Junio de 1916
—¿Podemos hablar, muchacho? —preguntó el padre de Billy.
El muchacho se quedó anonadado. Durante casi dos años, desde que había dejado de acudir al templo de Bethesda, apenas habían conversado. Siempre se respiraba cierta tensión en la pequeña casa de Wellington Row. Billy prácticamente había olvidado lo que era oír voces amables charlando con distensión en la cocina, o incluso las voces más elevadas de las apasionadas discusiones que solían mantener. El ambiente negativo era una de las dos razones por las que Billy se había alistado en el ejército.
En ese momento, el tono de su padre sonó casi humilde. Billy lo miró con detenimiento a la cara. Su expresión le transmitía lo mismo: ausencia de agresividad y de actitud desafiante, solo le comunicaba un deseo.
En cualquier caso, Billy no estaba preparado para seguirle la corriente.
—¿Para qué? —preguntó.
Su padre abrió la boca para espetar la respuesta, pero fue evidente que se contuvo.
—He actuado movido por el orgullo —dijo—. Eso es pecado. Puede que tú también hayas sido orgulloso, pero esa es una cuestión entre el Señor y tú, y no justifica mi comportamiento.
—Has tardado dos años en darte cuenta.
—Me habría costado aún más si no llegas a alistarte en el ejército.
Billy y Tommy se habían presentado voluntarios el año anterior, y habían mentido sobre su edad. Se habían unido al 8.º Batallón de Fusileros Galeses, conocido con el sobrenombre de Aberowen Pals, los Amigos de Aberowen. Esos batallones eran una idea novedosa. Los componían hombres de la misma población que tenían un fuerte sentido de la unidad a la hora de prepararse y combatir junto a personas con las que habían crecido. Se creía que era positivo para la moral de las tropas.
El grupo de Billy había realizado un año de formación, gran parte de la misma en un nuevo campamento militar levantado a las afueras de Cardiff. Él había disfrutado. Aquello era más fácil que trabajar en la mina de carbón y mucho menos peligroso. Además de sufrir un aburrimiento considerable y cansino —«entrenamiento militar» a menudo era sinónimo de «espera»—, habían practicado deporte y diversos juegos, así como gozado de la camaradería de un grupo de hombres jóvenes con los que compartir nuevos aprendizajes. Durante un largo período sin nada que hacer, había escogido un libro de forma aleatoria y había leído la obra teatral Macbeth. Para su sorpresa, encontró la historia emocionante y la poesía, extrañamente fascinante. El lenguaje de Shakespeare no resultaba difícil para alguien que había pasado tantas horas estudiando el inglés del siglo XVII de la Biblia protestante. Desde esa primera lectura, había leído la obra completa del dramaturgo y había releído los mejores títulos varias veces.
En ese momento, cuando el entrenamiento ya había finalizado, los Pals dispusieron de un permiso de dos días antes de partir para Francia. Su padre pensó que aquella podría ser la última ocasión en que viera vivo a Billy. Esa sería la razón por la que se humillaba al hablar.
Billy miró el reloj. Había ido a despedirse de su madre. Planeaba pasar su permiso en Londres, con su hermana Ethel y su atractiva inquilina. El hermoso rostro de Mildred, con sus labios rojos y sus graciosos dientes de conejo, se le había grabado a fuego en la memoria desde que ella lo había dejado anonadado al decir eso de: «¡Joder! ¿Eres Billy?». Tenía el macuto en el suelo, junto a la puerta, cargado y listo para partir. Llevaba las obras completas de Shakespeare en su interior. Tommy estaba esperándolo en la estación.
—Tengo que coger un tren —dijo.
—Hay muchos trenes —respondió su padre—. Siéntate, Billy… por favor.
Billy no se sentía cómodo en presencia de su progenitor con esa actitud. Su padre podía ser estricto, arrogante y severo, pero al menos era fuerte. El muchacho no quería ver cómo flaqueaba.
El abuelo se encontraba en su asiento de costumbre, escuchando.
—Venga, sé buen chico, Billy —dijo, intentando sonar convincente—. Dale una oportunidad a tu padre, ¿vale?
—Está bien. —Billy se sentó a la mesa de la cocina.
Su madre llegó del lavadero.
Se hizo un momento de silencio. El muchacho se dio cuenta de que podía no volver jamás a esa casa. Al regresar del campamento militar, se había percatado por primera vez de que su casa era pequeña, de que las habitaciones eran oscuras y de que el aire estaba cargado por el olor al polvillo del carbón y los aromas de la cocina. Después de vivir en el ambiente distendido de bromas y guasas de los barracones, comprendió que en aquella casa lo habían criado con una rectitud regida por los más estrictos mandamientos bíblicos, en la que la mayoría de las manifestaciones más humanas o espontáneas no encontraban cabida. Y, con todo, la idea de marcharse lo entristecía. No era solo por el lugar, era por la vida que estaba dejando atrás. Allí, todo había sido simple. Creía en Dios, obedecía a su padre y confiaba en sus compañeros de la mina. Los dueños eran malos, el sindicato protegía a los hombres y el socialismo les ofrecía un futuro más esperanzador. Pero la vida no era tan simple. Quizá regresara a Wellington Row, pero jamás volvería a ser el muchacho que había vivido allí.
Su padre entrelazó las manos, cerró los ojos y dijo:
—Oh, Señor, ayuda a tu siervo a ser humilde y manso como lo fuera Jesús. —Entonces abrió los ojos y preguntó—: ¿Por qué lo hiciste, Billy? ¿Por qué te alistaste?
—Porque estamos en guerra —respondió su hijo—. Te guste o no, tenemos que combatir.
—Pero ¿es que no entiendes…? —Su padre se calló y levantó las manos para hacer un gesto apaciguador—. Volveré a empezar. No te creerás eso que dicen los periódicos de que los alemanes son demonios que se dedican a violar monjitas, ¿no?
—No —repuso Billy—. Todo lo que los periódicos han dicho siempre sobre los mineros ha sido mentira, así que supongo que no cuentan la verdad sobre los alemanes.
—Yo opino que esta es una guerra capitalista que no tiene nada que ver con los trabajadores —dijo su padre—. Pero puedes no estar de acuerdo.
Billy estaba asombrado ante el esfuerzo que estaba haciendo su padre por mostrarse conciliador. Nunca antes le había escuchado decir la frase «puedes no estar de acuerdo».
—No sé mucho sobre capitalismo —replicó—, pero espero que tengas razón. De todas formas, alguien tiene que parar los pies a los alemanes. ¡Se creen que están destinados a dominar el mundo!
—Somos ingleses —añadió su padre—. Nuestro imperio mantiene el dominio sobre más de cuatro millones de personas. Muy pocas de ellas tienen derecho a voto. No poseen control sobre sus países. Pregúntale al inglés de a pie el porqué y te responderá que nuestro destino es dominar a los pueblos inferiores. —El padre de Billy separó las manos con un gesto que expresaba el pensamiento: «¿Acaso no resulta evidente?»—. Billy, muchacho, no son los alemanes los que creen que deberían dominar el mundo, ¡somos nosotros!
Billy suspiró. Estaba de acuerdo con todo lo que había dicho su padre.
—Pero están atacándonos. Puede que las razones para la guerra no sean las adecuadas, pero, sea como sea, tenemos que luchar.
—¿Cuántos hombres han muerto en los últimos dos años? —preguntó su padre—. ¡Millones! —Alzó un poco el tono, pero estaba más triste que enfadado—. Y así seguirá siendo mientras haya jóvenes que estén dispuestos a matar sea como sea, como tú has dicho.
—Seguirá siendo así hasta que alguien gane, imagino.
—Supongo que te da miedo que la gente piense que estás asustado —terció la madre.
—No —respondió Billy, pero su madre tenía razón.
Las explicaciones racionales que daba para haberse alistado no eran toda la verdad. Como siempre, su madre había adivinado lo que en realidad sentía. Durante casi dos años había estado oyendo y leyendo que jóvenes sanos y fuertes como él eran unos cobardes por no ir al frente. Lo decían los periódicos, la gente lo comentaba en las tiendas y en los pubs, en el centro de Cardiff las chicas guapas entregaban plumas blancas a cualquier chico que no fuera vestido de uniforme y los sargentos encargados de reclutar soldados insultaban a los jóvenes vestidos de civil que se cruzaban por la calle. Billy sabía que era una cuestión propagandística, pero le afectaba de todas formas. Le resultaba difícil soportar la idea de que los demás creyeran que era un cobarde.
