, imbéciles? —preguntó.

Grigori permaneció tendido pero rodó sobre sí mismo y volvió a cargar el fusil, colocando en posición el cargador de cinco proyectiles y fingiendo prisa.

—Emplazamiento enemigo en aquella arboleda, excelencia —contestó—. Será mejor que desmonte, señor. Pueden verlo.

Azov no se movió de la silla.

—¿Y qué estáis haciendo? ¿Esconderos?

—Su Excelencia el teniente Kirílov nos ha ordenado que acabemos con ellos. He enviado a una patrulla para que se aproxime por un flanco mientras nosotros los cubrimos desde aquí.

Azov no era del todo estúpido.

—Pues no parece que estén disparando.

—Los tenemos cercados.

Azov sacudió la cabeza.

—Se habrán retirado… si es que en algún momento llegaron a estar ahí.

—No lo creo, excelencia. Hace un momento trataban de acribillarnos.

—Allí no hay nadie. —Azov alzó la voz—. ¡Alto el fuego! ¡Vosotros! ¡Alto el fuego!

El pelotón de Grigori dejó de disparar y miró al comandante.

—¡A mi señal, atacad! —dijo. Desenfundó la pistola.

Grigori no sabía qué hacer. Obviamente, la batalla había sido el desastre que él había presagiado. Después de haberla evitado todo el día, no quería arriesgar vidas cuando sin duda ya había concluido. Pero el conflicto directo con oficiales era peligroso.

En ese instante, un grupo de soldados emergió de entre la vegetación en el lugar donde Grigori había fingido que había un emplazamiento enemigo. Grigori los miró atónito. Sin embargo, no eran austríacos, advirtió en cuanto pudo distinguir sus uniformes: eran rusos en retirada.

Pero Azov no cambió de parecer.

—¡Esos hombres son cobardes desertores! —vociferó—. ¡Atacad! —Y disparó con el revólver contra los rusos, que se encaminaban hacia ellos.

Los hombres del pelotón estaban perplejos. Los oficiales a menudo amenazaban con disparar contra soldados que parecían reticentes a entrar en batalla, pero los hombres de Grigori nunca habían recibido la orden de atacar a los de su mismo bando. Lo miraron desconcertados.

Azov apuntó con el revólver a Grigori.

—¡Atacad! —gritó—. ¡Disparad a esos traidores!

Grigori tomó una decisión.

—¡Adelante, soldados! —gritó. Se puso en pie. Se volvió de espaldas a los rusos, miró a derecha e izquierda y levantó el fusil—. ¡Ya habéis oído al comandante! —Giró el fusil fingiendo prepararse para obedecer la orden, pero apuntó con él a Azov.

Si tenía que disparar contra los de su bando, antes mataría a un oficial que a un soldado.

Azov lo miró petrificado unos instantes, y en ese segundo Grigori apretó el gatillo.

El primer disparo alcanzó al caballo, y el animal renqueó. Eso le salvó la vida a Grigori, pues Azov le disparó, pero la repentina sacudida del caballo desvió la trayectoria de la bala. Automáticamente, Grigori accionó el cerrojo del fusil y volvió a disparar.

Falló. Grigori blasfemó. En esos momentos corría verdadero peligro. Pero el comandante también.

Azov forcejeaba con el caballo y ello le impedía apuntar con el arma. Grigori siguió sus bruscos movimientos por la mira del fusil, disparó por tercera vez y alcanzó a Azov en el pecho. Vio cómo el comandante caía lentamente del caballo. Fue presa de una sensación de macabra satisfacción cuando el pesado cuerpo del oficial fue a dar a una charca enlodada.

El caballo se alejó con paso vacilante y, de pronto, se sentó sobre los cuartos traseros, como un perro.

Grigori se acercó a Azov. El comandante yacía de espaldas sobre el barro, con la mirada clavada en el cielo, inmóvil pero aún con vida, sangrando por el costado derecho del pecho. Grigori miró a su alrededor. Los soldados en retirada seguían estando demasiado lejos para ver con claridad lo que ocurría. Sus hombres eran absolutamente leales: él les había salvado la vida en numerosas ocasiones. Posó el cañón del fusil contra la frente de Azov.

—Esto es por todos los rusos decentes a los que has matado, perro asesino —dijo, e hizo una mueca que dejó su dentadura a la vista—. Y por mi diente —añadió, y apretó el gatillo.

