1 de julio de 1916
Walter von Ulrich estaba en el infierno.
El bombardeo británico duraba ya siete días y siete noches. Todos los hombres en las trincheras alemanas parecían haber envejecido diez años en una semana. Se acurrucaban en sus refugios subterráneos —cuevas abiertas por la mano del hombre en el terreno que quedaba justo por detrás de las trincheras—, pero el ruido continuaba siendo ensordecedor, y la tierra que tenían bajo los pies no dejaba de temblar. Y lo peor de todo era que sabían a ciencia cierta que un impacto directo del proyectil más potente de todos podía acabar incluso con el refugio más resistente.
En los momentos en los que se detenía la cortina de fuego salían a las trincheras y se preparaban para repeler la gran ofensiva que todo el mundo esperaba. En cuanto comprobaban que los ingleses no estaban avanzando, hacían un balance de los daños. Encontraban una trinchera hundida, la entrada de un refugio subterráneo enterrada bajo una montaña de tierra y, una aciaga tarde, una cantina reducida a escombros llena de vajilla rota y latas de mermelada y jabón líquido que se vaciaban a chorros. Con total desgana, retiraron con las palas la tierra, parchearon los revestimientos con nuevos tablones y encargaron nuevos suministros.
Pero dichos suministros no llegaban. Muy pocos alcanzaron la primera línea del frente. El bombardeo hacía que cualquier aproximación resultara peligrosa. Los hombres se morían de hambre y sed. Walter había bebido más agradecido que nunca y más de una vez el agua de lluvia acumulada en algún cráter abierto por un proyectil.
Los soldados no podían permanecer en los refugios subterráneos entre bombardeo y bombardeo. Tenían que estar en las trincheras, preparados para el ataque de los ingleses. Los centinelas se mantenían en vigilancia constante. Los demás se quedaban sentados dentro del refugio o cerca de las entradas al mismo, listos bien para salir corriendo, bien para bajar a toda prisa por la escalerilla hasta el refugio subterráneo cuando empezaran a disparar los grandes proyectiles, o incluso para correr hasta el parapeto y defender su posición si se producía el ataque. Las ametralladoras tenían que ser transportadas bajo tierra todo el tiempo, para luego volver a subirlas y situarlas nuevamente en sus emplazamientos habituales.
Entre cortina y cortina de fuego, los ingleses atacaban con morteros de trinchera. Aunque esos pequeños proyectiles hacían poco ruido al estallar, eran lo suficientemente potentes para reventar los tablones del revestimiento. Sin embargo, cruzaban tierra de nadie describiendo un lento arco y, por eso, era posible divisarlos y ponerse a cubierto. Walter había esquivado uno, y se había alejado lo bastante como para evitar que lo hiriera, aunque le echó tierra en la comida, lo que lo obligó a tirar todo un cuenco de apetitoso estofado de cerdo. Ese había sido el último plato caliente que había visto, y, de haberlo tenido en ese momento, se lo hubiera comido, con tierra y todo.
Los proyectiles no eran el único problema. Esa zona había sufrido un ataque con gases tóxicos. Los hombres tenían máscaras antigás, pero el fondo de la trinchera estaba alfombrado de cadáveres de ratas, ratones y otras sabandijas que habían muerto a causa del cloro. Los cañones de los fusiles se habían teñido de un negro verdoso.
Poco después de la medianoche, la séptima de bombardeo, el número de proyectiles lanzados disminuyó, y Walter decidió salir a patrullar.
Se puso una gorra de lana y se frotó la cara con tierra para oscurecerla. Sacó su pistola, la Luger 9 mm estándar que se entregaba a los oficiales alemanes. Extrajo el cargador de la culata y revisó cuántas balas tenía. Estaba totalmente cargada.
Subió por una escalerilla y pasó por encima del parapeto, un acto con el que se desafiaba a la muerte a la luz del día pero que resultaba relativamente seguro en la oscuridad. Corrió, se agachó y descendió por la suave pendiente hasta la maraña de alambrada de espino de los alemanes. Había un hueco abierto —ya durante la colocación de la alambrada— justo enfrente de una ametralladora alemana. Pasó gateando por esa abertura.
Aquella situación le recordaba a las historias de aventuras que leía de niño. Normalmente las protagonizaban jóvenes alemanes de mandíbula cuadrada amenazados por indios pieles roja, pigmeos armados con cerbatanas o malvados espías ingleses. Recordaba muchos momentos en los que el protagonista avanzaba a rastras por los mantos del bosque, la jungla y la hierba de las praderas.
Allí no había mucho manto. Dieciocho meses de guerra habían dejado solo un par de montones de hierba y arbustos, y algún que otro arbolillo, desperdigados por una tierra yerma, cubierta de barro y agujeros abiertos por los proyectiles.
Aquello empeoraba la situación, porque no había ningún lugar donde ponerse a cubierto. Esa noche no había luna, aunque el paisaje se iluminaba de vez en cuando por el destello de alguna explosión o la intensa y feroz luz de una bengala. En esas ocasiones, lo único que podía hacer Walter era mantenerse pegado al suelo e inmóvil como una estatua. Si lograba llegar hasta el cráter de un proyectil, sería difícil que lo vieran. De no ser así, solo le quedaba desear que nadie estuviera mirando en su dirección.
Había muchísimos proyectiles ingleses sin explotar en el suelo. Walter calculó que aproximadamente un tercio de su munición no estallaba. Sabía que Lloyd George era el encargado del armamento, y supuso que aquel demagogo y adulador de masas había dado prioridad a la cantidad sobre la calidad. «Los alemanes jamás habrían cometido un error así», pensó.
Llegó a la alambrada británica, se arrastró literalmente hasta encontrar un hueco y lo atravesó.
A medida que la línea inglesa iba haciéndose visible, como el rastro de una pincelada negra sobre un fondo de cielo gris oscuro, se tumbó boca abajo e intentó avanzar en silencio. Tenía que acercarse: ese era el objetivo. Quería escuchar lo que decían los hombres en las trincheras.
Ambos bandos mandaban patrullas a hacer rondas nocturnas. Por lo general, Walter enviaba una pareja de hombres, de los más avispados, que estuvieran aburridos y con la suficiente sed de aventuras como para pasar por alto el peligro. Aunque a veces iba él mismo; en parte lo hacía para demostrar que estaba dispuesto a arriesgar su vida y, en parte, porque, normalmente, sus observaciones eran más detalladas.
Se quedó escuchando, aguzando el oído para captar una tos, un par de palabras entre murmullos, quizá un pedo seguido por un suspiro de satisfacción. Al parecer, estaba delante de una sección tranquila. Se volvió hacia la izquierda, se arrastró unos cincuenta metros y se detuvo. Entonces oyó un sonido desconocido que era ligeramente parecido al murmullo de una maquinaria lejana.
Siguió reptando, esforzándose para no desorientarse. Era fácil perder todo sentido de la orientación en la oscuridad. Una noche, después de reptar durante mucho tiempo, había llegado a la alambrada por la que acababa de pasar media hora antes, y se dio cuenta de que había dado la vuelta en círculo.
Escuchó a alguien decir en voz baja:
—Por aquí.