Fantaseaba con explicar, a aquellas chicas que entregaban las plumas blancas, que la extracción del carbón era más peligrosa que estar en el ejército. Con la salvedad de los hombres que se encontraban en primera línea del frente, la mayoría de los soldados tenía menos probabilidad de morir que un minero. Y Gran Bretaña necesitaba el carbón. Era el combustible de la mitad de la Armada. En realidad, el gobierno había dicho que no quería que los mineros participasen en la guerra. Pero nada de todo aquello le había hecho cambiar de opinión. Desde que se había puesto la áspera guerrera de color caqui, los pantalones, las botas nuevas y la gorra de visera, se había sentido mejor.
—Dicen que vamos a lanzar una ofensiva importante a finales de mes —comentó su padre.
Billy asintió en silencio.
—Los oficiales no sueltan prenda, pero está en boca de todos. Espero que a eso se deban estas prisas repentinas por llevar a más hombres a esa zona.
—Los periódicos dicen que esta podría ser la contienda que cambie las tornas… el principio del fin.
—En cualquier caso, esperemos que así sea.
—Ahora tendríais que tener artillería suficiente, gracias a Lloyd George.
—Sí.
El año anterior habían sufrido escasez de proyectiles. El revuelo que se había armado en los periódicos por el Escándalo de los Proyectiles había estado a punto de provocar la destitución del primer ministro británico. Asquith había creado una coalición de gobierno y la nueva cartera de ministro de Municiones; había asignado el cargo al hombre más popular del gabinete, David Lloyd George. Desde entonces, la producción armamentística había remontado.
—Intenta cuidarte —le pidió su padre.
—No te hagas el héroe —le dijo su madre—. Déjaselo a los que empezaron la guerra: a los de clase alta, a los conservadores, a los oficiales. Limítate a hacer lo que te ordenen.
—La guerra es la guerra. No existe una forma segura de hacerla —terció el abuelo.
Billy se dio cuenta de que estaban despidiéndose. Sintió unas ganas repentinas de llorar e intentó contenerse.
—Pues eso es todo —dijo, y se levantó.
El abuelo le estrechó la mano. Su madre lo besó. Su padre le dio un apretón de manos, luego se dejó llevar por un impulso y le dio un abrazo. Billy no recordaba cuándo había sido la última vez que lo había hecho.
—Que Dios te bendiga y te proteja, Billy —dijo su padre, a quien se le saltaban las lágrimas.
El muchacho estuvo a punto de derrumbarse.
—Bueno, pues entonces, adiós —concluyó.
Agarró su macuto del suelo. Oyó a su madre gimotear. Salió sin echar la vista atrás y cerró la puerta al salir.
Respiró hondamente, intentó recuperarse y empezó a bajar la empinada cuesta de la calle que conducía a la estación.
El río Somme serpenteaba de este a oeste cruzando Francia en su camino hacia la desembocadura del mar. La primera línea del frente, que se extendía de norte a sur, cruzaba el río no muy lejos de Amiens. Al sur de aquel lugar, la línea aliada era defendida por los franceses hasta Suiza. Al norte, la mayoría de las fuerzas eran británicas y de la Commonwealth.
Desde ese punto, y de norte a oeste, una cadena de montes se extendía a lo largo de unos treinta kilómetros. Las trincheras alemanas de esa zona se habían excavado en montes de escarpadas laderas. Desde una de aquellas trincheras, Walter von Ulrich miraba a través de unos potentes prismáticos Zeiss Doppelfernrohr a las posiciones británicas.
Era un día soleado de principios de verano, y se oía el canto de los pájaros. En un huerto cercano que hasta entonces se había librado de los bombardeos, los manzanos florecían de forma espectacular. El hombre era el único animal que acababa con la vida de los de su propia especie por millones y que convertía el paisaje en un terreno yermo, plagado de cráteres provocados por las bombas y alambradas de espino. Walter tuvo el pensamiento apocalíptico de que, tal vez, la humanidad se borraría a sí misma de la faz de la tierra y dejaría el mundo a los pájaros y a los árboles. Tal vez eso fuera lo mejor.
Volviendo a las cuestiones prácticas, Walter pensó que la situación elevada de la colina tenía numerosas ventajas. Los ingleses tendrían que atacar ascendiendo por la ladera. Por tanto, la posibilidad de los alemanes para observar todo cuanto hacían los ingleses era aún más importante. El joven estaba seguro de que, en ese preciso instante, el enemigo estaba preparando una ofensiva a gran escala.
La preparación de un ataque así era difícil de ocultar. Resultaba inquietante que, durante meses, los ingleses se hubieran dedicado a reparar las carreteras y las vías férreas en la otrora aletargada campiña francesa. En ese momento, el bando británico utilizaba esas líneas de abastecimiento para transportar hasta el frente cientos de armas de artillería pesada, miles de caballos y decenas de miles de hombres. Tras las primeras líneas del frente, un flujo constante de camiones y trenes descargaba cajones de munición, barriles de agua fresca y balas de paja. Walter enfocó las lentes de los prismáticos sobre un destacamento encargado de las comunicaciones: estaban cavando una trinchera muy angosta y desenrollando lo que era a todas luces un enorme carrete de cable telefónico.
Con fría aprensión, pensó que los ingleses debían de albergar grandes esperanzas. La inversión en hombres, dinero y esfuerzos era colosal. Solo podía estar justificada por la idea de que el enemigo creyera que aquel sería el ataque decisivo de aquella guerra. Walter esperaba que así fuera, ganasen o perdiesen.
Siempre que miraba a territorio enemigo, pensaba en Maud. La foto que llevaba de ella en la cartera, recortada de la revista Tatler, la mostraba en el hotel Savoy con un sencillo vestido de baile sobre el pie de foto: «Lady Maud Fitzherbert siempre viste a la última moda». Supuso que, en esos días, Maud no acudiría a muchos bailes. ¿Habría encontrado alguna forma de participar en el esfuerzo bélico de la población civil, como lo había hecho Greta, la hermana de Walter, en Berlín, quien llevaba pequeños caprichos a los hombres heridos internados en los hospitales de guerra? ¿O se habría retirado al campo, como la madre de Walter, y habría plantado patatas en los arriates de flores debido a la escasez de comida?
No sabía si a los ingleses les faltaba alimento. La armada alemana estaba atrapada en el puerto por el bloqueo británico, así que, al menos durante dos años, no había llegado nada por la vía de la importación. Sin embargo, los ingleses continuaban recibiendo suministros de Estados Unidos. Los submarinos alemanes atacaban a los transatlánticos de forma intermitente, pero el alto mando se retiró de una campaña general —que dio en llamarse guerra submarina sin restricciones— por miedo a que los estadounidenses entraran en la guerra. Así que Walter supuso que Maud no estaría pasando tanta hambre como él. Y él estaba saliendo mejor parado que los civiles alemanes. Se habían producido huelgas y manifestaciones en contra del racionamiento de comida en algunas ciudades.
Walter no había escrito a Maud, ni ella a él. No había servicio postal entre Alemania y Gran Bretaña. La única posibilidad habría sido que uno de ellos hubiera viajado a algún país neutral, como Estados Unidos o Suiza, y hubiera enviado una carta desde allí; pero esa oportunidad no había surgido para él ni, supuestamente, para ella.
No saber nada de Maud era una tortura. Le obsesionaba el miedo de que pudiera estar ingresada en algún hospital sin él enterarse. Anhelaba el final de la guerra para poder acudir junto a ella. Deseaba con todas sus fuerzas que Alemania ganara, por supuesto, aunque había veces que sentía una total indiferencia por la victoria siempre que Maud se encontrara bien. Su pesadilla era que llegara el fin, fuera a Londres a buscarla y le comunicasen que había muerto.
Apartó esa idea terrible de su mente. Bajó los prismáticos, los enfocó para ver más de cerca y examinó la barrera de alambrada de espinos del bando alemán levantada en tierra de nadie. Estaba dispuesta en dos filas, cada una de ellas separada por unos cuatro metros de distancia. La alambrada estaba fijada con fuerza al suelo mediante unos postes de acero que no podían moverse fácilmente. Era una barrera protectora formidable que proporcionaba gran sensación de seguridad a las tropas.