Azov quedó inerte y dejó de respirar.

Grigori miró a sus hombres.

—Desgraciadamente, el comandante ha muerto víctima del fuego enemigo —dijo—. ¡Retirada!

Todos lo vitorearon y echaron a correr.

Grigori fue hasta el lugar donde se encontraba el caballo. El animal intentó incorporarse, pero Grigori vio que tenía una pata rota. Acercó el fusil a una de sus orejas y disparó el último proyectil. El caballo cayó de costado y quedó inmóvil.

Grigori sintió más lástima por él que por el comandante Azov.

Corrió tras sus hombres.

II

Cuando la ofensiva Brusílov llegó a un punto muerto, Grigori fue destinado a la capital, renombrada ya como Petrogrado porque San Petersburgo tenía connotaciones demasiado alemanas. Al parecer, se requerían soldados curtidos en la lucha para proteger a la familia del zar y a sus ministros de los ciudadanos furiosos. Los supervivientes del batallón fueron fusionados con el 1.er Regimiento de Artillería, un cuerpo de élite, y Grigori se instaló en sus cuarteles de la avenida Samsonievski, en el distrito de Viborg, un barrio obrero de fábricas y suburbios. Los artilleros del 1.er Regimiento comían bien y disponían de un techo, en un intento de mantenerlos lo bastante contentos para defender el detestado régimen.

Se alegraba de estar de vuelta, y aun así la perspectiva de ver a Katerina lo aterraba. Ansiaba verla, oír su voz, coger en brazos a su bebé, su sobrino. Pero el deseo que ella despertaba en él lo angustiaba. Era su esposa, pero eso no era más que un mero tecnicismo. La realidad era que ella había elegido a Lev, y que su bebé era hijo de Lev. Grigori no tenía derecho a amarla.

Meditó incluso la idea de no decirle que había vuelto. En una ciudad de más de dos millones de habitantes, era muy probable que nunca se encontraran de forma accidental. Pero eso le habría resultado demasiado difícil de soportar.

En su primer día de regreso no se le permitió abandonar los cuarteles. Se sintió frustrado de no poder ir a ver a Katerina. En lugar de eso, por la noche Isaak y él se pusieron en contacto con otros bolcheviques en los cuarteles. Grigori decidió organizar un grupo de debate.

La mañana siguiente, su pelotón pasó a formar parte de la brigada designada para la custodia del hogar del príncipe Andréi, su antiguo patrón, durante la celebración de un banquete. El príncipe vivía en un palacio rosa y ocre en el Muelle Inglés, calle que daba al río Neva. Al mediodía, los soldados formaron en sendas filas a lo largo de la escalinata. Unas nubes bajas y tormentosas oscurecían la ciudad, pero la luz brillaba en todas las ventanas de la casa. Detrás de sus cristales, enmarcados por cortinas de terciopelo como en una obra teatral, lacayos y criadas con uniformes impolutos correteaban llevando botellas de vino, fuentes con exquisiteces y bandejas de plata con pilas de fruta. En el salón había una pequeña orquesta y desde fuera se oían los compases de una sinfonía. Los grandes y brillantes coches se detenían al pie de la escalinata; los lacayos se apresuraban a abrir las portezuelas y de ellos bajaban invitados, los hombres con abrigos negros y sombreros altos, las mujeres envueltas en pieles. Una pequeña muchedumbre se había congregado al otro lado de la calle para verlos.

Era una escena conocida, pero con una diferencia: cada vez que alguien se apeaba de un coche, la muchedumbre lo abucheaba y se mofaba de él. En los viejos tiempos, la policía los habría dispersado en un minuto a golpe de porra. Pero ya no había policía, y los invitados subían la escalinata tan raudos como podían entre dos hileras de soldados y cruzaban a toda prisa la regia entrada, muy nerviosos ante la posibilidad de permanecer demasiado rato en el exterior.

Grigori creía que aquella gente estaba en su derecho de abuchear a la nobleza que había convertido la guerra en semejante desastre. Si se producían disturbios, se decantaría por apoyar a aquellos ciudadanos. No tenía la menor intención de dispararles, y sospechaba que la mayoría de los soldados tampoco.