Se quedó de piedra. La luz de una linterna con el foco velado apareció en su campo de visión, como una libélula. Gracias al tenue haz pudo distinguir a tres soldados con cascos de acero de estilo inglés a unos treinta metros de distancia. Se sintió tentado de huir de ellos rodando por el suelo, pero decidió que ese movimiento no haría más que delatar su presencia allí. Agarró la pistola: si iba a morir se llevaría a algún enemigo por delante. El seguro estaba en el lado izquierdo, justo por encima de la empuñadura. Lo levantó y lo echó hacia delante con el dedo pulgar. Se oyó un clic que a él le sonó como un trueno, pero que los soldados ingleses no parecieron percibir.
Dos de ellos transportaban un rollo de alambrada de espino. Walter supuso que iban a renovar una sección que habría quedado dañada por la artillería alemana durante el día. «Tal vez tendría que dispararles deprisa —pensó—: uno, dos, tres. Me matarán mañana.» Pero tenía una tarea más importante que realizar, y se resistió a apretar el gatillo mientras los observaba alejarse y adentrarse en la oscuridad.
Volvió a poner el seguro con el pulgar, metió la pistola en la cartuchera y se arrastró para acercarse aún más a la trinchera inglesa.
El sonido subió de volumen. Se quedó quieto durante un instante, para concentrarse, y se dio cuenta de que el ruido era el producido por una multitud. Intentaban permanecer en silencio, pero los hombres reunidos en grupo siempre acababan siendo oídos. Era el ruido causado por un montón de pies moviéndose, el frufrú de la ropa, las respiraciones, bostezos y eructos. Por encima de ese rumor de fondo, de pronto se oían las calmadas palabras de una voz de autoridad.
Sin embargo, lo que sorprendió y sobresaltó a Walter fue el hecho de que parecía una gran multitud. No fue capaz de calcular cuántos la formaban. En esos últimos tiempos, los ingleses habían excavado nuevas trincheras, más anchas, como si quisieran almacenar enormes cantidades de suministros, o grandes armas de artillería. Aunque tal vez sirvieran para albergar a ingentes grupos de soldados.
Walter debía averiguarlo.
Siguió avanzando a rastras. El ruido era cada vez más intenso. Tenía que mirar en el interior de la trinchera, pero ¿cómo podría hacerlo sin que lo vieran?
Escuchó una voz detrás de él y se le paró el corazón.
Se volvió y vio la luz de la linterna parecida a una luciérnaga. La bobina de alambrada de espino estaba regresando. Avanzó por el barro y, poco a poco, sacó la pistola.
Los soldados con la alambrada avanzaban a toda prisa, sin preocuparse por guardar silencio, contentos de haber cumplido con su misión y de volver sanos y salvos. Pasaron cerca de él, pero no miraron en su dirección.
Cuando hubieron pasado, sintió una inspiración repentina, y se levantó de un salto.
En ese momento, si alguien lo alumbraba y lo veía, creería que formaba parte del grupo.
Lo siguió. No pensó en que los hombres podían escuchar sus pasos y distinguirlos de los que ellos mismos daban. Ninguno de los soldados se volvió a mirar.
Walter dirigió la vista hacia el origen del ruido. Entonces sí pudo ver el interior de la trinchera, aunque al principio solo pudo vislumbrar un par de puntos de luz, que supuestamente eran de linternas. Pero la vista se le fue adaptando poco a poco, y al final distinguió lo que estaba viendo; se quedó atónito.
Estaba viendo a miles de hombres.
Se detuvo. La amplia trinchera, cuyo propósito no había quedado claro, resultó ser una trinchera de reunión. Los ingleses se estaban agrupando en elevado número para su gran ofensiva. Estaban de pie, a la espera, moviéndose sin parar, la luz de las linternas de los oficiales destellando sobre las bayonetas y los cascos metálicos; una fila tras otra de ellos. Walter intentó contar: diez filas de diez hombres hacían cien, otra más, hacían doscientos, cuatrocientos, ochocientos… había mil seiscientos hombres en su campo de visión; más allá, la oscuridad se cerraba sobre el resto.
El ataque estaba a punto de empezar.
Intentó regresar lo más rápido posible con aquella información. Si la artillería alemana abría fuego en ese momento, podían matar a miles de enemigos justo allí, tras las líneas inglesas, antes de que lanzasen la ofensiva. Era una oportunidad caída del cielo o, tal vez, la brindaba el infierno, que era donde se lanzaban los crueles dados para decidir el destino de la guerra. En cuanto llegase a su línea del frente haría una llamada telefónica al cuartel general.
Una bengala ascendió al cielo. Gracias a su luz, Walter vio a un centinela inglés mirando por encima del parapeto, fusil en ristre, apuntando en su dirección.
Walter se tiró al suelo y hundió la cara en el barro.
Se oyó un tiro. Luego uno de los soldados del destacamento de la alambrada de espinos gritó:
—No dispares, cabrón, ¡somos nosotros! —El acento recordó a Walter el servicio de la casa de Fitz en Gales, y supuso que se trataba de un regimiento galés.
El destello se apagó. Von Ulrich se levantó de un salto y salió corriendo en dirección al bando alemán. El centinela no tendría visión durante un par de segundos, pues estaría cegado por el destello de la bengala. Walter corrió más rápido que nunca en toda su vida, a la espera de que el fusil volviera a disparar en cualquier momento. En cuestión de medio minuto llegó a la alambrada de los ingleses y, agradecido, se tiró de rodillas al suelo. Gateó a toda prisa para pasar por el hueco. Lanzaron otra bengala. Seguía dentro del ángulo de tiro, aunque ya no se le veía fácilmente. Se tiró al suelo. El destello lo iluminó de forma directa, un peligroso fragmento cargado de magnesio ardiente cayó a un metro de su mano, pero no se produjeron más disparos.
Cuando el destello se apagó, Walter se levantó y salió corriendo hacia la línea alemana.
A algo más de tres kilómetros por detrás de la primera línea del frente británico, Fitz observaba con ansiedad cómo el 8.º Batallón inglés estaba formando poco antes de las dos de la mañana. Tenía miedo de que aquellos hombres que acababan de recibir su formación lo dejaran en evidencia, pero no lo hicieron. Se mostraban dóciles y obedecían sus órdenes con presteza.
El general de brigada, montado a lomos de su caballo, dirigió unas breves palabras a los soldados. Un sargento lo alumbraba con su linterna desde abajo y parecía el malo de una película americana.
—Nuestra artillería ha acabado con las defensas alemanas —dijo—. Cuando lleguen al otro lado, no encontrarán más que alemanes muertos.
Alguien con acento galés, que se encontraba cerca del sargento, murmuró:
—¡Es increíble!, ¿no?, que los alemanes puedan dispararnos incluso estando fiambres, ¡maldita sea!
Fitz echó un vistazo a las filas para poder identificar al que lo había dicho, pero no lo logró en la oscuridad.
El general de brigada prosiguió:
—Tomen y aseguren la posición en sus trincheras, y les seguirán las cocinas de campaña para servirles un plato de comida caliente.
La Compañía B salió marchando hacia el campo de batalla, seguida por los sargentos del pelotón. Cruzaron los campos, y dejaron así las carreteras despejadas para que pasara el transporte rodado. Iban cantando Guíame, oh, Jehová. Sus voces permanecieron en el aire de la noche durante unos minutos hasta que se ahogaron en la oscuridad.