Descendió del parapeto de la trinchera y desenrolló una escalerilla plegable de madera para llegar al refugio subterráneo. La desventaja de que su posición estuviera en lo alto de una colina era que las trincheras resultaban un blanco más visible para el fuego enemigo, así que, para compensar, los refugios subterráneos del sector estaban excavados en lo más profundo del suelo calcáreo, a la profundidad suficiente para ofrecer protección frente a cualquier arma con excepción del impacto directo de los proyectiles de mayor dimensión. Había espacio para albergar a todos los hombres de la guarnición de trincheras durante un bombardeo. Algunos refugios estaban comunicados entre sí y proporcionaban una vía de escape alternativa si los bombardeos bloqueaban la entrada.
Walter se sentó en un banco de madera y sacó su libreta. Dedicó un par de minutos a tomar unas cuantas notas con las que poder recordar todo cuanto había visto. Su informe confirmaría lo que contaran otras fuentes de los servicios secretos. Los agentes secretos llevaban un tiempo llamando la atención sobre un fenómeno que los ingleses calificaban de «gran ofensiva».
Von Ulrich se abrió paso hacia la retaguardia atravesando el laberinto. Los alemanes habían construido tres líneas de trincheras con dos o tres kilómetros de separación, así, si los desplazaban de la primera línea podían introducirse en otra trinchera y, si esa fallaba, podían entrar en una tercera. Walter pensó, bastante satisfecho, que, ocurriera lo que ocurriese, no habría victoria rápida para los ingleses.
Fue a por su caballo y volvió cabalgando al cuartel general del II Ejército, donde llegó a la hora de comer. En la cantina de los oficiales le sorprendió encontrar a su padre. Este era un oficial de alto rango del Estado Mayor, y en esos momentos viajaba a toda prisa de un campo de batalla a otro, al igual que, en tiempos de paz, había viajado de una capital europea a otra.
Otto parecía más viejo. Había perdido peso, todos los alemanes habían adelgazado. Su flequillo cortado al estilo monacal era tan minúsculo que parecía calvo. Sin embargo, mostraba una actitud enérgica y vital. La guerra le sentaba bien. Le gustaba la emoción, las prisas, las decisiones rápidas y la sensación constante de emergencia.
Jamás hablaba de Maud.
—¿Qué has visto? —preguntó.
—Se producirá un ataque importante en esta zona en las próximas semanas —anunció Walter.
Su padre sacudió la cabeza con escepticismo.
—La zona del Somme es la franja mejor defendida de nuestra línea. Dominamos el sector más elevado y tres líneas de trincheras. En la guerra, se ataca el punto más débil del enemigo, no su punto más fuerte… incluso los ingleses lo saben.
Walter ató cabos teniendo en cuenta lo que acababa de ver: los camiones, los trenes y el destacamento de comunicaciones tendiendo los cables telefónicos.
—Creo que es todo una farsa —dijo Otto—. Si este fuera el verdadero lugar de ataque, se esforzarían más por ocultar sus maniobras. Se producirá un amago aquí, seguido por una ofensiva real más al norte, en Flandes.
Walter preguntó:
—¿Qué cree Von Falkenhayn? —Erich von Falkenhayn había sido jefe del Estado Mayor durante casi dos años.
Su padre sonrió.
—Cree lo que yo le diga.
Mientras servían el café al final de la comida, lady Maud preguntó a lady Hermia:
—En caso de emergencia, tía, ¿sabrías cómo ponerte en contacto con el abogado de Fitz?
Tía Herm se quedó un tanto sorprendida.
—Querida, ¿qué puedo tener yo que ver con los abogados?
—Nunca se sabe. —Maud se volvió hacia el mayordomo mientras este posaba la cafetera sobre un salvamanteles plateado—. Grout, ¿serías tan amable de traerme una hoja de papel y un lápiz?
Grout se marchó y regresó con los utensilios de escritura. Maud escribió el nombre y dirección del abogado de la familia.
—¿Para qué quiero esto? —preguntó tía Herm.
—Esta misma tarde podrían detenerme —dijo Maud de forma despreocupada—. De ser así, por favor, pídele que venga a sacarme de la cárcel.
—¡Oh! —exclamó tía Herm—. ¡No puedes estar hablando en serio!
—No, estoy segura de que no ocurrirá —afirmó Maud—. Pero, bueno, ya sabes, es solo por si acaso… —Besó a su tía y salió de la sala.
La actitud de tía Herm enfureció a Maud, aunque la mayoría de las mujeres se comportaba igual. No era nada apropiado para una dama conocer siquiera el nombre de su propio abogado, ni mucho menos entender qué derechos tenía ante la ley. No era de extrañar que se explotase sin piedad a las mujeres.
Maud se puso el sombrero y los guantes y un fino abrigo de entretiempo. Salió a la calle y tomó el autobús a Aldgate.
Estaba sola. Las normas sobre el acompañamiento a las damas se habían relajado desde el estallido de la guerra. Ya no se consideraba escandaloso que una mujer soltera saliera sin acompañante durante el día. Tía Herm desaprobaba el cambio, pero no podía encerrar bajo llave a Maud, ni tampoco podía recurrir a Fitz, que estaba en Francia, así que no le quedaba más que aceptar la situación, si bien es cierto que lo hacía de mala gana.
Maud era directora de la publicación The Soldier’s Wife, un rotativo de pequeña tirada que hacía campaña para conseguir un mejor trato para las personas que dependían de los hombres en el frente. Un diputado conservador del Parlamento británico había descrito el periódico como «un cargante fastidio para el gobierno», frase que, desde ese instante, apareció en las cabeceras de todas las ediciones. La fuerza que Maud tenía para hacer campaña por esa causa estaba alimentada por su indignación contra la subyugación de las mujeres combinada con el horror de la carnicería sinsentido que era la guerra. Maud subvencionaba el periódico con su humilde herencia. De todas formas, no necesitaba el dinero: Fitz siempre pagaba todo cuanto ella necesitaba.
Ethel Williams era la directora editorial del periódico. Había dejado con mucho gusto el taller de costura donde la explotaban y lo había cambiado por un sueldo más cuantioso y el papel que desempeñaba en la campaña por la causa. Ethel compartía el furor de Maud, pero tenía una serie de habilidades distintas. Maud entendía la política de alto nivel: había conocido en acontecimientos de sociedad a los ministros del gabinete británico y hablaba con ellos sobre las cuestiones de actualidad. Ethel conocía un mundo político distinto: el Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Confección, el Partido Laboralista Independiente, las huelgas, los encierros en las fábricas y las manifestaciones callejeras.
Tal como se habían citado, Maud se reunió con Ethel justo en la acera que quedaba delante de la oficina de Aldgate de la Asociación de Familiares de Soldados y Marinos.
Antes de la guerra aquella asociación benéfica bienintencionada había conseguido que damas de buena posición tuvieran la deferencia de ofrecer ayuda y consejo a las necesitadas esposas de los hombres en el frente. En ese momento, la organización desempeñaba un nuevo papel. El gobierno pagaba una libra con un chelín a las esposas con dos hijos separadas de sus esposos por la guerra. No era gran cosa —más o menos la mitad del sueldo de un minero—, pero bastaba para sacar a millones de mujeres y a sus hijos de la pobreza más absoluta. La Asociación de Familiares de Soldados y Marinos administraba esa ayuda por separación.
No obstante, la subvención solo se concedía a las mujeres con «buen comportamiento», y las damas de la caridad en ocasiones negaban el dinero a las mujeres que rechazaban sus consejos sobre la crianza de los niños, la gestión doméstica y los peligros de visitar los locales de música y beber ginebra.
Maud opinaba que esas mujeres estarían mejor sin la ginebra, pero eso no daba a nadie el derecho de dejarlas sumidas en la pobreza. Se ponía hecha una furia al ver cómo acomodadas personas de clase media juzgaban a las esposas de los soldados y las privaban de los medios para alimentar a sus hijos. Pensó que el Parlamento no permitiría un abuso de tal magnitud si las mujeres tuvieran derecho a voto.
Contando con Ethel, se habían reunido doce mujeres de clase trabajadora y un hombre, Bernie Leckwith, secretario del Partido Laboralista Independiente de Aldgate. El partido aprobaba el papel desempeñado por Maud y apoyaba sus campañas.
Cuando Maud se reunió con el grupo que se encontraba sobre la calzada, Ethel estaba hablando con un joven que sostenía una libreta.
