Finales de julio de 1916
Desde que Billy se había marchado a Francia, Ethel pensaba mucho en la vida y en la muerte. No ignoraba que era posible que no volviera a verlo. Le alegraba saber que había perdido la virginidad con Mildred.
—Reconozco que tu hermano dejó salir su lado más salvaje conmigo —comentó Mildred con despreocupación cuando él se fue—. ¡Qué rico! ¿Tenéis más como él en Gales?
Sin embargo, Ethel sospechaba que lo que sentía Mildred no era tan superficial como fingía, porque, en sus oraciones nocturnas, Enid y Lillian pedían a Dios que cuidase al tío Billy en Francia y que lo devolviese sano y salvo a casa.
Lloyd contrajo una grave infección bronquial en los días siguientes, y Ethel, con angustiosa desesperación, lo acunaba en sus brazos mientras el pequeño luchaba por respirar. Ante el temor de que pudiera morir, se lamentó con amargura de que sus padres no lo conocieran. Cuando el niño mejoró, Ethel decidió llevarlo a Aberowen.
Regresaba exactamente dos años después de haberse marchado. Estaba lloviendo.
El lugar no había cambiado demasiado, aunque le impactó por su aspecto deprimente. Durante los primeros veintiún años de su vida no lo había visto como lo veía en ese mismo momento, después de haber vivido en Londres; se dio cuenta de que Aberowen era todo del mismo color. Todo era gris: las casas, las calles, los montones de escombros y los nubarrones de tormenta que acariciaban con desconsuelo la cordillera.
Se sentía cansada cuando salió de la estación del tren en plena tarde. Llevar a un niño de dieciocho meses en un trayecto de un día entero era una tarea dura. Lloyd se había portado bien, había sido adorable con todos los compañeros de viaje y les había sonreído mostrándoles sus dientecillos, a pesar de que tuvo que darle de comer en un vagón traqueteante, cambiarlo en un baño maloliente y conseguir que se durmiera cuando empezaba a alborotarse. Ethel se vio sometida a una gran tensión ya que tuvo que hacerlo todo frente a las miradas de los desconocidos.
Con Lloyd apoyado en la cadera y una pequeña maleta en la mano, Ethel salió de la estación y ascendió por la cuesta de Clive Street. No tardó en faltarle el aire. Esa era otra cosa que había olvidado. Londres era prácticamente plano, pero, en Aberowen, era difícil ir a ningún sitio sin tener que subir y bajar por alguna colina empinada.
No sabía qué habría ocurrido allí desde que ella se había marchado. Billy era su única fuente de noticias, y a los hombres no se les daban muy bien los chismorreos. Estaba segura de que ella misma había sido el tema principal de muchas conversaciones durante algún tiempo. Sin embargo, desde entonces, debían de haberse producido nuevos escándalos.
Su regreso sería una gran noticia. Muchas mujeres la miraron con descaro cuando pasaba por la calle con su niño. Sabía muy bien qué estaban pensando. «Ethel Williams, ella que se creía mejor que nosotras, y ahora vuelve con un vestido viejo y marrón, con un bebé en brazos y sin marido. Los orgullosos siempre reciben su merecido», dirían, disfrazando su malicia de lástima.
Fue a Wellington Row, pero no a casa de sus padres. Su padre le había dicho que no regresara jamás. Había escrito a la madre de Tommy Griffiths, a la que llamaban señora Griffiths la Socialista, debido a las radicales ideas políticas de su esposo. (De la misma forma que en la misma calle había una señora Griffiths Iglesia.) Los Griffiths no eran asiduos del templo, y desaprobaban la rigidez de David Williams. Ethel había alojado a Tommy una noche en Londres, y la señora Griffiths estaba encantada de poder devolverle el favor. Tommy era hijo único, así que mientras estaba en el frente, a ella le sobraba una cama.
Los padres de Ethel no sabían que estaba allí.
La señora Griffiths dio una cálida bienvenida a la joven y se deshizo en arrumacos con Lloyd. Tenía una hija de la edad de Ethel que había muerto de tos ferina; ella la recordaba perfectamente, era una chica rubia llamada Gwenny.
Ethel dio de comer y cambió a Lloyd, luego se sentó en la cocina para tomar una taza de té. La señora Griffiths se fijó en su alianza de matrimonio.
—¿Casada? —preguntó.
—Viuda —respondió Ethel—. Murió en Ypres.
—¡Qué pena!
—Se apellidaba Williams, así que no tuve que cambiar de apellido.