¿Cómo podían los nobles celebrar suntuosas fiestas en un momento como ese? La mitad de Rusia se moría de hambre, y las raciones de los soldados en el frente escaseaban. Hombres como Andréi merecían que se les matara mientras dormían. «Como lo vea —pensó Grigori—, voy a tener que contenerme para no dispararle como al comandante Azov.»

La procesión de coches concluyó sin incidentes, y la muchedumbre, aburrida, acabó por dispersarse. Grigori pasó la tarde escrutando los rostros de las mujeres que cruzaban por allí, deseando ver a Katerina, a pesar de las pocas posibilidades de que ello sucediera. Para cuando los invitados empezaron a marcharse, anochecía y hacía frío, y nadie quería estar ya en la calle, por lo que no hubo más abucheos.

Después de la fiesta, a los soldados se les invitó a entrar por la puerta trasera y dar cuenta de las sobras que había dejado el servicio: restos de carne y pescado, verdura fría, bollos de pan a medio comer, manzanas y peras. Todo estaba desperdigado en una mesa de caballete, mezclado de cualquier manera: lonchas de jamón embadurnadas con paté de pescado, fruta con salsa de carne, pan con ceniza de cigarro. Pero habían comido peor en las trincheras, y habían pasado muchas horas desde el desayuno de gachas y bacalao desalado, de modo que lo engulleron todo con ansia.

En ningún momento vio Grigori el odiado rostro del príncipe Andréi. Quizá fuese mejor así.

Cuando regresaron a los cuarteles y entregaron las armas, se les concedió el resto de la jornada libre. Grigori estaba eufórico: era su oportunidad de visitar a Katerina. Se dirigió a la cocina de los cuarteles, entró por la puerta trasera y allí mendigó un poco de pan y carne para llevárselo; un sargento tenía sus privilegios. Luego se lustró las botas y salió.

Viborg, donde estaban los cuarteles, se hallaba en la zona nororiental de la ciudad, y Katerina vivía en el extremo opuesto en diagonal, en el barrio de Narva, en el sudoeste, si es que aún conservaba la antigua habitación cerca de la fábrica Putílov.

Se encaminó al sur por la avenida Samsonievski y cruzó el puente Liteini en dirección al centro. Algunas de las tiendas más lujosas seguían abiertas, las ventanas iluminadas con luz eléctrica, pero muchas otras estaban cerradas. En los comercios más modestos había poca mercancía a la venta. El escaparate de una panadería lucía un único pastel y un cartel escrito a mano en el que se leía: «No habrá pan hasta mañana».

El amplio bulevar de la avenida Nevski le recordó el fatídico día de 1905 en que caminaba por allí con su madre y vio cómo soldados del zar la mataban de un disparo. Él mismo era ya un soldado del zar, pero jamás dispararía a una mujer ni a sus hijos. Si el zar intentaba algo así, habría problemas de otra índole.

Vio a diez o doce jóvenes con aspecto de matones, ataviados con abrigos y gorros negros, que lucían un retrato del zar Nicolás de joven, aún con una cabellera poblada y una barba rojiza y lustrosa. Uno de ellos gritó: «¡Larga vida al zar!», y todos se detuvieron, se quitaron el gorro y vitorearon. Varios viandantes se descubrieron también la cabeza.

Grigori había topado antes con bandas similares. Se les llamaba los Cientos Negros, miembros de la Unión del Pueblo Ruso, un grupo de derechas que pretendía el retorno a la época dorada en que el zar era el padre incontestado de su pueblo, y Rusia no tenía liberales, ni socialistas, ni judíos. El gobierno financiaba sus periódicos, y sus panfletos se imprimían en el sótano de la jefatura de la policía, según la información que los bolcheviques habían recibido de sus contactos en el cuerpo.

Grigori pasó junto a ellos y les dirigió una mirada desdeñosa. Uno de ellos lo abordó.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces con el gorro puesto?

Grigori siguió caminando sin replicar, pero otro miembro de la banda lo agarró de un brazo.

—¿Qué eres tú, un judío? —lo increpó el segundo hombre—. ¡Quítate el gorro!

Grigori respondió con calma:

—Vuelve a tocarme y te arranco la puta cabeza, niñato bocazas.

El joven retrocedió, y luego le ofreció un panfleto.

—Lee esto, amigo —le dijo—. Explica cómo los judíos os están traicionando a los soldados.