Fitz regresó al cuartel general del batallón. Un camión con el remolque abierto estaba esperando para llevar a los oficiales a primera línea. Fitz se sentó junto al teniente segundo Roland Morgan, hijo del jefe de la mina de carbón de Aberowen.
Fitz hacía todo lo posible por desalentar el discurso derrotista, pero no podía evitar preguntarse si el general de brigada no se habría pasado yéndose al otro extremo. Jamás había existido un ejército que superase una ofensiva como aquella y nadie podría garantizar cuál sería el resultado. Siete días seguidos de incesante fuego de artillería no habían arrasado con las defensas enemigas: los alemanes seguían respondiendo con disparos, tal como había señalado con sarcasmo aquel soldado anónimo. De hecho, Fitz había dicho exactamente lo mismo en un informe, ante lo que el coronel Hervey le había preguntado si tenía miedo.
Fitz estaba preocupado. Cuando el Estado Mayor cerraba los ojos ante las malas noticias, morían hombres.
Como demostración de lo que pensaba, explotó un proyectil justo en la carretera que tenían a sus espaldas. El conde echó la vista atrás y vio los fragmentos de un camión como en el que él viajaba volando por los aires. Un coche que le seguía dio un volantazo y se dirigió al arcén; al virar recibió el impacto de otro camión. Fue una carnicería, pero el conductor del camión de Fitz no se detuvo a socorrer a los heridos, y obró de forma correcta. Había que dejar los heridos a los paramédicos.
Cayeron más proyectiles en los campos, a izquierda y derecha. Los alemanes estaban disparando a puntos cercanos a la primera línea británica, y no al frente en sí. Debían de haber imaginado que la gran ofensiva estaba a punto de producirse: un movimiento tan numeroso de hombres difícilmente se le podía ocultar a los servicios secretos alemanes y, con eficacia letal, estos estaban matando hombres que todavía no habían llegado a las trincheras. Fitz luchaba contra el pánico, pero no se le quitó el miedo. La Compañía B podía incluso no alcanzar el campo de batalla.
Llegó al punto de reunión sin mayor dificultad. Varios miles de hombres ya se encontraban allí, apoyados en sus fusiles y hablando entre susurros. Fitz escuchó que algunos grupos ya habían quedado diezmados por el bombardeo. Esperó mientras se preguntaba con aprensión si su propia compañía seguiría existiendo. Sin embargo, al final, los Aberowen Pals llegaron sanos y salvos, para su tranquilidad, y se colocaron en formación. Fitz los dirigió durante los últimos cientos de metros hasta la trinchera de reunión de la primera línea del frente.
Entonces no les quedó más que esperar la hora cero. Había agua en la trinchera, y las polainas de Fitz no tardaron en quedar empapadas. En ese momento no estaba permitido cantar: podrían ser oídos por las líneas enemigas. Fumar también estaba prohibido. Algunos de los hombres rezaban. Un soldado alto sacó su cartilla de la paga y empezó a escribir en la página que tenía el encabezamiento «Última voluntad y testamento», bajo el estrecho haz de luz de la linterna del sargento Elijah Jones. Escribía con la mano izquierda, y Fitz se dio cuenta de que era Morrison, un antiguo lacayo de Ty Gwyn y lanzador zurdo del equipo de críquet.
Amaneció pronto; hacía unos días que habían dejado atrás el solsticio de verano. Con la llegada de la luz, algunos hombres sacaron las fotos que llevaban encima; se quedaban mirándolas y las besaban. A Fitz le pareció algo muy sentimental, y por un momento dudó si imitarles; pasado un rato, lo hizo. La fotografía que él sacó era la de su hijo, George, a quien llamaba Boy. Tenía dieciocho meses, pero la foto se la habían hecho el día de su primer cumpleaños. Bea debió de llevarlo al estudio de un fotógrafo, porque detrás tenía un fondo, de muy poco gusto, que reflejaba un claro florido del bosque. Con el aspecto que tenía, pues vestía una especie de trajecito de chaqueta blanco y una gorra, no parecía un niño; pero se le veía fuerte y sano, y estaba allí para convertirse en el heredero del condado si Fitz moría en esa contienda.
El conde suponía que Bea y Boy debían de encontrarse en Londres en ese momento. Era julio, y la temporada de reuniones sociales seguía su curso, aunque de forma más discreta: las jóvenes tenían que presentarse en sociedad, pues, de no ser así, ¿cómo iban a conocer a los buenos partidos disponibles?
La luz se intensificó y el sol hizo aparición. Los cascos metálicos de los Aberowen Pals brillaron y sus bayonetas proyectaron los destellos del nuevo día. La mayoría de ellos jamás había entrado en combate. Menudo bautismo les esperaba, ganasen o perdiesen.
Una descomunal cortina de fuego estalló con la llegada de la luz. Los cañoneros estaban totalmente entregados. Tal vez, aquel último esfuerzo destruiría por fin las posiciones alemanas. A buen seguro, el general Haig debía de estar rezando para que sucediera eso.
Los Aberowen Pals no estaban en la primera oleada de hombres, pero Fitz fue por delante para echar un vistazo al campo de batalla, y dejó a los tenientes al cargo de la Compañía B. Se abrió paso entre la multitud de hombres que permanecían a la espera en la primera línea del frente, y se quedó de pie en el escalón de tiro de la trinchera y miró por un agujero hecho en el parapeto de sacos de arena.
La neblina matutina empezaba a disiparse, perseguida por los rayos del sol naciente. El cielo azul estaba moteado por el humo oscuro de los proyectiles que explotaban. Fitz vio que iba a ser un bonito y agradable día de verano francés.
—Buen tiempo para matar alemanes —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
Permaneció en primera línea mientras se acercaba la hora cero. Quería ver qué le ocurría a la primera oleada de hombres. Puede que hubiera cosas que aprender. Aunque había sido oficial en Francia durante al menos dos años, aquella sería la primera vez que dirigiría a hombres en el combate, y eso le ponía más nervioso que no el riesgo de que lo mataran.
Dieron una ración de ron a cada soldado. Fitz bebió un poco. Pese al calor que sintió en el estómago gracias al alcohol, notaba que cada vez estaba más tenso. La hora cero eran las siete y media. A partir de las siete en punto, los hombres permanecieron inmóviles.
A las siete y veinte, los cañones británicos se silenciaron.
—¡No! —gritó Fitz—. ¡Todavía no! ¡Es demasiado pronto!
Nadie lo escuchaba, por supuesto. Pero él estaba aterrado. Aquello informaría a los alemanes de que el ataque era inminente. En ese instante estarían saliendo como pudieran de sus refugios subterráneos, sacando sus metralletas y tomando posiciones. ¡Los cañoneros habían dado al enemigo diez minutos para prepararse! Deberían haber aguantado hasta el último momento para disparar, hasta las siete veintinueve y cincuenta y nueve segundos.
Pero ya no se podía dar marcha atrás.
Fitz se preguntó, con angustia, cuántos hombres morirían a causa de aquel error garrafal.