La historia no tardó en propagarse por la ciudad. Algunos preguntaban si el tal señor Williams habría existido y si realmente se habría casado con Ethel. No importaba que la creyeran o no. Una mujer que fingía estar casada era alguien aceptable; una madre que admitía su soltería era una fresca despendolada. El pueblo de Aberowen tenía sus principios.
—¿Cuándo vas a ir a ver a tu madre? —preguntó la señora Griffiths.
Ethel no sabía cómo reaccionarían sus padres al verla. Puede que volvieran a echarla, puede que la perdonasen, o tal vez encontrasen alguna forma de condenar su pecado sin prohibirle que los visitara.
—No lo sé —respondió—. Estoy nerviosa.
La señora Griffiths se mostró comprensiva.
—Sí, bueno, tu padre puede ser una fiera. Pero te quiere.
—La gente siempre dice lo mismo. «Tu padre te quiere de verdad.» Pero si es capaz de echarme de su casa, no sé cómo pueden llamar amor a eso.
—Las personas actuamos sin pensar cuando nos hieren en el orgullo —dijo la señora Griffiths para consolarla—. Sobre todo los hombres.
Ethel se levantó.
—Bueno, no tiene sentido retrasarlo, supongo. —Alzó a Lloyd del suelo—. Ven aquí, amor mío. Ha llegado la hora de que descubras que tienes abuelos.
—Buena suerte —le deseó la señora Griffiths.
La casa de los Williams estaba a solo unas puertas de distancia. Ethel esperaba que su padre hubiera salido. De esa forma, al menos tendría algo de tiempo para estar con su madre, que era menos estricta.
Pensó en llamar a la puerta, luego se le ocurrió que era una ridiculez, así que decidió entrar directamente.
Pasó a la cocina donde habían transcurrido tantos días de su vida. Ninguno de sus progenitores estaba allí, pero el abuelo estaba dormitando en su silla. Abrió los ojos, pareció confundido, y luego dijo, lleno de cariño:
—¡Es nuestra Eth!
—Hola, abuelo.
El anciano se levantó y se acercó a ella. Se le veía más frágil: se apoyó en la mesa solo para cruzar la pequeña estancia. La besó en la mejilla y volcó su atención en el bebé.
—Pero bueno, ¿quién es este? —preguntó, encantado—. ¿Podría ser mi primer bisnieto?
—Este es Lloyd —dijo Ethel.
—Pero ¡qué nombre tan bonito!
Lloyd hundió la cara en el hombro de Ethel.
—Es tímido —aclaró ella.
—Ah, es que le asusta este viejo extraño con bigote canoso. Ya se acostumbrará a mí. Siéntate, querida, y cuéntamelo todo.
—¿Dónde está mamá?
—Ha ido a la cooperativa a por una lata de jamón. —La tienda de ultramarinos local era una cooperativa, y compartía sus beneficios con los clientes. Las tiendas de esa clase eran comunes en Gales del Sur, aunque muchas personas no sabían pronunciar la palabra de forma correcta, y las variaciones iban desde la «corporativa» a la «contemplativa»—. Volverá en cualquier momento.
Ethel dejó a Lloyd en el suelo. El pequeño empezó a explorar la estancia, avanzando tambaleante y ayudándose de los pomos de los armarios, algo parecido a lo que hacía el abuelo. Ethel le habló de su trabajo como directora editorial de The Soldier’s Wife: trabajaba con el impresor, distribuía los paquetes de periódicos, recuperaba los ejemplares que no se habían vendido, conseguía clientes para que se anunciaran en el rotativo. El abuelo se preguntó cómo se las arreglaba para saber hacer todo aquello, y su nieta reconoció que tanto Maud como ella iban improvisando sobre la marcha. La relación con el hombre de la imprenta le resultaba difícil —no le gustaba recibir órdenes de mujeres—, pero se le daba bien vender el espacio destinado a los anuncios. Mientras hablaban, el abuelo sacó su reloj de bolsillo y lo columpió con la mano sin mirar a Lloyd. El niño se quedó mirando la brillante cadena primero y luego se acercó a ella. El abuelo permitió que la agarrase. Lloyd no tardó en estar apoyado sobre las rodillas del anciano para sostenerse en pie mientras examinaba el reloj.