—Apártate de mi camino o te meto ese panfleto por el culo —repuso Grigori.

El hombre miró a sus camaradas en busca de apoyo, pero los demás empezaron a apalear a un hombre de mediana edad que llevaba un gorro de pieles. Grigori siguió su camino.

Al pasar junto a la puerta de una tienda tapiada con tablones, una mujer se dirigió a él.

—Eh, muchachote —le dijo—. Por un rublo nos vamos a la cama.

Era la típica cháchara de prostituta, pero su voz le sorprendió: parecía educada. Le dirigió una mirada rápida. Llevaba un abrigo largo, y al ver que la miraba ella lo abrió para mostrarle que no llevaba nada debajo, a pesar del frío. Tendría unos treinta años, grandes senos y un vientre generoso.

Grigori sintió un acceso de lujuria. Hacía años que no estaba con una mujer. Las prostitutas de las trincheras eran infames y sucias, y estaban enfermas. Pero aquella mujer parecía alguien a quien no le importaría abrazar.

Ella se cerró el abrigo.

—¿Sí o no?

—No tengo dinero —dijo Grigori.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó señalando con la cabeza el petate de Grigori.

—Algo de comida.

—Puedes pagarme con una hogaza de pan —dijo la mujer—. Mis hijos están hambrientos.

Grigori pensó en esos senos voluptuosos.

—¿Dónde?

—En la trastienda.

«Al menos —pensó Grigori—, la frustración sexual no me volverá loco cuando vea a Katerina.»

—De acuerdo.

Ella abrió la puerta, lo llevó adentro y luego cerró con pestillo. Cruzaron la tienda vacía hasta otra sala. A la tenue luz que se filtraba de la calle, Grigori vio un colchón en el suelo cubierto con una manta.

La mujer se dio la vuelta para mirarlo y volvió a abrirse el abrigo. Él contempló la mata de vello negro de su entrepierna. Ella le tendió una mano.

—Primero el pan, por favor, sargento.

Él sacó una hogaza de pan grande del petate y se la dio.

—Vuelvo enseguida —dijo ella.

Subió corriendo la escalerilla y abrió la puerta. Grigori oyó una voz infantil. Y luego la tos de un hombre, seca y áspera, que brotaba de lo más profundo de sus pulmones. Durante un rato le llegaron ruidos amortiguados de movimiento y voces susurradas. Después volvió a oír la puerta y ella bajó.

Se quitó el abrigo, se tendió en el colchón y abrió las piernas. Grigori se acostó a su lado y la abrazó. Ella tenía una cara atractiva e inteligente, aunque surcada por la tensión y el sufrimiento.

—¡Vaya, eres fuerte!

Él acarició su suave piel, pero el deseo lo había abandonado. La escena en su conjunto era patética: la tienda vacía, el esposo enfermo, los niños hambrientos y la coquetería impostada de la mujer.

Ella le desabotonó los pantalones y le rodeó el fláccido pene con la mano.

—¿Quieres que te la chupe?

—No. —Él se incorporó y le tendió el abrigo—. Tápate.

Ella le contestó, con voz atemorizada:

—No puedo devolverte el pan… Ya deben de habérselo comido…

Él negó con la cabeza.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó a la mujer.

Ella se puso el abrigo y se lo abrochó.

—¿Tienes un cigarrillo?

Él le dio uno y se encendió otro para sí.

Ella exhaló el humo.

—Teníamos una zapatería, zapatos de calidad a precios razonables para la clase media. Mi marido es un buen comerciante y vivíamos bien. —Había un deje de amargura en su voz—. Pero en esta ciudad, nadie, aparte de la nobleza, se ha comprado unos zapatos nuevos en dos años.

—¿No puedes hacer alguna otra cosa?

—Sí. —En sus ojos refulgió la ira—. No nos quedamos cruzados de brazos y aceptamos nuestra suerte sin más. Mi marido vio que podía suministrar botas buenas para los soldados a mitad del precio que estaba pagando el ejército. Todas las pequeñas fábricas a las que habíamos comprado género estaban desesperadas por recibir pedidos. Fue al Comité de Industrias de Guerra.

—¿Eso qué es?

—Has pasado un tiempo fuera, ¿verdad, sargento? Hoy todo lo que funciona aquí lo gestionan comités independientes, el gobierno es demasiado incompetente para hacer nada. El Comité de Industrias de Guerra abastece al ejército… o lo hacía, cuando Polivánov era ministro de Guerra.