—La ayuda por la separación no es un donativo de la beneficencia —declaró—. Las esposas de los soldados lo reciben por pleno derecho. ¿Acaso tiene que pasar usted un examen de buena conducta para recibir su sueldo de reportero? ¿Al señor Asquith le preguntan cuánto madeira bebe antes de poder cobrar su sueldo como miembro del Parlamento? Esas mujeres tienen derecho a recibir ese dinero como si fuera un salario.
Maud pensó que Ethel había encontrado voz propia. Se expresaba con sencillez y fuerza. Tal vez hubiera heredado ese talento de su padre, el sindicalista.
El reportero miraba con admiración a Ethel: parecía medio enamorado de ella.
—Sus detractores dicen que una mujer que ha sido infiel a su marido soldado no debe recibir la ayuda —repuso con tono de disculpa.
—¿Es que están vigilando a los maridos? —respondió Ethel con indignación—. Creo que hay casas con muy mala fama en Francia y Mesopotamia, y en otros lugares donde sirven los hombres. ¿Es que el ejército apunta los nombres de los hombres casados que entran en esas casas y les retira la paga? El adulterio es un pecado, pero ese no es motivo para empobrecer aún más a los pecadores y dejar que sus hijos se mueran de hambre.
Ethel llevaba a su hijo, Lloyd, apoyado en la cadera. Ya tenía dieciséis meses y sabía andar, o al menos tambalearse. Tenía un hermoso pelo negro y los ojos verdes, y era tan guapo como su madre. Maud le tendió los brazos para cogerlo, y el pequeño se acercó entusiasmado. La joven sintió un intenso deseo: podía decirse que quería haberse quedado embarazada durante aquella única noche con Walter, pese a todos los problemas que pudieran haberse derivado de esa condición.
No había sabido nada de Walter desde la Navidad pasada. No sabía si estaba vivo o muerto. En aquellos momentos bien podía ser viuda. Intentó no dejarse llevar por la imaginación, pero esos pensamientos horribles la asaltaban sin previo aviso y, a veces, tenía que reprimir el llanto.
Ethel terminó de encandilar al reportero y luego presentó a Maud a una joven con dos niños agarrados a sus faldas.
—Esta es Jayne McCulley, de quien ya te he hablado. —Jayne tenía un hermoso rostro y una mirada decidida.
Maud le estrechó la mano.
—Espero que hoy podamos hacer justicia por usted, señora McCulley —dijo.
—Muy amable por su parte, estoy segura de que lo conseguirá, señora. —Las costumbres de deferencia difícilmente desaparecían en los movimientos políticos igualitarios.
—¿Estamos listos? —preguntó Ethel.
Maud devolvió a Lloyd a los brazos de Ethel, y todos juntos, en grupo, cruzaron la calle y se dirigieron a la puerta de entrada de la asociación de beneficencia. Había una zona de recepción donde se encontraba una mujer de mediana edad sentada a un escritorio. Se asustó al ver la multitud.
—No tiene por qué preocuparse —dijo Maud—. La señora Williams y yo estamos aquí para ver a la señora Hargreaves, su jefa.
La recepcionista se levantó.
—Iré a ver si está —respondió con nerviosismo.
—Sé que está —replicó Ethel—. Hace media hora la he visto entrar por la puerta.
La recepcionista se fue corriendo.
La mujer que regresó con ella era más difícil de intimidar. La señora Hargreaves era una robusta mujer de unos cuarenta años, llevaba abrigo y falda al estilo francés, y un sombrero a la última ornamentado con un enorme lazo plisado. Maud pensó con malicia que el conjunto perdía todo su encanto continental en esa percha baja y fornida, pero la mujer hacía gala de la seguridad que daba el dinero. Además, tenía una nariz enorme.
—¿Sí? —preguntó con brusquedad.
Maud reflexionó que, en la lucha por la igualdad de derechos para las mujeres, algunas veces también había que luchar contra las propias mujeres, no solo contra los hombres.
—He venido a verla porque me preocupa el trato que le ha dispensado a la señora McCulley.
La señora Hargreaves parecía asombrada, sin duda alguna, por la forma de hablar de Maud, tan característica de la alta sociedad. Le echó una mirada de arriba abajo. Seguramente, en ese momento, estaba tomando conciencia de que la ropa de la joven era tan cara como la que ella misma llevaba puesta. Al volver a hablar, su tono resultó menos arrogante.
—Me temo que no puedo discutir casos en particular.
—Pero la señora McCulley me ha pedido que hable con usted… y ella está aquí para corroborarlo.
—¿No me recuerda, señora Hargreaves? —dijo entonces Jayne McCulley.
—De hecho, sí la recuerdo. Fue usted muy grosera conmigo.
Jayne se volvió hacia Maud.
—Le dije que fuera a meter las narices en los asuntos de otra persona.
Las mujeres soltaron una risilla nerviosa al escuchar la referencia a la nariz, y la señora Hargreaves se ruborizó.
Maud dijo:
—Pero usted no puede rechazar una petición para la prestación por separación argumentando que una solicitante ha sido maleducada con usted. —Maud contuvo su ira e intentó hablar con un tono de fría desaprobación—. Estoy segura de que ya lo sabe.
La señora Hargreaves alzó la barbilla y se puso a la defensiva.
—La señora McCulley fue vista en el pub Dog and Duck, y en el teatro de variedades Stepney; en ambas ocasiones, en compañía de un joven. La prestación por separación se concede a esposas de conducta intachable. No es el deseo del gobierno financiar comportamientos indecorosos.
A Maud le dieron ganas de estrangularla.
—Parece que no ha entendido usted muy bien el papel que debe desempeñar —replicó—. No está en sus manos el negar una ayuda por las sospechas que pueda tener de alguien.
La señora Hargreaves parecía algo menos segura de sí misma.
—Supongo que el señor Hargreaves se encuentra sano y salvo en casa, ¿verdad? —intervino Ethel.
—No, no es así —respondió la mujer a toda prisa—. Está con el ejército, en Egipto.
—¡Vaya! —exclamó Ethel—. Así que usted también recibe la prestación por separación.
—Eso no viene al caso.
—¿Alguien va a su casa, señora Hargreaves, para vigilar su conducta? ¿Revisan el nivel de la botella de jerez que tiene en el mueble bar? ¿Le preguntan sobre su relación con el chico de los pedidos de la tienda de ultramarinos?
—¿Cómo se atreve…?
—Su indignación es comprensible —respondió Maud—, aunque tal vez ahora pueda entender por qué la señora McCulley reaccionó como lo hizo ante sus preguntas.
La señora Hargreaves levantó la voz.
—¡Eso es ridículo! ¡No hay ni punto de comparación!
—¿Ni punto de comparación? —repitió Maud, indignada—. El marido de esta señora, al igual que el suyo, está arriesgando su vida por su país. Tanto ella como usted han solicitado la prestación por separación. Pero ¿usted tiene derecho a juzgar su comportamiento y a negarle la ayuda aunque nadie puede juzgarla a usted? ¿Por qué no? En ocasiones, las esposas de los oficiales beben demasiado.
—Y también cometen adulterio —terció Ethel.
—¡Ya está bien! —gritó la señora Hargreaves—. Me niego a ser insultada.
—Lo mismo le ocurre a Jayne McCulley —dijo Ethel.
—El hombre que usted vio con la señora McCulley era su hermano —añadió Maud. Había llegado de permiso desde Francia. Solo tenía dos días, y ella quería que se lo pasara bien antes de volver al frente. Por eso lo llevó al pub y al teatro de variedades.
La señora Hargreaves parecía avergonzada, aunque adoptó un aire desafiante.
—Debió de explicármelo cuando se lo pregunté. Y ahora debo pedirles que abandonen el recinto.
—Ahora que ya sabe la verdad, confío en que apruebe la solicitud de la señora McCulley.
—Ya veremos.
—Insisto en que lo haga aquí y ahora.
—Eso es imposible.
—No nos marcharemos hasta que lo haga.
—Entonces llamaré a la policía.
—Pues muy bien.
La señora Hargreaves se retiró.
Ethel se volvió hacia el reportero que tanto la admiraba.
—¿Dónde está su fotógrafo?
—Esperando fuera.
Pasados un par de minutos, un corpulento agente de policía de mediana edad entró en el local.