Ethel se sentía rara en la vieja casa. Había imaginado que le resultaría conocida y acogedora, como un par de botas que habían adoptado la forma del pie de quien las había llevado durante años. Pero, en realidad, se sentía ligeramente incómoda. Le daba la sensación de estar en casa de unos antiguos vecinos. No dejaba de mirar los desvaídos dechados bordados con sus cansinos versículos bíblicos y de preguntarse por qué su madre no los habría cambiado en décadas. No sentía que fuera un lugar al que ella perteneciera.
—¿Has sabido algo de nuestro Billy? —preguntó al abuelo.
—No, ¿y tú?
—No, desde que se marchó a Francia.
—Supongo que estará en esa importante batalla del río Somme.
—Espero que no. Dicen que ha ido mal.
—Sí, ha sido terrible; a juzgar por los rumores, terrible.
Los rumores eran lo único que tenían todos, pues los periódicos hacían gala de una alegre ambigüedad en su información. No obstante, muchos heridos habían regresado a hospitales de Gran Bretaña, y las historias que ellos mismos relataban sobre la incompetencia militar de consecuencias letales habían pasado de boca en boca.
Llegó la madre de Ethel.
—Estaban ahí hablando en la tienda como si no tuvieran otra cosa que hacer… ¡vaya! —Se calló de pronto—. ¡Dios de los cielos! ¿Es nuestra Eth? —Rompió a llorar.
Ethel la abrazó.
—Mira, Cara, te presento a tu nieto, Lloyd —dijo el abuelo.
La madre de Ethel se secó las lágrimas y lo levantó en brazos.
—Pero ¡qué guapo es! —exclamó—. ¡Qué pelito tan rizado! Es igualito a Billy cuando tenía su edad. —Lloyd se quedó mirando muy enfadado a la madre de Ethel durante un rato, luego se puso a llorar.
Ethel lo tomó en brazos.
—Últimamente está muy enmadrado —dijo disculpándose.
—Les pasa a todos a su edad —respondió su madre—. Tú aprovéchalo, porque dentro de nada, cambiará.
—¿Dónde está papá? —preguntó Ethel, intentando no parecer demasiado impaciente.
Su madre se puso tensa.
—Ha ido a Caerphilly, a una reunión del sindicato. —Miró el reloj—. Llegará a casa a la hora del té, en cualquier momento, a menos que haya perdido el tren.
Ethel supuso que su madre esperaba que llegase tarde. Ella deseaba lo mismo. Quería estar más tiempo a solas con su madre antes de que estallara la crisis.
Cara le preparó una taza de té y sirvió un plato de tortitas galesas. Ethel tomó una.
—Llevo dos años sin probarlas —dijo—. Son deliciosas.
—Esto sí que es agradable —dijo el abuelo, muy contento—. Tengo a mi hija, a mi nieta y a mi bisnieto en la misma habitación. ¿Qué más puede pedir un hombre en esta vida? —Tomó una tortita galesa.
Ethel pensó en que mucha gente creería que el abuelo no había tenido una gran vida, todo el día sentado en una cocina humeante con el único traje que poseía. Pero se sentía agradecido con lo que tenía, y, al menos, ella lo había hecho feliz ese día.
Entonces entró su padre.
Su madre acababa de empezar una frase.
—Una vez tuve la oportunidad de ir a Londres, cuando tenía tu edad, pero el abuelo dijo…
Se abrió la puerta y Cara dejó de hablar en seco. Todos se quedaron mirando al padre de Ethel mientras entraba de la calle. Llevaba su traje para las reuniones y una gorra de minero, estaba sudando por la ascensión de la colina. Luego dio un paso para entrar a la sala y se quedó parado, mirando.
—Mira quién ha venido —dijo la madre de Ethel con alegría forzada—. Ethel y tu nieto. —Tenía la cara pálida de los nervios.
El padre no dijo nada. Se quitó la gorra.
—Hola, papá. Este es Lloyd.
No la miró.
—El pequeño se parece a ti, Dai, muchacho… por la boquita, ¿lo ves? —dijo el abuelo.
Lloyd percibió la hostilidad que se respiraba en la habitación y empezó a llorar.
El padre de Ethel seguía sin abrir la boca. Ethel se dio cuenta de que había cometido un error al presentarle aquella situación de golpe. No había querido darle la oportunidad de prohibirle que fuera a su casa. Sin embargo, en ese momento comprendió que la sorpresa lo había puesto a la defensiva. Miraba de soslayo. Ethel recordó que siempre había sido un error poner a su padre entre la espada y la pared.
David Williams puso gesto de tozudez. Miró a su mujer y dijo:
—Yo no tengo ningún nieto.
—Venga, vamos —dijo Cara intentando apaciguar los ánimos.