—¿Qué falló?

—Conseguimos el pedido, mi marido invirtió todos sus ahorros en pagar a los fabricantes, y luego el zar fusiló a Polivánov.

—¿Por qué?

—Polivánov consentía la presencia en el comité de representantes elegidos por los obreros, por lo que la zarina concluyó que debía de ser un revolucionario. En cualquier caso, se canceló el pedido y nosotros nos arruinamos.

Grigori sacudió la cabeza, asqueado.

—Y yo creía que solo eran los comandantes del frente los que estaban locos.

—Probamos otras cosas. Mi marido estaba dispuesto a trabajar en lo que fuese, de camarero o conductor de tranvías o reparando carreteras, pero nadie lo contrataba, y luego enfermó por la preocupación y la mala alimentación.

—Y ahora haces esto.

—No se me da muy bien, pero algunos hombres son amables, como tú. Otros… —Se estremeció y apartó la mirada.

Grigori apuró el cigarrillo y se puso en pie.

—Adiós. No voy a preguntarte cómo te llamas.

Ella también se levantó.

—Gracias a ti, mi familia sigue viva. —Se le entrecortó la voz un instante—. Y no tendré que volver a la calle hasta mañana. —Se puso de puntillas y le besó levemente en los labios—. Gracias, sargento.

Grigori se marchó.

El frío arreciaba. Apuró el paso por las calles hacia el barrio de Narva. A medida que se alejaba de la esposa del comerciante, fue recuperando la libido y recordó pesaroso su suave cuerpo.

Pensó que, como él, Katerina también tendría necesidades físicas. Dos años sin amor eran mucho tiempo para una mujer joven, y ella aún tenía solo veintitrés años, y también pocos motivos para ser fiel a Lev o a Grigori. Una mujer con un bebé bastaba para ahuyentar a muchos hombres, pero, por otra parte, era una mujer seductora, o lo había sido hacía dos años. Tal vez no estuviera sola esa noche. Sería algo espantoso…

Siguió caminando hacia su viejo hogar siguiendo las vías del tren. ¿Lo traicionaba la imaginación, o la calle parecía estar en peor estado que hacía dos años? Daba la impresión de que en aquel tiempo no se hubiera pintado, reparado o incluso limpiado nada. Vio a varias personas haciendo cola en una esquina a la puerta de una panadería, aunque estaba cerrada.

Aún tenía la llave. Entró en la casa.

Se sintió atemorizado al subir la escalera. No quería encontrarla con un hombre. Deseó haberla avisado de su llegada para que ella se hubiera asegurado de estar sola.

Llamó a la puerta.

—¿Quién es?

El sonido de su voz le puso al borde de las lágrimas.

—Una visita —contestó con aspereza, y abrió la puerta.

Ella estaba de pie junto a la chimenea, con una cazuela en las manos. La dejó caer y, con ella, la leche que contenía, y se llevó las manos a la boca. Dejó escapar un leve chillido.

En el suelo, a su lado, estaba sentado un niño con una cuchara de estaño en una mano. Parecía que acababa de aporrear con ella una lata vacía. Se quedó mirando a Grigori un instante, sorprendido, y luego arrancó a llorar.

Katerina lo cogió en brazos.

—No llores, Volodia —le dijo, acunándolo—. No tienes de qué asustarte. —Él se calmó, y Katerina añadió—: Este es tu papá.

Grigori no estaba seguro de querer que Vladímir creyera que era su padre, pero aquel no era momento para discutir. Entró en la estancia y cerró la puerta a su paso. Los abrazó, besó al niño y después a Katerina en la frente.

Se retiró y los miró a los dos. Ella ya no era la muchacha de cara lozana a la que había rescatado de las atenciones no deseadas del jefe de policía Pinski. Estaba más delgada y tenía un aspecto fatigado, crispado.

Curiosamente, el niño no se parecía demasiado a Lev. No había en él indicios de su atractivo, ni de su sonrisa triunfal. En todo caso, Vladímir tenía la intensa mirada azul que Grigori veía cuando se miraba en el espejo.

Grigori sonrió.

—Es muy guapo.

—¿Qué te ha pasado en la oreja? —le preguntó Katerina.