—Bueno, bueno, señoras —dijo—. No pongan problemas, por favor. Márchense sin armar jaleo.
Maud dio un paso adelante.
—Yo me niego a marcharme —respondió—. No me importa lo que hagan las demás.
—¿Y usted es, señora?
—Soy lady Maud Fitzherbert, y si quiere que me marche de aquí, tendrá que sacarme usted.
—Si insiste —dijo el policía, y la levantó en volandas.
Cuando abandonaban el edificio, el fotógrafo captó la imagen con su cámara.
—¿No estás asustado? —preguntó Mildred.
—Sí —admitió Billy—. Un poco.
Con Mildred sí podía hablar. De todas formas, ya parecía saber todo lo referente a él. Había vivido con su hermana un par de años y las mujeres siempre se lo contaban todo. No obstante, Mildred tenía otra cosa que hacía que Billy se sintiera cómodo en su presencia. Las chicas de Aberowen siempre estaban intentando impresionar a los chicos, soltando frases resultonas y mirándose al espejo, pero Mildred se limitaba a ser ella misma. A veces decía cosas escandalosas y hacía reír a Billy. Él tenía la sensación de que podía contarle cualquier cosa.
La belleza de la joven le resultaba prácticamente abrumadora. No era por su cabello rubio y rizado, ni por sus ojos azules, sino por esa actitud despreocupada que lo cautivaba. Y luego estaba el tema de la diferencia de edad. Ella tenía veintitres años y él no había cumplido todavía los dieciocho. Mildred era una mujer de mundo y, aun así, parecía muy interesada en él, y eso, a Billy, le resultaba bastante halagador. La miró con anhelo desde el otro lado de la estancia, deseando tener la oportunidad de hablar con ella a solas, preguntándose si se atrevería a tocarle la mano, a rodearla con un brazo y besarla.
Estaban sentados a una mesa cuadrada en la cocina de Ethel: Billy, Tommy, Ethel y Mildred. Era una tarde cálida y la puerta del patio trasero permanecía abierta. Sobre la losa de piedra, las dos hijas de Mildred estaban jugando con Lloyd. Enid y Lillian tenían tres y cuatro años respectivamente, aunque Billy todavía no sabía distinguir a una de la otra. Las mujeres no habían querido salir por los niños, así que Billy y Tommy habían llevado un par de botellas de cerveza del pub.
—No te pasará nada —le dijo Mildred a Billy—. Has recibido formación.
—Sí. —El entrenamiento no había hecho gran cosa por mejorar la confianza de Billy. Habían marchado mucho de un lado para otro, habían saludado y recibido instrucción con bayoneta. No tenía la sensación de que le hubieran enseñado a sobrevivir.
—Si resulta que los alemanes son todos una panda de muñecos rellenos y atados a unos postes, sabremos cómo clavarles la bayoneta —comentó Tommy.
—Sabéis disparar, ¿no? —preguntó Mildred.
Durante un tiempo, habían entrenado con fusiles oxidados y rotos con las iniciales «F. P.» grabadas en la culata, «Fusiles de Prácticas», con las que se indicaba que no estaban destinados para disparar en ningún caso. Sin embargo, al final habían entregado a cada uno un fusil de cerrojo Lee-Enfield con cargador extraíble y capacidad para tres balas del calibre 303. Billy resultó ser un buen tirador, era capaz de vaciar el cargador en menos de un minuto y darle a un blanco de la altura de un hombre a una distancia de casi trescientos metros. Dijeron a los reclutas que el Lee-Enfield era conocido por su velocidad de repetición: el récord mundial estaba en treinta y ocho disparos por minuto.
—Estamos bien pertrechados —aseguró Billy a Mildred—. Los que me preocupan son los oficiales. Hasta ahora no he conocido a ninguno del que me fiara en un caso de emergencia en la mina.
—Supongo que los buenos están todos en Francia —comentó Mildred con optimismo—. Han dejado a los idiotas en casa para que se encarguen del entrenamiento.
Billy rió por la palabra que ella había usado. No tenía pelos en la lengua.
—Espero que tengas razón.
Lo que de verdad lo asustaba era la posibilidad de que, cuando los alemanes empezaran a dispararle, sintiera ganas de dar media vuelta y salir corriendo. Eso era lo que más lo aterrorizaba. Pensó que la humillación sería peor que cualquier herida. Algunas veces sentía tanta angustia por esa sensación que anhelaba la llegada del terrible momento, para poder saber ya cómo reaccionaría.
—De todas formas, me alegra que vayáis a pegarles unos tiros a esos desgraciados alemanes —dijo Mildred—. Son todos unos violadores.
—Yo de ti —dijo Tommy—, no daría crédito a todo lo que lees en The Daily Mail. Te podrían hacer creer que todos los sindicalistas son unos traidores. Sé que eso no es verdad, la mayoría de los miembros de mi sector del sindicato se han alistado en el ejército como voluntarios. Así que es posible que los alemanes no sean tan malos como los pinta el Mail.
—Sí, seguramente tienes razón. —Mildred se volvió hacia Billy—. ¿Has visto Charlot vagabundo?
—Sí, me encanta Charlie Chaplin.
Ethel tomó en brazos a su hijo.
—Di buenas noches al tío Billy. —El crío se revolvió en sus brazos porque no quería irse a dormir.
Billy lo recordó cuando era un recién nacido y la forma en que había abierto la boquita y había roto a llorar. Qué grande y fuerte parecía en ese momento.
—Buenas noches, Lloyd —le dijo.
Ethel le había puesto el nombre por Lloyd George. Billy era la única persona enterada de que también tenía un segundo nombre: Fitzherbert. Constaba en su certificado de nacimiento, pero Ethel no se lo había contado a nadie.
A Billy le habría gustado tener al conde Fitzherbert en el punto de mira de su Lee-Enfield.
—Se parece al abuelo, ¿verdad? —preguntó Ethel.
Billy no veía el parecido.
—Ya te contestaré cuando se deje bigote.
Mildred metió a sus dos pequeñas en la cama al mismo tiempo. Las mujeres anunciaron que querían cenar. Ethel y Tommy fueron a comprar unas ostras y dejaron a Billy y a Mildred solos.
En cuanto se marcharon, Billy dijo:
—Me gustas mucho, Mildred.
—A mí también me gustas —respondió la chica, así que él acercó su silla a la de ella y la besó.
Mildred correspondió al beso con entusiasmo.
Él ya lo había hecho antes. Había besado a muchas chicas en la última fila del cine Majestic de Cwm Street. Ellas abrían la boca enseguida, y él hizo lo propio en ese momento.
Mildred lo apartó con amabilidad.
—No tan deprisa —le dijo—. Haz esto. —Y lo besó con la boca cerrada, acariciándole con los labios la mejilla, las pestañas y el cuello y luego los labios. Era algo raro, pero a él le gustó—. Hazme lo mismo. —Y él siguió sus instrucciones—. Ahora, haz esto —le indicó y él sintió la punta de su lengua en sus labios, tocándolos con una delicadeza increíble.
Una vez más, la imitó. Luego ella le enseñó otra forma más de besar, mordisqueándole el cuello y los lóbulos de las orejas. Billy sentía que habría podido pasarse la eternidad de aquel modo.
Cuando pararon para respirar, ella le acarició el cuello y le dijo:
—Aprendes deprisa.
—Eres adorable —respondió él.
El chico volvió a besarla y le apretujó un seno. Ella se lo permitió un rato, pero cuando él empezó a respirar de forma demasiado agitada, le apartó la mano.
—No te embales demasiado —le advirtió—. Volverán en cualquier momento.
Pasados unos minutos, Billy oyó la puerta.
—¡Maldita sea! —exclamó.
—Ten paciencia —le susurró ella.
—¿Paciencia? —preguntó él—. ¡Si mañana me voy a Francia!
—Bueno, pero todavía no es mañana, ¿no?
Billy seguía preguntándose qué habría querido decir con eso cuando Ethel y Tommy entraron en la estancia.
Se tomaron la sopa y terminaron las cervezas. Ethel les contó la historia de Jayne McCulley, y de cómo un policía había sacado a lady Maud del local de beneficencia. Lo relató como si fuera algo cómico, pero Billy se sintió henchido de orgullo por su hermana y por la forma en que había defendido los derechos de las mujeres pobres. ¡Y ella era la directora editorial de un periódico y amiga de lady Maud! Había decidido que un día él también sería protector de la gente corriente. Era lo que admiraba de su padre. Su padre era terco y de mentalidad muy cerrada, pero había luchado toda su vida por los trabajadores.