Los sargentos vociferaban las órdenes y los hombres que rodeaban a Fitz subían por la escalerilla y remontaban el parapeto a trompicones. Formaron en la parte más próxima a la alambrada inglesa. Estaban a medio kilómetro de la línea alemana, pero nadie les había disparado todavía. Para sorpresa de Fitz, los sargentos gritaron:
—¡Formación en línea! ¡A la derecha, ar!
Los hombres empezaron a formar como si estuvieran en un desfile, ajustando las distancias entre ellos hasta que estuvieron dispuestos simétricamente, con la perfección de un grupo de bolos listos para el lanzamiento. En opinión de Fitz aquello era una locura: daba más tiempo a los alemanes para prepararse.
A las siete y media sonó un silbato, los encargados de señales bajaron sus banderines y la primera línea avanzó.
No salieron corriendo, pues el peso del equipo era demasiado: munición extra, una manta impermeable, agua y comida, y dos bombas de mano Mill, que era el nombre que recibían las granadas de mano que pesaban casi un kilo cada una. Los hombres iban trotando, salpicando agua al pasar por los cráteres abiertos por los impactos de proyectil, hasta que cruzaron a través de los huecos de la alambrada británica. Tal como les habían ordenado, volvieron a formar en filas y siguieron adelante; hombro con hombro, cruzaron tierra de nadie.
Cuando se encontraban a mitad de camino, las ametralladoras alemanas abrieron fuego.
Fitz vio que los hombres empezaban a caer un segundo antes de que sus oídos captasen el ruido ya familiar de las ametralladoras. Cayó uno, luego una docena, luego una veintena y al final, más. «¡Oh, Dios mío!», exclamó Fitz mientras los abatían: cincuenta, luego cien más. Se quedó contemplando la carnicería, horrorizado. Algunos levantaban las manos en el aire al recibir el impacto; otros gritaban o se convulsionaban; otros avanzaban con dificultad y acababan cayendo al suelo como petates derribados.
Aquel panorama era peor de lo que había previsto el pesimista Gwyn Evans, peor que la más horrible de las pesadillas de Fitz.
Antes de que llegaran a la alambrada alemana, la mayoría de ellos había caído.
Sonó otro silbato, y avanzó la segunda fila de hombres.
El soldado raso Robin Mortimer estaba furioso.
—Esto es una maldita estupidez —dijo cuando oyó el ruido de las ametralladoras—. Tendríamos que haber atacado en la oscuridad. No se puede cruzar tierra de nadie cuando da toda la puta luz del sol. Ni siquiera han lanzado una puta cortina de humo. Es un puto suicidio.
Los hombres en la trinchera de reunión se mostraban nerviosos. Billy estaba preocupado por la baja moral de los Aberowen Pals. Durante la marcha desde su alojamiento hasta la primera línea, habían experimentado su primer ataque de artillería. No habían sufrido un impacto directo, pero algunos grupos que iban por delante y otros que quedaban por detrás habían quedado diezmados. Y lo que resultaba casi tan desmoralizador: habían pasado por una serie de agujeros recién cavados, todos de exactamente dos metros de profundidad, y habían deducido que eran fosas comunes para los hombres que cayeran muertos ese día.
—El viento sopla demasiado fuerte para lanzar una cortina de humo —dijo el Profeta con calma—. Por eso, tampoco usamos las bombas de gas.
—Es una puta locura —murmuró Mortimer.
George Barrow comentó con alegría:
—Los de arriba saben lo que se hacen. Los criaron para mandar. Yo digo que los dejemos hacer.
Tommy Griffiths no pudo pasar por alto el comentario.
—¿Cómo puedes creer algo así si ellos te enviaron al correccional?
—Tienen que meter a la gente como yo en la cárcel —respondió George con firmeza—. Si no, todo el mundo estaría robando. ¡Yo podría robarme a mí mismo!
Todos rieron, excepto el taciturno Mortimer.
El comandante Fitzherbert reapareció; parecía apagado y llevaba una jarra de ron. El teniente repartió una ración a todos, se la servía en las tazas de latón de la cantina que sostenían con las manos. Billy se bebió su ron sin disfrutarlo. El alcohol abrasador animaba a los hombres, pero no durante mucho tiempo.
El único momento en que Billy se había sentido así fue su primer día en el interior de la mina, cuando Rhys Price lo dejó solo y se le apagó la lámpara. En esa ocasión, lo había ayudado una visión. Por desgracia, Jesús se aparecía a los chicos con imaginaciones febriles, no a hombres sobrios y racionales. Ese día, Billy estaba solo.
Estaba a punto de pasar la prueba definitiva, tal vez a un par de minutos. ¿Podría mantener la calma? Si no lo lograba —si se quedaba hecho un ovillo en el suelo y cerraba los ojos, y rompía a llorar o salía huyendo—, se sentiría avergonzado durante el resto de su vida. «Preferiría morir —pensó—, pero ¿me sentiré así cuando empiecen los disparos?»
Todos avanzaron unos pasos.
Sacó la cartera. Mildred le había dado una foto suya. Llevaba un abrigo y un sombrero: él habría preferido recordarla tal como la había visto la noche que fue a su habitación.
Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. Era sábado, así que seguramente estaba en el taller de Mannie Litov, cosiendo uniformes. Era media mañana, y las mujeres habrían dejado de trabajar para hacer un descanso en ese mismo instante. Mildred podía estar contándoles alguna anécdota divertida.
Pensaba en ella todo el tiempo. La noche que habían pasado juntos había sido una continuación de la lección de besos. Ella lo había frenado y le había enseñado a no comportarse como un animal en celo; le había enseñado a ir más despacio, a jugar más, le había enseñado caricias que resultaban en extremo placenteras, más de lo que nunca habría imaginado. Le había besado el miembro y le había pedido que él hiciera lo mismo con sus zonas íntimas. Lo que era aún mejor, le había enseñado cómo hacerlo para lograr que ella gritara de placer. Al final, había sacado un condón del cajón de su mesilla de noche. Billy nunca había visto uno, aunque los chicos hablaban de ellos, y los llamaban gomas. Mildred se lo había puesto, e incluso eso había resultado excitante.
Había sido como si lo hubiera soñado, y tenía que recordarse constantemente que había ocurrido en realidad. Nada en toda su educación lo había preparado para la actitud abierta y dispuesta de Mildred ante el sexo, y para él había sido como una revelación. Sus padres y la mayoría de las personas de Aberowen la habrían calificado de «inapropiada», con dos hijos y sin rastro de marido a la vista; pero a Billy no le habría importado aunque tuviera seis hijos. Le había abierto las puertas del paraíso, y lo único que quería era volver a ese lugar. Más que ninguna otra cosa en el mundo, deseaba sobrevivir a ese día para poder volver a ver a Mildred y pasar otra noche con ella.
A medida que el batallón de los Pals avanzaba como podía, acercándose poco a poco a la primera línea del frente, Billy se dio cuenta de que estaba sudando.
Owen Bevin empezó a llorar. Billy le dijo con brusquedad:
—No pierdas la calma, soldado Bevin. Llorar no sirve de nada, ¿verdad?
—Quiero irme a casa —respondió el chico.
—Yo también, muchacho, yo también.
—Por favor, cabo. No imaginé que fuera así.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Billy—. ¿Cómo conseguiste que te reclutaran?