Su esposo siguió con expresión de rigidez. Estaba quieto, mirando a su mujer, sin hablar. Estaba esperando algo, y Ethel se dio cuenta de que no se movería hasta que ella se marchase. Empezó a llorar.
—Oh, ¡por el amor de Dios! —exclamó el abuelo.
Ethel recogió a Lloyd.
—Lo siento, mamá —dijo la joven llorando—. Creí que tal vez… —Se quedó sin voz por el llanto y no pudo acabar la frase. Con Lloyd en brazos pasó junto a su padre. No lo miró a los ojos.
Ethel salió de allí y dio un portazo.
Por la mañana, después de que los hombres se hubieran ido a trabajar a la mina y los niños se hubieran ido al colegio, las mujeres realizaban sus labores en el exterior de la casa. Fregaban la acera, los escalones de la entrada de la vivienda o limpiaban las ventanas. Algunas iban a la tienda o salían a hacer otros recados. Ethel pensó que necesitaban ver mundo más allá de sus pequeñas casas, algo que les recordase que la vida no estaba confinada a aquellas cuatro paredes mal construidas.
Se quedó de pie bajo el sol delante de la puerta de la señora Griffiths la Socialista, apoyada contra la pared. A lo largo de toda la calle, las mujeres habían encontrado algún motivo para salir al sol. Lloyd estaba jugando con una pelota. Había visto a otros niños lanzar balones e intentaba imitarlos, pero no lo lograba. Ethel advirtió lo complicada que era la acción de lanzamiento, había que utilizar el hombro y el brazo, la muñeca y la mano juntos. Los dedos tenían que soltar la pelota justo en el momento previo en que el brazo alcanzase su máxima extensión. Lloyd no dominaba todavía aquella técnica, y la dejaba ir demasiado rápido; algunas veces la tiraba por detrás del hombro, o demasiado tarde, así que no tenía velocidad. Pero seguía intentándolo. Ethel suponía que acabaría consiguiéndolo, y entonces jamás lo olvidaría. Hasta que no se tiene un hijo, no se entiende lo mucho que tienen que aprender.
No lograba comprender cómo su padre podía rechazar a ese pequeñín. Lloyd no había hecho nada malo. Ethel era una pecadora, pero también lo era la mayoría de las personas. Dios perdonaba sus pecados, así que, ¿quién era su padre para juzgarla? Aquello la enfadaba y la entristecía al mismo tiempo.
El chico de la oficina de correos llegó por la calle con su caballo y lo ató cerca de los retretes públicos. Se llamaba Geraint Jones. Su trabajo consistía en entregar paquetes y telegramas, aunque ese día no parecía llevar ningún paquete. Ethel sintió un escalofrío repentino, como si una nube hubiera tapado el sol. En Wellington Row, los telegramas no eran muy frecuentes y por lo general traían malas noticias.
Geraint descendió la cuesta, alejándose de Ethel. Se sintió aliviada: las noticias no eran para su familia.
De pronto, le vino a la memoria una carta que había recibido de lady Maud. Ethel, Maud y otras mujeres habían iniciado una campaña para garantizar que el voto femenino formara parte de cualquier debate en la reforma por el derecho a voto de los soldados. Habían conseguido publicidad suficiente como para asegurarse de que el primer ministro Asquith no pudiera pasar por alto la cuestión.
Las noticias de Maud eran que el primer ministro había evitado enfrentarse a esa causa poniendo todo el asunto en manos de un comité llamado Conferencia Parlamentaria. Pero era algo bueno, según dijo Maud. Se produciría un debate tranquilo y en privado en lugar de los histriónicos discursos de la Cámara de los Comunes. Tal vez se impusiera el sentido común. De todas formas, ella estaba intentando por todos los medios averiguar quiénes eran los designados por Asquith para ese comité.
Unas puertas más allá y calle arriba, el abuelo salió de la casa de los Williams, se sentó en el alféizar que quedaba muy cerca del suelo y encendió la primera pipa del día. Vio a Ethel, le sonrió y la saludó con la mano.
En el otro lado de la calle, Minnie Ponti, la madre de Joey y Johnny, empezó a atizar la alfombrilla con un sacudidor, quitando el polvo a golpes, lo que la hacía toser.
La señora Griffiths salió con una pala llena de ceniza de la cocina de carbón y la tiró en un bache del camino de tierra.
—¿Puedo hacer algo? —le preguntó Ethel—. Puedo ir a la tienda si quieres. —Ya había hecho las camas y había lavado los platos del desayuno.