Cayó la noche, y Ethel anunció que era hora de irse a la cama. Utilizó unos cojines para improvisar un par de camas en el suelo de la cocina para Billy y para Tommy. Todos se retiraron.
Billy se quedó despierto, preguntándose qué habría querido decir Mildred con aquello de «Todavía no es mañana». Tal vez solo estaba prometiéndole besarlo por la mañana, cuando se fuera para tomar el tren a Southampton. Pero parecía que había querido decir algo más. ¿De verdad querría decir con eso que deseaba volver a verlo esa misma noche?
La idea de ir a su habitación lo excitó tanto que no podía dormir. Llevaría puesto el camisón y, bajo las sábanas, su cuerpo resultaría cálido al tacto. Se imaginó su cara sobre la almohada, y envidió a la funda por estar en contacto con la mejilla.
Cuando le pareció que la respiración de Tommy era regular, Billy salió a hurtadillas de debajo de las sábanas.
—¿Adónde vas? —preguntó Tommy, que no estaba tan dormido como había pensado Billy.
—Al baño —respondió Billy susurrando—. Demasiada cerveza.
Tommy soltó un gruñido y se dio media vuelta.
Vestido solo con la ropa interior, Billy subió de puntillas la escalera. Había tres puertas en el mismo rellano. Dudó. ¿Y si había malinterpretado las palabras de Mildred? Puede que gritase al verlo. Eso habría sido muy vergonzoso.
«No —pensó—, no es de las que gritan.»
Abrió la primera puerta que encontró. Entraba una tenue luz desde la calle y vio una cama estrecha con las dos cabecitas rubias de las niñas sobre la almohada. Cerró la puerta con suavidad. Se sentía como un ladrón.
Lo intentó con la puerta siguiente. En esa habitación ardía una vela y le costó un rato adaptar la visión a la luz temblorosa. Vio una cama más grande, con una cabeza sobre la almohada. El rostro de Mildred estaba orientado hacia él, pero no podía distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados. Esperó a ver si ella se quejaba, pero no dijo nada.
Entró y cerró la puerta al pasar.
—¿Mildred? —preguntó en susurros, dubitativo.
—Maldita sea, Billy, ya era hora. Rápido, métete en la cama —respondió ella con una voz muy clara.
Se metió bajo las sábanas y la abrazó. No llevaba el camisón como él había imaginado. En realidad, le impactó darse cuenta de que estaba desnuda.
De pronto le entraron los nervios.
—Yo nunca… —empezó a decir.
—Ya lo sé —respondió ella—. Serás mi primer virgen.
En junio de 1916, el comandante conde Fitzherbert fue destinado al 8.º Batallón de los Fusileros Galeses y puesto al mando de la Compañía B, compuesta por 128 hombres y cuatro tenientes. Jamás había dirigido a los soldados en la batalla y, en su interior, lo atormentaba la impaciencia.
Estaba en Francia, aunque el batallón seguía en Gran Bretaña. Había reclutas que acababan de finalizar su formación. El general de brigada explicó a Fitz que el roce con los veteranos los fortalecería. El ejército profesional que había sido enviado a Francia en 1914 ya no existía —más de la mitad de sus componentes estaban muertos— y ese era el nuevo ejército de Kitchener. El grupo de Fitz eran los Aberowen Pals. «Seguramente los conocerás a todos», dijo el general de brigada, que parecía no darse cuenta de lo profundo que era el abismo que separaba a los condes de los mineros.
Fitz recibió sus órdenes al mismo tiempo que otra media docena de oficiales e invitó a una ronda en la cantina para celebrarlo. El capitán al que habían encomendado el mando de la Compañía A levantó su vaso de whisky y dijo:
—¿Fitzherbert? Debe de ser el dueño de la mina de carbón. Soy Gwyn Evans, el tendero. Seguramente me ha comprado todas sus sábanas y toallas.
En ese momento, había muchos de esos comerciantes engreídos en el ejército. Era típico de los de su clase hablar como si ellos y Fitz fueran iguales, y que simplemente se dedicasen a negocios distintos. Sin embargo, Fitz también sabía que las habilidades organizativas de los hombres de negocios eran muy valoradas en el ejército. Al decir de sí mismo que era tendero, el capitán se comportaba con falsa modestia. Gwyn Evans era el nombre de los grandes almacenes de las ciudades más importantes de Gales del Sur. Tenía a muchas más personas en plantilla que las que tenía a su cargo en la Compañía A. Fitz jamás había organizado nada más complejo que un equipo de críquet y la sobrecogedora complejidad del entramado bélico lo hacía sentirse muy consciente de su inexperiencia.
—Supongo que este es el ataque que acordaron en Chantilly —dijo Evans.
Fitz sabía a qué se refería. En diciembre, al menos habían herido ya a sir John French, y sir Douglas Haig había tomado el mando de comandante en jefe del ejército británico en Francia. Unos días después, Fitz —quien todavía desempeñaba labores de agente de enlace— había acudido a la conferencia de los aliados en Chantilly. Los franceses habían propuesto un ataque a gran escala en el frente occidental durante 1916, y los rusos habían accedido a propinar un golpe similar en el frente oriental.
Evans prosiguió:
—Lo que he oído es que los franceses atacarían con cuarenta divisiones y nosotros con veinticinco. Y eso no va a ocurrir ahora.
A Fitz no le gustaba esa forma tan negativa de hablar —tal como ya estaban las cosas, se sentía bastante preocupado—, aunque, por desgracia, Evans tenía razón.
—Es por Verdún —dijo Fitz.
Desde el pacto de diciembre, los franceses habían perdido doscientos cincuenta mil hombres defendiendo la ciudad fortificada de Verdún, y no les quedaban muchos efectivos para destinarlos al Somme.
—Sea cual sea el motivo, estamos prácticamente solos —repuso Evans.
—No estoy muy seguro de que eso cambie mucho las cosas —respondió Fitz con un aire de despreocupación del todo fingido—. Atacaremos a lo largo de toda la extensión de la línea del frente, sin importar lo que ellos hagan.
—Disiento —replicó Evans, con una seguridad que no resultó del todo insolente—. La retirada francesa libera gran cantidad de reservas alemanas. Pueden llegar todos empujados a nuestro sector como refuerzos.
—Creo que nos movemos demasiado deprisa para que eso nos afecte.
—¿De verdad lo cree así, señor? —preguntó Evans con frialdad, de nuevo quedándose a un paso de cruzar la fina línea del desacato—. Si logramos atravesar la primera línea de la alambrada de espino de los alemanes, todavía tendremos que arreglárnoslas para pasar por la segunda y la tercera.
Evans estaba empezando a molestar a Fitz. Ese tipo de conversación resultaba desmoralizante.
—La alambrada de espino quedará destruida por nuestra artillería —aseguró Fitz.
—Por mi experiencia, la artillería no resulta efectiva contra la alambrada de espino. Un proyectil con metralla dispara bolas de acero hacia abajo y hacia delante…
—Ya sé lo que es la metralla, pero gracias por la aclaración.
Evans no hizo caso del comentario.
—Así que tiene que hacer explosión a tan solo unos metros por encima y por delante del objetivo; de no ser así, no tiene efecto alguno. Nuestras armas no son tan precisas. Un proyectil de grandes dimensiones estalla al impactar contra el suelo; aunque impacte de forma directa, a veces se limita a elevar una alambrada por los aires y la deja caer sin haber llegado a dañarla en realidad.
—Subestima usted la dimensión de nuestra cortina de fuego. —La irritación de Fitz con Evans se acrecentó por la molesta sospecha de que podía tener razón. Lo que era peor, el nerviosismo del conde aumentaba por esa sospecha—. Después de eso no quedará nada. El frente alemán será destruido por completo.
—Espero que tenga razón. Si se ocultan en sus refugios subterráneos durante la cortina de fuego, y luego salen con sus ametralladoras, nuestros hombres caerán abatidos.
—Parece no entender lo que digo —dijo Fitz, enfadado—. Jamás se ha producido un bombardeo tan intenso en toda la historia de la guerra. Tenemos un cañón cada veinte metros de la primera línea del frente. ¡Planeamos disparar más de un millón de proyectiles! No quedará nada ni nadie con vida.