—Le dije al médico la edad que tenía y me soltó: «Vete, y vuelve mañana por la mañana. Eres alto para la edad que tienes, podrías haber cumplido los dieciocho mañana». Y me guiñó el ojo, así que supe que tenía que mentir.
—Cabrón —dijo Billy. Miró a Owen. El chico no iba a servir para nada en el campo de batalla. Estaba temblando y llorando.
Billy habló con el teniente segundo Carlton-Smith.
—Señor, Bevin solo tiene dieciséis años, señor.
—Por el amor de Dios —dijo el teniente segundo.
—Tendríamos que enviarlo a la retaguardia. Será un lastre.
—No lo sé. —Carlton-Smith parecía desconcertado y perdido.
Billy recordó la forma en que Jones el Profeta había intentado convertir a Mortimer en su aliado. El Profeta era un buen líder: pensaba para adelantarse a los acontecimientos y actuaba para prevenir los problemas. Carlton-Smith, por el contrario, parecía no tener ninguna habilidad destacable, aunque era un oficial de rango superior. «Por eso lo llaman sistema de clases», habría dicho el padre de Billy.
Un minuto después, Carlton-Smith acudió a Fitzherbert y le dijo algo en voz baja. El comandante negó con la cabeza, y Carlton-Smith se encogió de hombros, en un gesto de impotencia.
Billy no había sido educado para ser testigo mudo de la crueldad.
—¡El chico solo tiene dieciséis años, señor!
—Es demasiado tarde para decirlo ahora —respondió Fitzherbert—. Y no hable si no se lo he ordenado antes, cabo.
Billy sabía que Fitzherbert no lo había reconocido. Billy era simplemente uno de los cientos de hombres que trabajaban en las minas del conde. Fitzherbert no sabía que él era el hermano de Ethel. En cualquier caso, el desprecio que le hizo enfureció al muchacho.
—Va en contra de la ley —insistió con tozudez.
En otras circunstancias, Fitzherbert habría sido el primero en pontificar sobre el respeto de la ley.
—Yo seré quien juzgue eso —respondió Fitz, irritado—. Por eso soy yo el oficial.
A Billy empezó a hervirle la sangre. Fitzherbert y Carlton-Smith estaban ahí, con sus uniformes hechos a medida, mirando a Billy, con su áspero uniforme de color caqui, diciéndole que no podían hacer nada.
—La ley es la ley —sentenció Billy.
El Profeta habló con calma.
—Veo que ha olvidado su bastón de mando esta mañana, comandante Fitzherbert. ¿Quiere que envíe a Bevin al cuartel a buscárselo?
Con esa misión conseguiría lo que quería, pensó Billy. «Bien hecho, Profeta.»
Pero Fitzherbert no tragó.
—No sea usted ridículo —respondió.
De pronto, Bevin salió disparado como un rayo. Se mezcló con el grupo de hombres que iba detrás y se esfumó en un segundo. Fue algo tan sorprendente que algunos de los hombres rieron.
—No llegará lejos —dijo Fitzherbert—. Y, cuando lo cojan, no será muy divertido.
—¡Es un crío! —exclamó Billy.
Fitzherbert lo miró fijamente.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Williams, señor.
Fitzherbert se quedó perplejo, aunque no tardó en recuperarse.
—Hay cientos de Williams —dijo—. ¿Cuál es su nombre de pila?
—William, señor. Me llaman Billy Doble.
Fitzherbert lo fulminó con la mirada.
«Lo sabe —pensó Billy—. Sabe que Ethel tiene un hermano que se llama Billy Williams.» Le devolvió la mirada.
—Una palabra más, soldado William Williams, y acabará ante un consejo de guerra —dijo Fitzherbert.
Se oyó un silbido en lo alto. Billy se agachó. Desde detrás les llegó una deflagración ensordecedora. Estalló un huracán a su alrededor: montones de tierra y fragmentos de tablones salieron volando por los aires. Billy oyó gritos. De pronto se encontró tendido en el suelo; no estaba seguro de si lo habían derribado o de si se había tirado él. Algo pesado le golpeó la cabeza, y blasfemó. Luego cayó una bota produciendo un ruido sordo en el suelo, junto a su cara. Había una pierna metida dentro, pero nada más.
—¡Oh, Dios! —exclamó.
Se levantó. No estaba herido. Miró a su alrededor, a los componentes de su sección: Tommy, George Barrow, Mortimer… todos estaban en pie. Todos avanzaron; de pronto vieron la primera línea como una vía de escape.
El comandante Fitzherbert gritó:
—¡Mantengan las posiciones!
—¡Tal como estaban, tal como estaban! —dijo Jones el Profeta.
El repentino avance fue detenido. Billy intentó sacudirse el barro del uniforme. Luego, otro proyectil estalló detrás de ellos. En todo caso, ese explotó más lejos, aunque no suponía una gran diferencia. Se oyó una deflagración, un huracán, y cayó una lluvia de residuos y miembros amputados. Los hombres empezaron a salir a rastras de la trinchera de reunión de la primera línea y a dirigirse hacia el otro lado. Billy y su sección hicieron lo propio. Fitzherbert, Carlton-Smith y Roland Morgan gritaban a los hombres que se quedasen donde estaban, pero nadie los escuchaba.
Avanzaban corriendo, intentando alcanzar una distancia de seguridad con respecto al lugar donde estallaban los proyectiles. A medida que se acercaban a la alambrada de espinos de los ingleses, empezaron a frenar, y se detuvieron en la linde de tierra de nadie al darse cuenta de que por delante los esperaba un peligro tan grande como el que habían dejado atrás.
Con el propósito de sacar partido de la situación, los oficiales se unieron a los hombres.
—¡Formación en línea! —gritó Fitzherbert.
Billy miró al Profeta. El sargento dudó por un instante, y luego refrendó la orden.
—¡Alinéense! ¡Alinéense! —gritó.
—Mira eso —le dijo Tommy a Billy.
—¿El qué?
—Detrás de la alambrada.
Billy miró.
—Los cuerpos —aclaró Tommy.
Billy vio lo que quería decir. El suelo estaba plagado de cadáveres vestidos de color caqui, algunos retorcidos de forma espantosa, otros tendidos pacíficamente como si estuvieran durmiendo y otros abrazados como amantes.
Se contaban por miles.
—Dios, ayúdanos —susurró Billy.
Se sintió mareado. ¿En qué mundo vivían? ¿Qué pretendía Dios al dejar que aquello ocurriera?
La Compañía A se alineó, y Billy y el resto de la Compañía B avanzaron como pudieron para colocarse detrás de ellos.
El horror que sentía Billy se tornó rabia. El conde Fitzherbert y los de su clase habían planeado todo aquello. Ellos estaban al mando y ellos eran los culpables de aquella carnicería. «Tendrían que fusilarlos —pensó con furia—; a todos y cada uno de ellos, ¡joder!»
El teniente segundo Morgan tocó un silbato, y la Compañía A corrió hacia delante como en un partido de rugby. Carlton-Smith tocó su silbato, y Billy se lanzó a la carrera.
En ese momento, las ametralladoras alemanas abrieron fuego.