—Está bien —respondió la señora Griffiths—. Te hago una lista en un momento. —Se apoyó en la pared, jadeando. Era una mujer obesa y cualquier esfuerzo la dejaba sin aliento.
Ethel se percató del revuelo que se había armado al fondo de la calle. Varias personas levantaron la voz. Luego oyó un chillido.
La señora Griffiths y ella se miraron, entonces Ethel recogió a Lloyd y se dieron tanta prisa como pudieron para ir a averiguar qué estaba ocurriendo cerca de los retretes más alejados.
Lo primero que vio Ethel fue un reducido grupo de mujeres apelotonadas en torno a la señora Pritchard, que estaba gritando a pleno pulmón. Las demás intentaban tranquilizarla. Pero ella no era la única. Pugh el Retaco, un antiguo trabajador de la mina que había perdido una pierna en el hundimiento de un techo, estaba con dos vecinos, uno a cada lado. Al otro extremo de la calle, la señora de John Jones el Tendero estaba en la puerta, llorando, agarrando una hoja de papel.
Ethel vio a Geraint, el chico de la oficina de correos, blanco como la cera y a punto de llorar también; estaba cruzando la calle y tocando a la puerta de una nueva casa.
—Telegramas del Ministerio de Guerra… —dijo la señora Griffiths—. ¡Oh! ¡Dios nos asista!
—La batalla del Somme —dijo Ethel—. Los Aberowen Pals deben de haber participado.
—Alun Pritchard tiene que estar muerto, y Clive Pugh, y Jones el Profeta… era sargento, y sus padres estaban tan orgullosos…
—Pobre señora Jones, su otro hijo murió en la explosión de la mina.
—Por favor, Dios, que mi Tommy esté bien —rogaba la señora Griffiths, aunque su marido fuera un ateo recalcitrante—. ¡Oh!, salva a Tommy.
—Y a Billy —dijo Ethel; y luego, susurrando al pequeño oído de Lloyd, añadió—: Y a tu papá.
Geraint llevaba una bolsa de lona colgada del hombro. Ethel se preguntó con miedo cuántos telegramas más llevaría dentro. El chico iba cruzando la calle en zigzag: era el ángel de la muerte con gorra de cartero.
Cuando dejó atrás los retretes públicos y llegó a la mitad superior de la calle, todo el mundo estaba sobre el asfalto. Las mujeres habían dejado de hacer sus tareas y estaban esperando. Los padres de Ethel salieron a la calle: su padre todavía no se había marchado a trabajar. Estaban ahí parados con el abuelo, en silencio y asustados.
Geraint se acercó a la señora Llewellyn. Su hijo Arthur debía de haber muerto. Lo conocían con el sobrenombre del Manchas, según recordaba Ethel. El pobre chico ya no tendría que preocuparse más por su piel.
La señora Llewellyn levantó las manos como para impedir que Geraint siguiera avanzando.
—¡No! —gritó—. ¡No, por favor!
El chico le entregó el telegrama.
—Yo no puedo hacer nada, señora Llewellyn —dijo. No tenía más que diecisiete años—. Lleva su dirección en el destinatario, ¿lo ve?
Aun así, la mujer se negaba a recibir el sobre.
—¡No! —gritó, se volvió de espaldas y se tapó la cara con las manos.
Al chico le temblaban los labios.
—Por favor, tómelo —le rogó—. Aún tengo que repartir todos estos. Y hay más en la oficina, ¡cientos de ellos! Ya son las diez y no sé si voy a poder hacerlo todo antes de que anochezca. Por favor.
La vecina de al lado, la señora de Parry Price, dijo:
—Yo lo recibiré por ella. No he tenido hijos.
—Muchas gracias, señora Price —dijo Geraint, y siguió caminando.
Sacó otro telegrama de la bolsa y pasó de largo por la casa de la señora Griffiths.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó la señora Griffiths—. Mi Tommy está bien, gracias a Dios. —Empezó a llorar de alivio.
Ethel se cambió a Lloyd a la otra cadera y abrazó a su anfitriona.
El chico se acercó a Minnie Ponti. Ella no gritó, pero empezaron a caerle las lágrimas por las mejillas.
—¿Cuál de los dos? —preguntó con la voz rota—. ¿Joey o Johnny?
—No lo sé, señora Ponti —respondió Geraint—. Tendrá que leer lo que dice ahí.
La señora Ponti rasgó el sobre.