—Bueno, al menos estamos de acuerdo en una cosa —dijo el capitán Evans—. Como usted dice, esto no se ha hecho nunca; así que ninguno de nosotros puede tener la certeza de que funcionará.
Lady Maud apareció en los juzgados de Aldgate con un enorme sombrero rojo, ornamentado con lazos y plumas de avestruz; le impusieron una guinea de fianza por alteración del orden público.
—Espero que el primer ministro Asquith tome nota —dijo a Ethel cuando salieron del tribunal.
Ethel no se mostró muy optimista.
—No tenemos forma de recurrir a él para que intervenga en el asunto —dijo con exasperación—. Esta clase de comportamiento continuará hasta que las mujeres no tengan el poder de votar a un gobierno que suba al poder. —Las sufragistas tenían pensado convertir el voto femenino en el gran tema de las elecciones generales de 1915, pero el Parlamento había pospuesto los comicios debido a la guerra—. Puede que tengamos que esperar hasta el final del conflicto.
—No necesariamente —dijo Maud. Se detuvieron para posar para un fotógrafo en los escalones de los juzgados, y luego se dirigieron hacia las oficinas de The Soldier’s Wife—. Asquith está luchando por mantener unida la coalición de conservadores y liberales. Si se separa, tendrán que celebrarse elecciones. Y eso nos daría una oportunidad.
Ethel estaba sorprendida. Ella había pensado que el tema del voto para las mujeres era un asunto zanjado.
—¿Por qué?
—El gobierno tiene un problema. Según el sistema actual, los soldados en activo no pueden votar porque no son propietarios ni inquilinos de una casa. Eso no importaba mucho antes de la guerra, cuando solo había unos cien mil soldados en el ejército. Pero en la actualidad son más de un millón. El gobierno no se atrevería a celebrar unas elecciones y dejarlos al margen, esos hombres están muriendo por su país. Habría un motín.
—Y si reforman el sistema, ¿cómo van a dejar fuera a las mujeres? —objetó Ethel.
—Ahora mismo, el alfeñique de Asquith está buscando una forma de conseguirlo —afirmó Maud.
—Pero ¡no puede! Las mujeres son una pieza tan fundamental como los hombres en la campaña de guerra: fabrican la munición, se ocupan de los soldados heridos en Francia y desempeñan muchas labores que antes solo realizaban los hombres.
—Asquith espera encontrar una forma que le permita evitar ese debate.
—Entonces debemos asegurarnos de que no lo consiga.
Maud sonrió.
—Exacto —dijo—. Esa es nuestra siguiente causa.
—Me alisté para salir del correccional —dijo George Barrow, apoyándose en la barandilla del buque de guerra mientras se alejaban del puerto de Southampton. El correccional era el centro penitenciario para delincuentes menores de edad—. A los dieciséis me pillaron por entrar a robar a las casas, y me cayeron tres años. Pasado un año, me cansé de chupársela al director y dije que quería alistarme como voluntario. Él mismo me llevó al centro de reclutamiento, y fin de la historia.
Billy lo miró. Tenía la nariz torcida, una oreja mutilada y una cicatriz en la frente. Parecía un boxeador retirado.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Billy.
—Diecisiete.
Los chicos no tenían permitido alistarse en el ejército con menos de dieciocho años y debían tener diecinueve antes de ser enviados a un destino allende los mares, oficialmente. El ejército violaba de forma constante ambas normas. A los sargentos y oficiales médicos de reclutamiento les pagaban media corona por cada hombre que admitían, y rara vez hacían preguntas a los chicos que afirmaban tener más edad de la que aparentaban. Había un muchacho en el batallón que se llamaba Owen Bevin que parecía tener unos quince.
—¿Acabamos de pasar por una isla? —preguntó George.
—Sí —respondió Billy—. Era la isla de Wight.
—¡Oh! —exclamó el chico—. Creía que eso era Francia.
—No, está mucho más lejos.
El viaje se alargó hasta primera hora de la mañana siguiente, cuando desembarcaron en El Havre. Billy descendió por la pasarela y pisó tierra extranjera por primera vez en toda su vida. De hecho, no era un suelo de tierra, sino de piedras, lo que les ayudó a descubrir la dificultad de marchar calzando botas con clavos. Pasaron por la ciudad y fueron observados con desgana por la población francesa. Billy había escuchado historias sobre las hermosas francesas que abrazaban con agradecimiento a los ingleses recién llegados, pero no vio más que mujeres de mediana edad totalmente apáticas con la cabeza cubierta con pañuelos.
Marcharon hasta un campamento donde pasaron la noche. A la mañana siguiente, subieron a un tren. Estar en el extranjero resultaba menos emocionante de lo que Billy había imaginado. Todo era distinto, pero solo un poco. Como en Gran Bretaña, en Francia, la mayor parte de terreno eran campos y aldeas, carreteras y vías de tren. Los campos estaban vallados en lugar de estar delimitados por setos, y las casas rurales parecían más grandes y mejor construidas, pero eso era todo. Fue un chasco para él. Al final del día llegaron a su alojamiento en un campamento enorme y nuevo con barracones levantados a toda prisa.
Billy había sido ascendido a cabo, así que estaba al mando de su sección; ocho hombres entre los que se incluían: Tommy, el joven Owen Bevin y George Barrow, el chico del correccional. Se les unió el misterioso Robin Mortimer, que era soldado raso pese a tener aspecto de haber cumplido ya la treintena. Cuando se sentaron para tomar algo de té con un poco de pan y mermelada en una gigantesca sala donde había al menos un millar de hombres, Billy dijo:
—Bueno, Robin, somos todos nuevos, pero tú pareces más experimentado. ¿Cuál es tu historia?
Mortimer respondió con un ligero acento galés culto, aunque usaba el lenguaje de la mina.
—No me jodas, taffy, eso no es asunto tuyo —respondió, y se retiró a otro lugar.
Billy se encogió de hombros. Taffy, que era la forma vulgar de llamar a los galeses, en realidad no era un insulto, y menos viniendo de boca de otro galés.
Cuatro secciones formaban un pelotón, y el sargento de su pelotón era Elijah Jones, de veinte años, hijo de John Jones el Tendero. Se le consideraba un veterano endurecido por la experiencia porque había pasado un año en el frente. Jones pertenecía a la Iglesia de Bethesda y Billy lo conocía desde que ambos iban a la escuela, donde lo habían apodado Jones el Profeta por su nombre, tomado del Antiguo Testamento.
El Profeta había escuchado por casualidad la conversación con Mortimer.
—Ya conversaré yo con él, Billy —dijo—. Es un tipo muy creído y estirado, pero no puede hablarle así a un cabo.
—¿Por qué está de tan mal humor?
—Antes era comandante. No tengo ni idea de qué hizo, pero lo juzgó un tribunal militar y lo degradaron, lo que significa que perdió su rango de oficial. Después, como estaba en condiciones de entrar en combate, lo llamaron a filas de inmediato como soldado raso. Es lo que hacen con los oficiales que no tienen una buena conducta.
Después del té se reunieron con el jefe del pelotón, el teniente segundo James Carlton-Smith, un chico de la misma edad que Billy. Estaba tenso y avergonzado, y parecía demasiado joven para estar al mando de nadie.
—Muchachos —dijo con un ahogado acento de clase alta—, me siento honrado de ser vuestro jefe y sé que seréis fieros como leones en la batalla que ha de llegar.
—Maldito verruga —susurró Mortimer.
Billy sabía que a los tenientes segundos los llamaban verrugas, pero solo otros oficiales.
Carlton-Smith presentó entonces al comandante de la Compañía B, el conde Fitzherbert.
—¡Maldita sea! —blasfemó Billy.
Se quedó boquiabierto mientras el hombre que más odiaba en el mundo se subía a una silla para dirigirse a la compañía. Fitz llevaba un uniforme caqui de confección impecable y portaba el bastón de mando de madera de fresno que a algunos oficiales les gustaba usar. Hablaba con el mismo acento que Carlton-Smith y, en su discurso, cayó en los mismos lugares comunes. Billy no daba crédito a su condenada mala suerte. ¿Qué estaba haciendo Fitz ahí?, ¿preñar a las criadas francesas? El hecho de que aquel gandul acabado fuera su comandante resultaba difícil de digerir.
Cuando los oficiales se fueron, el Profeta habló tranquilamente con Billy y Mortimer.