Los soldados de la Compañía A empezaron a caer, y Morgan fue el primero. No habían disparado sus armas. Eso no era una batalla, era una carnicería. Billy miró a los hombres que tenía a su alrededor. Se sentía desafiante. Los oficiales habían fracasado. Los hombres tenían que tomar sus propias decisiones. ¡Al diablo con las órdenes!
—¡A la mierda con todo! —gritó Billy—. ¡Poneos a cubierto! —Y se tiró al agujero hecho por una bomba.
Los laterales estaban fangosos y había agua estancada en el fondo, pero él, agradecido, hizo presión con el cuerpo sobre la tierra húmeda mientras las balas le pasaban volando por encima de la cabeza. Transcurridos unos segundos, Tommy aterrizó a su lado, luego, el resto de la sección. Los soldados de otras secciones imitaron a los hombres de Billy.
Fitzherbert pasó corriendo junto al agujero.
—¡Sigan moviéndose! —gritó.
—Si sigue insistiendo —mascullo Billy—, voy a disparar a ese cabrón.
Entonces Fitzherbert fue alcanzado por el fuego de una ametralladora. Le salió un chorro de sangre de la mejilla y le quedó una pierna doblada por debajo del cuerpo. Se desplomó sobre el suelo.
Billy se dio cuenta de que los oficiales corrían el mismo peligro que los demás hombres. Ya no estaba furioso. En cambio, sí se sentía avergonzado por el ejército inglés. ¿Cómo podía ser tan incompetente? Después de todos los esfuerzos que habían hecho, del dinero que habían gastado, de los meses que habían dedicado a la planificación… la gran ofensiva había sido un fracaso. Resultaba humillante.
Billy echó un vistazo a su alrededor. Fitz estaba tendido, inmóvil, inconsciente. Ni el teniente segundo Carlton-Smith ni el sargento Jones estaban a la vista. Los demás hombres de la sección miraban a Billy. Él solo era cabo, pero esperaban que les dijera qué hacer.
Se volvió hacia Mortimer, que antes había sido oficial.
—¿Tú qué crees que…?
—A mí no me mires, taffy —respondió Mortimer con sequedad—. Tú eres el puto cabo.
Billy comprendió que tenía que ocurrírsele un plan.
No iba a hacerlos retroceder. Ni se había planteado esa posibilidad. Habría sido como desperdiciar las vidas de los hombres que ya habían muerto. «Tenemos que sacar algún provecho de esto —pensó—; tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos.»
Por otro lado, no pensaba cargar contra una ametralladora.
Lo primero que necesitaban era un análisis del panorama.
Agarró su casco de acero, lo levantó tanto como pudo estirando el brazo, y lo utilizó por encima del borde del cráter como señuelo, por si un alemán tenía visión sobre aquel agujero. Pero no ocurrió nada.
Asomó la cabeza por el borde, a la espera de que, en cualquier momento, un tiro le agujerease el cráneo. Pero también sobrevivió a esa prueba.
Miró más allá de la línea divisoria y a lo alto de la colina, por encima de la alambrada de espinos de la primera línea del frente alemán, enterrada en la ladera. Vio los cañones de los fusiles asomando por los agujeros del parapeto.
—¿Dónde está esa puta ametralladora? —preguntó a Tommy.
—No estoy seguro.
La Compañía C pasó corriendo. Algunos se pusieron a cubierto, pero otros mantuvieron la posición. La ametralladora volvió a abrir fuego y recorrió la línea; los hombres cayeron como bolos. Billy ya no estaba impresionado. Intentaba localizar el punto de procedencia de las balas.
—Lo tengo —dijo Tommy.
—¿Dónde?
—Traza una línea recta desde aquí hasta ese montón de arbustos en lo alto de la colina.
—Ya.
—Mira esa parte en que la línea cruza la trinchera alemana.
—Sí.
—Ahora desvíate un poco hacia la derecha.
—¿Cuánto…?, da igual, ya veo a esos cabrones.
Justo enfrente y un poco hacia la derecha de donde estaba Billy, asomaba algo que podría ser un armazón metálico protector que se levantaba por encima del parapeto, y el inconfundible cañón de una ametralladora. Billy creyó poder distinguir tres cascos alemanes a su alrededor, aunque era difícil asegurarlo.
El joven pensó que el enemigo debía de estar concentrando sus esfuerzos en el hueco de la alambrada británica. Disparaban sin descanso a los hombres que surgían desde ese punto. La forma de atacarlos podía consistir en adoptar un ángulo distinto. Si su sección lograba encontrar una forma de avanzar en diagonal por tierra de nadie, llegarían a la ametralladora por la izquierda de los alemanes, mientras estos estaban mirando hacia la derecha.
Trazó una ruta utilizando tres grandes cráteres abiertos por proyectiles; el tercero de ellos se encontraba justo pasada la zona derribada de la alambrada alemana.
No tenía ni idea de si se trataba de una estrategia militar correcta. Pero la estrategia correcta había costado la vida a miles de hombres esa misma mañana, así que, ¡al diablo con lo correcto!
Volvió a agacharse y miró a los hombres que tenía a su alrededor. George Barrow era un tirador muy preciso pese a su juventud.
—La próxima vez que esa ametralladora abra fuego, prepárate para disparar. En cuanto pare, empieza tú. Con un poco de suerte, se pondrán a cubierto. Yo saldré corriendo hacia ese agujero que hay ahí. Tira con firmeza y vacía el cargador. Tienes diez disparos, consigue que duren medio minuto. En el momento en que los alemanes levanten la cabeza, yo debería de haber llegado al siguiente agujero. —Miró a los demás—. Esperad a la pausa siguiente; luego, salid corriendo mientras Tommy os cubre. La tercera vez, yo os cubriré, y Tommy podrá correr.
La Compañía D llegó a tierra de nadie. La ametralladora abrió fuego. Los fusiles y los morteros de trinchera dispararon al unísono. Pero la carnicería fue menos sangrienta porque había más hombres poniéndose a cubierto en los agujeros de los proyectiles en lugar de seguir corriendo hacia la lluvia de balas.
«En cualquier momento a partir de ahora», pensó Billy. Ya había dicho a los hombres qué iba a hacer, y habría sido una vergüenza retroceder. Apretó los dientes. Era mejor morir que ser un cobarde, volvió a repetirse.
El fuego de ametralladora cesó.
En un segundo, Billy se puso de pie. En ese momento se había convertido en un blanco perfecto. Se agachó y empezó a correr.
A sus espaldas, oyó cómo Barrow disparaba. Su vida estaba en manos de ese chico de correccional de diecisiete años. George disparaba de forma constante: disparo, dos, tres; disparo, dos, tres; tal como le habían ordenado.
Billy cruzó el campo de batalla tan deprisa como pudo, agachado por el peso del macuto. Las botas se le hundían en el barro, respiraba a bocanadas ahogadas, le dolía el pecho, y el único pensamiento que tenía en la mente era que debía ir más deprisa. Estaba más cerca de la muerte de lo que jamás había experimentado.
Cuando se encontraba a un par de metros de distancia del agujero indicado, tiró el arma a su interior y se lanzó como si estuviera placando a un jugador del equipo contrario en un partido de rugby. Cayó en el borde del cráter y se arrastró como pudo al fondo embarrado. Le parecía increíble que aún siguiera con vida.