—¡No veo nada! —gritó. Se frotó, intentando aclararse la visión, borrosa por las lágrimas, y volvió a mirar—. ¡Giuseppe! —dijo—. Mi Joey está muerto. ¡Oh, mi pobre niñito!
La señora Ponti vivía casi al final de la calle. Ethel se quedó esperando, con el corazón en un puño, para ver si Geraint se dirigía hacia casa de los Williams. ¿Billy estaba vivo o muerto?
El chico volvió la espalda a la señora Ponti, que era un mar de lágrimas. Miró al otro lado de la calle y vio al padre de Ethel, a su madre y al abuelo, que lo observaban aterrados y en vilo. Echó un vistazo a la bolsa y levantó la mirada.
—Ya no hay nada más para Wellington Row —anunció.
Ethel estuvo a punto de desmayarse. Billy seguía vivo.
Ella miró a sus padres. Su madre estaba llorando. El abuelo intentaba encender su pipa, pero le temblaban las manos.
Su padre la escrutaba. Ethel no podía mirarlo a la cara. El hombre era presa de un fuerte sentimiento, pero ella no sabía cuál.
Dio un paso hacia ella.
No fue mucho, pero sí suficiente. Con Lloyd en brazos, corrió hacia su padre.
Él los rodeó a ambos con un abrazo.
—Billy está vivo —dijo—. Y tú también.
—¡Oh, papá! —exclamó ella—. Siento haberte decepcionado.
—Eso no importa —respondió él—. Eso no importa ahora. —Le daba palmaditas en la espalda como cuando era pequeña y se caía y se lastimaba las rodillas—. Vamos, vamos —le decía—. Tranquila.
Un funeral interconfesional era algo poco común entre los cristianos de Aberowen, y Ethel lo sabía. Para los galeses, las diferencias de doctrinas siempre habían sido una cuestión de importancia. Un grupo se negaba a celebrar la Navidad argumentando que no existían pruebas bíblicas de la fecha de nacimiento de Jesucristo. Otro prohibía votar en las elecciones porque el apóstol Pablo escribió: «Nuestra ciudadanía está en los cielos». A ninguno de ellos les gustaba rendir culto junto a personas con las que estaban en desacuerdo.
No obstante, tras el Miércoles del Telegrama, esas diferencias se tornaron triviales en un santiamén.
El párroco de Aberowen, el reverendo Thomas Ellis-Thomas, propuso celebrar un oficio religioso conjunto en memoria de los fallecidos. Cuando se hubieron repartido todos los telegramas, se contaban un total de doscientos once muertos y, como la batalla continuaba, a diario llegaban una o dos notificaciones más. En todas las calles habían perdido a alguien, y en los abarrotados callejones de las casuchas habitadas por los mineros habían sufrido alguna pérdida cada pocos metros.
Los metodistas, los baptistas y los católicos estuvieron de acuerdo con la propuesta del párroco anglicano. Los grupos más minoritarios quizá prefiriesen mantenerse al margen: los baptistas del Evangelio Completo, los testigos de Jehová, los evangélicos de la Segunda Venida de Cristo y la Iglesia de Bethesda. Ethel se dio cuenta de que su padre luchaba contra su propia conciencia. Sin embargo, nadie quería quedar excluido de lo que prometía ser el oficio religioso más multitudinario en la historia de la ciudad, y, al final, todos participaron. No había sinagoga en Aberowen, pero Jonathan Goldman se contaba entre los fallecidos, y el pequeño grupo de judíos practicantes de la población decidió asistir a la ceremonia, aunque no se hicieran concesiones a su religión.
El oficio se celebró la tarde del domingo a las dos y media en un parque municipal conocido como el Rec, que era la forma abreviada de Parque de Recreo. El ayuntamiento de la ciudad levantó una tribuna provisional para que el párroco oficiase desde allí la ceremonia. Era un día bonito, soleado, y asistieron tres mil personas.
Ethel observó con detenimiento a la multitud. Perceval Jones llevaba un sombrero de copa. Además de ser el alcalde de la ciudad, ahora era miembro del Parlamento. También era oficial al mando honorífico de los Aberowen Pals, y había dirigido la campaña de reclutamiento. Otros muchos directores de Celtic Minerals estaban con él. «Como si ellos tuvieran algo que ver con la heroicidad de los muertos», pensó Ethel con amargura. Morgan «Se ha ido a Merthyr» se presentó con su esposa, pero Ethel pensó que ellos sí estaban en todo su derecho, pues su hijo Roland había muerto.
Entonces vio a Fitz.