Él se tocó lo que le quedaba de la oreja derecha.

—Me hirieron en la batalla de Tannenberg.

—¿Y a tu diente?

—Disgusté a un oficial. Pero ya está muerto, así que le gané la partida.

—Ya no eres tan atractivo.

Ella nunca le había dicho que lo encontrara atractivo.

—Son heridas sin importancia. Tengo suerte de estar vivo.

Echó un vistazo a su antigua habitación. Había cambiado sutilmente. En la repisa de la chimenea, donde Grigori y Lev dejaban siempre las pipas, el tarro con tabaco, fósforos y pajuelas, Katerina había puesto un jarrón de cerámica, una muñeca y una postal a color de Mary Pickford. Una cortina cubría la ventana. Estaba hecha de retales, como una colcha, pero Grigori nunca había tenido cortinas. También apreció el olor, su ausencia, y cayó en la cuenta de que el aire de aquella estancia siempre había estado saturado de humo de tabaco y del hedor de col hervida y hombres desaseados. Ese día olía a limpio.

Katerina limpió la leche derramada.

—He tirado la cena de Volodia —dijo—. No sé qué voy a darle de comer. Mis pechos ya no dan leche.

—No te preocupes. —Grigori extrajo un trozo de salchicha, una col y una lata de mermelada del petate. Katerina miró incrédula todo aquello—. De la cocina de los cuarteles —explicó él.

Ella abrió la mermelada y le dio un poco a Vladímir con una cucharilla. El pequeño la comió y dijo:

—¿Más?

Katerina se llevó una cucharada a la boca y luego siguió dándole al niño.

—Esto es como un cuento de hadas —dijo—. ¡Tanta comida! ¡No voy a tener que dormir a la puerta de la panadería!

Grigori frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

Ella tomó otra cucharada de mermelada.

—Nunca hay suficiente pan. Por la mañana, en cuanto la panadería abre, ya está todo vendido. La única forma de conseguir pan es hacer cola. Y si no estás allí antes de medianoche, para cuando llegas al mostrador ya no queda nada.

—Dios mío. —No soportaba imaginarla durmiendo en la calle—. ¿Y Volodia?

—Una de las chicas está pendiente de él en mi ausencia, aunque ahora ya duerme de un tirón toda la noche.

No era de extrañar que la mujer del comerciante estuviera dispuesta a vender su cuerpo a Grigori a cambio de una hogaza de pan. Probablemente se había excedido con lo que le había pagado.

—¿Cómo te las arreglas?

—Gano doce rublos a la semana en la fábrica.

Él se sorprendió.

—Pero… ¡eso es el doble de lo que ganabas cuando me fui!

—Y entonces el alquiler de esta habitación era de cuatro rublos semanales; ahora es de ocho. Eso me deja cuatro rublos para todo lo demás. Y una bolsa de patatas antes costaba un rublo, pero ahora cuesta siete.

—¡Siete rublos por una bolsa de patatas! —Grigori no daba crédito—. ¿Cómo vive la gente?

—Todo el mundo pasa hambre. Los niños se desploman y mueren. Los ancianos se apagan. Cada día es peor, y nadie hace nada.

Grigori se sintió abatido. Mientras sufría en el ejército, se consolaba pensando que Katerina y el niño estaban mejor que él, con un lugar cálido donde dormir y suficiente dinero para comida. Se había estado engañando. La rabia se apoderó de él al pensar que ella tenía que dejar allí a Vladímir para dormir en la calle a la puerta de la panadería.

Se sentaron a la mesa y Grigori cortó la salchicha en rodajas con la navaja.

—Nos sentaría muy bien un té.

Katerina sonrió.

—Llevo un año sin tomar té.

—Traeré un poco de los cuarteles.

Katerina comió la salchicha.

Grigori sintió cómo lo embargaba una serena alegría. En el frente había fantaseado con aquella escena, la pequeña habitación, la mesa con comida, el bebé, Katerina. En ese momento se hacía realidad.

—Esto no debería ser tan difícil —dijo con aire meditabundo.

—¿A qué te refieres?

—Tú y yo somos jóvenes, y fuertes, y trabajadores. Lo único que deseo es esto: una habitación, algo de comer, descansar al final del día. Esto es lo que deberíamos tener todos los días.

—Los partidarios de los alemanes en la corte real nos han traicionado —dijo ella.