Escuchó gritos de júbilo lejanos. Su sección aplaudía la carrera. Le asombraba que pudieran estar tan animados en medio de una carnicería como aquella. ¡Qué raros eran los hombres!
Cuando recuperó el aliento, miró con cuidado por encima del borde. Había recorrido algo menos de cien metros. A ese ritmo, le iba a costar un tiempo cruzar tierra de nadie. Pero la alternativa era un suicidio.
La ametralladora volvió a abrir fuego. Cuando paró, Tommy empezó a disparar. Siguió el ejemplo de George e iba haciendo pausas entre los disparos. «Con qué rapidez aprendemos cuando nuestras vidas están en peligro», pensó Billy. Cuando la décima y última bala salió del cargador de Tommy, el resto de la sección llegó al agujero junto a Billy.
—Colocaos a este lado —les gritó, y les hizo una señal para que se situaran por delante.
La posición alemana se encontraba en lo alto de la colina, y Billy temía que el enemigo tuviera visibilidad sobre la parte de atrás del cráter.
Apoyó el fusil en el borde del agujero y apuntó a la ametralladora. Pasado un rato, los alemanes volvieron a abrir fuego. Cuando pararon, Billy disparó. Deseó que Tommy corriera más deprisa. Se dio cuenta de que se preocupaba más por su amigo que por todos los demás hombres de la sección juntos. Mantuvo firme el fusil y disparó a intervalos de unos cinco segundos. No le importaba dar a nadie, siempre que obligase a los alemanes a mantener la cabeza agachada mientras Tommy corría.
El cargador del fusil emitió el ruido característico al quedarse vacío y Tommy aterrizó a su lado.
—¡Por todos los demonios! —dijo Tommy—. ¿Cuántas veces más tendremos que hacerlo?
—Calculo que dos más —respondió Billy al tiempo que recargaba—. Luego o estaremos lo bastante cerca para lanzar una granada de mano… o seremos putos fiambres.
—Por favor, no digas tacos ahora, Billy —dijo Tommy, muy serio—. Ya sabes que lo encuentro de mal gusto.
Billy soltó una carcajada. Y entonces se preguntó cómo había sido capaz de hacerlo. «Estoy en un agujero mientras el ejército alemán me dispara, y estoy riéndome —pensó—. ¡Que Dios me asista!»
Avanzaron de la misma forma hasta el cráter siguiente, aunque este estaba más lejos, y, esta vez, perdieron a un hombre. Joey Ponti recibió un disparo en la cabeza mientras corría. George Barrow lo levantó y lo llevó a cuestas, pero estaba muerto, tenía un sanguinolento agujero en el cráneo. Billy se preguntó dónde estaría su hermano pequeño Johnny: no lo había visto desde que habían salido de la trinchera de reunión. «Tendré que ser yo quien le informe», pensó Billy. Johnny adoraba a su hermano mayor.
Había otros hombres muertos en aquel agujero; tres cuerpos vestidos de caqui flotando en el agua estancada. Debieron de ser de los primeros que corrieron hacia la cumbre de la colina. Billy se preguntó cómo habrían llegado hasta allí. Tal vez fuera pura casualidad. Los cañones debieron de fallar un par de tiros en la primera ráfaga, y los abatieron al regresar.
En ese momento había otros grupos que se aproximaban a los alemanes siguiendo tácticas similares. O bien imitaban al grupo de Billy, o lo que era más probable: habían llegado a las mismas conclusiones y habían descartado la estúpida idea de cargar en la formación lineal ordenada por los oficiales para diseñar sus propias tácticas más lógicas. El resultado era que los alemanes ya no lo tenían todo a su favor. Como estaban recibiendo disparos, ya no eran capaces de mantener la misma cortina de fuego constante. Tal vez por esa razón, el grupo de Billy llegó al último agujero sin sufrir más bajas.
De hecho, contaban con un hombre más. Un completo desconocido estaba tendido junto a Billy.
—¿De dónde cojones sales tú? —le preguntó Billy.
—He perdido a mi grupo —respondió el soldado—. Parece que sabéis lo que hacéis, así que os he seguido. Espero que no te importe.
Hablaba con un acento que Billy imaginó que podía ser canadiense.
—¿Eres buen lanzador? —le preguntó Billy.
—Jugaba en el equipo de béisbol de mi instituto.
—Bien. Entonces, cuando te dé la orden, intenta alcanzar el emplazamiento de esa ametralladora con una granada de mano.
Billy dijo a Llewellyn el Manchas y a Alun Pritchard que lanzasen sus granadas mientras los demás hombres de la sección los cubrían disparando. Una vez más, esperaron a que cesaran las ráfagas de la ametralladora.
—¡Ahora! —gritó Billy, y se levantó.
Se oyó un breve estruendo de disparos de fusil procedente de la trinchera alemana. El Manchas y Alun, asustados por las balas, lanzaron sin control las granadas. Ninguna llegó a la trinchera, que estaba a unos cincuenta metros de distancia, sino que cayeron cerca e hicieron explosión sin causar daños. Billy blasfemó: no habían acabado con la ametralladora y, seguramente, los alemanes volverían a abrir fuego unos segundos después. El Manchas se convulsionó de forma espantosa cuando una ráfaga de balas lo alcanzó.
Billy se sentía extrañamente tranquilo. Se tomó un segundo para centrarse en su objetivo y echó el brazo hacia atrás. Calculó la distancia como si estuviera lanzando una pelota de rugby. Apenas se dio cuenta de que el canadiense, que estaba a su lado, estaba igual de centrado. La ametralladora disparó y se volvió hacia ellos.
Ambos lanzaron al mismo tiempo.
Las granadas cayeron en el interior de la trinchera, cerca del emplazamiento de la ametralladora. Se oyeron dos ruidos sordos. Billy vio el cañón de la ametralladora salir volando por los aires y lanzó un grito triunfal. Sacó la anilla de la segunda granada y ascendió corriendo la ladera, gritando: «¡A la carga!».
La euforia corría por sus venas como una droga. Apenas era consciente del peligro. No tenía ni idea de cuántos alemanes podían estar en esa trinchera apuntándole con sus fusiles. Los demás hombres lo siguieron. Lanzó su segunda granada, y ellos lo imitaron. Algunas salieron propulsadas sin orden ni concierto, otras aterrizaron en la trinchera y explotaron dentro.
Billy llegó a la trinchera. En ese momento se dio cuenta de que iba con el fusil en bandolera. Antes de poder colocarse en posición de tiro, un alemán podría haberlo matado.
Pero no quedaban alemanes vivos.
Las granadas habían causado daños devastadores. El suelo de la trinchera estaba plagado de cadáveres y —lo que era más insoportable de ver— de restos de cuerpos mutilados. Si había sobrevivido algún alemán a aquella carnicería, se habría batido en retirada. Billy saltó al interior de la trinchera y al final consiguió agarrar el fusil con ambas manos para adoptar la postura de disparo. Pero no fue necesario. No quedaba nadie a quien disparar.
Tommy llegó de un salto a su lado.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó, eufórico—. ¡Hemos tomado una trinchera alemana!
Billy sentía un regocijo desmedido. Habían intentado matarlo, pero él había sido quien los había matado a ellos. Era un sentimiento de profunda satisfacción, incomparable a nada que pudiera haber sentido antes.