Al principio no lo reconoció. Vio a la princesa Bea, con vestido y sombrero negros, seguida por una niñera que llevaba al pequeño vizconde de Aberowen, un niño de aproximadamente la misma edad que Lloyd. Junto a Bea iba un hombre con muletas y la pierna izquierda enyesada, la cabeza vendada y el ojo izquierdo tapado con un parche. Pasado un largo rato, Ethel se dio cuenta de que era Fitz, y soltó un grito de la impresión.
—¿Qué ocurre? —le preguntó su madre.
—¡Mira al conde!
—¿Es él? ¡Oh, por Dios, pobrecillo!
Ethel se quedó mirándolo. Ya no estaba enamorada de él… había sido demasiado cruel. Pero no podía mostrarse indiferente. Le habría dado un beso al rostro que estaba bajo la venda, y habría acariciado ese cuerpo alto y fuerte tan terriblemente lisiado. Era un hombre vanidoso —era el más perdonable de sus defectos—, y ella sabía que la mortificación que sentiría al mirarse al espejo le dolería más que las heridas.
—Supongo que no ha querido quedarse en casa —comentó su madre—. El pueblo lo habría entendido.
Ethel sacudió la cabeza.
—Es demasiado orgulloso —dijo ella—. Él condujo a los hombres a la muerte. Tenía que venir.
—Tú lo conoces bien —respondió Cara con una mirada que hizo pensar a Ethel que su madre sospechaba la verdad—. Aunque supongo que espera que el pueblo se dé cuenta de que las clases altas también sufren.
Ethel asintió en silencio. Su madre tenía razón. Fitz era un arrogante y un prepotente, pero, paradójicamente, también anhelaba el respeto del ciudadano de a pie.
Dai Chuletas, el hijo del carnicero, se acercó a ellas.
—Es muy agradable ver que has vuelto a Aberowen —dijo.
Era un hombre menudo con traje nuevo.
—¿Cómo estás, Dai? —preguntó Ethel.
—Muy bien, gracias. Hay una nueva película de Charlie Chaplin que se estrena mañana. ¿Te gusta Chaplin?
—No he tenido tiempo de ir al cine.
—¿Por qué no dejas al pequeño con tu madre mañana por la noche y vienes al cine conmigo?
Dai había intentado meter la mano por debajo de la falda de Ethel en el Palace Cinema en Cardiff. Aquello sucedió cinco años atrás, pero ella supo por su mirada que él no lo había olvidado.
—No, gracias, Dai —respondió la joven con sequedad.
El muchacho no estaba dispuesto a renunciar tan pronto.
—Ahora trabajo en la mina, pero me quedaré con la tienda cuando mi padre se jubile.
—Sé que te irá muy bien.
—Algunos hombres ni siquiera mirarían a una chica con un hijo —comentó—. Pero yo no soy de esos.
El comentario fue algo condescendiente, pero Ethel decidió no ofenderse.
—Adiós, Dai. Ha sido una invitación muy considerada por tu parte.
Él sonrió a regañadientes.
—Sigues siendo la chica más guapa que he conocido. —Se tocó en la gorra y se alejó.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó la madre con indignación—. Necesitas un marido, ¡y él es un buen partido!
¿Que qué tenía de malo? Era bajito, pero lo compensaba con su encanto. Poseía buenas posibilidades de futuro y estaba deseoso de hacerse cargo del hijo de otro hombre. Ethel se preguntó por qué estaba tan segura de que no quería ir al cine con él. ¿Es que todavía creía, en el fondo de su corazón, que era demasiado buena para Aberowen?
Había una hilera de sillas en primera fila para la élite. Fitz y Bea tomaron asiento junto a Perceval Jones y Maldwyn Morgan, y empezó el oficio.
Ethel creía vagamente en la religión cristiana. Suponía que debía de haber un Dios, aunque sospechaba que Él era más razonable de lo que su padre había imaginado. Los acalorados desacuerdos de su padre con las demás iglesias se habían convertido para Ethel en una simple manía contra los iconos, el incienso o el latín. En Londres, ella acudía de vez en cuando a Calvary Gospel Hall los domingos por la mañana, sobre todo porque el pastor era un ferviente socialista que permitía que en su iglesia se celebrasen las reuniones de la clínica de Maud y del Partido Laborista.