—¿De veras? ¿Cómo ha sido?

—Bueno, ya sabes que la zarina es alemana.

—Sí. —La esposa del zar había nacido en el Imperio alemán; era la princesa Alix de Hesse y del Rin.

—Y Stürmer obviamente también es alemán.

Grigori se encogió de hombros. Por lo que sabía, el primer ministro Stürmer había nacido en Rusia. Muchos rusos tenían apellidos alemanes, y viceversa; habitantes de ambos países llevaban siglos cruzando la frontera en ambas direcciones.

—Y Rasputín es proalemán.

—¿Sí? —Grigori sospechaba que el excéntrico monje estaba interesado, ante todo, en fascinar a las mujeres de la corte y ganar influencia y poder.

—Todos están juntos en esto. A Stürmer le han pagado los alemanes para que mate de hambre al campesinado. El zar llama por teléfono a su primo, el káiser Guillermo, y le informa de dónde van a estar nuestras tropas. Rasputín quiere que nos rindamos. Y la zarina y su dama de honor, Anna Virubova, se acuestan a la vez con Rasputín.

Grigori tenía conocimiento de la mayoría de esos rumores. No creía que la corte fuera proalemana. Se trataba, sencillamente, de que era necia e incompetente. Pero muchos soldados creían esas historias y, a juzgar por Katerina, muchos civiles también. Era tarea de los bolcheviques explicar los verdaderos motivos por los que los rusos estaban perdiendo la guerra y muriendo de hambre.

Pero no esa noche. Vladímir bostezó, y Grigori se levantó y lo acunó, paseándolo por la habitación mientras Katerina lo ponía al día. Le habló de su vida en la fábrica, de los otros inquilinos de la casa y de las personas que conocía. El capitán Pinski era ya teniente de la policía secreta, y se dedicaba a desenmascarar liberales y demócratas peligrosos. Había miles de niños huérfanos en las calles, robando y prostituyéndose para sobrevivir, o muriendo de hambre y frío. Konstantín, el amigo más íntimo de Grigori en la fábrica Putílov, era miembro del Comité Bolchevique de Petrogrado. Los miembros de la familia Vyalov eran los únicos que se estaban enriqueciendo: por muy aguda que fuera la carestía, ellos siempre tenían vodka, caviar, cigarrillos y chocolate para vender.

Grigori contempló su amplia boca y sus labios carnosos. Era un placer verla hablar. Tenía un mentón imponente y unos audaces ojos azules, aunque a él siempre le parecía vulnerable.

Vladímir se durmió, arrullado por los brazos de Grigori y la voz de Katerina. Grigori lo dejó con cuidado en la cama que ella había improvisado en un rincón. No era más que un saco lleno de trapos viejos y cubierto con una manta, pero el pequeño se ovilló cómodamente en él y se llevó el pulgar a la boca.

El reloj de una iglesia marcó las nueve, y Katerina le preguntó:

—¿A qué hora tienes que volver?

—A las diez —contestó Grigori—. Será mejor que me vaya.

—Todavía no. —Ella le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

Fue un momento dulce. Notó sus labios suaves y anhelantes. Él cerró los ojos un instante e inhaló el aroma de su piel. Luego la apartó de sí.

—Esto está mal —dijo.

—No seas tonto.

—Tú amas a Lev.

Ella lo miró a los ojos.

—Yo era una chica de campo de veinte años y recién llegada a la ciudad. Me gustaban los trajes elegantes de Lev, y sus cigarrillos y su vodka, su generosidad. Era encantador, atractivo y divertido. Pero ahora tengo veintitrés y un hijo, ¿y dónde está Lev?

Grigori se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Pero tú estás aquí. —Le acarició una mejilla. Él sabía que debía apartarla, pero no pudo—. Ahora tú pagas el alquiler y traes comida para mi hijo —dijo—. Me he dado cuenta de lo idiota que fui al amar a Lev en lugar de amarte a ti. ¿No comprendes que ahora lo veo claro? ¿No puedes entender que he aprendido a amarte?

Grigori siguió mirándola, incapaz de creer lo que acababa de oír.

Aquellos ojos azules le devolvían una mirada franca.

—Es verdad —declaró ella—. Te amo.

Él gimió, cerró los ojos, la tomó en sus brazos y se rindió.