—Tienes razón —le dijo a Tommy—. Lo hemos conseguido.
Billy se quedó impresionado por la calidad de las fortificaciones alemanas. Tenía ojo de minero para valorar una estructura segura. Las paredes estaban reforzadas con tablones, las traviesas eran cuadradas y los refugios subterráneos tenían una profundidad sorprendente: de entre seis y hasta nueve metros, con puertas provistas de dintel y escalones de madera. Eso explicaba cómo habían sobrevivido tantos alemanes durante siete días de bombardeos ininterrumpidos.
Supuestamente, los alemanes cavaban sus trincheras y construían redes gracias a las trincheras de comunicación, mediante las que se vinculaba la primera línea destinada al almacenamiento con las zonas de servicios de la retaguardia. Billy debía asegurarse de que no había tropas enemigas esperando para lanzar una emboscada. Dirigió a los demás en una patrulla de exploración, con los fusiles en ristre, pero no encontraron a nadie.
La red de trincheras acababa en la cumbre de la colina. Desde ese punto, Billy echó un vistazo a su alrededor. A la izquierda de su posición, más allá de la zona en peores condiciones a causa de los proyectiles, otros soldados ingleses habían tomado el sector siguiente; a su derecha, la trinchera terminaba y la ladera descendía hasta un valle con un arroyuelo.
Miró hacia el este, en dirección a territorio enemigo. Sabía que a dos o tres kilómetros había otra red de trincheras: la segunda línea de defensa alemana. Estaba listo para seguir avanzando con su grupo, aunque lo dudó por un instante. No veía a otros soldados ingleses avanzando, y se preguntó si sus hombres ya habrían usado casi toda la munición. Supuso que, en cualquier momento, llegarían los camiones de suministros dando tumbos por los cráteres del terreno con más munición y órdenes para la siguiente acción.
Elevó la vista al cielo. Era mediodía. Los hombres no habían comido nada desde la noche anterior.
—Vamos a ver si los alemanes han dejado algo de comer —dijo.
Situó al Seboso Hewitt en lo alto de la colina como vigía por si los alemanes contraatacaban.
No había mucho que echarse al estómago. Al parecer, los alemanes no estaban muy bien alimentados. Encontraron pan negro enmohecido y salami seco. No había ni una triste cerveza. Se suponía que los alemanes eran famosos por su cerveza.
El general de brigada había prometido que a las tropas que avanzaran les seguirían las cocinas de campaña, pero cuando Billy echó la vista atrás con impaciencia hacia tierra de nadie, no vio ni rastro de los suministros.
Se sentaron a comer sus raciones de pan seco y ternera en lata.
Se dio cuenta de que debía enviar a alguien de vuelta para informar de lo ocurrido. Pero antes de poder hacerlo, la artillería alemana cambió su objetivo. Habían empezado a lanzar proyectiles desde la retaguardia de los ingleses. En ese momento, se centraban en tierra de nadie. Volcanes de tierra hacían erupción entre la línea británica y la alemana. El bombardeo era tan intenso que nadie podría haber retrocedido y haber salido con vida.
Por suerte, los artilleros estaban evitando dar a su propia primera línea. Seguramente no sabían con certeza qué sectores habían sido tomados por los ingleses y cuáles seguían en poder de las tropas alemanas.
El grupo de Billy estaba atrapado. No podían avanzar sin munición, y no podían retroceder por el bombardeo. Aunque Billy parecía ser el único preocupado en su posición. Los demás empezaron a buscar recuerdos. Recogían los cascos acabados en punta, las insignias de las gorras y las navajas de bolsillo. George Barrow registraba todos los cadáveres y les quitaba el reloj y los anillos. Tommy se quedó con una Luger 9 mm de un oficial y una caja de municiones.
Empezaron a sentirse aletargados. No era de extrañar: llevaban toda la noche despiertos. Billy nombró a dos vigías y dejó a los demás echar una cabezada. Se sentía desilusionado. En su primer día de combate había logrado una pequeña victoria y deseaba contárselo a alguien.
Por la noche, la cortina de fuego cesó. Billy pensó en batirse en retirada. Parecía no tener sentido hacer otra cosa, pero temía ser acusado de deserción ante el enemigo. Era imposible imaginar de qué serían capaces los oficiales.
No obstante, los alemanes decidieron por él. El Seboso Hewitt, el vigía en lo alto de la colina, los vio avanzar desde el este. Billy divisó un grupo numeroso —de unos cincuenta o cien hombres— atravesando el valle a la carrera hacia donde ellos estaban. Sus hombres no podrían defender el territorio que acababan de tomar si no conseguían munición.
Por otra parte, si se batían en retirada, los podían acusar.
Reunió a sus hombres.
—Bien, muchachos —dijo—. Disparad a discreción, y batíos en retirada cuando se os acaben las balas.
Vació su cargador apuntando hacia el grupo que se acercaba a ellos, que se encontraba todavía a un kilómetro de distancia, luego se volvió y salió corriendo. Los demás hicieron lo mismo.
Cruzaron tambaleantes las trincheras alemanas y regresaron por tierra de nadie hacia el sol del ocaso, saltando sobre los cadáveres y esquivando a los camilleros que recogían a los heridos. Pero nadie les disparó.
Cuando Billy llegó al lado británico, saltó al interior de la trinchera plagada de cadáveres, heridos y supervivientes exhaustos como él. Vio al comandante Fitzherbert tendido sobre una camilla, con el rostro cubierto de sangre, pero los ojos abiertos, vivo y respirando todavía. «Ahí va uno al que no me habría importado perder», pensó. Había muchos hombres sentados o tendidos en el barro, mirando al vacío, abrumados por la impresión y paralizados por el miedo. Los oficiales intentaban organizar el regreso de los hombres y de los cuerpos a las secciones de retaguardia. No se respiraba sensación de triunfo; nadie avanzaba, los oficiales ni siquiera miraban al campo de batalla. La gran ofensiva había sido un fracaso.
Los hombres que quedaban en la sección de Billy lo siguieron hasta la trinchera.
—¡Qué follón! —exclamó Billy—. ¡Por el amor de Dios, qué follón!
Una semana después, Owen Bevin fue acusado de deserción y cobardía por un tribunal militar.
En el juicio, le dieron la oportunidad de contar con la defensa de un oficial designado como «amigo del prisionero», pero lo rechazó. Como el delito estaba castigado con la pena de muerte, se interpuso de forma automática la apelación de inocencia. Sin embargo, Bevin no dijo nada en su defensa. El juicio duró menos de una hora. Bevin fue declarado culpable.
Lo condenaron a muerte.
Se envió la documentación del fallo al cuartel general para que la revisaran. El comandante en jefe ratificó la sentencia de muerte. Dos semanas después, en un enfangado prado de pastura francés, Bevin se encontraba de pie ante un pelotón de fusilamiento con los ojos vendados.
Algunos hombres debieron de apuntar mal a propósito, porque, tras abrir fuego, Bevin seguía vivo, aunque sangraba. El oficial al mando del pelotón de fusilamiento se acercó, sacó su pistola y disparó dos tiros a bocajarro en la frente del muchacho.
Al final, Owen Bevin murió.