En el Rec no había órgano, por supuesto, así que los puritanos no tuvieron que pasar por alto su objeción a los instrumentos musicales. Ethel sabía, por su padre, que se habían producido discusiones sobre la persona que debía dirigir los cánticos, un papel que, en aquella ciudad, era más importante que pronunciar el sermón. Al final, el Coro Masculino de Aberowen fue situado delante, y su director, que no pertenecía a ningún credo en particular, fue puesto al mando de la música.
Empezaron con la pieza de Händel Apacentará a su rebaño como pastor, un conocido himno con una elaborada estructura que la congregación interpretó a la perfección. Mientras cientos de voces tenores resonaban en el parque cantando el verso: «Y reunirá a las ovejas con sus manos», Ethel se dio cuenta de que había echado de menos aquella música tan emocionante mientras estaba en Londres.
El cura católico recitó el salmo 129, De Profundis, en latín. Habló tan alto como pudo, pero los que estaban más al fondo apenas lo escuchaban. El pastor anglicano leyó la colecta de oficio de entierros del Libro de oración común. Dilys Jones, una joven metodista, cantó Divino amor, himno compuesto por Charles Wesley. El pastor baptista leyó el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios, desde el versículo 20 hasta el final.
Algún pastor tenía que representar a los grupos independientes, y le había tocado al padre de Ethel.
Empezó leyendo un único versículo de Romanos 8:11: «Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros». La potente voz de su padre retumbó con fuerza por todo el parque.
Ethel se sentía orgullosa de él. Aquel honor era un reconocimiento a su posición como uno de los prohombres de la ciudad, guía espiritual y político. Además, estaba muy elegante: su madre le había comprado una corbata negra, de seda, en los grandes almacenes de Gwyn Evans, en Merthyr.
Habló sobre la resurrección y la vida del más allá, y la concentración de Ethel se dispersó: ya había escuchado todo eso antes. Ella suponía que había una vida después de la muerte, aunque no estaba segura; de todas formas, tarde o temprano, lo averiguaría.
Cierto movimiento entre la multitud la alertó de que su padre se había desviado de los temas de siempre. Lo escuchó decir:
—Cuando este país decidió entrar en guerra, espero que todos los miembros del Parlamento consultaran con su conciencia de forma sincera y piadosa, y que buscaran la orientación del Señor. Pero ¿quién llevó a esos hombres al Parlamento?
«Va a ponerse en plan político —pensó Ethel—. Bien hecho, papá. Eso le borrará la expresión de petulante al párroco.»
—En principio, todos los hombres de este país están obligados a realizar el servicio militar. Pero no todos los hombres han podido participar en la toma de la decisión de entrar en guerra.
Se alzaron vítores de apoyo entre la multitud.
—¡Las leyes sobre el sufragio excluyen a más de la mitad de los hombres de este país de las votaciones!
Ethel dijo en voz alta:
—¡Y a todas las mujeres!
—¡Ahora a callar! —le reprochó su madre—. El discurso lo da tu padre, no tú.
—Más de doscientos hombres de Aberowen perdieron la vida el 1 de julio, allí, en la ribera del Somme. Me han dicho que el total de bajas británicas ¡supera los cincuenta mil hombres!
Se alzó un suspiro de horror entre la multitud. No había muchas personas que conocieran esa cifra. Ethel se la había facilitado a su padre. A Maud se lo habían contado sus contactos en el Ministerio de Guerra.
—Cincuenta mil bajas, y veinte mil muertos —su padre prosiguió—. Y la batalla continúa. Día tras día, mueren más jóvenes. —Entre el público se alzaron voces de desacuerdo, pero quedaron acalladas por los gritos de quienes estaban conformes con lo dicho. Su padre levantó la mano para pedir silencio—. Yo no estoy acusando a nadie. Solo diré una cosa: una carnicería así no puede estar bien cuando se ha negado a esos hombres la oportunidad de decidir si quieren ir a la guerra.
El pastor dio un paso hacia delante e intentó apartar al padre de Ethel, y Perceval Jones pretendió, en vano, subir a la plataforma.
Sin embargo, el padre de Ethel ya casi había terminado.
—Si vuelven a pedirnos que entremos en guerra, no debería hacerse sin el consentimiento de todo el pueblo.
—¡Tanto hombres como mujeres! —gritó Ethel, pero su voz quedó ahogada entre los gritos de aprobación de los mineros.
Había varios hombres que se situaron delante de su padre, discutiendo acaloradamente con él, pero su voz se alzaba por encima del alboroto.
—¡Jamás volveremos a entrar en guerra porque lo diga una minoría! —gritaba a pleno pulmón—. ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!
Se sentó y los vítores resonaron atronadores.