—El teniente segundo Carlton-Smith estaba en Eton hasta hace un año —les informó.
Eton era una escuela para ricos: Fitz también había estudiado allí.
—Entonces, ¿por qué es oficial? —inquirió Billy.
—En Eton era prefecto de estudios.
—¡Ah, bueno! —respondió Billy con tono sarcástico—. Entonces estamos en buenas manos.
—No sabe mucho de la guerra, pero tiene la buena costumbre de no ser muy mandón, así que lo hará bien siempre que no lo perdamos de vista. Si veis que va a meter la pata, avisadme. —Miró fijamente a Mortimer—. Ya sabes cómo funcionan estas cosas, ¿verdad?
Mortimer hizo un gesto hosco de asentimiento.
—Entonces cuento contigo.
Pasados unos minutos, las luces se apagaron. No había catres, solo jergones de paja a ras de suelo dispuestos en filas. Como estaba despierto, Billy pensó con admiración en lo que el Profeta había conseguido con Mortimer. Había tratado con un subordinado difícil y lo había convertido en su aliado. Así era como manejaba su padre a los alborotadores.
El Profeta había transmitido a Billy y a Mortimer el mismo mensaje. ¿Es que el Profeta también había identificado a Billy como un tipo rebelde? Recordó que Jones se encontraba en la congregación ese domingo en que Billy había leído la parábola de la mujer pillada cometiendo adulterio. «Vale, tiene razón —pensó—, soy un alborotador.»
Billy no tenía sueño y fuera todavía había luz, pero no tardó en quedarse dormido. Lo despertó un ruido terrorífico, como un trueno procedente de lo alto. Se incorporó enseguida. La mortecina luz del alba penetraba por las ventanas azotadas por la lluvia, pero no había ninguna tormenta.
Los demás hombres estaban igual de sobresaltados.
—¡Por Cristo bendito!, ¿qué ha sido eso? —preguntó Tommy.
Mortimer estaba encendiéndose un cigarrillo.
—Fuego de artillería —respondió—. Son nuestros cañones. Bienvenido a Francia, taffy.
Billy no escuchaba. Miraba a Owen Bevin, quien ocupaba el jergón que le quedaba justo enfrente. El muchacho estaba sentado con una punta de la sábana metida en la boca, llorando.
Maud soñó que Lloyd George le metía la mano por debajo de la falda, y ella le decía que estaba casada con un alemán; él informaba a la policía, que había ido a detenerla y estaba aporreando la ventana de su dormitorio.
Se sentó en la cama, confundida. Pasados unos segundos, se dio cuenta de que era imposible que la policía aporrease la ventana de un dormitorio que se encontraba en la segunda planta por más que quisieran detenerla. El sueño se esfumó, pero el ruido continuaba. También se oía el estruendo grave y lejano de un tren.
Encendió la lámpara de la mesilla de noche. El reloj de plata de estilo art nouveau que tenía sobre la repisa de la chimenea marcaba las cuatro de la madrugada. ¿Se había producido un terremoto? ¿Una explosión en una fábrica de municiones? ¿El choque de dos trenes? Retiró la colcha bordada a mano y se levantó.
Descorrió la pesada cortina a rayas verdes y azul marino y miró por la ventana a Mayfair Street. Con la luz del amanecer vio a una joven con un vestido rojo, seguramente era una prostituta de regreso a casa, hablando con impaciencia al conductor de un carro tirado por caballos que transportaba leche. No se veía a nadie más. La ventana de Maud seguía temblando a pesar de no haber razón aparente para ello. Ni siquiera soplaba el viento.
Se puso un batín de muaré sobre el camisón y se miró en el espejo de cuerpo entero. Tenía el pelo alborotado pero, salvo por eso, presentaba un aspecto bastante decente. Salió al pasillo.
Tía Herm estaba ahí plantada con la gorra de dormir junto a Sanderson, la sirvienta de Maud, cuya cara redonda estaba blanca como la cera por el miedo. Entonces apareció Grout en la escalera.
—Buenos días, lady Maud; buenos días, lady Hermia —dijo con formalidad imperturbable—. No hay por qué alarmarse. Son los cañones.
—¿Qué cañones? —preguntó Maud.
—Los de Francia, señora —respondió el mayordomo.
La cortina de fuego británica prosiguió durante una semana.
Se suponía que debía durar cinco días, pero solo una de esas jornadas hizo buen tiempo, para consternación de Fitz. Aun siendo verano, todos los demás días el cielo estuvo encapotado y llovió. Esas condiciones dificultaban la precisión de tiro de los cañoneros. También implicaba que los aviones localizadores de blancos no podían hacer un seguimiento exhaustivo de los resultados y así ayudar a los cañoneros a afinar la puntería. Eso complicaba las cosas, sobre todo para el fuego de contrabatería —el destinado a la destrucción de la artillería alemana—, porque los alemanes seguían la inteligente táctica de desplazar sus cañones para que los proyectiles británicos impactaran sin tener efecto alguno en posiciones abandonadas.
Fitz se sentó en el húmedo refugio subterráneo que era el cuartel general del batallón; se dedicó a fumar cigarros con desgana e intentar no oír el incesante bombardeo. Como no contaban con fotografías aéreas, otros comandantes de la compañía y él habían organizado patrullas para acometer incursiones a las trincheras. Estas, al menos, les permitían una observación directa del enemigo. No obstante, era un asunto arriesgado, y las partidas de asalto que tardaban demasiado en realizar la inspección jamás regresaban. Por eso, los hombres tenían que analizar a toda prisa una reducida parte de la línea del frente y salir huyendo.
Para gran disgusto de Fitz, las patrullas volvían con informes contradictorios. Algunas trincheras alemanas estaban destruidas, otras permanecían intactas. Algunos tramos de las alambradas de espino habían sido cortados, pero ni mucho menos en su totalidad. Lo más preocupante era que algunas patrullas tuvieron que retroceder ante el fuego enemigo. Si los alemanes podían disparar, estaba claro que la artillería conseguiría su objetivo de barrer con las posiciones inglesas.
Fitz sabía que el número exacto de prisioneros alemanes hechos por el IV Ejército durante la cortina de fuego eran doce. Todos ellos habían sido interrogados, pero, para ira de los interrogadores, daban información contradictoria. Algunos decían que sus refugios subterráneos habían quedado destruidos, otros, que los alemanes estaban sanos y salvos bajo tierra mientras los ingleses malgastaban su munición en la superficie.
Los ingleses estaban tan poco seguros del resultado de sus bombardeos que Haig pospuso el ataque que se había programado para el 29 de junio. Pero el tiempo continuaba siendo malo.
—Tendremos que cancelarlo —anunció el capitán Evans a la hora del desayuno, la mañana del 30 de junio.
—No lo creo —comentó Fitz.
—No atacamos hasta no tener la confirmación de que las defensas del enemigo han quedado destruidas —dijo Evans—. Es un axioma de la guerra de asedio.
Fitz sabía que ese principio había sido acordado en el momento más inicial de planificación del conflicto, pero que, más adelante, se había descartado.
—Sea realista —le dijo a Evans—. Hemos estado preparando esta ofensiva durante seis meses. Esta es nuestra acción más importante de 1916. Hemos volcado todos nuestros esfuerzos en ella. ¿Cómo va a cancelarse? Haig tendrá que dimitir. Podría provocar incluso la caída del gobierno de Asquith.
Evans pareció enojado por ese comentario. Le subieron los colores y empezó a hablar en un tono de voz más agudo.
—Mejor que caiga el gobierno y no que nosotros enviemos a nuestros hombres contra las metralletas colocadas en las trincheras.
Fitz sacudió la cabeza.
—Tenga en cuenta los millones de toneladas de suministros que se han enviado en barco, las carreteras y vías férreas que hemos construido para traerlos hasta aquí, los cientos de miles de hombres entrenados y armados, y trasladados hasta este lugar desde Gran Bretaña. ¿Qué haremos… enviarlos a todos a casa?
Se produjo un largo silencio; entonces Evans dijo:
—Tiene razón, por supuesto, comandante. —Sus palabras eran cordiales, pero su tono era de rabia contenida—. No vamos a enviarlos de regreso a casa —lo dijo con los dientes apretados—. Los enterraremos aquí.
A mediodía, la lluvia dejó de caer y salió el sol. Poco después, llegó la confirmación: «Atacaremos mañana».